GUILLERMO HACE UN TRABAJO A DOMICILIO
—Esto no se nos está dando mal —dijo Guillermo.
—Es verdad —admitió Pelirrojo—. Siempre que no pensemos en los que nada más vernos nos han dado con la puerta en las narices.
Guillermo sacó de un bolsillo la libreta de los trabajos a domicilio que habían realizado, estudiando, complacido, sus páginas.
—Lo cierto es que hemos hecho bien las tareas que nos han encomendado. Esa gente se mostró contenta con nosotros. Ahora —su semblante se oscureció levemente—, estoy ya un poco cansado de arrancar malas hierbas —Volvió a repasar la libreta—. ¡Caramba! Si hasta este momento no hemos hecho más que quitar hierbajos…
—Bueno, nos han estado diciendo lo que debíamos quitar y lo que habíamos de dejar —advirtió Pelirrojo.
—Sí, pero esto es inacabable —gruñó Guillermo—. Cualquiera acabaría pensando que en el mundo no hay otra cosa que malas hierbas. Me gustaría hacer algo más interesante. Lo de quitar hierbajos no es ninguna aventura, desde luego.
—Bueno, ¿y con qué clase de aventura piensas tú poder dar haciendo trabajos a domicilio? —inquirió Pelirrojo.
—Podría buscarnos alguien para que localizáramos un testamento perdido, por ejemplo —arguyó Guillermo—, o para que localizáramos un rastro, el rastro de un robo, o para que diéramos con un espía… ¿Y si alguien nos pidiera ayuda para realizar un viaje por el espacio o algo por el estilo?
—Esas ocasiones no salen cuando uno se dedica a hacer trabajos a domicilio —repuso Pelirrojo, convencido.
—Bueno, pues en la próxima casa que visitemos diremos que estamos dispuestos a hacer lo que sea, excepto arrancar malas hierbas —manifestó Guillermo.
Los chicos habían decidido centralizar aquellas operaciones en las filas de casas nuevas de las afueras de la villa, evitando a los habitantes más antiguos, quienes, injustamente, en su opinión, abrigaban algunos prejuicios contra ellos. Y hasta aquel instante, la cosa había marchado bien. Los dueños de las viviendas habían examinado, contentos, sus setos, limpios de malas hierbas, firmando sus tarjetas y entregándoles unos chelines. Pero el entusiasmo de Guillermo por aquel trabajo, nunca muy grande, decreció rápidamente.
—Este trabajo está bien para aquellos que les gusta —señaló sombríamente—, pero yo estoy empezando a creer que en el campo no hay más que malas hierbas. No quiero ver más ya… No me explico cómo hay algunos que hacen esto a menudo.
—Conforme —repuso Pelirrojo—. Yo también estoy harto. ¿Adónde vamos ahora?
Miraron a su alrededor. Desde el sitio en que se encontraban divisaron un camino bien cuidado.
—Vamos a probar suerte por allí —dijo Guillermo—. A veces pienso que la gente se dedica a cultivar la cizaña. Ya verás cómo nos salen con lo mismo en la próxima casa.
Fueron inspeccionando los jardines que hallaron al paso.
Guillermo, con el ceño fruncido, se fijaba en las hierbas canas, en las linarias y colas de caballo que crecían abundantemente entre los antirrinos y las lobelias.
—También por aquí hay muchos hierbajos —declaró—. Parecen multiplicarse al notar que nos acercamos nosotros.
Por fin llegaron a un jardín con ordenadas filas de plantas, entre las cuales sólo se veía la tierra oscura y removida.
—¡Caramba! —exclamó Guillermo—. Nadie hubiera podido creerlo… Llamemos a la puerta de esa casa. Aquí, seguramente, nos ofrecerán otra clase de trabajo más interesante.
Les abrió la puerta una señora de blancos cabellos, de rosada y arrugada faz, de bondadosa expresión.
Guillermo puso una cara de circunstancias, pasando a ofrecer sus servicios.
—¡Oh, muy bien! —exclamó la mujer—. Entrad hijos. Sois muy amables.
Los guió hasta la cocina. Sobre la mesa había una taza de té y unas galletas.
—Estaba saboreando una taza de té antes de salir de compras —les explicó ella—. Supongo que os agradará tomar algo antes de poneros a trabajar, ¿eh?
Abrió un armario del que extrajo dos botellas y un envase metálico con galletas y dulces pequeños, de delicioso aspecto.
—Bueno, tomad asiento, como si estuvierais en vuestra casa —añadió la mujer, colocando sobre la mesa vasos y platos—. Yo soy la señorita Risborough. ¿Cómo os llamáis vosotros?… ¿Guillermo y Pelirrojo? ¡Qué nombres tan bonitos! Perfectamente. Comed lo que os apetezca. Cuanto más comáis más satisfecha me sentiré. Ayer tuve invitados a la hora del té y sobraron muchas cosas. Es mejor que lo liquidéis todo vosotros.
—¡Caramba! —exclamó Guillermo, débilmente.
En ninguna de las otras casas les habían obsequiado con refrescos. Y allí los tenían a su disposición en gran escala.
—Me alegro de que hayáis venido —dijo la señorita Risborough, en tono confidencial—. Me estaba sintiendo entristecida por culpa de ciertas cosas, como pasa siempre que no dispone una de cualquier persona a mano a quien confiar sus preocupaciones.
Guillermo buceó en el envase metálico, extrayendo del mismo un sabroso bizcocho.
—¡Caramba! Esto tiene buena cara.
—Esta tarta es colosal —encomió Pelirrojo.
Guillermo obsequió a su amigo con una severa mirada, diciéndole, con la boca llena:
—Bueno, pues come, pero procura conservar en todo momento los modales, ¿eh?
—Claro, es una tontería, desde luego, que ande preocupada —manifestó la dueña de la casa, sorbiendo su té pensativamente—. Siempre es una tontería preocuparse… Ahora, lo cierto es que yo me he aprovechado de ese derecho de paso durante mucho tiempo… Es que me ahorra mucho camino para llegar a la parada del autobús. Resulta un útil atajo…
—Esto está muy rico —comentó Pelirrojo—. Derecho de paso… —repitió, caviloso—. ¿Qué quiere decir eso?
—Consiste en pesar bien las cosas —explicó Guillermo—. Es algo que ese hombre de la confitería de la villa no suele hacer nunca. En cuanto el platillo de su balanza baja, ya no pone nada más en él… Una vez puse este hecho en conocimiento de un guardia, pero no me hizo el menor caso. Probablemente, estaba de acuerdo con él.
—No, no es eso, querido —dijo la señorita Risborough—. En virtud del derecho de paso una persona puede cruzar por la propiedad de otra. Mirad… Cuando me instalé en esta casa tenía derecho a pasar por un terreno que queda al fondo de mi jardín, entre los árboles, llegando así fácilmente a la carretera y a la parada del autobús. Me ahorraba un gran rodeo. Cuando el hombre que era propietario de ese trozo de terreno lo vendió, señaló que era a condición de que yo conservara ese derecho de paso. Era muy amable y deseaba evitarme la caminata hasta la parada del autobús… ¿Habéis probado los bollos de coco? Los hice yo.
—Sí. Son estupendos —replicó Pelirrojo—. Una vez, en una barraca de feria, alcancé de un disparo a uno de estos bollos, pero no logré derribarlo. No hizo más que moverse.
—He oído decir que suelen pegarlos a la tabla en que se colocan —manifestó la señorita Risborough—. Cuando visitaba las ferias lo que más me gustaba era arrancar la pipa de los labios de un muñeco. A lo largo de una tarde repetí la hazaña tres veces.
Los chicos contemplaron a la mujer con evidente admiración.
—¿Y qué sucedió con ese derecho de paso? —preguntó Guillermo, sumergiendo la mano en el envase metálico y sacando de él unas galletitas—. ¿Lo suprimieron o qué? Nunca había probado esta clase de galletas —su voz sonaba débil, apagada—. Son superiores.
—Me alegro de que te gusten. Son hechas a base de una vieja receta de familia. Desde luego, no podían suprimir ese derecho de paso, porque legalmente me corresponde… Ahora bien, esa gente resulta de lo más desagradable. Me refiero a quienes construyeron la casa. No tienen por qué oponerse a que yo pase por entre los árboles para llegar a la parada del autobús, ya que eso no les ocasiona ningún perjuicio… Sin embargo, hay dos chicos que hacen todo lo que pueden para impedírmelo.
—¿Qué es lo que hacen? —inquirió Guillermo, que acababa de descubrir en el fondo de la caja metálica un bollo de crema, que inmediatamente se agenció.
—Me ponen trampas, por ejemplo… Ayer hicieron un gran hoyo, cubriéndolo con ramas, para que yo cayera dentro de él. Y anteayer cubrieron con una mano de pintura la parte alta de la puerta que había de abrir inevitablemente. Hoy pienso dar un rodeo, aunque tarde más tiempo. Creo que al final tendré que renunciar para siempre a ese derecho de paso, para evitar males mayores… Y hay otra cosa que me preocupa… Bueno, pero no quiero que perdáis vuestro tiempo escuchándome. Ya está bien que hayáis tenido paciencia haciéndoos cargo de mi problema con el derecho de paso… Y ahora, si habéis terminado con estas golosinas quisiera… ¿Qué os parece si salimos al jardín? Una vez en él os diré qué es lo que yo quisiera que hicieseis.
Por la puerta de la cocina salieron al jardín posterior. Tratábase de un alegre y sombreado terreno, con macizos de rosas, césped y una línea divisoria de hierbas de diversas clases.
—¡Caramba! —exclamó Guillermo, mirando a su alrededor, horrorizado.
—Sí, querido —dijo la señorita Risborough, plácidamente—. Estas hierbas son terribles. Crecen por todas partes. He conseguido arrancar las del jardín de la fachada, pero no he dispuesto de tiempo para hacer lo mismo con esta zona… Bueno, aquí tenéis un cesto y dos palas, para que podáis empezar vuestro trabajo inmediatamente. Ya veremos a mi regreso qué es lo que habéis podido hacer.
Guillermo tragó sativa.
—¿No… no sabe usted de ningún testamento perdido que pudiéramos buscarle? —replicó el chico.
La señorita Risborough miró a Guillermo algo desconcertada.
—¿No sabe usted de algún testamento perdido que le pudiéramos buscar? —preguntó Guillermo.
—Pues no, no…
—También nos gustaría localizar un rastro —añadió Guillermo, muy formal—. De haber sido víctima de un robo últimamente, nosotros intentaríamos dar con las huellas del ladrón…
La expresión de extrañeza en el rostro de la mujer se hizo más acentuada.
—No, querido. Por fortuna, nadie ha robado nada por aquí —la señorita Risborough sonrió—. ¿Se trata de una pequeña broma, querido? Bien. Yo me voy. Espero ver todo esto en mejor estado a mi regreso.
La mujer regresó a la casa. Por entre unos arbustos, los chicos la vieron abandonar el jardín provista de una gran cesta de la compra, encaminándose seguidamente hacia la carretera.
—¡Vaya! —exclamó Guillermo, irritado—. ¡Ya estamos metidos en lo mismo de antes! Yo creí que no quedaba una sola mala hierba en el mundo después de todas las que hemos arrancado.
Al mirar a su alrededor pensó que las ortigas, los cardos, las colas de caballo y los dientes de león se fijaban en él, contemplándole con aire de triunfo, maliciosos, entre las plantas más preciadas por la dueña de la casa.
—Bueno, la cosa ya no tiene remedio —repuso Pelirrojo—. Supongo que lo mejor será que empecemos nuestro trabajo.
Muy desalentado, Guillermo se inclinó, comenzando a arrancar unas matas que colocó en el cesto. Luego, se irguió, mirando en torno a él de nuevo.
—¿Dónde estará ese derecho de paso? —Inquirió.
Pelirrojo le recordó, severo:
—Estamos aquí para quitar los hierbajos que crecen entre las plantas. Esa mujer se ha portado muy bien con nosotros, obsequiándonos con dulces y refrescos.
—Sí, ya lo sé —repuso Guillermo—. Eso es precisamente lo que me impulsa a hacer por ella algo más importante que la tarea que nos ha confiado. De esto puede encargarse cualquiera. Lo haría un chiquillo. Quisiera hacer por la señorita Risborough algo que tuviera cierto sabor de aventura. Además, cuando se trabaja a domicilio toda labor es buena. Mantener un derecho de paso vale tanto como escardar y resulta mucho más interesante —Sus ojos se fijaron en una pequeña puerta de madera que había al fondo del jardín—. Me imagino que ha de ser por ahí…
—Olvidemos eso, Guillermo —recomendó Pelirrojo. Se inclinó para arrancar un cardo y dio un paso atrás, lanzando un grito—. ¡Caramba! Me he hecho daño. Ni siquiera había acercado la mano… Me ha atacado. La gente debería pagarnos más por estos trabajos. Uno corre sus peligros… De todos modos —añadió el chico, resignado—, no tenemos más remedio que seguir. Hemos comido demasiadas golosinas.
Pero Guillermo había echado ya hacia la puerta de madera.
—Sólo pienso echar un vistazo —declaró—. No voy a hacer nada. Bueno, a menos que me vea obligado a actuar. Sigo pensando que nos agradecería más que dejáramos bien establecido ese derecho de paso… Unos hierbajos más o menos no tienen importancia. Por supuesto, esa mujer se ha portado estupendamente con nosotros. ¡Caramba! Todavía tengo en la boca el sabor de los bollos de crema. Cada vez siento más deseos de hacer algo importante por ella. Lo de escardar equivale a nada, Pelirrojo. Las malas hierbas acaban por desaparecer por sí solas. No hay más que dejar que transcurra un poco de tiempo. Se marchitan y mueren… Entonces, ¿para qué arrancarlas? Si la gente mayor tuviera sentido común las dejaría en paz, se desentendería de ellas… Bueno, ya te he dicho: sólo pienso echar un vistazo. No es necesario que te acerques aquí, si no quieres.
Pero Pelirrojo había dejado en el suelo su pala, siguiendo a Guillermo hasta el otro lado de la puerta.
Había allí unos cuantos árboles, junto al jardín de la casa contigua. Descubríase una faja de terreno bien diferenciada de las más inmediatas. El suelo estaba cubierto de vegetación silvestre y por algunas ramas. Se veía claramente, sin embargo, el sendero que había dado lugar al derecho de paso, el cual serpenteaba por entre los árboles.
—Bueno, Guillermo, ya has echado un vistazo por aquí —dijo Pelirrojo, inquieto—. Volvamos a lo nuestro.
—Voy a llegar hasta el final del sendero —manifestó Guillermo—. Solamente para asegurarme de si está en buenas condiciones. En el caso de que… ¡Oh!
Guillermo agitó fuertemente los brazos de pronto, cayendo al suelo de una manera aparatosa. Sus pies se habían enredado en un hilo que alguien fijara, bien tenso, entre las hierbas. Y no fue eso todo. Por efecto de un complicado mecanismo consistente, básicamente, en la conexión del hilo con un cubo lleno de agua instalado en la rama de un árbol, Guillermo, al caer aquél, se sintió refrescado por fuera, igual que antes se sintiera por dentro, con la limonada de la señorita Risborough. Además, faltó poco para que el cubo en cuestión le cayese en la cabeza. Antes de que se diera cuenta de lo que había pasado, se dejaron ver dos chicos que habían estado escondidos detrás de un frondoso arbusto. Uno de ellos era rubio y tenía unas pestañas descoloridas y los dientes muy prominentes. El otro era moreno, destacando de su rostro la nariz, muy afilada y larga. Los dos se reían a más no poder.
—¡Has caído en la trampa! —exclamó el segundo, bailando de alegría—. ¡Has caído en la trampa!
—Eso te enseñará a no meterte en los jardines de los demás —dijo el rubio, dirigiéndose a Guillermo.
—¡Has caído en la trampa! —exclamó el moreno, riéndose de Guillermo.
Guillermo avanzó hacia los chicos, frunciendo el ceño ferozmente.
—Esta trampa no había sido preparada para nosotros —respondió—. Vosotros no sabíais que estábamos aquí. Queríais darle un susto a la señorita Risborough, ¿verdad?
—Desde luego —dijo el moreno, apuntando con su larga nariz a Guillermo—. Puedes decírselo si quieres —El chico se volvió hacia su hermano—. Que se lo diga, ¿eh, Hugo?
—Sí —contestó Hugo, con los dientes asomando por entre los labios, distendidos en una burlona mueca—. Que se lo diga, Eric… —Mirando a Guillermo, añadió—: Puedes hacerle saber también que la próxima vez que pase por aquí es posible que le caiga encima un hacha. Así acabaremos con ella. Y tú ya puedes salir de aquí a todo correr si no quieres que te denuncie a la policía por entrar en una propiedad ajena.
Adelantó una mano para propinar un empujón a Guillermo y éste, inmediatamente, reaccionó atacando. La lucha fue breve y feroz, pero desde el principio se vio claramente quién iba a lograr la victoria. Guillermo era un buen luchador y Pelirrojo un auxiliar muy capaz. Tres o cuatro minutos más tarde, Eric y Hugo corrían como demonios huyendo de sus adversarios. Se precipitaron sobre la puerta principal de su casa, cerrándola en el momento en que Guillermo estaba a punto de alcanzarlos. Sin vacilar un instante, Guillermo y Pelirrojo dieron la vuelta a la vivienda, entrando en le misma. Hubo otro encuentro, también breve y feroz, en el vestíbulo.
Dando aullidos de dolor y de furia. Eric y Hugo subieron por una escalera. Olvidados de todo, en el ardor de la pelea, Guillermo y Pelirrojo continuaron persiguiéndolos. Los hermanos se metieron en una habitación de la planta superior. La llave se encontraba en la cerradura, por la parte de fuera. Instintivamente, sin detenerse a pensar. Guillermo la hizo girar.
—¡Ya son nuestros! —exclamó, jadeante.
Los dos hermanos daban continuos gritos, aporreando enfurecidos la puerta.
—¡Ya son nuestros! —repitió Guillermo, triunfalmente.
—Sí ya son nuestros —dijo Pelirrojo, reflexivo—. ¿Y qué vamos a hacer ahora con ellos?
—¿Qué quieres decir? —inquirió Guillermo, con las mejillas encendidas jubiloso por la emoción de la riña—. Ha sido una buena pelea, les hemos vencido y hemos acabado encerrándolos aquí.
—Tienes que pensar también que nos encontramos en una casa extraña, de gente que no conocemos, con la que no tenemos ninguna relación. ¿Qué va a pasar cuando aparezca aquí el padre o la madre de esos chicos? Es lo que me gustaría saber.
Guillermo guardó silencio por unos segundos. El optimismo producido por el triunfo se disipaba. Enfrentábase ahora con la dura realidad.
—Bueno, esto, al menos, ha resultado más divertido que lo de arrancar hierbas —contestó por fin, cabizbajo.
—Sí, pero ¿qué vamos a hacer? —insistió Pelirrojo.
El torbellino de gritos y golpes en la puerta había cesado. Se produjo al otro lado de la misma un silencio lleno de funestos presagios. Lo quebraban de vez en cuando unos furtivos susurros.
—Quizá sea lo mejor dejarlos salir —propuso Guillermo.
—¿Para qué? ¿Para empezar otra pelea? —inquirió Pelirrojo—. Y si en estos momentos se presentan aquí sus padres, ¿qué vamos a decirles?
—Ya se me ocurrirá algo, supongo —dijo Guillermo, orgullosamente.
—Claro. Y ellos tomarán una determinación u otra…
—Sí. Es mejor que salgamos de aquí —convino Guillermo, que a pesar de su seguridad no tenía la más leve idea de cómo podía acabar aquel episodio—. Ha sido una buena pelea y hemos terminado encerrándolos en esa habitación. Les hemos dado una buena lección y gracias a eso aprenderán a respetar el derecho de paso.
—Yo creo que no hemos conseguido nada —opinó Pelirrojo, demostrando mejor conocimiento que su amigo de la naturaleza humana—. Ahora todo será peor. Ellos dijeron que la próxima vez matarían a la mujer.
—Está bien —contestó Guillermo—. Vámonos.
Bajaron por la escalera utilizada para subir y salieron de la casa por la puerta trasera. Pero no habían dado media docena de pasos cuando una losa pasó junto a la cabeza de Guillermo, no alcanzándole por una fracción de milímetro. Levantó la vista el chico y entonces distinguió a Eric asomado a una ventana, listo para arrojar otra losa.
—Tenemos un puñado más —anunció Eric, mostrando aquélla—, gracias a que mi padre las subió aquí, pensando en la construcción de una nueva chimenea. Os van a caer en forma de lluvia si intentáis huir. Os aguantaremos aquí hasta que mi padre regrese. Y luego… ¡ya veréis lo que es bueno!
Otra losa les cayó muy cerca y Guillermo y Pelirrojo se escabulleron apresuradamente hacia la puerta para protegerse.
—¡Probemos por la fachada principal! —ordenó Guillermo.
Pero a juzgar por lo que sucedía, la habitación en que Guillermo y Pelirrojo encerraron a los dos hermanos se extendía a lo largo de toda la casa. Antes de que hubieran dado un par de pasos desde la entrada principal, otra losa estuvo a punto de acariciar la oreja de Guillermo. Levantaron los dos camaradas la vista y divisaron a Hugo asomado a la ventana, enseñando los dientes, como siempre, ahora con una sonrisa de triunfo.
Instintivamente, Guillermo y Pelirrojo volvieron a la casa.
—Probemos por las ventanas —propuso el primero.
Pero las ventanas estaban también dominadas por los sitiadores, quienes, inesperadamente, se habían convertido en sitiados. Cada intento de huida era señalado con el lanzamiento de una losa. La escaramuza, breve y peligrosa, acababa con el regreso a la vivienda. Buscaban protección al obrar así y la que encontraban era cada vez más precaria.
—Esto es peor que esas matanzas de que hablan los libros de historia —consideró Pelirrojo, aplicándose un sucio pañuelo a una herida que tenía en la frente—. ¡Caramba! Primero la tomaron conmigo los cardos y ahora tengo que aguantar una lluvia de losas. Ningún personaje histórico ha vivido nunca una mañana como la que llevamos nosotros, Guillermo.
Éste estudiaba la situación, pensativo.
—Tenemos que probar suerte con una de esas fugas corrientes en la guerra —afirmó—. Los combatientes recurren a ellas. ¿Por qué no hemos de hacer nosotros lo mismo? Cuando quedan aprisionados en algún sitio, abren túneles para salir de él… Si nosotros pudiésemos abrir uno que pusiera en comunicación la casa en que nos encontramos con el jardín de la señorita Risborough…
—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó Pelirrojo—. A ver, explícate.
—¡Oh! ¡Cállate! —replicó Guillermo, obstinado—. Habrá otros medios… Los hay… Unos soldados se escaparon en cierta ocasión, según cuenta la Historia, escondiéndose en el interior de un caballo de madera.
—Muy bien —dijo Pelirrojo—. Búscate un caballo de madera que sea suficientemente grande para que en él quepamos los dos. Y después tendrás que dar con alguien que lo empuje.
—Bueno, bueno —saltó Guillermo, secamente—. Si vas a ponerle pegas a todo lo que se me ocurra no saldremos de aquí en la vida.
—Con pegas o sin ellas —declaró Pelirrojo, sombríamente—, creo que eso es lo más probable: que nos quedemos aquí hasta Dios sabe cuándo.
—Te diré una cosa… —indicó Guillermo, de pronto—. Busquemos una de esas pequeñas ventanas que a veces hay en los edificios, sirviendo para iluminar o ventilar reducidos recintos, y deslicémonos por ella… Hay que localizar un buen armario de obra.
Abrió el que había dejado de la escalera, comenzando a escudriñar en su interior.
Unos alaridos de alegría se oyeron arriba.
—¡Os creíais tan listos, eh!
—Ya veréis cuando llegue papá. Os va a enseñar unas cuantas cosas. No tardará en presentarse…
—Ahí no puedes encontrar ninguna ventana —advirtió Pelirrojo a su camarada, impaciente.
—Es posible que tengas razón —repuso Guillermo, interesado, a pesar de lo crítico de su situación, en los mil cachivaches que se guardaban en aquel lugar, medio a oscuras—. Oye: aquí hay algo raro… —Extrajo en seguida un caldero de cobre—. ¡Caramba! En este cacharro podría cocerse un buey.
—Tú no podrías hacerlo. Guillermo —dijo Pelirrojo—. Ni siquiera disponemos de tiempo ahora para intentar una cosa semejante. Además, ¿a qué viene eso?
—En la oscuridad, esto se me había antojado el casco protector de un gigante… —Guillermo guardó silencio un momento, añadiendo—: ¡Pelirrojo! Acaba de ocurrírseme una idea.
—¿De qué se trata? —inquirió su amigo, mirándolo aprensivamente.
—También nosotros podríamos utilizar este caldero a modo de casco. ¿Por qué no introducir nuestras cabezas dentro? ¡Caramba! De esta manera podríamos huir de aquí. Las losas de esos dos ya no nos causarían ningún daño y los dejaríamos chasqueados por fin.
Pelirrojo, dudoso, examinó el cacharro.
Guillermo, en su optimismo, no estaba dispuesto ya a hacer caso de cualquier posible objeción. Consideraba su plan una triunfal realidad.
—La idea que acaba de ocurrírseme es magnífica. Nuestra fuga será como una de esas que se ven en las películas de guerra… Creo que esto es mejor, incluso, que lo del caballo de madera. Adelante… Voy a introducir la cabeza en el caldero y luego tú harás lo mismo.
Guillermo invirtió el cacharro, procediendo tal como acababa de anunciar. Y en el espacio que quedó libre, muy justo, Pelirrojo metió su cabeza a continuación. Cautelosamente, los dos amigos empezaron a avanzar, a tientas, hacia la puerta trasera. Una lluvia de losas acogió su aparición, sin más efectos que algún estruendo y el encajamiento más ajustado del improvisado casco común sobra las dos cabezas. Aquello fue como cuando le calan a uno un sombrero hasta las orejas.
—¡Caramba! —exclamó Guillermo, en voz baja—. Por un momento creí que iban a salírseme los dientes por encima del caldero.
Pero el ruido de las losas al romperse en el suelo y los gritos de ira que bajaban desde la planta superior de la vivienda les compensó por sus incomodidades momentáneas. Los dos chicos pudieron alcanzar de aquel modo los árboles por entre los cuales discurría el sendero en litigio. Por último, Guillermo y Pelirrojo pusieron los pies en el jardín de la señorita Risborough.
—Bueno, ahora ya podemos quitarnos esto —dijo Guillermo, con voz apagada aunque bastante resonante dentro de la pequeña caverna que era el caldero.
Decidido, se aprestó a la tarea de desencajarse aquél. Pero el caldero oponía cierta resistencia a sus esfuerzos, al parecer. El reborde de aquél era más estrecho que la panza, suponiendo un serio obstáculo. Empujaron el caldero hacia arriba, en vano. Movieron sus cabezas, forcejearon… El cacharro continuaba abrazándolas estrechamente. Se aproximaron a un árbol, golpeándolo contra el tronco; lo frotaron vigorosamente contra las ramas de un arbusto… Nada. No había forma de conseguir ni el más leve desplazamiento.
Se sabe que cuando dos prisioneros se ven obligados a compartir un espacio muy reducido, los nervios hacen en seguida de las suyas. Guillermo y Pelirrojo no podían constituir una excepción de la regla general.
—Me gustaría que apartases un poco tu cara de la mía —protestó Guillermo, irritado—. Me la vas a destrozar con tu nariz… ¡Cuidado! Ahora me has hecho daño en el cuello.
Su voz seguía resonando de una manera sepulcral en el interior del caldero.
—Lo mismo te digo —respondió Pelirrojo—. Te ha faltado poco para arrancarme una oreja.
—Bueno, aparta la cabeza…
—Aparta tú la tuya…
Otro intento más enérgico para liberarse del casco improvisado les hizo caer a tierra.
—Será mejor que descansemos unos minutos —propuso Guillermo—. A ver si luego, más tranquilos, conseguimos zafarnos de esto.
—Peor no podría irnos —consideró Pelirrojo.
Guardaron silencio durante unos momentos. Pero aquel silencio, que duró sólo unos momentos, tenía poco o nada de pacífico. Dentro del caldero, la atmósfera no tenía nada de agradable. Había jadeos, resoplidos, tirones y repentinos retorcimientos… Guillermo fue el primero en volver a hablar. Su proverbial optimismo se desvanecía. Fijábase en los más sombríos aspectos de aquella curiosa situación.
—Supongamos que tenemos que seguir así hasta que seamos mayores… —dijo.
—Con largas y blancas barbas —replicó Pelirrojo, completando la idea de su amigo e interesándose débilmente por aquel planteamiento—. Nadie puede afeitarse con la cabeza metida dentro de un cacharro de cocina.
—Tampoco se puede comer —agregó Guillermo—. ¡Caramba! Ojalá no hubiera dado con el caldero éste. Prefiero morir debajo de un montón de losas a desfallecer de hambre dentro de una olla de cobre.
—¿Por qué no dejas de soplarme en la cara cuando hablas?
—Tú a veces me la mojas de saliva…
—A ver si aparece alguien que sea capaz de romper este cacharro a golpes y entonces…
—¿Has pensado en lo que será de nuestras caras si intentan tal cosa? Nos las destrozarán… Yo no quiero pasarme el resto de mi vida yendo por ahí, sin ninguna cara.
—Tendrás mejor aspecto sin ella, saldrás ganando —respondió Pelirrojo con una burlona risita que fue para el otro como una serie de cañonazos.
Un nuevo forcejeo les hizo caer de espaldas al suelo. Necesitaron unos minutos para volver a quedarse sentados.
—Por otro lado —opinó Pelirrojo—, creo que nos hemos metido en un lío por haber robado este cacharro…
—No pueden hacemos nada metidos como estamos dentro de él —contestó Guillermo. El chico suspiró profundamente y esto fue como el silbido de una ráfaga de viento—. De todos modos, no creo que vivamos ya mucho tiempo. Nunca supe de nadie que hubiese vivido largos años metido dentro de un cacharro de cocina. Yo habría redactado de nuevo mi testamento de haber sabido lo que iba a pasar… Hice otro la semana pasada, pero no me acordé de legar mi colección de insectos al Museo Británico.
—No nos hemos ganado lo que nos comimos —declaró Pelirrojo—. De este jardín hemos arrancado muy pocos hierbajos.
—Bueno, hagamos otra prueba ahora…
Con muchas dificultadas, volvieron a ponerse en pie, reanudando sus forcejeos.
—No te esfuerzas por hacer tu cabeza más pequeña —reprochó Guillermo a Pelirrojo, exasperado—. Sigo notándola tan gorda como siempre.
—¡Hombre! Me gusta eso —repuso Pelirrojo, acalorado—. Yo habría podido sacar la mía fácilmente de no tropezar con la tuya a cada movimiento.
Inesperadamente, oyeron la suave voz de la señorita Risborough en el jardín.
—¡Chicos! ¿Dónde os habéis metido?
—Vamos —musitó Guillermo—. Será mejor que demos la cara. Bueno, lo que pueda vérsenos de ella.
Vacilante, la extraña aparición de cuatro piernas, coronada por el caldero de cobre, se deslizó lentamente por el césped, una marcha que hizo todavía más difícil el repentino intento de huida por parte de Pelirrojo.
Los dos se disponían a escuchar una serie inacabable de reproches, acompañada por la imperiosa demanda de explicaciones… Pero no oyeron más que unas risitas de la señorita Risborough, quien, aplicando sus manos a un lado y a otro del caldero de cobre, maniobrando con tacto y destreza, tirando con cuidado hacia arriba, liberó a los dos amigos de su prisión.
Se quedaron plantados, inmóviles, delante de la mujer, parpadeando, conteniendo la respiración.
—¡Qué manera tan encantadora y divertida de devolvérmelo, chicos! —exclamó la señorita Risborough—. Desde luego, he de reconocer que tenéis sentido del humor… —Guillermo y Pelirrojo la miraban boquiabiertos. Y ella añadió—: No me acordé de hablaros de ese otro motivo de preocupación mío… Es que tengo una memoria fatal —La señorita Risborough fijó la vista en el caldero de cobre, en este momento sobre el césped, a sus pies—. Me alegra mucho que lo hayáis traído… Debía haberos explicado en su momento que presté este utensilio a la madre de esos dos terribles chicos de la casa vecina. Y ella, luego, simplemente, negó tenerlo… Dijo, incluso, que no lo había visto jamás… Quizá lo olvidara todo… O lo perdiera… El caso es que este caldero no es mío. Es de mi hermana, quien pensaba volver por él mañana. A mí me aterrorizaba la idea de tener que decirle que se me había extraviado… Habéis sido muy amables al traérmelo, chicos. No sé cómo os las habéis arreglado para localizarlo y estimo que tal vez sea mejor no hacer muchas preguntas… Bueno, la verdad es que os estoy muy agradecida.
—¡Qué manera tan divertida de devolverme el caldero! —exclamó la señorita Risborough.
Guillermo quiso hacer acopio de fuerzas, explicándole:
—Queríamos dejar aclarado ese asunto del derecho de paso y…
La señorita Risborough le atajó:
—¡Oh! Se trata de una cuestión resuelta. Vi a la señora Jones en la población. Hablamos de ese asunto y me autorizó para que cruzara por su jardín cuando me dirigiera a la parada del autobús, un atajo todavía más corto que el otro.
Guillermo se estaba frotando el cuello, todavía dolorido por la permanencia dentro del caldero de cobre.
—Verá usted que no hemos quitado muchos hierbajos… —aventuró.
—No importa, no importa —dijo la señorita Risborough—. Con respecto a las malas hierbas he llegado a una conclusión: hay que resignarse a verlas crecer por todas partes. En cambio, os habéis tomado algunas molestias para recuperar ese utensilio. Es raro que no me acordara de hablaros de ese problema mío. Claro, que pensé en otras cosas y… Dos cuestiones resueltas en el transcurso del mismo día. Es magnífico… Bueno, estimo que habéis aprovechado bien el tiempo. ¿Dónde está vuestra libreta de trabajos domiciliarios? ¿Qué queréis que ponga en ella? ¿«Recuperación de un caldero de cobre? —Esto suena de una manera rara. Será mejor poner—: Excelente disposición a la hora de servir al prójimo, en términos generales». Esto me parece más apropiado. ¿No pensáis vosotros igual? Perfectamente. Aquí tenéis vuestros chelines y gracias por todo.
Algo confusos, los chicos se despidieron de aquella mujer, volviendo al camino.
—¡Caramba! —exclamó Pelirrojo—. Nunca creí salir de ese caldero con vida.
Guillermo pensaba, absorto, en los detalles de la aventura. Todo lo sucedido hacía unos minutos tomaba en su mente proporciones heroicas. En su rostro había una expresión de orgullo. Iba avanzando al tiempo que lanzaba con el pie de un lado a otro de la carretera una piedra, lo mismo que si hubiese sido una pelota.
—Fue una pelea estupenda —comentó—. Los vencimos, encerrándolos en aquella habitación, recuperando luego el caldero de cobre y arreglando lo del derecho de paso…
—Eso no fue cosa nuestra —le recordó Pelirrojo.
—Bueno, faltó poco para que lo dejásemos arreglado. Prácticamente lo arreglamos. A mí me parece que después de lo que ocurrió esos dos no se habrían atrevido a hacerle ya nada más a la señorita Risborough —Guillermo dejó oir una burlona risita—. ¿Seguirán esos chicos encerrados en la habitación? Me gustaría volver a la casa para verlo…
—No podemos volver por allí —opinó Pelirrojo—. Para acercarnos a la casa tendríamos que encasquetarnos de nuevo ese cacharro a modo de casco, como hicimos antes, y no creo que esa mujer esté dispuesta a prestárnoslo.
—¿Qué vamos a hacer entonces?
—Buscaremos otro trabajo a domicilio —sugirió Pelirrojo—. Disponemos de tiempo para ello.
—Nada de quitar hierbajos —estipuló Guillermo.
—¡Oh! No. Nada de eso —convino Pelirrojo.
Frankie Parker pasó junto a ellos, en su bicicleta. Les mostró muy contento su libreta de trabajos domiciliarios.
—He aprovechado bien el tiempo —gritó—. Limpié los cristales de unas ventanas y pinté una puerta. La puerta quedó estupenda.
—Eso es lo que vamos a hacer nosotros —propuso Guillermo—. Pintaremos una puerta. Lo del pintado siempre se me dio bien…
—Luego —dijo Pelirrojo—, nos dedicaremos a limpiar cristales.
—Sí —confirmó Guillermo—. Una vez hice ese trabajo en mi casa, con ayuda de una escalera. Lo malo fue que ésta resbaló, rompí la vidriera y el agua del cubo que había subido se derramó sobre mí, dándome una ducha. No quisieron dejarme seguir… Supongo que ahora sabré arreglármelas mejor. Bueno, a ver si damos con la casa que necesitamos.
Estudiaron atentamente cada una de las que veían a un lado y otro del camino.
—Esa de ahí tiene los cristales de las ventanas muy sucios —dijo Pelirrojo por fin.
—Sí —manifestó Guillermo—. Y la puerta del jardín anda necesitada de una buena mano de pintura. ¡Adelante!
Al cabo de unos instantes se hallaban delante de una mujer alta y delgada, que llevaba un delantal manchado de harina.
—Hemos venido a pintarle la puerta del jardín —dijo Guillermo, sin más.
La mujer lo miró fijamente.
—Habéis venido… ¿a qué? —inquirió.
—O a limpiar sus ventanas —añadió Guillermo, apresuradamente.
—Al igual que otros chicos, nos dedicamos a hacer trabajos a domicilio, a ayudar a los demás —explicó Pelirrojo.
—¡Oh, sí! —contestó la mujer—. Entrad. Por aquí.
—La verdad es que preferimos pintar la puerta esa a limpiar las ventanas —especificó Guillermo—. Se nos dan mejor las puertas.
La mujer pareció no haber oído sus palabras. Cruzaron los tres la casa, yendo a parar al jardín posterior. La dueña les mostró una pequeña extensión de terreno con plantas, entre las cuales crecían abundantemente toda clase de hierbajos.
—Quisiera que dejaseis bien limpio eso de cizaña —dijo.
En el rostro de Guillermo se dibujó una expresión de sorpresa.
—Nos ocuparemos antes de la puerta del jardín —declaró, desesperado.
—No, no quiero pintarla aún.
—Pues limpiaremos las ventanas.
—Las ventanas, de momento, pienso dejarlas como están. Lo que a mí me interesa es que arranquéis todas esas malas hierbas.
—Bueno, señora, escúcheme… —dijo Guillermo, con voz ronca—. ¿No sabe usted de ningún testamento perdido que nosotros pudiéramos buscar? También nos ocuparíamos de descubrir el rastro de algún ladrón… Podríamos localizarle un caldero extraviado, o fijar un derecho de paso…
—No digas tonterías —contestó la mujer—. Empezad a trabajar en el jardín. No perdáis más tiempo. Y procurad hacer un trabajo a conciencia. No hay que dejar una sola mala hierba.
La mujer se metió en la casa. Los dos chicos se miraron mutuamente, muy entristecidos.
—Nos vemos acosados por estos malditos hierbajos —declaró Guillermo con amargura—. Nos acorralan, Pelirrojo. Aparecen abundantes allí donde nos presentamos.
—Bueno, la última vez no salimos malparados…
Guillermo soltó una sarcástica risita.
—Aquí las vamos a pagar todas Juntas —declaró.
—Manos a la obra —dijo Pelirrojo—. Sea como sea, tenemos que hacerlo.
Guillermo, repentinamente extrañado, observó:
—¿Te has fijado en las pocas flores que tiene este jardín?
—Están medio ocultas entre las hierbas, supongo —repuso Pelirrojo vagamente—. Las iremos viendo a medida que aclaremos eso. Vamos… Ya sabes lo que nos ha dicho la mujer: que trabajemos a conciencia, sin dejar una.
—Conforme —contestó Guillermo en el tono de quien se somete a oscuro e inexorable destino—. Desde luego, no tenemos más remedio que actuar. Lo bueno que tiene este jardín es que son muchas las variedades de hierbas que hay en él, así que sobre la marcha podremos ampliar nuestros conocimientos de botánica y salimos un poco de la rutina.
Los dos chicos, silenciosos, sombríos, se pusieron a trabajar a conciencia, arrancando puñados de matas de hierbas canas, dientes de león, espiguillas, zarzaparrillas, hierbabuena, perejil, tomillo, mejorana y cebollinos…