dijo su padre, el Rey: «Esto me irrita.

¡Qué cosa tan pesada y tan latosa!

Ahora tendré que dar con otra esposa...».

Es, por lo visto, un lío del demonio

para un Rey componer un matrimonio.

Mandó anunciar en todos los periódicos:

«Se necesita Reina» y, muy metódico,

recortó las respuestas que en seguida

llegaron a millones... «La elegida

ha de mostrar con pruebas convincentes

que eclipsa a cualquier otra pretendiente».

Por fin fue preferida a las demás

la señorita Obdulia Carrasclás,

que trajo un artefacto extraordinario

comprado a algún exótico anticuario:

era un

con marco de latón, limpio y brillante,

que contestaba a quien le planteara

cualquier cuestión con la verdad más clara.

Así, si, por ejemplo, alguien quería

saber qué iba a cenar en ese día,

el chisme le decía sin tardar:

«Lentejas o te quedas sin cenar».

El caso es que la Reina, que Dios guarde,

le preguntaba al trasto cada tarde:

«Dime Espejito, cuéntame una cosa:

de todas, ¿no soy yo la más hermosa?».

Y el cachivache, siempre: «Mi Señora,

vos sois la más hermosa, encantadora

y bella de este reino. No hay rival

a quien no hayáis comido la moral».

***

La Reina repitió diez largos años

la estúpida pregunta y sin engaños

le contestó el Espejo, hasta que un día

Obdulia oyó al cacharro que decía:

«Segunda sois, Señora. Desde el jueves

es mucho más hermosa Blanca Nieves».

Su majestad se puso furibunda,

armó una impresionante barahúnda

y dijo: «¡Yo me cargo a esa muchacha!

¡La aplastaré como a una cucaracha!

¡La despellejaré, la haré guisar

y me la comeré para almorzar!».

Llamó a su Cazador al aposento

y le gritó: «¡Cretino, escucha atento!

Vas a llevarte al monte a la Princesa

diciéndole que vais a buscar fresas

y, cuando estéis allí, vas a matarla,

desollarla muy bien, descuartizarla

y, para terminar, traerme al instante

su corazón caliente y palpitante».

***

El Cazador llevó a la criatura,

mintiéndole vilmente, a la espesura

del Bosque. La Princesa, que se olió

la torta, dijo: «¡Espere! ¿Qué he hecho yo

para que usted me mate, señor mío?»,

el brazo y el cuchillo de aquel tío

erizaban el pelo al más pintado.

«¡Déjeme, por favor, no sea pesado!».

El Cazador, que no era mala gente,

se derritió al mirar a la inocente.

«¡Aléjate corriendo de mi vista,

porque, si me lo pienso más, vas lista...!».

La chica ya no estaba —¡qué iba a estar!—

cuando el verdugo terminó de hablar.

Después fue el hombre a ver al carnicero,

pidió que le sacara un buen cordero,

compró media docena de costillas

amén del corazón y, a pies juntillas,

Obdulia tomó aquella casquería

por carne de Princesa. «¡Que mi tía

se muera si he faltado a vuestro encargo,

Señora...! Se hace tarde... Yo me largo...».

«Os creo, Cazador. Marchad tranquilo»,

dijo la Reina. «¡Y ese medio kilo

de chuletillas y ese corazón

los quiero bien tostados al carbón!»,

y se los engulló, la muy salvaje,

con un par de vasitos de brebaje.

***

¿Qué hacía la Princesa, mientras tanto?

Pues autoestop para curar su espanto.

Volvió a la capital en un voleo

y consiguió muy pronto un buen empleo

de ama de llaves en el domicilio

de siete divertidos hombrecillos.

Habían sido jockeys de carreras

y eran muy majos todos, si no fuera

por un vicio que en sábados y fiestas

les devoraba el coco: ¡las apuestas!

Así, si en los caballos no atinaban

un día, aquella noche no cenaban...

Hasta que una mañana dijo Blanca:

«Tengo una idea, chicos, que no es manca.

Dejad todo el asunto de mi cuenta,

que voy a resolveros vuestra renta,

pero hasta que yo vuelva de un paseo

no quiero que juguéis ni al veo-veo».

Se fue Blanquita aquella misma noche

de nuevo en autoestop, y en un buen coche,

hasta Palacio y, siendo chica lista,

cruzó los aposentos sin ser vista;

el Rey estaba absorto haciendo cuentas

en el Despacho Real y la sangrienta

Obdulia se encontraba en la cocina

comiendo pan con miel y margarina.

La joven pudo, pues, llegar al fin

hasta el dichoso Espejo Parlanchín,

echárselo en un saco y, de puntillas,

volver sobre sus pasos dos mil millas,

que eso le parecieron, pobrecita.

«¡Muchachos, aquí traigo una cosita

que todo lo adivina sin error!

¿Queréis probar?». «¡Sí, sí!», dijo el mayor:

«Mira, Espejito, no nos queda un chavo,

así que has de acertar en todo el clavo:

¿quién ganará mañana la tercera?».

«La yegua Rififí será primera»,

le contestó el Espejo roncamente...

¡Imaginad la euforia consiguiente!

Blanquita fue aclamada, agasajada,

despachurrada a besos y estrujada.

Luego corrieron todos los Enanos

hasta el local de apuestas más cercano

y no les quedó un mal maravedí

que no fuera a parar a Rififí:

vendieron el Volkswagen, empeñaron

relojes y colchones, se entramparon

con una sucursal de la Gran Banca

para apostarlo todo a su potranca.

Después, en el hipódromo, se vio

que el Espejito no se equivocó,

y ya siempre los sábados y fiestas

ganaron los muchachos sus apuestas.

Blanquita tuvo parte en beneficios

por ser la emperatriz del artificio,

y, en cuanto corrió un poco el calendario,

se hicieron todos superbillonarios,

de donde se deduce que jugar

no es mala cosa... si se va a ganar.