I
Corría el galgo madruguero por al sayal de las labranzas, pesquisidor sobre la sombra de las alondras en vuelo. Tío Blas de Juanes, con profundos dejos de melancolía, miraba perdido el sudor de la siembra. Era sol naciente. Las gollerías picaban en la juvenil amanecida, sacudiendo la caperuza de niñas viejas. Sobre las bardas doraba sus plumas el gallo algarero, y los charcales eran floridos de luces. Aún farfullaban, crecidos, los cauces serranos. El cachicán subía el recuesto del arruinado molino, y la comadre tuerta bajaba ondulando los guindillones de la falda:
—¿Se halla usted al tanto, Tío Juanes? La Pareja se me ha incautado del mala costilla. ¡Y ese solimán se berrea tanicuanto le aprietan las mancuerdas! ¡Que no vaya adelante de ningún escribano, porque nos pierde, Tío Juanes!
Abismóse el viejo crudo, en su gesto senequista rendidas las miradas del ánimo, a considerar la incertidumbre de los sucesos:
—¡Me hallaba sobreavisado para cualquier desavío, que lo peor de lo más malo se me había pasado por el pensamiento, y la tan maldita ocurrencia ni una sola vez me ha dado el alto! Juanilla, la prisión de ese tuno, puede traer un averiazo que nos doble.
—¿Y cuenta usted mucho con el valimiento del Niño?
—El Niño bailará el cuerpo por ayudarnos, a la cuenta que le tiene.
Agorinó la tuerta:
—¡Si nos hacen proceso, que no se vaya suelto ese toro majo. Tío Juanes!
—No podrá irse. Pero al entanto ruede el tuno entre carabinas, la faena que cumple no es del Niño. ¡Si canta, vamos todos al estaribel! ¿Y cómo se pasó el zafarrancho?
—Asomaron los tricornios, y me subí sobre sus pisadas.
—¿Tú tenías esquiciado todos los rastros?
—¡Si registro lo hicieron y nada hallaron, usted verá! En acabando, se ponen a picar un cigarro, y de que lo fuman, me ordenan traerles el rucio, que estaba pastando. ¡Qué remedio! Pero la sangre me dio un vuelco. ¡Era vista la idea! Y así fue. Sobre el pollino, terciado, se llevaron el camastrón.
—¿Cómo lo ha tomado el tuno?
—Con su risa rajada.
—¿No se te habrá pasado averiguar adónde le conducen?
—Puse los espartos, sin sacar ninguna cosa en claro. Pero atendiendo al andar del rucio, aun cuando lo muelan, en todo el día no salen del camino, si van a Solana. Tío Juanes, donde aclaramos las dudas es en la Venta del Manchuela: Esa comadreja, de cierto que ya tiene tomados vientos. Y también le habrán dejado los amigos la noticia de sus escondrijos. ¿Por qué no pica usted para allá, Tío Barrabases? Yo me llego a las cuevas para avisar a la prójima del Carifancho. ¡Allá nos juntamos!
—¡Oye, chiva loca! Tú no sabes de más obligaciones, y a mí me sujeta el cargo en que me hallo. Sobra estos tiempos mucha gente mirona por Los Carvajales.
La comadre se rebotó de un salto, con vuelo de faldas, resaltando el anca de cabra:
—¡Pues usted verá si hay modo de cumplir en las dos partes! Y cuanto más agudo se despache el negocio del camastrón, más tranquilo queda usted. Vea usted cuál de los dos cuidados es más urgente.
El Tío Juanes sacó del chaleco su pesado y platero reloj: Con ceño de présbita, teniéndole en las dos manos, escrutó la hora, las riendas sueltas sobre el cuello del tordillo:
—No olvidemos que si es buena la diligencia, el acelero trae por veces más daños que un pedrisco. No pongamos los cuerpos al descubierto, y andemos con ojo. Una es que el tuno se berree, y otra que por el cuido de sellarle la boca nos echemos encima el recelo de la Pareja. Esa gente anda muy avisada, y como aconseja el padrino, hay que aplastarse y no dar el cuerpo. Antes que ninguna otra cosa, la primera diligencia es obrar con disimulo y poner sobre los autos al Niño.
Se oía el trote de dos caballos, y la tuerta dio una huida a esconderse entre las retamas:
—¡La Pareja!
Sobre el cerro, lujosos en el sol mañanero, bebiendo el aire, asomaban una amazona y un jinete. Volvieron bridas caracoleando los caballos, y otra vez desaparecieron. Sacó su redonda pupila la comadre:
—¡Vaya un susto!
—Pareja la era.
—¡De enamorados! ¡Tío Juanes, un curelo para, no descuidarlo!
—Si hay trapisonda… Y la habrá, que el tentador menea su rabo por todas partes, y lo mismo se peca por los chamizos de los pobres que por los palacios reales.
—¡Apuradamente!
—Agáchate, Juanilla, que de lo menos se induce una sospecha, y pudieran recelarse aquellos tunos que podan en Olivar Viejo.
—¡Así cieguen! Tío Barrabases, yo me voy con el viento a desayunar unas migas con la comadre Carifancho.
—Juanilla, que los amigos se dejen caer por la Venta del Manchuela. Allí se resolverá. ¡En el apuro, plan maduro!
II
La Carifancho, comadre renegrida y garbosa, canta, disputa y peina la mata, a la boca de un silo, en Castril de las Cuevas. Las pencas del chumbo espinan las bardas. Perros y jamelgos, bien amados de la mosca, sacuden el rabo con ritmos alternos. Las voces, las greñas arañadas y las rapiñas, tejen el hilo de la cotidiana disputa que allí mueven las mujeres. Los coimes, cuando no cumplen alguna sentencia en presidio, garbean en la tunería de lechuzas, alforjines y trámeles, o se licencia en los estudios mayores de caballistas y cuatreros. Aquel rancho gitano tiene un resalte de ochavo moruno.—Luces cobrizas, magias y sortilegios, ciencia caldea de grimorios y pentáculos.—En Castril de las Cuevas la herradura, el cuerno, el espejillo rajado, los azabaches y corales de las gigas, el sanico bendito, con ataduras y por los pies ajorcado, son los mejores influjos para torcer y mejorar los destinos del castigado Errate. El cuerno, hace mal de ojo a los vellerifes: El espejillo, enferma de muerte a los jueces. El santico ligado y ajorcado, abre las cárceles: La herradura prospera sobre los caminos y saca adelante en los pasos apurados: Las gigas mejoran la estrella del nacimiento. En Castril de las Cuevas, a la boca de un silo, canta y peina la greña Malena de Carifancho: En éstas ha visto llegar, dándose aire con una punta del pañuelo, a la comadre tuerta:
—¿Por dónde anda el tuyo, Malena?
—¡Cristo!, ¿qué se pasa?
—¿Por dónde anda?
—¡Lleva vuelo muy largo! A decirte verdad, no sé por dónde anda mi Pepe.
—¿Adónde vas tú con tanta ignorancia? Tu Pepe no puede andar lejos, pues allí cuelgan el retaco y la canana.
—¡Juanilla, te desconozco! ¡Ya te empapas en el engaño como los balichos!
—¡Así cieguen! ¡Los tenemos encima! Malena, me trae el aquel de que tu rufo, con todo acelero, se caiga por la Venta del Manchuela.
—¿Dirás de una vez lo que se pasa?
—¡Se pasa que nos pueden conducir a todos en una cuerda, si se berrea el mala sangre que esta madrugada se llevó preso la Pareja! Tío Juanes, que se ha entrevistado con el padrino, estima que se nos depara un averiazo con ese lagarto en las uñas de los Guardias. ¡A la primera solfa de baquetas, nos pone el grillete! Con todo ello, la más negra sería que pudiese cantar en papel de Juzgado. ¡Allí nos abrasan!
—¡Juanilla, no me soponcies con esas cuentas tan negras, que estoy en meses mayores! ¿Tú traes ya cavilada la melecina para que no muerda ese churel? ¿Qué tiro es el tuyo?
—¡Yo estoy atolondrada desde que vi que se lo llevaban atado a los bastes del pollino!
—¡Vaya un retablo!
—Y el raído ha puesto una risa tan malvada, que descubría sus intenciones. ¡Ni solfa de baquetas precisa, para que todo lo cante ese renegado! ¡Más pesarosa estoy de no haberle dado boleta para los Infiernos! ¡Y allí que cantase!
—¿Qué discurso hace Tío Juanes?
—Que no siga en las uñas de la Pareja.
En el fondo, moviendo el vistoso colgarín de una colcha gitana, por el arquillo de tierra, con esperezo y bostezo, apareció Carifancho:
—¡El desavío puede ser templado!
Saltó la bisoja:
—¡Ya me daba la olisca de que no andabas lejos!
Y la otra comadreja:
—Pues has oído la gachapla que ésta trae, dale respuesta.
Tosió Carifancho:
—La resolución ha de tomarse en junta, y no me parece mal discurrido entrevistarse bajo el alón de Frasquito Manchuela.
—Esa es la mía, y tras eso vengo, para que te dejes caer por aquella querencia.
La comadreja hincábale el ojo de pájaro, dorado en la rayola de sol que partía la cueva. Carifancho, negro y garboso sobre la cortinilla gitana, ajustábase el cinto del puñal. Malena le presentaba el retaco, le ajustaba las espuelas, barriendo los suelos con la clavelina del rodete. La bisoja se prevenía cruzando el pañuelo bajo el brazo:
—Si estás en ello, no se pierda más tiempo, y nosotras dos a procurar alguna noticia de la Pareja. ¡Y con este acelero, ni palabra se mezcló sobre el curelo de Cueva Beata! Pues ello es que la otra mañana presentóse el Niño. Venía muy levantado y sobrecogido por unos dimes con el Gobernador. Su consejo es aburrir el nido quien pueda, los demás aplastarse, y dejar pasar esta justicia de enero.
—Todo eso está bien. Y tocante al pájaro, ¿qué propósito hace? A mí me ha llegado el aire de algunas palabras que no sé dónde se han dicho, y sobre las cuales acaso no estuvieran conformes todos los interesados. ¿Se clareó el padrino sobre el compromiso que trae de soltar al pájaro?
—Alguna cosa mentó.
—Pues habrá que echarle el alto.
—Esa cuenta os la arregláis entre vosotros. ¡Ahora cada cual sobre su obligación, y a no dormirse!
Rezaba lo coima de Carifancho:
—¡Hay días que nacen aciagos!
Baló con hipo rabioso la otra comadre:
—¡Y de vidas enteras!
Comentó jactancioso y ensombrecido el Carifancho:
—¡De este averiazo pudiera salirnos tejida la soga!
Las tres figuras, al moverse sobre las cales de la cueva, alternativamente cortaban la rayóla de sol, y salía de la sombra su gesto expresivo, con un claroscuro potente.
III
Comadrejas con el hombro pegado a las bardas, hacían cauteloso acecho por unas eras, Juana de Tito y Malena la Carifancho. Subían los Guardias con el preso, hacia el villorrio lomero de Castril Morisco. Un zagal requisado por los tricornios alegraba al rucio con oraciones arrieras y halagos de vara. Ponía el sol en los adobes una llama adusta, una luz de castigo que calcaba con tintas chinas el perfil de los tejados. Las comadrejas, cada una por su sesgo, abiertas las mirlas, y el ojo lagartero, metíanse por las callejuelas, atisbonas a los pasos e intenciones de los Guardias. Recayeron a un campillo con tres casucas arrugadas, puestas de esquina, en disputa termosa de viejas. Ante la puerta laureada de un tabernucho, apagaban las sedes del camino el rucio, el espolique, el preso y la Pareja. Los tricornios con una sangría: Con agua de la noria los otros tres penitentes. Las comadrejas sacaban el ojo por contrapuestas esquinas. Los Guardias se alzaron, y el bulto del asno con el tullido salió trotando a la carretera, bajo la lluvia de azotes e injurias con que lo animaba el renegado espolique. Juana de Tito, escurrida y ligera, se acogió al tabernucho, cortando el terreno a espaldas de la Pareja: Con el pañuelo caído sobre el ojo tuerto, llegó al mostrador, y garbeando la mano soltó una peseta:
—Madre Melonilla, desengáñeme si es buena esta beata.
Cambiaron un guiño. Disimulando, la tabernera contó la peseta en cobres, y puso el cambio sobre el mostrador:
—¡No me rompas la cabeza! Es moneda de ley.
—Se ve tan poco de esta fruta, que no es extraño desconocerla.
—¿Te sirvo alguna bebida?
—Agua del cielo, porque traigo más sed que un esparto.
—Pues, hija, si la gustas de tomar como unas nieves, ve a sacarla del aljibe.
—¿Y el perro, no me echará el alto?
—¡Me le han dado morcilla los vellerifes! ¡Aún se me encorajina la sangre!
A hurto, por entre el coloquio, sesgaban una sonrisa de trapicheo las dos alechuzadas comadres. En el fondo, con una mesa y un jarro por medio, el seminarista, el herrador y el pedáneo disputaban por una baza de julepe. La Tía Melona, obesa y reumática, subió un cadalsillo de tres escaleras y pasó por una puerta achatada, seguida de la comadre bisoja. En el corral, sentada entre los geranios del aljibe, con un espejillo sobre la falda y una alcuza a la vera, se aceitaba la Carifancho. Arrecelose la Tía Melona:
—¿Por dónde has entrado, que no has sido vista?
—Por un agujero.
—¡Propia rata! Pues no has cegado.
—¡Buen trabajo cegar a los ciegos!
—¿Pero tú has entrado por la puerta?
—¡Como una reina!
—¡Vaya un arte que tienes para no ser vista!
—¡Y nada es bastante, Tía Melonilla!
—¿Y esa alcuza?
—Al entrar se me ha puesto delante.
—Pues aquí las cosas tienen dueño.
—Como en todas partes. Y por tener a nuestros dueños con un pie en el finibusterre, andamos nosotras aperreadas fuera del drunjí. ¡Ha visto usted que los vellerifes le han echado el guante a Tito el Baldado!
Atajó la tuerta:
—¿Qué intención descubrían los Guardias? ¿Qué palabras tuvieron? ¿Mi mala costilla, por dónde rajaba?
—Cuando el sol se cubre no pidas ver claro. Los balichos gastaron pocas palabras: A lo visto, el sol del camino les tenía seca la garganta. El tuyo se dolía de las ligaduras, y no dejaba las maldiciones para que se las aflojasen.
—¿Habrá cantado?
—Las correas tan oprimidas dicen lo contrario.
La Tía Melona protegía la alcuza bajo un pico del mandilote, y motejándole la cicatería alzaba los brazos con gracia culebrosa la Carifancho.
—Tía Melonilla, no sea usted roña y écheme usted una gota de olio en las palmas para engordar las liendres.
—¡Si estás más lucida que un disanto!
—Tía Melonilla, ¡écheme usted una gota, que no pido para freír un güevo!
—¡Si no has dejado ni la muestra!
—De una escurridura quiere usted que le deje un trapiche. ¡Valga Dios, la sangre que usted tiene, Tía Melonilla!
Se anudaba el pañuelo y sujetaba la liga Juana de Tito:
—¡Hay que no dormirse y sellarle el buzón al renegado! ¿Adónde le conduce la Pareja?
—Aquí requisaron para mudar de pollino, no hallaron coyuntura de servirse y largaron sin pagar su consumo. ¡Lejos los vea yo de mi puerta!
—¡Ganado de Lucifer!
La mano morena de la gitana prendía en el aire, con falsos anillos, el garabato de los cuernos. Juana de Tito acechaba sobre las bardas del corral:
—¡No perdamos los rastros de la Pareja!
La escueta procesión del preso y los tricornios azacanaba por la carretera. La andadura cojitranca del pollino descomponía los ángulos del cortejo, con una visión astigmática: Era en la llama de la carretera un adusto rastro negro, expresión de errantes destinos y estrellas funestas. Entraban por una sombra de alcornoques. La tuerta aguzaba el ojo sobre la barda:
—¡Soo! ¿Adónde va ese ganado que se sale de vereda?
Rió la Carifancho:
—Si le dan mulé, aquí oiremos el tronío.
Apaciguó la Tía Melonilla:
—Son comedias que representan para ablandarles el rejo a los infelices conducidos y hacerles cantar.
Juana de Tito respondía a sus voces interiores:
—Yo me acercaría, pero si tiene cantado el mala sangre soy la primera que cae.
Reflexionaba la Tía Melona:
—Tú, bien está que te guardes. En cuanto a ésta, puede rondar por los lejos de la Pareja.
La Carifancho, juncal y esquiva, ponía el moreno racimo de las uñas en las ondas lustrosas del pelo.
—Reina de España, ¿no me ve usted cómo estoy para alumbrar lo que traigo?
—Desde que te conozco, y van años, siempre te encuentras en el mismo ser.
—No se me logra fruto, Tía Melonilla.
Razonó, con un pronto, la tuerta:
—¡Sin más! Tía Melona, procúreme usted unas prendas de hombre. Malena, componte para ser una vieja.
Asintió Tía Melona:
—Vamos al fayado, y allí escogerás en lo que tengo.
—Unos calzones y una chamarreta.
—El caso, que te vengan.
—¡Engordo el cuerpo, que por prietos no será la duda!
Ceceó la Carifancho:
—Tía Melonilla, ya me procurará usted unos polvillos de harina para encanecer la mata.
—Pides tú para adobarte el cascuelo más ingredientes que el postre de un canónigo. ¡Vamos al desvanillo! Tú por delante de mí, Carifancha.
Inquirió la bisoja:
—¿No cierra usted el despacho?
—Así es más disimulado… Y Paco el Seminarista se ocupa de vigilar en mis faltas. Paco el Seminarista es muy aprovechable. Ese acaso… Si os parece le pongo en autos. ¡Es de los buenos planistas, no hay otro más aventajado! Él habló con los Civiles.
Dudó la tuerta:
—Vamos al fayado y allí resolveremos. ¿Qué ayuda podría darnos su Paco?
—¡Ojo, que vivimos muy honradamente! ¡Nada de mi Paco! ¡Líbreme Dios de torcerle la vocación a ese arzobispo!
Temblaba con el peso de los tres bultos la escalerilla del fayado. La Tía Melona, asentada al pie del ventanillo, desató un burujo. Las dos comadrejas metían la husma y las uñas sacando los pingos al aire.
—¡Estos calzones me vienen pintados!
La bisoja se alzó con desgaire. Sacaba la pierna y medía por ella las longuras del calzón. Las otras dos, agazapadas al pie del ventanillo, dieron su dictado. La Carifancho:
—¡En esa tripa mal metes tus cachas!
La Tía Melonilla:
—¡Te daba unas onzas de las mías! ¡Estás como una vara!
Requebró la Carifancho:
—¡Cuerpo de bailadora! ¡Átate un pañuelo a la cachucha y ponte este catite sobre un lado! ¡Así disimulas la trenza!
—Tía Melonilla, si usted trae unas tijeras me la rebano. Este disfraz ya no me lo quito. ¡Gachó me vuelvo!
Reflexionó la Tía Melonilla:
—¡La nube del ojo te delata! Habías de ponerte un parche.
—¡Más notado!
Saltó la faraona:
—¡Un pavero, Juanilla! Te lo echas sobre la ceja.
La tabernera, reposó las manos sobre las ancas:
—¿Y dónde lo hay el pavero, badajo rajado?
Tornaba la tuna:
—Juanilla, te completas con estas alforjas.
Y Juana de Tito, arrimándose a la tabernera, marteleaba:
—Para el pavero llame usted a su Paco.
—¡Deja la pelma! ¿Tú estás en que le hable y le ponga al cabo? Él convidó con la petaca a la Pareja. Al tuyo, como va esposado, le puso el pitillo en la boca y se lo encendió. Alguna seña pudieron haber cambiado. ¿Tú verás si vale la pena de llamarlo para que os convide? El interés que tuvo por ti no se le ha pasado.
—Tía Melonilla, ¿quiere usted cargarme el pecado de que le robe un santo al Cielo? ¡Llámele usted para ser formales! ¡Paco es muy tuno, y si habló con los tricornios alguna cosa se habrá diquelado!
—Pues espera. Bajo yo, le hago una seña, y vosotras luego bajáis.
—¿No tiene usted a mano unas tijeras?
—Ese primor déjaselo a Paco.
La Tía Melonilla, renqueando, bajó al mostrador. Paco guipó por el aire su seña, buscó pretexto y suspendió el julepe.
IV
Paco el Seminarista rascó la garganta con una tos maja viendo salir a las disfrazadas comadrejas. El mentido chaval se le ponía a la vera tocándose el catite:
—¡Salud, maestro! ¿Sabría usted decirnos dónde hallar bagaje, que la güela no puede moverse? Señores Guardias se han servido requisarnos el rucio para un pícaro que se hace el baldao. Por aquí los verían ustedes pasar.
Simuló con hipo senil la Carifancho:
—¡De infantería me han dejado!
Apuntó el Seminarista:
—¿Qué padece la güela?
Torció el hilo de las burlas la Carifancho:
—¡Flato de años!
Las comadrejas sesgaban el diálogo con dobles intenciones: Un oculto sentido ondulaba su vena picaresca en los acentos. Paco el Seminarista, con el mismo arte, ponía una a una las fichas de su réplica. Paco el Seminarista era un bigardo sobre la treintena, que, atrás diez años, tenía ahorcada la beca en Sacro Monte de Calatrava. Las comadrejas se hacían gustosas su disfraz. La premura del tiempo y los peligros se rezagaban sobre la tunería del coloquio. Gozaban de la frase con una rémora absurda. Sentían su virtud para el engaño y templaban con sabroso deleite su arte de máscaras: Jugando aquellos picardeos se adiestraban para sus tretas. Juana de Tito, súbitamente, mudó el registro en un sonsoniche:
—¿Hablaste al raído?
Paco el Seminarista, sin sorpresa, torció un canto de la boca y del mismo lado bajó el párpado.
—Tuvimos contadas palabras.
—¿Y ellas fueron?
—No te las repito por no sofocarte…
—¡Deja el miramiento!
—Pues no más que le puse el cigarro en la boca y le di lumbre, estos puñales: «¡Cuñado, aquella grandísima te ha pospuesto a Blas de Juanes!» ¡Y esto a la presencia de los tricornios para escarnio!
—¡Poco ha sido, al veneno que tiene esa serpiente! Paco, hablaremos un día despacio. Las cosas son como son, y no me hagas el mal tercio de esquiciarme al viejo cuando le tengo en las uñas.
—¿Me quieres más caballero?
—Gracias, Paco. ¿Tú no dejarías sin respuesta al raído mala sangre?
—La Pareja nos tenía el ojo encima, y no era caso de andarse con polémicas.
—¿Adónde lo llevan?
—A Solana.
—¿Tú ignoras que se han salido de la carretera?
—¿Por los Jaramillos?
—¡Propiamente!
Apicaróse el rufo:
—Lo sabía hace un chico rato. Menda les ha puesto ese enguade. La Pareja la tenéis ahora sobre Castril Morisco: Lleva idea de requisar el jumento al Santero de San Blas. Aquí pidieron informes y van sobre ellos. ¡El engaño sería que anduviese recorriendo mundo el Tío Solano!
Susurró la bisoja…
—¡De estar en ello!…
Y la Carifancho:
—¡Poco mejoran, aunque hagan el trueque de bastes!
Juana de Tito recogióse, con el ojo clavado en el vaso de aguardiente:
—¿Habrá cantado?
El Seminarista tendió la pestaña:
—¡Cantará!
Resolvió la tuerta:
—¡Hay que no dormirse y sellarle el pío!
El cuerpo magro, ambiguo, de una elasticidad viciosa, en el sayo varonil, acentuaba su esencia de monstruo. Paco el Seminarista deleitó la mirada sobre la comadreja:
—¡Tenemos que entrevistarnos!
V
Por Jarón de San Blas, en los lejos, avizoraban las dos disfrazadas comadruelas. Arrimados los fusiles al muro de la ermita, sesteaba la Pareja. Tito el Baldado retorcía el pabilo del busto en la palmatoria de tuertas canalejas, peregrinante por el campillo, sobre los bastes del rucio, que tendía el cuello y desconcertaba los cuadriles, olfateando por una brizna de hierba. Era la hora del descanso y curiosos de mirar al preso acudían los gañanes de un cortijo. Tenían destellos de sudados soles, risas fulvas y rejos ibéricos. Con aquella cuadrilla, acuciado de un cierto sobresalto, asomábase por vigilar la ermita el pardo santero: Movía en el baldón de la capa las secas tabas de galgo verdino: Con alegres cintajos de escapularios animaba el sombrero: En las manos sostenía el cepillo del Santo. Entró en la ermita y salió en talle con un botijo, que brindó a los Guardias:
—¡Otra cosa no tengo mejor que ofrecerles!
Un jayanote soldado veterano sacó el busto, el hombro, el brazo y el gesto, encarando a la Pareja:
—¡Se llevan ustedes un pájaro de valía!
La Pareja, silenciosa, a la sombra del muro, desdoblaba la adusta geometría de sus siluetas: Sustanció el Cabo Ferrándiz:
—Tío Solano, tenemos que requisarle el pollino para bagaje de ese tuno. La cuaresma que traemos no aguanta la carga.
Filosofó el Santero:
—¡Y qué remedio de aguantarla! Si esa ley valiese en la vida, todos seríamos testas coronadas. El compañero que tengo en la cuadra, poco mal remedia: Es entrado en quintas y tiene sobrehuesos en las dos manos. Ustedes resolverán a luego del cotejo. Voy a estornudarle de su pasmo.
El Santero galgueaba para los adentros. El espolique, con el rucio de ronzal, advertido, acudía a ponerse bajo los ojos de la Pareja. Los gañanes, luces centenas jácaras, en atento pasmo, curiosos, animados, felices de sentir el aliento popular del drama, contemplaban al preso:
—¡Amigo, vas caballero! ¡Así se sube a la horca!
Por unas lomas se retardaban, disimulándolo con el paso cansado, el zagal verdino y la vieja baldona. Las dos comadrejas, a pesar del disfraz, tenían recelo de aventurarse, sospechándose la mala voluntad de aquel dañino: ¡Era muy lince, y si las descubría, las delataba a la Pareja! De lejos estuvieron mirando el cotejo de los borricos y el baile babilónico que, asegurado en el goce del suyo, celebró tío Solano, Santero de San Blasito. El Glorioso Patrono, todo báculo y mitra, en la clave de un arquillo, proyectaba su ingenua bendición de piedra.
VI
Tito el Baldado se retorcía sobre los bastes del rucio y clamaba por que le aflojasen las ligaduras. La gañanada lucía los dientes: Risas crueles animaban los rostros centenos:
—Ya te curarán con sal y vinagre.
—¡Qué tan buenas acciones llevarás tú a cuestas!
—¡Por algo estás lisiado y señalado del Señor!
—Si ahora es tanto el quejido, ¿qué guardas tú para cuando te aprieten la mancuerda?
El preso se enguruñaba, agudos los ojos, la boca torcida, el gesto malvado, los acentos misioneros de hipócritas lástimas:
—¡Ningún cristiano considera mis padecimientos en cautividad de unos criminales, impedido de valerme, lisiado como me veo de las dos piernas! ¡Cinco años sujeto a malos tratamientos entre gente ruin que vive fuera de ley! ¡Un cautiverio de cinco años, al tino de que no pudiera cantar los malos pasos de aquellos empedernidos! ¡A sus robos y secuestros llaman rebaja de caudales y reparto de justicia! No encontraréis, hermanos míos, gente más sañuda que aquellos hombres y que más vaya contra la ley de Dios. ¡Nada se les da del tuyo y el mío! Puestos a negar, todo lo meten por tierra, y no les importa decir que las dehesas y las olivas las tienen robadas sus dueños. ¡Todo es robo para aquellas negras conciencias, y sólo es justicia la rebaja de caudales mediante la industria de los secuestros! ¡Es mucha desventura, hermanos, vivir cautivo un año y otro, entre tanta perdición, baldado y sin recursos, escarnecido por la conducta de la propia mujer! ¡Una gran criminal que merece subir a la horca! ¡El Señor la tiene marcada de su mano!
El garabato del pícaro, cosido en el jubón de hieles, encinchado a los bastes del rucio, zarandero entre los rígidos fusiles, traspasaba el atento silencio con su grito misionero. La tropa cortijil, morena, sudada de soles labradores, extasiaba la bárbara risa, tensa y suspensa en las voces dramáticas del preso: Gustaba, en la gracia ingenua de sus orígenes, la virtud del romance popular y de la estampa con que se ganan la vida por ferias y romerías los ciegos evangelistas.
VII
De lejos tuvieron el atisbo las disimuladas comadrejas, advertidos los ojos, por el movimiento de las figuras allá abajo, en el Campillo de San Blasito. Huidizas tomaron vuelo para la Venta del Pino: Allí se asilaron. Era el ventero un compadre desertor de presidio, que llevaba treinta años por aquellos parajes con el nombre supuesto de Frasquito Manchuela. Ya estaban en concilio Carifancho, Viroque y Patas Largas: Reunidos en torno de la lumbre, asegurados de que no había huéspedes ni otro recelo, dándole fin a una fritada de higadillos, perfilaban las últimas socaliñas para poner los espartos a la Pareja. Y apenas asomaron por la puerta las disfrazadas comadres, se alborozaron los bailones, al tino de quiénes eran los tales. Juana la Tito cortó la bulla, rajada de piernas, de gesto y de brazos:
—¡A lo que importa! Para mi discurso, visto el temor de que ese veneno nos lleve a la horca, más que a libertarle de los vellerifes ha de irse a sellarle el pío. La Pareja, si le echáis el alto, lo primero que hace es enfriar al preso. ¡Eso de toda la vida! ¡Pues a ello, chavales, y orégano sea!
La unitaria pupila de ónix, avivada por la lumbre del hogar, imponía su oráculo. Patas Largas, que a todo miraba, apuntó un reconcomio antiguo, que tenía con el Tío Juanes:
—Aquí, para tomar acuerdo, falta alguno a quien debe escucharse. Si está con el aviso, esperar es lo propio, y si no ha sido convocado, convocarle. ¡Aquí falta Tío Blas de Juanes!
Rajó la bisoja:
—Obrando como se ha dicho, no tiene falencia. De Tío Juanes será prudente que amuestre poco la fila. Los que andáis sin paradero, de una parte a la otra, exponéis menos. ¡Hay que hacerse del cargo! Horilla el sobresalto está en si los tricornios le han zurrido el barandel a mi tuno y se ha berreado, porque de ser así, ya tenemos encima el alzapié y no habrá otra que aburrir el nido.
Pinto Viroque le brindó con requiebro la bota del mosto:
—¡Tírate un latigazo, que tienes tú más cifra que el Verbo Divino!
Corrió la pellejuda de mano en mano. La bisoja, animada del trago, bailó el cuerpo con ritmo de cabra, lúbrica y ambigua en su disfraz de mancebo:
—¡Aquel tuno, tuno,
por verme la liga,
me dijo, me dijo
que fuese su amiga!
Pinto Viroque, con zumba de jaque, se ladeaba el castoreño:
—¡Buena gachapla!
—Pues a no olvidarla, amigos. Yo me meto en vanguardia para que aprendáis lo que es una mujer. Con esta copla os daré el santo apenas de que asomen los tricornios. Paraje hay que estudiarlo.
Como ya lo tenían tratado entre sí los bailones, con pocas palabras más hubo concierto, y se caminaron a un jaral, donde habían escondido las monturas. Vaca Rabiosa, en centinela sobre su cuartago, las tenía en reata. Salieron en fuga, apretadas las espuelas, bebiendo los libres aires y las luces del hogar ibérico.
VIII
—¡Por verme, por verme,
por verme la liga!
Se remontaba la voz. Los brillos simétricos de tricornios y fusiles asomaban apostillando la cinta de la carretera, repartidos a una y a otra mano, por donde dicen la Barga del Moro. Trotaba el preso, zarandil sobre los bastes del rucio, y el mozuelo espolique, sin darle paz al zurrido, cantaba una solfa de responsos arrieros. El camino daba vueltas entre espesos coscojares: Vaca Rabiosa y Patas Largas, Pinto Viroque y Pepe el Carifancho, prevenidos, pecho en tierra, los retacos apuntando el camino, esperaban el cruce de la Pareja. Por la Barga del Moro, luminosa, agreste de brisas, ondulaba la copla fulera:
—¡Me dijo, me dijo
que fuese su amiga!…
Un fogonazo dio su llamarada en el coscojar. Rodó por el campo el trueno de un tiro y, encadenados, el vuelo de una garza, el latir de un mastín, un fugitivo rebato de cencerras. Unánime exclamó la Pareja:
—¡Los caballistas!
Y doblándose sobre el camino montaba los fusiles: Espantaba el rucio las orejas y encogía las ancas. Aplastábase el espolique, barriga en tierra. Clamaban en el aire los pelos, las uñas y las voces de Tito el Baldado:
—¡Esta es la hora maldecida de mi muerte!
La Pareja hizo fuego. Con un trastrueque inverosímil se arrugaron el baste y el preso, en un batir de manos y cascos al aire. La Pareja volvía a cargar y quedaba en alerta. El Guardia Turégano, traspuesto un holgado espacio de silencio, consultó al Cabo Ferrándiz:
—¿Qué se hace?
—¡Como no sea esperar a que el pollino se levante!
—¿No habrá por ahí alguna emboscada?
—¡Apenas! Si venían a libertar al tuno, esa cuenta ya se la hemos liquidado.
El Cabo Ferrándiz, encorvado, el fusil dispuesto, se acerca y pisa en la sanguinosa mancha de arena, que recoge el sórdido bulto del preso y el asno. El Cabo Ferrándiz toca, inquiere, golpea con la culata:
—¡Listo!
—¡Un pícaro menos!
El espolique se alzaba para mirar el sangriento burujo:
Le marcó el camino, con la culata, el Cabo Ferrándiz:
—Tú, chivato, no has visto nada. ¡Toma soleta, y ojo a lo que se habla!
Con media carrera huidiza, sin perder cara, se apartó el zagalón, y de lejos quedó mirando a la Pareja:
—¿No cobro bagaje?
—¡Como no cobres una tollina que te encienda el pelo!
El Guardia Turégeno exorbitaba su risa de brutal inocencia, recogiendo sobre el zagalón la mirada celina, opaca, de piedra turquesa. El Cabo Ferrándiz, doblando el cuerpo, recelaba los ojos sobre uno y otro lado del camino. El Guardia Turégano, sospechándole el pensamiento, adelantó un comentario:
—¡Aquí tendremos que dejarlo sin vigilancia!
—¿Y quién encuentra alma viviente por estos desiertos?
La Pareja, repartida a una y otra linde, con los fusiles montados, desdoblaba las negras siluetas, apostillando la cinta luminosa de la carretera por donde dicen la Barga del Moro.
IX
La Barga del Moro se alegraba con el cascabeleo del atalaje. Trotaban las cuatro mulillas enganchadas al faetón y las regía el Marqués de Torre-Mellada. En la adusta soledad penibética era un adefesio anacrónico aquel vejete de chistera gris, guantes anaranjados, tobina con recortes de astracán, y en los fláccidos cachetes, rosicleres, de alquimia… Tío Blasillo de Juanes, acerado de sienes, ojiduro, cetrino, cenceño, iba en el pescante a la vera del pintado carcamal. Adolfito Bonifaz, hundido en los almohadones del asiento, proyectaba el humo de un sueño ambicioso. ¡César o nada! Y con la divisa sonora, trenzaba el devaneo ruin con que se prometía jugarle una mala partida a Torre-Mellada. ¡Una con que reventase de rabia aquel mentor impertinente! Adolfito Bonifaz alargaba las piernas, cuidadoso de no macular con mesocráticas rodilleras los lechuguinos pantalones de trabilla. Las muías amusgaban la oreja. En medio del camino, un pastor rodeado del hato abría en el aire las mangas del capisayo. Tío Juanes se incorporó en el pescante y ojiduro removió la boca:
—¡Esto dice cautela!
El tiro de mulillas enderezaba las orejas Dos perros con carlancas lamían en la charca negra y viscosa de sangre. Las moscas picaban los ojos yertos del tullido y del asnete. Crispóse asustado el Marqués. Emperezó Adolfito una mueca torcida de asco. Tío Juanes callaba, y disimulando hacia el cuento de las horas sacaba sus consecuencias. El Marqués de Torre-Mellada dilató el susto y la congoja en una fuga de gallos:
—¡Esto es el delirio! ¡No hay seguridad en las carreteras del Estado! ¡El caos! ¡El caos! Sin un castigo ejemplar vamos a la catástrofe. ¡La Guardia Civil se descuida en la vigilancia de las carreteras, y los caminos son los cruces vitales del Organismo Nacional! ¿Qué ha pasado aquí? ¡Ese pastor! Interrógale, Blasillo. ¡Adolfito, mala pata!
Adolfito sesgaba una sonrisa:
—¡Son las delicias del campo!
—¡Esta tierra es un presidio suelto!
Tío Blas de Juanes quebrantó el pliegue de la boca con adusta y concisa mueca de sentencia:
—¡Pues será al parigual de toda la redonda España!
X
El Marqués saltó del pescante, refitolero y medroso, las manos cruzadas bajo las haldillas de la tobina pisaverde:
—¡Se nos aguó la fiesta!
Adolfito acentuaba su cínica indiferencia:
—Un romano se hubiera vuelto a su casa. ¿Tú dirás si somos romanos?
—¡No me descompongas los nervios! ¡Cuántos cadáveres! ¡Qué espanto!
El Tío Juanes, con austera cordura, puntualizaba:
—Los muertos no pasan de dos. Un tuno y el pollino en que iba montado. Esta justicia, entendido que lo sea, se la debemos a la Benemérita.
Se alteró súbitamente el palaciego:
—¡Qué subversión de las ideas! ¡La Benemérita! ¡Ave María!
—¡Gracia plena!
Sin asomo de zumba, el viejo pardo se hacía la cruz desde la frente al pecho, donde daba sus luces garridas el escapulario del Carmelo.