Capítulo 7
Todavía no entiendo por qué no nos dejaron ir al entierro de Augusto. Cuando yo grité desesperado desde mi habitación, todos los que esperaban con ansia entrar en el cuarto de baño vinieron a ver qué pasaba. Ya no parecían tener prisa en mear, sobre todo Felipe que a su manera ya había saciado su deseo. La foca se abrió paso a empujones entre la gente.
—¿Qué coño pasa ahora?
—Augusto ha muerto.
Ella se acercó y le tomó el pulso.
—Bien, así tendremos una cama libre y uno menos al que aguantar.
Nadie se atrevió a replicarle, ni siquiera yo.
Entraron en la habitación Hortensia y Obdulia. También llegó, sin duda atraído por el follón que se había montado, Juanjo, que era uno de los celadores de la residencia, un chico joven, de aproximadamente treinta años, esbelto, incluso atractivo me atrevería a decir.
—¿Hay algún problema? —se dirigió directamente a la foca.
—Nada, que este la ha palmado. Mira —dijo mientras levantaba la sábana—, el muy guarro tiene los calzoncillos en los tobillos. Parece ser que antes de morirse tuvo malos pensamientos —sonrió.
Pronto se encargaron de despejar el camino. Nos dijeron que nos vistiéramos y bajáramos al comedor. Yo no quise hacerlo, pero al quedar a solas con la foca y el celador, esta no dudó en darme un guantazo con su enorme mano abierta. Se me marcaron sus cinco rollizos dedos en la cara. No soy de los que ofrece la otra mejilla, de manera que decidí obedecer y salir de allí. Como quería saber dónde iban a llevar a Augusto, decidí quedarme cerca de la puerta que estaba entreabierta, para ver si podía escuchar algo.
El pasillo estaba a oscuras, y supuse que la intensa luz que alumbraba la habitación, les impediría verme desde el interior. Yo, en cambio, sí que podía verles con cierta claridad, aunque de forma algo incómoda porque la puerta apenas estaba abierta unos quince centímetros.
Pude oírlos perfectamente, quedando asombrado de lo que oí, y de lo que pude ver después. No hicieron ni caso de Augusto, al que habían vuelto a cubrir con la sábana, esta vez tapándole incluso la cabeza.
—Bien, nos hemos quedado solos, y esta banda de estúpidos está demasiado acojonada como para venir a ver qué pasa. Puedes aprovechar para satisfacer a tu gordita.
«Gordita», así parece ser que llamaba el celador a la foca, aunque él no había abierto la boca todavía. Mientras ella le dijo eso, se había acercado a él y ya le pasaba una de sus rechonchas manos por la entrepierna.
No podía creer que estuvieran liados, pero a pesar de lo gorda, peluda y fea que era, generaba morbo. A mí me lo daba, y estoy convencido de que también se lo producía al celador. Además, él era un joven con buena presencia como ya he dicho antes, y seguro que podía elegir compañía.
Hasta ahora la había imaginado desnuda y en toda clase de posturas obscenas, pero la realidad superaba a la imaginación en este caso. En las piernas y en su enorme culo, tenía mucho más pelo que yo mismo, sobre todo en el culo. Nunca había visto cosa igual. También tenía una gran mata de pelo en el pubis, que le llegaba hasta casi el ombligo y le cubría completamente las ingles.
Solo las tetas parecían libres de aquella invasión capilar. Tetas que por otra parte eran las más grandes con diferencia que yo hubiese visto nunca. Pronto estuvieron los dos desnudos y aprovecharon la cama de Pascual para iniciar sus escarceos. Tuve suerte, porque de utilizar la mía que estaba al otro lado de la habitación, no los habría podido ver, me hubiera tenido que conformar con oírlos, o mejor dicho, con oírla a ella, porque era la única que gemía y gritaba. También decía cosas, pero no podían entenderse, estaba como fuera de sí, como posesa. La cama se quejaba con sus sacudidas, y llegaba a moverse, a pesar de que las ruedas estaban trabadas con el freno de seguridad. El celador estaba absorto con las tetas, evidentemente eran lo que más lo atraía. Las apretaba con ambas manos e introducía su cara entre ellas, luego chupaba una, luego la otra.
—¡Muérdelas! —conseguí entender que decía ella.
Obedeció sin rechistar y empezó a morderle las tetas y los pezones, ella gimió con mucha más fuerza, cogiendo y arañándole el culo.
Abrió las piernas y le cogió la polla, introduciéndola en su interior. Inmediatamente se perdió entre la enorme mata de vello negro y ensortijado, le cogió luego la cabeza y la acercó a una de sus tetas, insistiendo en que la mordiera otra vez. Incluso desde donde yo estaba empezaban a notarse las marcas de los mordiscos, uno de los pechos había comenzado a sangrar cerca del pezón.
La carne le temblaba como un flan, como la gelatina de los miércoles. Sonreí al darme cuenta de que no era la primera vez que la comparaba con el maldito postre incomestible.
Cogió la lamparilla de noche que estaba sobre la mesilla de Pascual. Estaba encendida, Pascual siempre olvidaba apagarla. Mientras Juanjo seguía mordiéndola violentamente, ella tiró de la lámpara que se desenchufó al tensarse el cable. La acercó al trasero de él, el cual lanzó un grito y dejó de morderla.
—¡Me has quemado zorra! —le dijo mientras la abofeteaba cuatro o cinco veces.
—¡Cómeme! —lo volvió a acercar a sus tetas y él siguió mordiendo, olvidando la quemadura de su culo. La lámpara cayó al suelo, rompiéndose la bombilla.
Cambiaron de postura y él la volvió a penetrar, ahora por detrás, aunque también vaginalmente —creo—. La tenía cogida de las caderas, parecía estar sosteniendo un enorme timbal, sus manos estaban exageradamente separadas la una de la otra. La vista del enorme trasero debió de sobreexcitarlo, porque con el cambio de postura pareció correrse enseguida.
—¿Qué haces? Yo no me he corrido todavía —se quejó ella.
—No puedo más, estoy agotado.
—Está bien, me las arreglaré yo sola, tócame las tetas.
Se las sobó, aunque ya había perdido totalmente el interés. Ella, mientras, empezó a masturbarse con las dos manos. La cama se movía cada vez que se arqueaba.
—¡Ahh!, me voy, me voy… cabrón, voy a correrme…
Si Augusto hubiera imaginado la escena el día antes, no habría sido necesario que yo le contara nada. Yo mismo empecé a notar un cosquilleo en la entrepierna, a pesar de que sabía que no iba a tener ninguna erección.
—¿Has oído eso? Parece que hay alguien por ahí fuera. —Era Juanjo que debió de oírme, es posible que yo hiciera algún comentario en voz alta, con la edad cada vez hablo más conmigo mismo, no sé si será normal.
Me acerqué a la escalera todo lo sigilosamente que pude y empecé a bajar para reunirme con los demás en el comedor.
—¿Dónde estabas? —Era Casilda la que me lo preguntó tan pronto llegué al comedor.
Me quedé sin habla por unos momentos. Era la primera vez que me dirigía la palabra desde que estaba en la residencia. A mí, yo que creía estar enamorado de ella. Me sentí como un quinceañero con su primera novia. No sabía qué decir.
—¿Qué te pasa? —insistió.
—Nada, nada, me he quedado un rato en la escalera, he sentido mucho lo de Augusto.
—Pobrecito —me cogió de un brazo con sus dos manos, mi corazón latió desenfrenadamente.
¿Sentiría lo mismo que yo? ¿Sería posible que todavía alguien se pudiera enamorar de un viejo? Las preguntas y las inquietudes se agolpaban en mi cabeza.
Estuvimos así un largo rato, apartados de los demás que paseaban por el recinto sin rumbo fijo.
Casilda en cierto modo me recordaba a mi segunda mujer, creo que todavía no he hablado de ella. Se llamaba María. Me casé pocos meses después de que falleciera Marta. No es que no sintiera la muerte de Marta, lo que ocurre es que yo no podía vivir solo, necesitaba de una mujer que estuviera conmigo cada día. Marta me había malacostumbrado, su servilismo continuado, el hecho de que yo lo fuera todo para ella, en cierto modo me hacía a mí también depender de su compañía. Necesitaba de ese sentimiento, me hacía sentir importante, amado, invencible.
Con María no fue lo mismo, pero también resultó ser bastante dócil. No tuve los mismos problemas sexuales que con Marta, pero he de admitir que tampoco me dio tantos placeres durante los años que compartimos.
Con María yo jugaba ya sobre seguro porque durante varios meses antes de morir mi esposa, compartía lecho habitualmente con ella.
Marta lo sabía, incluso se la llegué a presentar una noche, cosa que no había hecho con mis otras conquistas. A lo sumo le contaba algunos detalles, pero nunca me había atrevido a presentárselas. Con María era distinto, fue una relación más estable, de hecho, mientras estuve con María no estuve con ninguna otra, salvedad hecha de mi esposa a la que satisfacía puntualmente una vez por semana. El resto de los días eran para la dulce María.
Nuestro matrimonio resultó el más aburrido de los tres que tuve en mi vida, si bien no me puedo quejar demasiado. Estando casado con María también tuve aventuras fuera de casa, aunque a diferencia de lo que ocurría con Marta, nunca se me ocurrió contárselo. No lo hubiera comprendido. Era imposible que lo comprendiera, a pesar de que ella misma había sido mi amante con anterioridad y colaboró a que yo le pusiera los cuernos reiteradamente a Marta. Pero María era así, no le cabía en la cabeza que yo pudiera desear a alguien distinta de ella. De hecho, ni siquiera cuando estaba casado con Marta le dije ni una sola vez que todavía hacía el amor con mi mujer. Tuve que decirle que hacía meses que ni siquiera dormía con ella, y que nuestro matrimonio no era más que un arreglo entre nuestros padres.
De manera que yo seguí con mi vida, un tanto irregular, un tanto calavera, pero cuidando las apariencias en casa. Era lo que más me molestaba, para mí era mucho más cómodo mi matrimonio anterior, donde no tenía necesidad de medir las palabras ni de ir con cuidado por si un día llevaba un cabello femenino en la chaqueta, o podía oler a otra fémina. Todos estos detalles desencadenan en un importante estrés que no me gusta soportar.
Recuerdo que en uno de mis escarceos durante mi primer matrimonio, cuando llegué a casa le hice el amor a Marta, y cuando terminamos me preguntó por qué no le había dicho que venía de estar con otra.
—¿Cómo lo has sabido? —le pregunté.
—Has estado comiéndole el coño, toda tu cara huele a chocho, y no es precisamente el mío.
Era cierto, recordaba que me había lavado, pero ya se sabe que ciertos olores son pertinaces. Nada ocurrió en esta ocasión, porque tenía carta blanca para hacer lo que yo quería, pero con María todo tenían que ser precauciones, a fuerza de ello pronto me acostumbré a tener más cuidado con mis conquistas, y de hecho nunca se enteró, muriendo convencida de que era la única mujer de mi vida. También murió, sí, creo que seré uno de los pocos hombres del planeta que por tres veces se ha quedado viudo.
Que yo sepa, María fue la única mujer que no compartí con otro. A Marta la compartí con Pedro y a Cristina con docenas de desconocidos, entre ellos, al menos dos policías y un asesino. En cuanto a mis amantes, ninguna tuvo la exclusiva conmigo.
Un día creí haberla pillado con las manos en la masa al volver del trabajo. Estaba con un jovencito de unos veintidós años, los vi saliendo de la habitación. Inmediatamente imaginé cosas, claro está, aunque pronto me di cuenta de que no había ocurrido nada. Era su sobrino que estaba de visita. Resultaba un tanto amanerado, y poco podía yo imaginar en aquel momento, todo lo que ocurriría poco después.
No puedo decir que me sintiera atraído por él entonces, de hecho apenas le hice caso. Cenó con nosotros y María insistió en que se quedara unos días en casa. A mí no me importó y no puse objeciones.
Esa noche hice el amor con María. Nada que destacar, como tantas otras veces. Hacía calor y lo hicimos sobre las sábanas y no debajo de estas como a ella le gustaba. La luz apagada, como era su costumbre, la ventana permanecía abierta y entraba suficiente claridad. A mí me gustaba contemplarla mientras hacíamos el amor.
Cuando terminé, me levanté a beber y a comerme un yogur. Casi siempre que termino de hacer el amor, me apetece. Otros acaban fumándose un cigarrillo, yo prefiero los lácteos.
Salí de la habitación y allí estaba él. Pronto me di cuenta de que nos había estado mirando. Yo seguía desnudo, él me miró de arriba abajo. No dijo nada. Me dirigí a la cocina sin hacer comentario alguno, y cuando volví a acostarme, Román, que así se llamaba el sobrino de mi mujer, ya no estaba allí. Por un momento esperé encontrarlo en mi habitación, pero no fue así.
Al día siguiente, durante el desayuno, me miraba con descaro, en modo alguno se había avergonzado por el hecho de que lo pillara espiándonos, y con su mirada parecía desafiarme a que yo hiciera alguna observación delante de María, pero preferí no hacerla, al fin y al cabo, ¿qué iba a decir?
María salió de compras esa mañana. Yo no tenía nada que hacer, como de costumbre, y no me apetecía salir, de manera que me quedé a leer un rato en casa. María le preguntó a Román si quería acompañarla, pero también se excusó y dijo que prefería quedarse a ver la tele un rato.
Al poco de abandonar María la casa, se acercó donde yo estaba y me rozó con una de sus manos. Yo levanté la mirada.
—¿Qué, te divertiste anoche con la función?
—Sí, tienes un culo perfecto —yo esperaba cualquier respuesta evasiva, menos lo que al final me contestó. Me quedé cortado, sin saber cómo continuar esa conversación.
—¿Nunca has estado con alguien de tu mismo sexo? —continuó él al ver que yo no decía nada.
Su voz era muy suave, melosa, ligeramente amanerada. Yo me sentía incómodo.
—No…
—No lo dices muy convencido.
—Pues sí que lo estoy, sé perfectamente que nunca he estado con un tío.
—Vale, vale, no te pongas así hombre. Era solo un poco de cotilleo.
—¿A qué viene tanta curiosidad?
—Quería saber si todavía eras virgen —me lo dijo arrimando sus labios a mi oreja.
Noté su respiración suave y no pude evitar excitarme, a pesar de que en absoluto me apetecían ese tipo de experiencias.
—¿Virgen? —le dije yo un tanto inseguro.
—Sí, ya me entiendes, virgen por detrás.
Creo que me ruboricé. No sabía qué hacer con mis manos, las cuales estaban sudorosas por los nervios.
Por lo visto él se dio cuenta de que estaba ganando terreno, y se volvió más atrevido. Se sentó a mi lado, muy cerca, con su cuerpo pegado al mío. Yo estaba inquieto, pero no me aparté. Todavía no sé por qué.
Puso una mano sobre mi muslo, empecé a notar una erección que intenté evitar porque no quería que él se diera cuenta del efecto que estaba teniendo conmigo.
—No sabes lo que te pierdes. A mí me gustan los hombres maduros y con experiencia con las mujeres. Sois los más interesantes. Yo puedo ofrecerte lo que María no podría darte nunca, y puedo ser tan cariñoso como ella.
Mi erección perdió el control y se hizo evidente. Se percató de ello y pasó la mano de mi muslo a mi entrepierna. Mi pene latía con fuerza. Fui incapaz de apartarle la mano, creo que ni siquiera abrí la boca. Era superior a mí y me sentía dominado por su personalidad. Nunca hubiera pensado que tuviera tanta. No lo aparentaba, con su aspecto de niño grande, parecía eso, un niño. En cambio su magnetismo era real y desbordante.
Cogió con su mano libre una de las mías, y con suavidad la dejó sobre su sexo. Noté su erección sin ninguna dificultad. Nunca antes le había metido mano a un hombre. Estaba hecho un lío.
María todavía tardaría en volver porque cuando salía de compras por la mañana, incluso era posible que no viniera a comer, le apasionaba El Corte Inglés. Algunas veces iba cuando abrían a las diez de la mañana, y no volvía a casa hasta las diez de la noche cuando finalmente cerraban. Estoy convencido de que más de una vez tuvieron que echarla educadamente para poder cerrar.
Román acercó sus labios a los míos. Yo aparté ligeramente la cara de forma automática. Él se acercó más y dejé de resistirme. Eran tan suaves y tan sensuales como los de la más cariñosa de las mujeres. Incluso algo carnosos, como a mí me gustaban. Pronto nuestras lenguas se entremezclaron convirtiéndose en una sola. Me acarició con ella la parte interior de mis labios, y las dos caras de mis encías. Tenía una gran experiencia besando. Su mano se había introducido mientras en el interior de mi pantalón. No noté que me bajara la cremallera, pero evidentemente lo hizo, y pronto tuve mi polla entre sus manos.
Resulta curioso cómo la mente humana asocia cosas. Hace apenas un par de horas que he descubierto que Augusto ha muerto, y ya estoy recordando aspectos de mi relación con mi segunda mujer, cogido de la mano de quien creía que me ignoraba completamente. La realidad es cambiante y pienso que distinta para cada uno de nosotros. El cerebro nos engaña, nos la juega como quiere. El otro día leí, bueno en realidad ya hace bastante tiempo porque aun no había venido a esta residencia, que muchos de esos engaños de los que no nos percatamos se producen como defensa para nuestro organismo. Indicaban unos ejemplos curiosos, en uno de ellos decían que en entornos agresivos como podía ser África, si una persona ve, o cree ver una pequeña parte de un tigre —no recuerdo si hablaban precisamente de este tipo de animal, pero para el caso es lo mismo—, el cerebro humano tiene la facultad de reproducir al animal entero para que se pueda reaccionar con rapidez ante el peligro. No se trata más que de un engaño, pero con una buena finalidad, una especie de mentira piadosa. ¿Hasta dónde llegaran este tipo de alucinaciones? ¿Cómo podemos distinguir la realidad de la ficción? Posiblemente muchas de las cosas que vemos como ordinarias y totalmente normales, al final no son más que creaciones cerebrales, imágenes inventadas por nosotros mismos sin saberlo, sin sospecharlo, sueños en definitiva. Soñar despierto, eso es lo que a veces creo que me pasa, muchas veces confundo sueños pasados con realidades presentes. ¿Hasta qué punto vivimos nuestra propia vida y no somos víctimas y simples peones de nuestra imaginación?
Hay días en los que siento una fatiga enorme, posiblemente a causa de la edad, estoy muy viejo, no lo sé, el caso es que las jaquecas cada día son más fuertes. Nunca antes había sufrido de dolores de cabeza similares. Las sienes me palpitan, siento agobio injustificado, y solo noto alivio cerrando los ojos durante un buen rato, alejándome con el pensamiento de mí mismo.
Ahora me preocupa que la foca me haya visto finalmente bajar la escalera, si descubre que los he estado espiando es capaz de cualquier cosa, creo que hasta podría matarme, siempre me ha parecido que es una mujer sin escrúpulos. Tengo miedo. No me importaría morirme hoy mismo, en este preciso instante, no le temo a la muerte, pero tengo verdadero pánico al dolor, al sufrimiento, nunca he soportado siquiera que me pincharan para hacerme un análisis de sangre, soy aprensivo, incluso diría que algo hipocondríaco.
Ahora tengo una nueva compañera. ¿Querrá pasar el resto de su vida conmigo? ¿Podré compartir con ella mis recuerdos, mis temores, mis miedos?
¿Por qué estaba hablando de Román? Sí, creo que porque unas cosas llevan a otras, no sé muy bien por qué digo esto, mis recuerdos son como flashes, lo que recuerdo lo hago con todo tipo de detalles, no importa que hayan pasado décadas, en cambio muchas otras cosas las he olvidado. El cerebro está diseñado para olvidar sistemáticamente, la capacidad mental de archivo parece limitada y al final solo conserva aquellas cosas que han dejado una mayor huella. Posiblemente recordarlo todo sería más un castigo que una bendición. Si no olvidásemos nada, recordaríamos también cada pequeño detalle de cada hora de nuestra vida. Nuestro cerebro se bloquearía, perderíamos la razón. De cuando era niño me acuerdo de muy pocas cosas, en cambio sí que permanecen en mi mente algunos detalles de cuando iba con mi madre a comprar chocolate, o de los primeros días de escuela, cuando yo me quedaba llorando y mi madre se iba a casa. Rememoro la angustia, el temor de aquellos días. De mi padre apenas nada, incluso me cuesta imaginar su aspecto, su cara, su voz. Solo algún día de pesca, pero no puedo ver su rostro.
Otra vez me ha dolido la cabeza, de repente estoy en mi habitación, solo de nuevo, con mis recuerdos. Ni siquiera sé dónde está Casilda. Hace un momento estaba bajo, con ella. Recuerdo cosas de mi juventud y en cambio no cómo he subido hasta aquí. Tampoco sé qué hora es, no sé dónde he dejado mi reloj. Por suerte todavía conservo mi pluma, mi querida pluma, y las cuartillas donde escribo cada día. ¿Podré seguir escribiendo?, ¿hasta cuándo? No sé si estos dolores de cabeza se repetirán muy a menudo, o si afectarán a mi memoria. Deberé de aprovechar cada momento que me quede de lucidez. ¿A qué se deberá mi obsesión por escribir?
Pronto tuve mi polla entre sus manos. Román sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Cada movimiento de su mano lo sentía en todo mi cuerpo, notaba un cosquilleo inigualable en mi espalda, en las piernas, en el cuello. Me sentía flotar.
La metió en su boca, en su dulce boca, entre sus labios carnosos, y no noté para nada sus dientes hasta que él no quiso. Cuando ya estaba enormemente excitado, empezó a rozarme con ellos, provocando un cambio en mi placer. Nadie me lo había hecho como él hasta entonces, pensé que me sentiría violento, que me daría asco, que simplemente no conseguiría tener una erección, pero ocurrió todo lo contrario. Cuando quise darme cuenta estábamos los dos totalmente desnudos, sobre la cama. Afortunadamente María no la había hecho, por lo que no tendríamos que rehacerla para esconder nuestra actividad.
Me hizo ponerme a cuatro patas y me acarició todo el cuerpo, por arriba y por abajo. Dulcemente, como la más delicada de las hembras. Había oído hablar del beso negro, pero nunca ninguna de mis parejas, a pesar de mi dilatada experiencia, había entrado en detalles con esta parte casi olvidada de mi cuerpo. Me acarició con la lengua, hasta terminar introduciéndola hábilmente en el orificio de mi ano, no me resistí, ya estaba dispuesto a dejarme hacer todo lo que a él se le ocurriera. A esas alturas era evidente que disponía de mucha más experiencia que yo en este tipo de relaciones, a pesar de su corta edad. Sin duda había tenido muchas parejas masculinas antes de acostarse conmigo. El placer fue intensísimo, inesperado, casi incontrolable. Mi esfínter se relajó casi automáticamente, como esperando más caricias, abandonándose por sí solo a las nuevas atenciones que le estaban otorgando. Alguien, un desconocido prácticamente, se había detenido por fin en ese órgano tan olvidado, en esa parte de mi cuerpo que ni siquiera yo conocía, que yo mismo ignoraba.
Fue el preludio de la sodomía, me mantuvo en esa postura que tanto me hubiera avergonzado si me hubiese podido ver María, pero con Román no me importaba, no tenía pudor, me sentía totalmente suyo. Me acarició con sus dos manos desde el cuello hasta el nacimiento del culo, luego las piernas, especialmente en su cara interior. Ya podía notar su pene rozándome por detrás, como explorando el terreno. Me penetró.
Me tenía cogido de la cintura y empezó a moverse, adentro y afuera, lentamente al principio, más rápidamente después. De vez en cuando soltaba una de sus manos de mis caderas y me acariciaba con ella distintas partes de mi cuerpo. Entre ellas mis testículos. Me los cogió sin dejar de penetrarme, la combinación de placeres resultaba extraña, indescriptible.
Ahora vas a sentir cómo se hincha mi polla dentro de ti y te llena con mi placer, me dijo sensualmente. Yo estaba también a punto de correrme, y ansioso de que él lo hiciera dentro de mí. Sin duda iba a experimentar una sensación totalmente distinta a cualquier otra que antes hubiese tenido. No diré que fue mi mejor experiencia sexual, pero sí que resultó la más inesperada, el mejor regalo que recibí de otra persona. Esa atención hacia mí, atención que yo no había buscado, hacía que me sintiera seducido, amado, me sentía como supongo que se puede sentir una mujer cuando es halagada con todas las atenciones por un hombre.
Se corrió dentro de mí y me sentí inundado de placer y semen. Si en ese momento alguien o algo hubiera siquiera rozado mi pene, estoy seguro de que hubiera eyaculado espontáneamente, tal era mi excitación.
Se dejó caer sobre mi espalda y me dijo que me acostara. Lo hice y él siguió dentro de mí, quedando sobre mi cuerpo, acostado, compartiendo cada centímetro de piel. Seguía notando su erección, aunque después de correrse, el volumen de su pene disminuyó ligeramente, o eso me pareció al menos. Estuvimos un largo rato así, hasta que su erección desapareció totalmente.
Me dio la vuelta y me mordisqueó las tetillas mientras empezaba a manosear de nuevo mi pene, ya totalmente dispuesto y preparado para terminar.
Lo volvió a meter en su boca, de nuevo sentí sus carnosos labios sobre mi cipote, volví a sentirme en el cielo. Estaba flotando, flotando…