Ahora sí que nos estamos muriendo de hambre. Del maíz que se gozó no quedó ni una mata en pie, y ya en la locera no hay nada que se le pueda meter el diente. Abuela se ha ido poniendo flaca y flaca, y ya está que no puede ni con las patas. La pobre abuela. Ayer mismo se cayó delante del fogón y no pudo levantarse, tanta era el hambre que tenía. Mamá entonces la fue a ayudar, pero ella, que también está muy flaca, fue al suelo junto con la abuela. Las dos en el suelo, y sin poder levantarse, se miraron un momento. Y yo vi como un relampagueo que cruzó de los ojos de mamá a los ojos de abuela. Pero no se lo pude enseñar a nadie, pues el relampagueo desapareció enseguida. Entonces yo sentí deseos de levantar a abuela y a mamá. Tuve deseos, pero no lo quise hacer porque pensé que si yo trataba de levantarlas me caería con ellas y tampoco podría ponerme en pie.
Sí que de veras nos estamos muriendo de hambre, todas las tías han espantado la mula del barrio y no vienen ni de visita. Se fueron con el que primero les dijo Ji. Sólo Adolfina se ha quedado cargando tierra blanca para llenarse los huecos de la cara… Abuelo salió desde muy temprano para el monte, a ver si encontraba algo de comer, y ya llega de nuevo, con el saco al hombro, pero vacío. «Qué será de nosotros», oí que dijo abuelo detrás del fogón apagado, y aunque él nunca llora, por poco llora. Y luego salió al patio, pero ya en el patio no quedan árboles, ni nada, porque todos los ha tumbado él. Abuelo siguió caminando por todo el patio y después fue hasta el pozo, allí estuvo un rato, recostado al brocal, y al fin cogió el cubo, lo tiró al fondo, lo sacó lleno de agua y bebió y bebió hasta quedar repleto.
Celestino no dice nada, pero yo sé que no va a resistir mucho más. Yo salgo al camino a pedir limosnas, pero no hay quien me dé ni una perra. Y es que no somos nosotros los únicos que nos estamos muriendo de hambre. Es el barrio completo, pues en todo el barrio no ha caído ni una gota de agua desde hace más de dos años, y ya no queda ni una vaca en pie, y hasta los pocos y remotos árboles que el abuelo no ha tumbado y que tienen las hojas muy amargas para poder comérnoslas, se están poniendo amarillos. En la casa todos nos acostamos muy temprano para ver si soñamos con comida; pero nada, es tanta el hambre que no podemos ni pegar los ojos. Yo me pongo a pensar y a pensar y a la única conclusión que llego es a que tenemos que comernos al abuelo, que es el más viejo, y por lo tanto ha vivido más. Me pongo a pensar en eso, pero no se lo digo a nadie. Además, esas cosas me dan mucho miedo, porque si empezamos por los más viejos, tarde o temprano me tocará a mí. Tarde o temprano alguien vendría y me diría: «Ha llegado la hora de comerte, pues ya eres el más viejo». Por eso a nadie le digo esta idea mía, que por más que quiero ahuyentar, me da vueltas y más vueltas en la cabeza. Y algunas veces quisiera decírsela a Celestino, para ver qué opina él de eso.
Por la mañana bien temprano salimos todos al monte, para ver qué encontramos de comer. Abuelo fue el primero en encontrar, debajo de una piedra una semilla de almendro, que yo no me explico cómo rayos se pudo meter allí. Pero abuelo no pudo comerse la semilla, porque abuela, que estaba muy cerca, se la arrebató de las manos, y entonces se formó una bronca grandísima entre ellos dos, y mamá llegó, apoyándose en dos gajos de tribulillo, y agarrando la almendra, se la tragó de un bocado. Abuela se puso a pelear con mi madre en voz baja (porque ya no tiene ánimo para gritar) pero con mucha furia, y luego se puso a escarbar en la tierra, pues, según ella, había visto una semilla de almendro correr entre sus pies y, abriendo un hueco, enterrarse asustada. Pero nadie le hizo caso, pues lo más probable sea que el hambre le esté haciendo ver visiones… Ya por el mediodía Celestino y yo descubrimos una hoja verde en una mata de quiebrahacha, y corriendo nos trepamos a la mata para cogerla, pero al llegar al capullo nos dimos cuenta que no era una hoja, sino un pájaro muy lindo, que en cuanto nos vio alzó el vuelo, y se perdió en el aire. Celestino y yo nos miramos muy serios, sin saber qué decirnos. Los dos pensábamos lo mismo: el hambre nos está haciendo ver cosas extrañas. «De qué vivirá ese pájaro», dije, cuando ya bajábamos del árbol.
No hemos encontrado nada en todo el día… ¡Y pensar que ya hace más de cien años que no probamos ni un bocado! Ya casi nos hemos acostumbrado a vivir del aire, como decía mi madre, cuando todavía tenía fuerzas para hablar.
Ahora todo está en una calma tan terrible que yo me digo si no será que nos hemos muerto y que por eso pasan cien años, así tan seguidos, y todavía nos sostenemos en pie, y buscamos cosas de comer. Ya no dormimos, al sueño hace tiempo que le dimos una patada, y ya no dormimos. Ahora lo único que hacemos es salir de la casa y ponernos a buscar comida, aunque nunca hemos encontrado nada.
Caminamos ahora en cuatro patas como los perros. Sí, si mal no recuerdo, los perros eran unos bichos que caminaban en cuatro patas, igual que las mariposas. Eso me parece, aunque no sé, hace ya tanto tiempo que nos comimos el último perro que se atrevió a ladrarnos, que realmente ya no recuerdo cuál era la figura que tenía. Aunque me parece que era así: tenía una cara muy blanca y casi siempre sonreía; caminaba en cuatro patas, no porque no pudiera caminar en dos (pues cuando quería podía volar y todo), sino porque era muy cobarde y se sentía muy inseguro cuando andaba en dos patas. El último perro que hubo en el mundo, según me ha contado por señas mi abuelo, andaba arrastrándose por el suelo, como un majá, por el miedo que le había cogido a todas las cosas… Pero nosotros no nos arrastramos por miedo, sino por hambre, que bien sé yo que antes, cuando teníamos la barriga llena, hacíamos lo que queríamos. Y una vez yo quise ir a la luna y fui a la luna. Pero en cuanto llegué viré para atrás, pues no hice más que poner los pies en ella y allá me encontré con mi abuela, mi madre, todas mis tías, y abuelo, sentados sobre una gran piedra que parpadeaba como si fuera un cocuyo. Como si fuera un cocuyo… ¿Como si fuera un cocuyo? Sí, como si fuera un cocuyo de noche; porque también hay cocuyos de día, aunque nadie los ha visto yo sé que los hay y sé que los cocuyos de día son las cucarachas que, como no pueden alumbrar, la gente las mata.
—Te estamos esperando hace más de mil años —dijo mi madre, cuando yo puse los pies en la luna. Y yo sentí un miedo horrible al oír decir «mil años», y de un salto me vine otra vez para mi casa. Y cuando llegué a la casa, mi madre, detrás de la puerta, me dijo, con los brazos extendidos—: Al fin llegas, hace más de mil años que te estamos esperando.
Entonces yo di un grito. Sí, me acuerdo que di un grito muy fuerte. Pero aún Celestino estaba vivo, y me sonrió. Me sonrió y me dijo «Hola», cuando los demás me habían hablado de mil años de espera. Yo me di cuenta entonces que todo no era más que una brujería de abuela que cuando él dijo «hola» se hizo trizas.
Hola.
Hola.
Hola… Nada más me dijo hola, como si hubiera hecho cinco minutos que yo hubiese salido de casa.
¡Hola!
Ya me estoy preparando para cuando tenga que empezar a arrastrarme, pues creo que no voy a poder resistir mucho tiempo el caminado en cuatro patas. Toda la familia está en la misma situación que yo, y poco a poco vamos practicando: poniendo el estómago en la tierra y arrastrándonos bien despacio, como si fuéramos unas lagartijas recién nacidas…, y hasta abuelo trató de cortarme la cabeza… pues parece que me confundió con una lagartija de verdad. Yo me eché a reír, pero luego me puse muy serio, pues pensé que abuelo no me había confundido con nadie, y que me quiso coger desprevenido para cortarme la cabeza, y después de muerto comerme… Sí, eso es lo peor, el miedo que nos tenemos unos a los otros. Si no fuera por ese miedo que yo tengo a que los demás me coman y que los demás tienen a que yo me los coma, a lo mejor hasta podríamos dormir un rato y todo. Pero ¡qué va!, eso ni pensarlo. Quién va a dormir en esta casa si todos nos estamos mirando siempre con ojos brillantes y con la boca empapada de baba que se nos sale.
—Ahora hay que cuidarse más que nunca —le digo yo a Celestino con el pensamiento.
—Cuídate también de mí —me responde él siempre, en la misma forma.
—Y tú de mí —le digo yo entonces, sin hablarle.
A esa situación han llegado las cosas en esta casa.
Abuela todavía no ha perdido la manía de hacer cruces en el aire, y un día dijo que había visto a un santo que vino hasta ella, y, tocándole la cara, le dijo: «Aún eres muy bella». Todos nos reímos de esa nueva locura de abuela. Y yo pensé que a lo mejor el santo estaba muy gordo y nos lo hubiéramos podido comer, y, mediante señas, se lo di a entender a abuela.
—¡Bestias! —dijo entonces ella, y todos nos sorprendimos de que hablara tan alto—. ¡Bestias! —volvió a repetir, pero ya muy bajo. Y se volvió a quedar muda.
Pero así, muda y todo, todavía abría y cerraba la boca, diciéndonos «bestias», «bestias», aunque no se le oyera. Y ahora cada vez que nos ve empieza a abrir y a cerrar la boca, como un pichón de chipojo cuando hace mucho calor. ¡Qué pena me da con abuela, tan viejita y todavía viva! Será que nosotros no vamos a morirnos nunca. Ése es el miedo que yo tengo: que seamos eternos, porque entonces sí que no tenemos escapatoria. Pero no debo preocuparme por eso, no vamos a ser eternos, pues ya hace mucho tiempo que abuelo no se levanta del suelo, y aunque algunas veces se arrastra un poquito, no logra caminar ni una vara. Todos miramos al abuelo con ojos muy brillantes, y con la boca haciéndosenos agua. Pero todavía no podemos…
Celestino esta noche me regaló una de sus orejas. Yo le dije que la guardara para dentro de un tiempo, pero la cogí enseguida y me la comí de un bocado.
Abuelo parece que ya casi no resuella. Mi madre ha traído la gran hacha con la que él cortara tantos árboles, y nos espanta con ella, diciéndonos, mientras los ojos se le llenan de lágrimas: «Esténse tranquilos, que voy a hacer la repartición». Así nos dice, sin abrir la boca, pues ya nosotros hemos aprendido a hablar de esa forma, y nos entendemos muy bien. Pero yo no estoy tranquilo, pues sé que ella últimamente se ha vuelto muy tramposa, y el día en que todos nos pusimos de acuerdo para arrancarnos el dedo gordo del pie y hacer con ellos una comida, ella se arrancó el más chiquito y luego dijo que se había equivocado. Por eso ya no le tengo mucha confianza y sé que muchas veces me ha mirado con los ojos centelleantes y la boca haciéndosele agua, como queriéndome tragar con el pensamiento. Pero que no crea que se va a salir con la suya, porque lo que es yo no me muevo de aquí hasta que abuelo no haya dado el último resoplido, y entonces seré el primero en caer sobre él, y empezaré a comer y a comer hasta que no pueda más de la hartura, y de nuevo como antes pueda decir Celestino… ¿Cómo se dirá la palabra Celestino?… Ya me imagino diciéndola, y me cae una enorme alegría y no puedo contenerme y empiezo a bailar, arrastrándome entre el polvo y pasando la lengua por el suelo para ir afilándola y poder hablar bien claro el día que lo vuelva a hacer.
Abuelo está en las últimas y todos lo rodeamos, babeantes, en espera del momento. Adolfina, más blanca que nunca, arrastra las tijeras. Mi madre ya levanta el hacha, y abuela, sin dejar de abrir y cerrar la boca, se acerca, arrastrándose, y comienza a mordisquearle un pie. Celestino cierra los ojos y llora por dentro. Yo miro para la cara y para los ojos de abuelo que al fin van parpadeando muy seguido, hasta que suelta un montón de chispas y quedan abiertos.
Llegó el momento.
Y todos nos abalanzamos sobre él como unas fieras. ¡Comida! ¡Comida!, después de tanto tiempo, aunque ya no sé medir el tiempo y no puedo decir tanto. Mi madre soltó un hachazo y todos caímos sobre el abuelo, como si fuéramos hormigas bravas, hasta no dejar siquiera un hueso. Adolfina dio dos tijeretazos sobre el abuelo como si se tratara de una tela podrida, cogió su porción y se fue mirándonos con desprecio. Abuela, que desde que probó el primer bocado cogió una fuerza enorme, lo primero que hizo cuando pudo hablar fue decir «coño»; luego dijo «bestias», «bestias», «bestias», hasta que se fue serenando y se acomodó en un rincón, donde lloró toda la tarde y la noche. Mamá, apenas tuvo la barriga llena, empezó a caminar arrastrándose, pues parece que se le olvidó la otra forma de andar, y así llegó hasta el pozo, donde dijo que iba a beber agua, aunque más tarde pude enterarme que el pozo estaba seco. Celestino y yo nos miramos, y de un salto salimos, los dos al mismo tiempo, por el techo de la casa y enseguida nos remontamos más alto que las nubes altísimas… Y ahora andamos por acá arriba, investigando por qué es que nunca llueve ya.
Y cada vez nos vamos elevando más y más, hasta que perdemos de vista al monte, a la tierra pardusca y a todo lo que no sea nosotros mismos. Pero seguimos elevándonos.
—¡Madre mía! —dijo Celestino—, mira qué río tan enorme se nos viene encima.
Yo le iba a decir algo, pues me pareció que no era un río, pero el coro de primos se me acercó y me dijo: «Vamos», y como yo hice alguna resistencia, me halaron con cama y todo, y me tiraron, de golpe, en el techo de la casa, donde ya ellos habían caído antes que yo.
—¿Aún deseas matar a tu abuelo? —preguntaron.
—Sí —dije.
—Entonces estáte atento y procura dormir más de lo que sueñas.
Y desaparecieron rápidos entre las pencas carcomidas del techo, como si fueran unas cucarachitas del guano, de ésas que se esconden en cuanto ven un barrunto de agua.
Y llovió. Y llovió. Y llovió. Tanto, tanto, que el agua vino ceremoniosa hasta el techo, y me besó, rodeándome varias veces el cuello.
No proclames tu poderío ya que no puedes
impedir que la muerte extinga los días y las noches,
que se deslizan como esclavos blancos; luego como
esclavos negros.
Moussa-ag-Amastan.
Después de despedirnos del mes de enero, Celestino y yo volvimos de nuevo a escribir con más furia esa poesía interminable. El duende ha vuelto una que otra vez, pero no me ha preguntado por el anillo. Y mi madre y mi abuelo nos han declarado la guerra abierta, y buscan cualquier motivo para darnos un trancazo y halarnos las orejas. Adolfina ya no solamente se pinta la cara y los brazos con tierra blanca, sino que también pinta toda la casa y hasta el piso de la sala y del corredor. La pobre abuela resbaló y fue de cabeza al pozo un día que había llovido mucho, y abuelo la obligó a que le buscara un cubo de agua, pues él decía que no se lavaba las patas con agua de lluvia que caía de las canales que siempre están llenas de mierda de gato. Y aunque la casa estaba inundada por el agua de lluvia, él seguía empecinado en que tenía que ser agua de pozo. Y como abuela protestó, él cogió la funda del machete, y, dándole dos fundazos en la espalda, le dijo: «Anda», y luego volvió a darle cuatro fundazos y volvió a decir: «Anda, anda si no quieres que te retuerza el cuello». Y abuela salió con el cubo en la vara, la vara en el hombro, y las manos puestas en el cuello. Y lo único que oímos fue el «puss» que hizo cuando cayó en el pozo. Pero nada más oímos. Ni siquiera un grito ni nada. Y a mí me mortifica mucho eso de que abuela no gritara antes de estrellarse en el fondo, porque ahora pienso que a lo mejor lo que ella tiró fue una piedra, y anda escondida por ahí en cualquier cueva, y nada más está esperando el momento en que nos quedemos todos dormidos, para venir y cortarnos la cabeza. Eso es lo que yo pienso, y ya se lo dije a Celestino, pero él me dijo que no pensara más en esa tontería, y que abuela seguramente estaba en el fondo. Pero yo sigo con mis dudas y cualquier día seco el pozo para ver si es verdad que ella está en el fondo. Por ahora me embrollo siempre la cabeza con las sábanas, aunque haga un calor del diablo y me empape en sudor. Pero muchas veces no me queda tiempo para pensar en que si abuela está viva o está muerta, pues mamá y abuelo (que sí están muy vivos) son más peligrosos que ella, y se pasan el día tratándonos de matar de veinte maneras distintas. Ya ni Celestino ni yo pegamos los ojos en toda la noche, y estamos siempre pensando que en cualquier momento se nos aparece en la puerta abuelo, con el hacha en alto, y nos hace pedacitos.
En estos días ha vuelto de nuevo la gran neblina. Y abuela también ha vuelto. Se nos apareció una tarde, cuando estábamos comiendo; y abuelo al verla dio un grito enorme, como un gato cuando le echan agua hirviendo en el lomo. Pero abuela le dijo: «No te asustes, cabrón, que sólo soy un espíritu». Y se sentó a la mesa. Y parece que era verdad que era un espíritu, pues no probó ni un bocado de comida. ¡Con lo glotona que era en vida!, tenía que estar bien muerta para no atragantarse de líos de maíz y de plátano hervido. Mi madre no le hizo ni pizca de caso y ni la miró siquiera. «Ni muerta me perdona esta desgraciada», dijo abuela, y salió hecha un humo por la puerta de la cocina. Nosotros seguimos comiendo. Y abuelo, que ya se había serenado un poco, dijo que era una gran desgracia y que esa mujer no lo dejaba tranquilo ni ahora que ya estaba muerta. Después se hizo de noche, y mi madre me obligó a ir al pozo para traer agua y regar las flores.
Todo el mundo ya sabe que Celestino es poeta. La noticia ha corrido por el barrio completo, y ya lo sabe todo el mundo. Mi madre dice que se muere de vergüenza y que no saldrá más nunca de la casa, Adolfina dice que ésa era la causa por la que no puede encontrar un marido, y hasta mi abuela-muerta se ha encerrado en la prensa de maíz y dice que de ahí no saldrá ni aunque vuelva a vivir. Al abuelo ya los lecheros no le compran la leche que dan las vacas, y cuando los lecheros pasan por frente a la casa nos tiran piedras y dicen: «Ahí viene la familia del poeta». Y se van riendo a grandes carcajadas.
Por toda la casa nada más que se oye el mormolleo de mi familia, que confabula y busca la manera de que Celestino desaparezca.
—Tenemos que matarlo —dice abuelo.
—¡Bestias! —le responde abuela-muerta, solamente por llevarle la contraria, pues enseguida se ríe de medio labio, y dice—: Déjame eso a mí, que yo soy la que tengo más experiencia…
—Tírenlo al pozo —dice mi madre. Y, de pronto, lo único que se oye es su voz que va creciendo y creciendo, y ya nos deja sordos—: Tírenlo al pozo, tírenlo al pozo, ¡tírenlo al pozo!
¡Tírenlo al pozo!
¡Tírenlo al pozo!
¡Tírenlo al pozo!
¡Tírenlo al pozo!
¡Tírenlo al pozo!
¡Tírenlo al pozo!
Celestino también ha oído esa voz, que no parece que saliera de la garganta de gente alguna, sino de una bestia horrible, que por mucho que yo imagino su forma, no doy con ella. Y sigo imaginando. Y vuelvo a imaginar. Pero nada… «Tírenlo al pozo».
«Tírenlo al pozo».
«Tírenlo al pozo».
«Tírenlo al pozo».
Aserrín aserrán
las maderas de san Juan;
los de Juan piden pan,
los de Enrique, alfeñique…
Ya se me olvidó esa canción. Iré hasta donde está mi madre, tejiendo el fondo de un balance, para decirle que me la cuente.
—Mamá, ya se me olvidó el canto del «Aserrín». ¿Por qué no me lo vuelves a contar?
—¡Qué muchacho!, otra vez con sus ñoñerías. La culpa la tengo yo por haberlo engreído tanto. Ven, sube a mis piernas.
Mamá me ha sentado en sus piernas. Y ha empezado a cantar. Qué buena es mi madre. Todavía a mí me gusta mucho que ella me cante y me cargue, aunque mamá siempre tiene que estar trabajando. Pero, por las noches, yo le echo un lloriqueo, y entonces ella viene hasta donde yo estoy, me pregunta qué me pasa, y, cargándome, me lleva hasta el balance que se mece; y empieza a contarme un cuento… Mientras mamá me balancea en el asiento, y me canta el «Aserrín aserrán», Celestino se va poniendo muy serio, sin levantarse del quicio que está en la puerta de la sala. ¡Pobre Celestino! Él no tiene a nadie que le cante siquiera un «Materilerón», y siempre tiene que dormirse solo, y sin que nadie le pase la mano.
—¿Por qué no cargas a Celestino también, mamá?
—Es que ya él está muy grande.
—No, si todavía es tan chiquito como yo. Míralo.
—Es grandísimo. Duérmete, que ya es tarde.
Según dice la gente, nosotros nos estamos volviendo locos. La única que no cree eso que dicen los demás es mi madre, que todavía me carga de vez en cuando y me hace un cuento y todo. Aunque casi siempre ella se queda dormida antes que yo.
Abuelo ha descubierto algunos troncos de árboles escritos, y se ha puesto muy bravo. «Pamplinas», dice, «algún sanaco ya está escribiendo pamplinas». Yo no sé, pero debe de haber algo que viene de atrás para que abuelo se ponga tan bravo al ver los árboles garabateados. Si no, ¿por qué se iba a poner así? Sí, debe de haber algo que yo no sé.
—Cárgame —le dije yo a mi madre.
Y entonces ella dijo:
—Vete al diablo, y déjame tranquila.
Yo la miré bien, porque no pensé que ésa fuera mi madre. Y en verdad no era ella, aunque su voz y su cara y su cuerpo eran los mismos. Pero sus pies se habían vuelto dos digas grandes como de alacrán, y de sus ojos salían dos culebras ciegas que me enseñaban la lengua.
—Mamá —dije yo, y las culebras escondieron la lengua pero no dejaron de mirarme.
Celestino está llorando detrás del excusado. Yo voy y le pregunto por qué llora, pero no me responde, y entonces yo no sé qué hacer, y me pongo a llorar también, hasta que abuelo nos descubre y nos dice: «Cabrones, ya están llorando otra vez, ¡si los cojo los voy a colgar!». Celestino y yo echamos a correr, y nos encaramamos en el capullo de la mata de ceiba. Y allá, entre las hojas, nos quedamos muy tranquilos y seguros de que abuelo no nos ha de descubrir. Y seguimos llorando bajito, para que nadie se entere.
Del monte vienen las vacas, vestidas de blanco. De blanco las vacas del monte. Vienen.
Hemos dormido la siesta debajo de las yagrumas. Nos despertamos y volvemos a quedarnos dormidos. Así todas las mañanas, las tardes y las noches. Y ahora, que amanece, volvemos a recostarnos. Y ya dormitamos de nuevo.
Cuando estábamos dormidos vino una bruja y nos pinchó con un palo de la escoba. La bruja dijo: «Ya es tarde», y salió volando, montada en su escoba. Yo llamé a Celestino para preguntarle si la había visto, pero cuando abrí los ojos, me di cuenta que aún yo estaba dormido, y no pude preguntarle nada.
Vestidas de blanco, todas las vacas en largas hileras, en largas hileras, en largas hileras…
Entonces miré para arriba, y vi a Celestino allá, muy alto, galopando detrás de la bruja. Enjorquetado también en la escoba.
Del monte, del monte…
Todo esto lo sé por un pájaro carpintero que vive en uno de los huecos de la mata de yagruma, y que me lo ha contado todo. Que si no, no me hubiera enterado de nada. El pájaro carpintero me dijo también que pensaba hacerle tantos huecos a la mata de yagruma, que iba a llegar un momento en que la mata desaparecería, y entonces él tendría un hueco tan grande que nadie podría ver, y todo el mundo pensaría que él estaba viviendo en el aire.
Yo no supe qué hacer, el pájaro carpintero terminó de hablar. Entonces le pregunté a Celestino qué podría hacer. Y él me dijo: «Mátalo, que lo que ha dicho es malo».
Y matamos al pájaro. Aunque el hueco ya estaba hecho antes de que el pájaro nos lo dijera, y no era él quien lo había hecho, ni cosa que se parezca.
«Mañana te compraremos un par de zapatos», dijo mi madre, antes de taparme con las sábanas. Luego estuvo un rato más conmigo, y, al fin, yo me fui quedando dormido,
—¿Es que no piensas darme el anillo? —dijo el duende.
—Usted se ha equivocado de persona: yo no
tengo que darle ningún anillo.
—¡Imbécil! Yo nunca me equivoco. Eres tú el
que te has equivocado de respuesta.
y vi cómo ella se me iba borrando poco a poco de entre los ojos. Entonces se me apareció mi abuela, y me dijo: «Vejigo mal criado, vives como si fueras el Rey de la casa. ¡Ya está bueno!, desde mañana te levantarás bien temprano y saldrás con tu abuelo a buscar los terneros y le ayudarás a ordeñar las vacas, ya que la damisela de tu primo no sirve para nada, y cuando no es una lombriz que vomita, es una diarrea o una fiebre, pero el caso es que nunca puede hacer lo que uno le manda. ¡Desgraciada familia la de nosotros: todos son unos inútiles! La culpa la tuve yo por casarme con el enclenque de tu abuelo».
«Y sabes, mañana bien temprano te voy a llamar. ¡Ya está bueno de haraganerías! Si no trabajas no te vamos a dar comida, ni a ti ni a tu madre».
Bien temprano mi madre vino hasta donde yo estaba medio dormido, y me dijo bajito: «Levántate, que ya tu abuelo está preguntando por ti». Entonces yo me levanté y la abracé. Y sentí cómo ella temblaba por dentro. Pero no le dije nada porque creo que yo también estaba temblando, y si se lo hubiera dicho a lo mejor ella hubiera empezado a llorar. Porque últimamente a mi madre le ha dado por lloriquear. Ahora mismo, que estoy buscando a un condenado ternero por entre estos derriscaderos, yo sé que mi madre está llorando detrás de la prensa de maíz o recostada al brocal del pozo. Llora mi madre, y yo no sé qué decirle ni qué hacer.
Y lo peor es que si mi abuelo la ve llorar la coge con ella y, hecho una furia, le empieza a dar trompadas en la cara. ¡Condenado ternero, deja que lo encuentre que lo voy a matar a pedradas!
—Mira, mamá, he recogido estos caimitos del monte y te los traigo.
—Qué bueno. Están muy sabrosos.
—Ahí está el comemierda de tu hijo otra vez con esa porquería de frutas. Lo único que haces es llenar la casa de basura. Dile que las bote ahora mismo.
—¡Bótalos!
—No, cómetelos.
—Bota esos caimitos, que ahí viene tu abuelo.
Esta noche no puedo dormir aunque cierre los ojos, y algunas veces hasta me los estrujo con los dedos. Mamá se me ha acercado muchas veces, y me ha dicho: «Bota los caimitos», «bota los caimitos». Luego llega mi abuelo con una soga, y me dice: «Llegó la hora de ahorcar a tu madre. Ven, para que le hagas el nudo».
«Hazme el nudo», dijo mi madre, apareciéndose en el lecho. Ya colgando de la cumbrera.
Luego entró abuelo, con un orinal en la mano. «Bebe, hijo de matojo», dijo.
Y yo bebí.
Abracé entonces a Celestino, y al fin pude quedarme dormido, según cuenta la bruja, que ahora anda conmigo para arriba y para abajo.
—Tú eres lo único que tengo, hijo mío.
—Sí, mamá.
—Debes quererme siempre.
—Sí, mamá.
—Si tú me dejas, no sé qué sería de mí.
—Sí, mamá.
—Tú eres lo único que tengo…
—¡Qué picazón donde no puedo rascarme!…
Ya solamente faltan unos días para las pascuas. Unos días nada más. Entonces vendrán todos mis primos y mis tías. ¡Qué fiesta tan grande! Ese día yo no pienso ir a buscar los terneros, aunque abuelo me rompa el lomo a cintazos… La bruja que anda conmigo me ha despertado de un manotazo, y riéndose se ha encaramado en la baranda de la cama. Celestino sigue durmiendo. El pobre. Según parece, anoche estaba muy enfermo, pues no hizo más que quejarse y fue al excusado como seis veces. ¡Qué tristeza tan grande me da ver lo flaco que se ha puesto Celestino! Se le pueden contar hasta las costillas. Y eso que algunas veces, por la noche, yo me levanto y robo algo de comer en la cocina, y se lo traigo. Pero nada, él sigue cada día más flaco. ¡Qué tristeza tan grande me da verlo! Ya está en el hueso pelado. La culpa de eso la tiene abuelo, que no lo deja probar ni un bocado, con las miradas que le echa en cuanto él se sienta a la mesa. Sí, porque aunque abuelo no le dice a las claras que se vaya y no coma, en cuanto Celestino viene a la mesa él empieza a ponerse furioso. Y tira las cucharas, y deja caer la sopa, y empieza a mirar con rabia a Celestino, como si él tuviese la culpa de algo. Y el pobre Celestino, que no sabe nada del mundo, cree que es verdad que él tiene la culpa de algo, y se va llorando para la cocina. Y entonces abuelo dice que ya no aguanta más a «ese muchacho» que no come nada más que para mortificarlo, y con el pretexto de que lo hace para que coma, va hasta la cocina y le cae a patadas a Celestino. Mientras abuelo le da patadas a Celestino en la cocina, Adolfina canta con la boca cerrada, dice que para que no le salgan arrugas; mi madre llora muy bajo, sin dejar de comer, y abuela pelea con ella y le dice: «Boba, so boba». Entonces yo me quedo muy tranquilo, y oigo de vez en cuando los resoplidos del pobre Celestino, que rueda por el suelo, mientras abuelo lo acribilla a patadas… Siempre que pasa esto (y es todos los días) mis primos muertos comienzan a bajar por el techo; y se sientan a la mesa, y comen mucho, pues dicen que tienen que comerse ahora todo lo que no les dejó comer el abuelo cuando ellos estaban vivos y eran pateados.
El ruido de las patadas de abuelo se confunde con los resoplidos de Celestino.
Ya bajan mis primos muertos.
Abuela le da una trompada a mamá y le dice boba más de cien veces, hasta que, furiosa, le rompe un plato en la cabeza y le tira un poco de harina caliente en los ojos.
La bruja se fue, asustada. Y al verla irse yo sentí un miedo horrible, pues pienso que a lo mejor no vuelve nunca.
Yo creo que lo que tiene Celestino es una tripa reventada por una de las patadas del abuelo, sí, debe de ser esa su enfermedad.
Otra vez la comida y otra vez las patadas. Uno de mis primos muertos me ha mirado, lloriqueando, y me ha dicho: «Verraco».
Luego desaparecen todos a una señal. Pero la palabra verraco se ha quedado rascándome los oídos. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco. Verraco.
Verraco.
Verraco.
Verraco.
Verraco.
Ya sé lo que mi primo quiso decirme con la palabra verraco. Mañana, a la hora de la comida, me pondré de acuerdo con ellos… Celestino se queja esta noche más que nunca. Mañana hablaré con mis primos muertos.
¡Qué alegría!: la bruja me despertó hoy por la mañana con la misma bofetada de siempre.
No puedes negar que tu esclava más fiel es tu
sombra, que pone una alfombra bajo tus pies.
Moussa-ag-Amastan.
He descubierto que mi madre ha dejado de hablarme; según me dice la bruja, es que está celosa de Celestino.
—Mentira —le digo yo a la bruja.
—Sabes que es verdad.
—Yo la quiero a ella.
—Ella también a ti.
—Entonces, ¿por qué no me habla?
—Porque sabe que tú quieres más a Celestino.
Ahora, después de tanto tiempo, me doy cuenta que mi madre estaba más loca que una cabra. La pobre, sería por el hambre que pasó, o quizás por la falta de marido; según me ha dicho la bruja, en la mujer eso es terrible. ¡Qué suerte no ser mujer!
Estamos ya en el comedor. Celestino, como siempre, es el último en llegar a la mesa. Abuelo, en cuanto lo ve, empieza a refunfuñar. Celestino se sienta, y abuelo maldice y tira un grajo en mitad de la mesa. Celestino no se atreve a servirse. Abuelo deja caer el plato en el suelo y empieza a pelear con Celestino, porque dice que él tiene la culpa. «¡Condenado muchacho, siempre me confunde!». Celestino se acerca temblando, y recoge los vidrios del suelo. Abuelo le empieza a dar trompadas en la cara. Mi madre está ya con los ojos anegados en lágrimas. Adolfina empieza a cantar. La bruja, como siempre, sale huyendo por el techo. ¡Y ya llegan mis primos muertos!…
Hambrientos más que nunca, revuelven toda la mesa y se lo comen todo, hasta el grajo de abuelo.
Abuelo arrastra, golpeando, a Celestino hasta la cocina, y allí le empieza a dar patadas.
El primo que ayer me dijo verraco se me acerca y me lo vuelve a repetir.
—No —digo entonces yo.
—¿Por qué no? —me dicen todos mis primos muertos.
—Porque quiero matar al abuelo.
Todos mis primos dejan de comer, y de un salto cogen la gran fuente de barro y me la ponen en la cabeza.
—Coronado estás —dicen, y salen huyendo por el techo—. Esta noche nos veremos.
La fuente de barro cae al suelo y se hace añicos. Abuela empieza a pelearme:
—¡Cómo se te ocurre ponerte una fuente en la cabeza! ¡Puerco! Eso no es ningún sombrero. Ahora nos serviremos la comida en un orinal. So comemierda. ¡Si lo que mereces es que te estrelle a golpes!
Y empieza a darme trompadas, sin dejar de maldecir, mientras yo me río y me río a carcajadas.
A cualquiera le daría grima ver la neblina que hay hoy. Desde que amaneció no he podido verme ni las manos siquiera, y ya horita llega el mediodía. ¡Qué barbaridad! Estos tiempos son siempre así. Pero, de todos modos, a mí me encanta que sean así. Entre la neblina todas las cosas se ponen blancas. Entre esa blancura del aire, Celestino y yo andamos dando tropiezos y nos sujetamos uno de otro para no despeyucarnos contra algún troncón. Hoy será un día de mucho trabajo para Celestino, que cuando hay neblina él escribe más de la cuenta; y algunas veces nos coge la noche en mitad del monte, pues la fiebre de la escribidera no lo suelta hasta que ya todo está oscuro y se ha dado dos o tres pinchazos en los dedos con el punzón de garabatear los árboles… También me gusta la neblina porque de esta forma el condenado de mi abuelo no nos puede encontrar tan fácil, como cuando todo está claro, y por lo menos podemos respirar tranquilos, pensando que no tenemos al viejo, hecho una furia, corriendo detrás de nosotros.
Yo, igual que siempre, me he parado en el camino a vigilar, aunque nada vigilo, porque nada veo. Ni siquiera a
Ven, Demonio.
Arthur Rimbaud.
mí mismo. Y sólo tanteo una gran neblina que algunas veces chispetea, para volver a cerrarse enseguida, más espesa en toda su blancura. Y sólo oigo el ruido de los pájaros, que cantan a tientas, y se pierden sabrá Dios por qué rumbos… El ruido de los pájaros, y el golpear de Celestino en el tronco de las matas. Y ya no me preocupa lo que pueda tardar en escribir esa poesía. Y algunas veces deseo que no termine nunca. Que nos muriéramos los dos y la poesía siguiera sin terminar. Pienso en eso porque si algún día él termina, no sé qué íbamos a hacer ya, y yo no tendría por qué pararme en mitad del camino, agazapado entre la neblina y cuidándolo. No, ojalá no termines nunca. No te apures, bien suave. Golpea bien suave… Despacio, bien despacio, que ya horita somos unos viejitos y hacemos «zassss». Despacio… Despacio… despacio…
Por fin abuelo nos ha descubierto; veo entre la neblina su hacha echando chispas. Voceo a Celestino para que deje de escribir y salga corriendo. La bruja también echa a correr detrás de mí. Y los tres nos escondemos entre las piedras grandes, que están siempre más allá del río… El sol, que ya se deja entrever, hace que la bruja desaparezca poco a poco. ¡Adolfina!, le grito, pues por un momento veo que ella es la bruja y que me ha mirado hasta con un poco de tristeza. Pero ya se disuelve entre la blancura y no sabré nunca si realmente era Adolfina… Abuelo se ve ahora más claro que nunca, encorvado sobre los troncos donde Celestino estuvo garabateando. El ruido del hacha es ahora lo único que se oye, hasta que abuelo, muy cansado, se tira sobre un palo y empieza a llorar con grandes gritos, que parecen bufidos… A Celestino también se le salen las lágrimas, y yo miro para arriba, porque quizás esté cayendo un aguacero y no nos hayamos dado cuenta. Si yo pudiera, me acercaría hasta donde se encuentra abuelo y le pasaría la mano por el lomo, pero ¡qué va!, este viejo es más arisco que un perro jíbaro, y nada más hace verme y ya está refunfuñando y peleando. Yo no sé por qué este desgraciado, que parece una ciruela pasa, me tiene tanto odio. Total, yo no tengo la culpa de que Celestino escriba poesías, y no veo nada malo en eso. A lo mejor el viejo lo que tiene es envidia. Pero no. Yo sé que no es envidia, lo que él nos tiene a Celestino y a mí es odio. Sí, yo sé que es odio, odio, porque aunque ya somos unos viejitos seguimos teniendo los mismos años que cuando llegamos a la casa, y, como él dice, «no servimos ni para limpiarnos el culo». Sí, eso es lo que pasa: aspiró a que nosotros nos hiciéramos caballos como él, y nos quedamos potricos… ¡Viejo maldito!, no pienses que nos vas a poner herraduras.
El hacha de abuelo ha alzado el vuelo y se ha clavado en la frente de Celestino. Yo trato de zafársela, pero no puedo. Abuelo suelta la carcajada y dice: «O te dejas herrar o no le saco el hacha a ese comemierda». Yo no sé qué hacer, pero al fin digo que sí, me dejo herrar.
Hemos regresado de la siembra del maíz, abuelo nos cargó a Celestino y a mí, y nos trae en sus hombros, mientras nosotros lo pinchamos con una espuela y le damos fuetazos y patadas. Abuelo no dijo nada en todo el camino, y nosotros lo hicimos correr mucho y luego le dijimos que se subiera en lo más alto del cerro de los muertos. Y allá fue con nosotros encima. Luego yo le dije: «Ahora tienes que brincar con nosotros a tu espalda, desde este cerro hasta el otro, y si no lo haces yo te saco los ojos». Abuelo brincó, pero cuando llegó al otro cerro dio un resbalón y se cayó, con nosotros a la espalda. Entonces lo amarramos de un almácigo, y con la estrella de la espuela le hicimos «páfata» y le vaciamos los dos ojos. Él no dijo ni ay, y yo le dije canta y él cantó. Luego nos aburrimos y nos fuimos sin hacer ruido. El abuelo, ciego, no pensó que lo habíamos dejado solo, y siguió cantando y cantando… Y dicen que todavía hoy se le oye cantar, mientras camina de una punta del cerro a la otra punta, sin atreverse nunca a cerrar la boca.
—No juegues con las tusas, que son para atizar el fogón.
—Pero si estas tusas están verdes.
—¡Te he dicho que dejes esas tusas ahí!
—Si no juego con las tusas, ¿con qué voy a jugar?
—Con nada. ¡Bobo! No ves que ya eres un viejo para ser tan comemierda.
Soy un viejo. Me han dicho «eres un viejo», y ya soy un viejo. Desde lo más alto de la mata de higuillos las cencerenicas se tiran de cabeza, y, picoteándome, me dicen: «Eres viejo», «eres viejo».
¡Soy viejo, qué maravilla, soy un viejo! ¡Viejo!
¡Qué viejo tan viejo, viejo!
Qué viejo viejo viejo viejo…
Qué viejo… Viejo. Qué viejo…
Me fui a bañar en el arroyo y entonces me di cuenta que estaba soñando, y que no era un viejo. Pero al despertar, abuela me clavó un cuchillo en el cuello, y me dijo: «Muérete, viejo, qué esperas».
¡Viejo!
¡Viejo!
¡Viejo!
¡Viejo!
¡Viejo!
Viejo… Soy un viejo, qué alegría tan triste.
Me dieron la noticia ayer por la noche y yo no la quise creer. Esperé a que se hiciera de día; y todavía no había amanecido cuando salí corriendo para el pozo, y a él me asomé, asustado, para ver si era verdad que ya era un viejo. Y en vez de mi cara arrugada y toda llena de huesos, lo que vi fue a un muchacho muy chiquito, que nadaba junto con los guayacones y los pitises, y me llamaba muy contento. Pero no me asusté. Me grité de nuevo, pero tampoco me respondí, y, al fin, me fui poniendo cada vez más pequeño, hasta que me puse del tamaño de las hormigas, y seguí disminuyendo, hasta que me perdí en el fondo, y, aunque mucho me asomé desde el brocal, no pude verme… Llegué a la casa y comencé a dar gritos, parado en el fanguero que hacen las aguas que abuela tira desde el fregadero. Mi madre salió corriendo, muy asustada, desde la cocina, y me preguntó:
—¡Quién fue el que te mató ahora! Anda, dime, aunque sea una vez, quién fue el que te mató.
—Tú —dije yo entonces para mortificarla—. Tú fuiste, mamá.
Ella me miró, y luego empezó a rezar y a pedir perdón.
—No le hagas caso a ese maldito —dijo entonces mi abuela, que salía del fregadero, con un poco de agua sucia para tirarla en el fanguero—. No le hagas caso a ese maldito mentiroso, pues quien lo mató fui yo.
Mi madre se serenó un poco. Y entramos en su cuarto. Es muy raro el cuarto de mi madre. ¡Si ustedes lo vieran!: en él no hay cama ni ventanas. Sólo una piedra, donde mamá tiene siempre una vela encendida, que no alumbra a nadie. Mi madre duerme echada a un rincón junto con un pollo, dos gallos y las gallinas, que la llenan de mierda por la noche, encaramándose sobre ella y todo. Algunas veces, por la noche, cuando salgo corriendo rumbo al excusado, he oído dentro del cuarto de mi madre un grito muy alto, y el escarceo de todos los gallos y las gallinas. He oído esos gritos y esos escarceos, y una vez, nada más, me atreví a asomarme, para ver qué pasaba dentro. Me asomé, y miré: mi madre colgaba de lo alto de la cumbrera, y las gallinas, los pollos y los gallos daban saltos y revuelos, tratando de llegar hasta la soga que sujetaba a mi madre por el pescuezo, pero nada, nadie pudo treparse hasta donde mi madre se balanceaba, toda morada y con los ojos muy abiertos… Yo salí, hecho una centella, para mi cuarto, donde estaba acostado Celestino, y, de un salto, me tiré en la cama.
—¿Qué pasa? —dijo Celestino.
—¡Mi madre está guindando de la cumbrera!
—¿Qué madre?
—La mía…
—Tendré que despertarte para que te des cuenta que estás soñando.
—Sí, despiértame…
Pero no pudo despertarme. Celestino me golpeó y me volvió a golpear, y nada, yo seguía durmiendo. Y desde entonces creo que no me he vuelto a despertar, porque todavía, por las noches, cuando voy al excusado, siento el grito en el cuarto de mi madre, y aunque muchas veces he tenido deseos de asomarme, el revoloteo de los gallos y las gallinas me dice que para qué, que si me asomo veré lo que ya vi. Entonces salgo corriendo para el cuarto. Y me digo: quién sabe si esta noche Celestino me puede despertar. Pero no lo consigue, le digo que estoy soñando, y él me sacude lo más que puede. Y yo sigo diciéndole que estoy soñando.
Abuela y abuelo han metido todos los trastos en el baúl grande que está detrás de la prensa de maíz. Ahora le pasan una gran cadena al baúl y obligan a mi madre a que lo arrastre. Mi madre delante puja y tira. Abuelo y abuela, detrás, empujan el baúl. Pero mi abuela, siempre tramposa, se encarama a cada rato encima y mi madre tiene que pujar más todavía. Así pasan ya por detrás de la casa, dejan el pozo —donde Adolfina canta con la boca cerrada— y se pierden por todo el sao.
Yo trato de alcanzarlos, pero cada vez están más lejos. Atraviesan las lomas de La Perrera, las sabanas de Aguas Claras; se encaraman ya en los cerros de Gibara… Mientras desaparecen sigo oyendo el humm hummm de Adolfina, que se hace cada vez más alto y claro y que a mí me parece triste.
Regreso guiado por ese sonido.
Adolfina, detrás del pozo, canta, como siempre, con la boca cerrada. Ha preparado una gran mezcla de tierra blanca, agua y limón y se cubre con ella toda la cara.
—¡Adolfina! ¡Adolfina!
Ella no responde. Sin dejar de cantar se cambia ahora de cara con los dedos.
—¡Adolfina! —grito.
Ella se mete los dedos en la mezcla y se hace una boca grande, con un lunar al costado.
—¡Adolfina! ¡Adolfina!
Se vuelve a borrar la cara y se hace una boca chiquita y unos ojos y unas cejas que le cogen toda la frente.
Me acerco.
—Adolfina —digo, tocándola.
Sin dejar de cantar con los labios cerrados, ella se pone ahora una nariz recta y larga y unas orejas de ratón.
Como no me hace caso, meto mis manos en su cara. Mis dedos se hunden en la costra de tierra blanca que se va desmoronando sin que detrás quede nada.
—¡Adolfina! ¡Adolfina!
Pero estoy solo sobre un pequeño fanguero blancuzco que ya ni suena.
Después que todo el mundo desapareció y quedamos Celestino y yo solamente en la casa, me ha venido entrando un miedo muy grande. ¡Qué se hicieron la gente! ¡Dónde está todo el mundo! Algunas veces yo me paro en la mitad del camino y espero a que alguien pase para preguntarle por el rumbo que cogió la gente de mi casa. Pero por estos caminos no pasa nadie ya; y cuando pasa alguien no me hace ni gota de caso. ¡Bestias que son todos los que viven en este barrio desgraciado! Ni porque les hablo en buena forma me hacen el menor caso. Entonces yo me planto delante del primero que pasa, y le digo: «Oiga, ¿pero usted es sordo?». Pero también tiene que estar ciego, porque yo me revuelco en el suelo y hago mil maromas, para que vea que estoy interesado por algo. Y algunas veces me pongo furioso y les caigo a golpes a los que pasan (que ya cada vez son menos), pero tampoco me ponen atención. Y yo grito, brinco y pataleo, y le tiro las piedras a la gente. Pero todavía nadie me ha mirado siquiera. Pero de todos modos yo no pierdo las esperanzas. Y sigo vigilando, acá, en mitad del camino, sentado sobre una piedra molestísima, mientras un gran silencio va envolviendo el monte. Sigo esperando a que alguien pase, y aunque no me diga nada de mi familia, por lo menos me mande a la porra, pero que me haga algo.
SEGUNDO FINAL.