Los truenos resonaban con un estrépito ensordecedor; los rayos iluminaban con fuegos sulfurosos la planicie en sombras, en la que se había extinguido el fulgor de la luna. Las densas nubes tormentosas se concentraron y empaparon los pastizales con una lluvia torrencial.Los cazadores de esclavos estigios habían cabalgado toda la noche, avanzando hacia el sur en dirección a las selvas situadas más allá de Kush. Su expedición había resultado infructuosa hasta ese momento. Ni un solo negro de las tribus nómadas de cazadores y pastores había caído en sus manos. Fuese por la guerra o por la peste, lo cierto era que en toda la zona que atravesaron no vieron ni un ser humano. Tal vez los habían puesto sobre aviso respecto a la llegada de los negreros y las presuntas víctimas habían huido.De todos modos, era evidente que iban a tener mejor suerte en las lujuriosas selvas del sur. Los negros del bosque habitaban en aldeas permanentes que los atacantes podían rodear y tomar por sorpresa. Entonces las gentes de la selva caerían como los peces en una red. Los habitantes demasiado viejos, excesivamente jóvenes o gravemente enfermos que no pudieran soportar el viaje hasta Estigia, serían asesinados en el acto. Después conducirían a los restantes desventurados formando una larga cadena humana hacia el norte.La caravana estaba formada por cuarenta guerreros estigios que vestían cotas de malla y usaban cascos de acero. Eran hombres de elevada estatura, musculosos, con rostro aguileño y piel cobriza. Veteranos en incursiones, eran astutos, temerarios y crueles, y tenían menos escrúpulos para dar muerte a un extranjero que los que sienten la mayoría de los hombres en matar a un mosquito.Ahora el primer chaparrón de la tormenta acababa de alcanzar a la columna. El viento azotaba sus capas de lana y agitaba las crines de los caballos contra sus rostros. El casi incesante brillo de los relámpagos los deslumbraba.El jefe del grupo divisó el oscuro castillo que sobresalía en la llanura y que iluminaba la luz de los rayos. Dio una orden gutural y hundió las espuelas en los ijares de su enorme yegua negra. Los demás le siguieron y se dirigieron hacia la sombría ciudadela con un clamor de cascos, el crujir del cuero y el tintineo de la malla de acero. A causa de las pésimas condiciones del tiempo, los estigios no vieron el extraño aspecto de la fachada; tan sólo deseaban ponerse a cubierto antes de que quedaran completamente empapados.Entraron en el castillo haciendo ruido, lanzando maldiciones y denuestos contra los elementos y sacudiendo el agua de sus capas. En pocos segundos, el tenebroso silencio del edificio fue interrumpido por el clamor de la tropa de guerreros. Hicieron un montón con las ramas que habían recogido algunos de ellos y con las hojas secas que cubrían el suelo, y después de oírse el chasquido del pedernal contra el acero, comenzó a chisporrotear una hoguera en el centro del gran vestíbulo, iluminando las paredes de piedra tallada con una cálida tonalidad anaranjada.Los hombres se quitaron las húmedas túnicas y las pusieron a secar junto al fuego. Después hicieron lo mismo con las cotas de malla secándolas con trozos de tela. Luego abrieron las alforjas y clavaron sus blancos dientes en las hogazas de pan duro y rancio.Afuera la tormenta rugía y los rayos lanzaban destellos. Pequeños chorros de agua que parecían minúsculas cataratas entraban a través de las grietas que había en el edificio. Pero esto preocupaba muy poco a los estigios.Detrás de la balaustrada que dominaba el gran salón, Conan permanecía despierto y en silencio; intensos temblores y escalofríos recorrían su poderoso cuerpo. Con los estampidos del trueno, el hechizo que se había apoderado de él y lo había mantenido dormido, se desvaneció. Ya despierto, buscó con la mirada el cónclave de espectros que viera tomar forma en sueños mientras dormía. Bajo el resplandor de los relámpagos había creído ver una silueta amorfa al final del salón, pero no se preocupó de investigar más.Mientras pensaba cómo podría descender del lugar en el que se hallaba sin pasar por donde estaba la cosa, los estigios penetraron en el vestíbulo dando voces y haciendo ruido. Con su presencia, la situación no era mejor que con los espectros.  De tener una oportunidad, estarían encantados de capturarlo para venderlo como esclavo. Y a pesar de su fuerza titánica y de su destreza con las armas, Conan sabía que ningún hombre era capaz de luchar contra cuarenta enemigos armados al mismo tiempo. A menos que se abriera camino por sorpresa y consiguiera escapar, lo cogerían inevitablemente. Tenía dos posibilidades: una muerte rápida en una lucha desigual, o una vida amarga como esclavo de los estigios. En ese momento no sabía cuál de los dos males era el peor. Pero si bien los recién llegados atrajeron la atención de Conan apartándola de los espectros, los estigios, a su vez, atrajeron la atención de los espectros desviándola del cimmerio. En su hambre inexorable, los seres de las sombras ignoraron a Conan cuando vieron a los cuarenta negros acampados abajo. Allí había carne y fuerza vital suficiente para dejar satisfecha su fantasmal glotonería. Volaron como hojas de otoño por encima de la balaustrada y descendieron hacia el vestíbulo.Los estigios estaban acostados en torno a la hoguera y se pasaban botellas de vino unos a otros hablando en su idioma gutural. Aunque Conan sólo conocía unas pocas palabras de la lengua estigia, por la entonación y por los gestos de los hombres podía seguir hasta cierto punto el hilo de la conversación El jefe, un gigante de rostro afeitado, tan alto como el cimmerio declaró que no se aventurarían bajo la lluvia con semejante noche. Esperarían hasta el amanecer en aquella ruina. El techo parecía conservarse en buenas condiciones en algunos lugares, y allí estarían mejor que en el exterior.Después de vaciar algunas botellas más, los estigios, con la ropa seca y el estómago lleno, se dispusieron a descansar. El fuego ya no calentaba mucho, pues las ramas y las hojas secas que habían reunido ardieron durante poco tiempo. El jefe señaló a uno de los hombres y le dijo algo de modo tajante. El otro protestó, pero después de una breve discusión se puso de pie lanzando un gruñido y se colocó la cota de malla. Conan se dio cuenta de que aquél era el elegido para montar la primera guardia.Finalmente, el centinela se colocó a un lado del gran salón, donde las sombras se hacían más densas, con la espada en la mano y el escudo en la otra. De cuando en cuando recorría lentamente el salón, deteniéndose a veces para observar los sinuosos corredores o las puertas principales. Afuera la tormenta había amainado.Mientras el centinela se encontraba en la puerta de entrada, con la espalda vuelta hacia sus compañeros, una figura amenazadora se fue formando entre los dormidos estigios. Luego se fue materializando a partir de nubes ondulantes y de sombras insustanciales. El ser que se iba formando paulatinamente estaba compuesto por la fuerza vital de miles de seres muertos. Se convirtió al fin en una forma aterradora, en un cuerpo enorme del que salían innumerables miembros y apéndices deformes. Una docena de patas cortas soportaban su monstruoso peso. De la parte superior surgían decenas y decenas de cabezas, algunas con cierta apariencia humana, provistas de pelo hirsuto y cejas, y otras como meros bultos con ojos, orejas, bocas y narices colocados al azar.La sola visión de aquel espantoso monstruo de cien cabezas bajo la tenue luz de la hoguera, era suficiente para helar la sangre del hombre más valiente de la tierra. Conan sintió que se le erizaban los pelos de la nuca al ver la escena.El monstruo se balanceó en el aire apoyando sus patas traseras en el suelo. Luego descendió manteniendo un precario equilibrio y aferró a uno de los estigios con media docena de afiladas garras. El hombre se despertó y lanzó un alarido, pero la cosa ya estaba desgarrando a su víctima, salpicando a sus compañeros con los sangrientos despojos de su cuerpo. 7.  Huida de la pesadilla Un segundo después los estigios se pusieron en pie. A pesar de ser avezados guerreros, el monstruo que tenían delante provocaba gritos de horror en la mayoría de ellos. El centinela se volvió al primer alarido y se enfrentó con el monstruo empuñando la espada en la mano. El jefe dio algunas órdenes, cogió el arma que tenía más cerca y atacó. Entonces los demás, aunque sin armadura, sin escudos y llenos de confusión, cogieron las espadas y las lanzas para defenderse contra el engendro que se balanceaba esparciendo la muerte entre ellos.Las espadas atravesaban patas deformes; las lanzas se hundían en el vientre hinchado y tambaleante. Pero, dando muestras de no sentir dolor alguno, el monstruo iba inmolando a un hombre tras otro. A algunos estigios les retorció la cabeza con múltiples manos estranguladoras. Otros fueron cogidos por los pies y sus restos sangrientos fueron lanzados contra las columnas.Desde la balaustrada, el cimmerio veía a decenas de estigios aniquilados de manera espantosa. Las heridas que los hombres infligían al monstruo se cerraban instantáneamente. Las cabezas y los brazos cercenados eran reemplazados en seguida por otros iguales, que brotaban del cuerpo informe.Viendo que los estigios no tenían posibilidad alguna frente al monstruo, Conan decidió escapar mientras el engendro estaba ocupado con ellos, antes de que lo viera. Considerando poco acertado entrar en el vestíbulo, Conan procuró buscar una salida más directa, y trepó por una ventana. Ésta le condujo a un techo formado por tejas rotas, donde un paso en falso podía hacerle caer a través de un agujero al piso inferior.La tormenta se había convertido en una leve llovizna. La luna estaba casi en el cenit y volvía a iluminar intermitentemente. Conan miró hacia abajo desde el parapeto que había alrededor del tejado y vio una pared en la que los bajorrelieves proporcionaban un punto de apoyo apropiado para el descenso.Con la agilidad de un mono, el cimmerio fue descendiendo lentamente por la extraña fachada hasta llegar al suelo.Ahora la luna brillaba en todo su esplendor, iluminando el patio en el que se encontraban los caballos de los estigios. Los animales se movían y relinchaban inquietos al percibir los ruidos del combate mortal que tenía lugar en el gran salón. Por encima del fragor de la batalla llegaban los gritos de agonía de los negreros a medida que iban siendo eliminados uno a uno implacablemente.Conan llegó al patio y echó a correr hacia la yegua negra que había pertenecido al jefe de los estigios. Lamentó no haber podido quedarse para saquear los cadáveres, porque necesitaba una armadura y otras provisiones. La cota de malla que había usado cuando vivió con Belit, hacía tiempo que había quedado inservible a causa de los desgarrones y del óxido, y su huida de Bamula había sido demasiado apresurada para poder equiparse adecuadamente. Pero por nada del mundo habría vuelto el cimmerio a aquel vestíbulo en el que el horror de la muerte viviente seguía aniquilando a los hombres que quedaban.Mientras el joven bárbaro desataba el caballo que había elegido, vio a uno de los negreros que salía gritando por la enorme puerta de entrada y cruzaba tambaleante el patio en dirección a él. Conan advirtió que se trataba del estigio que había montado la primera guardia. El casco y la cota de malla que llevaba puestos lo habían protegido lo suficiente como para sobrevivir a la masacre.Conan decidió hablar con el hombre. No sentía ningún aprecio por los estigios; no obstante, si aquél era el único sobreviviente del grupo, estaría dispuesto a formar una alianza de bribones, por breve que fuese, hasta que llegaran a algún país civilizado.Pero Conan no tuvo ocasión de proponérselo, ya que la espantosa experiencia que había vivido, lo había vuelto loco. Sus ojos centelleaban con un brillo demencial a la luz de la luna, y de sus labios caía espuma. El hombre se abalanzó sobre Conan agitando una cimitarra en el aire, al tiempo que gritaba:-¡Vuelve al infierno, maldito demonio!El primitivo instinto de conservación del cimmerio le hizo entrar en acción sin pensarlo. Cuando el hombre estuvo cerca, Conan desenvainó la espada. El acero chocó contra el acero una y otra vez, haciendo saltar chispas. Cuando el estigio se dispuso a asestarle otro golpe más, Conan le atravesó la garganta con la punta de la espada. El hombre enloquecido emitió un gorgoteo, se tambaleó y cayó al suelo. Conan se apoyó sobre la montura de la yegua jadeando. El duelo había sido breve pero feroz, porque el estigio vio duplicadas sus fuerzas por la enajenación que le dominaba.Ya no se oía ningún grito de horror desde el interior de la fortaleza. Sólo reinaba un silencio inquietante. Entonces Conan oyó unas pisadas lentas, pesadas, como de pies que se arrastraban por el suelo. ¿Acaso el monstruo había matado ya a todos los estigios? ¿Estaría avanzando hacia la puerta para salir al patio?Conan no esperó para averiguarlo. Con dedos temblorosos desató la cota de malla del hombre muerto y se la quitó. También cogió el casco y el escudo del estigio, este último confeccionado con la piel de uno de los enormes animales de la sabana. Ató apresuradamente estos trofeos a la silla de montar, saltó sobre el corcel y, tras empuñar las riendas, hundió las espuelas en las costillas de la yegua. Salió al galope del derruido patio de la ciudadela y se encontró en la zona de las hierbas ralas y resecas. Cada paso del caballo le alejaba del antiguo castillo maldito.En algún lugar, más allá del círculo de vegetación muerta, quizá seguirían merodeando los leones. Pero a Conan no le importaba demasiado. Después del horror de la ciudadela negra, no le impresionaba una simple manada de leones.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un hocico en la oscuridad 

 

Prosiguiendo su viaje hacia el norte, ahora mucho más rápidamente gracias al caballo, Conan llega finalmente al reino semicivilizado de Kush. Éste es el territorio que se designa propiamente con el nombre de Kush, si bien Conan, al igual que muchas otras gentes del norte, suele usar el término para designar cualquier país de negros situado al sur de los desiertos de Estigia. En esta región no tarda en presentársele una oportunidad de realizar sus habituales proezas con las armas. 

 

 1. La cosa de la oscuridad

 Amboola de Kush se despertó con los sentidos todavía embotados por el vino que había bebido durante el festín de la noche anterior. Al principio no podía recordar dónde se encontraba. La luz de la luna atravesaba la pequeña ventana de barrotes situada en lo alto de la pared, alumbrando un lugar que no reconocía. Luego recordó que se hallaba en una celda de la parte superior de la prisión en la que lo había hecho encerrar la reina Tananda.Supuso que le habían puesto algún narcótico en la bebida. Mientras se hallaba indefenso, apenas consciente, dos negros gigantescos pertenecientes a la guardia de la reina le habían cogido a él y al príncipe Aahmes, el primo de la reina, y los arrojaron a las celdas. Lo último que recordaba eran las escuetas palabras de la reina, cortantes como un latigazo: «De modo que vosotros, viles traidores, habíais conspirado para destronarme, ¿verdad? ¡Ya veréis lo que les ocurre a los villanos!».Al intentar hacer un movimiento, el corpulento negro llamado Amboola se dio cuenta, por el sonido metálico, que tenía grilletes en las muñecas y en los tobillos, y que éstos estaban sujetos por cadenas a unas recias argollas que había en la pared. Aguzó los ojos para tratar de ver algo en la fétida oscuridad que le rodeaba. Al menos -pensó- se hallaba con vida. Y es que hasta la reina Tananda tenía que pensarlo dos veces antes de dar muerte al comandante de los Lanceros Negros -la columna vertebral del ejército de Kush-, pues era el héroe de las clases populares del reino.Lo que más le había extrañado a Amboola era la acusación de haber conspirado junto con Aahmes. A decir verdad, él y el príncipe eran buenos amigos. Habían cazado, bebido y jugado a las cartas juntos, y en tales ocasiones Aahmes se había quejado ante Amboola de la reina, cuya crueldad y astucia eran tan evidentes como deseable su hermoso y bronceado cuerpo. Pero en ningún momento llegaron a conspirar. Aahmes no era en modo alguno la persona indicada para llevar a cabo una conjura, pues se trataba de un joven simpático y agradable, a quien no le interesaba en absoluto la política ni el poder. Seguramente algún confidente los había acusado en falso ante la reina con objeto de progresar a costa de los demás.Amboola examinó sus grilletes. A pesar de que tenía mucha fuerza, se daba cuenta de que sería incapaz de romper los grilletes, así como las cadenas que los sujetaban. Tampoco podría arrancar las argollas de la pared. Lo sabía porque él mismo había supervisado su instalación.Sabía cuál iba a ser el siguiente paso. La reina ordenaría que él y Aahmes fueran torturados a fin de que revelaran los detalles de la conspiración y los nombres de sus cómplices. A pesar de su valor, Amboola se estremeció ante aquella perspectiva. Tal vez su única esperanza consistiera en acusar a todos los nobles de Kush de complicidad. Tananda no podría castigarlos a todos. Si lo intentaba, la conspiración imaginaria que tanto temía quizá se volviera realidad. De repente, a Amboola se le heló la sangre en las venas. Un intenso escalofrío le recorrió la espina dorsal. Algo, una presencia viva y palpitante pareció introducirse en la celda.Lanzó un grito ahogado y miró a su alrededor aguzando la vista para tratar de ver qué era lo que se cernía sobre él en la oscuridad como las sombrías alas de la muerte. Bajo el tenue fulgor que entraba por la pequeña ventana protegida por barrotes, Amboola alcanzó a ver una sombra terrible y amenazadora. Sintió que una mano helada le estrujaba el corazón, un corazón que jamás había conocido el miedo, a pesar de las numerosas batallas en las que había participado.Una especie de bruma grisácea e informe se cernía sobre él en la penumbra de la celda. Las tenues volutas de humo giraban como serpientes mientras el fantasma iba tomando forma. El terror contraía los labios de Amboola y brillaba en sus ojos centelleantes al ver que la cosa se iba condensando lentamente a partir del aire.Al principio el prisionero sólo vio una especie de hocico de jabalí cubierto de unos pelos hirsutos que se recortaban contra el débil haz de luz que entraba por la ventana. Luego el cuerpo se fue materializando hasta constituir una enorme figura contrahecha y bestial, que sin embargo se mantenía erguida. Después de la cabeza, vio con claridad unos robustos brazos peludos provistos de manos rudimentarias, similares a las de los monos.

Al tiempo que lanzaba un grito agudo, Amboola se puso en pie de un salto hasta donde le permitían las cadenas, y entonces la cosa avanzó con la estremecedora velocidad de un monstruo en una pesadilla. El guerrero negro vio fugazmente sus babeantes mandíbulas, sus grandes colmillos afilados y sus diminutos ojos de cerdo, que centelleaban con una roja furia en la oscuridad. Luego las garras se hundieron en su carne, los colmillos le cortaron y le desgarraron...Los rayos de la luna iluminaban una figura oscura tendida en el suelo en medio de un charco de sangre que se iba agrandando. La cosa grisácea y tambaleante que acababa de matar al guerrero negro había desaparecido, disolviéndose en la bruma intangible a partir de la cual se había originado. 

 

2.       El horror invisible 

-¡Tuthmes!La voz sonó imperativa como el puño que golpeaba contra la puerta de la casa del noble más ambicioso de Kush.-¡Tuthmes, mi señor! ¡Déjame entrar! ¡El demonio anda suelto de nuevo!

La puerta se abrió y Tuthmes apareció en el umbral. Era un personaje alto, delgado, de porte aristocrático, con rostro enjuto y la piel oscura de los hombres de su raza. Iba ataviado con ropas de seda blanca, como si estuviera preparado para acostarse, y sostenía una pequeña lámpara de bronce en la mano.-¿Qué ocurre, Afari? -inquirió.El recién llegado, con los ojos lanzando destellos por la excitación, irrumpió en la habitación. Estaba jadeando a causa de la larga carrera. Se trataba de un hombre delgado, nervioso y de piel oscura, vestido de blanco; era más bajo que Tuthmes y con características raciales negroides más pronunciadas que las de éste. A pesar de su prisa, tuvo cuidado de cerrar la puerta antes de hablar.-¡Amboola acaba de morir en la Torre Roja! -dijo.-¿Cómo? -exclamó Tuthmes-. ¿La reina Tananda ha osado ejecutar al comandante de los Lanceros Negros?-¡No, no! No es tan necia como para hacer eso. No lo han ejecutado, sino que murió asesinado. Algo o alguien entró en su celda, sólo Set sabe cómo, le desgarró la garganta, le rompió las costillas y le aplastó el cráneo. Por los serpentinos bucles de Derketa, he visto muchos hombres muertos en mi vida, pero jamás uno con aspecto más aterrador que Amboola. ¡Tuthmes, esto ha sido obra del demonio! ¡El horror invisible anda suelto otra vez por la tierra de Meroe! -Afari aferró con mano nerviosa la imagen de su dios protector, que le colgaba del cuello, y agregó-. Amboola tenía la garganta desgarrada a dentelladas, y las marcas de los dientes no se parecían en nada a las de un león u otro animal salvaje, sino que parecían hechas con la hoja de una navaja de afeitar.-¿Cuándo ocurrió esto?-Hacia medianoche. Los centinelas de la parte inferior de la torre, que estaban de guardia junto a las escaleras que llevan hasta el calabozo, le oyeron gritar. Subieron corriendo, entraron en la celda y lo encontraron como ya te he dicho. Yo dormía en el piso inferior, como tú me ordenaste. Cuando vi aquello vine directamente hacia aquí, pidiendo a los guardias que no le dijesen nada a nadie.Tuthmes esbozó una sonrisa muy poco agradable y luego murmuró con gesto frío e impasible:-Ya conoces los raptos de ira de la reina Tananda. Una vez que hubo encerrado a Amboola y a su primo Aahmes en la prisión, bien pudo mandar que aquél fuese asesinado y que maltrataran su cadáver para que pareciese la obra de un monstruo que amenaza estas tierras desde hace tiempo. ¿No crees? -El ministro pareció comprender. Tuthmes cogió a Afari por un brazo y agregó-: Ahora vete y actúa antes de que la reina se entere. En primer lugar, lleva un destacamento de lanceros a la Torre Roja y mata a los guardias que estaban allí cuando murió Amboola; alega que se descuidaron durante su guardia y que los encontraste dormidos. Asegúrate de que se enteren de que lo haces por orden mía. Eso les hará pensar a los negros que yo he vengado a su comandante y de ese modo quitamos un arma poderosa de las manos de Tananda. Mata a esos guardias antes de que lo haga ella.»Luego extiende el rumor entre los demás jefes. Si Tananda trata de esa manera a los poderosos de su reino, todos debemos estar alerta.»Por último, vete a la Ciudad Exterior y busca al viejo Ageera, el hechicero. No le digas directamente que fue Tananda quien ordenó hacer esto; sugiérelo, tan sólo.Afari se estremeció y repuso:-¿Cómo puede un hombre corriente mentir a ese demonio? Sus ojos son como brasas ardientes y parecen mirar desde profundidades insondables. En varias ocasiones he visto cómo hacía andar a los cadáveres y cómo hacía chirriar las mandíbulas huesudas de una calavera.-No necesitas mentirle -dijo Tuthmes-. Insinúale tan sólo tus sospechas. Al fin y al cabo, si fue realmente un demonio quien asesinó a Amboola, tuvo que ser invocado por algún ser humano. Tal vez la reina Tananda se encuentre detrás de todo esto. ¡Ahora vete! ¡No pierdas más tiempo!Cuando Afari hubo partido después de mascullar algo incomprensible acerca de las órdenes de su amo, Tuthmes permaneció un momento en el centro de la estancia, cuyas paredes estaban cubiertas con tapices de increíble magnificencia. Un humo azul escapaba de un incensario de latón perforado que se encontraba en un rincón.-¡Muru! -llamó Tuthmes finalmente.Se oyó un rumor de pies desnudos. Alguien apartó un tapiz de color escarlata que cubría una puerta y un hombre muy alto y delgado entró en la habitación, bajando la cabeza para no chocar con el dintel.-Aquí estoy, señor -dijo el recién llegado.El hombre, que aventajaba en estatura a Tuthmes, vestía una especie de toga de color escarlata que colgaba de su hombro. A pesar de que su piel era negra como el azabache, sus facciones eran enjutas y aquilinas, como las de los hombres de la casta dominante de Meroe. Llevaba el pelo cortado en forma desusada, como una fantástica cresta.-¿Ya está de nuevo en su celda? -inquirió Tuthmes.-Así es.-¿Está todo en orden?-Sí, mi señor.Tuthmes frunció el ceño y dijo:-¿Cómo puedes estar seguro de que obedecerá siempre tus órdenes y de que volverá luego a ti? ¿Cómo sabes si algún día, cuando le dejes en libertad, no te matará para huir luego hacia cualquier dimensión infernal que considere su hogar?Muru extendió las manos y declaró:-El hechizo para dominar al demonio que aprendí de mi antiguo maestro, el brujo estigio exilado, jamás me ha fallado.Tuthmes observó al hechicero con una mirada escrutadora y dijo:-Me parece que vosotros, los brujos, estáis la mayor parte de vuestras vidas en el exilio. ¿Y si un enemigo te soborna para que liberes al monstruoso demonio?

-¡Oh, señor, no debes pensar eso! Sin tu protección, ¿qué sería de mí? Los kushitas me desprecian, pues no soy de tu raza, y por las razones que ya conoces, no puedo regresar a Kordafa.-Bueno. Cuida bien a tu demonio, pues es posible que pronto volvamos a necesitarlo. A ese necio y charlatán de Afari no hay nada que le guste más que aparecer como un hombre listo y enterado ante los demás. Seguramente divulgará el episodio del asesinato de Amboola adornado con las insinuaciones acerca del papel que ha podido desempeñar la reina en él. La brecha que separa a Tananda de sus cortesanos aumentará como consecuencia de ello, y yo cosecharé los beneficios.Tuthmes se rió en voz baja, con un buen humor raro en él, y luego echó vino en dos copas de plata y entregó una al lúgubre hechicero, que la aceptó con una silenciosa inclinación de la cabeza.-Por supuesto que no mencionará el hecho de que fue él mismo quien comenzó todo este asunto con sus falsas acusaciones contra Amboola y Aahmes -agregó Tuthmes-. Él no sabe que. gracias a tu habilidad nigromántica, amigo Muru, yo estoy al corriente de ello. Afari pretende ser un fiel devoto de mi causa, pero nos vendería en un santiamén si pudiera obtener una ganancia con ello. Su más cara ambición consiste en casarse con Tananda y gobernar Kush como rey consorte. Cuando yo sea rey, necesitaré a alguien más digno de confianza que Afari. -Mientras sorbía el vino, Tuthmes añadió casi en un murmullo—: Desde que el último rey, su hermano, murió en una batalla contra los estigios, Tananda se ha mantenido en su trono de marfil en precario equilibrio, enfrentando a una facción contra otra. Pero no tiene suficiente carácter como para retener el poder en una tierra cuya tradición no acepta el gobierno de las mujeres. Tananda es un ser impulsivo y voluptuoso y sensual, cuyo único procedimiento para asegurarse el poder consiste en dar muerte a todos los nobles que teme, con lo cual pone en guardia a los demás cortesanos y se enemista con ellos.»Muru, procura vigilar de cerca a Afari, y no dejes de tener a tu demonio bien dominado. No tardaremos en necesitarlo.Una vez que el gigante se hubo marchado, tras agachar nuevamente la cabeza para trasponer la puerta, Tuthmes ascendió por una escalera de caoba y salió a una terraza de su palacio, iluminada por la luna.

Desde el parapeto vio las silenciosas calles de la Ciudad Interior de Meroe. Divisó los palacios, los jardines y la enorme plaza en la cual podía reunir, en pocos segundos, un millar de jinetes negros procedentes de los cuarteles vecinos, con sólo dar una orden.Más lejos, vio las grandes puertas de bronce de la Ciudad Interior, y más allá la Ciudad Exterior. Meroe se alzaba en medio de una gran llanura de ondulantes praderas que se extendía hasta el horizonte, interrumpida tan sólo por algunas colinas. Un río estrecho serpenteaba entre las hierbas y bordeaba uno de los extremos de la Ciudad Exterior.Una muralla alta y maciza rodeaba los palacios de la casta dominante, separando la Ciudad Interior de la Exterior. Los gobernantes eran descendientes de los estigios, que habían llegado al sur muchos siglos antes para crear un imperio y mezclar su soberbia sangre con la de sus vasallos negros. La Ciudad Interior estaba bien trazada; tenía calles y plazas, así como magníficos edificios de piedra y hermosos jardines.La Ciudad Exterior, por el contrario, era un conjunto de chozas de barro. Sus callejas terminaban en espacios abiertos irregulares. Los habitantes negros de Kush, que eran los aborígenes del país, moraban en la Ciudad Exterior. En la Ciudad Interior no vivía más que la clase dominante, así como sus criados y los jinetes negros que les servían de guardianes.Tuthmes echó un vistazo a la vasta extensión de chozas. Las fogatas brillaban en las míseras plazoletas y las antorchas titilaban en las sinuosas callejuelas. De cuando en cuando Tuthmes alcanzaba a escuchar algunos cánticos bárbaros que tenían un resabio sanguinario y de resentimiento.Avanzó por la terraza y se detuvo al ver a un hombre que dormía bajo una palmera del jardín artificial. Tuthmes le tocó con el pie y el hombre se despertó y se levantó de un salto.-No hace falta decir nada más -advirtió Tuthmes-. El asunto está concluido. Amboola está muerto y antes del amanecer todo Meroe sabrá que fue asesinado por orden de la reina Tananda.-¿Y el..., el demonio? -musitó el hombre, temblando.-Se halla a buen recaudo en su celda. Escucha, Shubba, es hora de que te pongas en marcha. Busca entre los shemitas hasta que encuentres una mujer apropiada..., una mujer blanca. Tráela en seguida. Si vuelves con esta luna, te daré un peso en plata. Si no lo consigues, colgaré tu cabeza de esa palmera que ves ahí.Shubba se prosternó y tocó el suelo con la frente. Luego se incorporó y se alejó rápidamente. Tuthmes volvió a mirar hacia la Ciudad Exterior. Las hogueras parecían brillar con mayor fuerza y comenzó a sonar un tambor con un sonido monótono e inquietante. De repente, se elevó un clamor de gritos furiosos hacia las estrellas.-Ya se han enterado de que ha muerto Amboola —murmuró Tuthmes, sin poder reprimir un estremecimiento. 3. Tananda cabalga El alba encendió los cielos de Meroe con una luz de color carmesí. Los intensos rayos rojizos atravesaban el aire brumoso y se reflejaban en las cúpulas de cobre y en las torres de la amurallada Ciudad Interior. Los habitantes de Meroe no tardaron en levantarse. En la Ciudad Exterior, mujeres negras con cuerpos de estatua se dirigían al mercado con calabazas o con cestos sobre las cabezas, mientras que las muchachas charlaban y reían camino de las fuentes de agua. Niños desnudos jugaban, se peleaban y se perseguían unos a otros por las polvorientas callejuelas. En el umbral de sus chozas se veían unos negros gigantescos sentados en cuclillas, dedicados a sus oficios o simplemente descansando a la sombra.En la plaza del mercado, los comerciantes se sentaban bajo unos toldos rayados, detrás de sus mercancías que consistían en cacharros, en frutas y verduras diversas u otros productos. Gentes de color regateaban el precio de las legumbres, de los plátanos y de los objetos de bronce en un parloteo interminable. Los herreros trabajaban delante de unos pequeños fogones y golpeaban con martillos las azadas, las cuchillas y las puntas de lanza. El cálido sol lo iluminaba todo: el sudor, la alegría, la ira, la desnudez, la fuerza, la miseria y el vigor que caracterizaban a los negros de Kush.De repente el ambiente se transformó. Se oyó el retumbar de cascos, y un grupo de jinetes cruzó la plaza a caballo en dirección a la gran puerta de la Ciudad Interior. Eran media docena de hombres y una mujer, que dominaba el grupo.La piel de la desconocida era de color oscuro y su cabello era una mata negra y espesa recogida con una cinta dorada. Además de las sandalias y de unas placas de oro incrustado en piedras preciosas que cubrían en parte sus exuberantes senos, su único atuendo era una corta falda de seda sujeta a la cintura. Sus facciones eran agradables y sus ojos, audaces y chispeantes, evidenciaban una gran seguridad en sí misma. Conducía su esbelto caballo kushita con la misma seguridad, mediante unas anchas riendas de cuero de color escarlata. Sus pies se apoyaban en unos estribos de plata. Llevaba un arco y, cruzada sobre su silla de montar, una pequeña gacela que había cazado. Un par de esbeltos perros de caza trotaban a poca distancia del caballo.Cuando la mujer cruzó la plaza, el trabajo, las conversaciones y los ruidos cesaron por completo. Los oscuros rostros de las gentes adquirieron una expresión hosca y sus ojos lanzaron destellos rojos. Los negros volvían la cabeza para hablarse unos a otros en voz baja, y el murmullo se convirtió en un rumor audible y siniestro.El joven que cabalgaba al lado de la mujer mostró señales de inquietud. Lanzó una mirada hacia la sinuosa callejuela que debía recorrer hasta llegar a la enorme puerta de bronce, y al ver que todavía no estaba a la vista, susurró:-La gente está excitada, Majestad. Ha sido una locura salir a caballo por la Ciudad Exterior en un día como hoy.       -¡Ni todos los perros negros de Kush juntos podrán impedir que yo vaya de caza! -dijo la mujer-. Si ves alguna señal de amenaza, arróllalos con el caballo.-Eso es más fácil de decir que de hacer -murmuró el acompañante observando a la silenciosa multitud-. Están saliendo de sus casas y se amontonan a lo largo de la calle. ¡Mirad ahí, Majestad!Habían llegado a un ensanchamiento de la mísera plaza en la que el número de negros era realmente impresionante. A un lado de esta plaza se alzaba un edificio con paredes hechas de adobe y de troncos de palmeras, más alta que las casas vecinas; en la puerta había un montón de calaveras. Era el templo del dios Jullah, al que la casta dominante llamaba desdeñosamente la Casa del Demonio. Los negros veneraban a Jullah en oposición a Set, el dios-serpiente de sus gobernantes y de los antepasados de éstos: los estigios.La negra turbamulta siguió amontonándose en la plaza, observando con gesto hosco el paso de los jinetes. Había algo amenazador en su actitud. La reina Tananda sintió por vez primera un estremecimiento y un cierto nerviosismo, y no se había dado cuenta de la llegada del jinete que se acercaba por la calle lateral. Este hombre hubiera llamado su atención en circunstancias normales, pues su piel no era negra ni cobriza. Era un hombre blanco, cuyo enorme cuerpo iba protegido con un casco y una cota de malla.-Estos perros no tienen buenas intenciones -dijo en voz baja el joven que Tananda tenía a su lado, al tiempo que desenvainaba a medias su espada.Los demás soldados de la escolta -negros, al igual que las gentes que los rodeaban- se acercaron a la reina. El murmullo creció en intensidad, aun cuando no se produjo ningún movimiento violento.-Avanza entre ellos -ordenó Tananda, clavando las espuelas en su caballo.Los negros se apartaron con rabia ante el avance de la reina.De repente, de la Casa del Demonio salió una figura negra y enjuta. Era el viejo Ageera, el brujo, cubierto tan sólo con un taparrabo. Al tiempo que señalaba a la reina Tananda, gritó con fuerza:-¡Ahí va la mujer cuyas manos están empapadas de sangre! ¡Ahí va la que asesinó a Amboola!Estos gritos fueron la chispa que encendió el fuego. Un fuerte rugido surgió de la multitud. Los negros avanzaban gritando:

-¡Muerte a Tananda!Un segundo después, un centenar de manos negras clavaron sus uñas en las piernas de los jinetes. El joven se interpuso entre la reina y el populacho, pero una piedra le golpeó la cabeza. Los soldados fueron derribados de sus caballos, apaleados y apuñalados con saña. Tananda, dominada por el terror, comenzó a gritar mientras su caballo retrocedía. Una veintena de negros, hombres y mujeres, le arañaron el cuerpo.Un enorme negro la cogió por la cintura y la desmontó de la silla, haciéndola caer en el círculo de manos que la esperaban ansiosamente. Le desgarraron la falda y la levantaron en el aire, agitándola de un lado a otro entre las carcajadas del populacho. Una mujer la escupió en la cara y le arrancó las placas doradas que cubrían su pecho y le arañó los senos con las uñas sucias. Alguien lanzó una piedra, que le golpeó en la cabeza.Tananda vio a un individuo que cargaba otra piedra y que pugnaba por acercarse a ella para abrirle la cabeza. Los hombres sacaron las dagas y los cuchillos. Desde atrás empujaban con violencia, lo que impidió que la mataran en el acto. Un grito fue tomando cuerpo en la masa.-¡Al templo de Jullah!

La multitud respondió con un clamor de aprobación, y Tananda fue llevada medio a rastras por la furiosa turbamulta. Decenas de manos negras le tiraban del pelo, de los brazos y de las piernas. Le propinaron varios golpes y otros erraron en el blanco.En ese momento la muchedumbre vaciló al ver a un jinete que, arrollando a quien encontraba a su paso, se dirigía hacia la reina. Las patas del caballo tiraron a muchos negros al suelo y los aplastaron con sus cascos. Tananda pudo ver fugazmente a un hombre que sobresalía de la multitud. Tenía la cara bronceada y llevaba un casco de acero en la cabeza. Su enorme espada cortaba los negros cuerpos y esparcía manchas de color carmesí. Pero uno de los que integraban la turba empuñó una lanza y abrió con ella el vientre del caballo. Éste lanzó un relincho y se desplomó al suelo.El jinete cayó de pie, sin dejar de golpear a derecha e izquierda. Otras lanzas intentaron herirlo, pero él seguía cortando carne, hundiendo cráneos y desparramando entrañas por el suelo ensangrentado.     Abriéndose paso entre las gentes de color, el desconocido se agachó y levantó a la aterrada reina del suelo. La cubrió con su escudo y avanzó sin dejar de sembrar la muerte a su paso, hasta que llegó a una esquina de la muralla. Colocó a Tananda detrás de él para protegerla con su cuerpo, y luego continuó la encarnizada batalla.Entonces se oyó el resonar de unos cascos de caballo. Era una compañía de guardias reales, que irrumpió en la plaza pisoteando a quienes encontraban a su paso. Los kushitas gritaron presas de pánico y huyeron por las calles laterales dejando en el suelo una veintena de cadáveres. El capitán de la guardia, un negro gigantesco radiante con su atuendo de seda de color carmesí y arneses dorados, se acercó y desmontó.-Has tardado mucho en llegar -dijo la reina una vez que hubo recuperado la compostura.El rostro del capitán se volvió ceniciento. Antes de que pudiera reaccionar, Tananda hizo una seña a los hombres que había detrás de él. Uno de ellos empuñó su lanza con ambas manos y la hundió entre los hombros del capitán con tal fuerza que la punta salió por delante. El oficial cayó de rodillas, y media docena de lanceros concluyeron la tarea.Tananda sacudió su larga cabellera negra y se volvió hacia su salvador. La mujer sangraba por varias heridas superficiales y estaba desnuda como un recién nacido, a pesar de lo cual miró al forastero sin dar muestras de la menor turbación. Él le devolvió la mirada, sin poder evitar una expresión de admiración ante la serenidad de la joven y la belleza de sus piernas y de su voluptuoso cuerpo.-¿Quién eres? -preguntó ella.-Soy Conan el cimmerio -respondió el hombre con un gruñido.-¿Cimmerio? -inquirió Tananda, que nunca había oído hablar de ese lejano país situado a cientos de leguas al norte. -Luego frunció el ceño y agregó-: Llevas puesto un casco y una cota de malla estigios. ¿Perteneces a algún pueblo estigio? Conan negó con la cabeza, y dijo con una sonrisa:-Obtuve la armadura de un estigio, pero antes tuve que matar al pobre infeliz.-Entonces ¿qué haces en Meroe?-Soy un soldado errante -respondió él sencillamente-. Tengo una espada que lucha para el que paga. He venido a buscar fortuna.El cimmerio no creyó oportuno hablarle de sus anteriores actividades como pirata de la Costa Negra, ni del tiempo que pasó como jefe guerrero de una tribu de la selva en el sur.La mirada de la reina recorrió admirativamente el enorme cuerpo de Conan.

-Voy a contratar tu espada -dijo finalmente-. ¿Cuánto pides? Conan lanzó una desconsolada mirada a su caballo, que yacía muerto en el suelo y preguntó a su vez:-¿Cuánto ofreces? Soy un vagabundo sin dinero y ahora, para mayor desgracia, sin caballo.La negra movió la cabeza y replicó:-¡No, por Set! Ya no eres un pobre vagabundo, sino el capitán de la guardia real. ¿Son cien piezas de oro al mes suficientes para comprar tu lealtad?El cimmerio miró el cuerpo del antiguo capitán que yacía en el suelo, cubierto de seda, de acero y de sangre. El espectáculo no disminuyó un ápice el gozo que expresó su súbita sonrisa.-Creo que sí -dijo Conan. 

 

4. La esclava blanca. 

Pasaron los días y la luna creció, adquiriendo un tono ceniciento. Una breve y desorganizada insurrección de las castas inferiores fue reprimida por Conan con mano férrea. Shubba, el criado de Tuthmes, regresó a Meroe. Una vez dentro de la habitación de su amo, donde las pieles de león servían de alfombras, dijo:

-He encontrado la mujer que deseabas, señor. Es una muchacha nemedia capturada en un barco mercante de Argos. Pagué muchas monedas al mercader de esclavos shemita a cambio de ella.-Deja que la vea -dijo Tuthmes.Shubba salió de la habitación y regresó al cabo de un rato conduciendo a la joven por la muñeca. Era esbelta, y su blanco cuerpo producía un extraordinario contraste con los cuerpos negros y cobrizos a los que Tuthmes estaba acostumbrado. Su cabello le caía en una cascada de oro sobre los hombros de marfil. Iba ataviada tan sólo con una raída túnica. Shubba le quitó la prenda dejándola en la más completa desnudez. La muchacha pareció encogerse, avergonzada.Tuthmes asintió con la cabeza de manera algo impersonal, y dijo:-Es una excelente mercancía. Si no estuviera el trono en juego, me sentiría tentado de conservarla para mí. ¿Le has enseñado nuestra lengua kushita, como te ordené?-Sí, mi señor; lo hice durante mi estancia en la ciudad de los estigios y después a diario durante el viaje con la caravana. La joven se llama Diana.

Tuthmes se sentó en un diván y le indicó a la muchacha que se sentara con las piernas cruzadas en el suelo, a sus pies. Ella obedeció.-Voy a entregarte a la reina de Kush como obsequio -le dijo Tuthmes-. Aparentemente serás su esclava, pero en realidad seguirás perteneciéndome a mí. Recibirás órdenes con regularidad y no dejarás de cumplir lo que te manden. La reina es cruel e impulsiva, de modo que debes procurar no indisponerte con ella. No dirás nada, ni siquiera bajo tortura, de la relación que te une a mí. Para cuando estés en el palacio, fuera de mi alcance y sientas la tentación de desobedecerme, te demostraré ahora mi poder.Tuthmes la cogió por la mano y la condujo por un corredor hasta llegar a una escalera de piedra; descendieron y se encontraron en una larga habitación tenuemente iluminada. La estancia estaba dividida en dos mitades por una pared de cristal transparente como el agua, a pesar de tener un metro de grosor, y suficientemente fuerte como para resistir el empuje de un elefante. Tuthmes condujo a Diana hasta allí y la colocó frente a la pared, mientras él retrocedía. De repente se apagó la luz.La muchacha se quedó a oscuras, con las finas piernas temblando de pánico. Luego la habitación se iluminó con un tenue fulgor y la joven vio una cabeza horrenda y deforme. Pudo distinguir un hocico bestial, con dientes afilados como navajas y cubierto de duras cerdas. A medida que el monstruo avanzaba hacia ella, la muchacha lanzó un grito de horror, olvidando que había un grueso vidrio que la separaba del engendro. Se volvió, echó a correr y cayó en los brazos de Tuthmes.-Tú eres mi esclava -le dijo con tono sibilante-. No me traiciones porque, en ese caso, él te buscará donde quiera que estés. No podrás ocultarte de él.Luego murmuró algo más al oído de la muchacha, y ésta se desmayó.Tuthmes la subió en brazos y la entregó a una mujer negra a la que dio órdenes de que la reanimaran, le dieran de comer y de beber, la bañaran, la peinaran y la perfumaran a fin de tenerla dispuesta para su presentación ante la reina, a la mañana siguiente.  

 

5. El látigo de Tananda. 

Al día siguiente, Shubba condujo a Diana de Nemedia hasta el carruaje de Tuthmes, la hizo subir y luego empuñó las riendas. La joven tenía mucho mejor aspecto, después de lavada y perfumada, y su belleza estaba realzada por un discreto toque de maquillaje. Llevaba puesta una túnica de seda tan fina que a través de ella se podía ver el contorno de su cuerpo. Una diadema de plata relucía sobre su dorada cabellera.Sin embargo, Diana todavía estaba aterrada. La vida había sido una constante pesadilla para ella desde que los mercaderes de esclavos la raptaron. Había procurado consolarse durante los largos meses que siguieron, pensando que nada es eterno y que siendo tan desdichada, su situación no podía más que mejorar. Pero aunque pareciera imposible, había empeorado.Ahora iban a entregarla como regalo a una reina cruel e irascible. Si sobrevivía, se vería atrapada entre el peligro del monstruo de Tuthmes, por un lado, y las sospechas y recelos de la reina por el otro. Si no espiaba en favor de Tuthmes, el demonio daría buena cuenta de ella; si lo hacía, la reina seguramente terminaría enterándose y la haría matar de alguna manera más horrenda aún.El cielo tenía un color acerado. Al oeste se veía un cúmulo de nubes, pues estaba a punto de comenzar la época de las lluvias en Kush.El carruaje avanzó hacia la plaza principal que se encontraba frente al palacio real. Las ruedas se hundían suavemente en la arena y, de vez en cuando, emitían un chasquido. La mayor parte de los nobles descansaban en sus casas. Unos pocos criados negros pasaban por la calle y al cruzarse con el carruaje volvían sus rostros inexpresivos y brillantes a causa del sudor.Una vez en el palacio, Shubba hizo descender a Diana del carruaje y la condujo a través de unas puertas de bronce abiertas de par en par. Un obeso mayordomo los llevó por una serie de corredores hasta una gran sala adornada con la opulencia propia de una princesa estigia. Tananda estaba sentada en un sillón de ébano y marfil con incrustaciones en oro y madreperla. Llevaba una breve falda de seda de color carmesí.La reina examinó con insolencia y altivez a la temblorosa esclava rubia que se hallaba delante de ella. La muchacha era evidentemente un objeto de indudable valor. Pero el pérfido corazón de Tananda sospechaba en seguida de los demás, porque ella misma era una traidora. La reina, con voz velada por la amenaza, dijo:-¡Habla, muchacha! ¿Para qué te envía Tuthmes a este palacio?

-No..., no lo sé, señora. ¿Dónde estoy? ¿Quién eres? Diana tenía la voz suave y aguda, como la de una niña.-¡Soy la reina Tananda, estúpida! Y ahora, contesta a mi pregunta.-No puedo responder, mi señora. Lo ignoro. Lo único que sé es que mi señor Tuthmes me envía como regalo...-¡Mientes! Tuthmes está comido por la ambición. Puesto que me odia, no me haría un regalo sin una segunda intención. Algo debe de estar maquinando. ¡Cuéntamelo, o será peor para ti!-¡No..., no lo sé! ¡No sé nada! -repuso plañideramente Diana, rompiendo en sollozos.Aterrada casi hasta la locura por el monstruo de Muru, no habría podido hablar aunque hubiera querido. Su lengua se habría negado a obedecer a su cerebro.-¡Desnudadla! -ordenó Tananda, mientras alguien le arrancaba a Diana el ligero vestido que cubría su cuerpo-. ¡Atadle las manos!Ataron las muñecas de la muchacha e hicieron pasar la soga por encima de una viga, después de lo cual se tensó la cuerda de modo que los brazos de Diana quedaron extendidos sobre su cabeza.

Tananda se puso en pie y cogió un látigo.-Ahora -dijo con una sonrisa cruel-, vamos a ver lo que sabes acerca de los planes de nuestro querido amigo Tuthmes. Una vez más, ¿vas a hablar?Con la voz ahogada por el llanto, Diana se limitó a mover negativamente la cabeza. El látigo zumbó en el aire y restalló sobre la piel de la muchacha, dejando una línea roja que cruzaba diagonalmente su espalda. La joven lanzó un grito desgarrador.-¿Qué sucede? -preguntó alguien con voz profunda.Conan, ataviado con una cota de malla sobre el jubón de seda y con la espada al cinto, se encontraba en el vano de la puerta. Puesto que ya había intimado con Tananda, se había habituado a entrar en las habitaciones de la reina sin ser anunciado. La soberana había tenido muchos amantes -el asesinado Amboola, entre otros-, pero nunca encontró en ninguno de ellos la pasión y la fogosidad que había hallado en los brazos del cimmerio.-Aquí tengo una ramera del norte -dijo Tananda volviéndose hacia el recién llegado-. Tuthmes me la ha enviado como regalo, sin duda alguna para que me clave una daga entre las costillas o me eche veneno en el vino. Estoy tratando de hacerle confesar la verdad. Si venías a hacerme el amor, tendrás que volver más tarde, Conan.-No venía sólo por eso -repuso el cimmerio sonriendo con gesto de lobo—. También hay un pequeño asunto de estado. Dime, ¿qué disparate es ese de permitir que los negros entren en la Ciudad Interior para ver cómo se ejecuta a Aahmes en la hoguera?-¿Un disparate? Eso enseñará a los perros negros que no se puede bromear conmigo. El bribón será torturado de tal manera que se recordará durante años. ¡Así perecerán todos los enemigos de nuestra divina dinastía! ¿Qué objeciones tienes, Conan?-Sólo esta: si permites que miles de kushitas entren en la Ciudad Interior y se enardezcan aún más con la contemplación de la tortura, te aseguro que no tardará mucho tiempo en producirse otra revuelta. Tu divina dinastía no se ha hecho querer demasiado por esas gentes.-¡No le temo a esa escoria negra!-Tal vez eso sea cierto, pero he salvado tu hermoso cuello un par de veces en sus manos, y a la tercera quizá no tenga la misma suerte. Estaba tratando de decirle eso mismo a tu ministro Afari en su palacio, pero él me dijo que eran órdenes tuyas y que no podía hacer nada. Pensé que entrarías en razones al escucharme a mí, pues tus cortesanos te temen demasiado para decirte la verdad.-No pienso hacer nada de lo que me dices. Y ahora vete y déjame con mi tarea..., a menos que quieras empuñar el látigo tú mismo.Conan se acercó a Diana y la observó con atención. Luego dijo:-Tuthmes tiene buen gusto. Pero esta muchacha está muerta de miedo. De nada valdrá lo que le hagas decir. Dámela a mí y verás lo que se puede lograr con un poco de amabilidad.-¿Amable, tú? Vamos, ocúpate de tus asuntos, Conan, y yo me ocuparé de los míos. Deberías estar distribuyendo a tus guardias para la reunión de esta noche.Luego Tananda se dirigió a Diana y le dijo con brusquedad:-¡Habla de una vez, fresca; maldita sea tu alma!El látigo silbó en el aire cuando lo alzó para castigar de nuevo.Adelantándose con la rapidez de un león, Conan cogió a Tananda por la muñeca y se la retorció hasta que le hizo soltar el látigo.-¡Suéltame! -gritó la reina-. ¿Te atreves a emplear la fuerza conmigo? ¡Voy a...! ¡Voy...!-¿Vas a qué? -dijo Conan serenamente, arrojando el látigo a un rincón; luego extrajo su daga y cortó la cuerda que retenía las muñecas de Diana. Los servidores de Tananda intercambiaron miradas inquietas-. ¡Cuida tu real dignidad, Majestad! -exclamó Conan con una sonrisa y rodeando a Diana con sus brazos-. Recuerda que mientras yo esté al mando de tu guardia, al menos tienes una posibilidad. Sin mí... bueno, ya lo sabes. Nos veremos durante la ejecución.Conan se dirigió hacia la puerta, sosteniendo a la muchacha nemedia. En el paroxismo de la ira, Tananda cogió el látigo y lo lanzó contra el cimmerio. El mango golpeó su ancha espalda y luego cayó al suelo.-¡La prefieres a ella tan sólo porque tiene una piel de pescado como la tuya! -chilló la reina-. ¡Pagarás cara tu insolencia, Conan!El cimmerio salió de la habitación al tiempo que lanzaba una estruendosa carcajada. Tananda se arrojó al suelo y comenzó a golpear el mármol con los puños, mientras lloraba de rabia y de impotencia.Poco después, Shubba pasaba con el carruaje delante de la morada de Conan, camino de la casa de su amo, y contempló con asombro cómo el cimmerio entraba por la puerta principal de su casa llevando a la muchacha desnuda en brazos. Shubba agitó las riendas para apurar al caballo.  

 

6. Un consejo sombrío

Acababan de encenderse las lámparas cuando Tuthmes tomó asiento en su habitación junto a Shubba y a Muru, el alto hechicero de Kordafa. Mientras observaba inquieto a su amo, Shubba le relató lo sucedido.-Creo que no valoré debidamente la astucia de Tananda -dijo Tuthmes-. Es una lástima haber desperdiciado una muchacha como la nemedia, pero no siempre es posible conseguir lo que uno se propone. Lo que importa ahora es esto: ¿Qué vamos a hacer? ¿Ha visto alguien al brujo Ageera?-No, mi señor -respondió Shubba-. Desapareció después de haber iniciado la revuelta contra Tananda. Lo hizo con mucha prudencia, a decir verdad. Algunos afirman que se ha marchado de Meroe; otros aseguran que se oculta en el templo de Julián, entregado por completo a las adivinaciones.-Si nuestra divina reina tuviese la inteligencia de un mosquito —dijo Tuthmes con desprecio-, haría invadir la Casa del Demonio por unos cuantos guardias robustos y colgaría de sus vigas a los sacerdotes. -Los otros dos se estremecieron y apartaron la mirada con aire inquieto-. Ya sé que os aterran las brujerías de esos hechiceros -agregó Tuthmes-. Bien, veamos. La muchacha ya no nos sirve para nada. Si Tananda no ha conseguido hacerle confesar nuestros secretos, Conan lo hará por medios más suaves, y además, en su casa, la chica no nos resulta de ninguna utilidad porque no puede espiar para nosotros. Por consiguiente, debe morir cuanto antes. Muru, ¿puedes enviar a tu demonio a la casa de Conan esta noche, mientras él se encuentra al frente de la guardia, a fin de que el monstruo se deshaga de la muchacha?-Puedo hacerlo, señor -respondió el aludido-. ¿Y no debiera ordenarle que permanezca allí hasta que Conan regrese, para que lo mate también a él? Porque tengo la impresión de que nunca llegarás a ser rey, mientras Conan viva. En tanto conserve su puesto actual, luchará como un condenado para proteger a la reina, pues así se lo ha prometido, y ello a pesar de las disputas que pueda haber entre ambos. Entonces intervino Shubba y dijo: -Aun cuando nos librásemos de la propia Tananda, Conan seguiría interponiéndose en nuestro camino. Podría incluso convertirse en rey. En realidad, en estos momentos ya casi es el soberano sin corona de Kush, puesto que es el hombre de confianza y el amante de la reina. Los guardias reales le profesan una gran devoción y aseguran que a pesar de su piel blanca, en realidad es negro, como ellos.-Muy bien -dijo Tuthmes-. Librémonos de los dos al mismo tiempo. Yo estaré viendo la ejecución de Aahmes en la plaza principal, a fin de que nadie diga que tomé parte en esas muertes.-¿Y por qué no enviamos el demonio a Tananda también? -preguntó Shubba.-Aún no ha llegado el momento -repuso Tuthmes—. Primero debo conseguir la adhesión de los nobles respecto a mis pretensiones al trono, y eso no será fácil. Muchos de ellos también ambicionan ser reyes de Kush. Hasta que mi facción no se fortalezca, mi situación en el trono será tan insegura como la de Tananda ahora. De modo que no me importa esperar un poco mientras ella se va granjeando el odio de sus vasallos por sus excesos.

 

7. El destino de un reino 

En el centro de la plaza principal de la Ciudad Interior se había colocado una estaca a la que estaba amarrado el príncipe Aahmes. Éste era un joven rollizo, de piel morena, cuya ignorancia en cuestiones de política había permitido que Afari lo complicara en la supuesta conjura con una acusación falsa.Cuatro hogueras ubicadas en las esquinas de la plaza, así como varias filas de antorchas, iluminaban el lugar del suplicio, que componía una escena infernal. Entre la estaca de la pira y los muros del palacio real se había erigido un estrado sobre el que estaba sentada Tananda. Alrededor de dicho estrado, estaban los guardias reales formando filas de tres hombres. Las llamas de las antorchas lanzaban destellos rojizos sobre las afiladas puntas de las lanzas, sobre los escudos de piel de elefante y sobre las plumas de sus tocados.A un lado de la plaza se encontraba Conan a caballo, a la cabeza de su compañía de guardias montados, que tenían las lanzas levantadas en la mano. A lo lejos, los relámpagos iluminaban los cúmulos de nubes.

Alrededor del príncipe Aahmes, atado a la estaca, había más guardias, que dejaban un espacio libre en torno al lugar de la ejecución. En este espacio estaba el verdugo de la reina, calentando los instrumentos de tortura en una pequeña fragua. El resto de la plaza estaba atestado de los negros habitantes de Meroe. La luz de las antorchas hacía resaltar el blanco de sus ojos y de sus dientes sobre las oscuras pieles de los hombres. Tuthmes y sus fieles formaban un grupo compacto en la primera fila.Conan lanzó una mirada a la turbamulta, con la sensación de que aquello no presagiaba nada bueno. Hasta ese momento todo había transcurrido en orden, pero nadie sabía lo que podía ocurrir cuando se agitaran las pasiones primitivas de los espectadores. Una indescriptible inquietud hizo presa del ánimo del cimmerio. A medida que pasaba el tiempo aumentaba su desasosiego, relacionado más que con el destino de la obstinada reina, con el de la muchacha nemedia que había dejado en su casa. La chica quedó al cuidado de una criada negra, porque Conan necesitaba a todos sus guardias para vigilar y controlar a la multitud que se reunía en la plaza esa noche.En las pocas horas que había tratado a Diana, el cimmerio quedó prendado de ella. Era suave y dulce y tal vez virgen, por lo que contrastaba en todos los sentidos con la impetuosa, cruel y sensual Tananda. Ser amante de Tananda era algo apasionante, sin duda alguna, pero al cabo de algunas semanas Conan empezó a pensar que preferiría una mujer de carácter menos tormentoso, para variar. Pero conociendo a la reina como él la conocía, Conan sospechaba que ésta sería capaz de enviar a alguien para que diera muerte a la joven mientras la casa se hallaba sin protección y él estaba ocupado con otros asuntos.En el centro de la plaza, el verdugo avivó el fuego con un fuelle. Luego alzó una herramienta que brilló con tonalidades rojizas en la oscuridad, y se acercó al prisionero. Conan no podía oírlos debido al rumor de la multitud, pero se dio cuenta de que el verdugo le estaba preguntando a Aahmes detalles acerca de la confabulación. El cautivo movió la cabeza indicando que no sabía nada.Conan sintió como si una voz le hablara interiormente, exhortándole a regresar a su casa. En las tierras hibóreas, el cimmerio había oído hablar a los sacerdotes y filósofos acerca de la existencia de espíritus guardianes y de la posibilidad de una comunicación directa entre dos mentes alejadas. Convencido de que estaban locos, no les prestó demasiada atención entonces. Ahora, sin embargo, creía entender a qué se referían. El cimmerio procuró apartar de su espíritu esa sensación inquietante, pensando que era producto de su imaginación, pero volvió a sentirla con más intensidad.Por último, Conan le dijo a su lugarteniente:-Mongo, toma el mando hasta mi regreso.-¿Adonde vas, señor? -preguntó el negro.-Voy a dar una vuelta por las calles, para asegurarme de que no hay pandillas de tunantes al amparo de la oscuridad. Mantén todo bajo control. En seguida vuelvo.Conan salió de la plaza a todo galope. La multitud se apartó para dejarle pasar. Su premonición se hacía cada vez más intensa. Hizo marchar a su corcel a paso rápido hasta que llegó a su casa. A lo lejos se oyó el débil sonido de un trueno.La casa estaba a oscuras, con excepción de una luz que alumbraba en la parte posterior. Conan desmontó del caballo, lo ató a una argolla y penetró en la casa con la mano sobre la empuñadura de la espada. En ese mismo instante escuchó un grito aterrador y reconoció la voz de Diana.Al tiempo que lanzaba un juramento, Conan corrió directamente hacia la casa, desenvainando la espada. El grito procedía de un salón de estar, apenas iluminado por la tenue luz que llegaba desde la cocina, donde había una vela encendida.Conan se detuvo en la puerta de la sala, horrorizado por lo que vio. Diana estaba encogida sobre un diván cubierto de pieles de leopardo. Tenía el cuerpo descubierto debido al desorden de su túnica de seda. Sus ojos azules estaban desorbitados por el terror que la embargaba.En el centro de la habitación flotaba una bruma gris que se iba haciendo cada vez más densa. Parte de esa neblina ya se había condensado en una enorme figura monstruosa con hombros peludos y miembros bestiales. Conan vio que la cabeza. deforme del engendro estaba dotada de un hocico de jabalí, con colmillos afilados como una daga.La cosa se había solidificado a partir del aire y se estaba materializando por influjo de algún hechizo demoníaco. Primitivas leyendas afloraron a la mente de Conan, historias de seres pavorosos que merodeaban en la oscuridad y mataban con una furia inhumana. Por un segundo, sus temores atávicos le hicieron vacilar. Luego, lanzando un rugido furioso, saltó hacia adelanté para presentar batalla, pero tropezó con el cuerpo de la criada negra, que se había desmayado en el umbral de la puerta. El cimmerio cayó de bruces al suelo y la espada se le escapó de la mano.En ese mismo instante el monstruo, que había reaccionado con una rapidez sobrehumana, giró y se lanzó sobre Conan dando un salto gigantesco. Al caer Conan al suelo, el demonio pasó por encima de su cuerpo y fue a dar contra la pared.Los combatientes volvieron a ponerse de pie inmediatamente. En el momento en que el monstruo saltaba de nuevo hacia Conan, el fulgor de un relámpago iluminó los afilados colmillos del engendro. El cimmerio le dio un golpe con el codo izquierdo en la mandíbula, mientras con la mano derecha buscaba la daga.Los peludos brazos del demonio rodearon el cuerpo de Conan con una fuerza tal que hubieran destrozado la espalda de un hombre más débil. Aquél oyó que su túnica se desgarraba cuando la cosa le clavó las afiladas uñas, y advirtió que un par de eslabones de su cota de malla se abrían con un sonido metálico. Aunque el peso del monstruo era aproximadamente igual al de Conan, su fuerza era increíble. Por más que ponía en juego todos sus músculos, el cimmerio notó que su antebrazo izquierdo se iba poco a poco hacia atrás, de modo que el horrendo hocico se acercaba cada vez más a su rostro.Allí, en la semioscuridad, los dos antagonistas forcejeaban abrazados, como en una danza grotesca. Conan buscaba desesperadamente su puñal, mientras el engendro acercaba lentamente sus colmillos. El cimmerio se dio cuenta de que el cinturón debía de haberse movido de su sitio, pues la daga estaba fuera de su alcance. Sintió renacer sus esperanzas cuando advirtió algo frío en la palma de su mano derecha. Era la empuñadura de su espada, que Diana había recogido del suelo y colocaba ahora en su diestra.Conan empuñó el arma y tanteó con la punta en busca de un punto apropiado para clavar la daga. Luego empujó con fuerza. La piel del monstruo era increíblemente dura, pero el poderoso impulso hizo penetrar la hoja. El engendro lanzó un alarido bestial al tiempo que abría y cerraba espasmódicamente las mandíbulas.Conan le clavó el sable una y otra vez, pero la bestia peluda ni siquiera parecía sentir el acero. Sus brazos demoníacos oprimieron más aún al cimmerio en un abrazo mortal. Conan sintió los afilados colmillos cerca de su rostro. Otros eslabones de su cota de malla se abrieron con un chasquido metálico bajo la presión de las tremendas garras, que rasgaron su túnica y trazaron surcos sangrientos en la espalda del cimmerio. De las heridas del engendro fluía un líquido viscoso, que no se parecía en nada a la sangre humana y que empapó las vestimentas del cimmerio.Por último, Conan apoyó una pierna en el vientre del monstruo y presionó con todas las fuerzas que le quedaban hasta que consiguió liberarse. Se tambaleó un instante debido al esfuerzo realizado, y viendo que el engendro avanzaba nuevamente hacia él, Conan alzó la espada con ambas manos y trazó con ella un arco desesperado. La hoja mordió el cuello del monstruo, cercenándolo en parte. El poderoso mandoble hubiera decapitado a dos o tres hombres, pero los tejidos de este demonio eran más resistentes que los de un ser humano.No obstante, con la horrenda cabeza casi separada del tronco, el engendro retrocedió tambaleándose y se desplomó sobre el suelo. Conan aún jadeaba intensamente, con la espada empapada de sangre, cuando se le acercó Diana y le rodeó el cuello con los brazos.

-¡Qué feliz soy! -exclamó ella-. Supliqué a Ishtar que te enviara...-Vamos, calma -dijo Conan, procurando serenar a la muchacha con sus rudas caricias—. Tal vez parezca que estoy medio muerto, pero todavía puedo mantenerme en pie...Conan se interrumpió y abrió los ojos con un asombro atroz. La cosa que creía muerta se levantó, avanzó con paso inseguro hacia la puerta con la cabeza bamboleándose sobre los hombros, tropezó con el cuerpo de la criada negra que seguía inconsciente y desapareció en la noche.-¡Por Crom y por Mitra! -exclamó el cimmerio boquiabierto, al tiempo que apartaba a Diana a un lado-. Eres una buena chica, pero antes debo seguir a ese monstruo. Es el demonio de la noche, del que tanto hablan los negros, ¡y por Crom que voy a averiguar de dónde viene!Salió al patio y advirtió qué su caballo había desaparecido. Un trozo de rienda que quedó atado a la argolla le indicó que el animal había roto la correa aterrado por la aparición del monstruo.Poco después, Conan volvió a la plaza donde iba a tener lugar la ejecución. Mientras se abría paso bruscamente entre la multitud que bramaba llena de excitación, vio que el monstruo se tambaleaba y caía delante del hechicero de Kordafan que formaba parte del grupo de Tuthmes. Con los últimos estertores, el engendro fue a apoyar su cabeza a los pies del brujo.Nuevos rugidos de cólera se elevaron de la multitud, que reconoció en aquel monstruo al demonio que durante años había aterrorizado a la ciudad de Meroe con sus apariciones esporádicas. Aunque los guardias aún forcejeaban para mantener libre el espacio que habían dejado en torno a la estaca de tortura, muchas manos aferraron a Muru desde los lados y desde atrás y lo arrojaron al suelo. Conan alcanzó a escuchar lo que gritaba el populacho:-¡Matadlo! ¡Es el amo del demonio! ¡Matadlo sin piedad!A continuación se hizo un súbito silencio. En el centro de la plaza pudieron ver a Ageera con la cabeza, afeitada pintada de modo que pareciese una calavera. Era como si hubiese saltado por encima de las cabezas de la multitud para aparecer en el espacio abierto.-¿Por qué dar muerte al instrumento y no al hombre que lo maneja? -dijo señalando a Tuthmes-. ¡Ése es el hombre al que sirve Muru! ¡Por orden suya el demonio mató a Amboola! ¡Mis espíritus me lo han revelado en el silencio del templo de Jullah! ¡Matadlo a él también!Mientras otras manos se apoderaban de Tuthmes, que gritaba lleno de desesperación, Ageera señaló hacia el estrado en el que se hallaba sentada la reina Tananda.-¡Matad a todos los nobles! -gritó-. ¡Dad muerte a los amos! ¡Libraos de vuestro yugo y volved a ser libres! ¡Matad, matad, matad!Conan apenas podía sostenerse en pie, arrastrado por la marea humana que gritaba:-¡Matad, matad, matad!De cuando en cuando algún aterrorizado aristócrata era arrojado al suelo y destrozado con saña.El cimmerio se abrió paso en dirección a sus guardias, con ayuda de los cuales aún esperaba poder despejar la plaza.. Pero en ese momento, por encima de las cabezas de la gente apiñada, vio algo-que le hizo cambiar de intención. Un guardia real, que se hallaba de espaldas al estrado, se volvió de improviso y arrojó su lanza contra la reina, a la que se suponía que debía proteger. La punta traspasó el glorioso cuerpo de la soberana como si fuera de mantequilla. Cuando Tananda se derrumbó sobre su asiento, una docena de lanzas más se clavaron en su hermoso cuerpo. Una vez desaparecida su ama, los guardias reales montados se unieron al populacho y masacraron a los nobles.Poco después, Conan llegaba a su casa maltrecho y agitado. Ató su nuevo caballo y corrió al interior de la mansión, de la que salió con un saco de monedas que tenía guardadas en un escondite.-¡Vámonos de aquí! -le dijo a Diana-. ¡Coge algo de pan! ¿Dónde diablos está mi escudo? ¡Ah, sí, aquí lo tengo!-Pero ¿no vas a llevarte estos preciosos...?-No hay tiempo. Los negros están como locos. Cógete a mi cintura y sube al caballo. ¡Vamos, arriba!Con su doble carga, el corcel galopó pesadamente a través de la Ciudad Interior, entre una turba de revoltosos, de perseguidores y de perseguidos. Un hombre dio un salto para coger la brida del caballo, pero fue arrollado y cayó al suelo lanzando un grito, al tiempo que se escuchaba un crujido de huesos rotos. Los demás se apartaron del camino como enloquecidos. Conan y Diana traspusieron la gran puerta de bronce mientras a sus espaldas las casas de la nobleza ardían como pirámides anaranjadas. Por encima de sus cabezas, los relámpagos serpenteaban en el cielo, resonaban los truenos y la lluvia comenzó a caer como una cortina de agua.Una hora más tarde, el chaparrón se había convertido en una fina llovizna. El caballo avanzaba despacio, buscando el camino en la oscuridad.-Aún estamos en la carretera de Estigia —dijo Conan aguzando los ojos, procurando ver algo en la oscuridad-. Cuando pare la lluvia, nos detendremos para secarnos y dormir un poco.-¿Hacia dónde vamos? -preguntó Diana con voz dulce.-No lo he decidido aún, pero estoy harto de las naciones negras. No se puede hacer nada con esta gente; son tan tercos y estrechos de mente como los bárbaros de mi tierra: los cimmerios, los aesires y los vanires. Creo que probaré fortuna de nuevo en las comarcas civilizadas.-¿Y qué será de mí?-¿Qué prefieres? Puedo enviarte a tu país, o puedes quedarte conmigo. Lo que tú quieras.-Yo creo -dijo la muchacha con voz suave- que a pesar de la mojadura y de las penurias estoy bien donde estoy.Conan sonrió complacido en el silencio de la noche y clavó las espuelas en el caballo, que apuró el paso y se perdió en las sombras.

Conan el cimmerio
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