GUILLERMO APORTA SU GRANO DE ARENA
A Guillermo le estaba pareciendo la guerra algo aburrida. Situaciones tales como las determinadas por los apagones de luz y otras por el estilo habían sido exploradas hasta su máximo punto y empezaban a cansarle. Había trabajado por la victoria con tan erróneo celo —arrancando tiernas lechugas y otros productos agrícolas como si hubiesen sido malas hierbas— que le había sido prohibido que volviera a coger palas, rastrillos y azadas. Habíase ofrecido también a la oficina de reclutamiento de Hadley. El sargento que se hallaba al frente de ella, pese a su carácter jovial y amistoso, pese a haberle regalado incluso un distintivo militar auténtico, se había negado a enrolarle como miembro de las Fuerzas de Su Majestad.
—No tienes la talla requerida —habíale dicho—. Hay normas muy concretas sobre el particular.
—Estoy creciendo rápidamente —objetó Guillermo.
—Pero no con la rapidez que nosotros exigimos —repuso el sargento con firmeza.
—Oiga: ¿no podría enrolarme de tambor? —propuso Guillermo—. Sé hacer bastante ruido con él. Dice una tía mía que siempre que lo toco le duele la cabeza varias semanas seguidas. Yo creo que Hitler se asustaría si me oyese.
—No hay vacantes para tambores de tropa ahora —manifestó el sargento.
—Bueno, ¿querrá usted avisarme cuando las haya? —inquirió Guillermo.
—Desde luego —dijo el sargento.
Pero el hombre, en aquel momento, guiñó el ojo a un cabo que estaba a su lado y Guillermo no se fiaba mucho de su promesa.
Luego, escribió al «Premier» para ofrecerle sus servicios como espía. Pero no recibió respuesta a su carta. Creyendo que la misiva había sido interceptada por los agentes alemanes, volvió a escribir. De nuevo, el silencio. Decidió que de todos modos podía ejercitarse como espía por su cuenta y riesgo. Se puso entonces el abrigo de Roberto, y uno de sus sombreros. Pero a pesar del bigote que se pintó con un corcho ahumado, para ocultar su identidad, fue reconocido al instante por el dueño de las prendas. Roberto la emprendió a golpes con él. Muy a disgusto suyo, hubo de renunciar a su carrera de espía.
—Es más importante un sombrero y un abrigo ya viejos que ganar la guerra, por lo visto —murmuró, indignado—. Roberto debía estar en la cárcel, por dar más importancia a esas prendas que a la victoria.
Había renunciado ya casi a su propósito de aportar algo bueno a la causa de su patria cuando oyó a sus familiares hablar de un individuo llamado «Quisling», quien, al parecer, y en forma muy misteriosa, se hallaba en todas partes.
—Me imagino que hay uno en Inglaterra —declaró Roberto, con sombría expresión—. Estará preparado el terreno para el enemigo… O creyendo que se lo prepara… ¡Dios mío! ¡Cuánto me gustaría echarle las manos encima!
—Pero…, ¿quién es él? —preguntó Guillermo.
—¡Cállate! —ordenó Roberto—. Se le han dado las cosas bien en Turquía… Y no se esperaba verle en Holanda, ni Bélgica…
—¿En Holanda? ¿En Bélgica? —preguntó Guillermo. Creo que antes dijiste que estaba en Holanda o Turquía. Me figuré que…
—¡Cállate de una vez! —dijo Roberto, añadiendo a continuación, sombrío—: Y también está aquí, en Inglaterra. Hemos de estar en todo momento con los ojos bien abiertos.
Guillermo no quiso formular en absoluto ningún comentario.
Pero en la primera ocasión en que encontró a su madre a solas, la abordó.
—Oye, mamá: ¿quién es ese «Grisling»?
—Es «Quisling», querido —le corrigió su madre.
Guillermo hizo caso omiso de sus palabras.
—Lo mismo da. Se trata por lo visto de una persona que puede encontrarse al mismo tiempo en Turquía, en Bélgica, en Holanda y en Inglaterra… Pero esto no es posible. Roberto estaba equivocado al afirmar lo contrario.
—Verás… Es que no se trata del mismo hombre en realidad —repuso la señora Brown, pacientemente—. Es una especie de… «tipo».
—¿Y eso qué es?
—Escucha, Guillermo… Nosotros hemos estado hablando de un hombre de nacionalidad noruega, quien ayudó a los alemanes a poner sus pies en el país. Luego, a los hombres de otros países que intentaron hacer lo mismo que aquél se ha dado en llamarles del mismo modo, diciéndose de ellos que son unos «Quislings».
—¿Por qué? —preguntó Guillermo—. ¿Por qué no los llaman por sus nombres reales?
—Es que no se sabe cuáles son sus nombres reales.
—¿Y por qué no se los preguntan a los interesados?
—¡Guillermo! —exclamó la señora Brown, desesperada—. No estoy en condiciones de darte más explicaciones. Sal de aquí. Vete a jugar.
—Bueno, mira… —suplicó Guillermo—. Dime una cosa tan sólo. ¿Cómo lo hacen? ¿Cómo se las arreglan para dejar que Hitler y los suyos entren en sus países?
La señora Brown suspiró, resignada.
—En cuanto a eso no estoy muy segura. Me parece que hacen creer a la gente que no conseguirá nada oponiéndose y dicen a todo el mundo que deben ceder. Intentan atemorizar a las personas. Al menos, yo creo que todo pasa así…
—¿Y por qué no encierra en una prisión el gobierno a esas personas?
—Es que nadie sabe quiénes son.
—Yo creí que lo sabían, puesto que les llaman «Grisling».
—Pues no, no lo saben, querido.
—Supongo que ellos fingen llamarse de otra manera, con objeto de despistar al gobierno.
—Sí, es posible —respondió la señora Brown, concentrando su atención en una pila de servilletas.
—Puede ser que finjan llevar cualquier otro apellido.
—Sí —convino la señora Brown—. Estas servilletas, verdaderamente, debían haber resistido más. De no ser por la guerra hubiera podido sustituirlas…
—Aquí mismo podría haber alguien pretendiendo llamarse de otro modo.
—Me imagino que sí, querido… En parte, es culpa de la lavandería, desde luego. Echan siempre a perder las cosas.
—Y apuesto lo que sea a que nadie sabe quién es. Si se supiera, iría a parar a la cárcel.
—¿De qué me estás hablando, Guillermo? —inquirió la señora Brown, que había estado pensando en la redacción de una carta dirigida a la lavandería para quejarse de sus deficientes servicios.
—Te hablo de «Grissel» —respondió Guillermo.
—¿De «Grissel»? ¡Oh! Ya sé a qué te refieres. No se le llama así, pero la verdad es que ahora he olvidado su nombre.
—Te apuesto lo que quieras a que no tardaría en atraparlo, de ser yo el gobierno.
—No está solo, por supuesto, querido. Tiene a mucha gente trabajando para él. Es una organización muy complicada, me parece… Bueno, Guillermo, ¿quieres dejar las servilletas en paz? En esta que has tenido en tus manos había unos hilos flojos y has conseguido transformarlos en un orificio.
—Lo siento —replicó Guillermo—. Se me ha colado el dedo por ahí. Ni siquiera apreté… Bueno. ¿Se están llevando a cabo indagaciones ya para detener a ese «Grissel»?
—Espero que sí.
—Yo me supongo que no —repuso Guillermo, severamente—. Estoy seguro de que nadie hace nada. ¿Por qué no detuvieron a ese sujeto en Norfolk?
—Fue en Noruega, Guillermo, no en Norfolk.
—Bueno, ¿por qué no le arrestaron? Yo creo que ni siquiera lo intentaron. Ahora será una persona como tú o como yo. Pudiera tratarse de cualquiera. Pudiera ser alguno de nuestros conocidos. Podría ser el mismo Roberto… Claro que éste no tiene la inteligencia suficiente para ello.
—Mira, Guillermo: tú no puedes hacer nada sobre ese particular, así que no te preocupes más.
—¿Que no puedo hacer nada? ¿Cómo que no puedo hacer nada? Ya lo verás como sí puedo hacer algo de provecho.
Guillermo abandonó la casa. Echó a andar por la acera de la calle, con el ceño fruncido.
¡Que no podía hacer nada! Había sorprendido a un espía alemán al principio de la guerra (más por pura casualidad que por habilidad, como él admitiera incluso), y no veía por qué razón no había de poder localizar a otro. Claro, se trataba de otro tipo de espía, pero ya que el gobierno no se lanzaba tras la pista de «Grissel»… Bueno, no le quedaba más salida que la de tentar la suerte. Quizás el sujeto anduviera por aquellas calles, por Hadley o Marleigh. Su misión era asustar a la gente, sembrar el miedo, y esta tarea podía ser realizada en aquel lugar y en cualquier otro. La faz de Guillermo tomó una expresión de auténtica ferocidad, que indicaba una firme resolución. Cuanto más pensaba en aquel asunto más convencido estaba que el tal «Grissel» andaba por las inmediaciones. Guillermo, cuyo celo patriótico iba creciendo por momentos, decidió finalmente que no había la menor duda: estaba allí. Y si era así, era necesario que fuese arrestado, y si era necesario que lo arrestasen, él, Guillermo, lo detendría. Se hacía cargo: tenía que proceder con mucha cautela. Enfrentábase con un maestro de criminales, con un individuo que no repararía en nada con tal de salvarse. Pero no había que perder un momento. Él, Guillermo, tenía que ponerse a trabajar inmediatamente.
Empezó por dar una vuelta por la población. Desconcertado, tras una búsqueda exhaustiva de detalles raros, no logró dar con nada sospechoso. Primeramente, se sintió tentado a sospechar del vicario, y luego del doctor. Cualquiera de ellos podía ser «Grissel», convenientemente disfrazado. Pero al cabo de unos minutos de reflexión decidió que los trabajos cotidianos de aquellos hombres no les dejaban tiempo libre para desarrollar actividades criminales. Le costó mucho trabajo borrar de su lista de sospechosos, sobre todo, al médico, quien, en el curso de su última gripe, como alegara que se encontraba demasiado enfermo para ir al colegio, le había recetado un jarabe tan nauseabundo que Guillermo juzgó luego que se había escapado de la muerte por un pelo, estando convencido de que el doctor había pretendido envenenarlo.
Se apartó de aquellas calles, encaminándose a Hadley. Siguió aquí varias pistas falsas. Algunas amas de casa se enfadaron al verle asomándose a sus ventanas. No logró nada. Volvió sobre sus pasos y se encaminó a Marleigh. Aquí ni siquiera vio pistas falsas. Desesperado, a punto de renunciar a la empresa ya, continuó caminando hacia la parte alta de Marleigh.
En la calzada principal no había nadie. Bueno, sí… Acababa de descubrir a dos mujeres que se acercaban entre sí, procedentes de direcciones opuestas. Guillermo observó sus figuras sin el menor interés. Normalmente, no se interesaba por las mujeres. En aquella ocasión, preocupado como andaba con «Grissel», menos todavía. Pero al pasar por su lado oyó algo que le hizo detenerse y prestar atención a la conversación que ellas sostenían.
—¿Cuál es la palabra clave hoy? —oyó preguntar a una de las transeúntes.
No pudo oír la respuesta… Pero con esta pregunta ya tenía bastante. Una palabra clave. Espías… Miembros de la pandilla de «Grissel»… Le parecieron dos mujeres como tantas otras, a juzgar por su aspecto. Eran como aquellas de las asociaciones de las amas de casa, de los institutos femeninos. No obstante, podían trabajar con «Grissel». Ahora encontraba natural lo que estaba viendo. Lógicamente, los colaboradores de «Grissel» procuraban adoptar el aspecto de las personas corrientes, para despistar. Bien. Averiguaría lo que pudiera haber allí de raro. Tendría que seguirlas. Eso podía ayudar al desenmascaramiento de «Grissel». Estudió a las dos conspiradoras con gran interés. Una de ellas llevaba una cesta de compra y la otra una bolsa rebosante de verduras. Pero lo más seguro era que llevasen revólveres entre los comestibles y las verduras; probablemente, no tendrían el menor escrúpulo a la hora de utilizar sus armas. Acercóse a ellas y se agachó, fingiendo que se ataba las cordoneras de sus zapatos.
—Las verduras están por las nubes —dijo una.
A lo cual replicó la otra:
—Es cierto. ¿Te has fijado, además, que no hay ni la mitad de las lechugas del año pasado en las plazas? Las que plantamos nosotros no valían nada, no sé por qué…
Guillermo pensó que se habían dado cuenta de su presencia. Se expresaban en aquellos términos con la intención de desorientarlo. También era posible que estuviesen hablando en clave. Por ejemplo, «Las verduras están por las nubes» podía significar: «Matemos a Churchill»; «No hay ni la mitad de las lechugas del año pasado en la plaza» querría decir «¡Heil, Hitler!» o algo por el estilo.
Las dos mujeres se separaban. Cada una se disponía a continuar su camino. Por un momento, Guillermo permaneció indeciso, sin saber qué hacer, sin saber a cuál seguir. Una de ellas se dirigía a la población; la otra giraba por una calle secundaria… Decidió seguirle los pasos a esta última.
La mujer se detuvo ante la puerta de un gran edificio. Guillermo sabía que se trataba de una escuela. La mujer se dirigió a una pequeña puerta que había en otra fachada. Aquél debía de ser el cuartel general de la pandilla de «Grissel». No era desatinada la idea de escoger los miembros de la misma para sus reuniones una escuela en la época de las vacaciones, en una calle apartada. Guillermo optó por no entrar en la casa. Cierto era que tenía un aspecto pacífico, que no se veía a nadie, pero aquella construcción debía de estar llena en realidad de francotiradores, de ametralladoras y de trampas explosivas. Pensó que lo más prudente era inspeccionar el edificio desde fuera, amparándose en la cobertura que le proporcionaban los setos de laurel que rodeaban la construcción. Se escondió a tiempo, ya que en aquellos instantes llegaban otras dos mujeres que se adentraron en la escuela utilizando la misma puerta. También éstas eran como las señoras de las asociaciones de amas de casa y de los institutos femeninos. Evidentemente, éste era el disfraz escogido por aquella banda de conspiradores.
Siempre al amparo de los setos de laurel, Guillermo se desplazó hacia otra fachada. Le disgustó no ver por allí ninguna ventana. Siguió buscando. Por fin llegó a una muralla de sacos de arena, que ocultaba una abertura con los cristales pintados de negro. Cautelosamente, se encaramó al antepecho, echando un vistazo al interior. Vio una habitación que parecía un sótano, amueblada con una larga mesa de taburetes y varias sillas. Las mujeres que viera entrar allí se habían quitado los sombreros y estaban sentadas en torno a la mesa. Había otras que se los ponían, disponiéndose a partir. La mirada de Guillermo vagó por el cuarto. Un hombre, el que presidía la reunión, evidentemente, hallábase sentado frente a un pequeño pupitre lleno de papeles.
La mirada de Guillermo vagó por el cuarto.
Un hombre, el que presidía la reunión, evidentemente, hallábase
sentado frente a un pupitre lleno de papeles.
¡Era «Grissel»! ¡El propio «Grissel»! No tenía el aspecto físico con que Guillermo se lo había imaginado. Era un individuo de escasa talla, encorvado, y lucía un pequeño bigote. Pero, desde luego, debía de ser el que mandaba dentro de la casa, debía de ser «Grissel». Sobre una mesa, precisamente debajo de la ventana, alguien había extendido un mapa. Alargando el cuello, Guillermo descubrió que era el mapa del distrito. Vio Marleigh y el Alto Marleigh marcados sobre el papel. En éste habían sido clavadas unas banderitas. ¡Caramba! ¡Aquella gente lo tenía todo dispuesto para dispensar una buena acogida a Hitler! Incluso vio la calzada en que quedaba su propio domicilio. Se disponían a entregar a Hitler hasta su vivienda, pensó, indignado. Los germanos se quedarían con «Jumble», con su ratón, con su colección de escarabajos, con su nuevo «bat» de cricket. Todo esto le enfureció más que los anteriores ultrajes alemanes. Apretó los labios. Bueno, pues si Hitler se creía que iba a hacerse con su nuevo «bat» y con su ratón estaba muy equivocado. Comprobó que dos de las mujeres sentadas alrededor de la mesa de los taburetes hacían uso de sendos teléfonos. Escuchó lo que decían, perplejo.
—Un avión siniestrado obstruye el tráfico en la carretera de Marleigh… Un incendio en Pithurst Lane… Las casas de Hill Road, derrumbadas… La comisaría de policía de Marleigh, volada…
Los ojos y la boca de Guillermo se dilataron por efecto del asombro. No había una sola palabra de verdad en aquello. Todo era mentira, desde el principio hasta el fin. Sólo hacía cinco minutos que había perdido de vista la carretera de Marleigh… Había pasado hacía poco por la comisaría de policía de Marleigh… Incluso había intercambiado una broma con un agente que se encontraba en la puerta de aquélla, de servicio. El edificio de la escuela se hallaba en Pithurst Lane y Hill Road estaba al final de esta vía. Todo se veía pacífico e intacto bajo la brillante luz del sol. Y sin embargo, los miembros de la pandilla que capitaneaba «Grissel» difundían aquellas terribles mentiras. Propaganda. Todo se reducía a eso, desde luego. ¡Aquella gente difundía mentiras a diestro y siniestro! Lo mismo que el viejo Gobbles. Una de las mujeres movía banderitas y más banderitas sobre el mapa.
—No me quedan ya más banderitas de bombas incendiarías, señor Balham —dijo al hombre del pupitre.
(Guillermo procuró que se quedase grabado en su memoria el nombre que ahora utilizaba el viejo «Grissel»).
El hombre abrió uno de los cajones de su pupitre, dándole una cajita. Guillermo, terriblemente indignado, vio ahora que la mujer colocaba una banderita sobre el camino al cual daba su casa. ¡Uf! Hitler, probablemente, había pensado apoderarse de su «bat» de cricket hacia finales del verano. ¡Uf! Las mujeres de los teléfonos leían sus frases propagandísticas. Las últimas eran: «Los tendidos de luz y las tuberías de gas y de agua, dañados. No se dispone de grupos dedicados a las reparaciones. Los incendios de las proximidades, incontrolables». Las frases figuraban en unas hojas de papel que tenían delante, las cuales entregaban al individuo del pupitre una vez leídas. Éste, entonces, procedía a archivarlas. Guillermo hubiera podido estar toda la mañana contemplando absorto aquel espectáculo. Pero hizo un falso movimiento y cayó al suelo. Su caída no fue silenciosa precisamente. Tras este incidente, pensó que lo mejor era retirarse a su refugio: el seto más a mano. Al principio, tuvo miedo. Los conspiradores podían enviar a alguien afuera, para que reconociese los alrededores, con la intención de castigar al probable intruso. Pero, con gran alivio por su parte, comprobó al cabo de un rato que no habían enviado a nadie.
Sentado en el suelo se presentó cuál debía ser su siguiente paso. Había descubierto el cuartel general de los traidores, por supuesto, pero eso no era bastante. Debía hacerlos comparecer ante la justicia. Y comprendía que esto último no resultaba tan fácil como pudiera parecer a primera vista. No en balde había leído muchas novelas policíacas. Tenía bien presente que los criminales optan por desvanecerse, simplemente, cuando los agentes descubren la casa utilizada para sus encuentros, sin dejar huella alguna. Después, todo se limita a cambiar de escenario. Guillermo se dijo que lo primero que tenía que hacer antes de intentar su detención por la justicia era centrar bien al architraidor, es decir, averiguar dónde vivía, hacerse con la mayor cantidad de detalles posibles sobre su persona.
Llevaba allí esperando, según él, varias horas cuando divisó la pequeña, la insignificante figura del señor Balham, que salía del edificio. Guillermo, desde su escondite, estudió su persona con gran interés. El bigote caído que lucía su presa formada parte del disfraz, seguramente. Lo mismo que las gafas. Lo de andar encorvado sería un complemento. Se encogía. Guillermo pensó que si él se encogía, por ejemplo, perdía talla. Aquel hombre, de haber erguido el cuerpo, habría resultado un hombre alto. Bueno, tanto como un hombre alto…
El caso era que aquel individuo bajaba por Pithurst Lane en aquellos momentos. Guillermo decidió actuar. Para ello, antes de nada, se subió el cuello de la americana, calándose la gorra hasta los ojos, a la manera convencional de los sabuesos de la policía. Se disponía a seguir los pasos del sospechoso. De haber vuelto la cabeza el señor Balham en algún momento, habríase quedado muy sorprendido ante las maniobras del chico que llevaba a su espalda, quien se deslizaba de un lado a otro de la acera, escondiéndose a veces tras un seto, o detrás de un árbol, deteniéndose en ocasiones para colocar en la cuneta unas ramitas cruzadas. (Estas últimas señales servirían para llevar a los futuros investigadores hasta el escenario del crimen si el delincuente que avanzaba delante de él le descubría e intentaba secuestrarle o asesinarle).
No impuesto, por fortuna, el señor Balham de que estaba siendo seguido con tan sensacionales ardides, enfiló Hill Road (lugar bombardeado recientemente, según informara él y sus conspiradores). Abriendo la puerta del jardín de una casa nueva, se perdió al poco en el interior de la misma. Guillermo se quedó plantado frente a aquella construcción, que se puso a estudiar, ligeramente desconcertado. Acababa de averiguar donde vivía el traidor. El momento era propicio, pues, para conseguir su detención por los representantes de la ley. Pero comprendió que aun en estas circunstancias aquel sujeto podía escapársele.
Al cabo de unos instantes, su perseguido salió al jardín en mangas de camisa, poniéndose a manejar una pequeña máquina de cortar el césped. Todo formaba parte, indudablemente, de su disfraz. Fingía, evidentemente, ser un ciudadano como tantos otros. Luego, simuló que andaba atareado limpiando unas flores de insectos. Si Guillermo decía a la policía que aquel tipo era el architraidor, «Grissel», los agentes se reirían de él. No. Tenía que dar con pruebas irrebatibles. La mirada del chico vagó por la pequeña vivienda, limpia, bien pintada, ordenada, de aspecto completamente respetable. Seguramente, en su interior habría toda clase de pruebas: cartas y telegramas en clave y documentos estrictamente confidenciales. Los traidores poseen siempre papeles de esta clase, que se apresuran a quemar en cuanto tienen noticias de que la policía les asedia. En consecuencia, si Guillermo se hacía acompañar por un policía, el hombre les vería, poniéndose inmediatamente a quemar sus cartas, telegramas y comunicaciones reservadas. Aquí lo que interesaba era que el propio Guillermo se apoderara por un procedimiento u otro de esos papeles…
La empresa entrañaría unos peligros terribles, por supuesto. «Grissel» no repararía en nada; le haría pedazos si le encontraba registrando sus muebles. En la mayor parte de las historias policíacas que Guillermo había leído, el héroe era sorprendido por el villano, pero la policía hacía acto de presencia en el momento necesario. Tenía que disponer lo necesario para que esta vez los representantes de la autoridad no fallaran…
El señor Balham, funcionario del Servicio de Comunicaciones, supervisor del Centro de Información de Marleigh, se calzó las zapatillas, dejándose caer en su sillón favorito con un suspiro de alivio. La jornada había sido agotadora. Primeramente, había tenido que ocuparse del ejercicio de incursión aérea, en el centro de información, cosa que resultaba siempre cansada. Luego, había dedicado un par de horas a su jardín y esto último sí que le parecía de veras fatigoso. Sentíase satisfecho ahora. Por fin podía descansar, entreteniéndose con la lectura de su última novela policíaca. El héroe de aquella historia se encontraba solo en su piso cuando sonara el timbre de la puerta. El hombre habíase levantado para abrir ésta, encontrándose frente a un policía.
«Lamento molestarle, señor —dijo el agente—. Acabamos de recibir una indicación en el sentido de que debíamos personarnos aquí.»
En aquel momento sonó el timbre de la puerta del señor Balham. Éste dejó la novela a un lado con un gesto de irritación. En los instantes más misteriosos de una narración siempre se producen, invariablemente, interrupciones. Camino de la puerta, pensó en lo extraño que le resultaría verse ante un policía que le dijese: «Perdone, señor, pero…».
Se detuvo un segundo para alisar el borde de una alfombra. Seguidamente, abrió la puerta principal, adoptando la expresión de quien desea volver a enfrascarse en la lectura de su novela policíaca con la mayor rapidez posible.
Había un policía allí…
—Perdone, señor —dijo—, pero…
El señor Balham se quedó tan asombrado que no logró oír el final de su frase. Tuvo que pedirle al policía que la repitiera.
—Acabamos de recibir una indicación en el sentido de que debíamos personarnos aquí.
Al señor Balham le pareció que el vestíbulo daba vueltas. Con un esfuerzo, logró volver a la normalidad.
—No le entiendo —contestó, pensando que tal vez se había quedado dormido con el libro entre las manos, siendo víctima de una de sus fantásticas pesadillas, que sufría en ocasiones.
—Nos han dicho que debíamos venir aquí —repitió el agente.
—Yo no he hecho ninguna llamada —repuso el señor Balham, fijando la mirada en sus piernas, quedándose tranquilo al contemplar sus limpios y bien planchados pantalones de franela.
¡Durante sus sueños le ocurrían siempre las cosas más raras!
—Ha sido una llamada muy rara, sí… —estaba diciendo el policía—. El comunicante no nos quiso dar su nombre y parecía estar disfrazando la voz. Nos indicó que debíamos venir a esta casa en el plazo de media hora todo lo más. Se trata de un bromista, probablemente… Bueno, se sorprendería usted si supiese en qué cantidad los hay. Ahora, tenía que darme un paseo por esa zona y pensé que lo mejor era acercarme…
—Bueno, la verdad es que no he sido yo quien telefoneó a la policía —declaró el señor Balham, con firmeza—. Entonces, habrá que considerar esto una broma.
—Seguro —manifestó el policía—, pero ya que estoy aquí, con su permiso, echaré un vistazo.
Entrando en la casa, el agente inició una detenida inspección de la misma, seguido por el señor Balham, quien había llegado a formularse la conclusión de que lo que estaba viviendo no era ningún sueño, sino una «coincidencia», como aquellas de que habla la gente que escribe a los periódicos o las que se refieren en los clubs. Le hubiera gustado haber dado fin al capítulo que tenía entre manos antes de la llegada del policía. Habría sido interesante saber qué era lo que el agente descubría en el piso del protagonista…
Bueno, allí no había nada que descubrir, claro. Sin embargo… Estaba equivocado. Se dio cuenta de ello en el momento en que el representante de la autoridad abrió la puerta del comedor. Dentro de éste se encontraba un chico, de rodillas ante un aparador, rodeado de diversos utensilios, una tetera de plata, un jarrito, una azucarera, cucharas, cuchillos, tenedores y platos… Tratábase de una colección de objetos de plata que el señor Balham heredara recientemente de una tía-abuela.
Después de telefonear a la policía, disponiendo que lo rescataran a su debido tiempo de las manos del villano, Guillermo, muy decidido, había penetrado en el jardín de la vivienda, entrando en la misma trepando por una tubería de desagüe del tejado, que le llevó hasta una ventana que se hallaba abierta, correspondiente a un dormitorio. Una vez dentro del edificio, Guillermo inició la busca sistemática de los documentos confidenciales. El registro que efectuó en el dormitorio del señor Balham no dio ningún resultado, por cuya razón el chico, cautelosamente, se trasladó a la planta baja, entrando en el comedor. El aparador se le había antojado un buen escondite desde un principio para ciertos efectos, y habiéndolo hallado lleno de cosas de plata fue sacándolas una por una, para asegurarse de que los papeles buscados no estaban ocultos entre ellas. Fue en este momento cuando irrumpieron en la estancia el señor Balham y el policía. Los dos se quedaron plantados, inmóviles, en el umbral, observando al chico en silencio. Luego, el agente preguntó al dueño de la casa:
—¿Es hijo suyo este muchacho?
—No —repuso el señor Balham, muy confuso—. Es la primera vez que lo veo.
Guillermo obsequió al policía con una severa mirada.
—Ha llegado usted demasiado pronto —dijo.
Guillermo obsequió al policía con una severa mirada.
El agente fijó los ojos en él, extrañado.
—Sí —contestó con voz ronca—. Ya lo veo.
—Todavía no he encontrado nada —señaló Guillermo.
El policía paseó la mirada por los distintos objetos de plata.
—Al parecer, no se te ha dado mal la incursión —consideró.
—Son las únicas cosas de valor que hay en la casa —manifestó el señor Balham.
—¡Oh, sí! —exclamó el policía—. Ha sabido adonde dirigirse. Y no se le ha dado mal… Bueno, no se le habría dado mal esto de no haberme presentado yo tan inesperadamente… No sé con quién trabajas, muchacho, pero el caso es que tu colaborador, quienquiera que sea, te ha vendido. Tuvimos una llamada telefónica solicitando nuestra presencia aquí para sorprenderte…
—¿Para sorprenderme a mí? —replicó Guillermo, perplejo—. No se trataba de sorprenderme a mí sino a él —entonces, el chico señaló al señor Balham, que permanecía con la vista fija en el piso, entristecido más bien—. A ése es a quien tiene usted que detener.
—¡Esa sí que es buena! —exclamó el policía.
—¡Delincuencia juvenil! —dijo el señor Balham, moviendo la cabeza, sombríamente—. He oído hablar mucho de eso, pero nunca pensé tropezar con un ejemplo de la misma en mi propia casa. ¡Pero si es tan sólo un chiquillo!
—Ha sido una suerte esa llamada —declaró el agente—. Diez contra uno a que desaparece con todo esto de no haber sido por ella. Sí, muchacho, de no habernos telefoneado alguien, diciéndonos que viniéramos aquí…
—Fui yo quien telefoneó —arguyó Guillermo—. Le digo que es a él a quien tiene que detener. Este hombre es el criminal, el delincuente, no yo.
Antes de que pudieran impedirlo, Guillermo se agarró a los pelos del bigote del señor Balham, tirando de ellos con todas sus fuerzas.
El señor Balham dio un alarido de dolor.
Guillermo se agarró a los pelos del bigote del señor Balham,
tirando de ellos con todas sus fuerzas.
Llevóse, angustiado, las dos manos a las mejillas.
—Me ha agredido… En presencia de usted, agente. Este chico es culpable de intento de robo y de agresión… Y espero que los magistrados que juzguen su conducta posteriormente no se muestren indulgentes…
—Ese bigote se lo ha pegado muy bien —manifestó Guillermo—, o se lo ha dejado crecer. Sí. Debe de haberse dejado el bigote. Pero la verdad es que se trata de un disfraz.
El policía sacó su agenda.
—Quiero que me digas ahora mismo tu nombre, apellidos y señas, muchacho —dijo—. Tendrás que explicarme también qué haces aquí, en medio de estos cacharros de plata.
—¿Yo? —repuso Guillermo, indignado—. ¡Estaría bueno! ¿Es que no lo ha comprendido todavía? El criminal no soy yo. Es él. Él es «Grissel». Se dispone a entregar el país a Hitler. He visto lo que hace. Lo he visto actuar durante toda la mañana. Escuche, agente… Si usted lo deja en libertad, entregará el país a Hitler inmediatamente. Le he oído telefonear a algunas personas, notificándoles que todos los sitios estaban bloqueados, sólo para asustarlas. Tiene gente a sus órdenes, como la tuvo en Norfolk. Sus colaboradores también hablaban por teléfono, comunicando los puntos destrozados por unas supuestas bombas. Uno de sus ayudantes comunicó que la comisaría de policía de Marleigh había sido destruida, lo cual era mentira, ya que hacía poco yo había pasado por delante de ella. En cuanto a Pithurst Lane y Hill Road, lo mismo…
Lentamente, el señor Balham había comenzado a comprender.
—Un momento, un momento —dijo, acariciando una vez más su dolorido labio—. ¿Dónde te encontrabas tú esta mañana, cuando oíste lo que acabas de decir?
Guillermo se encaminaba lentamente a casa. El señor Balham era un hombrecillo muy amante de su país, un buen patriota, y estaba convencido de que el celo de Guillermo, aunque mal enfocado, erróneamente aplicado, resultaba digno de elogio. Después de despedir al policía había obsequiado al chico con una buena limonada y un sabroso bollo, regalándole media corona. Con no poco trabajo, Guillermo habíase convencido por fin de que su anfitrión era inocente. De muy mala gana renunció a sus acusaciones, pero el bollo, la limonada y la media corona le sirvieron de consuelo. Decidió que con aquel dinero adquiriría unas flechas nuevas. Las otras, en su mayor parte, habían sido confiscadas, por haber ido a parar a blancos no autorizados. En la mañana del día siguiente convocaría a los restantes Proscritos y practicarían con el arco. Hacía tiempo que no efectuaban ningún ejercicio.
Al entrar en casa se encontró con que su madre andaba ocupada todavía con sus servilletas.
La mujer levantó la vista.
—Bien, Guillermo. ¿Qué tal has pasado la tarde?
Guillermo, con aire ausente, preguntándose si no sería mejor comprar con su dinero unas pistolas de agua, respondió:
—No muy mal. Gracias.
—¿Qué has estado haciendo? —quiso saber la señora Brown.
Guillermo hizo un esfuerzo para no seguir pensando en las importantes cuestiones provocadas por la presencia de la media corona en uno de sus bolsillos. (Era conveniente que no obrara con demasiada precipitación… Podía comprarse otro bote. Hacía tiempo que no celebraban ninguna regata en el río). Pensó entonces en los detalles de aquella tarde, que ya se estaban desvaneciendo en la niebla del pasado.
—¿Quién? ¿Yo? —repuso, vagamente—. ¿Esta tarde? Poca cosa. Localicé a ese hombre de que estuvisteis hablando esta mañana y yo fui arrestado por haber robado unos objetos de plata. Luego, alguien me regaló media corona.
La señora Brown estaba más que acostumbrada a las imaginarias aventuras de su hijo.
—Sí, claro, ya me hago cargo —inmediatamente, añadió—: ¿Quieres darme las tijeras, Guillermo?