Ahí viene la cana
HA FALLECIDO EL comisario Racana, que diera origen con su nombre a la imagen «¡ahí viene la cana!».
Así se lo contó, en cierta oportunidad a Josué Quesada el dicho comisario, quien narra que cuando era oficial inspector, se había hecho popular en ciertos barrios por sus razias contra los malandrinos. Y los chicos, en cuanto a la distancia veían aparecer la popular figura del comisario, lanzaban el grito de alarma: «¡Ahí viene Racana!».
Pero tanto usaron al apellido que éste terminó por desgastarse y la R y la A se fusionaron en «la».
Grito de alarma
El grito prosperó primero entre los pibes que jugaban al football en medio de la calle. De eso hace muchos años, cuando aún no existía el subterráneo y los terrenos que hoy cuestan cincuenta pesos la vara, estaban ocupados por hornos de ladrillos.
Jugar al football en medio de la calle o en las calzadas, fue siempre un juego prohibido y perseguido por la policía de aquellos buenos tiempos. Los ladrones, entonces, tomaban el sol en las esquinas del arrabal; los vigilantes los conocían, pero como un ladrón era más peligroso que un muchacho, «la cana» se ensañaba con los futuros Tarasconi, Tesorieri, Monti, Paternoster, Ferreyra y Ochoa. Perseguía a los menores y a la pelota, más a la pelota que a los menores. Se hacía en cualquier vereda un partido de gambeta y pechazo y, cuando la partida estaba en lo mejor y se habían roto varios vidrios y atropellado a innúmeras comadres que venían de la carnicería, al trote de su jumento escuálido aparecía «la cana». La cana designaba al gremio de polizontes; no se refería a uno en especial, sino a la policía. «Ahí viene la cana» así como más tarde al gremio de investigaciones se designó con el nombre de la «yuta» y «ahí viene la yuta» fue un término de alarma entre los ladrones, como el anterior lo fue entre los «footballers» callejeros.
Indignación
Recuerdo que no había grito que indignara más a los vigilantes que este «ahí viene la cana». La susodicha indignación, casi siempre, recaía sobre la pelota de jugar al football, pelota que secuestraba el «chafe» y gloriosamente llevaba bajo el brazo hasta la comisaría. En aquellos tiempos ese procedimiento era una forma de hacer méritos, como lo hacen hoy los agentes de tráfico encajando una multa por cualquier pavada. (El caso es pasar boletas).
Demás está decir que entre la purretada y la policía mediaba un odio tremendo. El arrabal de aquel entonces tenía un periodiquín nocturno que se llamaba El Picaflor Porteño y una barra de maleantes que, en cuanto podía, achuraba a la policía sin escrúpulos de ninguna especie.
Los chicos tomaban ejemplo de los grandes y recuerdo que el deshonor caía sobre la familia que tuviera entre sus miembros un individuo que trabajara de vigilante.
Éstos, a su vez, abominaban de la gente arisca; pero como contra ella nada podían hacer porque los caciques políticos defendían a los maleantes, «la cana» se ensañaba con los chicos. Parece mentira, pero es así. En la calle sudaban sujetos que tenían un montón de muertes en su haber, mas no era raro el día en que un mocoso era detenido por hacerse la rabona; y recuerdo que un amigo mío (se había hecho la «rata») por intentar escabullirse de entre las manos del vigilante, fue llevado a la comisaria veintitrés con cadena. Este chico tenía once años…
La perrera y los vigilantes concitaban así en su contra el odio del arrabal. Aquel que distinguía el carro perrero a la distancia, llevaba la alarma a diez cuadras a la redonda. Con el vigilante ocurría lo mismo. El grito «ahí viene la cana» lanzado por los purretes ponía en guardia a los grandes, hacía escurrir a los perseguidos; los compadritos que tenían alguna cuenta que saldar entraban al almacén; los que tenían la conciencia intranquila pero la seguridad de que nada les ocurriría, se quedaban en la esquina tomando el sol, con el ala del sombrero bien doblada sobre la frente; y en aquellos días, insisto, era más peligroso ser socialista que haber degollado a media docena de prójimos.
Y los que pagaban el pato eran los menores. Partido de football que se organizaba, fracasaba si no se tenía la precaución de poner a un purrete de guardia por el lugar donde solía comparecer el «chafe». Igual ocurría en los robos de fruta, en que la muchachada solía, o solíamos, ir a despojar los frutales de las quintas. A la persecución de los tanos, con sus mastines, se unía la de media docena de «canas» a caballo, que hacían un ruido enorme para demostrar que nada había entre dos platos.
Y la voz corrió, se hizo popular.
Hoy
En otra nota dije que los chicos de hoy desconocían un montón de emociones que hemos experimentado nosotros, los mayores. «La cana», el vigilante destartalado, turco o italiano, con barbas de siete días y piernas arqueadas y casco doblado para cualquier costado, ha desaparecido. «La cana» constituye hoy un cuerpo uniformado, con academia, condecoraciones, premios de las ligas que no ligan nada. «La cana», la legendaria «cana» semicómplice a veces de los furbos y malandrinos, compleja, turbia y despreciada, ha desaparecido.
—Hoy, cualquier zonzo con uniforme es respetado —me decía vez pasada un sargento de los otros tiempos—. Antes el uniforme no valía nada, lo que valía era el hombre.
Esos tiempos pasaron. Lo que hace falta es que pasen ciertas cosas de estos tiempos…
(El Mundo, 20 de julio de 1929)