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Después de los acontecimientos narrados en el relato «Más allá del río Negro» de Conan el guerrero, Conan se pone al servicio de los aquilonios. Llega a general, derrota a los pictos en la batalla de Velítrium y destroza su retaguardia. Entonces es llamado a la capital -Tarantia- para celebrar su triunfo. Pero, habiendo despertado las sospechas y los celos del loco y depravado rey Numedides, lo drogan con vino y lo encadenan en la Torre del Hierro bajo sentencia de muerte. Sin embargo, el bárbaro tiene tantos amigos como enemigos en Aquilonia, y pronto es rescatado de su prisión y puesto en libertad; sus libertadores le proporcionan un caballo y una espada. Cabalgando hacia la frontera, se encuentra con sus tropas bosonios dispersas, y con que han puesto precio a su cabeza. Cruza el río Trueno, llega a los húmedos bosques de la tierra de los pictos y se dirige hacia el lejano mar.
1. Los hombres pintados
Hace un momento el claro del bosque estaba vacío, pero ahora un hombre se acerca sigilosamente a los arbustos. No hace un solo ruido, ni siquiera para prevenir a las grises ardillas de su llegada. Pero los pájaros de colores revolotean en el soleado espacio abierto como una nube ruidosa. El hombre frunce el ceño y lanza una rápida mirada al camino por el que ha venido, como si sintiera miedo de que sus hombres lo hubieran traicionado, delatando su posición. Entonces comienza a caminar cuidadosamente por el claro.
A pesar de su enorme musculatura, el hombre se mueve con la agilidad de un leopardo. Está desnudo, salvo por un taparrabo que lleva atado a la cintura; sus extremidades están llenas de arañazos causados por las zarzas, y cubiertas de lodo seco. Lleva una venda en el brazo izquierdo. Por debajo de la negra melena enmarañada aparece su rostro lánguido y demacrado; sus ojos queman como los de un lobo herido. Avanza cojeando por el desdibujado camino que lo lleva a través del espacio abierto.
A medio camino del claro se detiene un instante y se vuelve con gesto felino a observar el camino por el que ha venido. Al salir del bosque oye un grito. Cualquier otro hombre hubiera pensado que se trataba del aullido de un lobo. Pero él sabía que no. Un cimmerio distingue los sonidos de la selva con la misma facilidad con que un hombre de la ciudad reconoce las voces de sus amigos.
Sus ojos se inyectan en sangre al tiempo que se vuelve y corre a lo largo del sendero. Este sendero, al alejarse del claro, discurre paralelo a una densa fila de árboles y arbustos. También hay un enorme tronco clavado en la tierra húmeda, entre los matorrales y el sendero. Cuando el cimmerio ve el enorme tronco, se detiene y mira hacia atrás a través del claro para cerciorarse de que no ha dejado señal alguna de su paso por allí; pero la evidencia era clara para sus ojos penetrantes y por lo tanto igualmente visible para los aguzados ojos de quienes lo perseguían. Gruñó en voz baja como una bestia acorralada.
Avanzó despreocupadamente por la senda, aplastando la hierba a su paso. Cuando alcanzó el extremo del tronco, saltó por encima, se volvió y corrió a lo largo de éste. Pero no dejó ninguna huella que pudiera revelar a sus astutos perseguidores que había cambiado de sendero. Cuando alcanzó la parte más densa de los matorrales, se adentró en ellos como una sombra, agitando las hojas a su paso.
El tiempo pasaba lentamente. Las grises ardillas chillaban una vez más, luego se apretaron contra las ramas y de repente enmudecieron. El claro estaba invadido. Igual de silenciosos que el primero, surgieron otros tres hombres por el borde del claro; bajos, de piel oscura y complexión fuerte. Iban vestidos con una especie de taparrabo y una pluma en la cabeza. Sus cuerpos estaban pintados con extraños dibujos e iban armados hasta los dientes con lanzas y martillos de cobre.
Se habían arrastrado sigilosamente por el claro antes de dejarse ver en el espacio abierto; se movían por entre los arbustos sin ninguna dificultad, en fila india, con la agilidad de un leopardo y vigilando el sendero. Siguieron la huella del cimmerio, tarea difícil incluso para aquella raza sanguinaria. Se movían lentamente a través del claro; entonces uno de ellos se irguió y gruñó apuntando con su lanza hacia la hierba aplastada allá donde el sendero penetraba en el bosque. En ese momento todos se detuvieron súbitamente. Sus pequeños y redondos ojos negros se dirigieron al entramado de la selva. Pero su presa estaba bien escondida. Al no encontrar nada que despertara sus sospechas, se movían ahora más deprisa, siguiendo las borrosas huellas que indicaban que su víctima había sido descuidada, ya fuera por debilidad o por desesperación.
Acababan de pasar por el lugar en el que los espesos matorrales se apiñaban en el antiguo sendero, cuando el cimmerio saltó al camino detrás de ellos, sacando las armas que tenía escondidas en el taparrabo: un largo cuchillo de cobre en la mano izquierda y un hacha del mismo material en la derecha. El ataque fue tan rápido e inesperado que el último de los pictos no tuvo ninguna posibilidad de ponerse a salvo, ya que el cimmerio lo apuñaló por la espalda. La hoja atravesó el corazón del picto antes de que éste fuera consciente del peligro.
Los otros dos se volvieron para atacarlo, pero tan pronto como el cimmerio extrajo el cuchillo del cuerpo de su primera víctima dio un tremendo golpe con el hacha que tenía en la mano derecha. El segundo picto estaba a punto de volverse cuando el hacha le partió el cráneo en dos.
El picto que quedaba, el jefe del grupo a juzgar por la pluma de águila que llevaba, se abalanzó sobre el cimmerio, y estaba a punto de clavarle el puñal en el pecho cuando éste extrajo el hacha de la cabeza del hombre muerto. El cimmerio tenía la ventaja de poseer una gran inteligencia y un arma en cada mano. Comprobó su hacha y clavó el cuchillo que llevaba en la mano izquierda en el estómago pintado de su enemigo.
Un terrible aullido surgió de la boca del picto, que quedó destripado. El grito desconcertado, de una furia bestial, halló como respuesta un salvaje coro de gritos a cierta distancia del claro. El cimmerio se agazapó como una bestia acorralada, secándose el sudor de la frente. La sangre le chorreaba por debajo del vendaje.
Se volvió, profiriendo un grito incoherente, y huyó en dirección oeste. Corrió con toda la velocidad que le permitían sus largas piernas, poniendo en juego todos los recursos que la naturaleza les brinda a los bárbaros. El bosque estaba en silencio. Entonces se oyó un aullido demoníaco, y se dio cuenta de que sus perseguidores habían encontrado los cuerpos de sus víctimas. Estaba sin aliento y la sangre de sus heridas ensuciaba el suelo, dejando una huella que hasta un niño hubiera podido seguir. Pensó que tal vez los tres pictos fueran los únicos de todo el grupo que aún lo perseguían. Pero debería haber sabido que aquellos lobos humanos nunca perdían una huella de sangre.
El bosque estaba en silencio otra vez; eso quería decir que estaban corriendo tras él, encontrando el camino a través de la sangre que no podía borrar. Una salada y húmeda ráfaga de viento del oeste, que le era familiar, sopló en su rostro. Se asombró; si estaba tan cerca del mar, eso significaba que la persecución había sido más larga de lo que él pensaba.
Pero ahora casi todo había terminado; incluso su feroz vitalidad había menguado después de la terrible tensión. Hizo un esfuerzo para respirar y sintió un gran dolor en el costado herido; le temblaban las piernas, y el dolor de su pierna coja era tan intenso como si le hubieran cortado los tendones con un cuchillo. Había seguido los instintos de su naturaleza salvaje, aguzando todos sus sentidos para sobrevivir. En aquel momento límite, estaba obedeciendo a otro instinto: encontrar un lugar donde guarecerse y vender su vida a un precio sangriento.
No abandonó el camino, a pesar de la densa maraña que lo rodeaba por todas partes. Sabía que era inútil pensar en evadirse de sus perseguidores. Siguió corriendo, mientras la sangre le caía sobre las orejas cada vez que respiraba. Detrás de él sonó un aullido que le daba a entender que ellos le estaban pisando los talones, esperando el momento oportuno para cazar a su presa, como una manada de lobos espera el minuto fatal.
Salió bruscamente de la espesura y vio un acantilado sin fin; miró a derecha e izquierda y divisó una roca solitaria que se alzaba como una torre desde el bosque. De pequeño, el cimmerio había escalado escarpadas montañas en su tierra natal. Pero a pesar de que estaba entrenado para ello, se dio cuenta de que en aquellas condiciones tenía pocas posibilidades. Para cuando él hubiera conseguido subir seis o siete metros, los pictos habrían alcanzado un lugar idóneo desde el cual podrían lanzar sus flechas contra él.
Tal vez la otra cara del despeñadero sería menos difícil. El camino bordeaba el risco hacia la derecha; al seguirlo, vio que en la parte oeste había un saliente que lo llevaría cerca de la cima.
Aquel saliente era un lugar tan bueno para morir como cualquier otro. El mundo daba vueltas a su alrededor como una vertiginosa niebla roja. Avanzó cojeando por el sendero, puso las manos y las rodillas en los lugares más empinados y sujetó el cuchillo con los dientes.
No había alcanzado la punta más alta del saliente cuando cuarenta salvajes pintados lo rodearon por la otra cara del risco, aullando como lobos. A la vista de su presa comenzaron a gritar corno diablos y a correr hacia el pie del risco arrojando flechas a medida que se acercaban. Una de ellas alcanzó una de las pantorrillas del cimmerio; sin detenerse, éste arrancó la flecha y la arrojó a un lado, sin preocuparse por las que chocaban contra las rocas que había a su alrededor. Se arrastró por el borde del saliente, cogió su hacha y empuñó el cuchillo; luego se tendió mirando a sus perseguidores por encima del saliente; sólo asomaban su melena y sus ojos. Sentía náuseas, por lo que respiró hondo y apretó los dientes, luchando contra sus terribles ganas de vomitar.
Unas pocas flechas más silbaron a su alrededor. La horda de salvajes sabía que la presa estaba acorralada. Los guerreros proferían aullidos mientras se subían a las rocas que había al pie del risco. El primero en alcanzar la parte más escarpada fue un bravo luchador que llevaba una pluma de águila de color escarlata, lo que indicaba que era un jefe. Se detuvo brevemente, con un pie sobre la roca, y se dio media vuelta lanzando gritos exultantes. Pero no llegó a lanzar la flecha. Se quedó inmóvil de repente, como si la codicia de sangre de sus negros ojos diera paso al asombro. Retrocedió con un grito, y miró a sus hombres con los brazos abiertos para comprobar el empuje de sus valientes guerreros. Aunque el hombre que estaba en el saliente encima de ellos comprendía la lengua de los pictos, estaba demasiado lejos para entender el significado de las frases entrecortadas que el jefe decía a sus hombres.
Éstos dejaron de gritar y siguieron subiendo en silencio. No parecía que miraran al hombre que estaba en el saliente, sino al risco. Entonces, sin vacilar, bajaron los arcos y se volvieron por el mismo camino por el que habían venido, desapareciendo por la curva del acantilado sin mirar hacia atrás siquiera.
El cimmerio estaba asombrado. Conocía perfectamente el carácter de los pictos y no entendía esta reacción inesperada. Sabía que no volverían, sino que regresaban a sus pueblos, que se encontraban a cientos de leguas de distancia.
Pero no podía entenderlo. ¿Qué habría allí que hizo que los guerreros pictos abandonaran la caza y no lo siguieran como lobos hambrientos? Sabía que había lugares considerados sagrados por algunas tribus, y que cuando un fugitivo se refugiaba en uno de esos santuarios estaba a salvo de sus perseguidores. Pero cada tribu tenía su santuario, y las demás tribus no lo respetaban; por otro lado, los hombres que lo perseguían no tenían ningún lugar sagrado en aquella región. Éstos eran los hombres del Águila, cuyas aldeas estaban muy lejos al este, cerca del país de los Pictos Lobos.
Eran los Lobos quienes habían capturado al cimmerio cuando él huyó de Aquilonia, y fueron ellos los que lo entregaron a los Águilas a cambio del jefe Lobo. Los Águilas tenían una cuenta pendiente con el gigantesco cimmerio, y el hecho de que él se hubiera escapado le había costado la vida a uno de sus jefes. Por esa razón lo habían seguido implacablemente, atravesando ríos y montañas, y luchando contra tribus hostiles. Y ahora los sobrevivientes de la larga cacería se habían dado la vuelta en el preciso instante en que tenían al enemigo en sus manos. El cimmerio movía la cabeza sin entender lo que ocurría.
Se levantó, dolorido por la larga espera; no podía creer que todo hubiera terminado. Sus extremidades estaban rígidas y le dolían las heridas. Masculló un juramento y se restregó los ojos. Luego parpadeó y miró a su alrededor. Por debajo se extendía la verde selva como una masa sólida, y por encima, en la parte oeste del risco, él sabía que estaba el inmenso océano. El viento agitaba su negra melena y la brisa salina de la atmósfera lo reanimaba. Distendió el pecho y respiró hondo.
Luego se dio media vuelta y gruñó a causa del dolor que le provocaba la pantorrilla herida. Detrás del saliente había un camino escarpado que llegaba hasta la cima del risco, que estaba a unos diez metros de distancia. Había una especie de escalera estrecha excavada en la roca, del tamaño suficiente para que pasara un hombre.
Subió cojeando y gruñendo. El sol, que brillaba por encima de la selva, arrojaba sus rayos sobre el sendero, revelando la existencia de un túnel o caverna que acababa en un arco. ¡En el arco iluminado por el rayo de luz había una pesada puerta de roble!
Era asombroso. Aquélla era una zona desierta. El cimmerio sabía que la costa oeste estaba deshabitada, a excepción de unas pocas aldeas de tribus feroces, que eran menos civilizadas aún que las que vivían en la selva.
Los sitios civilizados más cercanos estaban en la frontera, a lo largo del río Trueno, a cientos de leguas al este. El cimmerio sabía también que era el único hombre blanco que jamás había cruzado la selva que había entre el río y la costa. Aquella puerta no podía ser obra de los pictos.
Era inexplicable, y por lo tanto sospechoso, y el recelo le hizo empuñar el hacha y el cuchillo. Entonces, mientras sus ojos se habituaban a la semipenumbra, notó algo más. El túnel llegaba hasta la puerta, y a lo largo de las paredes había una hilera de cofres. En un momento de lucidez, comprendió lo que sucedía. Se acercó a uno de ellos, pero no pudo abrirlo. Levantó el hacha para destrozar la tapa, pero cambió de idea y se acercó cojeando a la puerta en forma de arco. Ahora se sentía más confiado, y había dejado sus armas a un lado. Empujó la puerta tallada y ésta se abrió sin ofrecer resistencia.
Entonces algo le hizo cambiar de actitud; volvió a coger el cuchillo y el hacha y se puso a la defensiva. Se quedó allí como una estatua amenazadora, dispuesto a atravesar la puerta.
Estaba mirando en dirección a la cueva, más oscura aún que el túnel, aunque ligeramente iluminada por el resplandor que llegaba de una enorme joya que había encima de un pequeño pedestal de marfil, sobre una mesa de ébano, alrededor de la cual había unas figuras sentadas en silencio.
Éstas no se movieron; ni siquiera volvieron la cabeza hacia él, pero la suave niebla que invadía la habitación parecía moverse como una cosa viva.
-Bien -dijo rudamente-, ¿estáis borrachos? No hubo respuesta. Él no era un hombre que se rindiera fácilmente, y sin embargo ahora estaba desconcertado.
-Me podríais ofrecer un vaso de ese vino que estáis bebiendo -dijo con su natural beligerancia, estimulada por la extraña situación en la que se hallaba-. Por Crom, no sois muy corteses con un hombre que perteneció a vuestra hermandad. Vais a...
Su voz cayó en el silencio; luego se levantó y observó las extrañas figuras que seguían sentadas alrededor de la mesa de ébano.
-No están borrachos -murmuró-. Ni siquiera están bebiendo. ¿Qué juego diabólico es éste?
Entonces cruzó el umbral. Inmediatamente, la niebla azul se movió. Luego se solidificó, y el cimmerio se encontró a sí mismo luchando contra unas inmensas manos negras que intentaban aferrarle la garganta.
2. Los hombres del mar
Belesa jugaba distraídamente con una concha de mar, comparando su delicado color rosáceo con el de la bruma del amanecer en la playa. La hora del alba ya había pasado, pero el temprano sol todavía no había dispersado las nubes nacaradas que eran arrastradas hacia el oeste.
Levantó su espléndida cabeza y contempló una escena extraña y repelente, y al mismo tiempo aterradoramente familiar en cada uno de sus detalles. Sus pequeños pies se hundían en la arena con la llegada de las olas, que se perdían en el pálido azul del horizonte. Se encontraba en la curva de una gran bahía; hacia el sur, la arena formaba un amplio círculo en forma de cuerno. Desde la loma podía uno perder la vista en el infinito.
Mirando el paisaje, vio la fortaleza que había sido su hogar durante el último año y medio. Contra el cielo de la mañana se recortaba la bandera de color dorado y escarlata de su linaje. Pero el halcón rojo sobre fondo dorado no despertaba ningún entusiasmo en su pecho joven, a pesar de que había ondeado en muchos campos ensangrentados en el lejano sur.
Pensaba en los hombres que trabajaban duramente en los jardines y campos que había cerca del fuerte, rodeados de bosques. Temía el bosque, y ese miedo era compartido por todos los que vivían allí. La muerte se agazapaba en aquellas profundidades -una muerte rápida y terrible, una muerte lenta y espantosa- ocultas, agotadoras, implacables.
Suspiró y se acercó a la orilla sin ningún propósito en mente. Los días eran incoloros, y el mundo de la ciudad, de la corte y de la alegría parecía pertenecer a otra época. Buscó en vano la razón que había llevado a un conde de Zingara a huir con sus compañeros a aquella costa salvaje, a cientos de leguas de la tierra que lo viera nacer, cambiando el castillo de sus antepasados por una cabaña de madera.
Los ojos de Belesa distinguieron unas pequeñas huellas de pies en la arena. Una niña llegó corriendo desde las dunas, desnuda y con el cabello mojado. Sus tristes ojos estaban desorbitados por la emoción.
-¡Señora Belesa! -exclamó, pronunciando la lengua zingaria con acento ofireo-. ¡Oh, Belesa!
La niña balbució y gesticuló con las manos, conteniendo la respiración. Belesa sonrió y le puso un brazo encima sin preocuparse de que su vestido de seda se le mojara. A pesar de su vida solitaria, Belesa había conservado la ternura, que había volcado en aquella niña abandonada, a la que había arrebatado de un amo brutal en ese largo viaje desde las costas del sur.
-¿Qué estás tratando de decirme, Tina? Respira, mi niña.
-¡Un barco! -dijo la niña señalando hacia el sur-. ¡Me estaba bañando en la charca que forma la marea en la arena al otro lado de la loma, y lo he visto! ¡Es un barco que viene del sur!
Tomó tímidamente la mano de Belesa, temblando. Ésta sintió que el corazón le latía aceleradamente ante la sola idea de un visitante desconocido. No habían visto a nadie desde que llegaron allí.
Tina corrió hacia las amarillas dunas de arena, jugando en las pequeñas charcas que la marea baja había dejado en la playa. Luego subieron a lo alto de la ondulada loma. La delgada figura de Tina se recortó contra el límpido cielo; sus húmedos cabellos ondeaban al viento, y estiraba los brazos.
-¡Mira, mi señora!
Belesa ya la había visto; se trataba de una vela alargada de color blanco, hinchada por el viento fresco del sur, que ondeaba a lo largo de la costa a pocas leguas de donde ella se encontraba. Su corazón latió intensamente; un pequeño acontecimiento , puede significar mucho en una vida solitaria, pero Belesa sintió la premonición de extraños y violentos sucesos. Sintió que no era por casualidad por lo que el barco fondeaba en aquella costa alejada. No había ningún puerto hacia el norte, y el más cercano en dirección sur estaba a unas mil leguas. ¿Qué habría traído a aquellos extranjeros a la solitaria bahía de Korvela, como su tío había dado en llamar a ese lugar cuando llegó?
Tina se acercó a su señora, aferrándose a sus finas vestiduras.
-¿Quién puede ser, mi señora? -preguntó, mientras el viento coloreaba sus pálidas mejillas-. ¿Es el hombre al que teme el conde?
Belesa la miró con expresión sombría.
-¿Por qué dices eso, niña? ¿Cómo sabes que mi tío teme a alguien?
-Debe de ser así -dijo Tina ingenuamente-, o de lo contrario nunca hubiera venido a esconderse en un lugar tan solitario. Mira, señora, qué rápido viene.
-Debemos ir a informar a mi tío -dijo Belesa-. Los barcos de pesca aún no han salido, lo que significa que los hombres todavía no lo han visto. ¡Coge tus ropas, Tina, deprisa!
La niña salió corriendo hacia la charca en la que se había estado bañando cuando divisó la nave, y recogió sus sandalias, su túnica y un cinto que había dejado en la arena. Volvió a la loma y se vistió en un abrir y cerrar de ojos.
Belesa la cogió de la mano, observando ansiosamente como se acercaba el barco; luego se fueron rápidamente hacia el fuerte. Poco después de que ambas hubieran atravesado la empalizada de madera que rodeaba el edificio, el estridente sonido de una trompeta avisó a los hombres que estaban trabajando en las huertas y a los que estaban abriendo las puertas de los cobertizos para que ayudaran a empujar los barcos de pesca y los acercaran a la orilla.
Todos los hombres que estaban fuera del fuerte arrojaron las herramientas, abandonaron sus tareas y corrieron sin perder tiempo para enterarse de cuál era la causa de la alarma general. Cuando todos se hubieron reunido en la puerta de la fortaleza, unos y otros señalaban hacia la oscura línea del bosque situado al este, pero a ninguno de ellos se le ocurrió mirar hacia el mar.
La multitud se agolpó en la puerta, haciendo preguntas a los centinelas que vigilaban la entrada de la empalizada.
-¿Qué sucede? ¿Por qué nos han llamado? ¿Es que vienen los pictos?
Por toda respuesta vieron a un hombre taciturno vestido con ropas de cuero y empuñando un rústico puñal de acero, señalando hacia el sur. Desde el lugar donde estaba este hombre, todos aquellos que habían subido a la empalizada y se encontraban de cara al mar vieron el barco.
Desde una pequeña torre que había en el tejado de la casa principal, construida con la misma madera que los demás edificios del interior de la fortaleza, el conde Valenso de Korzetta observaba detenidamente el barco que se acercaba a la zona sur de la bahía. El conde era un hombre fuerte, enjuto, de mediana edad y rostro sombrío. Su atuendo se componía de un pantalón y una camisa de seda negra y una capa de color escarlata echada descuidadamente sobre sus hombros. Movía nerviosamente el fino bigote negro y miraba preocupado a su ayudante, un hombre vestido con un atuendo de cuero y satén.
-¿Qué es eso, Galbro?
-Una barcaza -respondió el senescal-. Es una barcaza pintada y arreglada como una nave de piratas barachanos. ¡Mira allí!
Un coro de gritos por debajo de ellos se hizo eco de su exclamación; el barco estaba entrando en la bahía. Todos vieron la bandera ondeando en el mástil principal; se trataba de una bandera negra con una mano de color escarlata. La gente quedó trastornada al ver ondear aquel emblema aterrador. Entonces todos los ojos se volvieron hacia arriba, donde el jefe de la fortaleza aparecía apesadumbrado, con la capa ondeando al viento.
-Es barachana, sí -gruñó Galbro-. Y a menos que esté loco, se trata de la Mano Roja de Strombanni. ¿Qué estará haciendo en estas costas desérticas?
-Seguramente no nos traen nada bueno -dijo el conde.
Miró hacia abajo y vio que las puertas estaban cerradas y que el capitán planeaba una estrategia, enviando a los hombres a sus puestos: algunos a las cornisas y otros a las troneras, disponiendo al grueso de los hombres a lo largo de la pared oeste, donde , estaba la puerta principal.
Un centenar de hombres -soldados, vasallos y siervos- y sus ayudantes habían seguido a Valenso al exilio. De éstos, unos cuarenta eran guerreros con cascos y cotas de malla, armados con espadas, hachas y ballestas. El resto eran trabajadores que, a pesar de ser expertos en el arte de la caza, poseían armas muy rudimentarias. Se colocaron cada uno en su puesto a la espera de sus enemigos ancestrales. Durante más de un siglo, los piratas de las islas Barachas, un pequeño archipiélago que había frente a la costa suroeste de Zingara, habían amenazado a sus habitantes.
Los hombres que estaban en sus puestos esperaban la llegada de la barcaza; las armas resplandecían bajo los rayos del sol. Desde allí podían ver las figuras amenazadoras en cubierta y oír los gritos de los marineros.
El conde se había ido de la torre en busca de su sobrina y su protegida. Se puso un casco y una coraza y se acercó a la empalizada para dirigir personalmente la defensa. Sus súbditos lo observaban con fatalismo. Tenían intención de vender la vida tan cara como les fuera posible, pero no tenían ninguna esperanza de vencer, a pesar de su posición. Les angustiaba la convicción de que estaban condenados al fracaso. Habían pasado más de un año en aquellas costas desiertas bajo la amenaza de aquel bosque endemoniado, e iban a perderlo todo. Sus mujeres permanecían en silencio en las puertas de las cabañas, acallando los gritos de sus hijos.
Belesa y Tina observaban ansiosamente desde la ventana superior de la casa principal, y Belesa sintió la tensión de la niña y el temblor de su cuerpo que pedía protección.
-Van a echar el ancla cerca de los cobertizos -murmuró Belesa-. ¡Sí! Ahí va el ancla, a cien metros de la costa. ¡No tiembles, mi niña! ¡No podrán tomar el fuerte! Tal vez sólo deseen agua fresca y comida; quizás una tormenta los haya desviado hacia aquí.
-¡Vienen hacia la costa en una barca de remos! -exclamó la niña-. ¡Oh, mi señora, tengo miedo! ¡Son muy grandes y llevan armaduras! ¡Mira cómo se refleja el sol en sus lanzas y cascos! ¿Nos comerán?
Belesa se rió a pesar del miedo que sentía.
-¡Por supuesto que no! ¿Quién ha puesto esa idea en tu cabeza?
-Zingelito me dijo que los barachanos se comen a las mujeres.
-Estaba bromeando. Los barachanos son crueles, pero no son peores que los renegados zingarios que se llaman a sí mismos bucaneros. Zingelito también fue bucanero en el pasado.
-Era cruel -murmuró la niña-. Me alegro de que los pictos le hayan cortado la cabeza.
-¡Calla, Tina, no debes hablar de esa manera! -dijo Belesa-. Mira, los piratas han llegado a la costa. Se están alineando en la playa, y uno de ellos viene hacia el fuerte. Debe de ser Strombanni.
-¡En, los del fuerte! -dijo una voz borrascosa como el viento-. ¡Vengo en son de paz!
La cabeza del conde se asomó por la empalizada, desde donde miró sombríamente al pirata. Strombanni se detuvo muy cerca de él; era un hombre grande, llevaba la cabeza descubierta y tenía el pelo de color castaño como el de algunos hombres de Argos. De todos los barachanos, él era el más conocido por sus actos diabólicos.
-¡Habla! -ordenó Valenso-. ¡No tengo demasiados deseos de conversar con uno de tu calaña!
Strombanni se rió, pero sus ojos estaban serios.
-¡Después de que tu galeón huyera por el estrecho de Trallibes el año pasado, no pensé que nos fuéramos a encontrar otra vez en la costa de los pictos, Valenso! -dijo-. Pero me preguntaba dónde estarías. ¡Por Mitra que si lo hubiera sabido, te habría seguido entonces! Me llevé la sorpresa de mi vida hace un rato, cuando vi tu halcón escarlata ondeando al viento; no pensaba hallar más que una playa desierta aquí. ¿Lo has encontrado?
-¿Encontrado qué? -preguntó el conde, impaciente.
-¡No trates de disimular conmigo! -dijo el impetuoso pirata, también impaciente-. Sé por qué has venido aquí, y yo he venido por la misma razón. Y no me voy a echar atrás. ¿Dónde está tu barco?
-Y a ti qué te importa.
-Tú no tienes ningún barco -afirmó el pirata, seguro de sí mismo-. Veo los restos del mástil en la empalizada. Seguro que encallaste al desembarcar aquí. Si tuvieras un barco, te hubieras ido hace tiempo con el botín.
-¿Qué estás diciendo, condenado? -gritó el conde-. Yo no me dedico a saquear. No soy un barachano que roba e incendia. Y si lo fuera, ¿qué me iba a llevar de esta costa desierta?
-Aquello que viniste a buscar -le respondió el pirata fríamente-. Lo mismo que yo estoy buscando y pienso obtener. Pero es fácil tratar conmigo. Dame el botín y te dejaré en paz.
-¡Debes de estar loco! -le dijo Valenso-. Yo vine aquí para encontrar soledad y tranquilidad, y he sido feliz hasta que te vi salir del mar, perro. ¡Vete! No quiero continuar esta conversación sin sentido, de modo que reúne a tus bribones y sigue tu camino.
-¡Cuando me vaya, lo dejaré todo hecho cenizas! -bramó el pirata en tono amenazador-. Por última vez: si me das el botín, salvarás tu vida y la de tus hombres. Te tengo cogido, y hay ciento cincuenta hombres dispuestos a cortaros el cuello en cuanto yo dé la orden.
Por toda respuesta, el conde hizo un rápido ademán con la mano, señalando un punto de la empalizada. Casi inmediatamente se asomaron unos hombres por las troneras y destrozaron a flechazos la armadura de Strombanni. El pirata gritó con furia, dio media vuelta y corrió hacia la playa con cientos de saetas silbándole alrededor. Sus hombres rugieron y avanzaron como una ola, con espadas en la mano.
-¡Maldito seas, perro! -exclamó el conde, dándole un puñetazo al arquero-. ¿Por qué no le has cortado el cuello? ¡Preparad vuestros arcos, ahí vienen!
Strombanni comprobó el firme avance de sus hombres. Los piratas se separaron en largas filas a ambos extremos de la pared oeste; avanzaban cautelosamente, al tiempo que lanzaban flechas. A pesar de que sus arqueros eran mejores que los zingarios, tenían que pararse para arrojar sus dardos, mientras que los zingarios, protegidos por la empalizada, arrojaban sus flechas apuntando con cuidado.
Los largos dardos de los barachanos se clavaban en la empalizada y caían al suelo. Uno de ellos atravesó el postigo de la ventana desde la cual Belesa observaba la batalla. Tina lanzó un grito y se echó atrás, mirando nerviosa la flecha. Los zingarios no paraban de arrojar flechas. Las mujeres estaban en las cabañas con los niños, aceptando estoicamente lo que el destino y los dioses les habían deparado.
Los barachanos tenían fama por su manera de luchar, pero eran tan cautelosos como feroces, y no estaban dispuestos a desperdiciar fuerzas cargando directamente contra las murallas. Se adelantaron a rastras en la misma formación, aprovechando cada depresión natural del terreno y ocultándose entre la vegetación, que no era mucha, ya que había sido segada alrededor del fuerte para prevenir un ataque de los pictos.
A medida que los barachanos se acercaban, los arqueros del fuerte eran cada vez más efectivos. Aquí y allá yacían cuerpos inmóviles con una flecha clavada en el pecho o en el cuello. Los heridos se movían con dificultad y gemían.
Los piratas eran rápidos como felinos; cambiaban sin cesar de posición protegidos por su ligera armadura. Los arqueros de la vanguardia continuaban amenazando a los hombres que se encontraban en la empalizada. Pero era evidente que mientras la batalla dependiera de los arqueros, los zingarios, que estaban protegidos, llevaban las de ganar.
Pero abajo, en los cobertizos de la playa, los hombres luchaban con hachas. El conde maldijo furioso cuando advirtió los destrozos que estaban causando en sus barcas, que habían sido construidas laboriosamente con sólidos troncos de madera.
-¡Están haciendo un mantelete, malditos sean! -exclamó furioso-. ¡A ellos, antes de que las destrocen del todo!
Galbro movió la cabeza, lanzando una mirada a los trabajadores que no llevaban armadura, sólo sus extrañas picas.
-Sus flechas nos alcanzarán y no tenemos ninguna posibilidad de ganar en una lucha cuerpo a cuerpo. Debemos resguardarnos detrás de las murallas y confiar en nuestros arqueros.
-Está bien -gruñó Valenso-, siempre que podamos mantenerlos fuera de las murallas.
El tiempo pasaba mientras continuaba la lucha de los arqueros. Entonces un grupo de treinta hombres avanzaron empujando un enorme escudo hecho de tablas de madera que habían cogido en los cobertizos. Habían construido un mantelete sobre ruedas, que los protegía de los hombres que defendían el fuerte, con excepción de los pies.
Avanzaron hacia la puerta, mientras la línea de arqueros disparaba continuamente.
-¡Disparad! -gritaba Valenso, lívido-. ¡Tenemos que detenerlos antes de que lleguen a la puerta!
Una lluvia de flechas silbó a través de la empalizada, pero éstas se clavaban en la madera sin hacer ningún daño. Los hombres del fuerte profirieron gritos de burla. Los piratas se iban acercando a la fortaleza; un soldado cayó desde la cornisa. Le habían clavado una flecha en la garganta.
-¡Disparad a los pies! -gritaba Valenso-. ¡Y que cuarenta hombres vayan a la puerta con lanzas y con hachas! ¡El resto que se quede en la muralla!
Las ruedas del mantelete se hundían en la arena. Un grito sangriento anunció que una flecha había dado en el blanco. Uno de los hombres se tambaleó, maldiciendo mientras intentaba quitarse el dardo que le había atravesado el pie. En un segundo lo atravesaron una docena de flechas.
Pero los piratas seguían avanzando con el mantelete, que ahora empujaban contra la puerta. En un agujero que había en el centro del enorme escudo habían colocado un gran palo con la punta de hierro, que hizo que se tambaleara. Los hombres que estaban en la empalizada seguían lanzando flechas. Algunas daban en el blanco, pero los hombres del mar seguían peleando con un ímpetu terrible.
El conde, maldiciendo como un loco, saltó a la cornisa y corrió hacia la puerta, empuñando su espada. Un grupo de hombres desesperados lo rodearon con lanzas en la mano. En un momento la puerta cedería, y ellos tenían que protegerla con sus cuerpos.
Entonces se oyó una trompeta desde el barco. En la cruceta había un hombre que agitaba las manos y gesticulaba con desesperación.
Se dejó de oír el ruido atronador del mantelete sobre la puerta, y Strombanni dijo, gritando:
-¡Esperad! ¡Esperad, malditos seáis! ¡Escuchad!
Después de esto se volvió a oír la trompeta y una voz que gritaba algo ininteligible. Pero Strombanni entendió, porque levantó la voz y dio una orden. El mantelete empezó a retroceder con la misma rapidez con la que había avanzado. Los piratas comenzaron a recoger a sus compañeros heridos, ayudándolos a volver a la playa.
-¡Mira! -exclamó Tina desde la ventana, saltando de contento-. ¡Están huyendo! ¡Se van corriendo todos hacia la playa! ¡Mira! ¡Han dejado el escudo! ¡Están en los botes y reman hacia el barco! Oh, señora, ¿hemos vencido?
-Me parece que no -repuso Belesa mirando en dirección al mar-. ¡Mira!
Abrió las cortinas y se asomó a la ventana. Su voz clara se alzó por encima de los gritos de los defensores del fuerte, que volvieron la cabeza en la dirección que ella señalaba. Los hombres gritaron al ver que otro barco se acercaba majestuosamente por el sur de la bahía. Mientras miraban, vieron que se izaba la bandera real de Zingara.
Los piratas de Strombanni subieron por ambos lados a la barcaza y levaron el ancla. Antes de que el barco extranjero entrara del todo en la bahía, el Mano Roja ya había desaparecido por el extremo sur.
3. El extranjero negro
El humo azul se condensó en una figura monstruosa, negra y borrosa, que llenó un extremo de la cueva, impidiendo ver a las figuras que había detrás, sentadas en silencio. En el ambiente flotaba algo velludo, de orejas puntiagudas y cuernos.
En el momento en que los enormes brazos se tendieron como tentáculos hacia su garganta, el cimmerio, con la velocidad de un rayo, les lanzó un fuerte hachazo con su arma picta. Fue como intentar cortar el tronco de un árbol de ébano. La fuerza del golpe rompió el mango del hacha y lanzó por el aire su cabeza de cobre, que cayó ruidosamente contra una pared del túnel; pero el cimmerio sabía que la hoja no había conseguido penetrar en la carne de su enemigo. Una hoja normal no es suficiente para cortar la piel de un demonio. Y entonces los enormes dedos se cerraron sobre su garganta, para partirle el cuello como si fuera un junco. Conan no había sentido garras semejantes desde su lucha mano a mano con Baal-Pteor en el templo de Hanumán, en Zambula.
Cuando los dedos peludos tocaron su piel, el bárbaro tensó los fuertes músculos de su macizo cuello, escondiendo la cabeza entre los hombros para que su extraño adversario tuviera menos posibilidades de cogerle. Dejó caer el cuchillo y el mango roto del hacha, apretó entre sus manos las enormes muñecas negras, balanceó las piernas hacia adelante y hacia atrás y empujó con todas sus fuerzas los talones desnudos contra el pecho de la cosa, estirando al máximo su fuerte cuerpo.
El tremendo impulso de la espalda y de las poderosas piernas del cimmerio liberó su cuello de las garras mortales y lo arrojó como una flecha por el túnel a través del cual había llegado. Cayó de espaldas sobre el suelo de piedra y con un movimiento felino se puso en pie, ignorando sus heridas, preparado para huir o luchar según se presentaran las cosas.
Pero mientras esperaba, mostrando los dientes con una mueca, fija la mirada en la entrada de la cueva interior, no vio venir a la monstruosa figura negra que se acercaba. Casi en el mismo momento en que Conan conseguía liberarse de sus enemigos, la forma empezó a disolverse en el humo azul del que anteriormente se había materializado. Y luego desapareció.
El hombre se mantuvo alerta, dispuesto a volverse y a correr por el túnel. La mente del bárbaro estaba agitada por temores supersticiosos. Si bien era valiente hasta la temeridad cuando se trataba de seres humanos o de animales, lo sobrenatural le producía un pánico tremendo.
¡De modo que ésa era la razón por la que los pictos se habían ido! Debió haber sospechado un peligro de aquella naturaleza. Recordó todo lo que había aprendido acerca de demonología en su juventud, en la brumosa Cimmeria, y más tarde en sus viajes por el mundo civilizado. Se decía que el fuego y la plata eran mortales para los demonios, pero por el momento no tenía a mano ninguno de esos elementos. Sin embargo, si los espíritus malignos adoptaban una grosera forma material, quedaban en cierta medida sujetos a las limitaciones de la materia. Aquel voluminoso monstruo, por ejemplo, no podría correr más rápido que cualquier bestia que tuviera su misma forma y tamaño, y el cimmerio pensó que sería perfectamente capaz de escapar de él en caso necesario.
Sacando fuerzas de su vacilante coraje, el hombre gritó en tono fanfarrón:
-¡Eh, tú, monstruo repelente! ¿No piensas salir?
No hubo respuesta. El humo azul se arremolinó en la habitación, pero se mantuvo difuso. Mientras se masajeaba el dolorido cuello, el cimmerio recordó una historia que le habían contado los pictos, acerca de un demonio enviado por un hechicero para que matase a unos extraños hombres del mar, confinado sin embargo en aquella cueva por el mismo hechicero, pues si había salido de los abismos tenebrosos y adquirido forma mediante un sortilegio, podía volverse contra aquellos que lo sacaron del infierno y aniquilarlos.
El cimmerio volvió a concentrar su atención en las hileras de cajones que había a lo largo del túnel...
Allá, en el fuerte, el conde ordenó:
-¡Salid rápido! -Y, sacudiendo los barrotes del portón, agregó-: ¡Arrastrad ese mantelete hacia dentro, antes de que los extranjeros puedan desembarcar!
-Pero Strombanni ha huido -protestó Galbro-, y el barco que se ve allí es zingario.
-¡Haz lo que te ordeno! -rugió Valenso-. ¡Mis enemigos no son todos extranjeros! ¡Fuera, perros, salid treinta de vosotros a buscar el mantelete y traedlo a la empalizada!
Antes de que el barco zingario anclara cerca de donde había estado atracado el navío pirata, los treinta hombres de Valenso llevaron el aparato de rodillos hacia la enorme puerta y lo metieron a la fuerza por la entrada.
Asomada a una de las ventanas de la mansión, Tina preguntó:
-¿Por qué el conde no abre el portón y sale a su encuentro? ¿Piensa que el hombre que teme pueda encontrarse en ese barco?
-¿Qué quieres decir, Tina? -preguntó nerviosamente Belesa.
Si bien el conde no era persona que huyera de un enemigo, nunca se había dignado explicar las razones de su exilio voluntario. Aquella intuición de Tina resultaba inquietante, casi misteriosa. Pero la niña no parecía haber oído su pregunta.
-Los hombres han vuelto a la empalizada -dijo-. El portón está nuevamente cerrado y se han puesto los barrotes. Los hombres mantienen sus puestos a lo largo de la pared. Si ese barco iba siguiendo a Strombanni, ¿por qué no lo persiguieron? No es una galera de guerra, sino una barcaza, como la otra. Mira, se acerca un bote a la costa. Veo a un hombre en proa, envuelto en una capa negra.
Cuando el bote atracó, el hombre salió y echó a andar pausadamente por la arena, seguido de otros tres. Era alto y enjuto, vestía de negro y llevaba un arma de brillante acero.
-¡Alto! -bramó el conde-. ¡Parlamentaré únicamente con vuestro jefe!
El esbelto extranjero se quitó el casco e hizo una profunda reverencia. Sus compañeros se detuvieron, envolviéndose en sus amplias túnicas. Detrás de ellos, los marineros, apoyados en los remos, miraban fijamente hacia la bandera que ondeaba sobre la empalizada.
Cuando el jefe llegó cerca de la puerta, dijo:
-¡Supongo que no habrá sospechas entre caballeros en estos desolados mares!
Valenso lo miró con desconfianza. El extranjero tenía la tez oscura y rostro de ave de presa adornado por un fino bigote negro. Tanto alrededor del cuello como de las muñecas, llevaba lujosos encajes.
-Te conozco -dijo pausadamente Valenso-. Eres Zarono el Negro, el bucanero.
El extranjero se inclinó con una elegancia palaciega.
-¡Y nadie podría desconocer al halcón rojo de los korzettas! -dijo.
-Parecería que esta costa se ha convertido en el punto de reunión de todos los bribones del mar -gruñó Valenso-. ¿Qué deseas?
-¡Vamos, señor! -se quejó Zarono-. Ésta es una forma un tanto grosera de recibir a alguien que acaba de prestarte un servicio. ¿Acaso no era Strombanni, ese perro de Argos, el que estaba hace un rato molestando a tu puerta? ¿Y no salió corriendo en cuanto me vio llegar?
-Es verdad -asintió el conde de mala gana-, si bien hay poco que elegir entre un pirata y un renegado.
Zarono rió sin resentimiento y se acarició el bigote.
-Tienes una forma de hablar un tanto brusca, señor. Pero sólo deseo echar el ancla en tu bahía, para que mis hombres busquen comida y agua en tus bosques. En cuanto a mí mismo, me gustaría beber un vaso de vino en tu mesa.
-No veo cómo podré impedirlo -gruñó Valenso-. Pero escucha bien esto, Zarono: ninguno de tus hombres entrara dentro de esta empalizada. Si alguno de ellos se acercase a más de treinta pasos, será atravesado por una flecha. Y procura no estropear mis jardines ni el ganado que está en los establos. Puedes disponer de un buey para tener carne fresca, pero nada más. Y en caso de que opines de otra forma, ya sabes que desde este fuerte podemos defendernos fácilmente de tus rufianes.
-No te estabas defendiendo demasiado bien contra Strombanni -observó el bucanero, sonriendo burlonamente.
-Esta vez no encontraras madera para hacer manteletes, a menos que derribes árboles o la tomes de tu propio barco -le aseguró sombríamente el conde-. Y tus hombres no son arqueros barachanos, ni mejores que los míos. Además, lo poco que encontrarías para saquear en este castillo no compensaría el esfuerzo.
-¿Quién habla aquí de pillaje y de combates? -protestó Zarono-. No, mis hombres sólo desean estirar las piernas y están cansados de comer cerdo salado. ¿Les permites desembarcar? Te garantizo que se portaran bien.
Valenso dio su consentimiento de mala gana. Zarono hizo una reverencia algo burlona y se retiró con un paso tan pausado y mesurado como si anduviera sobre el suelo de cristal pulido de la corte real de Kordava, donde, por otra parte, se rumoreaba que había sido una figura conocida.
-Que ningún hombre abandone la empalizada -le ordenó Valenso a Galbro-. No confío en ese perro renegado. El hecho de que haya barrido a Strombanni de nuestras puertas no garantiza que no sea capaz de cortarnos el pescuezo.
Galbro asintió con la cabeza. Estaba perfectamente enterado de la enemistad que existía entre los piratas y los bucaneros zingarios. Los piratas eran principalmente marinos proscritos de Argos, y a la antigua enemistad entre la misma Argos y Zingara se añadía, en el caso de los filibusteros, la rivalidad de intereses en pugna. Los representantes de ambas razas asolaban las ciudades costeras, y con la misma rapacidad se robaban entre sí.
Por lo tanto, nadie se movió de la empalizada mientras los bucaneros bajaban a tierra. Éstos eran hombres de tez oscura, vestidos con sedas de brillantes colores; llevaban armas de acero bruñido, un pañuelo atado alrededor de la cabeza, y se adornaban las orejas con aros dorados. Alrededor de ciento setenta de ellos acamparon en la playa, y Valenso observó que Zarono apostaba vigías en ambos extremos. No entraron en los jardines, y el buey ofrecido por Valenso fue arrastrado fuera de la empalizada y debidamente degollado. Organizaron fogatas y bebieron cerveza que bajaron del barco en un barril.
Llenaron otros barriles con agua fresca cogida de una fuente situada a poca distancia del fuerte, y algunos hombres con ballestas se internaron en el bosque. Al ver esto, Valenso se creyó obligado a gritar a Zarono, que caminaba de un lado a otro por el campamento:
-¡No permitas que tus hombres vayan a los bosques! ¡Coge otro buey de los establos si la carne no es suficiente, pero si esos hombres se internan en el bosque, pueden ser atacados por los pictos! Allí viven tribus enteras de demonios pintados. Poco después de haber bajado a tierra, tuvimos que rechazar su ataque y desde entonces seis de mis hombres han sido asesinados en el bosque. Por ahora estamos en paz con ellos, pero es una paz muy frágil. ¡No os arriesguéis a excitar su ira!
Zarono miró sorprendido el bosque cercano, como si hubiera esperado ver a una horda de salvajes agazapados allí. Luego hizo una reverencia y dijo:
-Te agradezco la advertencia, señor.
Y con una voz muy gruesa, que contrastaba extrañamente con el acento cortesano que empleaba para hablar con el conde, ordenó a sus hombres que volvieran.
Si los ojos de Zarono hubieran podido traspasar la cortina de hojas, su aprensión hubiera ido en aumento, pues habría visto la figura siniestra que observaba a los extranjeros con inescrutable expresión en sus negros ojos. Era un guerrero espantosamente pintado que, salvo un taparrabo de cuero, iba completamente desnudo, y llevaba una gran pluma de pájaro sobre la oreja izquierda.
A medida que caía la tarde, una tenue capa gris iba surgiendo del borde del mar hasta cubrir el cielo. El sol se puso como una bola de fuego, salpicando con sus rayos rojos la cresta de las negras olas. La bruma del mar llegaba hasta el borde del bosque y se enroscaba alrededor de la empalizada en forma de débiles hilachas de humo. A través de la niebla, las hogueras encendidas sobre la arena parecían focos rojizos, y los cantos de los bucaneros llegaban en sordina y como de muy lejos. Habían bajado de la barcaza viejas telas y con ellas hicieron tiendas para pasar la noche, mientras que la carne seguía en los asadores y la cerveza que su capitán les había dado corría con generosidad.
La gran puerta ya estaba cerrada con barrotes, y por los bordes de la empalizada montaban guardia soldados con la pica al hombro, mientras hilillos de sudor corrían por debajo de sus cascos de acero. Miraban intranquilos las fogatas que había en la playa y con mayor intensidad aún observaban el bosque, que a esa hora sólo parecía una línea oscura y vaga en medio de la niebla. El recinto estaba ahora sin vida; era un espacio desnudo y oscuro. Por los resquicios de las cabañas se veía el débil resplandor de las velas, mientras que ríos de luz escapaban por las ventanas de la mansión. Todo estaba en silencio, salvo por el ruido de los pasos de los centinelas, el chorrear del agua en las cuevas y el canto distante de los bucaneros.
El leve eco de sus cantos llegó al gran salón en el que Valenso se hallaba, tomando una copa de vino con su indeseado visitante.
-Tus hombres se divierten, señor -murmuró el conde.
-Están contentos de sentir nuevamente la arena bajo los pies -contestó Zarono-. Éste ha sido un viaje muy cansado, sí, una larga y dura cacería.
Levantó con elegancia la copa en honor de la muchacha que se hallaba sentada a la derecha de su anfitrión y bebió ceremoniosamente. La muchacha permaneció imperturbable.
A lo largo de las paredes se alineaban, impasibles, los servidores: soldados con picas y cascos y sirvientes con chaquetas de seda. La casa de Valenso, en medio de aquella tierra salvaje, era un remedo de la corte que había tenido en Kordava.
La mansión, como insistía en llamarla, era una verdadera maravilla para aquel rincón perdido. Cien hombres habían trabajado noche y día en su construcción. Mientras que las paredes exteriores cubiertas de madera carecían de todo adorno, por dentro la casa era la copia más perfecta posible del Castillo de Korzetta. Los maderos que cubrían las paredes del salón estaban ocultos por pesados tapices de seda bordada en oro. En el elevado techo se veían las vigas manchadas y lustradas de los barcos, y lujosas alfombras cubrían el suelo, así como los escalones de una imponente escalera que iba al piso superior, cuya balaustrada había sido la barandilla de un galeón.
El fuego que ardía en la chimenea disipaba la humedad de la noche, y unos inmensos candelabros de plata, colocados sobre una mesa de caoba, iluminaban el salón, proyectando grandes sombras sobre la escalera.
El conde Valenso se hallaba en la cabecera de la mesa, presidiendo la reunión compuesta por su sobrina, su huésped pirata, Galbro y el capitán de la guardia. Tan pocos comensales hacían resaltar la inmensidad de la mesa, a la que hubieran podido sentarse cómodamente cincuenta personas.
-¿Seguías a Strombanni? -preguntó Valenso-. ¿Lo has obligado a desviarse hasta este lugar tan remoto?
-Sí, seguía a Strombanni -replicó riendo Zarono-, pero él no huía de mí. Strombanni es un hombre que no huye de nadie. No, llegó aquí en busca de algo... algo que también yo deseo tener.
-¿Qué podría tentar a un pirata o a un bucanero en esta tierra desolada? -murmuró Valenso, mirando fijamente el brillante contenido de su copa de vino.
-¿Qué es lo que podría tentar a un conde de Zingara? -replicó Zarono, al par que un relámpago de avidez iluminaba su mirada.
-La corrupción de una corte real puede llegar a enfermar a un hombre de honor -observó Valenso.
-Muchos korzettas honorables han aguantado tranquilamente esa corrupción durante varias generaciones -dijo Zarono con brusquedad-. Señor, perdona mi curiosidad, pero ¿por qué ven-
diste tus tierras, cargaste el galeón con todo el mobiliario de tu castillo y desapareciste hacia horizontes desconocidos sin dar parte al regente ni a los nobles de Zingara? ¿Y por qué te instalaste aquí, cuando con tu espada y con tu nombre podrías ocupar un lugar destacado en cualquier país de la civilización?
Valenso jugueteó por un minuto con una cadena de oro que llevaba al cuello, y en la que podía verse su sello.
-La razón por la que abandoné Zingara -dijo- es una cuestión puramente personal. Pero el destino quiso que me instalara aquí. Acababa de desembarcar con toda mi gente y gran parte del mobiliario que has mencionado, con la intención de edificar un refugio temporal. Pero mi barco, anclado en la bahía, fue arrastrado contra los acantilados de la punta norte y naufragó en medio de una terrible e inesperada tormenta proveniente del oeste. Estas tormentas son bastante comunes en ciertos períodos del año. Después de eso, sólo podía permanecer aquí y aceptar la situación lo mejor posible.
-Entonces, si pudieras ¿volverías a la civilización?
-No volvería a Kordava. Pero quizás a un lugar más remoto, a Vendhia o incluso a Khitai...
-¿No te aburres aquí, señora? -preguntó Zarono, dirigiéndose directamente por primera vez a Belesa.
El deseo irreprimible de ver una cara nueva, de oír una voz distinta, había llevado a la muchacha a ir aquella noche al gran salón, pero en aquel preciso momento hubiera preferido haberse quedado en su habitación, junto con Tina. Era imposible no entender el significado de la mirada de Zarono. Su forma de hablar era educada y formal, y su expresión, discreta y respetuosa, pero todo ello no era más que una máscara tras la que se ocultaba el espíritu violento y siniestro del hombre. No lograba impedir que un loco deseo apareciera en sus ojos cada vez que miraba a la aristocrática y joven belleza, que llevaba un vestido de seda muy escotado, adornado con una ancha faja cubierta de alhajas.
-No hay mucha diversión en este lugar -respondió con voz queda.
-¿Si tuvieras un barco, abandonarías este lugar? -preguntó bruscamente Zarono a su huésped.
-Quizás -admitió el conde.
-Yo tengo un barco -dijo Zarono-. Si pudiéramos llegar a un acuerdo...
-¿Qué clase de acuerdo? -preguntó Valenso, mirando con recelo a su invitado. -Propongo compartirlo a partes iguales -replicó Zarono, apoyando la mano sobre la mesa con los dedos abiertos como si hubieran sido las patas de una gigantesca araña; los dedos le temblaban a causa de la tensión nerviosa, y en sus ojos brilló una nueva luz.
-¿Compartir qué? -preguntó Valenso, mirándolo con evidente sorpresa-. El oro que traía en mi barco se hundió con él y desgraciadamente no volvió a la orilla, como los maderos rotos.
-¡No se trata de eso! -dijo Zarono con un gesto de impaciencia-. Seamos francos, señor, ¿Cómo puedes pretender que el destino te llevó a instalarte justo en este lugar, cuando tenías millas de costa para elegir otro mejor?
-No he de pretender absolutamente nada -contestó Valenso fríamente-. El capitán de mi barco era Zingelito, que antes había sido bucanero. Conocía esta costa y me convenció de que debía instalarme aquí, diciéndome que tenía razones que más tarde me explicaría. Pero nunca llegué a conocerlas, pues al día siguiente de haber desembarcado desapareció en el bosque y hallamos su cabeza más tarde durante una cacería. Evidentemente, lo habían asesinado los pictos.
Durante unos segundos, Zarono se quedó mirando fijamente a Valenso.
-¡Que me aspen! -exclamó al fin-. Te creo, señor. Un korzetta no sabe mentir, aunque tenga muchas otras cualidades. Te haré una propuesta. En primer término, admito que al anclar en esta bahía, traía otros planes en mi cabeza. Suponía que aún tenías el tesoro, y me proponía tomar el fuerte mediante una cuidada estrategia y rebanaros a todos el pescuezo. Pero las circunstancias me han hecho cambiar de idea...
Echó una mirada a Belesa que la hizo enrojecer y alzar altivamente la cabeza. El bucanero continuó:
-Tengo un barco que puede sacarte de este exilio, con tu mobiliario y con los servidores que quieras llevarte. El resto tendrán que valerse por sí mismos.
Los servidores alineados a lo largo de la pared se miraron con inquietud. Zarono siguió hablando, y su cinismo brutal no ocultaba ya sus intenciones:
-Pero primero debes ayudarme a encontrar el tesoro por el que he navegado miles de millas.
-¡Por Mitra! ¿Qué tesoro? -preguntó irritado el conde-. Ahora has cambiado, hablas igual que ese perro de Strombanni.
-¿Has oído hablar de Tranicos el Sangriento, el más poderoso pirata barachano?
-¿Quién no ha oído hablar de él? Tranicos fue quien arrasó aquel castillo que un príncipe exiliado, Tothmekri de Estigia, poseía en una isla, pasó a cuchillo a sus habitantes y huyó con el tesoro que el príncipe se había llevado con él al huir de Khemi.
-¡Así es! Y la historia de ese tesoro atrajo a los hombres de la Hermandad Roja como buitres sobre la carroña; piratas, bucaneros e incluso los salvajes corsarios negros del Sur. Temiendo que su capitán lo traicionara, Tranicos escapó con un barco hacia el norte, y desapareció del mundo conocido. Esto sucedió hace casi un siglo.
«Pero cuenta la leyenda que un hombre sobrevivió a ese último viaje y volvió a las Barachas, y lo capturó una galera de guerra zingaria. Antes de ser ahorcado, contó esta historia y con su propia sangre dibujó un mapa sobre un pergamino que consiguió escamotear de las manos de sus carceleros. Ésta es la historia tal como él la relató:
«Tranicos había navegado mucho más allá de las rutas de navegación conocidas, hasta que llegó a una bahía en una costa solitaria, donde echó el ancla. Bajó a tierra llevando su tesoro, acompañado de once leales capitanes que habían viajado con él. Obedeciendo sus órdenes, el barco salió a la mar, pero volvió después de una semana para buscar al almirante y sus capitanes. Mientras tanto, Tranicos intentó esconder el tesoro en algún punto vecino a la bahía. El barco volvió en la fecha convenida, pero no halló rastro de Tranicos ni de sus once capitanes, salvo la primitiva vivienda que habían construido sobre la playa.
»La cabaña estaba destruida y quedaban rastros de pisadas a su alrededor, si bien no había señales de que hubiera habido una lucha. Tampoco vieron vestigios del tesoro ni señales de dónde podría estar escondido. Los piratas se internaron en el bosque en busca de su jefe. Dado que los acompañaba un bosonio experto en seguir pistas y un gran conocedor del bosque, siguieron el rastro de los hombres desaparecidos a lo largo de antiguos senderos, abiertos a algunas leguas al este de la costa. Puesto que estaban cansados y no lograban dar con el almirante, le ordenaron a uno de ellos que subiera a la copa de un árbol para observar, y éste informó que no muy lejos se veía un escarpado risco que se elevaba como una torre en medio del bosque. Siguieron andando, pero fueron atacados por una banda de pictos y se vieron obligados a volver al barco. Desesperados, levaron anclas y se hicieron a la mar. Pero antes de llegar a las islas Barachas, una terrible tormenta los hizo naufragar y sólo sobrevivió el que narró esta historia.-Esto es lo que se sabe del tesoro de Tranicos, que los hombres han buscado inútilmente durante casi un siglo. Es indudable que el mapa existe, pero nadie sabe dónde puede estar.
»Yo vi el mapa una vez. Strombanni, Zingelito y un nemedio que navegó con los barachanos estaban conmigo. Conseguimos verlo en Messantia, donde nos ocultábamos, disfrazados. Alguien hizo caer la lámpara, y se oyó un grito en la oscuridad. Cuando volvimos a encenderla, el viejo avaro que había sido dueño del mapa yacía muerto con un puñal clavado en el corazón. El mapa había desaparecido. De repente se oyó el ruido de las armas de los centinelas nocturnos que se acercaban para averiguar a qué se debía el alboroto. Nos separamos, y cada uno siguió su camino.
«Durante años, Strombanni y yo recelamos el uno del otro, suponiendo que uno de los dos había robado el mapa. El caso es que ninguno lo había robado, pero hace poco oí decir que Strombanni viajaba hacia el norte, y por eso lo seguí. Has visto en qué terminó la persecución.
»Sólo pude ver el mapa un segundo, mientras estaba sobre la mesa del viejo avaro, y no recuerdo nada de él, pero evidentemente el comportamiento de Strombanni demuestra que sabe que ésta es la bahía en la que Tranicos desembarcó. Creo que escondieron el tesoro en ese gran risco del que habló el vigía, o cerca de él, y que al volver fueron atacados y asesinados por los pictos. Ellos no robaron el tesoro, pues muchos de los que han comerciado a lo largo de estas costas aseguran que nunca han visto ornamentos de oro o joyas valiosas en manos de las tribus costeras.
»Mi propuesta es ésta: combinemos nuestras fuerzas. Strombanni se halla en las cercanías. Huyó porque temió verse entre dos fuegos, pero volverá. Si nos aliamos, dejará de constituir un peligro. Podemos partir del fuerte y dejar suficientes hombres en él para defenderlo en caso de que lo ataque. Creo que el tesoro está escondido cerca de aquí, pues doce hombres no pueden haberlo arrastrado mucho más lejos. Lo encontraremos, lo cargaremos en mi barco y viajaremos hacia algún puerto lejano donde pueda ocultar mi pasado con oro. Estoy harto de esta vida. Deseo volver a la civilización y vivir como un noble, con riquezas, esclavos y un castillo... y casarme con una mujer de sangre noble.
-¿Y bien...? -preguntó el conde con ojos recelosos.
-Dame a tu sobrina por esposa -dijo bruscamente el bucanero.
Belesa no pudo contener un grito; se puso de pie. También lo hizo Valenso, lívido, aferrando con la mano la copa de vino como si hubiera querido tirarla a la cabeza del invitado. Zarono no se movió; quedó impávido, con un brazo sobre la mesa y los dedos extendidos como garras. Sus ojos ardían de pasión y de amenazas latentes.
-¿Cómo te atreves? -exclamó Valenso.
-Pareces olvidar, conde Valenso, que has descendido de tu pedestal -gruñó Zarono-. No estamos en la corte de Kordava, señor. En esta desolada costa, la nobleza se mide por el poder de los hombres y de sus armas, y en eso, soy superior a ti. Los extranjeros hollan con sus pies el castillo, y la fortuna de Korzetta yace en el fondo del mar. Morirás aquí, como un exiliado, a menos que te conceda el uso de mi barco.
»No te arrepentirás de la unión de nuestras familias. Con otro nombre y una flamante fortuna, verás como Zarono el Negro es capaz de ocupar su puesto en la aristocracia y de convertirse en un yerno del que ni siquiera un korzetta podría avergonzarse.
-¡Estás loco! -exclamó el conde violentamente-. Tú... ¿Qué es eso?
El ruido sordo de pies calzados con ligeras sandalias le distrajo. Tina entró deprisa en el salón, vaciló al ver los ojos del conde fijos en ella, hizo una profunda reverencia y dio la vuelta a la mesa para ponerse al lado de su señora y tomar la mano de ésta en la suya. Jadeaba un poco, sus sandalias estaban húmedas y tenia los rubios cabellos empapados de agua.
-¡Tina! -exclamó Belesa con ansiedad-. ¿Dónde has estado? Creía que estarías en tu habitación desde hace rato.
-Estaba -contestó la niña casi sin aliento-, pero me robaron el collar de coral que me regalaste... -dijo enseñándolo con cariño, pues a pesar de ser muy sencillo lo apreciaba más que todo lo que tenía en el mundo, ya que había sido el primer regalo que Belesa le había hecho-. Temí que no me permitieras ir si lo hubieras sabido. La mujer de un soldado me ayudó a salir y entrar de la empalizada y te ruego, señora, que no me hagas decir quién fue, pues he prometido no decirlo. Encontré mi collar cerca de la charca en la que me bañé esta mañana. Castígame si he hecho algo malo.
-¡Tina! -murmuró Belesa abrazando a la niña-. No te castigaré, pero no debiste salir fuera de la empalizada, pues los bucaneros están acampados en la playa y siempre se corre el riesgo de que algún picto ande por las cercanías. Te llevaré a tu habitación y te pondré ropas secas...-Sí, señora, pero primero permíteme que te cuente lo del hombre negro...
-¿Qué?
La brusca interrupción había salido de los labios de Valenso. Su copa cayó al suelo hecha añicos, pues tuvo que apoyar ambas manos sobre la mesa. El señor del castillo parecía mucho más alterado que si un rayo hubiera caído sobre él. Tenía el rostro lívido y los ojos se le salían de las órbitas.
-¿Qué has dicho? -dijo anhelante, mirando a la niña, que, sorprendida, se amparó en Belesa-. ¿Qué has dicho, muchacha?
-Un hombre negro, señor -tartamudeó, mientras Belesa, Zarono y los servidores la miraban con asombro-. Cuando fui a la charca en busca de mi collar, lo vi. El viento silbaba en forma extraña y el mar estaba agitado como si temiera algo malo, y entonces apareció el hombre. Vino por el mar, en un bote negro muy raro, rodeado de un fuego azul, aunque no tenía ninguna antorcha. Llevó el bote más allá del extremo sur de la bahía y se internó en el bosque. En medio de la niebla, parecía un gigante... un hombre muy alto y negro como un kushita...
Valenso se tambaleó como si hubiera recibido un golpe mortal. Se aferró la garganta con tal fuerza que hizo saltar la cadena de oro. Con cara de loco y pasos inseguros, arrancó a la aterrada niña de los brazos de Belesa.
-¡Pequeña zorra! -jadeó-. ¡Mientes! ¡Me has oído hablar en sueños y ahora dices esas mentiras para atormentarme! ¡Reconoce que mientes antes de que te arranque la piel de la espalda!
-¡Tío! -gritó Belesa sorprendida y ofendida, intentando quitarle a Tina de las manos-. ¿Estás loco? ¿Qué significa esto?
Con un gruñido apartó la mano de Belesa y arrojó a ésta en brazos de Galbro, que la recibió con una mueca que ni siquiera intentó disimular.
-¡Piedad, señor! -sollozó Tina-. ¡No he mentido!
-¡He dicho que mientes! -rugió Valenso-. ¡Gebellez!
El robusto sirviente cogió a la niña temblorosa y de un golpe brutal le arrancó el vestido. Volviéndose en redondo, le puso los débiles brazos sobre sus hombros, levantándola en vilo del suelo.
-¡Tío! -gritó Belesa, intentando vanamente liberarse de Galbro, que la tenía cogida-. ¿Estás loco? No puedes... ¡Oh! ¡No puedes...!
La voz se ahogó en su garganta cuando Valenso cogió un látigo de mango enjoyado y lo hizo caer sobre el frágil cuerpo de la niña, con una fuerza tan brutal que una herida sangrante apareció en su espalda desnuda.
Belesa gimió angustiada al oír los gritos de Tina. Repentinamente el mundo se había vuelto loco. Como en un sueño, vio las caras inhumanas de los soldados y de los servidores, que no reflejaban piedad ni simpatía. El rostro de Zarono, casi sonriente, formaba parte de la pesadilla. Nada en aquel horrible espectáculo era real, salvo el pequeño cuerpo de Tina, cubierto de las rojas huellas que iban dejando los latigazos desde los hombros hasta las rodillas; ningún sonido parecía real salvo los agudos gritos de dolor de la niña y la respiración anhelante de Valenso, que seguía dando latigazos, mientras gritaba con los ojos desorbitados:
-¡Mientes! ¡Mientes! ¡Maldita seas, mientes! ¡Confiesa tu culpa o te desollaré viva! ¡Él no puede haberme seguido hasta aquí...!
-¡Oh! ¡Piedad, señor! -gritó la niña, retorciéndose entre los musculosos brazos del sirviente, demasiado enloquecida de miedo y dolor como para salvarse diciendo una mentira. La sangre corría por sus temblorosas piernas-. ¡Le vi! ¡No miento! ¡Piedad! ¡Te ruego! ¡Piedad! ¡Aaaah...!
-¡Insensato! ¡Insensato!-clamó Belesa-. ¡No ves que dice la verdad! ¡Oh, bestia! ¡¡¡Bestia!!!
Algún destello de cordura pareció volver al cerebro del conde Valenso de Korzetta. Dejó caer el látigo y volvió tambaleante a la mesa, y se aferró ciegamente al borde. Temblaba como si tuviera fiebre. El pelo le caía sobre la frente, y gotas de sudor corrían sobre su rostro lívido, que parecía la imagen esculpida del Miedo. Tina, libre ya de Gebellez, cayó al suelo como una masa inerte y llorosa. Belesa logró que Galbro la soltara, corrió hacia ella, llorando, y cayó de rodillas. Levantó a la pobre criatura en brazos, echó una mirada terrible a su tío expresando toda su rabia, pero éste ni la vio. Parecía haberla olvidado, así como a su víctima. En una nube de incredulidad, Belesa oyó que le decía al bucanero:
-Acepto tu ofrecimiento, Zarono. ¡En nombre de Mitra! ¡Encontremos ese endemoniado tesoro y vámonos de esta maldita costa!
Al oírlo, la furia de Belesa se desvaneció en cenizas. En un alucinado silencio, cogió en brazos a la llorosa niña y la llevó a su habitación. Al mirar hacia abajo, vio a Valenso encogido sobre la mesa, tomando grandes sorbos de vino de una enorme copa que apretaba entre sus dos manos, mientras Zarono estaba de pie a su lado como una sombría ave de presa, sorprendido ante los acontecimientos, pero rápido en sacar partido del increíble cambio operado en el conde. Hablaba en voz baja y decidida y Valenso movía la cabeza asintiendo en silencio, como quien apenas presta atención a lo que se le está diciendo. Galbro, apretándose la barbilla con el índice y el pulgar, se mantenía a la sombra, mientras los servidores, aún de pie contra la pared, se miraban furtivamente, confusos por el derrumbamiento de su amo.
Arriba, en su habitación, Belesa tendió sobre la cama a la niña, que estaba casi inconsciente, y se dedicó a lavarla y a aplicar ungüentos calmantes sobre las llagas y los cortes que tenía en la tierna piel. Tina se entregó totalmente en manos de su ama, gimiendo suavemente. Belesa tenía la impresión de que el mundo que la rodeaba se había caído sobre su cabeza. Se sentía agotada y aturdida, y con los nervios deshechos a causa de la conmoción producida por la escena que había tenido que presenciar. El alma se le estremeció de temor y odio hacia su tío. Nunca lo había querido; era duro, codicioso y aparentemente incapaz de sentir afecto. Pero lo había considerado siempre justo y valiente. Le produjo verdadero asco recordar sus ojos desorbitados y su rostro lívido. Algún pánico profundo había despertado su terrible frenesí, y a causa de aquel miedo, Valenso había tratado con brutalidad al único ser que ella amaba y cuidaba. Y era ese pánico el que lo inducía a venderla a ella, su sobrina, a un infame fuera de la ley. ¿Qué había tras la aparente locura? ¿Quién era el hombre negro al que Tina decía haber visto?
En su semidelirio, la niña murmuró:
-¡No mentí, mi señora! ¡No mentí! ¡Era un hombre negro en un bote negro que ardía como con un fuego azul sobre el agua! ¡Un hombre alto, casi tan negro como un kushita, envuelto en una capa oscura! Tuve miedo de él cuando lo vi y se me heló la sangre en las venas. Dejó su bote sobre la arena y entró en el bosque. ¿Por qué me azotó el conde por decir que lo había visto?
-Chist... chist... Tina -dijo Belesa tranquilizándola-. Cálmate. Enseguida se te pasará el dolor.
De repente se abrió la puerta. Belesa, cogiendo precipitadamente una daga, se volvió hacia ella. El conde estaba allí, y al verlo se le erizó el cabello. Parecía envejecido; tenía el rostro gris y cansado y su mirada era aterradora. Nunca lo había sentido muy cercano, y en aquel momento le pareció que un mundo los separaba. El que estaba allí no era un tío suyo, sino un extraño que la amenazaba.
Belesa levantó la daga.
-Si la vuelves a tocar -dijo con voz sibilante-, juro por Mitra que hundiré esta daga en tu pecho. Valenso no prestó atención a sus palabras y dijo:
-He rodeado la mansión con una fuerte guardia. Zarono traerá mañana a sus hombres a la empalizada. No zarpará hasta que haya encontrado el tesoro. Y cuando lo haya hecho, nos dirigiremos inmediatamente hacia algún puerto que decidiremos más adelante.
-¿Y me entregarás a él? -murmuró Belesa-. En nombre de Mitra...
Valenso la miró con ojos sombríos, que no reflejaban más que preocupación por su propia persona. Al ver su expresión, la muchacha se encogió de temor, pues vio claramente que un misterioso pánico provocaba en él tan enigmática e inexplicable crueldad.
-Harás lo que te ordene -dijo con voz fría como el acero, y tan inhumana como éste.
Y volviéndose, abandonó la habitación. Ciega de horror, Belesa cayó desmayada al lado de la cama en la que yacía Tina.
4. El redoble del tambor negro
Belesa no supo durante cuánto tiempo había estado inconsciente. Lo primero que sintió fue que Tina la abrazaba y lloraba cerca de su oído. Se incorporó mecánicamente y cogió a la criatura en brazos, y así se quedó durante un rato, mirando sin ver la luz vacilante del candil. El castillo estaba en silencio. Los cantos de los bucaneros habían cesado en la playa. Con calma, y casi impersonalmente, analizó su problema.
Valenso había enloquecido al oír la historia del misterioso hombre negro. Por escapar de él, deseaba abandonar el lugar y huir con Zarono. Esta parte del problema estaba clara. Igualmente claro era el hecho de que estaba dispuesto a sacrificarla a cambio de la oportunidad de escapar. En aquel momento de oscuridad para su espíritu, Belesa no vio ni un rayo de luz. Los servidores eran seres obtusos o bestias sin alma; sus mujeres, tontas y apáticas. No se atreverían ni tendrían interés en ayudarla. Se sentía completamente desvalida.
Tina levantó el rostro surcado de lágrimas como si hubiera estado oyendo la llamada de una voz interior. La forma en que la niña adivinaba los pensamientos de Belesa era casi misteriosa; igual de sorprendente era la forma en que percibía la fuerza inexorable del destino y la única alternativa que les quedaba a los débiles.
-¡Debemos irnos, mi señora! -susurró-. Zarono no debe poseerte. Huyamos al bosque; andaremos hasta que no podamos más, y luego nos tenderemos sobre la hierba y moriremos juntas.
Esa fuerza trágica que es el último refugio de los indefensos penetró en el alma de Belesa. Era la única forma de escapar de las sombras que se cernían sobre ella desde el día en que huyeron de Zingara.
-Nos iremos, Tina.
Se puso en pie y estaba buscando su capa cuando una exclamación de Tina la hizo volverse. La niña tenía un dedo sobre los labios, y miraba con los ojos desorbitados y brillantes de espanto.
-¿Qué ocurre, Tina?
La expresión de horror de la pequeña indujo a Belesa a bajar el tono de voz a un suspiro, y de pronto la inundó una ola de aprensión.
-Hay alguien fuera, en el salón -murmuró Tina, cogiéndola convulsivamente por el brazo-. Primero se detuvo ante nuestra puerta, y luego se dirigió hacia la habitación del conde, al otro extremo del corredor.
-Tu oído es más fino que el mío -murmuró Belesa-. Pero eso que dices no tiene nada de raro. Quizás era el conde, o tal vez Galbro.
Se dirigió a la puerta para abrirla, pero Tina le rodeó el cuello con los brazos y Belesa percibió los agitados latidos de su corazón.
-¡No, no, mi señora! ¡No abras la puerta! ¡Tengo miedo! ¡No sé por qué, pero siento que algún mal nos acecha!
Belesa, impresionada, la acarició tranquilizadora, y extendió la mano para alcanzar el disco de metal que ocultaba la mirilla de la puerta.
-¡Vuelve! -exclamó Tina temblorosa-. ¡Lo oigo!
Belesa también oyó algo... unas pisadas amortiguadas. Con horror, se dio cuenta de que no eran los pasos de nadie conocido. Tampoco era el modo de andar de Zarono, ni de ningún otro hombre que llevara botas. ¿Acaso era el bucanero, que se deslizaba por el corredor con los pies desnudos para asesinar a su anfitrión mientras dormía? Recordó que la guardia estaba en el piso de abajo. Si el bucanero hubiese pasado la noche en la mansión, le hubieran puesto un guardia armado en la puerta de la habitación. Pero ¿quién andaba a hurtadillas por el corredor? En el piso superior no dormían más que ella, Tina, el conde y Galbro.
Con un movimiento rápido apagó la vela, de manera que no se viera ningún brillo a través de la mirilla, y cerró ésta con el disco de cobre. Todas las velas del salón, que habitualmente se mantenían encendidas, estaban apagadas. Alguien se movía en la oscuridad del corredor. Más que verlo, sintió que un bulto borroso pasaba por delante de su puerta, pero no pudo reconocer la forma, aunque parecía ser la de un hombre. Una ola de terror la invadió; se agachó, muda, incapaz de dejar escapar el grito que se le helaba en los labios. No era la clase de horror que ahora le inspiraba su tío, ni el miedo que sentía de Zarono, ni siquiera el espanto que le producía el sombrío bosque. Era un pánico ciego, irracional, que le oprimía el corazón con manos de hielo y le paralizaba la lengua contra el paladar.
La figura pasó por el descansillo de la escalera, donde la pudo ver proyectada momentáneamente contra el débil resplandor que venía de abajo. Era un hombre, pero no un hombre como los que había conocido Belesa. Tuvo la impresión de que tenía la cabeza pelada, facciones aquilinas y una piel brillante y más oscura que la de sus propios compatriotas, de por sí bastante morenos. La cabeza se erguía sobre unos hombros anchos y macizos, cubiertos por una capa negra. De repente el extranjero desapareció.
Allí quedó Belesa, acurrucada en la oscuridad, esperando los gritos de los soldados al descubrir al intruso. Pero el castillo permaneció en silencio. A lo lejos soplaba el viento. Y eso fue todo.
Cuando intentó volver a encender el candil, las manos de Belesa estaban húmedas de transpiración. Aún temblaba de horror, si bien no acertaba a definir qué era lo que había despertado una repulsa tan profunda en su alma al ver a la figura negra recortada contra el reflejo rojizo. Sólo sabía que la sombría visión le había quitado por completo la fuerza que poco antes le había inspirado su desesperada resolución. Estaba desmoralizada, incapacitada para actuar.
La vela se encendió, iluminando con su fulgor amarillento la cara pálida de Tina.
-¡Era el hombre negro! -susurró Tina-. ¡Lo sé! Se me heló la sangre igual que cuando lo vi en la playa. Los soldados están abajo, ¿por qué no lo vieron? ¿Debemos ir a contárselo al conde?
Belesa negó con la cabeza. Nunca repetiría la escena que se había desencadenado la primera vez que Tina mencionó al hombre negro. Y además, de ningún modo se aventuraría a salir al oscuro corredor.
-¡No podemos huir al bosque! -dijo Tina temblando-. Él estará allí.
Belesa no le preguntó cómo sabía que el hombre negro estaría en el bosque, pues era el escondite lógico de cualquier cosa maligna, fuese hombre o demonio. Y comprendía que Tina tenía razón; no podían atreverse a huir del fuerte en aquel momento. Su resolución, que no había flaqueado ante la posibilidad de una muerte segura, cedía ante la idea de atravesar el oscuro bosque, sabiendo que la siniestra criatura se encontraba allí. Entonces se sentó y hundió el rostro entre las manos, absolutamente desesperada.
Tina dormía. Las lágrimas brillaban sobre sus largas pestañas y su cuerpo maltrecho se movía inquieto. Belesa quedó despierta, velando.
Hacia el amanecer, Belesa percibió un desasosiego en la atmósfera y oyó algo parecido a un trueno que venía del mar. Apagó la vela, que estaba ya casi extinguida, y se acercó a la ventana desde la que podía ver tanto el océano como el comienzo del bosque detrás del fuerte. La niebla había desaparecido, y hacia el este, a lo largo del horizonte, podía verse una luz mortecina que anunciaba la llegada de la aurora. En ese mismo lugar brilló de pronto un rayo y sonaron truenos lejanos. Desde el negro bosque, sonó en respuesta un ruido sordo.
Sorprendida, Belesa miró fijamente hacia el bosque, que era una franja oscura y poco acogedora. De repente llegó a sus oídos un sonido rítmico, una reverberación que no se parecía al redoble de los tambores pictos.
-¡Un tambor! -sollozó Tina en medio del sueño, abriendo y cerrando las manos espasmódicamente-. ¡El hombre negro... toca el tambor negro... en el negro bosque! ¡Oh, Mitra, ampáranos!
Belesa se estremeció. La nube negra que había aparecido sobre el horizonte se retorcía y se expandía, creciendo cada vez más. La miró asombrada, pues durante el verano anterior no había habido tormentas en la costa, y era la primera vez que veía una nube parecida.
Avanzaba sobre la línea del horizonte en grandes masas oscuras con estrías de fuego azul. Se revolvía y se agrandaba con el viento que llevaba en el interior. Su continuo tronar hacía vibrar el aire. Pero otro sonido se mezclaba aterradoramente con las reverberaciones del trueno... Era la voz del viento, que soplaba con violencia antes de que el trueno estallara. El negro horizonte estaba convulso por el destello de los relámpagos. A lo lejos, en el mar, vio la blanca cresta de las olas agitadas por el viento y oyó su rugido, que iba en aumento a medida que se acercaban a la costa.
Sin embargo, en tierra no soplaba el viento, si bien el aire era caliente y sofocante. El contraste daba una sensación de irrealidad: allá, a lo lejos, el viento, los truenos y el caos arrasaban la isla; aquí, una calma asfixiante. En medio del tenso silencio, se oyó golpear una ventana en el piso de abajo, así como la voz aguda y alarmada de una mujer. Pero la mayor parte de la gente del fuerte parecía dormir, ignorando el huracán que se avecinaba.
Belesa volvió a oír el misterioso redoble. Miró en dirección al bosque y se le erizó el cabello. No pudo distinguir nada, pero una oscura intuición le hizo ver a una figura negra y odiosa, agazapada bajo el oscuro follaje, formulando algún extraño encantamiento con la ayuda de un tambor exótico.
Rechazó desesperadamente la idea y miró en dirección al mar, pues en aquel momento el resplandor de un rayo partía el cielo en dos. Perfilados contra su luz, vio los mástiles del barco de Zarono, las tiendas de los bucaneros en la playa, los montículos arenosos del extremo sur de la bahía y los riscos del norte con la misma claridad que si hubiera sido mediodía. El rugido del viento crecía más y más, la gente de la mansión había despertado. Se oyeron pasos por la escalera y la voz de Zarono que gritaba con horror. Varias puertas se cerraron con violencia y Valenso contestó vociferando para hacerse oír por encima del rugido de los elementos.
-¿Por qué no me has avisado de que venía una tormenta por el oeste? -aulló el bucanero-. Si se sueltan las amarras...
-¡Jamás ha venido una tormenta por el oeste en esta época del año! -contestó gritando Valenso, que salía corriendo de su habitación en camisón, lívido el rostro, erizado el cabello-. ¡Esto es obra de...!
Sus palabras se perdieron a medida que corría escaleras arriba hacia la torre de vigilancia, seguido por el bucanero, que no hacía más que maldecir.
Belesa se escondió detrás de la ventana, aterrada y vencida. El rugido del viento creció hasta acallar todo otro sonido, salvo el redoble enloquecido del tambor, que se hizo más intenso yparecía un canto inhumano de triunfo. El huracán soplaba sobre la costa, llevando delante de él una blanca cresta de espuma de más de una legua de largo. Entonces, el infierno y la destrucción se abatieron sobre la costa. Descargó una lluvia torrencial que barría la playa con loco frenesí; el viento golpeó como un trueno haciendo temblar la estructura de madera del fuerte. El oleaje invadió la playa, apagando los rescoldos de las hogueras encendidas por los marinos.
A la luz de los relámpagos, Belesa vio a través de la intensa lluvia que las tiendas de los bucaneros volaban por el aire hechas jirones y que los hombres se tambaleaban intentando llegar al fuerte, azotados por la arena y la furia del huracán. Contra un reflejo azul, vio el barco de Zarono, rotas las amarras, arrastrado contra las afiladas rocas que parecían alargarse para recibirlo.
5. El hombre de la selva
Finalmente amainó la tormenta y la aurora trajo un cielo límpido y azul. Pájaros de brillantes colores cantaban en coro desde los árboles, en cuyas hojas brillaban como diamantes las gotas de agua que la suave brisa matinal hacía temblar.
En una pequeña corriente que se deslizaba por la arena hacia el mar, escondido más allá de la franja de árboles y matorrales, había un hombre que se lavaba las manos y el rostro. Hacía sus abluciones como las hace la gente de su raza, gruñendo y saltando alegremente como un búfalo. Pero en medio de estos juegos, levantó súbitamente la cabeza. El agua chorreaba de su espesa cabellera y le caía sobre los musculosos hombros. Por un segundo se agazapó precavido; luego, con rápido movimiento, se puso en pie y miró hacia tierra, espada en mano. Entonces se quedó paralizado y boquiabierto.
Un hombre aún más corpulento que él se acercaba por la playa sin disimular sus intenciones. Los ojos del pirata se dilataron cuando vio los ajustados pantalones de seda, las botas de caña alta, la chaqueta larga y amplia y el tocado para la cabeza que se había usado cien años atrás. El extranjero llevaba un alfanje en la mano y era evidente el propósito que lo animaba.
El pirata palideció al reconocer al personaje.
-¡Tú! -exclamó incrédulo-. ¡Por Mitra! ¡Tú!
Levantó el alfanje, profiriendo maldiciones. El entrechocar de los aceros interrumpió el canto de los pájaros, que huyeron de los árboles. Con cada golpe saltaban chispas azules y la arena rechinaba bajo las botas. De repente los golpes se interrumpieron con un ruido seco y uno de los hombres cayó de rodillas, jadeando. El arma se deslizó de su mano sin vida, y el cuerpo inerte tino la arena de rojo con su sangre. En un último esfuerzo, buscó algo en su cinto e intentó llevárselo a la boca, pero se puso rígido y, después de una terrible convulsión, quedó inmóvil.
El vencedor se inclinó sobre el muerto sin el menor escrúpulo, y arrancó de sus dedos el objeto que aprisionaba desesperadamente.
Zarono y Valenso estaban en la playa, mirando los maderos que la tormenta había arrojado. Sus hombres recogían palos, pedazos de mástiles y vigas rotas. La tempestad había golpeado de tal forma el barco de Zarono contra las rocas que la mayor parte del material salvado era madera inservible. A corta distancia de los hombres se hallaba Belesa oyendo su conversación, con un brazo sobre los hombros de Tina. Belesa estaba pálida y nerviosa, indiferente ante lo que el destino le pudiera deparar. Oía lo que decían los hombres, pero sin el menor interés. La idea de que no era más que un juguete en sus manos la desmoralizaba, pues sabía que tenía que jugárselo todo a una carta, ya fuera el resultado llevar una vida desgraciada en aquella desolada costa o regresar de alguna manera a un país civilizado.
Zarono maldecía sin cesar, y Valenso parecía perplejo.
-Ésta no es la época del año en que vienen tormentas del oeste -murmuraba el conde, mirando con ojos azorados a los hombres que recogían los restos del naufragio-. No fue el azar el que desencadenó esa tempestad para convertir en astillas el barco en el que pensaba escapar. ¿Escapar? Estoy cogido como una rata en una trampa, tal como estaba decidido. No, todos somos ratas cogidas en una trampa...
-No sé de qué hablas -refunfuñó Zarono, dando un violento tirón a su bigote-. Desde que esa maldita niña te descompuso con sus historias acerca de un hombre negro que llegaba del mar, no te he oído decir una sola palabra sensata. Pero no pienso pasarme la vida en esta asquerosa costa. Diez de mis hombres fueron al infierno con el barco, pero todavía me quedan ciento sesenta. Tienes cien hombres, herramientas y suficientes árboles en el bosque como para construir un barco. Enviaré a los míos a cortar madera en cuanto salven estos materiales de las olas.-Eso llevaría meses -murmuró Valenso.
-Bueno, ¿y en qué cosa mejor podemos ocupar nuestro tiempo? Aquí estamos, y a menos que construyamos un barco jamás lograremos salir. Tendremos que inventar algo parecido a un aserradero. Pero no tiene importancia; nada ha logrado impedir por mucho tiempo lo que me propongo. ¡Espero que el temporal haya hecho trizas a ese perro de Strombanni! Mientras construyen el barco, buscaremos el tesoro de Tranicos.
-Jamás terminaremos el barco -auguró sombríamente Valenso.
Zarono se volvió furioso hacia él.
-¿No puedes hablar con cordura? ¿Quién es ese maldito hombre negro?
-¡Maldito en verdad! -dijo Valenso mirando hacia el mar-. Es una sombra de mi propio pasado teñido en sangre, que ha salido del infierno para llevarme a él. A causa de ese demonio huí de Zingara, esperando que el vasto océano borrara mi rastro. Pero debí suponer que al fin me encontraría.
-Si ese hombre ha desembarcado, debe de estar oculto en el bosque -gruñó Zarono-. Peinaremos el lugar y le daremos caza.
Valenso rió amargamente.
-Será como dar caza a una sombra, que se desvanece ante una nube que oculta la luna; o intentar cazar una avispa en la oscuridad; o perseguir la bruma que surge por la noche de los pantanos.
Zarono le miró con indecisión, obviamente dudando de su salud mental.
-¿Quién es ese hombre? Basta de ambigüedades.
-La sombra de mi propia ambición y loca crueldad; un horror venido de una época remota; no se trata de un hombre de carne y hueso, sino de un...
-¡Barco a la vista! -gritó el vigía del extremo norte de la bahía. Zarono se volvió y su voz cortó el viento.
-¿Lo conoces?
-¡Sí! -fue la débil respuesta-. ¡Es el Mano Roja! Zarono profirió una imprecación digna de un salvaje.
-¡Strombanni! ¡Los demonios cuidan de sus semejantes! ¿Cómo es posible que haya podido aguantar ese golpe? -dijo el bucanero con una voz que se fue alzando hasta convertirse en un alarido que se propagaba por toda la playa-. ¡Volved al fuerte, perros!
Antes de que el Mano Roja, de aspecto algo deteriorado, se asomara por la punta de la bahía, la playa quedó desierta y el acantilado lleno de cascos y de cabezas tocadas con pañuelos. Los bucaneros aceptaban la alianza con la adaptabilidad propia de los aventureros, y los hombres del conde con la apatía de los siervos.
Zarono hizo rechinar los dientes cuando vio que una lancha se acercaba lentamente a la playa, y pudo divisar la morena cabeza de su rival en la proa. El bote llegó a tierra y Strombanni bajó de él solo, y caminó hacia el fuerte.
Cuando llegó a cierta distancia, se detuvo y lanzó un fuerte bramido que resonó claramente en la tranquila mañana:
-¡Hola, los del fuerte! ¡Desearía parlamentar!
-Bueno, ¿y por qué demonios no lo haces? -gruñó Zarono.
-¡La última vez que vine con una bandera blanca en son de paz, una flecha se quebró en mi armadura! -bramó el pirata.
-Tú te lo buscaste -dijo Valenso-. Te advertí claramente que no te acercaras a nosotros.
-¡Bueno, exijo la promesa de que no volverá a ocurrir!
-¡Te lo prometo! -exclamó Zarono con una sonrisa sardónica.
-¡Maldita sea tu promesa, perro zingario! ¡Quiero la palabra de Valenso!
Al conde le quedaba todavía algún resto de dignidad. Con un deje de autoridad, respondió:
-Acércate, pero que tus hombres se queden atrás. No dispararemos.
-Con eso me basta -respondió Strombanni al instante-. Cualesquiera que sean los pecados de un korzetta, se puede confiar en su palabra.
De nuevo emprendió la marcha y se detuvo delante del portal, riéndose de la cara de odio con que lo miraba Zarono.
-Bueno, Zarono -dijo con sorna-, ¡tienes un barco menos que cuando te vi por última vez! Lo cierto es que vosotros, los zingarios, nunca habéis sido buenos navegantes.
-¿Cómo lograste salvar tu barco, basura de Messantia? -vociferó el bucanero.
-Al norte hay una cala protegida por una lengua de tierra que contuvo la fuerza del temporal -contestó Strombanni-. Estuve anclado detrás de ella. Mis anclas se arrastraban por el fondo, pero me mantuvieron alejado de la playa.
Zarono frunció el ceño, malhumorado; Valenso no dijo nada. El conde no tenía noticia de la existencia de dicha cala, pues apenas había explorado sus dominios. El temor a los pie-tos, la falta de curiosidad y la necesidad de mantener a su gente trabajando habían hecho que él y sus hombres se mantuvieran siempre cerca del fuerte.
-He venido a hacer un trato -dijo Strombanni con desenfado.
-No tenemos nada que tratar contigo, salvo para asestarte unos sablazos -gruñó Zarono.
-Yo no pienso lo mismo -replicó Strombanni apretando los labios-. Mostraste tus intenciones cuando asesinaste a Galacus, mi ayudante, y le robaste. Hasta esta mañana supuse que Valenso tenía el tesoro de Tranicos. Pero si cualquiera de vosotros dos lo tuviera, no se hubiera tomado el trabajo de seguirme y de matar a mi ayudante para apoderarse del mapa.
-¿El mapa? -espetó Zarono asombrado.
-¡Oh! ¡No disimules conmigo! -dijo Strombanni riendo, pero con rabia en los ojos-. Sé que lo tienes. ¡Los pictos no calzan botas!
-Bueno... -comenzó a decir el conde, perplejo, pero calló cuando Zarono le hizo una seña.
-Y si tenemos el mapa -repuso Zarono-, ¿qué trato puedes ofrecernos que pudiera interesarnos?
-Déjame entrar en el fuerte -sugirió Strombanni-. Allí podremos hablar.
No miró a los hombres que lo observaban a lo largo del muro, pero sus oyentes comprendieron. Strombanni tenía un barco. Este hecho era una baza importante en cualquier negociación o combate. Y quienquiera que lo tuviese a su mando, podría llevarse gente consigo. Unos se marcharían y otros se quedarían. Tensos pensamientos agitaron en silencio el ánimo de los piratas de la empalizada.
-Tus hombres se quedarán donde están -advirtió Zarono, señalando el bote varado en la playa y el barco anclado fuera, en la bahía.
-¡Está bien! ¡Pero no intentes prenderme y retenerme como rehén! -dijo, riendo salvajemente-. Quiero la palabra de Valenso de que, lleguemos o no a un acuerdo, me dejaréis abandonar el fuerte con vida, sano y salvo, dentro del plazo de una hora.
-Tienes mi palabra -contestó el conde.
-Muy bien; entonces, abre el portal y hablemos con franqueza.
La puerta se abrió y se cerró. Los jefes desaparecieron, mientras los subordinados de ambas facciones continuaban vigilándose mutuamente en silencio: los hombres de la empalizada, los hombres agazapados junto al bote y, más allá de una franja de agua azul, los hombres de la barcaza, cuyos cascos de acero brillaban a lo largo de la cubierta.
En la ancha escalinata, por encima del gran salón, se hallaban acurrucadas Belesa y Tina, ignoradas por los hombres que estaban abajo, sentados alrededor de una ancha mesa: Valenso, Galbro, Zarono y Strombanni. Salvo ellos, no había nadie más en el salón.
Strombanni se bebió el vino de un sorbo, dejando luego la copa sobre la mesa. La franqueza que traslucía su semblante quedaba mitigada por los destellos de crueldad y de traición que brillaban en sus grandes ojos. Pero hablaba con bastante desenvoltura.
-Todos queremos el tesoro de Tranicos, escondido en algún lugar de esta bahía -dijo bruscamente-. Cada uno tiene algo que el otro necesita. Valenso dispone de trabajadores, de provisiones y de una empalizada que nos protege contra los pictos. Tú, Zarono, tienes mi mapa. Yo tengo el barco.
-Lo que me complacería saber -comentó Zarono- es esto: si tú tenías en tu poder el mapa todos estos años, ¿por qué no viniste antes en busca del botín?
-Es que no lo tenía. Estaba en manos de Zingelito, ese perro que acuchilló al anciano avaro y robó el mapa. Pero no tenía barco ni tripulación, y le llevó más de un año conseguirlos. Cuando finalmente vino en busca del tesoro, los pictos le impidieron el desembarco, y sus hombres se amotinaron obligándolo a navegar de regreso a Zingara. Uno de ellos le robó el mapa y me lo vendió.
-Por eso es que Zingelito reconoció la bahía -murmuró Valenso.
-¿Ese perro te condujo hasta aquí, conde? -preguntó Strombanni-. Debí haberlo adivinado. ¿Dónde está?
-Seguramente en el infierno, dado que fue un bucanero. Evidentemente, los pictos lo mataron mientras recoma los bosques en busca del tesoro.
-¡Bien! -aprobó Strombanni calurosamente-. No me explico cómo vosotros sabíais que mi ayudante tenía el mapa. Yo confiaba en él, y los hombres tenían más confianza en él que en mí, de manera que le permití que lo guardara. Pero esta mañana se internó tierra adentro con algunos de los otros, y desgraciadamente se separó de ellos. Lo encontramos muerto a sablazos, y el mapa había desaparecido. Los hombres me acusaron de haberlo matado, pero yo les mostré a esos locos las huellas dejadas por su asesino y les probé que no cuadraban con mis pisadas. Me constaba que no era ninguno de mi tripulación, porque ninguno de ellos lleva botas como las que dejan ese tipo de huellas. Y los pictos no usan botas. De manera que hubo de ser un zingario.
«Bien, tú tienes el mapa, pero no tienes el tesoro. Si lo tuvieras, no me habrías dejado entrar aquí. Yo te tengo acorralado en este fuerte. No puedes salir en busca del botín, y aun si lo lograras, no tendrías un barco para irte de este lugar.
«Ahora bien, ésta es mi propuesta: tú, Zarono, me das el mapa. Y tú, Valenso, me proporcionas carne fresca y otras provisiones. Mis hombres habrían podido contraer escorbuto en este larguísimo viaje. A cambio, prometo llevaros a vosotros tres, a Belesa y a la niña en mi barco, y desembarcaros cerca de algún puerto zingario, o desembarcar a Zarono, si lo prefiere, cerca de algún punto de reunión de bucaneros, pues sin duda en Zingara le espera la horca. Y para sellar el pacto, me comprometo a dar a cada uno de vosotros una parte del tesoro.
El bucanero se retorció pensativamente el bigote. Sabía que, de llegar a un acuerdo, Strombanni jamás cumpliría lo pactado. Y Zarono ni siquiera pensaba aceptar la propuesta. Sin embargo, rechazar de plano el acuerdo significaría un encuentro armado. Hizo trabajar su ágil mente en busca de un plan para poder burlar al pirata. Codiciaba el barco de Strombanni con la misma avidez con que codiciaba el tesoro perdido.
-¿Qué nos impide mantenerte cautivo y obligar a tus hombres a entregarnos el barco a cambio de tu persona? -preguntó. Strombanni rió.
-¿Crees que soy tonto? Mis hombres tienen orden de levar anclas si no regreso al cabo de una hora, o si sospechan alguna traición. No te lo darían aun cuando me desollaras vivo en la playa. Por otra parte, tengo la palabra del conde.
-Y mi palabra no es paja que se lleve el viento -dijo Valenso sombríamente-. Olvida las amenazas, Zarono.
Zarono no respondió. Su mente estaba concentrada en buscar una manera de tomar posesión del barco de Strombanni y continuar el diálogo sin que se trasluciera que no tenía el mapa. Se preguntaba quién, en nombre de Mitra, lo tenía en realidad.
-Permíteme que mis hombres embarquen conmigo -dijo-. No puedo abandonar a mis fieles seguidores...
Strombanni hizo una mueca de sarcasmo.
-¿Por qué no me pides mi cuchillo para cortarme el cuello con él? ¿Dejar a tus fieles? ¡Bah! Abandonarías a tu propio hermano en manos del demonio si con ello ganaras algo. ¡No! No traerás hombres suficientes a bordo como para poder organizar un motín y tomar mi barco.
-Danos un día para pensarlo -insistió Zarono a fin de ganar tiempo.
La pesada mano de Strombanni dio un puñetazo sobre la mesa, haciendo que el vino se agitara en las copas.
-¡No, por Mitra! ¡Dadme la respuesta ahora! Zarono se incorporó de un salto y la furia hizo desaparecer toda su astucia.
-¡Perro barachano! Yo te daré mi respuesta... ¡en las tripas!
Abrió rápidamente su capa e hizo ademán de coger la espada. Strombanni se levantó furioso tumbando la silla, Valenso saltó de su asiento y levantó los brazos para separar a los bucaneros, que estaban frente a frente, con las caras casi juntas, las espadas a medio desenvainar y los rostros congestionados.
-¡Caballeros, basta ya! Zarono, le he dado mi palabra.
-¡Que los espíritus malignos se traguen tu palabra! -rugió Zarono.
-¡Apártate de nosotros, señor! -clamó el pirata con la voz cargada de ansias de matar-. Me diste tu palabra de que no sería traicionado. No consideraré una violación de tu promesa el hecho de que este perro y yo crucemos nuestras espadas en una pelea limpia.
-¡Bien dicho, Strom! -dijo detrás de ellos una voz profunda y potente, cargada de burla.
Todos se volvieron con la boca abierta. En lo alto de la escalera, Belesa se levantó, con una exclamación involuntaria.
Un hombre salió de entre los cortinajes que ocultaban la puerta de la estancia y avanzó hacia la mesa sin prisa ni vacilación.
Enseguida dominó al grupo, y todos vieron que la situación había cambiado sutilmente y estaba cargada de una atmósfera dinámica.
El extranjero era más alto y corpulento que cualquiera de los bucaneros, pero pese a su tamaño se movía como un felino con sus altas y vistosas botas. Vestía ajustados pantalones de seda blanca. Llevaba una amplia casaca de color azul celeste que dejaba ver una camisa de seda blanca con el cuello abierto, y un fajín de color escarlata en torno a la cintura. La capa estaba ador-nada con botones plateados en forma de bellota, y los puños y solapas llevaban adornos de oro. El cuello era de raso. Un sombrero brillante completaba la anticuada vestimenta que se había llevado cien años atrás. De su cinto colgaba un pesado alfanje.
-¡Conan! -exclamaron al unísono los dos bucaneros; Valenso y Galbro contuvieron la respiración al oír el nombre.
-¿Quién si no? El gigante se acercó a la mesa, riendo burlonamente ante su asombro.
-¿Qué... qué haces aquí? -tartamudeó el senescal-. ¿Cómo llegaste aquí sin ser invitado ni anunciado?
-Trepé por la empalizada del lado este, mientras vosotros, imbéciles, discutíais en el portal -respondió Conan hablando en zingario con fuerte acento de bárbaro-. Todos los hombres del fuerte estiraban el cuello en dirección oeste mientras dejabais cruzar la verja a Strombanni. Entré en la mansión en ese momento y desde entonces he estado en este salón fisgoneando.
-Pensé que habías muerto -dijo Zarono lentamente-. Hace unos tres años, el destruido casco de tu barco fue avistado en una costa llena de arrecifes y desde entonces no se volvió a oír hablar de ti en el Main.
-No, no me ahogué con mi tripulación -replicó Conan-. Para que yo me ahogue es necesario un océano más grande. Nadé hasta la playa, y durante un tiempo me dediqué a trabajar como mercenario en los reinos negros; luego, he servido a las órdenes del rey de Aquilonia como soldado. Puede decirse que me he convertido en alguien respetable -sonrió maliciosamente-, o al menos que lo fui hasta tener recientemente un desacuerdo con ese asno de Numedides. Y ahora al grano, compadres ladrones.
Arriba, en la escalera, Tina estrujaba a Belesa, al tiempo que lanzaba penetrantes miradas a través de la balaustrada.
-¡Conan, mi señora! ¡Es Conan! ¡Mira, mira! Belesa miraba como si estuviera viendo a un personaje legendario de carne y hueso.
¿Quién, entre la gente de mar, no había oído salvajes y crueles historias acerca de Conan, el fiero corsario que fuera capitán de los piratas barachanos y uno de los más temidos azotes del mar? Una serie de baladas celebraban sus audaces y feroces hazañas. El hombre no podía ser ignorado; había irrumpido, irresistiblemente, en escena para convertirse en un elemento dominante en la enmarañada intriga. Y en medio de su atemorizada fascinación, el instinto femenino de Belesa especuló acerca de la
actitud que tendría Conan para con ella. ¿Sería como la brutal indiferencia de Strombanni, o como el violento deseo de Zarono? Valenso se estaba recuperando de la impresión que le había producido hallar a un extraño en su mismísimo salón. Sabía que Conan era un cimmerio, nacido y criado en las inmensidades del lejano Norte, y que por lo tanto era imposible imponerle las limitaciones físicas que controlan a los hombres civilizados. No era en absoluto extraño que hubiera podido entrar en el fuerte sin ser detectado, pero Valenso se acobardaba ante la idea de que otros bárbaros pudieran repetir el hecho... los silenciosos y morenos pictos, por ejemplo.
-¿Para qué has venido? -preguntó-. ¿Has llegado del mar?
-He venido por el bosque.
El cimmerio se volvió hacia el este.
-¿Has estado viviendo con los pictos? -preguntó fríamente Valenso.
Una rabia momentánea asomó a los ojos del gigante.
-Hasta un zingario debería saber que jamás ha habido paz entre los pictos y los cimmerios, y que nunca la habrá -repuso lanzando un juramento-. Nuestra enemistad es más antigua que el mundo. Si le hubieras dicho eso a uno de mis hermanos más salvajes, te habría partido la cabeza. Pero yo he vivido entre vosotros, hombres civilizados, lo suficiente como para comprender vuestra ignorancia y falta de cortesía habituales... la grosería que hace que le preguntéis a un hombre que aparece en vuestra puerta después de caminar mil leguas por tierras salvajes cuáles son sus actividades. Dejemos eso de lado -dijo, mirando a los dos bucaneros, que lo contemplaban fijamente-. Por lo que he podido escuchar, deduzco que hay una discusión acerca de un mapa.
-Eso no es asunto tuyo -gruñó Strombanni.
-¿Se trata de esto? ¿Esto es lo que buscáis?
Conan sonrió maliciosamente mientras sacaba de su bolsillo un objeto arrugado, un pergamino doblado, marcado con líneas rojas.
Strombanni se agitó violentamente y palideció.
-¡Mi mapa! -gritó-. ¿Cómo lo conseguiste?
-Se lo quité a tu compañero Galacus, cuando lo maté -respondió Conan con una sonrisa.
-¡Ah! ¡Perro! -gritó Strombanni fuera de sí, volviéndose hacia Zarono-. ¡Nunca has tenido el mapa! Mentiste...
-En ningún momento he dicho que lo tuviera -bramó Zarono-. Te engañaste a ti mismo. No seas tonto. Conan está solo, de haber tenido una tripulación, ya nos habría rebanado el pescuezo. Le arrancaremos el mapa.
-¡No lo tocaréis! -dijo Conan, riendo fieramente.
Ambos hombres se abalanzaron sobre él profiriendo juramentos; Conan dio unos pasos hacia atrás, arrugó el pergamino y lo arrojó a la chimenea. Con un rugido incoherente, Strombanni arremetió contra él, para recibir una bofetada que lo dejó tendido y semiinconsciente en el suelo. Zarono desenvainó la espada, pero antes de que pudiera utilizarla, Conan la hizo caer de sus manos con un golpe.
Zarono avanzó hacia la mesa con ojos cargados de odio. Stfombanni se puso en pie con gran dificultad. Tenía la mirada perdida, y de su oreja manaba sangre. Conan se inclinó ligeramente sobre la mesa con el alfanje extendido, rozando apenas el pecho del conde Valenso.
-No llames a tus soldados, conde -dijo suavemente el cimmerio-. No te atrevas a abrir la boca. ¡Tú tampoco, cara de perro! -le ordenó a Galbro, que no tenía la menor intención de despertar la ira del bárbaro-. El mapa está reducido a cenizas y de nada valdrá derramar sangre inútilmente. Sentaos.
Strombanni vaciló, hizo un vano ademán hacia la empuñadura de su espada, luego se encogió de hombros y se desplomó sobre una silla. Los otros siguieron su ejemplo. Conan permaneció de pie, dominando la mesa, mientras sus enemigos lo observaban con los ojos llenos de odio.
-Estabais negociando -dijo-. Y eso es todo lo que pretendo hacer.
-¿Y qué es lo que nos ofreces para hacer un trato? -musitó Zarono.
-Pues sólo... el tesoro de Tranicos.
-¿Qué?
Los cuatro hombres se pusieron inmediatamente de pie inclinándose hacia él.
-¡Sentaos todos! -ordenó Conan, dando golpes en la mesa con la ancha hoja de su alfanje.
Los cuatro se hundieron en las sillas, tensos y pálidos a causa de la emoción. Conan se retorcía de placer al comprobar el efecto que habían causado sus palabras, y continuó:
-¡Pues sí! Encontré el tesoro antes de conseguir el mapa. Por eso precisamente lo he quemado. Ya no lo necesito, y nadie encontrará jamás el tesoro a menos que yo le enseñe dónde está.
Los demás hombres lo miraron con una expresión asesina en el rostro.
-Estás mintiendo -dijo Zarono sin convicción-. Ya nos has dicho una mentira. Dijiste que venías del bosque, pero afirmas que no has vivido con los pictos. Todo el mundo sabe que ésta es una tierra desolada, habitada únicamente por salvajes. Los focos de civilización más cercanos son los poblados aquilonios cabe el río Trueno, a cientos de leguas hacia el este.
-De allí vengo -respondió Conan, imperturbable-. Creo que soy el primer hombre blanco que ha cruzado el desierto picto. Cuando huí de Aquilonia a la tierra de los pictos, hallé a un grupo de éstos y maté a uno, pero una piedra lanzada por una honda me dejó sin sentido en medio de la confusión y los perros me cogieron vivo. Eran Lobos, y me entregaron al clan de los Águilas a cambio de uno de sus jefes a quien los Águilas habían hecho prisionero. Los Águilas me llevaron unas cien leguas al oeste para quemarme en su aldea principal, pero una noche maté a su jefe y a tres o cuatro más, y escapé.
»No podía volverme, ya que los tenía detrás, y me vi obligado a ir hacia el oeste. Hace pocos días me los quité de encima, y ¡por Crom, el sitio donde me escondí resultó ser la cueva del tesoro del viejo Tranicos! Encontré de todo: arcones con armas y arreos, de allí saqué estas ropas y la espada, montones de monedas, gemas y adornos de oro, y, en medio de todo, las joyas de Tothmekri refulgiendo como gélidas estrellas, ¡Y el viejo Tranicos y sus once capitanes sentados alrededor de una mesa de ébano mirando el tesoro, como han estado haciendo durante cien años!
-¿Qué?
-Sí -rió-. ¡Tranicos murió rodeado de su tesoro, y todos los demás murieron con él! Sus cuerpos no se pudrieron ni se arrugaron. Permanecían allí, sentados con sus altas botas y sus largos mantos y con los cascos puestos, con vasos de vino en sus rígidas manos, ¡exactamente tal como habían estado durante un siglo!
-¡Eso no tiene ningún mérito! -murmuró Strombanni inquieto, mientras Zarono escupía.
-¿Qué importa eso? Ése es el tesoro que buscamos: Sigue, Conan.
Conan se sentó a la mesa, llenó una copa y la apuró antes de contestar.
-Es el primer vino que bebo desde que salí de Aquilonia, ¡por Crom! Aquellos malditos Águilas me acorralaron de tal manera en el bosque que apenas si tenía tiempo de masticar las nueces y raíces que encontraba. A veces pillaba ranas y me las comía crudas por miedo a encender una hoguera. Sus impacientados oyentes le hicieron saber que no les interesaban sus aventuras culinarias, sino encontrar el tesoro. Sonrió altanero y continuó:
-Después de tropezar con la cueva descansé algunos días, hice trampas para cazar conejos y dejé cicatrizar mis heridas. Vi humo al oeste, pero pensé que debía de haber un poblado picto en la playa. Yo me hallaba cerca, pero casualmente el botín estaba escondido en una zona que los pictos evitan. Si alguno me espió, yo no lo vi.
-Anoche me dirigí al oeste, con intención de llegar a la playa que hay varias leguas al norte del punto donde había visto el humo. No estaba lejos de la costa cuando estalló la tormenta. Me refugié bajo unas rocas y esperé hasta que pasó. Entonces trepé a un árbol para buscar pictos, y desde allí vi el barco de Strom anclado y a sus hombres desembarcando en la playa. Iba camino de su campamento cuando me encontré con Galacus. Lo atravesé con mi espada, porque había una vieja cuenta pendiente entre nosotros.
-¿Qué te había hecho? -preguntó Strombanni.
-Oh, me quitó a una mujer hace años. No me habría enterado de que tenía un mapa si no hubiera intentado comérselo antes de morir.
»Me di cuenta de lo que era, naturalmente, y estaba pensando cómo podría utilizarlo cuando llegaron el resto de tus perros y encontraron el cuerpo. Yo estaba escondido en un matorral a menos de nueve yardas de ti mientras discutías el asunto con tus hombres. Decidí que no era el momento de aparecer todavía -se rió de la rabia e impotencia que aparecieron en el rostro de Strombanni-. Bueno, mientras yacía allí escuchándoos, me puse al comente de la situación y me enteré, por cosas que dejasteis caer, de que Zarono y Valenso estaban en la playa a pocas leguas al sur. Entonces te oí decir que Zarono debía de ser el causante de la muerte y que habría cogido el mapa, y que te proponías ir a parlamentar con él, en espera de una oportunidad para asesinarlo y recuperar el plano.
-¡Perro! -gruñó Zarono. Aunque estaba furioso, Strombanni se rió alegremente.
-¿Crees que yo voy a jugar limpio con un perro traidor como tú? Sigue, Conan.
El cimmerio sonrió. Era evidente su intención de avivar el fuego del odio entre los dos hombres.
-No hay mucho más. Vine directamente cruzando el bosque mientras tú bordeabas la costa, y llegué al fuerte antes que tú. Tu suposición de que la tormenta había destrozado el barco de Zarono era correcta... conocías la configuración de esta bahía.
»Bien, ésta es la historia. Yo tengo el tesoro, Strom tiene un barco, Valenso tiene provisiones. ¡Por Crom! Zarono, no veo dónde encajas tú, pero para evitar problemas te incluiré. Mi proposición es bastante simple.
«Dividiremos el tesoro en cuatro partes. Strom y yo navegaremos con nuestra parte a bordo del Mano Roja. Tú y Valenso cogéis las vuestras y os quedáis como señores del desierto, o construís un barco con troncos de árboles; como queráis.
Valenso se agitó y Zarono maldijo, mientras Strombanni reía ladinamente.
-¿Eres tan necio como para embarcarte en el Mano Roja sólo con Strombanni? -gruñó Zarono-. ¡Te rebanará el gaznate antes de que pierdas la tierra de vista!
Conan rió con verdadero regocijo.
-Esto es como el cuento del lobo, la oveja y la col -dijo-. ¡Cómo pasarlos a la otra orilla sin que se devoren unos a otros!
-¡Y eso te hace gracia! -protestó Zarono.
-¡Yo no me quedaré aquí! -gritó Valenso, con un brillo salvaje en sus ojos oscuros-. ¡Con tesoro o sin tesoro, tengo que irme!
Conan le dirigió una aguda mirada.
-Bueno -dijo-, ¿qué te parece este plan? Repartimos el botín, como dije. Entonces, Strombanni se hace a la mar con Zarono, Valenso y todos los hombres que el conde pueda llevar, dejándome a mí al mando del fuerte, con el resto de los hombres de Valenso y todos los de Zarono. Yo construiré mi propio barco.
Zarono palideció.
-¿Tengo que elegir entre quedarme aquí en el exilio o dejar a mi tripulación e irme solo en el Mano Roja para que me corten el pescuezo?
La risa de Conan resonó en el salón, y le palmeó jovialmente la espalda a Zarono, pasando por alto la mirada asesina del bucanero.
-¡Así es, Zarono! -dijo-. Quédate aquí mientras Strom y yo navegamos, o embárcate con Strombanni, dejando a tus hombres conmigo.
-Prefiero a Zarono -dijo Strombanni con franqueza-. Tú volverías a mis propios hombres contra mí, Conan, y me habrías degollado antes de avistar las islas Barachas.
El sudor chorreaba por la cara de Zarono. -Ni yo, ni el conde, ni su sobrina llegaremos vivos a tierra si nos embarcamos con ese demonio -dijo-. Aquí estáis ambos en mi poder. Mis hombres rodean este salón. ¿Qué me impide liquidaros?
-Nada -admitió Conan alegremente-, salvo el hecho de que, si lo haces, los hombres de Strombanni partirán y te abandonarán en esta costa, donde en poco tiempo los pictos os cortarán el cuello; el hecho de que, si yo muero, nunca encontrarás el tesoro, y el hecho de que te hundiré el cráneo hasta la barbilla si intentas llamar a tus nombres.
Conan reía mientras hablaba, como si hubiera estado diciendo algo divertido, pero hasta Belesa se dio cuenta de que hablaba en serio. Tenía el alfanje sobre las rodillas, y la espada de Zarono estaba debajo de la mesa, fuera del alcance del bucanero. Galbro no era un luchador, y Valenso parecía incapaz de actuar.
-¡Sí! -dijo Strombanni al tiempo que profería un juramento-. Verás que ninguno de los dos somos presa fácil. Yo estoy de acuerdo con la proposición de Conan. ¿Tú qué dices, Valenso?
-¡Yo tengo que irme de esta costa! -susurró Valenso, con la mirada perdida-. ¡Debo apresurarme... debo irme... lejos... y pronto!
Strombanni frunció el ceño, confundido por la extraña conducta del conde, y se volvió hacia Zarono sonriendo malévolamente.
-¿Y tú, Zarono?
-¿Qué puedo decir? -gruñó Zarono-. Déjame llevar a mis tres oficiales y a cuarenta hombres a bordo del Mano Roja, y el trato está hecho.
-¡Los oficiales y treinta hombres!
-De acuerdo.
-¡Trato hecho, pues!
No hubo ceremonia de brindis ni apretones de manos para cerrar el trato. Los dos capitanes se miraron como lobos hambrientos. El conde se acarició el bigote con mano temblorosa, perdido en sus propios y sombríos pensamientos. Conan se estiró como un gato, bebió vino y sonrió a la asamblea, pero era la sonrisa siniestra de un tigre al acecho.
Belesa percibió los propósitos asesinos que reinaban allí, las intenciones traicioneras que anidaban en la mente de todos los hombres. Ninguno tenía la más mínima intención de respetar su parte del pacto, con la posible excepción de Valenso. Cada uno de los corsarios quería quedarse con el barco y con todo el tesoro. Ninguno se conformaría con menos.
Pero ¿cómo? ¿Qué pensaba cada una de las astutas mentes? Belesa se sintió agobiada y sofocada por el ambiente de odio y traición. El cimmerio, a pesar de su salvaje franqueza, era más sutil que los demás... e incluso más feroz. Aunque sus gigantescos hombros y sus macizos miembros parecían enormes incluso en el gran salón, su dominio de la situación no era sólo físico. Desprendía una vitalidad de hierro que eclipsaba incluso la gran fortaleza de los demás corsarios.
-¡Llévanos hasta el tesoro! -pidió Zarono.
-Espera un momento -respondió Conan-. Debemos equilibrar nuestras fuerzas, de modo que ninguno pueda tener ventaja sobre los demás. Lo haremos así: los hombres de Strom vendrán a tierra, todos menos media docena o así, y acamparán en la playa. Los hombres de Zarono saldrán del fuerte y también acamparán en la orilla, al alcance de la vista de aquéllos. Así, una tripulación puede vigilar a la otra a fin de cerciorarse de que nadie persiga a los que vayamos en busca del tesoro para tendernos una emboscada. Los que queden a bordo del Mano Roja lo llevarán al centro de la bahía, fuera del alcance de cualquiera de los bandos. Los hombres de Valenso se quedarán en el fuerte, pero dejarán el portón abierto.
-¿Vendrás con nosotros, conde?
-¿Entrar en ese bosque? -Valenso se estremeció y se echó la capa sobre los hombros-. ¡Ni por todo el oro de Tranicos!
-De acuerdo. Harán falta cerca de treinta hombres para transportar el botín. Cogeremos quince de cada tripulación y empezaremos tan pronto como podamos.
Belesa, atenta a todos los aspectos del drama que tenía lugar allí, vio como Zarono y Strombanni se lanzaban miradas furtivas, y luego bajaban los ojos a medida que iban alzando los vasos para esconder las oscuras intenciones que se reflejaban en ellos. Ella vio un punto débil en el plan de Conan y se preguntó cómo había podido pasarlo por alto. Tal vez confiaba demasiado en su valor personal. Pero ella sabía que jamás saldría vivo de aquel bosque. Una vez que el tesoro estuviera en sus manos, los otros llegarían a un acuerdo de bribones para librarse del hombre al que todos odiaban. Se estremeció, mirando con curiosidad malsana al hombre que ella sabía condenado. Parecía extraño ver a aquel poderoso luchador sentado allí, riendo y bebiendo vino, en la plenitud de sus fuerzas, y saber que estaba condenado a una muerte sangrienta.
Toda la situación estaba impregnada de oscuros y sangrientos presagios. Zarono haría alguna trampa y mataría a Strom banni si podía, y Belesa sabía que Strombanni ya había decidido la muerte de Zarono e, indudablemente, la de su tío y también la suya propia. Si Zarono ganaba la cruel batalla de ingenios, sus vidas estarían a salvo, pero, cuando veía al bucanero allí sentado, mordiéndose el bigote, con un aire maligno reflejado en el oscuro rostro, no sabía qué sería más aborrecible, si la muerte o él.
-¿A qué distancia está? -preguntó Strombanni.
-Si salimos antes de una hora, podemos estar de vuelta antes de medianoche -contestó Conan al tiempo que apuraba la copa. Luego se levantó, se ajustó el cinturón y miró al conde-. Valenso, ¿estás loco? ¿Cómo has podido matar a un picto pintado para la caza?
-¿Qué quieres decir? -espetó Valenso.
-¿Pretendes insinuar que no sabes que tus hombres mataron a un cazador picto en el bosque anoche? El conde sacudió la cabeza.
-Ninguno de mis hombres estuvo en el bosque anoche.
-Bueno, alguien estuvo allí -gruñó el cimmerio, hurgando en un bolsillo-. Vi su cabeza clavada en un árbol cerca del límite del bosque. No llevaba pinturas de guerra. No vi huellas de botas, de lo que deduje que había sido clavado allí antes de la tormenta. Pero había muchas otras señales y huellas de mocasines en el suelo húmedo. Los pictos estuvieron allí y vieron la cabeza. Eran hombres de otro clan, porque, de no ser así, la habrían bajado. Si estuvieran en paz con el clan al que pertenecía el muerto, habrían dejado rastros en dirección al poblado para avisar a su tribu.
-Quizá lo asesinaron ellos -sugirió Valenso.
-No, no fueron ellos. Pero saben quién lo hizo, por la misma razón que lo sé yo. Esta cadena estaba alrededor del cuello cercenado. Debías de estar completamente loco para dejar una prueba como ésta. -Sacó algo y lo arrojó sobre la mesa delante del conde, que se levantó tambaleándose y llevándose la mano a la garganta, sofocado. Era la cadena de oro que siempre llevaba al cuello-. Reconocí el sello korzetta -dijo Conan-. La sola presencia de esta cadena revelaría a cualquier picto que era obra de un extraño.
Valenso no contestó. Se quedó sentado, mirando fijamente la cadena como si se hubiera tratado de una serpiente venenosa. Conan lo miró con el ceño fruncido, y a continuación paseó la mirada inquisitivamente sobre los demás hombres. Zarono hizo un rápido gesto para indicar que el conde no estaba del todo en sus cabales. Conan envainó el alfanje y se ajustó el casco.
-Muy bien, vámonos -dijo.
Los capitanes apuraron sus vasos y se levantaron, ajustándose los cintos de sus espadas. Zarono puso una mano en el brazo ¿e Valenso y lo sacudió ligeramente. El conde se movió, miró a su alrededor y luego siguió a los demás como aturdido, con la cadena balanceándose en la mano. Pero no todos abandonaron el salón.
Olvidadas en la escalera, Belesa y Tina, atisbando por la balaustrada, vieron que Galbro seguía a los otros hasta ver como la pesada puerta se cerraba tras ellos. Entonces corrió a la chimenea y buscó cuidadosamente entre los rescoldos. Cayó de rodillas y observó algo atentamente durante largo rato. Luego se irguió y salió con aire furtivo del salón por la otra puerta.
Tina susurró: -¿Qué habrá encontrado Galbro en el fuego? Belesa agitó la cabeza y luego, siguiendo los impulsos de su curiosidad, se levantó y bajó al salón vacío. Un instante después estaba arrodillada donde lo había estado el cortesano, y vio lo que él había visto.
Eran los restos chamuscados del mapa que Conan había arrojado al fuego. Estaba a punto de deshacerse en cuanto lo tocaran, pero todavía era posible distinguir algunas líneas y fragmentos de escritura. No podía leer el texto, pero sí pudo apreciar el contorno de lo que parecía ser el dibujo de una colina o despeñadero, rodeado de marcas que evidentemente representaban frondosos árboles. Eso no significaba nada para ella, pero por la actitud de Galbro pensó que él había reconocido algún paisaje o localización topográfica que le era familiar. Sabía que d cortesano se había aventurado tierra adentro más que ningún otro en el campamento.
6. El botín de los muertos
La fortaleza estaba sumida en una extraña calma bajo el calor del mediodía, que había seguido a la tormenta matinal. Dentro de la empalizada se oían voces lejanas y amortiguadas. La misma calma somnolienta reinaba en la playa, donde las tripulaciones rivales yacían en suspicaz alerta, separadas por algunas yardas de arena. Más allá, en la bahía, el Mano Roja estaba fondeado con un puñado de hombres a bordo, listos para ponerlo fuera del alcance a la más mínima señal de traición. La galera era la carta de triunfo de Strombanni, su mejor garantía contra las tretas de sus socios. Belesa bajó las escaleras y se detuvo al ver al conde Valenso sentado a la mesa, jugueteando con la cadena rota en la mano. Lo miró sin amor y con un poco de miedo. El cambio que había sufrido era asombroso; parecía encerrado en un mundo sombrío exclusivamente suyo, con un miedo que había borrado de él todo rasgo humano.
Conan había actuado astutamente para evitar la posibilidad de una encerrona en el bosque por parte de cualquiera de los dos bandos. Pero, por lo que veía Belesa, no se había protegido de la traición de sus propios compañeros. Había desaparecido en el bosque guiando a los dos capitanes y a los treinta hombres, y la muchacha zingaria estaba segura de que jamás volvería a verlo vivo.
Entonces habló, y su voz le pareció a ella misma tensa y chillona.
-El bárbaro ha llevado a los capitanes al bosque. Cuando estos tengan el oro en su poder, lo matarán. Pero ¿qué pasará cuando vuelvan con el tesoro? ¿Nos iremos en el barco? ¿Podemos confiar en Strombanni?
Valenso movió la cabeza, ausente.
-Strombanni nos asesinaría a todos para conseguir nuestra parte del botín, pero Zarono me contó en secreto sus intenciones. Zarono se encargará de que la noche sorprenda a la expedición en el bosque, de modo que se vean forzados a acampar allí. Encontrará el modo de matar a Strombanni y a sus hombres mientras duermen. Entonces, los bucaneros vendrán furtivamente a la playa. Antes del amanecer, enviaré secretamente a algunos de mis pescadores del fuerte, para que alcancen el barco a nado y se apoderen de él. Ni Strombanni ni Conan habían pensado algo así. Zarono y sus hombres saldrán del bosque y, junto con los bucaneros acampados en la playa, caerán sobre los piratas aprovechando la oscuridad, mientras yo llevo a mis soldados del fuerte para completar la derrota. Sin su capitán, estarán desmoralizados y serán presa fácil para Zarono y para mí. Entonces nos iremos en el barco de Strombanni con todo el tesoro.
-Pero ¿qué será de mí? -preguntó ella con la boca seca.
-Te he prometido a Zarono -contestó ásperamente-. Gracias a mi promesa no nos dejará abandonados.
-Nunca me casaré con él -dijo ella descorazonada.
-Lo harás -respondió él siniestramente, sin el menor asomo de compasión, levantando la cadena, que reflejó los rayos de sol que entraban por una ventana-. Debe de haberse caído en la arena -murmuró-. Él ha estado tan cerca... en la playa...
-No se te cayó en la orilla -dijo Belesa, con voz tan impasible como la del hombre; su alma parecía haberse vuelto de piedra-. Te la arrancaste del cuello accidentalmente anoche en este salón, cuando azotaste a Tina. Yo la vi brillar en el suelo antes de salir. -Él la miró con la cara gris de terror; y ella rió amargamente, sintiendo la muda pregunta en sus ojos desorbitados-. ¡Sí! ¡El hombre negro! ¡Estuvo aquí! ¡En este salón! Él debió de encontrar la cadena en el suelo. Los guardias no lo vieron, pero estuvo delante de tu puerta anoche. Lo vi deslizándose por el corredor de arriba.
Por un momento, ella pensó que caería muerto de puro terror. Valenso se hundió en su silla, la cadena resbaló de sus dedos paralizados y resonó sobre la mesa.
-¡En la casa! -musitó-. Pensé que las puertas, las rejas y los guardias armados lo mantendrían fuera. ¡Tonto de mí! No puedo protegerme ni escapar de él. ¡En mi puerta! ¡En mi puerta! -La sola idea lo inundó de horror-. ¿Por qué no entró? -chilló, rasgando el encaje de su cuello como si lo hubiera estado estrangulando-. ¿Por qué no acabó conmigo? Soñé que despertaba en mi oscura habitación y lo veía atacándome, con el fuego azul del infierno sobre su cabeza. ¿Por qué...?
El paroxismo pasó, dejándolo débil y tembloroso.
-¡Entiendo! -jadeó-. Está jugando conmigo como un gato con un ratón. Matarme anoche en mi cuarto era demasiado fácil, demasiado piadoso. De modo que destruyó el barco en el que podía haber escapado de él, mató al miserable picto y dejó allí mi cadena de manera que los salvajes creyeran que yo lo había asesinado. Han visto esa cadena en mi cuello muchas veces. Pero ¿por qué? ¿Qué sutil maldad tiene en mente, qué perverso propósito que la mente humana no puede alcanzar a comprender?
-¿Quién es ese hombre negro? -preguntó Belesa, con un escalofrío de terror.
-¡Un demonio liberado por mi codicia y lujuria para atormentarme durante toda la eternidad! -susurró.
Extendió sus largos y delgados dedos sobre la mesa y la miró con una extraña mirada hueca que la atravesó y se dirigió a un lugar desconocido.
-Cuando era joven tenía un enemigo en la corte -dijo como si hablara más consigo mismo que con ella-. Era un hombre poderoso que se interponía entre mi ambición y yo. En mi ansia de riqueza y poder busqué la ayuda de gente con poderes ocultos..., un brujo que, a petición mía, hizo aparecer un demonio de otros mundos. «Éste mató a mi enemigo. Yo me hice rico y poderoso, y nada podía interponerse en mi camino. Pero quise engañar al mago al pagar el precio que todo mortal que usa la magia negra debe pagar.
«Era Toth-Amon del Anillo, desterrado de su Estigia natal. Había huido durante el reinado del rey Mentuphera, y cuando este murió y Ctesphon subió al trono de Luxor, Toth-Amon, aunque podría haber vuelto a su tierra, se entretuvo en Kordava para exigirme el pago de la deuda que tenía con él. Pero en lugar de darle la mitad de mis ganancias, como había prometido, lo denuncié ante mi monarca, de modo que Toth-Amon, lo quisiera o no, tuviera que volver a Estigia apresurada y sigilosamente. Allí tuvo suerte y consiguió riquezas y poderes mágicos, hasta que se convirtió en el virtual monarca del país.
«Hace dos años, en Kordava, me llegó la noticia de que Toth-Amon había desaparecido de sus guaridas habituales en Estigia. Y entonces, una noche, vi su morena cara de demonio en el salón de mi castillo, mirándome maliciosamente.
»No era su cuerpo físico, sino su espíritu, enviado para atormentarme. Esta vez no tenía rey que me protegiera, porque desde la muerte de Ferdrugo y el establecimiento de la regencia, el país, como sabes, había caído en un período de luchas entre facciones. Antes de que Toth-Amon pudiera llegar en carne y hueso a Kordava, navegué para interponer los anchos mares entre él y yo. Él tiene sus limitaciones; para seguirme a través de los mares debe mantener su forma humana, su cuerpo físico. Pero ahora ha seguido mi pista con sus misteriosos poderes hasta este vasto desierto.
»Es demasiado hábil para ser atrapado o asesinado como un hombre corriente. Cuando se esconde, ningún ser humano puede encontrarlo. Se desliza como una sombra nocturna, haciendo inútiles las verjas y cerrojos. Cierra los ojos de los vigías. Puede dar órdenes a los espíritus etéreos, a las serpientes de las profundidades y a los demonios de la noche; puede provocar tormentas para hundir barcos y derribar castillos. Yo confiaba en que no quedara rastro de mí en las azules olas... pero me siguió para reclamar su pago siniestro...
Los misteriosos ojos de Valenso se iluminaron tenuemente cuando miró más allá de las tapizadas paredes, hacia lejanos horizontes invisibles.
-Aún lo engañaré -susurró-. Basta con que no ataque esta noche; al alba tendré un barco, y pondré otra vez un océano de distancia entre nosotros.
¡Por el fuego del infierno!
Conan se quedó clavado en el suelo, mirando hacia arriba, detrás de él, los marineros se detuvieron; eran dos grupos compactos, con un arco en la mano y suspicacia en la mirada. Iban por un sendero abierto por los cazadores pictos, que llevaba directamente al este. Aunque sólo habían avanzado unas quince yardas, la playa ya no se veía.
-¿Qué ocurre? -preguntó Strombanni con desconfianza-.¿Por qué os detenéis?
-¿Estás ciego? ¡Mira allí!
Desde la gruesa rama de un árbol que colgaba sobre el camino, una cabeza les hacía muecas: era una cara pintada, oscura, enmarcada por espesos cabellos negros, de cuya oreja izquierda pendía una pluma de pájaro.
-Bajaré esa cabeza y la esconderé entre los arbustos -dijo Conan, escudriñando a su alrededor-. ¿Qué idiota la habrá vuelto a clavar allí arriba? Se diría que alguien intenta a toda costa atraer a los pictos hacia el campamento.
Los hombres se lanzaron torvas miradas unos a otros; un nuevo elemento de sospecha se añadió a la ya caldeada situación. Conan trepó al árbol, cogió la cabeza y la llevó hacia los arbustos, donde la lanzó a un arroyo y esperó a que se hundiera.
-Los pictos a los que pertenecen las huellas que hay alrededor de este árbol no son de la tribu de los Pájaros -gruñó, volviendo a través de la espesura-. He navegado por estas costas lo suficiente como para saber algo acerca de las tribus ribereñas. Si interpreto correctamente las huellas de sus mocasines, son Cuervos. Confío en que estén en lucha con los Pájaros. Si están en paz, irán directamente a la aldea de los Pájaros y habrá problemas. No sé a qué distancia estará esa aldea... pero tan pronto como se enteren de esta muerte, vendrán a través del bosque como lobos hambrientos. Es el peor insulto posible para un picto... matar a un hombre que no lleva pintura de guerra y clavar su cabeza en lo alto de un árbol para que la devoren los buitres. Malditas costumbres de estas costas. Pero esto ocurre siempre que los civilizados entran en las regiones salvajes; están tan locos como el diablo. ¡Sigamos!
Los hombres dejaron las espadas en la vaina y las flechas en el carcaj y se adentraron en las profundidades del bosque. Eran hombres de mar, acostumbrados a agitadas extensiones de aguas grises, y se sentían incómodos ante los misteriosos muros frondosos de árboles y enredaderas que se cernían sobre ellos. El camino fue dando vueltas hasta que la mayoría de ellos perdieron el sentido de la orientación y ni siquiera sabían en qué dirección estaba la playa.
Conan estaba inquieto por otra razón. Escudriñó el sendero, y finalmente gruñó:
-Alguien ha pasado por aquí recientemente... hace menos de una hora. Alguien con botas, sin experiencia en los bosques. ¿Será el estúpido que encontró la cabeza del picto y volvió a clavarla en aquel árbol? No, no pudo haber sido él. No vi sus huellas bajo el árbol. Pero entonces ¿quién lo hizo? No encontré huellas allí, salvo las de los pictos que ya había visto. ¿Y quién será ese tipo que va delante de nosotros? ¿Acaso alguno de vosotros, bastardos, envió a un hombre por delante por alguna razón?
Ambos, Strombanni y Zarono, negaron en voz alta haber realizado tal cosa, mirándose mutuamente con desconfianza. Ninguno podía ver las señales que Conan indicaba; las ligeras marcas que él había visto en el pelado y desgastado camino eran invisibles para sus inexpertos ojos.
Conan apretó el paso, y ellos corrieron tras él, con nuevos motivos de sospecha que hacían que creciera la desconfianza ya latente. El sendero viraba hacia el norte, y Conan lo abandonó abriéndose camino entre los árboles en dirección sureste. Pronto cayó la tarde, mientras los sudorosos hombres se abrían paso entre los arbustos y trepaban sobre los troncos. Strombanni, que se quedó un momento con Zarono, murmuró:
-¿Crees que nos conduce hacia una emboscada?
-Podría ser -replicó el bucanero-. En cualquier caso, no encontraremos el camino de regreso al mar si él no nos guía. Zarono dirigió una mirada significativa a Strombanni.
-Ya veo lo que piensas -dijo este último-. Eso puede obligarnos a cambiar nuestros planes.
Sus sospechas aumentaban a medida que iban avanzando, y se trocaron en pánico cuando, al salir del frondoso bosque, vieron un angosto despeñadero que sobresalía de la espesura. Hacia el este del bosque se veía un sendero estrecho que corría a lo largo de un grupo de peñascos y llegaba hasta el risco, formando una especie de escalera de piedra que terminaba en plataforma cerca de la cima.
Conan se detuvo; sus ropas de pirata le conferían una exótica elegancia.
-Ésa es la senda que seguí cuando huía de los pictos Águilas -dijo-. Conduce a una caverna que está detrás de esa plataforma. En esa caverna se hallan los cuerpos de Tranicos y sus capitanes, y el tesoro que el mismo Tranicos robó a Tothmekri. Pero antes de ir en su busca, oíd mis palabras: si me matáis aquí, jamás encontraréis el sendero que hemos seguido viniendo de la playa. Conozco a los hombres del mar; en el bosque os sentís completamente desamparados. Por supuesto, la playa está en dirección oeste, pero si tenéis que abriros camino entre la maraña sobrecargados con el peso del botín, la marcha no os llevará horas, sino días. Y no creo que estos bosques sean muy seguros para hombres blancos cuando la tribu de los Pájaros se entere de quiénes son los cazadores.
Rió al advertir la lúgubre sonrisa con que lo obsequiaban al ver que había adivinado los planes que se traían respecto a él. Y también captó lo que pasaba por la mente de cada uno de ellos: Dejemos que el bárbaro nos consiga el botín y nos conduzca de vuelta al sendero de la playa, y luego lo matamos.
-Quedaos todos aquí, salvo Strombanni y Zarono -dijo Conan-. Para traer el tesoro desde la caverna, basta con nosotros tres.
Strombanni hizo una mueca sombría.
-¿Ir allí arriba solo contigo y Zarono? ¿Me tomas por un necio? ¡Por lo menos uno de mis hombres vendrá conmigo!
Y designó a su contramaestre, un gigante moreno de rostro duro, desnudo hasta la cintura; llevaba aretes de oro en las orejas y un pañuelo rojo en la cabeza.
-¡ Y mi verdugo también viene conmigo! -gruñó Zarono, señalando a un enjuto ladrón de mar, cuyo semblante parecía una calavera cubierta por un pergamino y que exhibía una enorme cimitarra sobre el huesudo hombro.
Conan se encogió de hombros.
-Muy bien. Seguidme.
Fueron tras él sin despegarse de sus talones, mientras recorría a zancadas el tortuoso sendero que subía hasta la plataforma. Se arrimaron muy cerca de Conan cuando pasó por la hendidura que se abría en la pared más allá de la plataforma, relamiéndose de gusto cuando les mostró los cofres asegurados con bandas de hierro, colocados a ambos lados de la caverna que se asemejaba a un túnel.
-He aquí un rico cargamento -dijo despreocupadamente-. Sedas, encajes, trajes, ornamentos, armas... el botín de los mares del sur. Pero el verdadero tesoro se halla detrás de esa puerta.
Las macizas jambas estaban entreabiertas. Conan frunció el ceño. Recordó que las había cerrado antes de abandonar la ca verna. Pero no dijo nada a sus ávidos acompañantes cuando se hizo a un lado para dejarlos pasar.
Pudieron ver una amplia caverna alumbrada por un extraño resplandor azul que se vislumbraba a través de la bruma. En el centro de esta había una larga mesa de ébano, y en una silla tallada de respaldo alto, que antaño podía haber pertenecido al castillo de algún barón zingario, se sentaba una figura gigantesca y fantástica. Allí estaba el sanguinario Tranicos, con la enorme cabeza hundida en el pecho y sosteniendo una copa en la mano... Tranicos, con su brillante sombrero, un manto bordado en oro que tenía joyas por botones, sus botas vistosas y su tahalí dorado, y que llevaba en la otra mano una espada cuya empuñadura, llena de piedras preciosas, sobresalía de una vaina dorada.
Alrededor de la mesa, y con la barbilla descansando sobre el pecho cubierto de encajes, estaban sentados los once capitanes. El fuego azulado se reflejaba de extraña manera sobre ellos y sobre su gigantesco almirante. Surgía de la enorme joya -colocada sobre un pequeño pedestal- y se reflejaba sobre el montón de gemas fantásticamente talladas, que arrojaban destellos de fuego delante del asiento de Tranicos. ¡Eran el producto del saqueo de Khemi, las joyas de Tothmekri! ¡Aquellas piedras tenían un valor superior al de todas las joyas del mundo juntas!
El fulgor azul hacía que los rostros de Zarono y de Strombanni parecieran lívidos. Por encima de sus hombros, los subordinados observaban estúpidamente.
-Entrad y apoderaos de ellas -invitó Conan, poniéndose a un lado.
Zarono y Strombanni corrieron ávidamente, empujándose el uno al otro con las prisas. Sus acompañantes los seguían de cerca. Zarono abrió la puerta de par en par... y se detuvo con un pie en el umbral al ver un cuerpo en el suelo, que antes no había visto por estar la puerta semicerrada. Se trataba de un hombre que yacía pálido, con la cabeza echada hacia atrás, mostrando en su rostro un rictus de agonía.
-¡Galbro! -exclamó Zarono-. ¡Muerto! ¿Qué...? Con una repentina sospecha, pasó la cabeza por el umbral. Luego retrocedió y gritó:
-¡La muerte está en la caverna!
Mientras lanzaba ese alarido, la bruma azul se arremolinó y se condensó. Al mismo tiempo, Conan se abalanzó sobre los cuatro hombres apiñados en el portal y los hizo trastabillar, pero no consiguió meterlos de cabeza en el interior de la oscura caverna. Sospechando una celada, se apartaban del hombre muerto y del demonio que se materializaba. A pesar del violento empujón que les hizo perder el equilibrio, Conan no obtuvo el resultado deseado. Strombanni y Zarono cayeron al suelo en el umbral, el contramaestre tropezó con las piernas de éste y el verdugo hizo una carambola y chocó contra la pared.
Antes de que Conan pudiese llevar a cabo su despiadado plan de hacer entrar a puntapiés en la caverna a los hombres caídos, cerrando después la puerta y permitiendo que el monstruo sobrenatural que estaba en ella terminase su mortífero trabajo, se vio obligado a defenderse de la violenta embestida del verdugo, que fue el primero en recuperar el equilibrio y el sentido.
El cimmerio se agachó, y el bucanero erró el tremendo golpe que le daba con el alfanje. La ancha hoja, al chocar contra la pared, hizo saltar chispas azuladas. En menos de un segundo, la siniestra cabeza del verdugo rodaba por el suelo de la caverna, cercenada por el alfanje más certero de Conan.
En los escasos segundos que duró todo esto, el contramaestre volvió a ponerse en pie y atacó al cimmerio con el alfanje, asestándole golpes que hubieran terminado con la vida de un hombre menos fuerte. Los alfanjes chocaban estruendosamente en la estrecha caverna.
Mientras tanto, los dos capitanes, aterrados ante el desconocido peligro que amenazaba en su interior, se alejaron del portal a tal velocidad que el demonio no llegó a materializarse íntegramente antes de que consiguieran escapar del perímetro mágico, poniéndose fuera de su alcance. Cuando finalmente pudieron incorporarse y desenvainar sus espadas, el monstruo había vuelto a difuminarse, y se había convertido en un vaho azul.
Conan, que luchaba violentamente contra el contramaestre, redobló sus esfuerzos para liquidar al adversario antes de que acudieran en su auxilio. Ante las feroces embestidas del cimmerio, el hombre se cubría de sangre a medida que iba retrocediendo y clamaba por sus compañeros. Antes de que Conan pudiera asestarle el golpe final, los dos jefes se le echaron encima con la espada en la mano, llamando a gritos al resto de sus hombres.
Conan retrocedió de un salto, y se dirigió a la plataforma. Aun cuando se sentía perfectamente capaz de enfrentarse a los tres hombres juntos -todos ellos afamados espadachines-, no deseaba ser atrapado por la tropa que cargaría sendero arriba al oír el ruido del combate. Sin embargo, los otros no llegaban con la celeridad que había esperado. Estaban desconcertados por los ruidos y los gritos apagados que provenían de la caverna situada encima de ellos, y ninguno se atrevía a subir por el sendero por temor a recibir una estocada en la espalda. Cada bando observaba a su contrario, en tensión, y empuñando las armas, pero sin saber qué decisión tomar. Siguieron vacilando cuando vieron a Conan acosado en la plataforma. Aprovechando que no tendían sus arcos, Conan trepó rápidamente por las piedras del risco, y al llegar a la cima se arrojó al suelo, escondiéndose de la vista de todos.
Los capitanes, frenéticos, corrieron por la plataforma blandiendo sus espadas. Los hombres, viendo que sus jefes no intercambiaban estocadas, dejaron de amenazarse, y quedaron boquiabiertos y aturdidos.
-¡Perro! -exclamó Zarono-. ¡Planeaste atraparnos y asesinarnos! ¡Traidor!
Conan se mofó de ellos desde arriba.
-Bueno, ¿qué esperabais, necios? Ambos os proponíais cortarme el cuello en cuanto hubiera obtenido el botín para vosotros. De no haber sido por ese infeliz de Galbro, os habría cogido a los cuatro. Luego hubiera explicado a vuestros hombres que os precipitasteis neciamente en brazos de la muerte.
-¡Y una vez muertos los dos, te hubieras apoderado de mi barco y del tesoro también! -bramó Strombanni.
-¡Sí! ¡Y me hubiera llevado a la flor y nata de la tropa! ¡He estado pensando en regresar a Main durante meses, y ésta era una buena oportunidad de hacerlo!
»Lo que vi en el sendero eran las huellas de Galbro, si bien ignoro cómo ese tonto se enteró de la existencia de esta caverna, ni cómo esperaba llevarse él solo el botín.
-Pero de no haber sido por el hallazgo de su cuerpo, nos hubiéramos precipitado en la trampa mortal -tartamudeó Zarono, cuyo rostro moreno estaba todavía pálido.
-¿Y qué era eso? -preguntó Strombanni-. ¿Algún vapor venenoso?
-No, se movía como un ser vivo, y estaba tomando forma de modo diabólico antes de que saliéramos. Es algún diablo al que un encantamiento mantiene encerrado en la caverna.
-Bueno, ¿qué pensáis hacer? -les gritó Conan, atormentándolos sarcásticamente.
-¿Qué debemos hacer? -le preguntó Zarono a Strombanni-. No se puede entrar en la caverna del tesoro.
-No podréis conseguirlo -les aseguró Conan desde su refugio-. El demonio os estrangulará. Por poco me coge a mí cuando entré allí. Oíd, voy a referiros una anécdota que los pictos cuentan en sus chozas, cuando las hogueras se han convertido en rescoldos.
-Cierta vez, hace mucho tiempo, doce hombres extraños salieron del mar. Atacaron una aldea picta y pasaron a cuchillo a todos sus habitantes, excepto a unos pocos que lograron escapar a tiempo. Luego encontraron una caverna y la llenaron de oro y joyas. Pero un chamán de los pictos asesinados, uno de los que huyeron, hizo unos pases mágicos con los que evocó a un demonio de los infiernos más profundos. Mediante sus sortilegios obligó a ese demonio a penetrar en la caverna y estrangular a los hombres mientras bebían una copa de vino. Y para que no anduviera vagando por la zona molestando a los pictos, el brujo, con sus poderes mágicos, lo confinó en el interior de la caverna. El rumor corrió de tribu en tribu y todos los clanes abandonaron el lugar embrujado.
-Cuando me arrastré por la caverna para escapar de los pictos Águilas, comprobé que la antigua leyenda era verdad y que se refería a Tranicos y a sus hombres. ¡La muerte es el guardián del tesoro del viejo Tranicos!
-¡Haz subir a los hombres! -dijo Strombanni, echando espumarajos por la boca-. ¡Treparemos y lo mataremos!
-¡No seas necio! -gruñó Zarono-. ¿Crees acaso que algún hombre en la tierra podría subir por esos peldaños? Mantendremos a los hombres apostados aquí durante el tiempo que sea necesario para acribillarlo a flechazos si se atreve a aparecer. Pero vamos a conseguir esas joyas. Él tiene algún plan para hacerse con el botín; de lo contrario, no hubiera traído a treinta hombres para llevárselo. Si Conan es capaz de cogerlo, también nosotros lo podemos hacer. Vamos a doblar la hoja del alfanje formando un gancho, lo tiraremos para que rodee la pata de la mesa y así la traeremos hasta la puerta.
-¡Bien pensado, Zarono! -dijo Conan desde arriba con voz burlona-. Eso era exactamente lo que yo tenía pensado. Pero ¿cómo vais a encontrar el sendero para regresar a la playa? La noche caerá antes de que lleguéis allí, si es que pensáis abriros camino por el bosque, y entonces yo os seguiré y os mataré uno por uno en la oscuridad.
-No es una fanfarronada -masculló Strombanni-. Puede moverse y golpear en la oscuridad tan silenciosamente como un fantasma. Si nos da caza mientras regresamos por el bosque, seremos pocos los que consigamos volver con vida a la playa.-Entonces lo mataremos aquí -bramó Zarono-. Algunos de nosotros le lanzaremos flechas mientras el resto trepamos por el risco. Si los dardos no dan en el blanco, llegaremos hasta él con las espadas. ¡Escuchad! ¿Por qué se ríe?
-Porque me hace gracia oír a hombres muertos tramando traiciones -dijo Conan con humor negro.
-Ten cuidado, no lo irrites- aconsejó Zarono. Levantando la voz, gritó a los hombres para que se unieran a él y a Strombanni en la plataforma.
Los marinos comenzaron a escalar por el sinuoso sendero y, cuando uno de ellos intentó hacer una pregunta a gritos, simultáneamente se oyó un zumbido parecido al de una abeja enfurecida, que acabó en ruido sordo. El bucanero jadeó, y la sangre comenzó a brotar de su boca abierta. Cayó de rodillas con una flecha negra clavada en la espalda. Sus compañeros gritaron para dar la alarma.
-¿Qué ocurre? -gritó Strombanni.
-¡Pictos! -bramó uno de los piratas al tiempo que levantaba su arco y disparaba a ciegas.
A su lado, un hombre lanzó un gemido y cayó con la garganta atravesada por una flecha.
-¡Poneos a cubierto, necios! -vociferó Zarono.
Desde su ventajosa posición vislumbró a unas figuras pintadas que se movían en la espesura. Uno de los marinos que estaba en el tortuoso sendero cayó hacia atrás, moribundo. El resto se precipitaron rápidamente hacia abajo, por entre las rocas que había al pie del despeñadero. Se pusieron a cubierto atropelladamente, poco acostumbrados a aquella clase de lucha. Las flechas llovían desde los arbustos, quebrándose contra los peñascos. Los hombres que estaban en el saliente yacían boca abajo.
-¡Estamos atrapados! -dijo Strombanni, pálido.
Valiente cuando pisaba la cubierta de un barco, este silencioso y bravo guerrero sentía que se le estaban agitando sus imperturbables nervios.
-Conan dijo que temían este despeñadero -dijo Zarono-. Cuando caiga la noche, los hombres deben subir aquí. Defenderemos esta posición y los pictos no nos atacarán.
-¡Sí! -se burló Conan por encima de ellos-. No escalarán el despeñadero para cogernos, eso es cierto. Simplemente lo rodearán y os mantendrán aquí hasta que todos hayáis muerto de hambre y de sed.
-Es verdad -dijo Zarono con desesperación-. ¿Qué podemos hacer?
-Haz una tregua con él -murmuró Strombanni-. Si alguien puede sacarnos de este atolladero, es él. Ya habrá tiempo para rebanarle el pescuezo. -Y levantando la voz, dijo-: Conan, olvidemos nuestra lucha por el momento. Estás metido en este lío tanto como nosotros. Baja y ayúdanos a salir de esto.
-¿Qué te has creído? -repuso el cimmerio-. Sólo tengo que esperar a que oscurezca, bajar al otro lado del despeñadero y desaparecer en el bosque. Puedo atravesar a rastras las líneas de los pictos que rodean este monte, volver al fuerte y comunicar vuestra muerte a manos de los salvajes, lo que pronto será cierto.
Zarono y Strombanni se miraron en pálido silencio.
-¡Pero no lo haré! -rugió Conan-. No porque sienta ningún amor por vosotros, perros, sino porque no abandono a hombres blancos, aunque sean mis enemigos, para que sean masacrados por los pictos.
La enmarañada cabellera negra del cimmerio apareció sobre la cima del despeñadero.