19

Mientras Kathie permanecía en el cuarto de baño, Hawk y yo arrastramos los cadáveres y los acomodamos bajo las camas gemelas.

El grifo del lavabo seguía abierto, encubriendo cualquier otro sonido.

—¿Qué estará haciendo? —preguntó Hawk.

—Supongo que nada. Probablemente intenta decidir qué hará cuando salga.

—Tal vez se está emperifollando por si quisiéramos violarla.

—¡Vaya mentalidad! —exclamé—. Sospecho que está pensando en que lo bueno sería ser golpeada por Benito Mussolini con un ejemplar de Mein Kampf.

—O ser violada por nosotros —insistió Hawk.

—Sobre todo por ti, amigo. Ya sabes las voces que corren sobre los negros.

—Y deprisa —añadió Hawk—, muy rápida y rítmicamente.

—Eso he oído decir…

Cogí un bote de quitamanchas del estante superior del armario y rocié los restos de sangre de la alfombra.

—¿Sirve para algo?

—En mis trajes da resultado —respondí—. Cuando se seca, lo quito con el cepillo.

—Chico, algún día serás una buena ama de casa. Y por si esto fuera poco, cocinas bien.

—Es verdad, pero siempre he soñado con tener mi propia carrera.

Kathie cerró el grifo y salió del cuarto de baño. Se había peinado y estirado el vestido tanto como pudo.

Yo estaba a gatas, frotando las manchas de sangre.

—Siéntate —le dije—. ¿Quieres comer o beber algo?

—Tengo hambre —reconoció.

—Hawk, pide algo al servicio de habitaciones.

—En este hotel ofrecen un especial de última hora —intervino Hawk—. Paté de la casa, queso, pan y vino. ¿Te apetece?

Kathie asintió con la cabeza.

—Parece muy interesante —le dije a Hawk—. ¿Por qué no comemos todos juntos?

—Ése es el problema de la comida indonesia —opinó Hawk—. Pasada una hora vuelves a tener hambre.

Kathie se sentó en una de las sillas de respaldo recto próximas a la ventana, con las manos sobre el regazo y las rodillas juntas. Bajó la cabeza para mirarse los pulgares cruzados. Hawk llamó por teléfono y encargó el especial de última hora. Quité el polvillo del quitamanchas y apliqué agua fría a lo que quedaba de las manchas de sangre.

Apareció el camarero del servicio de habitaciones con el especial de última hora, Hawk lo recibió en la puerta, y entró la mesa redonda con el paté, el queso, el pan francés y el vino tinto.

—Adelante, chica —animó Hawk a Kathie—. Acércate y comamos.

Kathie caminó hasta la mesa y se sentó sin decir palabra. Hawk le sirvió vino. Ella bebió un trago, pero le temblaba tanto la mano que derramó unas gotas sobre su barbilla. Se limpió con una servilleta. Hawk cortó un trozo de paté, partió un trozo de pan y me preguntó:

—¿Qué haremos con Kathie?

—No lo sé —respondí. Bebí un poco de vino. Tenía un sabor exquisito que llenaba la boca. Tal vez la gente que no enfriaba el vino tinto sabía de qué iba la cosa.

—¿Qué puedes decir de lo que estamos haciendo aquí? Quiero decir, ¿haremos caso de lo que decía la nota? ¿Hemos acabado el trabajo para el que te contrataron?

—No lo sé —repetí—. Este paté es insuperable.

—Es verdad —reconoció Hawk—. ¿Has probado los pequeños pistachos?

—Sí —repuse—. ¿Tú quieres volver a casa?

—¿Yo? Hombre, no tengo casa a la que volver. Eres tú el que está en la luna con respecto a Susan y todo lo demás.

—Claro.

—Además, Paul me cae gordo —añadió Hawk.

—A mí también.

—No me gusta cómo pensaba matarnos, no me gusta lo que dijo que nos haría si lo seguíamos ni me gusta el modo en que abandonó a su amiga cuando le pisamos los talones.

—No, a mí tampoco me gusta. No me agradaría perderlo de vista.

—Además, me llamó Schwartze —el rostro de Hawk se abrió en una sonrisa brillante y carente de humor.

—Es un cerdo cabrón —declaré.

—Propongo que le digamos que no aceptamos el trato.

Kathie comía y bebía en silencio.

—Kathie, ¿sabes dónde está Paul?

La chica negó con la cabeza. Aparentemente, su furia se había agotado.

—Seguro que lo sabes —afirmó Hawk—. Seguramente tenéis un sitio en el que establecer contacto cuando hay problemas.

Kathie volvió a negar con la cabeza. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Hawk bebió un sorbo de vino, dejó la copa y le dio una bofetada. La chica balanceó la cabeza de un lado a otro y pareció caer sobre sí misma, encogiéndose en la silla. Las lágrimas se convirtieron en sollozos y estremecieron su cuerpo. Se tapó las orejas con las manos, hundió el rostro entre los brazos y lloró. Hawk siguió bebiendo vino y la contempló casi sin interés.

—Está frenética —dijo Hawk.

—Está asustada —aclaré—. Todo el mundo se asustaría. Está a solas con dos hombres a los que ha intentado matar y el tío al que ama la ha abandonado. Se encuentra sola y no lo soporta.

—Le resultará mucho más insoportable si no nos dice lo que queremos saber —apuntó Hawk.

—Hawk, pegar a una mujer no va contigo.

—Chico, es la liberación de la mujer. Tiene tanto derecho a que yo la reviente como cualquier hombre.

—No me gusta.

—En ese caso, vete a dar un paseo. Cuando regreses, habremos averiguado lo que queremos saber.

Me puse en pie. Yo sabía que estábamos jugando al poli bueno y al malo pero ¿lo sabía Hawk?

—Dios mío —exclamó Kathie—. No te vayas.

Hawk también se incorporó. Se quitó la chaqueta, la funda de la escopeta y la camisa. Hawk siempre se había caracterizado por su tono muscular. Su torso era tenso y elegante. Los músculos de su pecho y de sus brazos se hincharon ligeramente cuando hizo un ligero gesto de relajar los hombros. Empecé a caminar hacia la puerta.

—Dios mío, no me dejes con él —Kathie cayó de la silla al suelo y se arrastró detrás de mí—. No se lo permitas, no permitas que me degrade. Te suplico que no lo hagas.

Hawk se interpuso entre Kathie y yo. Ella lo sujetó de una pierna.

—No lo hagas, no lo hagas —la saliva volvía a burbujear en la comisura de sus labios, respiraba entrecortadamente y se le caían los mocos.

—No estoy tan desesperado por averiguarlo —dije a Hawk.

—Hombre, tu mayor problema es la ingenuidad.

Me encogí de hombros.

—Sigo sin estar tan desesperado por averiguarlo —me agaché y cogí del brazo a Kathie—. Levántate y siéntate en la silla. No te haremos daño.

La ayudé a sentarse. Luego fui al cuarto de baño, cogí una toalla, la remojé en agua fría, la estrujé, la llevé a la habitación y le lavé la cara.

Hawk puso cara de que estaba a punto de vomitar. Ofrecí a Kathie una copa de vino.

—Bebe y recupérate. Tarda todo lo que quieras, tenemos tiempo de sobra. Cuando estés en condiciones, hablaremos un rato. ¿De acuerdo?

Kathie asintió con la cabeza.

Hawk preguntó:

—¿Recuerdas que ella hizo volar por los aires a la esposa y las hijas de tu patrón? ¿Recuerdas que intentó tenderte una trampa en el zoo de Londres? ¿Recuerdas que pensaba mirar mientras su amiguito te hacía picadillo en Copenhague? ¿Has olvidado lo que Kathie es?

—Lo que ella sea me tiene sin cuidado —respondí—. Me preocupa qué soy yo.

—Chico, algún día te matarán.

—Hawk, lo haremos a mi manera.

—Puesto que tú pagas, tú decides —volvió a ponerse la camisa.

Comimos en silencio los restos del especial de última hora.

—Kathie, hablemos. ¿Es éste tu nombre?

—Es uno de mis nombres.

—Como estoy acostumbrado a pensarte como Kathie, seguiré usándolo.

Asintió con la cabeza. Aunque tenía los ojos rojos, ya no lloraba. Se desplomó en la silla.

—Kathie, hablame de ti y de tu grupo.

—No debería hacerlo.

—¿Por qué? ¿Con quién estás en deuda? ¿A quién has de ser leal? —Kathie se miró el regazo—. Háblame de ti y de tu grupo.

—Es el grupo de Paul.

—¿Cuáles son sus fines?

—Que África siga siendo blanca.

Hawk bufó.

—Que lo siga siendo —dije.

—Que el control siga en manos de los blancos. Evitar que los negros destruyan lo que la civilización blanca ha conseguido en África —en todo momento evitaba mirar a Hawk.

—¿Y qué tiene que ver eso con volar a bombazos a unas personas que estaban en un restaurante de Londres?

—Los británicos se equivocaron en Rhodesia y en Sudáfrica. Fue una represalia.

Hawk se había puesto en pie y acercado a la ventana. Mientras miraba hacia la calle, silbaba Saint James Infirmary Blues con los dientes apretados.

—¿Qué hacías en Gran Bretaña?

—Paul me envió a organizar la unidad británica.

—¿Alguna relación con el IRA?

—Ninguna.

—¿Algún intento de relación?

—Sí.

—Los del IRA sólo se ocupan de sus propios odios —comenté—. ¿En Gran Bretaña quedan muchos miembros de tu unidad?

—No, ninguno. Nos… nos venciste a todos.

—Y también vencerá al resto —dijo Hawk desde la ventana.

Kathie no se dio por enterada.

—¿Qué se está cocinando en Copenhague?

—No entiendo.

—¿Por qué fuiste a Dinamarca al abandonar Londres?

—Paul estaba allí.

—¿Qué hacía allí?

—Pasa temporadas en Copenhague. Vive en muchos sitios y ése es uno de ellos.

—¿En el apartamento de Vester Søgade?

—Sí.

—Y cuando Hawk armó la marimorena, tú y él vinisteis a Holanda.

—Sí.

—¿Al apartamento de la Kalverstraat?

—Sí.

—¿Y descubristeis que os vigilábamos?

—Fue Paul el que se dio cuenta. Es muy cuidadoso.

Miré a Hawk, que dijo:

—Y muy bueno. Jamás lo vi.

—¿Y?

—Me telefoneó y me dijo que me quedara en el apartamento. Luego os vigiló mientras me vigilabais. Cuando a la noche os fuisteis, entró en el piso.

—¿Cuándo?

—Anoche.

—¿Y entonces desalojasteis el piso?

—Sí, fui al apartamento de Paul.

—Hoy, mientras acechábamos el apartamento vacío de la Kalverstraat, Paul os trajo a ti y a los dos fiambres al hotel.

—Sí, a Milo y Antone. Creyeron que venían a tenderte una emboscada. Yo suponía lo mismo.

—¿Y cuando entrasteis Paul se cargó a Milo y a Antone?

—¿Cómo has dicho?

—Paul mató a los dos hombres.

—Paul y otro hombre llamado Zachary. Paul dijo que había llegado el momento de hacer un sacrificio. Después me ató, me amordazó y me dejó para que me encontrarais. Dijo que lo sentía mucho.

—¿Dónde queda su apartamento?

—No tiene la menor importancia. No están allí.

—De todas maneras, quiero saberlo.

—Queda sobre el Prinsengracht —nos dio el número.

Miré a Hawk, que asintió con la cabeza, se puso la funda de la escopeta, la chaqueta y salió. Hawk necesitaba la escopeta mucho menos que cualquier otro especialista.

—¿Cuáles son ahora los planes de Paul?

—No tengo la menor idea.

—Algo tienes que saber, hasta anoche fuiste su amante —los ojos de Kathie se llenaron de lágrimas—. Pero ya no lo eres y debes acostumbrarte a esta idea —la chica asintió con la cabeza—. Puesto que hasta hoy fuiste su querida, ¿no te hizo algún comentario sobre sus planes?

—No le decía nada a nadie. Cuando él estaba preparado nos comunicaba lo que había que hacer, pero nunca antes.

—¿Entonces no sabías lo que se cocinaba para el día siguiente?

—Así es.

—¿Y no crees que esté en el apartamento del Prinsengracht?

—No. Allí no habrá nadie cuando llegue el negro.

—Se llama Hawk —puntualicé. Kathie asintió con la cabeza—. Si la policía infiltrara tu organización o hiciera una redada en el apartamento del Prinsengracht, ¿dónde se reunirían los supervivientes?

—Tenemos un sistema de comunicación. Cada persona tiene que llamar a dos.

—¿Y a quién tenías que llamar tú?

—A Milo y a Antone.

—¡Y un cojón!

—No puedo ayudarte.

—Creo que no puedes —respondí.

Tal vez no podía ayudarme. Tal vez la había agotado.