LA GENERALA

CUANDO el general don Miguel Rojas hizo el disparate de casarse, ya debía pasar mucho de los sesenta. Era un veterano muy simpático, con grandes mostachos blancos, un poco tostados por el cigarro; alto, enjuto y bien parecido, aun cuando se encorvaba un tanto al peso de los años. Crecidas y espesas tenía las cejas; garzos y hundidos los ojos; cetrina y arrugada la tez, y cana casi que del todo la escasa guedeja que peinaba con sin igual arte para encubrir la calva. La expresión amable de aquella hermosa figura de veterano atraía amorosamente. La gravedad de su mirar, no exento de placidez; el reposo de sus movimientos; la nieve de sus canas; en suma, toda su persona, estaba dotada de un carácter marcial y aristocrático que se imponía en forma de amistad franca y noble. Su cabeza de santo guerrero parecía desprendida de algún antiguo retablo. Tal era, en fin, en rostro y talle el santo varón que dio su nombre a Currita Jimeno, la hija menor de los condes de Casa-Jimeno.

Currita era una muchacha delgada, morena, muy elegante, muy alegre, muy nerviosa; rompía los abanicos, desgarraba los pañuelos con sus dientes blancos y menudos, de gatita de leche, insultaba a las gentes… ¡Oh!, aquello no era mujer, era un manojo de nervios, como decía su mamá; los amigos decían algo más duro y la habían puesto «mona inquieta». Nadie al verla creería que aquel elegante diablillo se hubiese educado entre rejas, sin sol y sin aire, obligada a rezar siete rosarios cada día, oyendo misas desde el amanecer, y durmiéndose en los maitines con las rodillas doloridas, y la tocada cabecita apoyada en las rejas del coro. No parecía, en verdad, haber pasado diez años de educanda al lado de una tía suya, encopetada abadesa de un convento de nobles, allá en el riñón de Castilla la Nueva.

Cuando los condes fueron por Currita, para sacarla definitivamente de aquel encierro y presentarla al mundo, la muchacha creyó volverse loca. Llenó de flores el altar de Santa Rita —tutelar del convento y fundadora de la orden—. Casualmente acababa de hacerle una novena pidiéndole aquello mismo, y la Santa ¡tan buena! que se lo concedía sin hacerla esperar más tiempo. No bien llegó la parentela, Currita se lanzó fuera del locutorio, gritando alegremente, sin curarse de las madres, que se quedaban llorando la partida de su periquito.

—¡Viva Santa Rita!

Y se arrancó la toca, descubriendo la cabeza pelona, que le daba cierto aspecto de muchacho, acrecentado por la esbeltez, un tanto macabra, de sus catorce años.

Este amor a la libertad, tan desenfadadamente expresado con el viva dado a la Santa de Casia, lo conservó Currita hasta la muerte. Mientras los hombres de la República pasaban a la Monarquía, ella, lanzando carcajadas y diciendo donaires picarescos caminaba resuelta hacia la demagogia. ¡Pero qué demagogia la suya!, llena de paradojas y de atrevimientos inconcebibles; elaborada en una cabecita inquieta y parlanchina, donde apenas se asentaba un cerebro de colibrí pintoresco y brillante, borracho de sol y de alegría. Era desarreglada y genial como un bohemio; tenía supersticiones de gitana ¡y unas ideas sobre la emancipación femenina! ¡Válganos Dios! Si no fuese porque salían de aquellos labios que derramaban la sal y la gracia como gotas de agua los botijos moriscos, sería cosa de echarse a temblar y vivir en triste soltería esperando el fin del mundo.

Pero ya se sabe que los militares españoles son los más valientes del orbe. Currita y el general Rojas se casaron, y desde aquel día la muchacha cambió completamente, y cobró unos ademanes tan señoriles y severos que parecía toda una señora generala. Bastaba verla para comprender que no había salido de la clase de tropa; llevaba los tres entorchados como la gente de colegio. Los que al leer en La Época el notición de aquella boda, habían exclamado: «¡Pobre don Miguel!», casi estuvieron por achacar a milagro la mudanza de la niña de Casa-Jimeno. La verdad es que fácil explicación no tenía, y como la condesa se comía los Santos, y la tía abadesa estaba en olor de santidad, ¡velay!

Tenía por ayudante el general a cierto ahijado suyo, recién salido de un colegio militar. Era un caballerete de miembros delicados, y no muy cumplido de estatura: pareciera un niño, a no desmentir la presunción el bozo que se picaba de bigote, y el pliegue a veces enérgico y a veces severo de su rubio entrecejo de damisela. Este tal, llegó a ser comensal casi diario en la mesa de don Miguel Rojas. La cosa pasó de un modo algo raro. Currita no dejaba fumar a su marido; decía, haciendo aspavientos, que el cigarro irritaba el catarro crónico que padecía el buen señor; únicamente cuando había convidados se humanizaba la generala. Habíase vuelto tan cortés desde que entrara en la milicia, que, naturalmente, deponía parte de su enojo, y la furibunda oposición de cuando comía a solas con su marido, reducíase a un gracioso gestecillo de enfado. Sonreíase socarronamente don Miguel, y como no podía pasarse sin humear un habano después del café, concluyó por invitar todos los días a su ayudante.

Currita, que en un principio había tenido al oficialito por un quídam —era su frase predilecta—, acabó por descubrir en él tan soberbias prendas, y le cayó tan en gracia el muchacho que, últimamente, no se sabía si era ayudante de órdenes de don Miguel o de la dama; a todas partes la acompañaba, de día y de noche, y hasta una vez llegó la generala a imponerle un arresto, según ella misma contaba riendo a sus amigas.

Una tarde, ya levantados los manteles, dijo la generala al ayudante:

—¡Si supiese usted cuánto me aburro, Sandoval! ¿No tendría usted una novela que me prestase?

Sandoval, hecho almíbar, le prometió no una, sino ciento; y al día siguiente llevó a Currita un libro del cual hizo grandes elogios. Era Lo que no muere, del célebre Barbey d’Aurevilly.

Currita abrió el libro al azar y fijó los ojos, distraída, en las páginas satinadas, pulcras, elegantes, como para ser vueltas por manos blancas y perfumadas de duquesas y mundanas.

—¿Pero de qué trata esa novela? ¿Qué es lo que no muere?

—La compasión en la mujer… Una idea originalísima: figúrese usted…

—No; no me lo cuente. ¿Y no tiene usted ninguna novela de Daudet? Es mi autor predilecto; dicen que es realista, de la escuela de Zola; a mí no me lo parece. ¿Usted leyó Jak? ¡Qué libro tan sentido! No puede una por menos de llorar leyéndolo. ¡Qué diferente de Germinal y de todas las novelas de López Bago!

Sandoval, que tenía una migaja de gusto literario y, además, había leído los Paliques de Clarín, repuso escandalizado:

—¡Oh, oh, generala, es que no pueden compararse Zola y López Bago!

Currita, sonriendo con el gracioso desenfado de las señoras, que hablan de literatura como de modas, contestó:

—Pues se parecen mucho; no me lo negará usted.

Aquellas herejías producían un verdadero dolor al ayudante; él quisiera que la generala no pronunciase más que sentencias; que tuviese el gusto tan delicado y elegante como el talle. Aquella carencia de esteticismo recordábale a las modistillas pizpiretas, apasionadas de los folletines, con quienes había tenido algo que ver; criaturas risueñas y cantarinas, cabecitas llenas de claveles, pero ¡ay! horriblemente vacías; sin más meollo que los canarios y los jilgueros que alegraban sus guardillas.

Currita, que estaba hojeando la novela, exclamó de pronto:

—¡Qué lástima!…

Sandoval la miró con extrañeza.

—¿Lástima de qué, generala?

—Ya le he dicho a usted que no quiero que me llame así. ¡Habrá majadero! Llámeme usted Currita.

Y le dio un capirotazo con el libro; luego poniéndose seria:

—¿Sabe usted, Sandoval? Me parece éste un francés muy difícil, y yo he sido siempre de lo más torpe que Dios pudo haber criado para esto de idiomas.

Y le alargaba el libro, mirándole al mismo tiempo con aquellos ojos chiquitos como cuentas, vivos y negros, los cuales bien pudieran recibirse de doctores en toda suerte de guiños y coqueteos.

—¿Si usted quisiese?…

Él la miraba, sin acertar con lo que había de querer. La generala siguió:

—Es un favor que le pido.

—Usted no pide, manda, y se concluyó.

—Pues entonces vendrá usted a leerme un rato todos los días, ¿verdad? El general se alegrará mucho cuando lo sepa.

Colgósele del brazo, como una chiquilla, y le arrastró hasta el sofá, donde le hizo sentar a su lado.

—Empiece usted. Aprovechemos el tiempo.

Al día siguiente, y al otro, y al otro, fue Sandoval a leer Lo que no muere a la generala. El pobre muchacho no sabía qué pensar de Currita y del modo como le trataba. Había momentos en que la dama adoptaba para hablarle una corrección y formalidad excesivas, que contrastaban con la llaneza y confianza antiguas; en tales ocasiones, jamás, ni aun por descuido, le miraba a la cara. Aun cuando la idea de pasar plaza de tímido mortificaba atrozmente al ayudante, los cambios de humor que observaba en la generala manteníanle en los linderos de la prudencia.

De las fragilidades de ciertas hembras algo se le alcanzaba, pero de las señoras, de las verdaderas señoras, estaba a oscuras completamente. Creía que para enamorar a una dama encopetada lo primero que se necesitaba eran pelos en la cara en forma de bigote o barba corrida, y tocante a esto, el ayudante estaba muy necesitado. Tantas fueron sus cavilaciones sobre punto tal, que cayó en la flaqueza de oscurecerse, con tintes y menjurjes de un cómico su amigo el vello casi incoloro del incipiente bozo.

Las cosas así, leía una tarde a la generala las últimas páginas de la novela. Currita estaba cerca de él, sentada en una silla baja; a veces sus rodillas rozaban las del lector, que se estremecía; pero cual si ninguno de los dos advirtiese aquel contacto, permanecían largo rato con ellas unidas. La generala escuchaba muy conmovida; de tiempo en tiempo su seno se alzaba para suspirar; con ojos inmóviles, y como anegados en llanto, contemplaba al joven, que sentía el peso de aquella mirada fija y poderosa como la de un sonámbulo, y seguía leyendo, sin atreverse a levantar la cabeza.

Las últimas páginas del libro eran terriblemente dolorosas; exhalábase de ellas el perfume de unos sentimientos extraños, a la par pecaminosos y místicos. Era hondamente sugestivo aquel sacrificio de la condesa Iseult; aquella su compasión impúdica, pagana como diosa desnuda; aquella renunciación de sí misma, que la arrastraba hasta dar su hermosura de limosna y sacrificarse en aras de la pasión y del pecado de otro.

La generala, con las rodillas unidas a las del ayudante y la garganta seca, escuchaba conmovida la novela del anciano dandy. Sandoval, con voz a cada instante más velada, leía aquella página que dice:

… «La condesa Iseult halló todavía fuerzas para murmurar: —Pues bien; si reviviese, esta piedad dos veces maldita, inútil para aquéllos en quien fue empleada, y vacía del más simple deber para los que la han sentido, esta piedad no me abandonaría, y volvería a seguir sus impulsos, a riesgo de volver a incurrir en mi desprecio. Si Dios, me dijese: He ahí el fin que ignoras: y en su misericordia infinita, pusiese al alcance de mi mano el conseguirlo, yo no le escucharía y precipitaríame como una loca en esa piedad, que no es siquiera una virtud, y que sin embargo es la única que yo he tenido…».

La generala, sin ser dueña de sí por más tiempo, empezó a sollozar, con esa estentoreidad que los sentimientos contenidos, adquieren al desatarse en las mujeres nerviosas.

—¡Qué criatura tan rara esa condesa Iseult! ¿Habrá mujeres así?

El ayudante, conmovido por la lectura, y animado, casi irritado, por el contacto de las rodillas de la generala, contestó:

—¿Qué, usted no sería capaz de hacer lo que ella hizo por Alian, al dársele por compasión?

Y sus ojos bayos, trasparentes como topacios quemados, tuvieron al fijarse en Currita el mirar insistente, osado y magnético del celo.

La generala púsose muy seria y contestó con la dignidad reposada de una de aquellas ricas hembras castellanas que criaron a sus pechos los más gloriosos jayanes de la Historia:

—Yo, señor ayudante, no puedo ponerme en ese caso. La principal compasión en una mujer casada debe ser para su marido.

Sandoval calló, arrepentido de su atrevimiento. La generala era una virtud. Alrededor del cuello de Currita, en vez de los encajes que adornaban el peinador azul celeste, veía el alférez —con los ojos de la imaginación, por supuesto— los tres entorchados, sugestivos, inflexibles, imponiendo el respeto a la ordenanza.

Después de un momento, todavía con sombra de enojo, la generala se volvió al ayudante:

—¿Quiere usted seguir leyendo, señor Sandoval?

Y él, sin osar mirarla:

—Se impresiona usted mucho. ¿No sería mejor dejarlo?

La generala suspirando, se pasó el pañuelo por los ojos.

—Casi tiene usted razón.

Ellos se miraban en silencio. De pronto Currita, con la impresionabilidad infantil de tantas mujeres, lanzó una alegre carcajada.

—¡Cómo le ha crecido a usted el bigote! ¡Pero si se lo ha teñido! ¡Ja, ja, ja! ¡Se lo ha teñido!

Sandoval, un poco avergonzado, reía también.

—Me dará usted la receta para cuando tenga canas. ¡Ja, ja, ja!

La generala mordía el pañuelo. Luego, adoptando un aire de señora formal, que le caía muy graciosamente, exclamó:

—Eso, hijo mío, es una… vamos, no quiero decirle lo que es; pero ya verá cómo en el pecado se lleva la penitencia.

Salió velozmente, para volver a poco con una aljofaina que dejó sobre el primer mueble que halló a mano.

—Venga usted aquí, caballerito.

Era muy divertida aquella comedia en la cual él hacía de chiquitín travieso y ella de abuela regañona. Currita se levantó un poco las mangas para no mojarse, y empezó a lavar los labios al presumido ayudante, quien no pudo menos de besar aquellas manos blancas que tan lindamente le refregaban la jeta.

—Tenga usted formalidad, o si no…

Y le dio en la mejilla un golpecito que quedó dudoso entre bofetada y caricia. Se enjugó Sandoval atropelladamente, y asiendo otra vez las manos de la generala, crubriólas de besos voraces, frenéticos, delirantes. Ella gritaba:

—¡Déjeme usted! ¡Déjeme usted! ¡Nunca lo creería!

—¡Curra! ¡Currita! ¡Yo la adoro!… ¡La…!

Sus ojos se encontraron, sus labios se buscaron golosos y se unieron con un beso.

—¡Mi vida!

—¡Payaso!

Los tres entorchados, ya no le inspiraban más respeto que unos galones de cabo.

Desde fuera dieron dos golpecitos discretos en la puerta.

Sandoval, mordiendo la orejita menuda y sonrosada de la generala, murmuró:

—¡No contestes, alma mía!…

Los golpes se repitieron más fuertes.

—¡Curra! ¡Curra! ¿Qué es esto? ¡Abre!

A la generala tocóle suspirar al oído del ayudante:

—¡Dios santo! ¡Mi marido!

Los golpes eran ya furiosos.

—¡Curra! ¡Sandoval! ¡Abran ustedes o tiro la puerta abajo!

Y a todo esto los porrazos iban en aumento. Currita se retorcía las manos; de pronto corrió a la puerta, y dijo hablando a través de la cerradura, contraído el rostro por la angustia, pero procurando que la voz apareciese alegre:

—¡Mi general! Es que se ha soltado el canario, y si abrimos se escapa con toda seguridad… Ahora creo que ya lo alcanza Sandoval.

Cuando la puerta fue abierta, el ayudante aún permanecía en pie sobre una silla, debajo de la jaula, mientras el pájaro cantaba alegremente balanceándose en la dorada anilla de su cárcel.

A bordo del vapor Havre, abril de 1892.