21

En cierta ocasión leí que existe un pájaro que vive cerca de los rinocerontes y se alimenta de los insectos que estos desentierran al caminar. Siempre he pensado que mi trabajo era algo así. Si los rinocerontes se movían, pasaban cosas. Sin embargo, esta vez el rinoceronte se había echado a llorar y a mí no me quedaba muy claro cómo debía comportarme ante semejante contingencia. Pero me hacía a la idea de cómo iba a reaccionar Doerr cuando se calmara. Y la idea no me gustaba. Puede que la técnica solo funcionase con verdaderos rinocerontes. Puede que estuviera haciendo más mal que bien. Puede que debiera acudir a la poli y hacer lo que dijese el comandante de guardia. De esa manera me evitaría muchos «puedes». Conduje por Main Street y dejé atrás la fábrica de caramelos y la circunvalación de Sullivan Square y volví a Boston por Rutherford Avenue. El aroma dulzón que salía de la fábrica enmascaraba el de la nube de humo que producían las altísimas chimeneas de la planta Edison, al otro lado del río Mystic. Pasada la universidad pública, giré a la derecha por el puente de Prison Point, que había sido demolido y reconstruido con el nombre de puente Fulanito T. Gilmore. Los partes de tráfico lo llamaban puente Gilmore a secas, pero recuerdo cuando llevaba a la vieja cárcel de Charlestown, donde las paredes eran de ladrillo rojo como en el resto de la ciudad y, en las noches de ejecución, la gente se reunía en la calle para observar cómo se iban apagando las luces cuando achicharraban al de la silla. Ahora la prisión estatal estaba en Walpole y las electrocuciones eran accidentales. Ah, dulce pájaro de juventud.

Todavía no era la hora de comer y había poco tráfico. En cinco minutos llegué al despacho y aparqué en una zona de «se avisa grúa». Compré una copia del Globe en un estanco y subí a la oficina a leerla. Los Red Sox tenían el día libre, pero al día siguiente jugaban en casa contra Cleveland. El día anterior, Marty Rabb había derrotado a Oakland por 2 a 0 en la costa y el equipo había volado a Logan esa misma mañana.

Llamé a Harold Erskine y le pedí la dirección de la casa de Bucky Maynard. La conversación fue exactamente tal como pensaba que sería.

—¿Para qué la quiere?

—Porque él está ahí.

—No quiero que joda a Maynard. Esa es la manera más rápida de que este asunto salga a relucir y se vaya a la mierda.

—No se preocupe, soy un dechado de circunspección.

—Sí, claro. ¿Ya ha descubierto algo?

—Nada de lo que informarle. Todavía tengo que poner ciertas cosas en claro.

—Bueno, por amor de Dios, pero ¿qué ha descubierto? ¿Está o no está amañando partidos Marty?

—No es tan sencillo, señor Erskine. Va a tener que darme algo más de tiempo.

—¿Cuánto? Porque me cuesta usted cien pavos al día. ¿A cuánto ascienden los gastos hasta el momento?

—A mucho. He estado en Illinois y en la ciudad de Nueva York, y he gastado ciento diecinueve dólares en invitar a cenar a una testigo.

—¡Santo Dios! Spenser, tengo que trabajar con un presupuesto, y no quiero que usted aparezca en él. ¿Cómo coño voy a esconder tanto dinero? Maldita sea, quiero que me lo consulte antes de volver a gastarse mi dinero tan a la ligera.

—No trabajo así, pero le adelanto que no creo que vaya a haber muchos más gastos en este caso. —Quería seguir con el trabajo, no podía permitirme que me despidiera y me cerraran las puertas de los Red Sox. Además, necesitaba el dinero. Era necesario dar de comer a mi caballo de batalla y pulir la armadura—. Estoy a punto de desentrañar el enigma.

—Bueno, pues no tarde mucho.

Y colgó.

Ay, era un lince con las palabras: «a punto de desentrañar el enigma». Debería haber sido poeta. Si iba a la policía no tendría que preocuparme ni de dar de comer a mi caballo de batalla ni de pulir la armadura.

Harbor Towers es un complejo nuevo de altísimos edificios de apartamentos con vistas a la bahía de Boston. Es un monumento significativo que representa el renacimiento del litoral y el olor a cemento aún perdura en sus vestíbulos. La arteria central aísla el complejo del resto de la ciudad y lo acorrala contra el océano, con lo que conforma una pequeña península de reciente afluencia allí donde antaño se pudrían los muelles y los embarcaderos.

Aparqué en la sombra permanente que daba la arteria, en Atlantic Avenue, cerca del apartamento de Maynard. Hacía suficiente calor como para reblandecer el asfalto, y se agradecía que hubiera aire acondicionado en el vestíbulo. Le di mi nombre al portero, quien llamó por teléfono, me miró y dio su aprobación con la cabeza.

—El último piso, señor. El número 8.

El ascensor estaba forrado de espejos y estaba intentando ver qué tal aspecto tenía de perfil cuando llegamos al último piso y se abrieron las puertas. Miré rápidamente hacia fuera pero no había nadie. Siempre resulta embarazoso que te pillen admirándote. El número 8 estaba justo enfrente del ascensor, y Lester Floyd abrió en cuanto llamé.

Llevaba unos pantalones cortos de color blanco y tela vaquera, sandalias blancas, una cinta blanca en la cabeza y unas gafas de sol con la montura de plástico blanco y las lentes negras. Tenía el torso tan suave y reluciente como el de una serpiente, musculado y flexible. En vez de cinturón, llevaba una cosa que parecía un pañuelo de seda pasado por las pretinas y anudado a la cadera izquierda. Mascaba chicle. Mantuvo la puerta abierta e hizo un gesto con la cabeza hacia el salón. Entré. Cerró la puerta tras de mí. La sala debía de medir unos diez metros de largo y la pared del fondo era toda de cristal y daba a un balcón amplio. Más allá del balcón se encontraba el Atlántico, azul y tranquilo y mucho más grande de lo que mi vista alcanzaba a divisar. Lester descorrió una de las puertas de cristal, salió, la corrió tras de sí, se acomodó en una tumbona de filigrana de hierro blanca, se dio un poco de crema en el pecho y siguió mascando chicle al sol. El señor Calidez.

Me senté en un gran sillón de cuero rojo. La habitación estaba llena de fotos, la mayor parte de ellas de veinte por veinticinco, enmarcadas y con Maynard acompañado de diferentes personalidades: jugadores de béisbol, políticos, un par de tipos del mundo del cine. No vi ningún detective privado. Cabrón discriminador. O quizá fuera un discriminador a secas. Desde el solario de Lester me llegaba el sonido leve de una radio portátil. Los Cuarenta Principales. Música con el encanto y el alma de una máquina de chicles de a centavo. Ay, Sarah, cuando tú y yo éramos jóvenes.

Bucky Maynard entró en la sala de estar por una puerta que había en la parte más alejada de la pared derecha. Llevaba un pijama de color amarillo chillón debajo de una bata de baño de seda de color granate y con un enorme cinto de terciopelo. Tenía los ojos hinchados y era evidente que debía afeitarse. No llevaba mucho tiempo levantado.

—Menudas horas, Spenser. ¡No me fui a la mi cama hasta las cuatro de la mañana!

—A quien madruga, Dios le ayuda. He venido a preguntarle para qué fue Lester a ver a Patricia Utley a Nueva York.

El cuello de la bata estaba levantado por un lado. Se lo bajó poco a poco.

—No sé de qué me está hablando. Pero puedo preguntárselo.

—Como acostumbramos a decir los de las gradas: «¡No me jodas, Bucko!». Lester fue allí porque usted se lo pidió. He hablado con Utley. He hablado con Frank Doerr y con Wally el Rompehuesos. He visto una película llamada Sofisticación suburbana y he hablado con Linda Rabb. En realidad, creo que he hecho la pregunta incorrecta, porque sé qué estaba haciendo Lester allí. Lo que quiero saber es qué vamos a hacer ahora que lo sé.

—Lester.

La cara de Maynard no cambió de expresión.

Lester dejó la radio sonando y entró en la sala mientras hacía un globo rosa de chicle que le ocultaba la cara.

—¡Caray, Lester, eso sí que es un globo! Creo que eres mi ídolo. ¡Chachi! —El chico se metió el chicle en la boca sin que se le pegara en los labios ni un poquito—. Horas, ¿no? Debe de llevarte horas de entrenamiento.

Miró a Maynard.

—Spenser y yo vamos a mantener una charla y quiero que te quedes y escuches.

El chico se apoyó en el marco de la puerta corredera, cruzó los brazos y se me quedó mirando. Maynard se sentó en uno de los sillones de cuero y me preguntó:

—Bueno, Spenser, ¿qué es exactamente lo que quiere?

—Me temo que ambos tenemos el mismo problema, y quizá podamos conspirar para resolverlo. «Conspirar», Lester. Eso implica trabajar en equipo.

—Vaya al grano, que Lester se va a poner como una fiera.

—Le debe dinero a Frank Doerr y no puede pagarle, por lo que está chantajeando a Marty Rabb para que amañe partidos para usted y, a cambio, usted le pasa la información a Doerr para que no le haga pupa.

—Frank Doerr tendría que enfrentarse a mí antes de intentar hacerle pupa a nadie —comentó Lester.

—Sí, creo que está muerto de miedo —respondí—. ¿Por qué no haces una demostración de fuerza la próxima vez que el cerdito y él vengan a veros? Seguro que se desmaya.

—Me estoy cansando de ti, cabrón chistoso de los cojones.

Descruzó los brazos y avanzó un paso hacia mí.

—Lester, estamos hablando —le reconvino Maynard.

El chico volvió a cruzar los brazos, desanduvo el camino y se apoyó de nuevo en la puerta. Como cuando rebobinas una película.

—No sé por qué piensa todo eso de mí, Spenser, pero supongamos que tiene razón. ¿Cuál es el negocio que me propone teniendo en cuenta que es usted escritor y todo eso?

—Ambos sabemos que no soy escritor.

—¿En serio? No tenía ni idea. Eso es lo que usted me dijo.

El acento de paleto sureño se volvió más cerrado. No sabía si era el verdadero, que afloraba tras mi intento de coacción o si era uno falso que se estaba volviendo más falso todavía. En realidad, no me importaba lo más mínimo.

—Sí, y así se lo dijo usted a Doerr, quien vino a verme a toda prisa. Ambos sabemos que soy detective privado.

—Pero ¿qué me dice? —Maynard arqueó las cejas—. ¡Detective privado! Aun así, eso sigue sin responder a mi pregunta. ¿Qué es lo que quiere, Spenser?

—Quiero que deje de chantajear a los Rabb.

—Y si fuera cierto que los estoy chantajeando y me detuviera, ¿qué conseguiría con eso?

—Bueno, se lo agradecería en el alma.

Desde su puesto en la puerta corredera, Lester soltó:

—Bah.

Lo pronunció como si la palabra tuviera dos sílabas.

—¿Y algo más? —preguntó Maynard.

—Le ayudaría con Frank Doerr.

—Bah —repitió Lester, solo que esta vez parecía que la palabra tuviera tres sílabas.

—Bueno, Spenser, eso es muy amable por la su parte, pero hay algunas cosas que no me parecen tan bien. La primera, que me importa una mierda la su gratitud, ¿sabe? La segunda, que no alcanzo a entender que, aunque fuera cierto que tengo problemas con Frank Doerr, se crea usted que iba a ser la persona a quien acudiera en busca de ayuda. Y por supuesto, la tercera es que no estoy chantajeando a nadie. ¿Verdad, Lester?

El chico negó con un gesto.

—Así que, como ve, ha perdido el su tiempo viniendo aquí. Aunque ha sido interesante enterarse de que es usted detective. ¿No te parece interesante, Lester?

El chico asintió con un gesto. El pinchadiscos gritaba algo acerca de un «clásico del rock» en la radio que había en el solario.

—Me parece que solo piensa usted en el su bienestar más inmediato —respondí. ¡Mierda, se me había pegado su forma de hablar!

—¿Por qué dice eso?

—Porque su solución solo sirve a corto plazo. ¿Cuánto tiempo más va a lanzar Marty Rabb? ¿Cinco años? ¿Cree que Doerr le dejará a usted en paz cuando el otro se retire del béisbol? Doerr le va a estar chupando la sangre hasta que se muera.

—Puedo encargarme de Doerr —comentó Lester. No aportaba gran variación a la charla.

—Lester —insistí—, no puedes encargarte de Doerr. Encargarse de Doerr no tiene nada que ver con pegarle una paliza a un turista en un bar o romper ladrillos con la mano. Wally Hogg es un tipo duro profesional. Tú eres un aficionado. Te borraría del mapa de un soplido, como si fueras un diente de león de mediados de verano.

—Bah —respondió a mis palabras. Supongo que si das con una frase que te funciona, lo más sensato es ceñirte a ella.

—Si esa gente es tan dura —dijo Maynard—, ¿qué le hace pensar que usted pueda serme de ayuda?

—Yo también soy profesional, Bucko, lo que significa que sé lo que puedo hacer y lo que no puedo hacer. Lo que significa que no voy por ahí pensando que puedo partirles la boca a tipos como Frank Doerr, de frente, sin pensar que igual es a mí a quien le arrancan la cabeza. Lo que significa que sé cómo arreglármelas para que las cosas estén un poco igualadas. Lo que significa que sé lo que me hago, pero vosotros dos no, payasos.

—Pues a mí no me pareces tan duro —apuntó Lester.

—Esa es la diferencia entre tú y yo. Aparte de tus gustos musicales. Yo no catalogo las cosas en función de lo que parecen. Tú sí. Yo no tengo que demostrar lo duro que soy. Tú sí. Si le dices a Wally Hogg a la cara algo como lo que acabas de decirme a mí, te pegará tres tiros o más en mitad de la nariz mientras tú sigues con tus posturitas y tus globos de chicle.

Lester se había puesto en posición, con las piernas flexionadas, el puño derecho adelantado y el izquierdo retrasado, ambos con la palma hacia arriba, como en las películas antiguas del gran John L.

—¿Por qué no me pones a prueba, abuelita? —alardeó.

Me puse de pie.

—Lester, te voy a demostrar una cosa. —Saqué la pistola y le apunté a la frente—. Esto es un Colt Detective Special del calibre 38. Si aprieto el gatillo, tu maestría en artes marciales te servirá de bien poco.

—Por favor, Spenser... —trató de frenarme Maynard.

Lester miraba el arma.

—Por favor —insistió—, baje esa cosa. Y tú, Lester, relájate.

—Si no tuvieras esa arma...

—Pero esa es la cuestión, Les, chaval, que la tengo. Y Wally Hogg también tiene una. Y tú no. Los profesionales son esos que llevan pistola y que, además, son los primeros en sacarla.

—Relajaos. Relajaos los dos, por Dios.

—No vas a llevar siempre la pistola.

—¿Ves, chico? ¿Ves lo crío que eres? Te equivocas de nuevo. Siempre voy a llevar la pistola. Tú te la olvidarías o no la tendrías a mano, pero yo siempre la llevaré encima.

—Lester —insistió Maynard, esta vez en voz alta—, relájate. ¿Me has oído? Relájate. No quiero seguir con esto.

Lester abandonó la posición de ataque y se apoyó contra el quicio de la puerta, pero me mantuvo la mirada a pesar de que me pareció que le temblaba uno de los párpados. Guardé el arma.

Le dije a Maynard:

—Manténgalo alejado de mí o le haré mucho daño.

—Ya está, Spenser. Lester se excita con facilidad, pero no es idiota. ¿Verdad, Lester?

El chico no dijo nada. Vi que en el labio superior de Maynard había un brillo de sudor.

—Suponga que estoy interesado en unirme a usted —dijo Maynard—. ¿En qué consistiría su plan? ¿Cómo iba a evitar que Doerr viniera a buscarme y me matara?

—Le explicaría que el tinglado se ha acabado y que usted no piensa seguir chantajeando a nadie. Que dejará de ganar algo de pasta, sí, pero que no se va a incriminar a nadie. Y que si le toca un pelo, la policía aparecerá en escena, y entonces sí que habrá incriminados: él, claro está, porque ha escondido usted pruebas donde la policía las encontrará en caso de que le pase algo.

—¿Y el dinero que le debo? Es decir, hablando en sentido hipotético.

—Se lo ha pagado con creces hace tiempo si Doerr ha apostado a caballo ganador gracias a Rabb.

—Pero quizá Doerr quiera más... y no tengo nada.

—Mi trabajo consistirá en convencerle de que ya no quiere más.

—Eso..., eso es justo lo que quiero saber. —Maynard tenía la cara empapada en sudor—. ¿Cómo va a conseguir convencerle?

—No lo sé. Apelaré a su sentido comercial. Dejar de lado el tinglado es mucho menos dificultoso que seguir adelante con él. Puede conseguir pasta de muchas otras maneras. Rabb y usted no son los únicos memos que hay en el mundo.

Maynard respiró hondo. Los Cuarenta Principales seguían sonando en el solario. Lester me fulminaba con la mirada desde el quicio de la puerta. La espuma de las olas daba forma a la bahía. El comentarista negó con un cabeceo.

—No es suficiente. Lo que dice podría funcionar, pero ahora mismo no me están haciendo daño. Y lo que usted me propone implica que haya muchas más posibilidades de que dañen la mi cara.

—Puedo encargarme de Doerr, Bucky —soltó de forma casi lastimera Lester desde el quicio de la puerta.

—Puede que sí o puede que no. Desde luego, si el altercado con Spenser hubiera ido a más no habrías podido encargarte de él. Te lo voy a dejar bien claro: no. No pienso arriesgarme. Hasta el momento, la cosa ha funcionado.

—Pero ahora han cambiado las reglas, Buck —corté—. Ahora yo también estoy metido en esto. Y tengo intención de agitar el avispero. Ya no es seguro seguir adelante con el programa.

—Puede que eso también sea verdad —comentó Maynard—, pero he de elegir entre usted y Frank Doerr y, ahora mismo, apuesto por él. Pero deje que le diga una cosa: si se le ocurre algo mejor, estaré encantado de escucharle.

Me había pillado. Puede que, en su lugar, yo también hiciera lo mismo.

—Lester, acompaña al señor Spenser a la puerta.

Negué con la cabeza.

—Conozco el camino. Que Lester se quede ahí; con lo cabreado que está, podría pillarme el pie con la puerta.

El comentarista asintió. Tenía una gotita de sudor en la punta de su naricita de canario. Aquello fue lo último que vi antes de marcharme.