4

Guido sabía que ocurría algo y era consciente de que Christina no tenía nada que ver con ello.

El carnaval romano se les había echado encima, la ópera llevaba varias semanas de representaciones triunfales y, sin embargo, Tonio se negaba todavía a hablar de futuros compromisos. Por más que Guido insistiese, Tonio le rogaba que lo dejase en paz.

Afirmaba estar cansado, distraído, alegaba que tenía que ir al estudio de Christina, que como esa tarde ambos iban a ser recibidos por una electora, le era imposible pensar en nada más.

Todo un sinfín de excusas. Y de vez en cuando, si Guido sorprendía a Tonio en el camerino del teatro, su rostro se crispaba y adquiría aquella frialdad que siempre le había provocado una punzada de mudo terror mientras Tonio decía enfadado: -¡Ahora no puedo pensar en eso! ¿Aún no tienes bastante? – ¿Bastante? Pero si sólo es el principio, Tonio -respondía Guido.

Al principio Guido se decía a sí mismo que la causa era Christina.

A fin de cuentas, nunca había visto a Tonio así, tan completamente entregado a una relación amorosa. Sin embargo, cuando Cuido decidió ir a ver a Christi- 571 – na una tarde en la que Tonio se encontraba en una recepción que no podía eludir, se sorprendió al oír las negativas de la joven.

Ella no tenía nada que ver con el hecho de que Tonio se negase a cantar en Florencia durante la Pascua. En realidad, ni había oído hablar de tal posibilidad.

–Estoy dispuesta a seguirlo a todas partes, Guido -le aseguró-. Yo puedo pintar aquí o en cualquier otro sitio. Sólo necesito el caballete, las pinturas, las telas y los pinceles, y eso puedo llevármelo conmigo a cualquier rincón del mundo -bajó la voz-, siempre que él esté a mi lado.

Sus últimos invitados acababan de despedirse. Las criadas retiraban los vasos de vino y las tazas de té. Y ella, con las mangas prendidas con alfileres en lo alto, trabajaba en sus óleos y pinturas. Frente a ella había recipientes de cristal con escarlata, vermellón y ocre. – ¿Por qué, Guido? – preguntó apartándose el cabello del rostro-. ¿Por qué no quiere hablar del futuro? – Parecía temer la respuesta de Guido-. ¿Por qué insiste en mantener nuestra relación en secreto y se esfuerza por que todo el mundo crea que sólo somos amigos?

Ya le he dicho que si pudiera hacer las cosas a mi modo, viviríamos juntos. Guido, todos los que nos conocen bien saben que es mi amante, pero ¿sabes qué dijo? De eso no hace mucho, era muy tarde, y había bebido mucho vino. Dijo que no albergaba ninguna duda de que, pese a todo lo que habías hecho por él, a ti te había beneficiado el haberle conocido, que no te causaría ningún perjuicio. Sus palabras fueron: «Después de esto, el viento hinchará las velas.» Pero añadió que yo no quedaría en buena posición si acababa con mi reputación y que no me perjudicaría por nada del mundo. ¿Por qué habla de abandonarme, Guido? Hasta esa noche, temía que fueses tú quien le pedía que renunciase a mí.

Guido advirtió que ella lo miraba fijamente, le imploraba, y aunque aumentó la presión con que le tomaba la mano, no podía satisfacerla. Contempló los tejados que se divisaban desde los ventanales sin cortinas y sintió frío – 572 -por haberse cruzado de nuevo con el viejo enemigo, con el viejo terror.

A Christina no le dijo nada más, salvo que hablaría con Tonio, y luego, tras rozarle la mejilla con los labios, se dispuso a marcharse.

Olvidó su tricornio y bajó las huecas escaleras para salir a la abarrotada Piazza di Spagna. Entonces, se dirigió despacio hacia el Tíber, con la cabeza gacha y las manos detrás de la espalda.

Roma lo atrapó en sus sinuosas callejas, lo llevó de tina plaza irregular a otra. Lo condujo ante estatuas gigantescas y fuentes relucientes, mientras su mente se encogía ante su perfección sólo para crecer de nuevo con la plenitud del conocimiento.

Horas más tarde, caminaba sin rumbo por el suelo multicolor de la plaza de San Pedro, pasando junto a las majestuosas tumbas de los papas. Le sonreían esqueletos de piedra esculpidos con tanto detalle que se dirían recién descubiertos. La multitud, compuesta por fieles de todo el mundo que atestaba la plaza, lo empujaba en todas direcciones.

Sabía lo que le ocurría a Tonio. Lo había sabido antes de hablar con Christina, pero tenía que estar seguro.

La imagen volvió a él, se implantó en su mente, menos imaginativa y literal, con la locuacidad del maestro Cavalla: Tonio se estaba desgarrando lentamente.

Era la batalla de aquellos dos seres que ya había presenciado: uno que anhelaba la vida y el otro que no podía seguir existiendo sin la esperanza de la venganza.

En aquellos momentos en que Christina tiraba de su a mitad más brillante, en que la ópera lo colmaba de tantas bendiciones y promesas, el ser oscuro, asustado, pugnaba por destruir al enamorado porque temía ir perdiendo terreno hasta desaparecer por completo.

Guido no lo comprendía del todo. No era una imagen – 573 – fácil para su mente. Intuía que cuanto más le daba a Tonio la vida, más consciente era de que no podía disfrutarla plenamente hasta que hubiera solucionado aquel viejo asunto pendiente.

Guido se sintió solo en medio de aquel gentío que entraba en la mayor iglesia del mundo. Sabía que no podía hacer nada.

–No puedo… -susurró, oyendo con claridad sus palabras por encima de la multitud de sonidos que lo rodeaba-. No puedo vivir sin ti. – Los intensos haces de luz solar le nublaron la vista. Nadie reparaba en él, que hablaba solo y permanecía inmóvil-. Mi amor, mi vida, mi voz -susurró-. Sin ti, no hay viento que hinche las velas. No hay nada.

Aquel mal presagio lo asaltó cuando se dirigían hacia Roma; la pérdida de su joven y fiel amante no era nada comparado con el abismo que se abría ante él, cada vez más profundo.

Llegó el carnaval. Las noches se volvieron más apacibles. El público se mostraba enloquecido. La condesa había regresado y cada noche organizaba bailes en su villa.

Guido abandonó todos sus proyectos para la temporada de primavera. Sin embargo, no dijo nada a los agentes de Florencia. Ojalá pudiera obligar a Tonio a un compromiso más…

Tonio nunca faltaría a su palabra y eso le daría tiempo.

Ésa era su obsesión: el tiempo.

Pero un día, a primera hora de la tarde, mientras Guido escribía un nuevo dúo para que Bettichino y Tonio practicaran cuando se aburrieran, uno de los ayudantes principales del cardenal le anunció que el signore Giacomo Lisani, de Venecia, se encontraba allí para ver a Tonio. – ¿Quién es? – preguntó Guido malhumorado. Tonio había salido con Christina al carnaval.

En cuanto vio al joven rubio, lo reconoció. Hacía – 574 -años se había presentado en Nápoles por Nochebuena para visitar a Tonio.

Era su primo, el hijo de la mujer que tan a menudo le escribía. Llevaba consigo un pequeño baúl, una especie de cofre, y quería entregárselo a Tonio personalmente.

Se decepcionó al saber que no podría verlo de inmediato. Cuando Guido se identificó, el primo de Tonio empezó, a contarle lo ocurrido.

La madre de Tonio había muerto hacía un par de semanas, tras una larga enfermedad.

–Tengo que comunicárselo yo mismo, ¿comprende?

No consiguieron localizar a Tonio y Guido no quería que se enterara antes de la representación de aquella noche.

Era ya más de medianoche cuando aquel joven veneciano, que había vuelto a la casa del cardenal con el cofre, le dio el mensaje de la forma más directa que pudo, intentando causarle el menor dolor posible.

La expresión en el rostro de Tonio fue algo que Guido, deseó no volver a ver nunca más.

Después de besar a su primo y llevarse el cofre a la habitación, lo abrió y miró su contenido. Luego comunicó a Guido que le apetecía salir.

–Déjame ir contigo, o que te acompañe a casa de Christina. No te conviene sobrellevar este dolor tú solo.

Tonio lo miró un prolongado instante como si aquellas palabras lo asombrasen y Guido sintió el peso de todas experiencias que lo separaban de Tonio. En aquella vida oscura, en aquella vida secreta de Tonio, vinculada a las personas que había conocido y amado en Venecia, no dejaba cabida para nadie más.

–Por favor -suplicó Guido, con la boca seca y las manos temblorosas.

–Guido, si me quieres déjame solo. – Aun así, desprendía amabilidad, y esbozó una media sonrisa y extendió la mano para tranquilizar a Guido, que se quedó contemplando en silencio cómo se marchaba. – 575 -El cardenal subió a la habitación enseguida.

Guido se encontraba solo, mirando los objetos que Tonio había depositado en la mesa para que todo el mundo los viera.

Mientras Guido los examinaba con atención, lo invadió tal sentimiento de desolación que se quedó sin palabras.

El cofre estaba lleno.

Había partituras, sobre todo piezas de Vivaldi, en unos viejos volúmenes que llevaban escrito el nombre de Marianna Treschi con caligrafía infantil. También había libros, cuentos de hadas franceses, e historias de dioses griegos y héroes de las que se leen a los niños.

Pero lo que más sobrecogió a Guido y le provocó un agudo dolor fueron la ropa y los efectos personales del pequeño.

Había un traje de cristianar blanco, que debió de pertenecer a Tonio, y media docena de diminutos vestiditos,! todos ellos en perfecto estado, con los correspondientes zapatos y guantes.

Por último estaban los retratos, miniaturas esmaltadas y una pintura muy fiel del muchacho de exquisitos ojos negros que Tonio había sido.

Mientras contemplaba aquellos objetos, Guido advirtió que constituían esas reliquias que otros atesoraban, pero que rara vez uno mismo guardaba.

Las habían sacado de los lugares donde las habían, guardado, las habían embalado y enviado a Roma como prueba irrefutable de que en la casa de los Treschi ya no quedaba nadie que amara al joven que allí había vivido. Era como si todos los que habían compartido esa otra vida con Tonio hubiesen muerto.

El cardenal preguntó con un hilo de voz si había algo que él pudiera hacer. Había ordenado a sus ayudantes que se retiraran; se le veía paciente y caritativo, pendiente de un músico que lo había dejado esperando en la puerta como si fuera un criado.

Guido alzó la vista y lo miró. Murmuró excusas respetuosas por toda aquella confusión, e intentó adivinar en – 576 -qué medida aquel hombre se interesaba por Tonio, y has dónde alcanzaba su poder.

Estudió al cardenal mientras éste observaba aquellos tesoros.

–La madre de Tonio ha muerto -dijo Guido en voz baja. Pero detrás de aquellas sencillas palabras se escondía sospecha de que Marianna Treschi, a la que Guido nunca había conocido, bien podía ser la última barrera que se interponía entre Tonio y su inevitable viaje a Venecia.

5

El carnaval romano estaba a punto de terminar y con él las últimas y más frenéticas noches de la temporada operística. Desde el alba al anochecer, la estrecha Via del Corso estaba repleta de juerguistas disfrazados, y a cada lado de la calle se habían levantado estrados, abarrotados de espectadores enmascarados. Los carruajes de las grandes familias, de ostentosa decoración, avanzaban por la calzada, cargados de indios, sultanes, dioses y diosas. La gran carroza de los Lamberti había elegido como tema el nacimiento de Venus en la espuma, representado por la propia condesa, adornada con guirnaldas de flores ante una gran concha de pasta de papel. Detrás iban otros carruajes que avanzaban lentamente, mientras sus ocupantes enmascarados arrojaban una lluvia de almendras azucaradas. Las calles estaban invadidas por hombres vestidos de mujer, mujeres vestidas de hombre y toda clase de personajes anónimos disfrazados que desfilaban ataviados de príncipes, marineros o grandes personajes de la commedia. Los motivos de siempre, la misma locura.

Tonio, enmascarado, con un largo tabarro negro que ocultaba su vestimenta, caminaba junto a Christina, que llevaba el cabello echado hacia atrás como un hombre y cubría su cuerpo menudo con el atuendo de un oficial militar. – 577 -Corrían de un lado a otro, y Tonio levantaba el brazo de vez en cuando para protegerla de un diluvio de confeti, al tiempo que se agachaban y se levantaban para ver las bufonadas de un polichinela que interpretaba una obra desenfrenada. En algunos momentos escapaban para besarse, recobrar el aliento o abrazarse furtivamente ante la puerta de una iglesia.

A medida que el día declinaba hacia el atardecer, la multitud se dispersaba por fin para presenciar el emocionante clímax final del desfile: quince caballos que serían llevados primero desde la Piazza del Popolo hasta la Piazza Venecia y otra vez de regreso, antes de ser soltados en la primera para que se precipitaran en libertad hacia la segunda. Era un espectáculo temerario y que entrañaba un peligro excitante, el sonido de las pezuñas, los inevitables tropezones de la multitud, los animales llegando en tropel a la Piazza Venecia, donde se anunciaría el ganador.

Luego, cuando por fin se puso el sol, la gente se quitó las máscaras, la calle se vació y el gentío buscó diversión en otra parte: los bailes que se celebraban por toda la ciudad, o el teatro, su mayor deleite.

El público de la ópera estaba enfervorizado. Aunque las máscaras habían desaparecido, todavía se veían disfraces, sobre todo el largo y holgado tabarro. Había mujeres encantadoramente convertidas en apuestos militares, disfrutando de toda la libertad que les permitían los pantalones, mientras los seguidores enfrentados de Bettichino y Tonio intentaban superarse en desvarío los unos a los otros.

Parecía imposible que los palcos resistiesen todo el peso que soportaban y el teatro vibraba con los generosos aplausos, los gritos de bravo, los pateos, las ovaciones.

Finalmente, todos se fueron a casa, Tonio y Christina abrazados, para levantarse de nuevo al amanecer y continuar la fiesta.

Había momentos en que, en medio de la avalancha de gente, Tonio se quedaba quieto, con los ojos cerrados y, balanceándose de puntillas, imaginaba que se hallaba en la Piazza San Marco. Allí, los muros cercanos desaparecían, – 578 -El cielo se abría ante él y los mosaicos dorados resplandecían como grandes ojos inmóviles por encima de la multitud. Casi podía oler el mar.

Su madre estaba con él, y también Alessandro. Era aquel primer carnaval glorioso en el que por fin habían disfrutado de la libertad, y el mundo se les antojaba un prodigio, repleto de maravillas exquisitas. Oyó la risa de Marianna, sintió incluso la caricia de sus manos; entonces recuperó intactos todos los recuerdos de su madre, inmunes al dolor posterior.

Habían tenido una vida juntos y esa certeza vencería al tiempo.

Le hubiera gustado creer que estaba junto a él, que de alguna manera Marianna lo sabía y lo comprendía todo.

Si algo lo atormentaba en aquellos días de amargo y secreto pesar era no haber podido hablar otra vez con ella, sentarse a su lado, cogerle las manos, decirle lo mucho que la quería, y asegurarle que no había estado en sus manos el cambiar el curso de los acontecimientos.

Su madre le parecía tan impotente en la muerte como durante su vida.

Sin embargo, cuando Tonio abrió los ojos a la ciudad de Roma, a las chicas romanas que hacían cosquillas a quienes no llevaban máscara, a los hombres disfrazados de abogados que reprendían a la multitud, y los más malvados de todos, los jóvenes vestidos de mujeres que desnudaban sus pechos, enseñaban las piernas y se ofrecían a los viandantes, cuando vio toda aquella vida desatada a su alrededor, admitió lo que siempre había sabido: que en realidad no había querido despedirse de ella. En sus sueños de venganza o de justicia más desaforados jamás había imaginado siquiera una palabra dirigida a ella, una mano extendida, una muestra de afecto. En una borrosa visión, la había imaginado más bien vestida de viuda, llorando entre sus hijos huérfanos a su esposo, el único esposo al que realmente había conocido, asesinado, arrebatado de su lado.

Se había visto libre de aquel destino. No iba vestida de viuda, dormía en su ataúd, y era Carlo quien lloraba por ella. «Sufre como un loco -había escrito Catrina-. Está – 579 -fuera de sí y jura dedicarse por completo al cuidado de los niños. Aunque trabaja con ahínco, y ha prometido que será un padre y una madre para los pequeños, está tan acongojado que sale a cualquier hora de los Oficios del Estado para vagar como un demente por la piazza.»

Christina le apretaba la mano.

La muchedumbre empujaba desde todos los ángulos, y durante unos momentos luchó por no perder el equilibrio. Vio de nuevo a su madre en el ataúd y se preguntó cómo la habrían vestido. ¿Le habrían puesto aquellas hermosas perlas blancas que Andrea le había regalado? Imaginó la procesión del funeral en la que dominaría el color escarlata, desplazándose sobre las olas rizadas, el rojo de la muerte flameando sobre las góndolas negras, y el mar que se encrespaba mientras los leves sollozos de las plañideras se disolvían en la brisa salada.

El amor y la tristeza competían en el rostro de Christina.

Se puso de puntillas y le pasó el brazo por el cuello. Estaba rebosante de vida, se mostraba muy cariñosa, y con sus labios intentaba, dulcemente, hacerlo volver a ella.

Corrieron por Via Condotti. Subieron a toda prisa las escaleras del estudio de la Piazza di Spagna.

Tras tomar grandes tragos de vino de la misma botella, corrieron las gruesas cortinas de la cama e hicieron el amor con ansia febril.

Después, tumbados el uno junto al otro, oyeron el distante bullicio de la multitud, justo debajo del estudio, una risa peculiar que parecía trepar por los muros de piedra y desaparecer al llegar al techo.

–Dime qué te ocurre -le pidió ella-. ¿En qué piensas?

–En que estoy vivo. – Suspiró-. En que estoy vivo y soy muy feliz.

–Ven -dijo ella, levantándose de repente. Tiró de él para sacarlo de la cálida cama y le puso la camisa sobre los hombros-. Todavía nos queda una hora antes de que de- 580 – bas marcharte al teatro. Si nos damos prisa, veremos la carrera.

–Una hora es poco tiempo -sonrió él mientras intentaba retenerla en la cama.

–Y esta noche -añadió Christina tras besarlo una, dos, tres veces-, iremos a casa de la condesa y bailarás conmigo. Nunca hemos bailado juntos, pese a todas las fiestas a las que asistimos juntos en Nápoles…

Al ver que Tonio no se movía, Christina lo vistió como si se tratara de un niño y le abrochó los botones de perlas con manos diestras. – ¿Te pondrás el vestido violeta? – le preguntó al oído-. Si te pones el vestido violeta, bailaré contigo.

Por primera vez en mucho tiempo se emborrachó y sabía que la embriaguez no era buena compañera de la tristeza. ¿Qué había dicho Catrina? ¿Que Carlo vagaba por la piazza como un loco, con el vino como único compañero?

La habitación estaba atestada de gente y de colores que se arremolinaban; la música marcaba un ritmo frenético y él bailaba.

Bailaba; hacía muchos años que no lo había hecho y, como por arte de magia, recordó todos los viejos pasos. Cada vez que veía el rostro extasiado de Christina, se inclinaba para robarle un beso y creyó hallarse de vuelta en Nápoles, reviviendo aquellos momentos en que tanto la había deseado.

Pero se trataba de Venecia, de la magnífica casa de Catrina, o era aquel verano de hacía tanto tiempo junto al Brenta.

De repente, toda su vida cobró la forma de un gran círculo, y allí estaba él, bailando sin cesar, volviéndose y saludando al ritmo vivaz del minuet, y aquellos a quienes amaba estaban junto a él.

Allí estaban Guido y su amante Marcello, aquel hermoso eunuco de Palermo, y la condesa, y Bettichino rodeado por sus admiradores. – 581 -Cuando Tonio había entrado en la sala, todas las cabezas se habían girado hacia él, había oído los murmullos: «Tomo, ése es Tomo.»

La música flotaba en el aire y cuando los bailarines se separaron, enseguida le pasaron un vaso que al instante vació.

Al parecer, Christina lo reclamaba para bailar la cuadrilla, pero Tonio la besó con delicadeza y le dijo que prefería mirar cómo bailaba ella.

No sabía a ciencia cierta en qué momento intuyó que estallaría el conflicto con Guido, ni siquiera cuándo lo había visto acercarse.

Desde su llegada había percibido algo extraño en él. Lo abrazó e intentó animarlo y hacerlo sonreír, aunque él no tenía ningunas ganas.

Guido estaba preocupado, y había mucha urgencia en su voz al insistir en que fuera el propio Tonio quien comunicara a la condesa que no irían a Florencia. ¿Qué no irían a Florencia? ¿Cuándo habían tomado esa decisión? Los contornos de las cosas se difuminaron en una intensa oscuridad y durante un largo instante le fue imposible seguir fingiendo que se encontraba en Nápoles o Venecia. Estaba en Roma, y la temporada de ópera había casi finalizado, y su madre había muerto, y era trasladada sobre el mar hasta tierra firme donde la enterrarían, y Carlo vagaba por la Piazza San Marco esperándolo.

Guido tenía el rostro sombrío y abotargado mientras mascullaba con insistencia: «Sí, díselo a la condesa, díselo, dile por qué no podemos ir a Florencia.»

Y en aquel momento, muy a su pesar, Tonio sintió un perverso regocijo.

–No vamos a ir -susurró-, no vamos a ir.

Guido se lo llevó a un pasillo mal iluminado. Paredes recién pintadas, paneles de brocado en tono frambuesa, la flor de lis en oro y una puerta que se abría…

La voz de Guido lanzaba amenazas y acusaciones, acusaciones terribles. – ¿Y qué haremos después? – preguntó Guido-. – 582 -Muy bien, si no vamos a Florencia, en otoño podemos viajar a Milán, por supuesto. Nos han ofrecido un contrato en Milán y otro en Bolonia.

Si no se contenía, diría algo espantoso y definitivo, surgido de las tinieblas en las que se había mantenido al acecho.

La condesa estaba allí, su rostro redondo se veía tan avejentado… Se recogió la falda con una mano mientras que con la otra le daba a Guido unas cariñosas palmadas en la espalda. – ¿No quieres ir a ningún sitio? Contéstame, contéstame, no tienes ningún derecho a hacerme esto. – Guido estaba descorazonado.

«No fuerces el desenlace, no me obligues a decirlo porque cuando lo haga no recordaré las palabras.» El regocijo crecía. Se sentía al borde de una pendiente muy pronunciada. Si daba los primeros pasos, no podría controlar el descenso.

–Tú lo sabes, siempre lo has sabido. – ¿Era Tonio quien decía aquello?-. Tú estabas allí, mi amigo más querido y verdadero, mi único hermano en este mundo, tú estabas allí y lo viste con tus propios ojos. No era uno de esos niños lavaditos y repeinados que desfilaban hacia el conservatorio como los capones camino del mercado, Guido…

–Y entonces volviste tu rabia contra mí por el papel que yo desempeñé en todo aquello.

Yo fui la herramienta de tu hermano, y tú lo sabes.

La condesa había rodeado con el brazo la cintura de Guido e intentaba tranquilizarlo en vano. Y lejos, él lloraba, no puedo vivir sin ti, Tonio, no puedo vivir sin ti…

Pero una gran frialdad se había apoderado de Tonio, y todo se volvió remoto, triste, inevitable. Intentó decir: «Tú no tuviste la culpa. No fuiste más que una pieza del juego.»

Guido explicaba que en San Marco, en un café, unos hombres le habían advertido que debía llevarse el chico a Nápoles.

–No hables más -intervino la condesa.

–Fue culpa mía. Yo pude haberlo evitado. ¡Vuelve tu venganza contra mí! – 583 -Ella lo obligó a retroceder y apartó a Tonio, mientras esa voz seguía desgranando tantos terribles secretos en un tono cada vez más siniestro. El viejo argumento, mandar asesinos pagados, él no tenía por qué ensuciarse las manos, ¿no sabía que tenía amigos que llevarían a cabo esa misión gustosos? Pero di la palabra. Y entonces ella lo llevó hasta un extremo de la sala. Había salido la luna, el jardín resplandecía y más allá del jardín distinguió las ventanas del salón de baile que acababan de dejar, y se preguntó si Christina estaría allí.

En su mente la vio bailando con Alessandro.

–Estoy vivo -susurró.

–Querido mío -dijo la condesa.

Guido lloraba.

–Él siempre supo que llegaría un momento en que seguiría adelante solo. Yo no lo dejaría marchar si no estuviera preparado -decía Guido a la condesa-. En Milán lo contratarán igual sin mí. Y tú lo sabes…

Pero, niño radiante, ya sabes lo que ocurrirá si vas ahora a Venecia. – La condesa sacudía la cabeza-. ¿Qué puedo hacer para disuadirte de este desatino?

Todo estaba dicho. Todo estaba hecho. Lo que había permanecido largo tiempo agazapado en la oscuridad era ya libre y se desbocaba sin freno alguno.

De nuevo se apoderó de él aquel regocijo. Ir a Venecia. Hacerlo. Dejar que ocurriera. Se acabó la espera. No más odio y amargura, se acabó ver cómo la vida brilla a tu alrededor y es hermosa a pesar de esta oscuridad, de esta impenetrable penumbra.

Guido se había abalanzado sobre él y la condesa, con toda la fuerza de su pequeño cuerpo, consiguió que se apartara. El rostro de Guido estaba contraído por la furia. – ¿Cómo puedes hacerme esto? – lloraba-. Dime, ¿cómo puedes? Si yo sólo fui un peón en manos de tu hermano, ¿por qué te saqué de la ciudad? ¿Por qué te saqué de allí cuando estabas herido y destrozado?

La condesa, en su afán de calmarlo, levantó la voz.

–Dime que hubieras preferido que te dejara morir allí, si te hubiese dejado allí te habrían matado, dime que – 584 -hubieras deseado que esto, nada de esto hubiese llegado a ocurrir.

–No, calla… -La condesa alzó las manos.

Entonces, aquel regocijo se desató transformado en ira. Se volvió hacia Guido y oyó su propia voz, clara y tajante que decía: -¡Tú sabes por qué, lo sabes mejor que nadie! El hombre que me hizo esto todavía está vivo y no ha recibido castigo alguno. Dime, ¿puedo considerarme un hombre si lo tolero? ¿Soy un hombre?

De repente se sintió flaquear.

Fue dando tumbos por el jardín.

En la puerta del salón de baile, si el criado no lo hubiese sujetado por el brazo, se habría caído.

–Quiero ir a casa… -dijo. Christina, con el rostro surcado de lágrimas, asintió con un gesto.

Era por la mañana.

Tenía la sensación de que Guido y él habían estado discutiendo toda la noche. Y aquellas frías habitaciones semejaban más un terrible campo de batalla que sus dormitorios.

En algún lugar, tras aquellas paredes, Christina lo esperaba. Despierta, ya vestida, tal vez sentada junto a la ventana, con la barbilla apoyada en los nudillos, mirando la Piazza di Spagna.

Sin embargo, Tonio estaba sentado solo, inmóvil, al otro lado del vacío que formaba aquella habitación. Se contempló en un espejo polvoriento, un espectro de cara pálida tan inexpresivo que parecía un demonio con rostro de ángel. Todo había cambiado.

Paolo lloraba.

Paolo lo había oído todo y se había acercado a él, que lo había despreciado con su silencio.

Oculto entre las sombras, Paolo lloraba desconsolado. Y sus sollozos, que ascendían y descendían, resonaban como si recorriera los pasillos de un caserón en ruinas en el que Tonio caminaba apoyado contra la pared, arras- 585 – trando los pies descalzos, llenos de polvo, y las lágrimas le manchaban el rostro. Al atravesar el umbral de la puerta, veía a su madre inclinada sobre el alféizar de la ventana. Impotencia, terror, un nudo en la garganta mientras tiraba de su falda, y aquel llanto que cada vez sonaba más fuerte. Y justo cuando ella se volvía, él se tapaba los ojos para no ver su rostro. Se sintió caer. Su cabeza golpeó las paredes y los escalones de mármol. No podía parar. Sus gritos se elevaron y ella, con el vestido ondulándose al bajar, cogió aquellos gritos y se los llevó hacia arriba transformados en chillidos cada vez más agudos.

Se puso en pie. Se detuvo en el centro de la habitación, mirando aquel espejo oscuro. ¿Me quieres?, susurró sin mover los labios, y observó que los ojos de Christina se abrían casi impulsados por un resorte, como los ojos de las muñecas, y su boca, reluciente, formaba una palabra.

–Sí!

Paolo estaba junto a él. El muchacho era una fuerza repentina contra él que le hizo tambalearse. Oía llorar a Paolo desde muy lejos. Las manos de Paolo tiraban de él hasta que cerró sus largos dedos sobre ellas, se las sacó de encima y las cogió con fuerza al tiempo que empezaba a caminar hacia el espejo. ¿Por qué no me lo advertiste?, dijo a su reflejo, aquel gigante con un tabarro veneciano negro y de rostro tan blanco, que llevaba un muchacho abrazado a él, con la cabeza gacha y las manos aferradas a la tela negra como si no pudieran desprenderse de ella. ¿Por qué no me advertiste que el plazo se acababa? ¿Que casi había llegado a su fin?

Y entonces, tirando de Paolo, avanzó con torpeza hacia la cama, se desplomó sobre las almohadas. Paolo se acurrucó junto a él, y el llanto del muchacho se incorporó a su sueño. – 586 -6 Cuando llegó al teatro el cansancio no lo había abandonado. Había llevado a Paolo a un pequeño café en el que ambos habían comido en exceso. Se sentía aturdido y el mundo vibraba a su alrededor. Los colores se desangraban bajo la lluvia que ahuyentaba a los enmascarados. Paolo se negó a comer si Tonio no lo hacía, y Tonio le dio demasiado vino.

Le resultaba casi imposible cantar. Sabía, sin embargo, que nada se lo impediría.

Y tan pronto como oyó a la multitud gritando y pateando, cuando vislumbró a Bettichino ya maquillado, su cuerpo transmutado en un orgulloso andamio de seda y armadura, la emoción habitual acudió en su rescate junto con su fuerza de voluntad.

Cuidó más que nunca su vestuario, realzó su cara con maquillaje blanco con la misma sutileza y arte del que Bettichino hacía gala, y cuando por fin apareció bajo los focos, era de nuevo el Tonio de siempre, y con su voz sólo pugnó un poco al principio para luego dejarla brotar en toda su intensidad. Percibía la excitación del carnaval entre el público, la adivinaba en sus ásperos y cariñosos gritos de bravo. Por un momento procuró contemplar con imparcialidad aquel teatro que se ponía en pie ante él, el oscuro vacío de sus rostros, y supo que aquélla era una noche de riesgos, trampas que permitirían a la imaginación alzar el vuelo.

Christina fue a los camerinos después del primer acto. Era la primera vez que lo veía tan de cerca vestido de mujer, y Tonio se puso una máscara de pedrería antes de dejarla entrar. No le sorprendió descubrir que su aspecto la seducía.

Al mirarlo, o al mirar a aquella mujer vestida de terciopelo ciruela y satén blanco, Christina contuvo una exclamación.

–Ven aquí, querida mía -dijo él en un tierno susurro sólo para sobresaltarla. Ella era un oficial del ejército – 587 -con charreteras y pantalones ceñidos. Y mientras se aproximaba a él cobró el aspecto de un muchacho tímido, casi temeroso, y alzó la mano para tocarle el rostro. Él le sonreía, el espejo le devolvía la imagen de ambos, y después de acomodarse en una silla y extender las faldas a su alrededor, la sentó en su regazo. Vio las tirantes arrugas angulares que formaba el tejido de los pantalones entre las piernas y quiso acariciarlas. No obstante, se contentó con la seda de su cuello blanco.

Ella alzó la copa de vino y se lo dio a probar, luego lo besó con vehemencia, y él la giró despacio para poder contemplar la escena en el espejo. Aquella mujer alta y maquillada, con una máscara de gato adornada de lentejuelas, abrazada al joven de rostro exquisito sentado en su regazo.

Ella se volvió y recorrió con los dedos el contorno de su rostro. Le quitó la máscara y al ver los ojos pintados de Tonio a duras penas contuvo otra exclamación.

–Me asusta, signore -susurró él en aquel mismo tono femenino y misterioso, y ella, cuyo cuello se estremecía con una leve palpitación, fingió atacarlo.

Metió su pequeña mano por debajo de la camisa, acarició la desnudez bajo ella y al encontrar el pene erecto lo agarró con crueldad.

–Cuidado, querida -murmuró él entre dientes-, no vayamos a estropear lo que queda.

Ella rió sorprendida, luego se apretó contra él mientras soltaba un suspiro y se quedó inmóvil. Tonio nunca le había dicho nada parecido, nunca había aludido a su condición con tanta ligereza, y en aquellos momentos la miraba con indulgencia, como si se tratara de una chiquilla.

–Te quiero -musitó ella.

Tonio cerró los ojos. El espejo había desaparecido, y con él sus disfraces, o al menos eso le parecía. Y de nuevo se sumió en sus pensamientos recordando lo mucho que le gustaba de pequeño ser invisible en la oscuridad. Cuando la volvió a mirar, ella ya no veía pintura, ni peluca ni terciopelo ni satén, sólo a él, y era como si sus cuerpos se hubieran fundido en esas tinieblas. – 588 --¿Qué te ocurre? ¿En qué piensas cuando me miras de ese modo?

Tonio sacudió la cabeza, sonrió, la besó. Y en el espejo vio la imagen resplandeciente de ellos dos, perdidos en sus disfraces, pero formando una pareja perfecta.

Aquella noche, tan pronto llegaron al estudio, supo de inmediato que Guido había hablado con Christina.

Ella estaba dispuesta a dejarlo todo para acompañarle Florencia en Pascua. Podía terminar los cuadros que tenía entre manos antes del final de la cuaresma, seguro que él podría esperarla hasta entonces, de ese modo harían el viaje juntos.

Ella caminaba deprisa por el estudio, asegurando que podía acabar a tiempo ese cuadro y que aquel otro estaba casi terminado. Necesitaba tan poco para viajar… Había comprado un maletín de piel nuevo para sus pinturas, planeaba hacer esbozos de las iglesias de Florencia, nunca había estado en Florencia, ¿lo sabía? Se arrancó la cinta del cabello en el momento preciso y éste se desparramó por su espalda.

Tonio se sentía más ágil y en cierto modo ingrávido, como siempre le ocurría después de la representación; su ropa masculina resultaba extremadamente ligera comparada con aquella armadura griega y aquellas faldas. Ella seguía vestida de chico, aunque llevaba suelto su hermoso cabello rubio maíz lo que la hacía parecerse a un paje o un ángel de alguna pintura antigua. Él la miraba sin pronunciar palabra, deseando que Guido no le hubiera dicho nada, aunque al mismo tiempo le había facilitado las cosas. Aquellas últimas noches con ella… aquellas últimas noches… ¿Qué había esperado Tonio que fuesen?

Mientras la contemplaba lo invadía el deseo y ella no daba muestras de tristeza ni de miedo.

Le hizo una seña para que lo siguiera al dormitorio, y de repente, ella se le echó a los brazos y permitió que la levantara en vilo y la condujera hasta la cama.

–Ganímedes -le susurró Tonio y percibió su volup- 589 – tuosidad a través de los pantalones y bajo la dura pechera de su chaqueta.

Al igual que le sucediera en el café con Paolo, se sintió adormilado y sin embargo desesperadamente vivo, y dondequiera que posara los ojos lo cegaban los colores. Sintió la textura de las sábanas entre los dedos, la húmeda y cálida piel de los muslos de ella. Una luz azulada procedente de las velas bañaba sus hombros, y al abrazarla se preguntó cuánto tiempo podría retrasarlo. Cuándo llegaría aquel dolor terrible y agudo?

Después de que Tonio venciera su resistencia con amor, Christina encendió de nuevo las velas. Sirvió vino para ambos y comenzó a hablar.

–Marcharé contigo a cualquier lugar del mundo -dijo-. Pintaré a las damas de Dresde y de Londres. En Moscú pintaré a los nobles rusos, pintaré reyes y reinas. Piénsalo, Tonio, todas las iglesias, los museos, los castillos de los países germánicos con su multitud de torres y almenas en lo alto de las montañas. t Has visto alguna vez esas catedrales del norte tan llenas de vitrales? Imagínatelo, una iglesia de piedra en vez de mármol, con arcos estrechos y muy altos, que se elevan hasta el cielo, y fragmentos de colores brillantes formando ángeles y santos. Piensa en ello, Tonio, San Petersburgo en invierno, una ciudad nueva construida siguiendo el modelo de Venecia y cubierta por una hermosa capa de nieve blanca…

En su voz no había desesperación, pero sus ojos tenían un brillo de ensoñación, y sin responderle le apretó la mano para instarla a que continuase.

En realidad Guido no le había arrebatado aquellas últimas horas de felicidad. Aquella nítida comprensión encerraba una belleza tan misteriosa…

–Iremos a todas partes los cuatro -decía ella-. Tú, Guido, Paolo y yo. Compraremos un gran carruaje y nos llevaremos a esa malvada signora Bianchi. Guido tal vez quiera traerse al bello Marcello. Y en todas las ciudades nos alojaremos en los lugares más suntuosos.

Comeremos – 590 -junntos, nos pelearemos juntos e iremos al teatro juntos, y yo pintaré durante el día y tú cantarás por la noche. Y si un sitio nos gusta más que otro, nos quedaremos y de vez en cuando nos escaparemos al campo para estar solos, lejos de todo, y a medida que pase el tiempo nos amaremos más y nos conoceremos mejor. Piénsalo, Tonio.

–Debería haberme fugado a la Ópera -murmuró él.

Ella se inclinó hacia delante, las rubias cejas fruncidas en profundo desconcierto, y cuando comprendió que no repetiría lo que había dicho, lo besó en los labios.

–Acondicionaremos la villa que te mostré hace un mes y ésa será nuestra casa.

Volveremos a ella cuando nos cansemos de andar por el extranjero, Italia vibrará a nuestro alrededor. ¿Tanto te cuesta imaginártelo? Guido escribirá sonatas por las noches, y Paolo crecerá y será un gran cantante. Debutará en Roma. »Permaneceremos juntos ocurra lo que ocurra, nos tendremos como apoyo, formaremos una gran familia, un clan. Lo he soñado miles de veces -afirmó ella-. Y si la vida ha hecho que se cumplieran mis sueños de niña trayéndote hasta mí, esto también puede hacerse realidad. »¿Qué le dijiste a Paolo cuando te lo llevaste de Nápoles? – Christina hizo una pausa y lo miró fijamente-. El propio Paolo me lo ha contado: le dijiste que todo puede ocurrir, que todo es posible, incluso cuando menos lo esperas. Su vida es ahora un cuento de hadas en el que hay palacios, riquezas y la música nunca cesa. Tonio, todo es posible, todo puede ocurrir, tú mismo lo dijiste.

–Inocencia -dijo Tonio.

Se inclinó y la besó. Le acarició el rostro, maravillado una vez más por aquella pelusa inconcebiblemente suave y casi invisible que le cubría las mejillas, y le tocó el labio con la punta del dedo. Nunca estaría más hermosa que entonces.

–No, inocencia no -protestó ella-. Tonio, es nuestra elección.

–Escúchame, preciosa -le espetó casi enfadado, con un tono de voz algo más dura de lo que deseaba-, nos queremos profundamente, pero tú nunca has conocido el – 591 -amor de los hombres, no conoces su fuerza, sus necesidades, su ardor. Hablas de las catedrales del norte, de piedra y vitrales, de diferentes clases de belleza. Pues bien, con los hombres sucede lo mismo, es una forma de amar diferente. Con el tiempo advertirás que la vida encierra secretos para ti en los actos más insignificantes, secretos que otros dan por sentado, como la fuerza propia de un hombre. ¿No ves, en definitiva, que eso es de lo que nos han privado a ambos, que eso es lo que me quitaron a mí? »¿Cómo crees que me siento al saber que no puedo darte lo que cualquier bracero podría darte, el milagro de la vida dentro de ti, un niño en el que se fundiera todo nuestro amor? Y por más que protestes y ahora jures que me quieres, ¿cómo sabes que no llegará un día en que veas exactamente lo que soy?

Se dio cuenta de que la estaba asustando. La sujetaba por los hombros, que se le antojaron frágiles y exquisitos. Le temblaban los labios, y las lágrimas que acudían a sus ojos los hacían brillar casi incandescentes.

–No sabes lo que eres -objetó ella-. De otro modo, no me hablarías así.

–No estoy hablando de respetabilidad -replicó él-. Te creo cuando dices que no te importa el matrimonio, que no te importa que hablen de ti y te critiquen por amar a un cantante eunuco. Me has convencido de que tienes valor suficiente para vivir de espaldas a la sociedad, pero no sabes qué se siente al abrazar a un hombre, ¿y crees que podré soportar la mirada de tus ojos cuando te hayas cansado de mí y estés ya dispuesta a amar a otro? – ¿Qué tiene de malo buscar en ti una dulzura insólita en los hombres? – dijo ella-. ¿Tan extraño te parece que prefiera tu fuego a otro fuego que pueda consumirme? ¿No ves cómo sería nuestra vida juntos? ¿Por qué habría de querer lo que cualquiera puede darme si te tengo a ti? Después de ti, ¿qué importancia tendría lo demás? ¿Cuál sería su valor? Tú eres Tonio Treschi, posees el talento y la grandeza que otros luchan en vano por conseguir. Oh, me enojas, me provocas para que te hiera porque no me crees. Y tampoco crees en un futuro juntos. To- 592 – mas esta decisión por los dos y yo nunca podré perdonártelo. ¿Comprendes? Te has entregado a mí tan poco tiempo… ¡Nunca te lo perdonaré!

Christina estaba inclinada sobre él, sus pechos desnudos tras un velo de cabello rubio, las manos cubriéndole el rostro. Sus sollozos eran cortos y ahogados y su cuerpo se convulsionaba. Tonio quiso acariciarla, consolarla, suplicarle que dejase de llorar, pero se sentía demasiado enojado, demasiado desgraciado.

–Eres despiadada -le dijo de repente. Y cuando ella lo miró, con la cara surcada de lágrimas e hinchada, él añadió -: Eres despiadada con el chico que fui y con el hombre que pude haber sido. Eres despiadada porque no ves que cada vez que te tomo entre mis brazos sé cómo hubiera sido si…

Ella le puso una mano sobre los labios. Él la miró perplejo y le apartó la mano.

–No. – Christina sacudió la cabeza y añadió-: Nunca nos hubiéramos conocido. Y te juro por lo más sagrado que tus enemigos son mis enemigos y quien te hace daño me lo hace a mí también, pero tú no sólo hablas de venganza. ¡Hablas de muerte! Guido lo sabe, yo lo sé. ¿Y por qué? Porque él debe saberlo, ¿no es cierto? Debe saber que eres tú quien va a matarlo por lo que te hizo. ¡Debe saber que vas a ser tú quien lo haga!

–Exacto -dijo Tonio en voz baja-. Exacto. Lo has explicado mejor y de una manera más simple que yo.

Mucho después de creerla dormida, secas ya las lágrimas, sus piernas calientes y húmedas entrelazadas con las suyas, la apoyó con suavidad en la almohada y salió al estudio.

Se sentó junto a la ventana y admiró la gran extensión de diminutas estrellas. Las nubes de lluvia se habían alejado con un viento veloz, y la ciudad brillaba, limpia y hermosa bajo un creciente de luna. Miles de luces diminutas centelleaban en los balcones y ventanas, por las rendijas de los postigos rotos, en todas las callejuelas que se abrían a sus pies bajo los tejados relucientes. – 593 -Se preguntó si con el paso de los años Christina llegaría a comprender. Si en aquel momento retrocedía, estaría perdido para siempre, y ¿cómo viviría con aquella debilidad, con aquel espantoso fracaso de haber dejado que Carlo le arrancara y destruyera su vida y siguiera adelante forjándose una existencia a su medida?

Vio su casa de Venecia. Vio a una esposa espectral a quien nunca había conocido, vio una legión de hijos no nacidos. Vio las luces bañando el canal y el palazzo brillar y desvanecerse fundiéndose lentamente en las aguas. ¿Por qué me hicieron esto? Sintió deseos de decirlo a gritos, y entonces la sintió junto a él, a su lado.

Había apoyado la cabeza contra su costado. Tonio contempló sus ojos. Su vida carecía de sentido. Debía haber cometido alguna acción terrible o aquello no le hubiese ocurrido. No a Tonio Treschi, que había nacido con tan grandes augurios.

Pensamientos descabellados.

El horror del mundo estribaba en que millares de males caían sobre personas inocentes y nadie era castigado, y junto a la gran promesa no había sino dolor y deseo. Niños mutilados para formar un coro de serafines; su canto era un grito al cielo que el cielo no escuchaba.

Y él, una pieza más en aquel cruel juego, por el azar glorioso que le aguardaba en las callejuelas de Venecia. Había cantado con todo su corazón en las noches de invierno bajo estrellas como aquéllas. ¿Y si fuera posible lo que ella decía? La miró en la oscuridad, la pequeña curva de su cabeza, sus hombros desnudos por encima de la colcha que le cubría los pechos, y cuando alzó los ojos hacia él, Tonio vio el blanco inmaculado de su frente y la extraña configuración de su rostro. ¿Y si fuera posible que de alguna forma, en el margen centelleante del mundo, pudieran vivir y amarse y mandar al infierno todo aquello que les había sido dado a los demás?

–Te quiero -dijo Tonio. Y casi me has hecho creerlo, pensó. ¿Cómo podría dejarla? ¿Cómo podría dejar a Guido? ¿Cómo podría despedirse de sí mismo? – 594 -Pero ¿cuándo te irás? – preguntó ella-. Si ya has tomado la decisión de hacerlo y nada puede detenerte…

Tonio sacudió la cabeza. Deseaba que ella no dijese nada más. No estaba resignada, no, todavía no, y no soportaba oírla fingir que lo estaba. La noche siguiente era la última representación de la ópera en Roma. Al menos les quedaba eso.

7

Fue después de la última carrera. Los caballos habían cargado contra el gentío, habían pasado por encima de algunos espectadores y los habían arrastrado con las pezuñas. El aire se llenó de chillidos aunque nada detenía su raudo avance hacia la Piazza Venecia. Los heridos y los muertos eran retirados. Tonio, en lo alto de la tarima de los espectadores, abrazaba a Christina, mirando hacia la piazza donde lanzaban unas grandes telas sobre las cabezas de los enloquecidos animales.

La oscuridad se posaba lenta sobre los tejados. Iba a comenzar la gran ceremonia de clausura del carnaval en las horas que precedían a la Cuaresma: los moccoli.

Por todas partes ardían las llamas de las velas.

Aparecían en las ventanas de la estrecha calle, en lo alto de los carruajes, de los postes, y en las manos de mujeres, hombres y niños sentados a las puertas de las casas, hasta que la ciudad entera brilló con el tenue centelleo de miles y miles de llamas. Tonio se apresuró a encender su vela con la del hombre que tenía al lado y tocó con ella el extremo de la de Christina al tiempo que un susurro crecía hasta estallar entre la muchedumbre: «Sia ammazzato chi non porta moccolo. » Muera quien no lleve una vela.

De pronto, una oscura figura se precipitó hacia delante y apagó la vela de Christina mientras ésta intentaba protegerla con la mano. «Sia amazzata la signorina.» To- 595 -nio se la prendió otra vez enseguida, luchando por mantener su llama fuera del alcance del mismo tunante que, con otro gran soplido apagó la vela de otro hombre con la misma maldición: «Sia ammazzato il signore.»

La calle era un mar de rostros tenuemente iluminados, cada uno de ellos protegiendo su llama al tiempo que intentaba apagar otra. Muera quien no lleve una vela, muera, muera…

Tonio tomó a Christina de la mano y bajaron de la tarima, soplando de vez en cuando sobre alguna llama vulnerable, al tiempo que quienes los rodeaban intentaban vengarse, y tras escabullirse hasta el grueso de la multitud cogió por el hombro a Christina, soñando con alguna calle lateral donde pudieran recuperar el aliento y reanudar los juegos amorosos con que se habían acosado el uno al otro durante todo el día en medio de vasos de vino, risas y una alegría casi desesperada.

Aquella noche la ópera sería breve, terminaría hacia medianoche, el momento que marcaría el inicio del Miércoles de Ceniza, y en aquellos instantes en la mente de Tonio no había lugar para otra cosa que no fuera el cielo estrellado que se extendía sobre sus cabezas y aquel gran océano de tiernas llamas y susurros que lo rodeaba. Muere, muere, muere. Su vela se había apagado, al igual que la de Christina, quien, jadeante, se abría paso a empujones y codazos. Tonio la abrazó y le abrió la boca con la suya, sin importarle que las llamas se hubieran extinguido. El gentío los levantaba casi en el aire, los arrastraba, era como estar dentro del mar con los pies en la arena, sacudidos por las olas que a la vez los sostenían.

–Déme fuego. – Christina se volvió hacia un hombre alto que había a su lado y luego prendió la vela de Tonio.

Su pequeño rostro tenía un halo misterioso, iluminado desde abajo, y aquellos suaves mechones de cabello estaban encendidos de oro. Apoyó la cabeza en el pecho de Tonio, con la candela contra él de forma que sus manos protegieran el fuego. – 596 -Llegó la hora de marcharse. La multitud empezó a dispersarse, los niños seguían soplando las velas de sus padres y los provocaban con la misma maldición, los padres los recriminaban y la locura disminuía y se trasladaba a los callejones laterales. Tonio se quedó inmóvil, en silencio, no quería perderse aquel último latido del carnaval, ni siquiera comparable a los postreros instantes de éxtasis en el teatro.

Las ventanas estaban aún iluminadas, sobre la calle colgaban farolas y los carruajes pasaban derramando su luz.

–Nos queda muy poco tiempo, Tonio… -susurró Christina. Era tan fácil tomarle la mano en contra de su voluntad… Ella tiraba de Tonio, pero él no se movía. Se puso de puntillas y le acercó la mano a la nuca-. Estás soñando, Tonio.

–Sí -musitó-. En una vida eterna.

Entonces la siguió hacia Via Condotti. Ella casi bailaba ante él, arrastrándolo como si su largo brazo fuera una correa.

Un niño se abalanzó contra él gritando «Sia ammazatto…» y Tonio levantó el brazo con una sonrisa de desafío y salvó la llama.

Lo que ocurrió a continuación sucedió tan deprisa que después no pudo reconstruirlo.

De repente advirtió que una figura se alzaba ante él con el rostro contraído en una mueca. – ¡Muere!

Christina lo soltó y él perdió el equilibrio, cayó hacia mientras ella chillaba.

Cuando sintió el acero frío de otro cuchillo en la nuca sacó el puñal.

Lo empujó hacia arriba de modo que se arañó la mejilla, y lo clavó hacia delante repetidas veces en la figura que intentaba arrinconarlo contra el muro.

Justo cuando aquel peso se desplomaba sobre él, notó otra presencia a sus espaldas, y el repentino cierre del garrote alrededor del cuello.

Se debatió presa del terror con la mano izquierda, in- 597 – tentando agarrar el rostro que tenía detrás de la cabeza, mientras que con la mano derecha hundía el arma en el abdomen del hombre.

La noche se llenó de gritos y patadas. Christina chillaba pero él se asfixiaba y la cuerda le cortaba la carne. De pronto alguien se la quitó.

Se giró y se lanzó contra su atacante cuando un hombre lo cogió por ambos brazos y le gritó: -¡Estamos a su servicio, signore!

Lo miró fijamente. Era un hombre al que no había visto nunca y tras él estaban los bravi de Raffaele, esos hombres que llevaban semanas siguiéndolo, y sostenían a Christina con la intención de protegerla. A sus pies estaba el cuerpo del hombre al que había apuñalado.

Jadeante, se apoyó contra la pared como un animal acorralado, incrédulo, desconfiado, intentando comprender qué ocurría.

–Estamos al servicio del cardenal Calvino -le informó el hombre.

Y los bravi de Raffaele no lo habían atacado aunque también se hallaban allí.

La muchedumbre los rodeó con sus cientos de llamas y, de manera gradual, Tonio entendió lo que había sucedido: todos aquellos hombres habían salido en su defensa.

Miró al hombre muerto.

Se acercaron unos niños pequeños que retrocedieron entre un coro de exclamaciones, sin dejar de rodear con las manos sus preciadas llamas.

–Tiene que marcharse de aquí, signore -dijo el bravi y los hombres de Raffaele asintieron-. Tal vez lo aguarden más enemigos.

Mientras se lo llevaban, uno de los bravi se agachó junto al muerto y le abrió la chaqueta. – 598 -8 Se sentó en un extremo de la habitación. El cardenal Calvino estaba pálido de ira.

Había mandado llamar al conde Raffaele di Stefano, para agradecerle la ayuda que sus hombres habían prestado a Tonio y Christina, a quien habían llevado sana y salva a casa de la condesa.

A Raffaele le preocupaba que los asaltantes de Tonio se hubieran acercado tanto.

Pero ¿quiénes eran esos asaltantes? Ambos hombres se volvieron hacia Tonio, que sacudió la cabeza y les aseguró que sabía lo mismo que ellos.

Ambos eran matones venecianos. Llevaban pasaporte veneciano, moneda veneciana.

Los bravi del cardenal habían abatido a uno de ellos, Tonio había matado al otro. – ¿Quién quiere matarte en el Véneto? – preguntó Raffaele, clavando sus ojillos negros y pequeños en Tonio. El rostro inexpresivo de Tonio lo impacientaba.

Tonio sacudió la cabeza de nuevo.

Era un milagro que hubiera conseguido llegar al teatro y haber salido al escenario. Su perfecta interpretación era el resultado de una costumbre y una técnica a las que tinca había otorgado suficiente valor.

Había experimentado una sensación cercana a la euforia, la misma euforia que sintiera cuando abriera su corazón a Guido dos días antes, una euforia que lo tranquilizaba, que lo fortalecía y que el maquillaje y el vestuario habían ocultado por completo.

En aquellos momentos se obligaba a permanecer callado e inmóvil. Sin embargo, no podía olvidar el corte en la garganta y se preguntaba cuán profundo hubiera tenido que ser para quitarle la voz, para arrebatarle la vida.

También le habían puesto un cuchillo en la garganta. Un cuchillo y un garrote en la garganta.

Alzó los ojos y los clavó en Guido, que observaba lo que ocurría con el mismo horror y desconcierto que los demás. – 599 -El suyo era el típico semblante de los italianos del sur, aquella expresión de absoluta ignorancia que no se revelaba ante nadie sino ante sí misma.

Cuatro bravi protegerían a Marc Antonio Treschi a partir de aquel momento, decidió el cardenal. Con su tacto habitual, y por consideración, a pesar de la ira que aún lo agitaba, se abstuvo de preguntarle a Raffaele por qué estaban allí sus hombres. Los bravi del cardenal hablaban con ellos como si los conocieran, como si su presencia no les supusiera sorpresa alguna. ¿Y si ninguno de ellos hubiera estado allí? Tonio entornó los ojos y desvió la mirada mientras Raffaele se inclinaba para besar el anillo del cardenal.

Tonio sintió de nuevo el corte de la garganta. Raffaele se marchaba. Los bravi montarían guardia en el pasillo de la casa.

–Márchate, Guido -le pidió Tonio en un susurro. El cardenal y él se quedaron por fin solos.

–Mi señor -le preguntó Tonio-. ¿Me concederíais otro favor después de tantos otros? ¿Podemos ir solos a vuestra capilla? ¿Querríais confesarme?

9

Recorrieron los pasillos en silencio y al abrir la puerta les llegó el aire cálido del interior. Las velas ardían ante las efigies de mármol y las puertas de oro del sagrario, que despedían un leve resplandor sobre la blancura inmaculada de los lienzos del altar.

El cardenal avanzó hasta la primera fila de sillas de madera tallada que había ante el reclinatorio de la comunión, se sentó y le pidió a Tonio que hiciera lo propio en la silla contigua. No necesitaban utilizar el confesionario. La cabeza agachada del cardenal y su perfil macilento le indicaron que podía comenzar en cuanto estuviera listo. – 600 – -Mi señor, lo que voy a deciros será secreto de confesión; nadie más debe saberlo. – ¿Por qué me recuerdas mis obligaciones, Marc Antonio? – preguntó el cardenal con el ceño fruncido. Alzó la mano derecha y lo bendijo.

–Porque no pido absolución, mi señor, tal vez busco algo de justicia, que el cielo me escuche. No sé lo que busco, pero debo deciros que quien mandó a esos hombres para que me mataran es mi propio padre, al que todo el mundo cree mi hermano.

Lo contó todo con fluidez, deprisa, como si los años hubiesen borrado los detalles triviales y hubieran conservado sólo lo más importante. El rostro del cardenal se contrajo de dolor y concentración. Sus párpados cerrados eran lisos y redondos sobre los ojos y de vez en cuando sacudía la cabeza en un silencio elocuente.

–La atrocidad cometida contra mí hubiera movido a otros a la venganza hace mucho tiempo -susurró Tonio-, pero ahora sé que era mi felicidad la que me hacía ludir mi deber.

No he detestado mi vida, me he entregado a ella. Mi voz no sólo era un don que Dios me había dado, era mi alegría, y todos los que me rodeaban pasaron a formar parte de esa alegría, aunque también había deseo y pasión. No puedo negarlo. Pero he vivido, y a veces me he sentido como un vaso de agua iluminado por el sol con la luz estallando en él hasta que el agua se evaporaba para convertirse en esa misma luz. »Pero ¿cómo iba yo a matarlo? ¿Cómo iba a dejar viuda de nuevo a mi madre y huérfanos a sus hijos? ¿Cómo podía llevar oscuridad y muerte a aquella casa? ¿Y cómo iba a alzar la mano contra él si es mi padre y por amor a mi madre me había dado la vida? ¿Cómo podía hacer todo eso cuando, a excepción del odio que me ataba a él, he conocido una felicidad y una dicha que nunca había experimentado durante mi infancia? »Por esa razón, fui retrasando la acción. Esperé a que tuviera dos hijos, no uno, esperé a que mi madre descansara por fin en paz. E incluso entonces, cuando ante mí no se alzaba ningún obstáculo, cuando ya había cumplido mi – 601 -deber con todos los que amaba y nada se interponía en mi camino, era mi felicidad y el miedo a perderla lo que me frenaba. Y más concretamente, mi señor, era esa misma felicidad la que me hacía sentir culpable de tener que matarlo. ¿Por qué debía morir si yo tenía el mundo, el amor y todo lo que un hombre puede desear? Éstas son las preguntas que me he estado haciendo. »Hasta hoy mismo, he dudado, debatiéndose entre mi conciencia y mi deber, entre los argumentos que he dado a los demás y los que me he dado a mí mismo. »Pero, mirad, él mismo ha sido quien se ha perdido. Ha mandado a sus sicarios a matarme. Ahora puede hacerlo. Mi madre está muerta y enterrada, y cuatro años se interponen entre él y los motivos obvios que habrían confirmado su sentencia de muerte si lo hubiera hecho antes, cuando para él era tan importante mi lealtad hacia mi casa, hacia mi nombre, e incluso hacia él, el último miembro de la estirpe. »¡Y al enviar esos hombres para aniquilarme, ha querido apagar la llama de esa misma vida que me está tentando para que me olvide de él, esa vida que me susurra al oído: ¡Olvídalo, déjalo vivir! »Pero no puedo olvidarlo. No me ha dejado otra opción. Tengo que ir a matarlo, y no hay razón alguna que me impida hacerlo y regresar con los que amo y que me están esperando. Decidme que al destruir a ese hombre que hoy ha intentado matarme no voy a destruirme a mí mismo.

–Pero, Marc Antonio, ¿cómo puedes destruirlo sin echar a perder tu propia vida? – preguntó el cardenal.

–Claro que puedo, mi señor -respondió Tonio con serena convicción-. Hace tiempo que he ideado un plan para hacerlo caer en mis manos sin que suponga un gran riesgo para mí.

El cardenal sopesó aquellas palabras en silencio. Sus ojos se contrajeron mientras miraba el lejano sagrario.

–Oh, qué poco sabía de ti, qué poco sabía de tu sufrimiento…

–En mi mente se ha formado una imagen -prosi- 602 – guió Tonio-. Me ha acosado toda la noche. Es esa vieja historia que se cuenta tanto a niños como a mayores sobre gran conquistador Alejandro, al que cuando le regalaron el nudo gordiano, lo cortó con la espada. Porque eso era lo que había en mi interior, un auténtico nudo gordiano por mis ansias de vida y a la vez la certeza de que no podría vivir plenamente hasta que destruyese a mi padre y de ese modo buscarme mi propia ruina. Bueno, él ha cortado el nudo gordiano con los cuchillos de sus sicarios. Y esta noche, mientras otros creían que yo sonreía o hablaba, o incluso cantaba en el escenario, pensaba en lo absurda que me había parecido siempre esa vieja leyenda. ¿Qué sabiduría implica cortar un rompecabezas que mentes más brillantes no habían podido resolver? ¡Qué trágico y bárbaro error! Pero ésa es la manera de obrar de los hombres, mi señor, cortar, y tal vez seamos sólo nosotros, los que no somos hombres, los que contemplamos la sabiduría del bien y del mal bajo una luz más clara, los que quedamos paralizados ante su visión. »Si pudiera, pasaría el tiempo con eunucos, mujeres, niños y santos, que evitan la vulgaridad de las espadas, pero no puedo, no soy libre. Él viene a buscarme. Me recuerda que la virilidad no puede ser eliminada de forma tan sencilla sino que todavía puedo hacer acopio de ella en mis entrañas para enfrentarme a él. Es lo que siempre he creído: no soy un hombre y sin embargo sí lo soy y no puedo vivir de ninguna de las dos maneras mientras él siga impune.

–Hay un camino para salir de esta encrucijada. – El cardenal se había vuelto por fin hacia él-. No puedes alzar una mano contra tu padre sin sufrir por ello. Tú mismo lo has reconocido. No necesito citarte las Sagradas Escrituras. No obstante, tu padre ha intentado matarte porque te teme. Al oír hablar de tus éxitos en el escenario, de tu fama, de tu destreza con la espada, de los hombres poderosos con los que has entablado amistad, no puede sino creer que tienes la intención de enfrentarte a él. »Así pues, debes ir a Venecia. Haz que caiga en tu poder. Mandaré hombres contigo, los míos o los del conde – 603 -Di Steffano, como prefieras. Y entonces, si quieres, enfréntate a él. Conténtate con ver lo mucho que ha sufrido durante estos cuatro años por el daño que te hizo, y después déjalo marchar. Así tendrá la certeza de que nunca le harás ningún daño y tú también quedarás satisfecho. El nudo gordiano no se desatará pero tampoco habrá necesidad de utilizar la espada. »Todo esto no te lo digo como sacerdote o como confesor. Te lo digo como una persona horrorizada por lo mucho que has sufrido y perdido y también ganado a pesar de todo. Dios nunca me ha sometido a pruebas tan terribles como a ti. Y cuando decepcioné a mi Dios, tú te mostraste amable conmigo en mi pecado, no te regodeaste en mi debilidad ni te aprovechaste de ella. »Sigue mi consejo. El hombre que te ha dejado vivir tanto tiempo en realidad no quiere matarte. Lo que busca por encima de todo es tu perdón. Y sólo cuando lo tengas de rodillas ante ti podrás convencerle de que cuentas con la fuerza necesaria para otorgárselo. – ¿Yo tengo esa fuerza? – preguntó Tonio.

–Cuando conozcas su auténtica magnitud, que la hace superar a todas las demás, la poseerás, serás el hombre que quieres ser. Y tu padre será testigo permanente de ello.

Cuando Tonio entró, Guido seguía despierto. Estaba sentado ante su escritorio, en la penumbra, y entonces le llegaron los leves sonidos de alguien que tomaba una taza, bebía su contenido y volvía a dejarla en la mesa casi en silencio.

Paolo dormía hecho un ovillo en mitad de la cama de Guido, y la luna le iluminaba el rostro manchado de lágrimas y los cabellos despeinados. No se había desnudado y el frío le hacía cubrirse el cuerpo con los brazos.

Tonio tomó la colcha plegada y la extendió sobre él, lo tapó hasta la barbilla y se inclinó para besarlo. – ¿Tú también lloras por mí? – preguntó, volviéndose hacia Guido. – 604 -Tal vez -respondió éste-. Tal vez por ti, por mí, y por Paolo. Y también por Christina.

Tonio se acercó al escritorio. Se detuvo junto a éste y se quedó mirando el rostro de Guido que se revelaba en la oscuridad. – ¿Podrás tener una ópera terminada para Pascua? le preguntó.

Guido asintió vacilante. – ¿Y el empresario de Florencia? ¿Está aquí todavía?

De nuevo, Guido asintió titubeante.

–Entonces ve a verlo y arréglalo todo. Alquila un carruaje en el que quepáis todos vosotros: Christina, Paolo, la signora Bianchi. Ve a Florencia y busca casa. Te prometo que si no vuelvo antes, el domingo de Pascua me reuniré contigo antes de que se abran las puertas del teatro. – 605 -SÉPTIMA PARTE

1

Incluso tras aquel velo de lluvia levemente racheada, Venecia resultaba demasiado hermosa para tratarse de una ciudad real; era más bien un sueño de ciudad, que desafiaba a la razón, con sus antiguos palacios deslizándose en la agitada superficie de las aguas plomizas para formar un inmenso y glorioso espejismo. El sol se abría paso entre las nubes desgarradas de bordes plateados, los mástiles de los barcos se erguían y parecían querer alcanzar a las gaviotas que remontaban el vuelo, los estandartes ondeaban al viento como explosiones de color en el cielo radiante.

El viento fustigaba el lienzo de agua que cubría la piazetta. Y detrás estaba la campana del Campanile, prisionera en su tañido espectral que la hacía parecer el sueño de sí misma, al igual que sucediera con los agudos chillidos de las gaviotas.

De los pórticos de los Oficios del Estado emergía aquel antiguo y sacrosanto espectáculo del Senado de la Serenísima: túnicas escarlatas arrastrándose por las húmedas calles, pelucas blancas arrancadas por el viento, hasta que el desfile llegaba al borde del agua, y uno a uno, aquellos hombres se marchaban en aquellas bruñidas barcazas funerarias de color negro azabache hacia la avenida que conservaba intacto todo su esplendor, el Gran Canal. ¿Nunca dejaría de maravillarle, de asolar su corazón y su pensamiento? ¿O era simplemente que aquellos quince años de amargo exilio en Istanbul habían acrecentado de – 609 -tal forma su avidez que aquel espectáculo nunca le bastaría? Siempre hechicera, siempre misteriosa, y siempre cruel, su ciudad, Venecia, el sueño que se hacía realidad una y otra vez.

Carlo se llevó el coñac a los labios. Sintió que el licor le quemaba en la garganta. Se le enturbió la vista momentáneamente, y cuando se le aclaró el viento le escoció en los ojos. Las gaviotas se elevaban hacia el firmamento.

Dio inedia vuelta, casi perdió el equilibrio. Distinguió a sus hombres de confianza, sus bravi , sombras en un extremo de la piazza, que se acercaban, temerosos de ayudarle, dispuestos a intervenir si se caía.

Carlo sonrió. Sostuvo el cuello de la botella y luego bebió un gran trago. La multitud se convirtió en una indolente masa de color reflejada en el agua, tan anodina como la lluvia que había terminado por disolverse en una bruma silenciosa.

–Por ti -susurró al aire que lo rodeaba, al cielo, a aquel prodigio sólido y evanescente-, por ti lo sacrifico todo: mi sangre, mi sudor, mi conciencia. – Cerró los ojos y escuchó el viento. Dejó que le helase la piel en aquella deliciosa ebriedad, más allá del dolor, más allá de la pena-. Por ti, yo asesino -musitó-, por ti, yo mato.

Abrió los ojos. Todos aquellos nobles de túnicas escarlata habían desaparecido. Y por un instante, imaginó complacido que uno a uno se ahogaban en el agua.

–Volvamos a casa, excelencia.

Se volvió. Era Federico, el audaz, el que se jactaba de ser sirviente y bravo a la vez, y de nuevo se llevó el coñac a los labios y lo paladeó antes de haber tomado la decisión de beber.

–Enseguida, enseguida… -Quería hablar pero un velo de lágrimas le distorsionaba la visión; habitaciones vacías, la cama de ella vacía, sus vestidos todavía en los colgadores y el perfume que persistía levemente-. El tiempo no cura nada -dijo en voz alta-. Ni su muerte, ni su pérdida, ni que en su agonía pronunciara el nombre de Tonio! – ¡ Signore! – Federico señaló con la mirada una figu- 610 – ra oscura, ridícula en su repentino retroceso, uno de aquellos abominables e inevitables espías del estado.

–Denúnciame- rió Carlo-.Lo harás? «Está borracho en la plaza porque su esposa es pasto de los gusanos.» -Apartó a Federico con la palma de la mano.

La multitud aumentaba, cobraba vida, y se arremolinaba aquí y allá para volverse compacta al poco rato. La lluvia, racheada por el viento, caía sobre sus párpados y sus labios, estirados en una sonrisa que sensibilizaba todo su rostro. Caminó. hacia un lado y dio otro trago.

–Tiempo -dijo en voz alta con aquel atrevimiento que sólo da la borrachera,.cuando la vida no te da nada, pensó-. Y la borrachera – susurró- no te da nada, sólo de vez en cuando la fuerza necesaria para contemplar esta visión, esta belleza, el significado de todo.

Las nubes de lluvia, surcadas de plata, los mosaicos de oro titilando, moviéndose. ¿Había tenido alguna vez esa visión durante sus borracheras clandestinas, cuando le arrebataba el vino de las manos y él le suplicaba que no lo hiciera? «Marianna, no bebas, quiero que estés conmigo, no bebas.» Inconsciente, en la cama, ¿habría soñado alguna vez? – ¡Excelencia! – le dijo el bravo Federico -¡Déjame en paz!

El coñac le provocaba un calor exquisito, semejaba fuego líquido. Se imaginó disolviéndose en él, en su calor que le daba vida, y el aire gélido que le rodeaba no podía alcanzarlo, y se le ocurrió que fila belleza se manifestaba en toda su grandeza sólo cuando uno estaba más allá del dolor.

La lluvia caía fresca y oblicua, chapoteando sobre la superficie de agua que se extendía ente él y produciendo un intenso sonido sibilante.

–Bueno, él estará contigo muy pronto, amor mío-murmuró con los labios fruncidos en una mueca-, estará pronto a tu lado y juntos yaceréis en el gran lecho de la tierra. ¡Qué obsesión se había apoderado de ella al final! «Iré a verlo, ¿comprendes? Iré a verlo no, puedes retenerme – 611 – aquí como si fuera una prisionera. Está en Roma y pienso ir a verlo!» Y él había respondido:

«Oh, querida, pero si no podrías ni encontrar los zapatos, ni el peine.»

–Síííí, pronto os reuniréis. – Las palabras surgieron de él con un gran suspiro-. Y entonces podré respirar de nuevo.

Carlo cerró los ojos para que cuando los abriera de nuevo pudiera admirar otra vez aquella belleza: el sol convertido en un estallido repentino de plata y las torres doradas elevándose sobre los destellantes mosaicos.

–Muerte, y todos mis errores del pasado corregidos, muerte, y basta de Tonio, Tonio el eunuco, Tonio el cantante -musitó-. En su lecho de muerte te llamó, ¿verdad? ¡Pronunció tu nombre!

Bebió más licor y sintió un estremecimiento que le provocó placer. Con la lengua apuró el último resto del líquido en los labios.

–Entonces sabrás cómo he pagado por todo, cómo he sufrido, cómo cada minuto de vida que te he regalado me ha costado una fortuna, hasta el punto de que ya no tengo más que darte, mi hijo bastardo, mi rival indómito e ineludible. ¡Morirás, morirás para que yo pueda volver a vivir!

El viento fustigó hacia atrás su cabello peinado con descuido, le abrasó las orejas y atravesó incluso el fino tejido de su levita mientras agitaba su largo tabarro negro.

Sin embargo, incluso mientras escuchaba de nuevo, en un intento por combatir la visión de aquella habitación de muerte que lo había acosado en las últimas semanas, vio avanzar hacia él la figura muy real de una mujer vestida de luto a la que había visto muchas veces en las calles, en la riva, a lo largo de aquellos ebrios, tempestuosos y amargos días.

Entornó los ojos y ladeó la cabeza.

Las faldas ondulaban despacio sobre el agua centelleante, no parecía moverse por un impulso físico sino por la fuerza de su propia mente, febril y acongojada.

–Y tú formas parte de ello, querida mía -susurró, amando el sonido de la voz en su cabeza, aunque nadie se fijaba en él ni en la botella abierta que sostenía-. ¿Lo sa- 612 – bías? Formas parte de ello, tú, la que no tiene nombre ni rostro, y sin embargo es hermosa, y como si esa belleza no bastara, surges del centro mismo de todo, vestida de muerte, avanzando siempre hacia mí como si fuéramos amantes, tú y yo, muerte…

La piazza osciló fugazmente.

Era el milagro obrado por el coñac, el vino y su sufrimiento. El momento perfecto en el que todo es soportable: sí, Tonio debe morir, no hay alternativa, ¡no puedo hacer otra cosa! Y que se disuelva en poesía, si lo desea, el pájaro cantor, el cantante, ¡mi hijo eunuco! ¡Mi largo brazo llega a Roma y te coge por la garganta y te hace enmudecer para siempre, y entonces, entonces yo podré respirar!

Los bravi caminaban por la arcada, sin alejarse nunca demasiado.

Quiso sonreír de nuevo, sentir la sonrisa. La piazza, con aquel brillo destellante, estaba a punto de estallar en resplandor informe.

No obstante otro sentimiento lo amenazaba, una imagen distorsionada, algo que diluía aquel delicioso placer y le ofrecía a cambio el sabor de… ¿De qué? Algo semejante a un grito seco en una boca abierta.

Bebió coñac. ¿Era la mujer, alguna cosa en el movimiento de sus faldas, el viento pegando el velo a su rostro de forma que se adivinaba su forma bajo él, lo que le provocaba un leve pánico que le hacía apurar el coñac aprisa?

Avanzaba hacia él y también lo había hecho antes en la piazetta, y antes de eso en la riva . ¿Se trataba quizá de una cortesana vestida de negro por la Cuaresma? Avanzaba tan decidida… Se diría que entre todo el gentío lo hubiera escogido a él. ¡Si! Lo buscaba, no había duda. ¿Dónde estaban sus damas, sus criadas? ¿Se deslizarían con sigilo en el margen de las cosas, como hacían sus hombres?

Durante unos instantes saboreó aquella idea, sí, ella lo buscaba. Detrás de ese velo negro la mujer había visto su sonrisa, la veía en aquellos instantes. – ¡Lo quiero! ¡Lo quiero todo! – Clavó las mandíbu- 613 – las en sus palabras-. Y quiero apartar de mí este sufrimiento. ¿Harías el favor de acercarte y decirme que ha muerto?

Abrió mucho los ojos; aquella figura no era humana, sino un espectro cuya misión era abordarlo y consolarlo. No podía dejar de admirar el tenue óvalo de su pálido rostro, y el movimiento de sus blancas manos bajo el flotante velo vaporoso.

Ella se volvió de repente, le dio la espalda, pero continuaba en su avance.-¡No! Era tan extraordinario que él inclinó la cabeza hacia delante y contrajo de nuevo los ojos para ver mejor.

La mujer retrocedía, dejando aquellas capas de gasa desplegarse ante su rostro, y las faldas ondulando a su alrededor.

Caminaba hacia atrás sin perder nunca el paso, como haría un hombre bajo aquel viento para arreglarse la levita, y entonces se volvió de nuevo hacia él.

Carlo rió en voz baja, moderadamente. Nunca en su vida había visto hacer aquello a una mujer.

Cuando se volvió, sus ropas parecían más holgadas y siguió avanzando con la misma misteriosa ingravidez. Carlo notó un agudo dolor en el costado.

Exhaló un silbido.

Cortesana estúpida y ciega, viuda, seas lo que seas, pensó, con una malevolencia que se filtraba por sus poros como si algún rincón oscuro hubiera sido agitado de pronto para que el veneno se extendiera. ¿Qué sabes tú de todo lo que te rodea y del porqué formas parte de ello, belleza, belleza, por más desagradables, banales y repulsivos que sean tus pensamientos?

La botella estaba vacía.

No pensaba dejarla caer y sin embargo se hizo añicos a sus pies, sobre las piedras mojadas. La fina superficie del agua se rizó levemente y los fragmentos brillaron antes de quedar inmóviles. Los pisó. Le gustó el sonido de cristales aplastados. – ¡Traedme otra! – gritó. Una de las sombras que veía por el rabillo del ojo se acercó. – 614 – Signore. – Le dio la botella-. Tendríamos que volver a casa. – ¡Ahhhh! – Abrió la botella-. Los hombres, amigo mío, son condescendientes con los que sufrimos, ¿y no tengo hoy el mismo motivo de sufrimiento que los días anteriores? – Miró de soslayo a Federico-. Mientras nosotros estamos aquí, él se está pudriendo, y todas esas mujeres que enloquecían con su voz lo lloran y sus ricos y poderosos amigos de Roma y Nápoles hacen guardia ahora en su capilla ardiente.

–Signore, se lo ruego…

Sacudió la cabeza. De nuevo aquella habitación invadida por la enfermedad y… ¿Qué era? Un horror que casi podía saborear le impregnaba la lengua. Ella se sentó de repente. ¡Tonio!

Puso la mano en el pecho de Federico y lo apartó de un empujón.

Bebió a grandes tragos, despacio, en pos de la tristeza, de esa luminosa e insondable emoción que carecía de turbulencias.

Y ella, la mujer vestida de negro, ¿adónde había ido?

Carlo se volvió sobre los talones, y al verla a menos de diez pasos de él descubrió que había vuelto la cabeza para mirarlo justo en el mismo instante en que él lo hacía.

Sí, eso era lo que había ocurrido.

Ella lo miraba desde la oscuridad. Carlo la despreciaba y aunque notaba sus ojos brillantes de deseo, le dedicó una lenta sonrisa de admiración. Siempre la misma insolencia, esa coquetería, ese juego del gato y el ratón mientras el dolor golpeaba incesante. Tú crees que te deseo, que te quiero hacer mía, te beberé como si fueras vino, y te abandonaré antes de que sepas siquiera lo que te ha sucedido. Pero ¡ella! Ése era el amor que el tiempo no tocaba.

«¡Tonio!», y no pronunció ninguna palabra hasta que murió.

Bebió el coñac demasiado aprisa, se le derramó por la barbilla y le mojó la ropa.

Alguien lo había saludado, le había hecho una reverencia, y se había alejado a toda prisa al ver el estado en que se encontraba. Pero ellos podían perdonar, todo el – 615 -mundo perdonaba. Su esposa había muerto, sus hijos lloraban por ella. En algún lugar, unos novecientos kilómetros más al sur, aquella desgracia, aquel viejo escándalo. «Pobre senador Carlo -deben comentar-, cuánto tiene que haber sufrido.»

Algo más. Federico junto a él. Miró a la mujer vestida de negro. Era obvio que intentaba seducirlo.

–Te he dicho que me dejes en paz.

–Ya ha llegado y no hay nada, signore. – ¿Qué? No te oigo.

–El paquete, signore, no había…

Graciosa prostituta felina, había algo inequívocamente elegante y distinguido en ella, en el balanceo de su vestido, y en la forma en que se inclinaba con el viento. La deseaba, la deseaba, y cuando aquello terminara, se arrodillaría en el confesionario:

–Lo maté, no tenía alternativa, no… -Se volvió para ver mejor a Federico-. ¿Qué decías?

–En el paquete no había nada, signore. Ningún mensaje. – Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo y añadió-: No hay ningún mensaje de Roma.

–Bueno, pues ya lo habrá.

Se incorporó. La espera continúa, y también la culpa. No, la culpa no, sólo el malestar, la tensión, la sensación de ahogo.

Al fin y al cabo, el mensaje le provocaba pánico. Cuando él se había cuestionado su integridad, le aseguraron que le darían una prueba de su trabajo. «¿Ah, sí? ¿Y qué prueba sería esa? ¿Su cabeza dentro de un saco manchado de sangre?», les había preguntado.

Se había reído, e incluso ellos, asesinos a sueldo, se habían quedado estupefactos, aunque intentaban disimularlo tras unos rostros que parecían haber sido toscamente tallados en madera. Nunca pulidos. «No es necesaria ninguna prueba. Sólo tenéis que hacerlo.

Enseguida me llegará noticia de ello.»

Tonio Treschi, el cantante, así lo llamaban todos, incluso se atrevían a llamarlo así delante de su hermano. ¡Tonio Treschi, el cantante! – 616 -Hacía años, otros matones le habían dicho que le llevarían la prueba y cuando le pusieron delante aquel revoltijo de vísceras y sangre pegadas a la gasa seca, había levantado una silla en el aire para ahuyentar a los sicarios gritando: «¡Alejaos de mí, alejaos!»

–Excelencia -le decía Federico.

–No pienso a ir a casa todavía.

–Excelencia, no ha llegado ningún mensaje y eso significa que cabe la posibilidad de que… -¿Qué posibilidad?

–Que hayan fracasado.

Sólo un amago de exasperación en Federico, y un aire de ansiedad. Miró hacia la piazza y sus ojos acariciaron ciegamente a la mujer vestida de luto que había aparecido de nuevo.

No la ves. Yo sí. Carlo sonrió. – ¿Fracasado? – Soltó una carcajada de burla-. Pero sí es un maldito eunuco, ¡por el amor de Dios! Podrían estrangularlo con las manos desnudas.

Alzó la botella y le dio a Federico aquel empujón casi amistoso para que no entorpeciera aquella visión perfecta. Sí, ella estaba otra vez allí.

–Muy bien, hermosa, acércate -dijo entre dientes y dio otro rápido trago a la botella.

Aquél fue un trago largo, y le limpió la boca y los ojos. La lluvia caía en silencio, ingrávida, formando un remolino de plata.

La bebida hizo brotar un calor sensual en su pecho. No se quitó la botella de la boca.

En sus últimos días, Marianna corría de un lado a otro abriendo armarios y cajones.

–Dámelo, no tienes ningún derecho a quitármelo. No podrás mantenerme encerrada en esta casa.

Las advertencias del viejo doctor: «Se matará.» Y finalmente Nina corriendo por los pasillos. «No habla. No se mueve.» Llorando, llorando.

Ella supo que iba a morir cuatro horas antes. Abrió los ojos y dijo: «Carlo, me muero. " -¡No te dejaré morir, Marianna! – había insistido él, y mucho después se había despertado porque la ha- 617 – bía oído agitarse y la había visto con los ojos abiertos, diciendo: -¡Tonio!

Fue su última palabra, Tonio, Tonio y Tonio.. – Volvamos a casa, signore. Si no se ha hecho correctamente, corremos el peligro de que… -¿De qué? Fueron a retorcerle el pescuezo a un capón. Si no lo han hecho, ya lo harán.

No quiero hablar más de este asunto. Aléjate de mí… ¡Tonio Treschi, el cantante!, se mofó.

–En el paquete tendría, que haber un mensaje. – ¡Sí, y una prueba! – replicó-. Una prueba.

Su cabeza en un saco manchado de sangre. ¡Aléjate de mí, aléjate de mí!

Ella nunca había dejado de preguntarle: «Tú no lo hiciste, ¿verdad? ¿Verdad que no?»

Carlo lo había negado miles de veces, miles de veces en esos primeros días en los que todos iban a por él como aves de rapiña dispuestos a devorarlos. Tras las puertas cerradas, ella se aferraba. a él, con las manos convertidas en garras. «Mi hijo, mi único hijo, nuestro hijo. Tú no lo hiciste, ¿verdad?»

–Así que ahora lo dices.– Rió hasta hartarse-. Claro que no, querida. ¿Cómo podría hacer yo algo así? Él mismo lo ha hecho en su desesperación. – Y entonces el rostro de ella se suavizaba, al menos durante un rato, y la tomaba en sus brazos y le creía.

–No es bueno sufrir tanto. – ¿Quién ha dicho eso?

Se volvió demasiado deprisa, y vio dos figuras que retrocedían, con las pesadas túnicas negras de los patricios, las pelucas blancas, sus miradas implacables y siempre vigilantes.

Federico estaba lejos, muy lejos, observándolo desde la arcada, y con él estaban los demás.

Cuatro buenos puñales y musculatura suficiente para protegerlo contra todo, excepto la demencia, la amargura, la muerte de Marianna, excepto interminables y terribles años sin ella, años y años…

Una lánguida soledad se apoderó de él. La deseaba. Mi – 618 Marianna, cómo describirlo, sus lágrimas cuando la sostenía entre sus brazos, sus gritos pidiendo vino, y aquellos días de borrachera en que lo acusaba, con los labios tensos, mostrando unos dientes blanquísimos. – ¿No ves que estoy contigo? – le había dicho-. Nosotros estarnos juntos y ellos se han ido, y nunca más podrán separarnos, estás tan hermosa como siempre. ¡No, no apartes los ojos de mí, Marianna, mírame!

Y durante un corto intervalo, la inevitable dulzura, el deseo.

–Sé que tú no has podido hacerlo. mi Tonio, no, no. Y sé que él es feliz, ¿verdad? Tú no lo has hecho… y él es feliz.

–No, querida mía, mi tesoro -le había respondido-. Si yo fuese el culpable, él me habría acusado. Has visto los documentos que él mismo ha firmado. ¿Qué ganaría con no acusarme?

Sólo tiempo necesario para planear mi muerte, eso ganaba, ah, pero primero mis hijos, mis hijos para la casa de los Treschi, oh, sí, todo por nuestro linaje, incluso su silencio. ¡Tonio el cantante, Tonio el espadachín, Tonio Treschi! ¿Cuando cesarán las habladurías?

«Te aseguro que los napolitanos le tienen pavor, hacen cualquier cosa para no cruzarse con él. Vieron su furor incontenible cuando el joven toscano lo insultaba. Le cortó el cuello. Y aquella pelea en la taberna, acuchilló al otro chico; es uno de esos eunucos peligrosos, muy peligrosos…» ¿Dónde está mi prostituta vestida de luto?, pensó de repente, mi hermosa dama de la muerte, mi cortesana que pasea sola y con tanto descaro por la piazza. Concentra tus pensamientos en los vivos, olvídate de los muertos, los muertos, los muertos.

Sí, carne viva, carne ardiente bajo toda esa oscuridad. Más te vale que seas hermosa, más te vale que merezcas cada moneda que pague por ti. Pero ¿dónde estaba?

El agua, mientras el viento levantaba la lluvia de su superficie, se había transformado una vez más en un espejo – 619 -bruñido. Y en ese espejo vio una forma voluminosa y oscura que se le acercaba. No, se había detenido ante él.

–Ah.

Carlo sonrió, mirando el reflejo.

«Así que mi pequeña puta descarada y encantadora, vestida de negro ha quedado convertida en esto.»

Pero la única palabra que formaron sus labios fue:

–Hermosa. ¿Es que no se daba cuenta ella? ¿Y si me levanto y le aparto el velo? No te atreverás a engañarme, ¿verdad que no? No, tú eres hermosa, ¿verdad que sí? Y tienes una sonrisa afectada, y eres simple, y no sabes hablar. Mucho regateo disfrazado de coquetería, y tú absolutamente convencida de que te deseo. Bueno, en todos estos años nunca he querido a nadie salvo a una mujer, una mujer hermosa y desquiciada.. «¡Tonio!» Y ella murió en mis brazos.

Aquella mujer anónima vestida de luto estaba tan cerca que podía ver los orillos bordados de su velo. Hilo de seda negro. Flores de Cuaresma, cuentas de azabache.

Y entonces un movimiento blanco bajo el velo, sus manos desnudas.

Su rostro, su rostro, muéstrame el rostro.

Ella se quedó quieta, inalcanzable, mucho más lejana de lo que le había parecido, y entonces Carlo miró su reflejo en el agua. ¡Debe tratarse de una mujer muy alta! ¿O acaso aquella imagen en el agua era engañosa? Dejemos que se aleje; él no la seguiría, no con todo aquel coñac y toda aquella desesperación. Casi alzó la mano en busca de Federico.

Sin embargo, ella no retrocedió,

Su cabeza, debajo de aquel largo velo, se movió con suavidad hacia un lado, y en aquel ademán le. ofreció su cuerpo esbelto, y cualquier pensamiento vago y sentimental que Carlo albergara se desvaneció de súbito con un gesto: sí.

–Sí, querida mía -susurró, como si a aquélla distancia ella pudiese oírlo.

Llegó más gente; un pequeño grupo de hombres con – 620 -ropajes negros que surcaban el viento se interpusieron entre él y la desconocida sin darse cuenta. Pero entonces él fijó los ojos en la sinuosa y tentadora figura que lo miraba con intensidad tras aquel velo de luto.

Justo cuando temía haberla perdido de vista, la vislumbró por encima del hombre que estaba ante ella, mientras el velo subía sobre sus manos blancas y luego sobre su rostro.

Se quedó desconcertado durante unos instantes.

Ella se alejó. No había bebido tanto como para sufrir alucinaciones. ¡Era hermosa! Tan hermosa como todo lo que la rodeaba. Ella lo sabía, y había avanzado hacia él. Había aparecido como si fuera él quien la hubiera conjurado, sin dudar ni un solo instante. Su rostro era el de un magnífico maniquí, una muñeca de tamaño natural.

Toda ella parecía de porcelana, y aquellos ojos!

En aquellos momentos era él quien la seguía, y la lluvia se arremolinaba en una luz plateada. El, con los ojos entornados y temblando, intentaba verla de nuevo, ver aquel rostro otra vez sobre sus hombros. Sí, tras ella, tras ella.

Ella lo llamó con una seña descarada y elegante al mismo tiempo.

Oh, todo aquello resultaba extraño y delicioso, y la necesitaba con tal desesperación…

Había vencido el dolor aunque sólo fuera momentáneamente.

Ella caminaba cada vez más deprisa.

Cuando llegó al borde del canal que tenía delante, se volvió.

El velo cavó despacio.

Bien, muy bien. El pasó por delante y la desconocida se quedó varios pasos detrás de él. Sus faldas casi rozaban el agua. Deseó poder ver cómo la respiración le henchía el pecho.

–Tan audaz como hermosa -le dijo, aunque ella estaba aún demasiado lejos para oírlo. Se volvió y con un gesto llamó al gondolero.

Comprobó que sus hombres se agrupaban tras él. Federico se acercaba:, Dio media vuelta y bajó a toda prisa. Con pasos tor- 621 – pes y pesados subió a la embarcación, que se balanceó bajo su peso y estuvo apunto de lanzarlo a la felze cerrada en la que ella se encontraba.

Mientras se acomodaba en el Asiento, sintió el roce del tafetán de su vestido.

La barca, se-movió. El hedor del canal le invadió las fosas- nasales. Ella se puso en pie ante él, respirando bajo aquellos magníficos cortinajes.

Durante un momento, lo único Ve pudo hacer fue recobrar el aliento.

El corazón le martilleaba, tenía el cuerpo bañado en sudor, era el precio que debía pagar por su ansiedad. Pero ya era suya, aunque apenas, podía verla ala luz de las cortinas abiertas.

–Quiero verlo -dijo, luchando con el inquietante dolor que sentía en el pecho, Quiero verlo… -¿Qué es lo que quieres ver? – preguntó ella en un susurro, con la voz grave, ronca y serena.

Hablaba veneciano, sí, veneciano. ¡Cuánto había deseado que fuera-así! Carlo rió entre dientes. – ¡Esto! – Se volvió hacia ella y le arrancó el velo-. ¡Tu rostro!

Y cayó hacia delante sobre ella, con la boca abierta cubriendo la de ella. La empujó contra los cojines, hasta que su cuerpo se puso tenso. La mujer alzó las manos para apartarlo. – ¿Qué haces?-Carlo se incorporó relamiéndose los labios. Miró fijamente aquellos ojos negros que no eran más que un destello en las tinieblas-. ¿Crees que puedes jugar conmigo?

Ella tenía una singular expresión de asombro. Ni un amago de coquetería herida, ni temor fingido. Se limitaba a mirarlo fascinada, lo observaba como se observa a los objetos inanimados. En aquella penumbra, su hermosura estaba más allá de cualquier comparación.

Una belleza imposible. Buscó, algún defecto, la inevitable decepción, pero le parecía tan hermosa, al menos en aquel instante, que le pareció conocer aquella belleza desde siempre. En algún rincón de su alma había susurrado al – 622 – dios del amor con insolencia y lujuria: «Dame esto, esto es lo que quiero.» Y allí estaba, y todo los rasgos de aquel rostro le resultaban familiares. Sus ojos tan negros y orlados de largas pestañas; la piel tersa, tirante sobre los pómulos, y aquella gran boca exquisita y voluptuosa.

Le acarició la piel. ¡Ah! Retiró los dedos y luego le tocó las cejas negras, y los pómulos, y la boca. – ¿Tienes frío? – preguntó en un murmullo-. ¡Quiero que me beses de verdad! – Sus palabras sonaron como un gemido que brotara de su interior y tras tomarle el rostro con ambas manos, la echó hacia atrás y le chupó la boca con fuerza, se la soltó y se la chupó de nuevo.

Ella dudaba. Durante un segundo su cuerpo se tensó y luego, con una deliberación que lo dejó atónito, se entregó a él, sus labios se suavizaron y su cuerpo se relajó. A pesar de la ebriedad, Carlo sintió la primera punzada de deseo entre las piernas.

Rió y se retrepó en los cojines. La luz destellaba incolora y mortecina en la abertura que dejaban las cortinas, y el rostro de ella se veía demasiado blanco para ser humano; sin embargo lo era, sí, eso lo había saboreado. – ¿Su precio, signora? – Se volvió hacia ella y la atrajo hacia sí hasta que su cabello empolvado de blanco le rozó las mejillas. La mujer bajó la vista y Carlo notó sus pestañas en las mejillas-. ¿Cuál es el precio? ¿Cuánto quiere? – ¿Qué quiere decir? – preguntó con aquella voz profunda y ronca, en un tono que le provocó a Carlo un pequeño espasmo en la garganta.

–Ya sabes a qué me refiero, querida… -balbuceó-. Cuánto debo pagar por el placer de desnudarte. Una belleza como la tuya precisa un tributo -añadió, rozándole las mejillas con los labios.

–Desaprovechas lo que podrías saborear -dijo ella alzando una mano-. Para ti no hay precio.

Se hallaban en una habitación.

Habían subido unas empinadas escaleras húmedas arriba y más arriba. A él no le había gustado aquel lugar – 623 -tan abandonado. Había ratas por doquier, las oía, pero sus besos eran tan deliciosos… Y esa piel, por esa piel sería capaz de matar.

Ella había insistido para que comiese, y después del coñac, el vino le resultaba insulso.

Conocía, sin embargo, el barrio donde se encontraban y las casas de los alrededores; muchas de ellas habían sido un cálido dormitorio en el que había estado con una cortesana que le gustaba bastante. Pero aquella casa…

La luz de las velas lo deslumbraba. La mesa rebosaba de comida ya fría, y a lo lejos destacaba la cabecera de una cama de la que colgaban con descuido unas cortinas bordadas con hilos de oro. El calor que desprendía aquel gran fuego resultaba excesivo.

–Hace demasiado calor -dijo él. La desconocida había cerrado todos los postigos. Un detalle preocupaba a Carlo, o tal vez más de uno: que hubiera tantas telarañas en el techo, y que el lugar fuera tan húmedo y desvencijado.

Sin embargo, estaba rodeado de objetos lujosos, las copas, la vajilla de plata; había algo en todo aquello que le recordaba a un decorado, cuando uno está sentado tan cerca del escenario que puede ver las alfardas del techo y los bastidores.

Pero algo más lo inquietaba, algo concreto. ¿Qué era? Eran… eran sus manos.

–Caramba, si son enormes -susurró. Y al oír el sonido de su propia voz y ver aquellos larguísimos dedos blancos, su estupor se disipó para dar paso a la ansiedad, y advirtió que en los vapores del alcohol se habían perdido fragmentos de lo ocurrido aquella tarde. ¿Qué había dicho la mujer? No recordaba haberse apeado de la góndola. – ¿Demasiado calor? – preguntó ella en un susurro. Aquella misma voz ronca que le hacía desear acariciarle la garganta.

Cuando su visión se aclaró, la vio casi por primera vez. No sus manos, sino toda ella. Si en algún otro momento la había visto, no podía recordarlo, y rendido a la costumbre imaginó que sus hombres andarían cerca. – 624 -Pero allí estaba. Estudiaba su silueta borrosa, parpadeando de vez en cuando, pugnando contra el abotargamiento que le producía la borrachera, al tiempo que alzaba la taza. El borgoña era delicioso aunque suave.

–Espero que no te moleste, querida -dijo mientras descorchaba la botella que tenía en la mano.

–No haces más que repetir lo mismo. – La mujer sonrió. Su voz era un jadeo que surgía desde lo más hondo de ella misma. ¿Cuándo había oído una voz así en una mujer?

Llevaba una peluca francesa con perlas engarzadas en los bucles y unos pulcros rizos blancos le caían hasta los hombros. Oh, era tan joven… Mucho más joven de lo que había imaginado cuando estaban en la góndola, donde le había parecido atemporal, venida de otra época, e inconfundiblemente veneciana, aunque no sabía por qué.

–Una niña -le dijo con dulzura. La cabeza caía de repente hacia delante y le hacía tomar conciencia de sus límites, aunque en un intento por recuperar la dignidad la enderezó de nuevo. Los labios de la mujer no eran rosados ni rojos, sino de un intenso color natural.

No, no se había maquillado. En la góndola habría saboreado y olido los afeites. Ella no era más que una visión, y aquellos ojos que lo miraban fijamente.

Y el vestido, con su ceñida banda bordada sobre el pecho. Sintió deseos de deslizar la mano entre los senos y soltar aquella cinta apretada para liberarlos. – ¿Por qué has tardado tanto tiempo en venir a mí? – Carlo dejó escapar una risa traviesa.

Sin embargo, el rostro de la mujer se transformó repentinamente.

Como si todo él se hubiera movido a la vez. Había ocurrido tan deprisa que Carlo no estaba seguro de su percepción. Ella se recostaba, y aquella boca amplia y voluptuosa se abría en una sonrisa que fruncía los extremos de sus ojos negros.

–Esperaba el momento adecuado -respondió ella.

–Sí, el momento adecuado -repitió Carlo. Oh, si tú supieras, si tú supieras. Tenía a su esposa entre los brazos – 625 -y cada vez que abrazaba a otra mujer estrechaba más a su esposa contra sí, para luego descubrir, en un momento de horror, que no era Marianna, no era nadie, sólo era… sólo era aquella prostituta.

Mejor alejar estas ideas. Mejor no pensar en nada.

Alargó el brazo y deslizó la vela hacia su derecha.

–Para verte mejor, mi querida niña -dijo, burlándose del cuento infantil francés.

Rió y apoyó la cabeza contra el alto y grueso respaldo de la silla de roble.

Pero cuando ella se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa y la luz iluminó su rostro, se sintió repentinamente conmocionado e irguió un poco los hombros. – ¿Me tienes miedo? – preguntó ella.

Él no respondió. Era absurdo tenerle miedo. Una leve crueldad se iba adueñando de él y le recordaba que ella acabaría por decepcionarlo, que tras aquella expresión misteriosa descubriría sólo coquetería, tal vez vulgaridad, y a buen seguro codicia. De pronto se sintió cansado, sumamente cansado. La habitación estaba demasiado cerrada. Se imaginó metiéndose en su propia cama, notó el cuerpo de Marianna junto al suyo. Despacio y con amargura pensó: «Ella está en la tumba.»

Además estaba demasiado borracho, estaba a punto de marearse, no tenía que haber llegado tan lejos. – ¿Por qué estás tan triste? – preguntó ella con aquel ronroneo de voz. Parecía esperar una respuesta, y algo en ella inspiraba respeto… ¿Qué era? Su hermosura poseía fuerza.

Quizás ella podía… Sin embargo, eso era lo que siempre había creído al principio, y luego ¿cuál era el final? La pugna entre las sábanas, en la que se permitiría alguna pequeña licencia con ella, y luego todo aquel regateo sembrado de amenazas. Estaba demasiado borracho para soportar todo aquello, demasiado.

–Tengo que irme… -dijo, y pronunció las palabras con desgana. Se llevaría su bolsa, si aún la tenía. Su tabarro, ¿qué había hecho con él? Estaba en el suelo, a sus pies. Si lo que pretendía era robarle, demostraba ser una perfecta estúpida. Esa mujer era más lista que todo eso. – 626 -Su cara se le antojó… demasiado ancha. Inusualmente ancha. Sin embargo, aquellos ojos negros seguían hipnotizándolo. Ella jugueteaba con el cabello blanco de sus sienes y Carlo le contempló las manos. Qué frente tan exquisita, subía recta hacia aquella costosa peluca francesa. Pero qué manos tan grandes para una mujer tan hermosa, unas manos demasiado grandes para cualquier mujer, y esos ojos. De repente se sintió confundido, a la deriva, una sensación que asoció con la góndola, aunque no tenía nada que ver con el agua.

Le pareció que la habitación se movía como si se hallaran inmóviles en una angosta barca.

–Tengo que irme… Tengo que acostarme.

Vio que ella se ponía en pie.

Parecía subir, subir y subir.

–Pero… pero no es posible -farfulló él. – ¿Qué no es posible? – preguntó la desconocida en un susurro. Estaba de pie junto a él y Carlo podía oler su perfume, que no era tanto la esencia francesa como su frescura, su dulzura, su juventud. Sostenía algo en las manos. Una especie de lazo negro; ¿de qué era? De cuero, un cinturón con una hebilla.

–Que… que seas tan alta -respondió. Ella había alzado el lazo por encima de su cabeza. – ¿Ahora te das cuenta? – preguntó sonriendo. ¡Exquisita!

Sospechaba que le sería fácil enamorarse de ella. ¿Puedes creerlo? Amarla. Había en ella cierta sustancia indefinible, no sólo el misterio previsible y su inevitable núcleo de vulgaridad, sino algo mucho más fiero. – ¿Qué estás haciendo? – le preguntó-. ¿Qué… qué tienes en las manos?

Aquellas manos no parecían humanas.

Había dejado caer el cinturón de cuero sobre él. Extraordinario. Miró hacia abajo y vio que le inmovilizaba los brazos y el pecho. – ¿Qué me has hecho? – le preguntó.

Entonces, al intentar moverse, se dio cuenta.

Ella había pasado también el cinturón por el respaldo – 627 -de la silla, y lo había tensado de tal manera que no se podía mover, sólo levantar un poco los antebrazos. Aquello resultaba de lo más extraño.

–No -dijo Carlo con una sonrisa. Alzó los antebrazos y estuvo a punto de derramar el licor. De pronto, dio una sacudida hacia delante.

Era imposible. La silla, un mueble grande y pesado, permanecía inmóvil.

–No -dijo de nuevo con una fría sonrisa-. Esto no me gusta. – Y como si regañara a un niño pequeño, sacudió la cabeza.

Ella se había colocado a su espalda, Carlo no la veía. Intentó levantar el cinturón con la mano derecha, pero resultaba demasiado apretado.

Lo tomó con ambas manos, cruzó los brazos, el coñac cayó sobre la mesa y le mojó los dedos, que forcejeaban en vano con el cuero. Desde atrás, alguien sujetaba el cinturón en su sitio.

Ella apareció junto a su hombro derecho. – ¿No te gusta? – le preguntó.

De nuevo le dedicó una fría sonrisa. Cuando aquella insensatez tocase a su fin, cuando la hubiera desnudado, le taparía la boca con la mano y le haría pagar por ello. No sería nada demasiado cruel, sólo una lección, y se vio a sí mismo deslizando los dedos entre aquella banda plana bordada para desatarla.

–Quítame esto, querida -dijo con frialdad, con una voz grave e imperiosa-.

Quítamelo ahora mismo.

Vio aquella amplia mano colgando ante él, con unos dedos desusadamente largos y delgados y blancos. Hasta los anillos eran demasiado grandes, adornados con rubíes y esmeraldas. Debía de tratarse de una mujer muy rica: rubíes, esmeraldas y aquellas diminutas perlas.

De repente, torció la mano derecha, la agarró por la muñeca y la sentó en su regazo.

–No me gusta -le dijo al oído-. Y si no sueltas ahora mismo la hebilla, te romperé tu precioso cuello.

–Oh, no serías capaz, ¿verdad que no? – preguntó ella sin el más leve asomo de temor. – 628 -En él se estaba produciendo una transformación alquímica. Mientras la miraba, mientras contemplaba aquel rostro perfecto, su mente se aclaraba, y sin embargo su cuerpo seguía bajo los efectos del alcohol. Un dolor sordo le latía en la frente. Tenía los brazos atados con tanta fuerza que con la mano izquierda no podía llegar al cuello. Pero si era necesario le rompería el brazo y la violaría y así terminaría todo. Estaba demasiado bebido para todo eso.

No tenía que haber ido a esa casa.

–Desátame el cinturón -le dijo-. Te lo ordeno.

Ella lo miró a los ojos sin responder y su expresión se dulcificó. La sintió moverse en su regazo y en ese mismo instante vio que en el centro de sus ojos negros brillaba un leve destello azul profundo. El rostro de la desconocida tapaba la luz que tenía a sus espaldas. Se hallaban tan cerca que Carlo percibía la fragancia de su aliento. Era fresco, inmaculado, y despertó en él una pasión que hubiera existido igualmente de haberse tratado de una persona común, porque era deliciosa, encantadoramente joven.

Durante un momento sólo vio su cuerpo. Ella le rozó los labios con los suyos y Carlo cerró los ojos. Sus mano se aflojó en la muñeca de ella, que no se movió, y el beso le provocó un espasmo de deseo que elevó su pasión hasta una cima en la que todo lo demás carecía de importancia.

Entonces se movió, volviendo la cabeza en el respaldo de la silla.

–Quítame el cinturón -le pidió con dulzura-. Vamos, te deseo, te deseo… -susurró-. No creo que seas una mujer tan estúpida como para provocarme de este modo.

–Pero si yo no soy una mujer -musitó ella, justo antes de que él la hiciera callar cubriéndole la boca con la suya.

–Hummmm. – Frunció el ceño. En aquella broma había algo trágico, terrible y disonante. El placer que Carlo experimentaba era confuso, en pugna con su borrachera, y advertía vagamente que ella había puesto de nuevo las manos en el reposabrazos de la silla y que con sus palmas blancas presionaba las suyas contra la madera. Ama- 629 – ble, juguetona, su tacto lo hechizaba, aunque resultaba extraño. – ¿No eres una mujer? – En la textura de su piel había algo sobrenatural. Se le antojaba tan suave, tan tersa… y sin embargo no…-. Entonces, ¿qué eres? – susurró, al tiempo que sus labios formaban una sonrisa mientras la besaba.

–Soy Tonio -dijo ella en un leve jadeo-, tu hijo.

Tonio.

Carlo abrió los ojos, su cuerpo se convulsionó con violentos y dolorosos espasmos, incluso antes de que pudiera razonar. Un sonido metálico estalló en su cabeza mientras pugnaba por alejarlo y retenerlo a la vez, agarrarlo, apartarlo, al tiempo que un bronco rugido surgía de su garganta.

Había desaparecido. Estaba ante él, alzándose sobre él y mirándolo desde arriba. Y en un instante lo comprendió todo, el disfraz, lo que estaba ocurriendo, y la rabia se apoderó de él.

Pateó contra el suelo, agitó los brazos amarrados al tiempo que sacudía la cabeza de un lado a otro. – ¡Federico! ¡Federico! – gritó mientras pugnaba y se debatía. Siguió aullando sin palabras, intentando clavar los talones en las piedras. De repente, cuando comprendió que la silla no se movería, que estaba indefenso, que no podía hacer nada, permaneció completamente inmóvil.

Ella lo miraba, sonriendo.

Carlo volvió la cabeza hacia un lado y la miró con los ojos desencajados. Entonces ella se echó, a reír, una risa grave, ronca, abrasadora y sensual como su voz. – ¿Quieres besarme de nuevo, padre? – susurró. Y aquel hermoso rostro, aquel rostro blanco y perfecto se quedó fijo en una bella y serena sonrisa.

Carlo le escupió en la cara.

Con los dientes apretados, las manos abiertas como si pretendiera cogerla con los dedos, le escupió de nuevo.

Entonces se desplomó hacia atrás, con la cabeza nuevamente ladeada, y lo entendió todo con asombrosa claridad.

El escenario, los interminables elogios de su belleza y – 630 -su talento, el que Tonio personificara a la mujer perfecta bajo los focos, y aquellas manos, esas manos horrendas y terribles, y la piel…

Sintió que una náusea le ascendía desde el estómago. Apretó los dientes y se concentró en luchar contra el pánico que le atenazaba, no iba a debatirse. No le daría esa satisfacción.

Ella. ¡Ella! Cerró los ojos y se estremeció. Lo acometió el vómito, se lo tragó y tembló.

Cuando abrió los ojos de nuevo, era Tonio quien sostenía la gran peluca francesa de perlas y cabello blanco en las manos.

La sonrisa había desaparecido de su rostro. Sus ojos eran vidriosos, grandes, parecían asombrados.

Se quitó el corpiño negro como si fuera una armadura. Las faldas, desatadas, cayeron al suelo.

Y allí, con la arrugada camisa blanca y los pantalones, el cabello mojado y despeinado, se alzaba un gigantesco hombre felino. En la cintura llevaba un puñal cuyo mango tenía piedras engarzadas. Emergió de aquel precioso tafetán y se ciñó el puñal con una de sus largas manos.

Carlo tragó saliva. Notó un rancio sabor en la boca y el silencio se cernió sobre ellos como la vibración de un fino alambre.

Se miraron largo tiempo, aquel diablo de ojos fríos con cara de ángel y Carlo, que en aquellos momentos soltó una desagradable y ahogada carcajada.

Se pasó la lengua por los labios.

Secos, doloridos, se le había formado una grieta en medio del labio inferior y sintió el sabor de la sangre.

–Mis hombres… -dijo.

–Están demasiado lejos. No te oyen.

–Vendrán…

–Tardarán mucho, mucho tiempo.

Y de pronto, volvieron a él aquellos pasos que subían cada vez más.

–En algún sitio corre agua, la oigo, el canal se ha desbordado.

Y ella, la zorra, el monstruo, el demonio, había respondido: – 631 --No importa. Aquí no vive nadie.

No, en aquella casa no lo oiría nadie, aquella casona en ruinas que se derrumbaba.

En esa misma habitación en la que ardía un fuego, se había acercado a las ventanas en busca de aire y con sus propios ojos había comprobado que no podía ver la calle ni a sus hombres esperando, vigilando, sino, cuatro pisos más abajo, el pozo oscuro de un patio interior. Se hallaban en el centro mismo del edificio, y ella se lo había mostrado minuciosamente.

Oh, plan perfecto, diabólicamente ingenioso.

Estaba empapado en sudor. Aquellos imbéciles a los que había pagado para que lo asesinaran… El sudor le corría por la espalda y bajó los brazos. Tenía las manos húmedas y resbaladizas aunque no había hecho nada con ellas, salvo abrirlas y cerrarlas, abrirlas y cerrarlas, en un intento por combatir el pánico, aquel impulso de lucha innato, aun cuando sabía que la pesada silla de roble no se movería ni un centímetro. ¿Cuántas veces le había dicho a Federico que se alejara mientras estuviera con mujeres, que no lo molestara durante sus aventuras?

La representación había sido hermosa, y no se trataba de ninguna ópera. Y él que había dicho: «Es un eunuco, pueden estrangularlo con las manos desnudas.»

Observó a Tonio sentarse a la mesa frente a él, con la camisa blanca abierta en el cuello. La luz jugaba con los huesos de su cara. Todos sus movimientos sugerían los de un enorme felino, una pantera, traspasados de una gracia misteriosa.

Lo invadió el odio, un odio peligroso, que se aferraba a aquella cara, a aquellos rasgos perfectos y a todos los detalles que alcanzaba a ver, todo aquello que siempre había sabido y sufrido al oír hablar de Tonio, el cantante, Tonio, la prostituta ante los focos; Tonio, el joven hermoso, el famoso, el niño criado por Andrea con mimos e indulgencia hacía tantos años, mientras en Istanbul él bramaba y se debatía; Tonio, que lo tiene todo; Tonio, al que nunca había escapado ni por un momento; Tonio, Tonio y Tonio, – 632 -cuyo nombre había ella gritado en su lecho de muerte.

Tonio, que en esos momentos lo tenía prisionero, pese al cuchillo y a esas extremidades largas y débiles de eunuco, pese a los bravi y todas sus precauciones. Había vencido y lo tenía cautivo.

Si no soltaba un gran alarido, aquel odio acabaría enloqueciéndolo.

Pero pensaba, pensaba. Lo que necesitaban sus bravi era tiempo. Tiempo para darse cuenta de que aquella casa estaba vacía, demasiado oscura, tiempo para empezar a recorrerla. – ¿Por qué no me has matado? – preguntó de pronto- debatiéndose contra la correa, al tiempo que cerraba los puños en el aire-. ¿Por qué no lo hiciste en la góndola? ¿Por qué no me has matado? – ¿De una manera apresurada y furtiva? – preguntó de nuevo con aquel susurro ronco ya familiar-. ¿Y sin más explicaciones? ¿De la misma forma que me atacaron tus hombres en Roma?

Carlo contrajo los ojos.

Tiempo, necesitaba tiempo. Federico tenía buen olfato para el peligro. Se daría cuenta de que algo ocurría. Estaba a la puerta de esa casa.

–Quiero vino -dijo Carlo. Sus ojos se movieron hacia la mesa, hacia el cuchillo con el mango de marfil clavado en el pollo, lejos de su alcance, los vasos, la botella de coñac junto a ellos-. ¡Quiero vino! – Su voz se debilitó-. Qué Dios te maldiga; si no me has matado en la góndola, al menos dame un poco de vino.

Tonio lo estudiaba como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.

Entonces con uno de esos brazos increíblemente largos, le acercó la copa a Carlo.

–Toma, padre -dijo.

Carlo la levantó pero tuvo que inclinar la cabeza para beber. Sorbió el vino, escupió el primer trago para quitarse el sabor rancio de la boca y mientras alzaba la cabeza sintió un aturdimiento tan intenso que la cabeza se le inclinó involuntariamente hacia un lado. – 633 -Apuró la taza.

–Dame más -pidió. Ese cuchillo estaba demasiado lejos. Aun en el caso de que hubiera podido volcar aquella mesa, que pesaba más que la silla a la que estaba atado, no hubiese podido coger el cuchillo a tiempo.

Tonio cogió la botella.

Federico advertiría que pasaba algo raro. Se acercaría a la puerta. La puerta, la puerta.

Al subir aquellas escaleras delante de Tonio, había oído un fuerte ruido que resonaba en aquel recinto como el estallido de un cañón, y por su mente pasó la idea de que una mujer no tenía la fuerza suficiente para echar un cerrojo tan grande y ruidoso.

Aquello no detendría a sus hombres. – ¿Por qué no lo has hecho? – preguntó con la copa en las manos-. ¿Por qué no me has matado todavía?

–Porque quería hablar contigo -respondió Tonio en un murmullo-. Quería saber por qué intentaste matarme. – Su rostro, hasta entonces impasible, se tiñó de una leve emoción-. ¿Por qué mandaste asesinos a Roma si yo en cuatro años no te he hecho daño ni te he pedido nada? ¿Fue mi madre la que te frenó?

–Ya sabes por qué los mandé -afirmó Carlo-. ¿Cuánto más pensabas esperar para venir a por mí? – Su rostro estaba encendido y empapado y se lamió el sudor salado que le llegaba a los labios-. ¡Todo lo que hacías indicaba que pensabas volver! Pediste que te enviaran las espadas de mi padre, te has pasado la vida en salones de esgrima; cuando todavía no llevabas seis meses en Nápoles, mataste a otro eunuco, y al año siguiente casi mandaste a un joven toscano a la tumba. ¡Todo el mundo te temía! »¿Y tus amigos? ¿Tus poderosos amigos? Me harté de oír hablar de ellos. Los Lamberti, el cardenal Calvino, di Stefano de Florencia. Incluso te atreviste a utilizar mi apellido para salir al escenario, como si me arrojaras un guante a la cara. Tu único propósito en esta vida ha sido atormentarme. Toda tu trayectoria ha sido un filo que cada vez se acercaba más a mi garganta.

Se reclinó en la silla. Su pecho era una masa de dolor – 634 -pero, oh, qué bien sentaba decirlo por fin en voz alta, notar que las palabras brotaban de él en una riada incontrolable de veneno e ira. – ¿Qué pensabas? ¿Que lo iba a negar? – Miró la figura silenciosa que tenía delante, aquellas manos blancas y largas, aquellas garras que jugaban con el mango de hueso del cuchillo-. Una vez te di la vida, pensando que la llevarías aferrada entre las piernas y correrías con ella, pero me has puesto en ridículo. Dios mío, no ha pasado un solo día sin que haya oído hablar de ti, sin que me haya visto obligado a hablar de ti, a negar esto y aquello, a jurar inocencia y fingir lágrimas, y decir trivialidades y frases de resignación, mentiras sin fin.

Me has puesto en ridículo. ¡Yo, el sentimental, temeroso de derramar tu sangre! – ¡Cuidado con lo que dices, padre! – dijo Tonio en un susurro de asombro-. ¡Eres un necio!

Carlo rió, una carcajada seca y melancólica que le provocó un agudo pinchazo en la cabeza.

Bebió vino maquinalmente y su mano pugnó por coger la botella, vio cómo se deslizaba hacia delante, y el líquido salpicaba la taza. – ¿Necio, yo? – Rió una y otra vez-. Si quieres ver arrepentimiento, si quieres que te suplique, te llevarás una decepción. Coge la espada, esa famosa espada tuya, que a buen seguro tienes escondida en algún sitio, y utilízala. ¡Derrama la sangre de tu padre! ¡Demuéstrame la misma crueldad que yo he empleado contigo!

Los grandes tragos de borgoña lo tranquilizaron por un momento y borraron la pena y la sequedad de aquella risa que acompañaba a sus palabras.

Quiso secarse la boca con la mano. Era un suplicio no poder tocarse la boca.

Dejó que el vino le cayera por encima del labio y se estremeció de nuevo por el pánico, aquel impulso que lo impulsaba a debatirse en vano. – ¡Yo no quería mandar esos hombres a Roma! – exclamó-. ¡No tenía alternativa! Si todo hubiera sido distinto, si hubieran venido a contarme que habías crecido sumiso e inseguro, temeroso de tu sombra… He conocido – 635 -eunucos así: Beppo, ese viejo despreciable; o el escurridizo Alessandro, pese a toda su insolencia, un ser sin ningún espíritu. De los capados de ese tipo no hay nada que temer, pero tú… A ti la castración no te ha causado el mismo efecto. Eras demasiado fuerte, demasiado hermoso, habías heredado el temple de mi padre y tal vez ya eras demasiado mayor. Siempre, siempre oía hablar de ti, era como si durmieras en mi misma cama, como si vivieras y respiraras bajo mi techo. ¿Qué podía hacer? ¡Dímelo! ¡No me quedaba otra salida!

A través de la bruma de las velas encendidas, vio el rostro distante aún colmado de asombro, pero parecía más remoto, más apenado.

–No te quedaba otra salida -repitió Tonio casi con amargura-. ¿Y si hubieras venido a Roma? ¿Y si nos hubiésemos encontrado y hubiéramos hablado como hacemos ahora? – ¿Hablar, yo? – preguntó Carlo con repugnancia-. ¿Para qué? ¿Para pedirte perdón por haberte capado? – Casi se burló-. Una y otra vez te pedí que te rindieras a mí, ¡hijo bastardo! Y tú te negaste. Tú mismo te has buscado ese destino. Fue decisión tuya, no mía. – ¿Cómo puedes creer eso? – preguntó Tonio. – ¡No tenía otra salida! – bramó Carlo-. Te lo he dicho y lo repito, no tenía otra salida.

Y malditos sean los hombres a quienes mandé contra ti, eso fue una estupidez. Si te incitaron a venir, mucho mejor, porque lo hubieras hecho de todos modos, y lo sabes, y te aseguro que no tenía más remedio que hacerlo.

Se le nubló, la vista, pero, oh, el rostro, incluso en aquellos momentos, era tan hermoso, demoníaco, qué ironía, y la juventud, la juventud, eso era lo que más lamentaba de todo.

De nuevo veía el borde de la copa. El vino volvió a derramársele por la barbilla. Cogió la botella.

–Encontrarme contigo, hablar contigo. – Suspiró, resollante, con los ojos entornados.

Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Qué estaba diciendo? Sus ojos se movieron hacia el alto techo, la gran bóve- 636 – da oscura que temblaba levemente con las llamas de las velas, donde vivían las arañas, y la lluvia, que se filtraba, brillaba en pequeñas gotas a través de las finas grietas.

Lo que necesitaba era tiempo, tiempo para que oscureciera, y todo lo que había dicho, lo que había brotado de él, todo el veneno de aquellas viejas heridas…

Sin embargo, cuando notó que el vino invadía cálidamente su cuerpo y una fatiga inmensa y dulce se apoderaba de él, no le importó. Lo que le importaba era la injusticia de todo aquello, una injusticia implacable y brutal que se había prolongado durante años.

Mentiras y acusaciones que nunca tocaban a su fin, y por todo eso había pagado. Y tanto que había pagado. Ése era el misterio que encerraba: cada vez que lo había intentado le había costado tan caro que al final no merecía la pena. Oh, ¿le había sido permitido disfrutar de algo que no le hubiera costado juventud, sangre e interminables disputas? ¿Cuándo había hallado un poco de comprensión, algún momento en que pudiera confiar en la imparcialidad de un juez? – ¿Qué sabes tú de eso? – dijo-. De todos aquellos años en Istanbul, lejos de ella, mientras a ti te mimaban y te consentían, y luego volver a casa y que ella me acusara, sí, me acusara. Nunca me creyó, ¿sabes? Siempre era Tonio y sólo Tonio. Le supliqué miles de veces que dejara el vino, recurrí a médicos y enfermeras para que la examinaran y la cuidaran. ¿Hubo algo que no le diera? Joyas, la moda de París, criadas que la servían, las mejores institutrices para nuestros hijos. ¡Todo se lo di! ¡Pero lo único que ella quería era a Tonio y el vino, y fue el vino lo que la llevó a la tumba, y en su lecho de muerte preguntó por ti!

Contempló a Tonio. ¿Qué era esa expresión en su rostro? ¿Incredulidad? ¿Dolor inesperado? No lo sabía, no le importaba.

–Saber eso debe producirte placer, sin duda -dijo con amargura al tiempo que se inclinaba otra vez hacia delante. La cabeza le pesaba demasiado, dejó que el vino fresco y claro se le desparramara en la boca-. Y sus últi- 637 – mos días… ¿Sabes qué me dijo? Que la había destrozado, que la había llevado a la locura y a la bebida, y que le había quitado a su hijo, su único consuelo. ¡Eso fue lo que me dijo!

–Y claro, tú no la creíste, ¿verdad? – preguntó Tonio con un hilo de voz. – ¿Creerla? Después de todo lo que sufrí por ella. – Carlo notó que la correa se le clavaba en el cuerpo causándole un agudo dolor, y recostándose hacia atrás sujetó la botella con ambas manos-. ¡Después de todo lo que hice por ella! Desterrado por amor a ella, ¿y quién, después de todos aquellos años en Istanbul, y ella casada con mi padre, hubiera vuelto a quererla? »Pero yo la amaba, y era una pasión que duró quince años para ser destruida. ¿Cómo?

No fue el tiempo, te lo aseguro, ni mi padre, sino tú. Dijo tu nombre, y murió. Al final ya ni siquiera miraba a nuestros hijos…

Su voz se quebró. Se quedó asombrado al escuchar su sonido, y si hubiera podido, habría hundido la cabeza entre los brazos.

Aquella esclavitud era insoportable, pero habría sido peor si hubiera luchado y hubiese fracasado, se dijo con desespero, sentado, inmóvil. Las manos se esforzaban por alcanzar su rostro, apenas podía soportar el peso de la cabeza.

–Me preguntas si la creí. ¿Qué derecho tienes a preguntarme nada? ¿Qué derecho tienes a juzgarme?

Cogió la botella de coñac y la vació deprisa en la copa. Lo bebió y sintió el calor más fuerte y agudo del licor, delicioso. La habitación pareció temblar bajo sus pies, y su cuerpo se convulsionaba, llegando incluso a poner los ojos en blanco. Ante él se alzaba una imagen, una imagen que lo atormentaba: la de su joven y hermosa Marianna la primera vez que la había sacado del convento; cuando habían ido a sus aposentos, ella había advertido que él no quería casarse y había empezado a gritar.

Temblaba, recordando sólo sus palabras apresuradas al consolarla, y asegurarle que lo único que necesitaba era tiempo, tiempo para convencer a su padre. «Soy su único hijo, ¿comprendes? Tiene que ceder ante mí.» – 638 -Pero no era eso lo que quería entonces. Estaba al borde del delirio, y le recorrió cierta sensación experimentada durante los años anteriores a aquéllos, cuando su madre estaba viva, y todos sus hermanos, y la vida era fácil, llena de esperanza y amor. Entre él y su padre no había obstáculos insalvables, nada que no pudiera enmendar, que no pudiera corregir. Sin embargo, todo eso se lo habían arrebatado con crueldad, del mismo modo que le habían arrebatado a Marianna, le habían arrebatado la juventud, y en esos instantes se dio cuenta de que sus recuerdos más nítidos estaban traspasados de lucha y amargura, y que borraban todo lo demás.

Carlo gimió. Miró la mesa de la cena. Tenía una vaga idea de dónde se encontraba y de que era Tonio quien lo retenía allí. La correa se le clavaba, y ladeando la cabeza intentó ver con claridad, recordar de nuevo que lo único que necesitaba era tiempo.

Las velas ardían bajas, y el fuego del hogar era un montón de cenizas fulgurantes.

Aquella mañana, cuando había acudido borracho al Broglio, jurando que se casaría con ella con o sin su consentimiento, su padre se había plantado ante él con aquel espantoso semblante. «¡Te atreves a desafiarme!» Y ella lloraba en la cama de aquel sucio albergue.

«¿Qué me has hecho, Dios mío?»

Emitió un sonido, un gemido.

Con un sobresalto advirtió que la habitación estaba más oscura y era enorme, y Tonio, ante él, lo miraba todavía inexpresivo a excepción de la dura línea de su boca.

Su cabello negro se veía más suave y le caía sobre el rostro de una manera más natural. ¿Qué parecía? Incluso después de la castración existía ese parecido asombroso, sí, como una docena de retratos pintados muchos años atrás cuando estaban todos juntos, sus hermanos y él, y su madre, pero ¡aquél era Tonio!

Se sintió invadido de nuevo por la náusea.

–Tú… -gritó con el cuerpo tembloroso-, tú que me tienes preso aquí, tú que me juzgas. ¿Es a esto a lo que has venido? ¿A juzgarme? Tú, el mimado. – Rió, con aquella risa que brotaba de nuevo, una risa grave, profunda y seca – 639 -que parecía llevarse consigo las palabras-. El elegido de mi padre, el cantante, sí, el gran cantante, la celebridad de Roma, siempre rodeado de mujeres que arrojan flores a su carruaje, y la realeza que lo recibe, Tonio, con su bolsa rebosando de oro, y el cardenal Calvino, idolatrándolo y satisfaciéndole todos los deseos…

En el rostro de Tonio brilló un breve centelleo de intensa emoción.

–Sí, sí. – Rió con esa risa seca y grave-. ¿Crees que no sé el execrable destino al que de manera tan precipitada e impulsiva te condené? ¿Crees que no he oído hablar de tus amantes, tus devotos seguidores, tus amigos? ¿Hay alguna puerta que no se te haya abierto? ¿Algo que desearas y que te haya sido negado? Eunuco. Dios del cielo, ¿qué te cortaron para que hayas puesto un asedio a todas las camas de Roma tan fiero como el de las hordas bárbaras? »Y vuelves aquí, rico, joven, bendecido por los dioses; en tu monstruosidad llegas a seducir a tu propio padre, y ahora pretendes juzgarme. ¡Preguntarme el por qué de mis acciones!

Descansó y sus dedos intentaron en vano secarse los labios. Aún quedaba un trago de coñac en la copa y la apuró.

–Dime. – Se inclinó de nuevo hacia delante, con la cabeza que le colgaba hacia un lado-. ¿Renunciarías a todo eso si te devolvieran lo que te quitaron? ¿Renunciarías a todo eso por la vida que yo he vivido desde entonces? – Contempló a Tonio con mirada desenfocada-. Piensa antes de contestar. ¿Tengo que contarte cómo ha sido? Con mi esposa llorando sin cesar por su hijo perdido, y tu prima, tu querida prima Catrina, una auténtica harpía, clavándome las garras cada vez más hondo, acechando el más leve desliz. Y esos viejos senadores e inquisidores, sus partidarios, buitres, ¡eso es lo que son, vigilándome por el rabillo del ojo! »No, ahora estoy hablando de Venecia, de la vida de deberes y obligaciones que te robé con tanta crueldad, Tonio, el cantante, Tonio, la celebridad, Tonio, el castrato.

Escúchame. – 640 -Suavizó el tono de voz como si fuese a confiar un secreto, sus palabras eran febriles.

–Para empezar, un gran palazzo enmohecido, que devora mi fortuna debido a sus infinitas habitaciones, paredes que se desmoronan, cimientos podridos, como una esponja de mar gigante que te chupa todo lo que le das y siempre quiere más; a fin de cuentas un emblema más de la república, de ese gran gobierno que todos los días de tu vida te cita en los Oficios del Estado y allí tienes, que hacer reverencias, sonreír, regatear, mentir, suplicar y presidir el incesante e interminable parloteo cacofónico que constituye el día a día de esta orgullosa ciudad sin imperio, sin destino, sin esperanza. Inquisidores del estado y espías y rúbricas y tradición y pompa hasta el paroxismo, y con el dinero de tu bolsillo pagas cada espectáculo, día festivo, aniversario, celebración y nueva extravagancia. »Y después de eso, cuando finalmente te ves libre de esas pesadas túnicas, y de murmurar sandeces, con los pies llagados y los músculos de la cara doloridos de tanto disimular, entonces, cuando por fin eres libre para perder tu dinero por enésima vez en el Ridotto, o dormir con la misma cortesana o la misma tabernera o la misma adúltera con la que te has peleado siete veces la semana anterior, los espías del estado se pegaban a tus talones, tus enemigos siempre juzgándote, tu conducta siempre examinada con rigor y entonces ya cansado de todo ello, harto, desbordado, te vuelves y miras a tu alrededor, de un extremo a otro de esta estrecha isla, adviertes que a la mañana siguiente todo empezará otra vez. ¡Y has venido a juzgarme! »¿Quieres recuperarlo? ¿Lo quieres a cambio de la ópera, lo quieres a cambio de tu muchachita inglesa de la Piazza di Spagna, quieres renunciar a esa voz incomparable que te ha convertido en un dios entre los hombres, para poder volver aquí y no ser más que uno de los mil nobles codiciosos que luchan denodadamente por los pocos cargos costosos y rutinarios de esta república que se ha reducido a las paredes que rodean la piazza?

Estalló en una risa grave, con ímpetu propio, recon- 641fortante como las palabras, un desbordamiento que no podía controlarse.

–Quédate con esa casa maldita y hedionda. Quédate con ese gobierno: maldito y hediondo. Quédatelo todo y… Titubeó.

Calló.

Miró al frente y por un momento le pareció que su mente se vaciaba, y el impulso de energía que lo había animado se había disipado, dejándolo débil y exhausto.

Su mente intentaba comprender algo, pero no sabía qué.

Salvo que en todo aquello había un hilo conductor. Y que si cogía el hilo y lo seguía hacia atrás en el laberinto de sus desvaríos, a buen seguro llegaría de nuevo a la piazza, bajo la lluvia, y a ese momento, a ese momento sublime en el que las gaviotas alzaban el vuelo y los estandartes ondeaban al viento. Vio aquella tristeza radiante, cabal y completa, a una gran distancia de él, y ese momento en el que había experimentado resignación y esperanza y cierta gratitud gloriosa porque durante un instante todo había cobrado sentido. Si Tonio estuviera muerto, muerto y enterrado, entonces él podría respirar.

Carlo miró a su hijo. Le parecía que llevaban una eternidad juntos en aquella habitación.

Las velas chisporroteaban y el fuego casi se había extinguido; sin embargo el aire seguía siendo tan caliente como una sustancia dañina, y la cabeza, cómo le dolía la cabeza.

No obstante algo iba mal.

Algo en su mente iba terriblemente mal. Algo fallaba, porque todas aquellas excusas no eran simple mentiras, no eran subterfugios para ganar tiempo a fin de que llegaran sus hombres. Aquello era algo que lo consumía, algo que tenía la fuerza y el brillo de la verdad.

Ojalá no hubiera sido verdad, ojalá lo que había estado describiendo no hubiera sido su vida…

Tonio tenía el rostro contraído, aquella belleza juvenil no tanto borrada como transformada en algo más exuberante y complejo que la inocencia, un alma ardiendo dentro de la hechicera, la seductora.

Pero a Carlo todo aquello había dejado de importarle. – 642 -Miraba el caos en que se había convertido su mente. Y el horror que lo acechaba, el horror que había saboreado en la piazza, el horror que él había conjurado, algo que subía en espiral desde su boca como un grito seco.

Desesperado, quiso explicar algo, algo que nunca había sido comprendido. ¿Cuándo había querido él asesinar, castrar? ¿Cuándo había querido siquiera luchar como se había visto obligado a hacer?

El silencio de Tonio lo consumía. Su inmovilidad lo aterrorizaba, y entonces, como si con su silencio no hubiese conseguido retrasarlo por más tiempo, vio que Tonio se levantaba.

Miró los brazos largos y delgados que cogían esos atuendos negros, el corpiño, las faldas, la peluca sembrada de perlas diminutas.

Y mientras lo observaba horrorizado, Tonio lo tiró todo al hogar donde se consumían las últimas ascuas.

Una llama se elevó ante las ennegrecidas baldosas mientras Tonio movía el fuego con el atizador, y el gran hueco de la peluca se llenaba de humo.

Sus perlas brillaron en la luz, y entonces empezó a desintegrarse, al tiempo que en ella surgían pequeñas llamas. Mientras se encogía, emitió un crujido, como una boca comprimida por ambos lados. Y el tafetán negro que había debajo ardió con una gran llamarada.

–Pero ¿por qué quemas todo eso? – se ovó preguntar Carlo. Se lamió de nuevo los labios secos. La botella estaba vacía, la copa estaba vacía…

En toda su vida no había conocido el temor que sentía en aquellos momentos. Tenía que decir algo, tenía que comenzar otra vez, debía encontrar alguna manera de demorar el final. Retrasarlo hasta que sus hombres lo encontraran, pero no podía librarse de aquel miedo…

–Me impulsaron a hacerlo -susurró con un hilo de voz que sólo oía él mismo-, me impulsaron a hacerlo, a un precio que… ¿qué valor tenía entonces? ¿Qué valor? – Sacudió la cabeza. Aquellas palabras no estaban dirigidas a Tonio, sino a sí mismo.

Sin embargo Tonio lo había oído. – 643 -Tonio tenía el atizador en la mano. Su extremo brillaba con un resplandor rojo en la penumbra, y con aquella gracia lenta y felina que lo caracterizaba, se acercó a Carlo, con el atizador pegado al costado.

–Te has dejado una cosa, padre -dijo, y su voz sonó tranquila y fría, parecía estar hablando ceremoniosamente con un amigo-. Me has hablado de una esposa que te decepcionó; del gobierno que te sangra y te oprime, de los espías qué te persiguen, de mi prima que siempre te acusa, me has hablado de todo lo que te atormenta y que convierte tu existencia en una lejanía de desdichas, pero no me has hablado de tus hijos.

–Mis hijos… -Carlo entornó los, ojos.

–Tus, hijos -repitió Tonio-, los jóvenes Treschi, mis hermanos. Y ellos ¿qué te hacen, padre? Aun siendo niños, ¿cómo te atormentan? ¿Qué injusticia cometen contigo? ¿No te dejan dormir por las noches con su llanto? ¿Te roban tu bien merecido sueño?

Carlo balbuceó.

–Vamos, padre -prosiguió Tonio en un murmullo-. Si todo lo demás te abruma con obligaciones y esclavitud, a buen seguro ellos se la merecen: Tú, padre, hace cuatro años rompiste la trayectoria de mi vida.

Carlo miró hacia delante. Entonces sacudió la cabeza titubeante, se incorporó, alzó los hombros y clavó los pies en el suelo.

–Mis ¡Mis hijos… mis hijos crecerán y te perseguirán y me vengarán! – gritó.

–No, padre -replicó Tonio. Se volvió y con un simple movimiento tiró el atizador al fuego-. Si mueres aquí -susurró-, tus hijos nunca sabrán qué te ocurrió.

–Eso es una mentira infame. Crecerán deseando tu muerte, esperando el día en que…

–No, padre. Serán criados por los Lisani y nunca les hablarán mucho de nosotros ni de nuestro viejo feudo.

–Mentiras, mentiras. Mis hombres no descansarán hasta…

–Tus hombres huirán de esta ciudad como ratas cuando sepan que no han sido capaces de protegerte. – 644 --Los inquisidores del estado te prenderán y…

–Si supieran que estoy aquí, ya me habrían arrestado -replicó Tonio en voz baja-, y a los ojos de muchos de ellos tú te marchaste de la piazza en compañía de una furcia.

Carlo alzó la vista, incapaz de hablar.

–Si mueres aquí, nadie sabrá lo ocurrido, padre. – Tonio suspiró.

Se volvió, cruzó la habitación a grandes pasos y abrió un armario barnizado de oscuro.

Carlo lo observaba petrificado, mientras él, con aquellos gestos sencillos y elegantes sacaba una anticuada levita y se la ponía, y luego una espada que se ciñó en la cadera. Luego se echó una capa sobre los hombros, se la sujetó al cuello al tiempo que unos grandes pliegues de lana negra caían hasta el suelo.

Aquellos dedos largos alzaron la capucha de la capa y el rostro blanco de Tonio resplandeció bajo el oscuro triángulo de tela.

Carlo se debatió. Su cuerpo se estremecía, apretaba los dientes por el esfuerzo, y con todo su peso intentó volcar la silla hacia atrás. Todo fue en vano.

La figura se acercó, la capa negra ondulaba con el mismo ritmo misterioso de las faldas negras en la piazza. Tonio miró la cena abandonada y arrancó el cuchillo del pollo.

Los ojos de Carlo, vidriosos por las lágrimas de ira, no titubearon. Todavía no se había terminado, pero si por un instante pensaba que así era, empezaría a chillar enloquecido, no podía acabar así, no podía acabar con la misma injusticia, y su mente vibraba de odio contra Tonio y de terrible arrepentimiento por no haberlo matado mucho antes. – ¿Sabes lo que siempre pensé que haría cuando llegase este momento? – preguntó Tonio. Alzó el cuchillo ante Carlo y la grasa del pollo brilló en la luz cada vez más tenue.

Carlo se encogió en la silla.

–Siempre pensé que al final decidiría llevarme tus – 645 -ojos-susurró Tonio alzando el cuchillo despacio-, para que tú, que has amado Como yo nunca he podido amar, tú que has engendrado unos hijos que yo nunca podré engendrar, fueras excluido de la vida del mismo modo en que lo fui yo, por más que haya seguido viviendo.

La mirada vidriosa de Carlo se desbordó y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Sin embargo, su boca conspiraba en silencio al tiempo que miraba, a Tonio con ira. Y tras hacer acopio de toda su saliva, le escupió.

Los ojos de Tonio se ensancharon.

Con un gesto casi involuntario, se limpió el salivazo con el borde de la capa.

–Eres muy valiente, ¿eh, padre? – dijo Tonio, Cuánto coraje en un solo hombre…

Hace años me dijiste que yo tenía valor. ¿Lo recuerdas? Pero ¿es el coraje lo que te mueve a desafiarme ahora que tengo sobre ti el poder de la vida y la muerte? ¿Es el coraje el que te dicta que no agaches la cabeza ni por tus hijos, ni por Venecia ni por la vida misma? »¿O se trata de algo mucho más brutal que el coraje, mucho más ruin? ¿No son el orgullo y el egoísmo los que te han convertido en un esclavo de tu voluntad desenfrenada, de modo que todo el que se oponga a ella se convierte en tu enemigo mortal, sea cual sea la razón?

Tonio se acercó y su voz era más vehemente. – ¿No fue egoísmo, orgullo, deseo desenfrenado lo que te llevó a sacar a mi madre del convento que la cobijaba para destruirla y hacerle perder la razón cuando hubiese podido tener docena de pretendientes, y casarse una docena de veces, feliz y contenta? Ella era la mejor de la Pietà, su voz era una leyenda. ¡Pero tú tenías que hacerla tuya, fuera o no fuera tu esposa! »¿Y no fue egoísmo y orgullo y deseo desenfrenado lo que te llevó a desafiar a tu padre, amenazando con la extinción de una familia que había perdurado un milenio antes de que tú nacieras? »Y cuando volviste a casa y descubriste que aún se te perseguía por esos delitos, ¿qué otra cosa hiciste sino intentar apoderarte de lo que pudieras presa del orgullo, el – 646 -egoísmo y la obstinación, aunque eso implicara crueldad, traición y mentiras? "Ríndete a mí", dijiste, y cuando no accedí, me hiciste capar, me sacaste de mi tierra natal y me separaste de aquellos a los que conocía y amaba. Proscrito de Venecia antes que acusarte, degradado antes que verte castigado y poner mi casa en peligro, y ahora resulta que todo eso por lo que me mutilaste y me agraviaste no eran más que persecuciones, obligaciones, vejaciones. »¡Dios mío! Un linaje casi ha desaparecido por tu culpa, una mujer a la que destrozaste y volviste loca, un hijo castrado y aniquilado… ¿Y te atreves a quejarte de acusaciones y sospechas? ¿Te atreves a decir que te viste obligado a mentir? ¿Quién demonios te consideras para que tu orgullo, tu egoísmo y tu lujuria exijan ese precio? – ¡Te odio! – gritó Carlo-. ¡Maldito seas! ¡Ojalá te hubiera matado! ¡Si pudiera, te mataría ahora mismo!

–Sí, te creo -replicó Tonio con voz débil y temblorosa-. Y me dirías de nuevo que en esto, como en todo lo demás, no has tenido otra alternativa.

–Sí, sí, sí, y otra vez sí.

Tonio calló. Todavía temblaba por la vehemencia de sus palabras. Intentó tranquilizarse, dejar que el silencio se llevara toda la rabia que había estallado. Miró fijamente a Carlo, pero su expresión anterior iba desapareciendo para dar paso a la inocencia.

–Y ahora no me dejarás más remedio, ¿verdad? – preguntó Tonio-. Comprendes que debo matarte, en este mismo instante, aunque el instinto me mueva a salvarte, aun en contra de tu propia voluntad.

El rostro de Carlo, petrificado por la furia, experimentó una leve alteración.

–No quiero matarte -aseguró Tonio en un susurro-. Pese a todo tu odio, tu temeridad, tu infinita maldad, no quiero matarte. Y no porque me inspires compasión, hombre ruin donde los haya, sino por motivos que nunca has respetado y jamás has comprendido.

Hizo una pausa para recobrar el aliento. El brillo del fuego se reflejaba en su rostro terso.

–Porque eres hijo de Andrea -dijo despacio, como – 647 -si las fuerzas lo abandonaran-, porque eres carne de mi carne y sangre de mi sangre, porque eres un Treschi, el amo y señor de la casa de mi padre. Porque tienes a tu cargo a mis hermanos pequeños, a los que no quiero dejar huérfanos, y porque, pese a todas tus amargas quejas, llevas nuestro apellido en el gobierno de Venecia. »Por todo eso voy a dejarte vivir, todo eso es lo que me ha hecho venir hasta aquí para no matarte, y porque por muy doloroso que resulte eres mi padre, mi padre, y no quiero manchar mis manos con tu sangre.

Tonio calló de nuevo. Mantuvo el cuchillo en alto, y sus ojos se volvieron más distantes y oscuros. Un cansancio insoportable, una repugnancia repentina acabaron por vencerle.

Carlo lo percibió con aguda penetración, aunque su rostro denotaba burla, dispuesto a no rendirse.

–Y finalmente -musitó Tonio- porque no voy a permitir que me obligues a hacerlo, no voy a ofender a Dios con un parricidio, alegando como tú que no tenía otra salida. »Pero ¿comprendes mis palabras? ¿Aceptas que existe una voluntad que está más allá de tu obstinación, de tu orgullo? ¿No hay manera de desatar este nudo de venganza, injusticia y sangre?

Carlo echó la cabeza hacia un lado y miró a Tonio de soslayo. El odio que sentía por él latía en su interior al mismo ritmo que su corazón.

–Estoy harto de odiarte -susurró Tonio-. Harto de temerte. Para mí no eres más que una violenta tormenta que lleva mi barca indefensa a la deriva. Nunca recuperaré lo que he perdido, pero no quiero más disputas contigo ni más odio ni más rencor. »Dime, padre, aunque tus súplicas fueran innecesarias, ¿me creerás si te digo que lo único que espero de ti es una promesa? Después de esto, no volverás a atentar contra mi vida, te dejaré aquí sano y salvo. Me marcharé de Venecia como vine, y nunca te inflingiré ningún daño ni a ti ni a tus seres queridos. Si ahora no me crees, lo harás en el momento en que me marche; pero para eso, padre, tie- 648 – nes que doblegar tu espíritu, aunque sea mínimamente. Tienes que darme tu palabra. »Por eso he venido, por eso no te maté antes. ¡Quiero que todo termine entre nosotros!

Quiero que vuelvas a tu casa, junto a mis hermanos pequeños. ¡Quiero que me lo prometas!

Carlo lo miró con el ceño fruncido y luego, con una voz grave y gutural, murmuró:

–Me estás engañando.

Un espasmo agudo atravesó el rostro de Tonio. Luego recuperó la serenidad de aquella expresión liberada de toda maldad. Bajó los ojos.

–Por el amor de Dios, padre -susurró-. ¡Por la vida misma!

Carlo lo observaba. Su visión era clara, dolorosamente clara, a pesar de la oscuridad que reinaba en la habitación, y sintió un odio tan acerbo por la tenebrosa figura que estaba ante él que pocas cosas más tenían cabida en su mente.

Vio el cuchillo moverse en sus manos. Tonio lo hizo girar con destreza y lo sostuvo de tal manera que el mango quedara al alcance de Carlo.

–Tu promesa, padre. Tu vida por mi vida, ahora y para siempre. ¡Dilo! – le exigió Tonio-. ¡Dilo para qué te crea!

Carlo asintió despacio.

–Dilo, padre -susurró Tonio.

–Te prometo… te prometo que nunca volveré a atentar contra tu vida -murmuró.

Y el estupor lo hizo enmudecer cuando vio que Tonio le tendía el cuchillo.

–Tómalo -le dijo-. Corta tú mismo la correa. Liberémonos mutuamente de una vez por todas.

Carlo cogió el cuchillo e inmediatamente cortó la tira de cuero por debajo de su brazo izquierdo.

La correa chasqueó con fuerza sobre el pecho de Carlo y los brazos le quedaron libres.

Se puso en pie despacio, con el cuchillo en la mano.

Tonio había retrocedido algunos pasos, aunque sus -649 -movimientos eran lentos. La larga capa flotaba a su alrededor, el fuego brillaba en sus extremos y encendía sus ojos negros.

Los ojos de Carlo se ensancharon despacio. Si pudiera ver qué había bajo esos pliegues de lana negra que cubrían completamente aquella figura, si pudiera calibrar mejora expresión de su rostro, pero toda su capacidad de razonamiento sucumbía ante ese odio que había alimentado durante aquella larga tarde en que Tonio lo había retenido allí a la fuerza. Tonio, al que detestaba y al que tendría que haber matado hacía mucho, mucho tiempo Tonio, el eunuco, que lo había puesto en ridículo de la manera más inconcebible.

Y en un último acto de desafío, dejó que sus ojos se movieran despacio y de manera elocuente, de arriba abajo, sobre la figura que tenía delante, al tiempo que sus labios dibujaban una mueca de auténtico desdén.

En un instante se precipitó hacia delante enarbolando el cuchillo y con la mano izquierda agarró la lana negra en busca del débil brazo que había debajo.

Pero la alta figura negra y embozada se apartó de él como si fuera una ilusión, con un gesto tan rápido que ni siquiera lo vio, y al volverse oyó el sonido metálico de la espada de Tonio. Un fino surco de luz selló la grieta de oscuridad que se abría entre ambos y a Carlo le estalló el pecho de dolor.

El cuchillo cayó al suelo.

Alargó los dedos para coger el filo del espadín; el destello de luz que lo sesgaba, y al intentar hablar su boca se llenó de un líquido caliente que se derramó a borbotones sobre la barbilla. ¡No se ha terminado! ¡No se ha terminado! Pero su voz se había perdido en un espantoso gorgoteo.

Mientras caía, con la oscuridad que se alzaba en torno a él, y su mente era presa de un terror absoluto, en los ojos de Tonio vio un destello que se quebraba y se desvanecía, y contempló su rostro afligido antes de que recobrara de nuevo aquella expresión de inocencia. – 650 –

2

Tonio permaneció dos horas con Carlo en la habitación.

El cuerpo de Carlo se enfrió y la luz acabó extinguiéndose, las velas se consumieron y los carbones quedaron reducidos a cenizas en el hogar. Tonio pensó en tapar a Carlo con su tabarro , en cruzarle las manos sobre el pecho, pero no lo hizo, y cuando la habitación estuvo por completo a oscuras, se puso en pie y se marchó de la casa en silencio.

Tonio no advirtió si alguien lo veía salir por la puerta lateral. No oyó pasos siguiéndole por aquellas calles que tan bien conocía. Ninguna sombra lo acechó mientras cruzaba la inmensa plaza vacía.

Cuando llegó a las puertas de San Marco y las encontró cerradas, se quedó como aturdido, incapaz de comprender durante unos momentos por qué no podía entrar.

Al final se apoyó en las columnas del pórtico y miró hacia el cielo negro, más allá de la vaga silueta del Campanile.

En los Oficios del Estado sólo ardían unas pocas luces aisladas. De vez en cuando, los cafés de la piazza abrían sus puertas a la lluvia. Y los que corrían contra el viento no reparaban en él.

Pronto se le helaron las manos y el rostro. Sin embargo, no se movió, y la lluvia racheada fue empapándole la ropa.

La noche avanzaba. El reloj daba la hora una y otra vez. Los cafés apagaron las luces, y hasta los mendigos abandonaron las arcadas. A su alrededor, la ciudad se disponía a dormir.

Los únicos indicios de civilización eran el tañido de la campana y el brillo incierto de unas antorchas distantes.

Le parecía que la aflicción y el frío eran una sola sensación. Y no creía en la rectitud de una única acción. Se esforzó en imaginar a los que amaba, en sentir su presencia.

No bastaba con decir sus nombres como si fueran una – 651 -plegaria. Se imaginó con el cardenal Calvino en un lugar tranquilo y seguro en el que intentaba explicarle lo que había ocurrido.

Pero sólo eran sueños.

Estaba solo y había matado a su padre.

Si podía seguir adelante, sería sólo para soportar aquella carga toda la vida. Nunca le contaría a nadie lo que había sucedido. Nunca pediría a nadie la absolución o el perdón.

Y finalmente, cuando el alba despuntó, se puso la capucha para ocultar su cara y se alejó de la piazza.

Miró por última vez aquellos edificios monumentales que antaño le parecieran el límite del mundo, y volvió la espalda a Venecia para siempre.

3

Durante días viajó hacia el sur en dirección a Florencia. Todavía era invierno y una fina capa de escarcha cubría los campos. Sin embargo, no soportaba la compañía de otras personas en los carruajes de la posta. En cada parada tomaba un caballo de silla, y mientras caminaba con él por el margen de la carretera, a menudo lo sorprendía la noche lejos de cualquier lugar en el que poder refugiarse.

Cuando llegó a la ciudad de Bolonia, iba a pie. Llevaba la capa manchada de barro, las botas gastadas del camino, y de no ser por la espada, hubiese parecido un pordiosero.

Vagó por las calles y los ruidos lo irritaban. Había comido tan poco que se sentía mareado y los sentidos lo traicionaban.

Cuando llegó de nuevo al campo, supo que no podía seguir adelante. Llamó a la puerta de un monasterio y entregó la mitad del dinero que poseía al abad.

Agradeció que lo acostaran. Le sirvieron caldo y vino, – 652 -y se llevaron las botas y la ropa para remendarlas. Al otro lado de la ventana se extendía un pequeño jardín bañado por el sol, y antes de cerrar los ojos preguntó qué día era y cuánto faltaba para el domingo de Pascua.

Una cosa era segura: tenía que encontrarse con Guido y Christina antes del domingo de Pascua.

Los días se convirtieron en semanas.

Tonio yacía en la cama contemplando el jardín. Le evocaba otros tiempos en que había sido feliz, con el sol destellando en los senderos de baldosas o reflejándose de repente en el agua de una pequeña fuente. El claustro estaba envuelto en sombras matizadas, pero no recordaba nada con claridad. Tenía la mente vacía.

Deseó que no fuera Cuaresma para no tener que oír los cantos de los monjes.

Cuando llegaba la noche y se quedaba a solas en aquella habitación, experimentaba una desdicha tan profunda que le parecía que cada año de su vida significaría únicamente una mayor capacidad de sufrimiento. Veía a su madre en el lecho, durmiendo ebria, y era como si ella hubiese conocido algún secreto revelador.

En él no se produjo ningún cambio, al menos en apariencia. Sin embargo, su apetito fue mejorando. Pronto empezó a levantarse temprano para asistir a misa con los frailes. Se encontró pensando en Guido y Christina con más frecuencia. ¿Habrían tenido un buen viaje desde Roma? ¿Estaba Paolo preocupado por él?

Esperaba que Marcello, el cantante siciliano, hubiera ido con ellos, y por supuesto no podían haberse marchado sin la signora Bianchi.

A veces, más que pensar en ellos los imaginaba. Los veía cenando juntos, hablando entre sí. Le preocupaba no saber dónde estaban. ¿Habían alquilado una villa en el campo con una terraza donde poder sentarse después de cenar? ¿O se hallaban en pleno corazón de la ciudad, en – 653 -alguna bulliciosa calle cerca del teatro y los palacios de los Medici?

Por fin, una mañana, sin previo aviso, se vistió, se calzó las botas, se ciñó la espada, y con la capa sobre el brazo fue a despedirse del abad.

En el jardín, los monjes cortaban las ramas jóvenes de las palmeras y las ponían en una carretilla de madera. Se enteró de que era el Viernes de Dolores, la fiesta de los Siete Dolores de la Virgen. Faltaban sólo doce días para el estreno de la ópera.

Cuando llegó a la casa de postas, estaba hambriento. Comió una sustanciosa comida y se entretuvo observando con insólito interés las idas y venidas de los otros viajeros. Entonces alquiló el mejor caballo que encontró y emprendió el camino hacia Florencia.

Fue justo antes del amanecer, en la población de Fiesole, donde vio el primer cartel de la ópera.

Era Domingo de Ramos y las viejas y los braceros salían de la misa del alba. Llevaban sus palmas bendecidas, y las puertas abiertas de la catedral proyectaba una luz amarillenta y cálida sobre las piedras que tenían delante.

Tonio iba a caballo por la piazza cuando en un muro mojado por la lluvia vio su nombre escrito en letras grandes: «SIGNORE TONIO TRESCHI.»

Fue como una aparición. Una excitación incontenible se apoderó de él, y sintiéndose estúpido al mismo tiempo se acercó a leer el arrugado papel.

Con unas elegantes cenefas rojas y doradas, anunciaba la representación de Xerxes el Domingo de Pascua en el Teatro di Via della Pergola de Florencia. Incluso aparecía el nombre de Guido escrito en letras pequeñas. También había un retrato de Tonio, un grabado oval en el que salía muy favorecido, y unos cuantos versos floridos en elogio de su voz.

Caminó tirando del caballo arriba y abajo, luego apoyó una mano en la pared. No podía apartar los ojos del cartel. – 654 – Entonces, al primer hombre que pasó le preguntó si la ciudad quedaba muy lejos.

–Suba la colina y la verá -fue su respuesta.

Cuando llegó a la cumbre, el cielo era todavía de un azul intenso y estaba colmado de diminutas estrellas. Ante él se extendía la ciudad de Florencia en su valle. A través de la niebla vio sus campanarios, cientos de luces que titilaban, y el cauce inmóvil del Arno. Le pareció tan hermosa como el belén durmiente de las pinturas de Navidad.

Y mientras contemplaba una de aquellas torres lejanas, advirtió que nunca en su vida había gozado de un momento como aquél.

Cuando esperaba entre bastidores, en el teatro de Roma, la noche del debut, tal vez había experimentado algo parecido a aquella creciente emoción. O muchos años atrás quizás, en Venecia, en su recorrido por el canal durante la festividad de la Senza.

Pero no se recreó mucho tiempo en aquellos recuerdos.

Antes del alba gozaría de la compañía de Guido y Christina. Y por primera vez estarían juntos de verdad. – 655 -Los métodos de enseñanza de Guido están basados en Early History of Singing, de W. J.

Henderson, y debo asumir la responsabilidad de su simplificación y de cualquier inexactitud.

«Baroque Venice, Música de Grabrieli, Bassano y Monteverdi», grabado por la DECCA en 1972, con las notas donde se describe la visita de Jean Baptiste Duval a San Marco en 1607, me inspiró la primera experiencia musical de Tonio en dicha iglesia.

El jardín del amor , de Alessandro Scarlatti (Catherine Gayer, soprano, como Adonis, y Brigitte Fassbaender, contralto, como Venus), de Deutsche Grammophon, 1964, me inspiró el dueto de Tonio con la condesa en Nápoles, y ésta es en realidad la única parte de libro en la que se ha hecho una recreación musical.

Achille en Sciro de Metastasio, el libreto que Guido elige para el debut de Tonio en Roma, está descrito con todo detalle por Vernon Lee en sus incomparables Studies in the 18th Century M Italy .

En la actualidad existen grabaciones de óperas barrocas que fueron muy famosas durante ese período. Sin embargo, para una comprensión auténtica de la música quiero animar al lector a que busque grabaciones en las que las cantantes desempeñan los papeles de los antiguos castrados. Estos eran verdaderos sopranos y contraltos. La interpretación de los contratenores o los falsetistas masculinos no da una idea real de la belleza de sus voces. – 657 –

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18/06/2009

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