GUILLERMO ANUNCIA

Se había abierto una tienda nueva de caramelos en el pueblo. Se llamaba Mallard. Para Guillermo y sus amigos, constituía el acontecimiento de la semana. Porque lo vendía todo medio penique más barato que el señor Moss.

Obraba una revolución en las finanzas de los Proscritos. Los Proscritos era la sociedad secreta compuesta por Guillermo y sus amigos Pelirrojo, Enrique y Douglas. «Jumble», el perro de raza indefinida, propiedad de Guillermo, era su mascota.

Los proscritos dieron a Mallard su clientela sin reservas el primer sábado de su apertura. Guillermo se gastó allí la totalidad de sus tres peniques en lotes de medio penique cada uno. Se empeñó en lo de medios peniques. Aseguró que el señor Moss siempre le servía medios peniques. Por último, la joven pelirroja encargada del establecimiento cedió. Cedió de mala gana y con desdén. No se tomó el menor interés en lo que el muchacho escogió. Le pidió, en voz despectiva y hastiada, que no manoseara los palos de caramelo de Edimburgo. Murmuró mientras le envolvía los caramelos:

—Esto es perder el papel y el tiempo… En mi vida he oído semejante tontería… ¡Mira que «pedir» medios peniques…!

Guillermo salió del establecimiento guardándose cinco minúsculos paquetes en bolsillos ya rebosantes y se guardó el sexto para ir comiendo.

—No «aseguraría» yo —les dijo, sombrío, a Pelirrojo y Enrique que le acompañaban (Douglas estaba fuera)—, no aseguraría yo que he de volver más a esta tienda… ¿Queréis un «ojo de buey»…? No me gustó la forma en que me miró ni en que me habló… y por menos de nada no vuelvo a la tienda de Mallard el sábado que viene…

—Pero vende barato —aseguró Pelirrojo, sacando su bolsa de caramelos—. ¿Queréis un anís…? y me parece a mí que lo que importa en una tienda es que venda barato.

—No «sé»… no «sé» —contestó Guillermo con aire de sabiduría—. No digo más que eso… No «sé»… No «sé» que la baratura sea lo único que importe…

—Bueno, pues… ¿qué otra cosa importa? Contéstame a eso —dijo Enrique, mascando, simultáneamente, un «ojo de buey» y un anís y sacando su paquete—. ¿Queréis un caramelo de fruta…? Dime tú qué otra cosa importa en una tienda más que la «baratura».

Guillermo, dándose cuenta de que el ambiente general le era contrario, se metió otro «ojo de buey» en la boca y se irritó.

—Bueno, no habléis tanto de eso —murmuró—. No hacéis más que hablar y hablar… —De pronto se le ocurrió un argumento y lo soltó—. Suponeos que uno fuese un «asesino»… bueno pues, ¿qué tendría que ver la «baratura» con eso…? Suponeos que alguien que tuviera una tienda asesinase a alguien… bueno… supongo que, mientras vendiera «barato» diríais que estaba bien. ¡Huh!

Con una expresión de profundo desprecio y burla, Guillermo se metió el último «ojo de buey» en la boca, tiró el papel y sacó el paquete de caramelos de melaza.

—Bueno…, ¿a quién ha asesinado? —inquirió Pelirrojo, con ganas de pelear—. Nada más que porque no quería venderte en medios peniques, vas y dices que ha «asesinado» a alguien… Bueno, pues… ¿a quién ha asesinado? No puedes ir llamando asesina a la gente sin demostrar a «quién» han asesinado. Tú presenta a «quién» haya asesinado… eso es todo lo que te digo.

Guillermo estaba, en aquel momento, absorto en sus caramelos de melaza.

La pelirroja los había envuelto en un papel demasiado pequeño y en el bolsillo de Guillermo hasta este se había caído, adhiriéndose el caramelo a un pedazo de masilla que un fontanero amistoso había tenido la bondad de regalarle el día anterior. El pedazo de masilla era, en aquellos momentos, la más preciada posesión del niño. Lo despegó, cuidadosamente, de los caramelos y lo examinó con cariño, para asegurarse de que no había sufrido daño alguno. Por fin volvió a metérselo en el bolsillo y se introdujo los caramelos en la boca. A continuación, volvió a tomar parte en el debate.

—¿Cómo quieres que presente a quien haya asesinado si lo ha asesinado? ¿No te parece eso de poco sentido común? Si los ha «asesinado» los ha «enterrado». ¿Crees tú que la gente que asesina a gente, la deja por ahí tirada para que otra gente la saque y demuestre que la ha asesinado? No tienes mucho sentido común. Eso es lo único que digo. Tú no sabes gran cosa de «asesinóos». ¿Por qué te empeñas en hablar de asesinos si no sabes una palabra de ellos?

Pelirrojo empezaba a aturdirse. El discutir con Guillermo le dejaba aturdido, con frecuencia. En conjunto, se inclinaba a creer que tal vez tuviese razón Guillermo y que la joven de la tienda habría asesinado a alguien.

En aquel momento «Jumble» creó una distracción. A «Jumble» le gustaba el caramelo de melaza con delirio y lo había olfateado. Se puso de pie sobre dos patas inmediatamente para mendigar un poco; pero la mascota de los proscritos rara vez estaba de suerte. Se había alzado sobre las dos patas traseras al borde mismo de la cuneta y Guillermo no pudo resistir la tentación de empujarle.

«Jumble» salió de la cuneta y se sacudió el agua, meneando el rabo. «Jumble» sabía tomar una broma. Guillermo se había tragado ya todo el caramelo de melaza; pero Enrique le echó al perro un anís. Este lo lamió, lo hizo rodar con una pata y lo abandonó. Entonces Enrique lo recogió y volvió a meterlo cuidadosamente en el paquete con los otros. A continuación Guillermo tiró un palo para que fuera a buscarlo el perro y se abandonó, definitivamente, la discusión de la moralidad de la joven pelirroja.

En la esquina de la carretera vieron a Juanita Crewe. Aun cuando iba exquisitamente vestida y arreglada, Juanita adoraba el desgarbo y el descuido de Guillermo.

—¡Hola! —dijo Juanita.

—¡Hola! —contestaron los proscritos.

—¿Habéis ido a la tienda de Mallard?

—¡Hum!

—Vende las cosas medio penique más baratas que Moss.

—Sí —replicó Pelirrojo—; pero Guillermo dice que es una asesina.

—No es verdad —interrumpió el aludido, irritado—. No entiendes lo que te dicen. Eso es lo que te pasa a ti… que nunca entiendes lo que te dicen. Lo que yo dije «fue»…

Dándose cuenta, de pronto, que se había olvidado por completo de cómo había empezado la discusión, cambió de tópico, apresuradamente.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó.

—Cualquier cosa —respondió Juanita.

—¿Quieres un caramelo de coco? —inquirió Guillermo, sacando la tercera bolsita.

—¿Quieres un anís? —ofreció Pelirrojo.

—¿Quieres un caramelo de fruta? —invitó Enrique.

Juanita aceptó uno de cada clase y, a su vez, sacó un paquete del bolsillo.

—¿Queréis un caramelo de regaliz? —preguntó.

Mascando alegremente siguieron andando, deteniéndose, de vez en cuando, para tirarle un palo a «Jumble». El perro entonces hizo «truco». Su «truco» consistía en andar entre Guillermo y Pelirrojo, dándoles una pata delantera a cada uno de ellos. Era un «truco», que «Jumble» odiaba cordialmente. Por lo general lograba esquivarlo. La palabra «truco» bastaba, casi siempre, para que saliera disparado hacia el horizonte como una flecha. Pero aquella vez, pensando en la posibilidad de que Guillermo aún tuviera caramelos de melaza escondidos en alguna parte, no puso pies en polvorosa a tiempo. Por fin se le dejó en libertad, luego de haberle dado Juanita un beso en la punta de la nariz. En su alegría por verse libre, encontró un palo, jugó con él, intentó morderse el rabo y, por último, echó a correr carretera abajo.

—¿Queréis un cacahuete? —inquirió Guillermo.

Todos participaron de su último paquete.

—Le oí decir una vez a un chico —aseguró Enrique, con solemnidad— que a la gente que come cacahuetes acaba por salirles un árbol de ellos por la boca.

—No supongo —dijo Pelirrojo comiendo los suyos—, que unos pocos basten para hacerlo.

—Sea como fuere, resultaría bastante interesante —dijo Guillermo— ir por ahí con un árbol asomando por la boca… se podían dar golpes con él.

—Pero… imagínate el dolor tan terrible —murmuró Enrique, aplanado— que te harían las raíces al crecerte dentro del estómago.

Juanita le devolvió su cacahuete a Guillermo.

—Me… me parece que no quiero comerlo, Guillermo, gracias —dijo.

—Bueno —respondió el niño, rompiendo la cáscara filosóficamente y metiéndoselo en la boca—. A mí no me importa comerlos. Que me «hagan» crecer árboles por la boca si «pueden».

Se iban acercando ya a una tiendecita de dulces antigua. Un hombre con pantalón a cuadros, en mangas de camisa y con mandil blanco se hallaba a la puerta. Generalmente, el señor Moss irradiaba alegría. Aquel día parecía desanimado. Se aproximaban a él no sin cierto remordimiento.

—¿Qué? —preguntó el hombre—. ¿Venís a gastaros el dinero que os dan los sábados?

—Ah… no —respondió Guillermo.

—Lo hemos gastado ya —aseguró Pelirrojo.

—En la tienda de Mallard —suplemento Enrique.

—Vale medio penique menos —murmuró Juanita.

—La verdad —dijo el señor Moss—; yo lo encuentro muy natural. Ya lo creo que lo encuentro natural. Tenéis muchísima razón en ir adonde os venden las cosas medio penique más baratas. Seríais tontos si no fueseis donde os dan las cosas medio penique más baratas. Lo único que yo digo es que no hay derecho. Ellos son una compañía muy fuerte, y yo no. Tienen tiendas por todas las poblaciones grandes, y yo no. Tienen capital, y yo no. Pueden permitirse el lujo de regalar las cosas, y yo no. Siempre he mantenido los precios lo más bajo posible, conformándome con ganar lo suficiente para vivir y no puedo rebajarlos ya más. Ahí es donde me tienen cogido. Pueden rebajar los precios. No necesitan ganar nada al principio. Y lo único que digo yo, es que no hay derecho. Dicen que este pueblo está creciendo y que hay sitio para las dos tiendas. Yo no sé más que una cosa: que desde que han abierto ellos, no han entrado en mi tienda más de diez personas y a eso, creo yo que, no hay derecho.

Su auditorio de cuatro, agrupado ante la puerta del establecimiento, le escuchó con verdadera admiración. Cuando se detuvo para tomar aliento, Guillermo dijo, de corazón:

—Sea como fuere, nosotros no compraremos «más» allí…

Los proscritos asintieron y corearon las palabras de su jefe; pero el señor Moss alzó la mano.

—No —dijo—; vosotros debéis ir donde os vendan más barato. Haréis muy bien. Yo lo encuentro muy natural.

Los niños caminaron en silencio un rato. No se apartaba de ellos el recuerdo del señor Moss, triste y aturdido, desaparecida su habitual alegría y buen humor.

—No volveré a la tienda de Mallard mientras viva —anunció Guillermo con determinación.

—Sea como fuere, no era muy agradable esa joven —aseguró Juanita—. A mí no me fue simpática.

—Le tenía sin «cuidado» lo que uno comprara —exclamó Guillermo, indignado—. No se tomaba el menor «interés» como hace el señor Moss.

—Sí; y si «asesina» a la gente como dice Guillermo que hace… —empezó Pelirrojo.

—Te agradecería que no «volvieras» a hablar más de eso —le interrumpió Guillermo—. Yo no dije que había asesinado a alguien.

—Sí que lo dijiste.

—No lo dije.

—Sí.

—«No».

—Tomad otro regaliz —invitó Juanita.

Volvieron a mascar en paz.

—Sea como fuere —dijo Guillermo, volviendo al mismo asunto—. Me gustaría «hacer» algo por el señor Moss.

—¿Qué «podemos» hacer nosotros? —inquirió Pelirrojo.

—Podríamos impedir que la gente fuera a la tienda de Mallard. No es como si se tomara «interés» en lo que compramos…

—Bueno, pero…, ¿«cómo» vamos a impedir que la gente vaya a la tienda de Mallard?

—«Obligándola» a que vaya a la de Moss.

—Bueno, pero, «¿cómo?» ¿Por qué no dices «cómo»?

—Tendremos que celebrar una reunión para eso… una reunión de proscritos. Celebraremos una ahora. Vayamos al cobertizo a celebrar una ahora.

Juanita sufrió una desilusión.

—Yo no podría ir, ¿verdad? No soy proscrito.

—Puedes ser un aliado de los proscritos —le contestó, bondadosamente, Guillermo—. Compondremos un juramento especial para ti y te daremos una señal secreta especial.

A Juanita le brillaron los ojos.

—¡Oh, gracias, Guillermo querido!

* * *

Juanita había tomado el juramento especial. Había consistido en las palabras «No descubriré los secretos de los proscritos y defenderé a los proscritos hasta que nos separe la muerte».

La última frase era una inspiración de Enrique, que había asistido a la boda de su primo la semana anterior.

Se sentaron en rollizos y montones de leña para discutir el asunto del señor Moss.

—Lo primero —dijo Guillermo frunciendo el entrecejo—, es conseguir que la gente vaya a la tienda del señor Moss.

—Pero…, ¿cómo vamos a poder? —objetó Pelirrojo—. Contéstame a eso. ¿Cómo podemos hacer que la gente vaya a la tienda de Moss cuando la de Mallard cobra medio penique menos?

—De la misma manera que las tiendas grandes hacen que la gente vaya a ellos… poner anuncios y todo eso… dicen que sus cosas son mejores que las de otras tiendas… y la gente les cree.

—Bueno y… ¿por qué había de creerles la gente? —repitió Pelirrojo con ganas de pelea. Enrique estaba liquidando sus últimos caramelos y no tenía tiempo para hablar—. ¿Por qué había de creerles la gente cuando dicen que son mejores que otras tiendas? Y… ¿cómo podemos nosotros anunciar y dónde y quién nos dejará anunciar? No hablas con sentido común. Estás loco, eso es lo que te pasa. Empiezas por andar llamando asesinos a la gente cuando no sabes a «quién» han asesinado ni nada de eso y acabas diciendo que hay que pegar carteles por ahí cuando no habrá nadie que querrá permitirnos que peguemos carteles ni nadie que haga caso de carteles que hayamos pegado nosotros, ni…

—Si dejaras de «hablar» —dijo Guillermo— y de ensordecernos a todos un poco… Has estado hablando y ensordeciéndonos a todos desde que saliste. ¿Tú te has creído que no queremos oír otra cosa en nuestra vida hasta morirnos más que a ti hablando y ensordeciéndonos a todos? «Hay» cosas que quisiéramos oír aparte de oírte a ti hablar y ensordecernos a todos… hay música, y el canto de los pájaros y… la conversación de otra gente; pero tú obras de una manera que cualquiera creería que…

Al llegar a este punto, Pelirrojo se abalanzó sobre Guillermo y ambos rodaron por el suelo, luchando entre la leña. Los encuentros físicos violentos formaban parte integrante del programa en las reuniones de los proscritos. Enrique observó, tranquilamente, desde su asiento, mascando caramelos, tirando ramitas, de vez en cuanto, a los enardecidos combatientes, y diciendo:

—¡Duro…! ¡Así se hace! ¡Muy bien!

Juanita contemplaba el combate con ansiedad y horror, exclamando:

—Guillermo, ten «cuidado», por favor. ¡Oh, Pelirrojo, no le hagas «daño»!

Por fin se levantaron los dos muchachos, polvorientos y desgreñados, se estrecharon la mano y volvieron a ocupar su respectivos asientos sobre los montones de leña.

—Ahora, si me queréis dejar «hablar»… —empezó Guillermo.

—Sí que te dejaremos, Guillermo, querido —contestó Juanita—. Pelirrojo no te interrumpirá, ¿verdad, Pelirrojo?

El interpelado, que se había llevado, sin duda alguna, la peor parte en la pelea, se estaba sacando polvo y ramitas de la boca. Contestó con un gruñido que podía significar cualquier cosa.

—Bueno; ya sabéis que habrá una Tómbola Benéfica la semana que viene, ¿verdad? —prosiguió Guillermo.

Todos gimieron. Era una ceremonia a la que serían conducidos todos, cepillados y peinados y vestidos de gala, por sus orgullosos padres.

Se inclinaron hacia adelante con avidez. Tenían una confianza enternecedora en las ideas de Guillermo, una confianza que la amarga experiencia nunca parecía capaz de disipar.

* * *

El día de la Tómbola Benéfica se presentó cálido y sin nubes. La madre y la familia de Guillermo trabajaron toda la mañana. Se había alzado una tienda de campaña y, en su interior, veíanse unos cuantos puestos selectos de flores y hortalizas. Fuera, en la hierba, se hallaban los demás puestos. Un duque de verdad iba a oficiar en la ceremonia de la inauguración.

Guillermo se ausentó durante la mayor parte de la mañana, regresando a tiempo de comer y se dejó limpiar y vestir después humildemente, sin ofrecer resistencia alguna.

—Guillermo casi se está portando demasiado bien —le dijo la señora Brown a su esposo—. Es un verdadero consuelo.

—Me alegro que eso pueda servirte de consuelo —contestó el señor Brown—. Por mi experiencia de Guillermo, le prefiero cuando se sabe qué es lo que está maquinando.

—¡Oh! Yo creo que le juzgas mal —dijo la madre, cuya fe en Guillermo resultaba casi patética.

—Ethel y yo no podemos ir a la inauguración, querido —dijo la señora Brown a la hora de comer—. Estoy algo cansada. Conque supongo que esperarás y que irás con nosotras más tarde.

Guillermo sonrió con su sonrisa dolorosamente dulce.

—Más vale que vaya temprano —contestó sin ruborizarse—. A lo mejor puedo ayudarle a alguien.

Media hora más tarde Guillermo marchó solo a la Tómbola Benéfica. Llevaba su mejor traje y su cabello había sido peinado y cepillado hasta conseguir que se alisara. Cubrían sus manos unos guantes de ante. Le brillaban los zapatos como estrellas.

En la Tómbola Benéfica se había congregado ya una alegre muchedumbre. Juanita estaba allí, vestida de blanco, en compañía de su madre. Pelirrojo estaba allí, rígido e inmaculado, en compañía de su madre. Enrique estaba allí, tieso y limpito en compañía de su madre.

Guillermo, Pelirrojo y Enrique se reunieron y se pusieron a hablar en voz baja, como si conspirasen, y parecían bastante a disgusto de su excesiva limpieza. Juanita los miró con nostalgia; pero no se le permitió que se alejara del lado de su madre.

Llegó el duque de verdad. Era alto y algo encorvado y tenía aspecto aristocrático y expresión de aburrimiento.

Todo estaba dispuesto para la inauguración. Había de tener lugar en el espacio abierto detrás de la tienda de campaña. Los asientos de la comisión organizadora y el del duque se hallaban próximos a la tienda. Luego había un espacio separado del público por una barrera.

Al otro lado de la tienda de campaña, los puestos estaban desiertos. Su Excelencia permaneció unos momentos en el interior de la tienda hablando con la esposa del pastor protestante. Luego salió a inaugurar la tómbola. Unos minutos después de haber marchado Su Excelencia, hubiera podido vérsele salir a Guillermo de debajo de un puesto, sin gorra, despeinado, las rodillas llenas de polvo, y reunirse con Pelirrojo y Enrique en el lado desierto de la tienda de campaña.

Su Excelencia se puso en pie y pronunció unas cuantas palabras lánguidas, declarando abierta la Tómbola Benéfica. Pero la comisión organizadora, que se hallaba sentada detrás de él, le miraba boquiabierta de asombro. Porque un enorme cartel adornaba la espalda de Su Excelencia.

¿HA PROVADO USTED

LOS DULZES DE KOKO

DE MOSS?

A la Comisión no se le ocurría nada para hacer frente a semejante crisis. Sólo se veía capaz de mirar horrorizada con los ojos y la boca muy abiertos.

Se acabó el discurso de inauguración. Empezaron los aplausos. Su Excelencia se volvió para charlar, amablemente, con la esposa del Pastor, exhibiendo la espalda al público. Los aplausos se interrumpieron, para reanudarse con mayor entusiasmo que nunca.

—Debe de ser un «truco» anunciador —dijo la esposa del organista.

Pero al público le tenía sin cuidado lo que fuera. Se llevaron las manos a los costados. Se abrazaron unos a otros muertos de risa. Siguieron a la alta, esbelta y elegante figura cuando esta se dirigió, en compañía de la esposa del Pastor, a los puestos. La buena señora hablaba nerviosa e histérica.

—Querida, no me era «posible» —explicó más tarde—. No sabía cómo decírselo. No se me ocurrían palabras adecuadas… y no hacía más que pensar: ¿y si sabe él que lo lleva y «quiere» seguir llevándolo? Parecía mucho más cortés hacer como si una no lo hubiese visto.

La Comisión organizadora, llena de ansiedad, se reunió en un grupo.

—No lo llevaba puesto cuando llegó. Debe de habérselo pegado alguien.

—Querido; alguien tiene que decírselo.

—O acercarse a él y quitárselo cuando esté distraído.

—Querida, eso no puede ser. Imagínate que volviera la cabeza en el preciso momento en que alguien se lo estuviera arrancando… ¡se creería que se lo estaban «poniendo»!

—El Pastor tendrá que decírselo… busquemos al Pastor. Yo creo que sería mejor que lo hiciera un ministro del Señor…, ¿no les parece?

—Sí; y tal vez… bueno, no podría decir mucho delante de un Pastor, ¿verdad?

—Y un Pastor tiene tanta experiencia en eso de consolar a la gente… Creo que tiene usted razón… Pero ¿quién lo habrá hecho?

Azoradas, jadeantes y aturdidas, se marcharon en busca del Pastor protestante.

* * *

Entretanto, Su Excelencia hablaba con la esposa del Pastor. Empezaba a creer que la señora no se encontraba del todo bien. Sus modales resultaban algo más que singulares. Miró a su alrededor. Los puestos seguían desiertos.

—No parecen haber empezado a comprar mucho aún, ¿verdad? —dijo—. Supongo que tendré que dar yo el ejemplo.

Se acercó a un puesto y compró un cojín color rosa. Luego volvió a mirar a su alrededor, con el cojín debajo del brazo y el cartel pegado aún a la espalda. La muchedumbre no se preocupaba de otra cosa que de mirarle; luchaban por verle; le seguían por todas partes como perros falderos…

—Se conoce que a algunas de estas personas no les es desconocido mi nombre —dijo—. Ya decía yo que ese discurso que eché en el Senado la semana pasada despertaría a la gente…

—Ah… oh… sí —contestó la esposa del Pastor. Parpadeó y tragó saliva—. Ah… oh… sí, verdaderamente… sí… claro que sí… estoy completamente de acuerdo… completamente.

El Pastor acudió en aquel momento en su auxilio.

El Pastor no había decidido aún si debía hablar en broma o si mostrase condolido.

—Hay un lleno, ¿verdad, Excelencia? Hay una cosa que quisiera… —La esposa del Pastor se marchó, con diplomacia—. Claro está que todos lo comprendemos… usted no tiene la culpa… y, palabra de honor, no estamos… Un simple accidente… pero se averiguará quién es la persona responsable. Le aseguro a usted que se le encontrará… ah… se le encontrará.

—¿Tendría usted la amabilidad —dijo Su Excelencia con paciencia— de explicarme lo que quiere decir?

El Pastor respiró con fuerza y se lanzó.

—Lleva usted un cartel pequeño en la espalda —dijo—. Mejor dicho, no pequeño… es decir… permítame…

Su Excelencia se apresuró a tocarse la espalda, cogió el cartel, se lo arrancó, se puso los lentes y lo examinó a distancia. Luego se volvió hacia el Pastor, que se estaba enjugando el sudor de la frente. La Comisión organizadora temblaba en segundo término. Uno de los miembros, la señorita Spence, había sufrido ya un ataque de nervios, viéndose obligada a retirarse a su casa. Otra señora se encontraba en la tienda de campaña, víctima de un ataque de histeria.

—¿Cuánto tiempo hace, exactamente —preguntó Su Excelencia— que llevo este letrero?

El Pastor intentó sonreír y alzó una mano, nervioso, como si quisiera aflojarse el cuello.

—Ah… bastantes minutos… ejem… minutos podría decirse, Excelencia… desde… ah… ejem… desde la inauguración casi podría uno decir…

—Entonces —preguntó Su Excelencia—, ¿por qué diablos no me lo dijo usted antes?

El Pastor alzó la mano y tosió, con reproche.

En aquel preciso momento, Guillermo, Pelirrojo y Enrique salieron de debajo de uno de los puestos al amparo del cual se habían estado preparando en espera del momento más dramático para presentarse.

Todos llevaban un par de hojas de cartón —una detrás y otra delante— unidas con un cordel por los hombros.

Guillermo llevaba delante:

«EL KARAMELO DE MELAZA DE MOSS»

ES EL MEJOR»

Y detrás:

«COMPRE LOS “OJOS DE VUEI” EN LA

TIENDA DE MOSS»

Pelirrojo llevaba delante:

«LE GUSTARÁN LOS KAKAVETS DE MOSS»

Y detrás:

«MOSS SE INTERESA POR LA CLENTELA»

Enrique llevaba delante:

«BAYA A LA TIENDA DE MOSS SI QUIERE

COMPRAR KARAMELOS DE FRUTAS»

Y detrás:

«MOSS SIRBE MEDIOS PENIKES TAMVIÉN»

Solemnemente, con rostros sin expresión y la mirada fija delante de ellos, desfilaron entre la muchedumbre. Su Excelencia, que se había quitado los lentes, volvió a ponérselos. Su Excelencia era buen psicólogo.

—Coja al niño que va delante —dijo.

El Pastor, de muy buena gana, cogió a Guillermo, por el cuello y le hizo comparecer ante Su Excelencia. Este alzó el cartel que había llevado en la espalda.

—¿Pegaste tú esto… a… a mi chaqueta? —inquirió, con severidad.

Guillermo se desasió del Pastor.

—Sí —contestó, con no menos severidad que Su Excelencia—; ¿sabe usted? queríamos que la gente fuera a comprar al establecimiento del señor Moss… Porque, ¿sabe? Mallard es una compañía fuerte y él no, y ellos tienen mucho capital y él no, ¿comprende? Y queríamos conseguir que la gente fuera a la tienda de Moss y se nos ocurrió pegar carteles que «hicieran» a la gente ir a la tienda de Moss, como hacen las tiendas grandes… y sabíamos que nadie haría caso de nuestros carteles si los pegábamos en cualquier lado; pero pensamos que si le pegábamos uno a alguien de importancia al que todo el mundo estuviera mirando continuamente… y es muy bueno y se toma «interés» y se «preocupa» de lo que uno compra, y sus dulces de coco son mejores que los de todo el mundo, y sirve medios peniques sin protestar, y está la mar de «preocupado», y queríamos ayudarle…

—Y «ella» es un asesino —intercaló Pelirrojo.

Antes de que pudiera contestar Su Excelencia, Juanita se desasió de la mano de su madre y corrió al grupo.

—¡Oh! ¡haga el favor de no «hacerle» nada a Guillermo! —suplicó—. También tuve yo la culpa… no soy uno de verdad, pero soy una aliada… hasta que la muerte nos separe, ¿sabe?

Su Excelencia miró de uno a otro. Se había aburrido soberanamente con la esposa del Pastor y toda la Comisión organizadora. Alegrándosele el corazón, reconoció que aquella resultaría compañía más entretenida.

—Bueno —contestó—, acompañadme a la tienda de campaña donde está el puesto de refrescos y discutiremos el asunto mientras nos tomamos un helado.

* * *

La noticia de que Su Excelencia se había pasado casi toda la tarde tomando helados con Guillermo Brown y los otros niños, discutiendo de piratas y pieles rojas y contándoles cuentos de caza mayor, dejó a todo el pueblo boquiabierto.

El saber, por añadidura, que había pedido a los niños que le acompañaran a la estación y que se había pasado en la tienda de Moss, probando los dulces de coco, asegurado que eran deliciosos, comprado una libra para cada niño y pedido que le mandaran una cantidad todos los meses, dejó al pueblo casi paralizado. Pero todos fueron a la tienda de Moss a pedirle detalles. Al señor Moss empezó a conocérsele como proveedor del Duque de Ashbridge. Al mes siguiente, la tienda de Mallard fue cedida a un panadero y la joven pelirroja dijo que, por su parte, «ella» no lo sentía porque, para trabajar, aquel pueblo era peor que el sitio donde Cristo dio las tres voces.

Fue la señorita Spence quien expresó el sentimiento popular acerca de Guillermo. No lo dijo porque sintiera el menor afecto por el muchacho. Andaba muy lejos de profesarle cariño alguno.

Guillermo perseguía a su gato y a sus gallinas, turbaba su descanso con sus cantos y sus silbidos, le rompía la ventana con la pelota y tiraba piedras, por encima del seto, y dentro del estanque de su jardín.

Pero un día, al ver a Guillermo andar por la cuneta (Guillermo nunca andaba por la carretera si podía andar por la cuneta), arrastrando los pies por el barro, con las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada, fruncido el entrecejo, con gesto de severidad y determinación en el semblante, contraída la boca para emitir su penetrante silbido, seguido por sus amigos, dijo, lentamente:

—Ese niño tiene «algo»…