El ángel que lucía la coronita de flores gesticulaba muy excitado. Los gestos y la actitud agresiva habrían enfurecido a un hombre mortal, pero en realidad no discutían de forma acalorada. El ángel sólo intentaba explicarse.
Me moví despacio, apartándome de mis amables acompañantes, quienes no podían ver lo que veía yo.
¿Qué creían que miraba yo? La puerta del taller, los aprendices en las sombras del interior del taller, unos breves fragmentos de paneles y lienzos a medio pintar, el amplio vestíbulo más allá del cual se realizaba el trabajo.
El otro ángel meneó la cabeza con expresión sombría.
—No estoy de acuerdo —dijo con voz serena y melodiosa—. No podemos extralimitarnos. ¿Crees acaso que no me duele, que no me hace llorar?
—¿Qué es lo que te hace llorar? —pregunté.
Ambos ángeles se volvieron y me miraron. Entonces plegaron los dos sus oscuras, multicolores y vistosas alas, como si quisieran encogerse hasta hacerse invisibles, aunque yo les veía con claridad: resplandecientes, rubios, perfectamente reconocibles. Ambos me miraron estupefactos. ¿Por qué me mirarían así?
—¡Gabriel! —exclamé, señalando con el dedo—. Te conozco, te he visto en la Anunciación. Los dos sois Gabriel, conozco las pinturas, os he visto: Gabriel y Gabriel, ¿cómo es posible?
—Puede vernos —dijo el ángel que gesticulaba con vehemencia. Tenía una voz suave pero la oí con total nitidez—. Puede oírnos —añadió al tiempo que su expresión de asombro se acentuaba; poseía un aire inocente y paciente, algo preocupado.
—Pero ¿qué dices, muchacho? —preguntó el comerciante que estaba junto a mí—. Serénate. Llevas una fortuna en esas alforjas. Tienes los dedos cargados de anillos. Procura hablar con sensatez. Te llevaré junto a tus familiares, pero debes decirme quiénes son.
Yo asentí sonriendo, pero sin quitar ojo a los sobresaltados y atónitos ángeles. Sus ropas parecían ligeras, casi translúcidas, como si no estuvieran hechas de un tejido natural, del mismo modo que su piel incandescente tampoco parecía natural. Todo su aspecto era más exquisito de lo normal, como entretejido de luz.
Unos seres compuestos de aire, de propósito, de presencia y de actos. ¿Eran ésas las palabras de santo Tomás de Aquino, la Suma teológica con la cual yo había aprendido latín?
Qué prodigiosamente bellos eran, tan distantes y a salvo de cuanto les rodeaba; inmóviles en mitad de la calle, envueltos en su serena e ingenua sencillez, observándome con aire pensativo, compasivo, curioso.
Uno de ellos, el que lucía la guirnalda de flores, el de las mangas de color azul celeste, el que había logrado conmoverme cuando contemplé la Anunciación junto a mi padre, el ángel del que me había enamorado, avanzó hacia mí.
Al aproximarse su tamaño aumentó, haciéndose más alto y voluminoso. Mientras avanzaba en silencio, ataviado con sus holgadas y airosas ropas, rebosaba tanto amor que parecía más inmaterial y monumentalmente sólido, más reflejo de la creación divina que cualquier ser de carne y hueso.
El ángel sacudió la cabeza y sonrió.
Tenía el rostro límpido, teñido por el radiante color que le confiriera Fra Filippo en la pintura. Cuando sonrió, advertí que mi cuerpo temblaba violentamente de puro gozo.
—¿Es ésta mi locura, arcángel? —pregunté—. ¿Acaso se ha cumplido la maldición de los demonios, que afirmaron que vería visiones y suscitaría el desprecio de hombres instruidos?
Mi perorata sobresaltó a los caballeros que trataban de ayudarme. Estaban desconcertados.
—¿Qué? Pero ¿qué dices?
En un esplendoroso instante recordé un detalle que me iluminó el corazón, el alma y la mente, como si el sol inundara una celda lóbrega y siniestra.
—Fue a ti a quien vi en el prado, cuando ella bebió mi sangre.
El ángel, ese ángel frío y sereno que lucía multitud de rubios e inmaculados bucles y unas mejillas lozanas y plácidas, me miró a los ojos.
—Eres el arcángel Gabriel —dije con tono reverente.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y sentí deseos de cantar y llorar a un tiempo.
—Pobre muchacho —comentó el comerciante de más edad—. No hay ningún ángel frente a ti. Presta atención, te lo ruego.
—Ellos no nos ven —afirmó el ángel esbozando de nuevo una sonrisa amable y radiante.
En sus ojos se reflejaba la luz del cielo, que había comenzado a despejarse. Me miró como si a medida que me observaba fuera penetrando en lo más hondo de mi alma.
—Lo sé —respondí—. ¡Ellos no lo saben!
—Pero yo no soy Gabriel, no debes llamarme así —replicó el ángel en tono cortés y sosegado—. No soy el arcángel Gabriel, mi joven amigo, sino Setheus, un simple ángel guardián.
Qué paciente se mostraba conmigo, con mi llanto y la colección de mortales ciegos y preocupados que nos rodeaban.
Estaba tan cerca de mí que habría podido tocarlo, pero no me atreví.
—¿Mi ángel de la guarda? —pregunté—. ¿Es eso cierto?
—No —contestó el ángel—. No soy tu ángel de la guarda. A ésos debes buscarlos por tu cuenta. Ya has visto a los ángeles guardianes de otros, aunque no me explico cómo ni por qué.
—No te pongas a rezar ahora —protestó el anciano, malhumorado—. Dinos quién eres, muchacho. Antes pronunciaste un nombre, el de tu padre. Repítelo.
El otro ángel, que permanecía inmóvil como si estuviera demasiado estupefacto para moverse, de pronto dejó a un lado toda reserva y avanzó hacia nosotros descalzo y en silencio, con el mismo porte airoso que su compañero, como si las ásperas piedras, los charcos y la tierra no pudieran ensuciarlo o lastimarlo.
—¿Crees que esto es prudente, Setheus? —inquirió, aunque sus ojos pálidos e iridiscentes me observaron con la misma afectuosa curiosidad, el mismo intenso y tolerante interés que mostrara el otro.
—Tú apareces en la otra pintura. También te conozco; te amo con todo mi corazón —dije.
—¿Con quién hablas, hijo? —preguntó el comerciante más joven—. ¿A quién amas con todo tu corazón?
—¿Entonces puede oírme? —repuse volviéndome hacia el comerciante—. ¿Me entiende?
—Sí, sí, pero dinos tu nombre.
—Vittorio di Raniari —contesté—, amigo y aliado de los Médicis, hijo de Lorenzo di Raniari, del castillo Raniari, en el norte de Toscana. Mi padre ha muerto, y toda mi familia. Pero...
Los dos ángeles se hallaban ante mí, juntos, uno con la cabeza inclinada hacia el otro mientras ambos me contemplaban. Tuve la certeza de que los mortales, a pesar de su ceguera, no podían entorpecer la visión de los ángeles ni interponerse entre ellos y yo. ¡Cuánto ansiaba tocarlos! Pero me faltaba valor.
El primero que había hablado alzó sus alas y, a medida que éstas se agitaban y estremecían, me pareció que derramaban una suave lluvia de polvo de oro, pero nada era comparable al rostro pensativo y perplejo del ángel.
—Deja que te lleven a San Marcos —dijo el ángel llamado Setheus—. Permite que te acompañen hasta allí. Son buena gente y te dejarán al cuidado de los monjes, que te instalarán en una celda. No podrías estar en un lugar mejor, pues esa casa se encuentra bajo el mecenazgo de Cosme, y como sabes Fra Giovanni ha decorado la celda que tú ocuparás.
—Setheus, él ya sabe esas cosas —comentó el otro ángel.
—Sí, pero deseo tranquilizarlo —repuso Setheus encogiéndose levemente de hombros mientras observaba algo desconcertado a su compañero.
Nada caracterizaba sus rostros de forma tan marcada como aquella expresión de ligero desconcierto
—Pero tú —dije—, Setheus, ¿puedo llamarte por tu nombre?, no dejarás que me separen de ti, ¿verdad? No lo hagas. Te ruego que no me abandones. Te lo suplico. No me dejes.
—Debemos dejarte —contestó el otro ángel—. No somos tus guardianes. ¿Cómo es que no puedes ver a tus ángeles guardianes?
—Espera, conozco tu nombre. Puedo oírlo.
—No —replicó este ángel, que era más quisquilloso, al tiempo que agitaba un dedo como si regañara a un niño.
Pero yo continué:
—Conozco tu nombre. Lo oí cuando estabais discutiendo, y lo oigo ahora al contemplar tu rostro. Ramiel, así te llamas. Los dos sois los ángeles guardianes de Fra Filippo.
—Esto es un desastre —murmuró Ramiel con expresión de disgusto—. ¿Cómo ha podido ocurrir?
—Está claro que nuestra obligación es ir con él.
Era como si sus pensamientos estuvieran depurados de todo sentimiento ruin, como por otra parte era normal tratándose de ángeles.
Setheus se inclinó hacia el anciano, quien, por supuesto, no podía verlo ni oírlo, y le susurró al oído:
—Lleva al chico a San Marcos; haz que lo instalen en una buena celda, pues tiene dinero de sobra para pagarla, y pide a los monjes que cuiden de él hasta que se restablezca. —Luego me miró y añadió—: Nosotros te acompañaremos.
—No podemos hacer eso —protestó Ramiel—. No podemos dejar a la persona que está a nuestro cargo; ¿cómo vamos a hacer semejante cosa sin permiso?
—Debemos hacerlo. Tenemos permiso. Estoy seguro de ello —insistió Setheus—. ¿No comprendes qué ha ocurrido? Él nos ha visto, nos ha oído y ha captado tu nombre, y habría captado el mío de no habérselo revelado yo. Pobre Vittorio, iremos contigo.
Yo asentí, a punto de llorar al oír que los ángeles se dirigían a mí. La calle había adquirido un aire gris, silencioso y vago en torno a sus imponentes y radiantes figuras; la sutil luminosidad de sus prendas oscilaba en torno a ellos como si el tejido celestial fuera agitado por unas corrientes de aire que los mortales no percibían.
—¡Éstos no son nuestros nombres auténticos! —me reprendió Ramiel, aunque con la suavidad que se emplea al regañar a un niño.
—Puedes llamarnos por esos nombres, Vittorio —dijo.
Sin embargo los dos ángeles echaron a andar con nosotros, un poco rezagados.
—De acuerdo —consintió Setheus—. No te inquietes, Vittorio. Iremos contigo.
—No podemos dejar a la persona que se encuentra a nuestro cargo para irnos con otra, no es correcto —siguió protestando Ramiel.
—Es deseo de Dios. ¿Cómo vamos a contrariarle?
—¿Y Mastema? ¿No deberíamos preguntárselo a Mastema? —sugirió Ramiel.
—¿Por qué? Él ya debe de saberlo.
Los ángeles se pusieron de nuevo a discutir, detrás de nosotros, mientras yo me apresuraba por la calle.
El cielo plomizo resplandecía; luego palideció y en el preciso instante en que llegamos a la plaza dio paso al color azul. El sol me deslumbró, hizo que me sintiera mareado; sin embargo lo deseaba con fervor, lo ansiaba, aunque él me rechazase y me azotara.
Faltaba poco para llegar a San Marcos. Las piernas apenas me sostenían. Mientras avanzaba no dejaba de volverme.
Las dos lustrosas y doradas figuras nos seguían en silencio; Setheus me indicó que no me detuviera.
—Descuida, estamos aquí, contigo —dijo el ángel.
—¡No sé yo si obramos bien! —terció Ramiel—. Filippo jamás se había metido en un lío tan gordo, jamás había caído en semejante tentación, en semejante ignominia...
—Por eso nos han apartado de él, para que no nos inmiscuyamos en lo que tiene que ocurrir. Sabemos que estábamos a punto de tener problemas debido a Filippo y a lo que éste ha hecho. ¡Ay, Filippo, veo el panorama con toda claridad!
—¿De qué están hablando? —pregunté a los comerciantes—. No sé qué dicen sobre Fra Filippo.
—¿Quién está hablando, si puede saberse? —replicó el anciano meneando la cabeza mientras escoltaba por la calle a este joven desquiciado que cargaba una molesta y ruidosa espada.
—Calla, muchacho —me indicó el otro hombre, que sostenía prácticamente todo mi peso—. Comprendemos lo que dices, pero estás desvariando; hablas con gente a la que no vemos ni oímos.
—Fra Filippo, el pintor..., ¿qué le ha ocurrido? —quise saber—. Tiene problemas.
—Es intolerable —declaró el ángel Ramiel a mis espaldas—. Es impensable que eso ocurra. Según mi opinión, que nadie me la ha preguntado ni me la preguntará, si Florencia no estuviera en guerra con Venecia, Cosme de Médicis protegería a su pintor de esto.
—¿Pero de qué lo protegería? —pregunté mirando al anciano a los ojos.
—Obedéceme, hijo —repuso el anciano—. Camina derecho y deja de golpearme con esa espada. Eres un gran señor, eso se ve a la legua; el apellido Raniari me suena, creo haber oído decir que proviene de las distantes montañas de la Toscana, y el oro que luces en la mano derecha pesa más que la dote de mis dos hijas juntas, pero no me grites en la cara.
—Lo lamento, no pretendí hacerlo. Es que los ángeles no se expresan con claridad.
El otro hombre que me sostenía amablemente, que me ayudaba a portar las alforjas que contenían toda mi fortuna, sin siquiera tratar de robarme nada, dijo:
—Si te interesas por Fra Filippo, debes saber que vuelve a estar en graves apuros. Lo han torturado. Lo han sometido al potro de tormento.
—¡No, es imposible que le ocurra eso a Fra Filippo Lippi! —Me detuve en seco y grité—: ¿Quién sería capaz de hacerle algo así al gran pintor?
Me volví, y los dos ángeles de pronto se cubrieron el rostro con las manos, con la misma delicadeza con que Úrsula se cubriera el suyo, y rompieron a llorar. Pero sus lágrimas eran maravillosamente cristalinas y transparentes. Selimitaron a mirarme. De pronto sentí un intenso dolor al pensar en Úrsula. «¡Qué hermosas son estas criaturas! ¿En qué panteón oculto debajo de la Corte del Grial de Rubí duermes que no eres capaz de verlas, de contemplar su silencioso caminar a través de las calles de la ciudad?»
—Es cierto —dijo Ramiel—. Por desgracia lo es. ¿Qué clase de ángeles guardianes somos que hemos permitido que Filippo, un pendenciero y un embaucador, se metiera en estos problemas? ¿Cómo es que no hemos sabido impedirlo?
—Sólo somos ángeles —respondió Setheus—. Ramiel, no debemos juzgar a Filippo. No somos jueces, sino guardianes, y por el bien del muchacho, que tanto le quiere, no digas esas cosas.
—No pueden torturar a Fra Filippo Lippi —protesté—. ¿A quién ha embaucado?
—A él mismo —contestó el anciano—. Esta vez se ha engañado a sí mismo. Vendió un cuadro que le encargaron, y todo el mundo sabe que buena parte de la obra la pintó uno de sus aprendices. Lo han sometido al potro de tormento, pero no ha salido muy maltrecho.
—¡Menos mal! ¡Qué hombre tan magnífico! —exclamé—. Pero dicen que le han torturado. ¿Por qué, cómo puede alguien justificar esa estupidez, esa ofensa? Es un agravio contra los Médicis.
—Silencio, jovencito; Filippo ha confesado —respondió el más joven de los mortales—. El asunto prácticamente está zanjado. ¡Menudo monje el tal Fra Filippo Lippi! Cuando no se dedica a perseguir a las mujeres, se mete en una bronca.
Habíamos llegado a San Marcos. Nos detuvimos delante de la puerta del monasterio, que estaba situada al nivel de la calle, al igual que todos esos edificios en Florencia, como si las aguas del Arno no se desbordaran nunca, lo cual sucedía de vez en cuando. ¡Cuánto me alegré de contemplar ese paraíso!
Pero en mi mente bullían mil pensamientos. El recuerdo de los demonios y el horrendo crimen quedó borrado por el espantoso hecho de que el artista a quien yo más amaba en el mundo había sufrido el potro de tormento como si se tratara de un vulgar criminal.
—A veces, Filippo se comporta como... un vulgar criminal —dijo Ramiel.
—Pagará una multa y problema resuelto —dijo el anciano comerciante. Tiró de la campanita del monasterio para que los monjes nos abrieran la puerta. Luego me dio una palmadita con una mano larga, cansada y seca—. Deja de lloriquear, criatura, basta ya. Filippo es un pelmazo, lo sabe todo el mundo. ¡Ojalá tuviera una mínima parte de la santidad de Fra Giovanni!
Al hablar de Fra Giovanni se referían, por supuesto, al gran Fra Angélico, el pintor que unos siglos más tarde haría que la gente se arrodillara estupefacta ante sus pinturas, y fue en ese monasterio que Fra Giovanni trabajaba y vivía; fue ahí donde pintó para Cosme las celdas de los monjes.
¿Qué podía decir yo?
—Sí, sí, Fra Giovanni, pero yo no... yo... no le amo.
Desde luego le quería, le respetaba a él y su maravillosa obra, pero no sentía por él el amor que me inspiraba Filippo, el pintor al que sólo había visto una vez. ¿ Cómo podía explicar esas cosas tan extrañas?
De pronto me acometieron unas ganas de vomitar irreprimibles. Me aparté de los amables comerciantes que intentaban ayudarme y arrojé en plena calle todo cuanto tenía en el buche, la sanguinolenta porquería que me habían dado a beber los demonios. Observé cómo caía de mis labios y se escurría por la calle. Olí el pútrido hedor y vi cómo aquel mejunje medio digerido, compuesto de vino y sangre, se filtraba por las grietas entre los adoquines.
En aquellos momentos se manifestó todo el horror de la Corte del Grial de Rubí. Se apoderó de mí una profunda sensación de impotencia, y oí a los demonios susurrarme al oído «loco y vilipendiado»; entonces dudé de todo cuanto había visto, de lo que yo era, de lo que me habían revelado hacía unos momentos. Mi padre y yo cabalgábamos juntos a través de un bosque de ensueño, hablando sobre las pinturas de Filippo. Yo era un joven aristócrata y tenía el mundo ante mí; el intenso y grato aroma de los caballos se mezclaba con la fragancia del bosque.
«Loco y vilipendiado. Loco, cuando pudiste haber sido inmortal.»
Cuando me enderecé de nuevo, me apoyé contra el muro del monasterio. La luz que emanaba del firmamento azul era tan intensa que cerré los ojos, pero me deleité en su calor. Poco a poco las náuseas se disiparon y traté de serenarme, de reprimir el dolor que me producía la luz para amarla y confiar en ella.
Ante mí vi el rostro del ángel Setheus, a medio metro de distancia, mirándome con aire preocupado.
—Gracias a Dios que estás aquí—musité.
—No me abandonarás, ¿verdad? —pregunté.
Ramiel me observaba por encima del hombro de su compañero, como si por primera vez me examinara detenidamente y con interés. Su pelo corto y suelto le daba un aspecto más joven que el otro, aunque esas diferencias no tenían la menor importancia.
—Ni la más mínima —murmuró Ramiel al tiempo que sonreía también por primera vez.
—Haz lo que te indican esas amables personas —dijo Ramiel—. Deja que te conduzcan al interior del monasterio, para que concilies un sueño profundo y natural, y cuando te despiertes me hallarás junto a ti.
—Pero es un horror, una historia de horrores —murmuré—. Filippo jamás pintó esos horrores.
—No somos unos seres pintados —terció Setheus—. Lo que Dios nos tiene reservado lo averiguaremos juntos, tú, Ramiel y yo. Ahora debes entrar. Los monjes ya están aquí. Te dejamos a su cuidado, y cuando despiertes nos verás junto a ti.
—Así es —contestó Ramiel.
El ángel alzó la mano. Vi la sombra de sus cinco dedos y sentí su tacto
sedoso cuando me cerró los párpados.
Donde converso con los inocentes y poderosos hijos de Dios
No existía mejor lugar para mí en toda Florencia, salvo quizá la casa de Cosme, que el monasterio de los dominicos de San Marcos.
Ahora bien, en toda Florencia existen muchos edificios exquisitos, de tal magnificencia que de niño era incapaz de catalogar en mi mente todas las riquezas que veía ante mí.
Pero creo que no existe un claustro más sereno que el de San Marcos, el cual había sido renovado recientemente por el humilde y honrado Michelozzo a petición de Cosme el Viejo. Tenía una larga y venerable historia en Florencia, y había sido cedido hacía relativamente poco a los dominicos. Estaba dotado de unos aspectos sublimes que no poseían otros monasterios.
Como sabía toda Florencia, Cosme había invertido una fortuna en San Marcos, acaso para compensar todo el dinero que había ganado con la usura, pues como banquero cobraba intereses a sus clientes y por tanto era un usurero, aunque también lo eran quienes depositaban dinero en su banco.
Sea como fuere, Cosme, nuestro cabecilla, nuestro auténtico líder, amaba ese lugar y lo había dotado de numerosos tesoros, aunque el mejor sin duda eran los edificios nuevos, de unas proporciones soberbias.
Los detractores, esos que protestan contra todo, esos que nunca hacen nada extraordinario y sospechan de todo lo que no se encuentra en un estado de perpetua degradación, decían sobre él: «Manda grabar su escudo de armas hasta en los excusados de los monjes.»
Por cierto, el escudo de armas exhibe cinco protuberantes bolas sobre el mismo, cuyo significado ha merecido diversas explicaciones; pero lo que sus enemigos venían a decir era que Cosme colgaba sus pelotas sobre los excusados de los monjes. ¡Qué más quisieran sus enemigos que tener esos excusados o esas pelotas!
Habría sido más inteligente por parte de esos hombres señalar que Cosme pasaba muchos días en el monasterio entregado a la meditación y la oración, y que el antiguo prior, Fra Antonino, gran amigo y consejero de Cosme, era ahora arzobispo de Florencia.
Pero el mundo está lleno de ignorantes y todavía hoy, al cabo de quinientos años, hay quienes se dedican a chismorrear sobre Cosme.
Cuando traspuse la puerta pensé: «¿Qué diantres voy a decir a estas gentes en la casa de Dios?»
En cuanto ese pensamiento hubo surgido en mi adormecida mente y, me temo que de mi drogada y adormecida boca, oí a Ramiel soltar una risotada a mi oído.
Traté de comprobar si estaba a mi lado, pero volví a sentir náuseas y a desvariar, y estaba tan mareado que sólo reparé en que habíamos penetrado en el claustro más apacible y grato que yo jamás viera.
El sol hería mis ojos, por lo que en aquellos momentos no pude agradecer a Dios la belleza de aquel jardín cuadrado y frondoso que ocupaba el centro, pero distinguí con nitidez y agrado los arcos bajos y redondeados que creó Michelozzo, unos arcos que formaban el suave y pálido techo abovedado del claustro.
El equilibrio que mostraban las columnas de unos contornos purísimos, con sus pequeños capiteles jónicos, contribuía a mi sensación de seguridad y paz. Las proporciones constituían la especialidad de Michelozzo. Cuando construía un lugar, lo abría. Y estas espaciosas logias eran su sello personal.
Nada podía borrar de mi memoria el recuerdo de los gigantescos y afilados arcos góticos del castillo francés ubicado en el norte, ni de las torres de piedra adornadas con filigranas que parecían señalar con aversión al Todopoderoso. Y aunque yo sabía que juzgaba de modo erróneo ese estilo arquitectónico y su propósito (antes de que se apoderaran de él Florian y su Corte del Grial de Rubí, éste se había originado gracias a los devotos esfuerzos de los franceses y los germanos), no lograba eliminar aquella odiosa visión de mi mente.
Al tiempo que trataba desesperadamente de contener los vómitos, me relajé y admiré este edificio florentino.
Un monje corpulento como un oso, que sonreía con su habitual e inveterada afabilidad, me transportó en sus fornidos brazos a través del claustro, a través del jardín abrasado por el sol, seguido por otros monjes que vestían holgados hábitos negros y blancos; sus rostros enjutos y radiantes formaban un círculo en torno a nosotros mientras avanzábamos apresuradamente. Por más que miré, no vi a mis ángeles.
Sin embargo esos hombres eran lo más parecido a unos ángeles que existe en el mundo.
No tardé en percatarme, debido a mis anteriores visitas a este imponente lugar, de que no me conducían al hospicio, donde administraban fármacos a los enfermos de Florencia, ni tampoco al refugio de los peregrinos, siempre atestado de gente que acudía a hacer ofrendas y rezar, sino que subíamos la escalera del edificio donde se encontraban las celdas de los monjes.
Mareado ante aquella belleza y sintiendo un nudo en la garganta, contemplé en la cima de la escalera, extendido sobre el muro, el fresco de la Anunciación de Fra Giovanni.
¡La Anunciación! Mi pintura favorita, la que significaba más para mí que cualquier otro motivo religioso.
No es que fuera la obra cumbre de mi turbulento Filippo Lippi, no, pero era mi pintura, y esto sin duda representaba un augurio de que ningún demonio puede condenar a un alma a través del veneno que contenga la sangre que le obliga a beber.
«¿Te obligaron también a beber la sangre de Úrsula? (Qué pensamiento tan horrendo.) Trata de no recordar sus suaves dedos, cuando la separaron de ti por la fuerza, estúpido borracho, trata de no recordar sus labios y el largo y húmedo beso de sangre que derramó en tu boca.»
—¡Miradla! —exclamé, señalando con un brazo fláccido la pintura.
—Sí, sí, aquí hay muchas —respondió sonriendo el corpulento monje que me recordaba a un oso.
El autor era, por supuesto, Fra Giovanni. Cualquiera se habría dado cuenta a simple vista. Además, yo conocía ese cuadro y Fra Giovanni (permita el lector que le recuerde de nuevo que se trataba de Fra Angélico) había pintado un ángel y una Virgen de aspecto severo, apacible, tierno pero sencillo, humilde y desprovisto de adornos. La visitación tenía lugar entre los arcos bajos y redondos como los que formaban el claustro que acabábamos de abandonar.
Cuando el monje dio media vuelta para conducirme a través de aquel corredor tan ancho como pulido, austero y hermoso, intenté formar las palabras mientras portaba la imagen del ángel en mi mente.
Deseaba decir a Ramiel y a Setheus, suponiendo que estuvieran aún junto a mí: «¡Fijaos en Gabriel, sus alas sólo presentan unas sencillas listas de color, y fijaos cómo su túnica cae en pliegues simétricos y disciplinados!» Todo esto yo lo comprendía, al igual que comprendía la impresionante grandiosidad de Ramiel y Setheus, pero desvariaba de nuevo.
—Los halos —dije—. ¡Eh, vosotros dos! ¿Dónde os habéis metido? Vuestros halos aparecen suspendidos sobre vuestras cabezas. Yo los he visto. Los he visto en la calle y en las pinturas. Sin embargo en la pintura de Fra Giovanni el halo es plano y rodea el rostro pintado, un disco duro y dorado en el centro de la obra...
Los monjes se echaron a reír.
—¿Con quién hablas, joven señor Vittorio di Raniari? —preguntó uno de ellos.
—Silencio, muchacho —dijo el monje corpulento; advertí las vibraciones de la resonante voz de bajo a través de su poderoso pecho—. Te cuidaremos con mimo. Pero ahora debes guardar silencio. Mira, esto es la biblioteca, ¿ves a esos monjes que trabajan ahí?
Era evidente que se sentían orgullosos. Aunque mientras me transportaba en brazos podría haber vomitado sobre el inmaculado suelo, el monje se volvió para que yo viera a través de la puerta entreabierta la larga habitación atestada de libros y monjes trabajando, y de paso contemplé de nuevo el techo abovedado de Michelozzo; allí no se elevaba hasta el infinito, sino que se curvaba con suavidad sobre las cabezas de los monjes y dejaba que sobre ellos se alzara un volumen importante de luz y aire.
Me pareció ver visiones. Vi unas figuras múltiples y triples en lugar de una sola unidad, y durante unos segundos de brumosa confusión unas alas angelicales y unos rostros ovalados que me observaban a través del misterioso velo de lo sobrenatural.
—¿No los veis? —fue cuanto atiné a decir.
—Silencio —respondieron los monjes.
—¿Me ayudaréis a regresar allí para matarlos?
Cosme era el custodio de esa biblioteca. A la muerte del viejo Niccolo de' Niccoli, un maravilloso coleccionista de libros con el que yo había conversado muchas veces en la biblioteca de Vespasiano, Cosme donó todos sus libros religiosos, y quizás otros, a este monasterio.
Yo estaba convencido de que en esa biblioteca hallaría la prueba, en las obras de san Agustín o santo Tomás de Aquino, sobre los diablos contra los que yo había luchado.
No. No estaba loco. No había capitulado. No era un idiota. ¡Ojalá que el sol no penetrara por las pequeñas y elevadas ventanas de ese espacioso lugar para abrasarme los globos oculares y las manos!
—Silencio, silencio —dijo el corpulento monje, sin dejar de sonreír—. Balbuceas como un bebé: aaah, gú, gú gú. ¿No te oyes? Atiende, en la biblioteca están muy ocupados. Hoy se encuentra abierta al público. Todos andamos hoy muy ajetreados.
El monje echó de nuevo a andar, dejando atrás la biblioteca, y me condujo a una celda.
—Por aquí... —continuó, como si tratara de aplacar a un niño rebelde—. A pocos pasos de aquí está la celda del prior, ¿y a que no imaginas quién está allí en estos momentos? El mismísimo arzobispo.
—Antonino —murmuré.
—En efecto, has acertado. Hace un tiempo, nuestro Antonino. ¿Y a que no adivinas qué ha venido a hacer aquí?
Me sentía tan mareado que no respondí. Los monjes que me rodeaban me enjugaron el rostro con unos trapos fríos y me alisaron el pelo.
Era una celda espaciosa y pulcra. ¡Ojalá dejara de lucir el sol! ¿Qué me habían hecho aquellos demonios? ¿Acaso me habían convertido en un ser medio demoníaco? No me atrevía a pedir que me acercaran un espejo.
En cuanto me depositaron sobre el grueso y mullido lecho, en este lugar cálido y limpio, perdí todo control sobre mi cuerpo y volví a vomitar.
Los monjes me lavaron con el agua de una jofaina de plata. Los rayos del sol incidían sobre un fresco, pero yo no soportaba contemplar las resplandecientes figuras bajo esa luz que me cegaba. Tenía la sensación de que en la celda había otras figuras. ¿Serían ángeles? Vi unos seres translúcidos moverse, deslizarse por la habitación, pero no lograba distinguir con claridad su silueta. Sólo el fresco cuyos colores ardían sobre el muro parecía sólido, válido, real.
—¿Me han dejado ciego para siempre? —pregunté. Creí vislumbrar una forma angelical en la puerta de la celda, pero no era la figura de Setheus ni la de Ramiel. ¿Tenía unas alas dotadas de membranas? ¿Unas alas de demonio? La contemplé aterrorizado.
La figura desapareció al instante. Un murmullo, un rumor vago: «Lo sabemos.»
—¿Dónde están mis ángeles? —pregunté. Sollocé. Pronuncié los nombres de mi padre, del padre de éste y de todos los Di Raniari que recordaba.
—Chitón —me reprendió el joven monje—. Cosme ha sido informado de que estás aquí. Éste es un día aciago. Nos acordamos de tus padres. Pero ahora deja que te quitemos esas ropas inmundas.
Me desperté en un cálido baño. ¿Era la diabólica pila bautismal? No. Distinguí vagamente el fresco, las figuras sagradas, y de forma más precisa a los monjes reales que me rodeaban, arrodillados sobre el suelo de piedra, arremangados, lavándome con un agua cálida y perfumada.
—Ese Francesco Sforza... —Hablaban entre sí en latín—. ¡Ha invadido Milán y se ha apropiado del ducado! Como si Cosme no tuviera suficientes problemas sin ese canalla de Sforza.
—No debéis decírselo a Cosme. Lo que le ocurrió a mi familia no fue una acción de guerra, no lo hicieron unos seres humanos...
—... Di Raniari, siempre leal —dijo uno de ellos—. Tu hermano iba a venir a estudiar con nosotros, tu dulce hermano Matteo...
—Sforza se encargará de darles su justo castigo. Limpiará esa región.
Los monjes me levantaron los pies. Me vistieron con una cómoda y larga túnica de lino. Se me ocurrió que me preparaban para la ejecución, pero la hora de ese peligro había pasado.
—Por supuesto, sólo afectado por el dolor.
—¡Entonces me comprendéis!
—Estás cansado.
Calla, es Ramiel quien te habla al oído; ¿no te dije que te durmieras? ¡Debes escucharnos! Hemos oído tus pensamientos además de tus palabras.
Me tumbé en la cama, boca abajo. Los monjes me cepillaron y secaron el cabello. Tenía el cabello largo y alborotado, propio de un caballero rural. Pero era un gran alivio que me bañaran, y sentirme limpio como correspondía a alguien de mi condición.
—¿Esa luz proviene de las velas? —pregunté—. ¿El sol se ha ido?
—¿Puedes traerme más velas?
Permanecí tendido en la oscuridad, pestañeando, al tiempo que intentaba formular las palabras del Avemaría.
En la puerta aparecieron varias luces, un grupo de seis o siete, cada una de las cuales constituía una llamita perfectamente formada. Cuando el monje avanzó hacia mí comenzaron a oscilar. Vi al monje claramente cuando se arrodilló para depositar los candelabros junto a mi lecho.
Era alto y delgado, como un árbol cubierto con un largo y holgado hábito. Observé que tenía las manos muy limpias.
—Te hemos instalado en una celda especial. Cosme ha enviado a unos hombres para que entierren a tu familia.
—Gracias a Dios —repuse.
—Todavía están conversando abajo, y es tarde —dijo el monje—. Cosme está preocupado. Pasará la noche aquí. Toda la ciudad está repleta de agitadores venecianos que arengan al populacho contra Cosme.
—Silencio —ordenó otro monje que apareció de improviso. Se inclinó y me levantó la cabeza para colocar debajo de ella otra gruesa almohada.
Aquello era la gloria. Pensé en los desdichados mortales que seguían encerrados en el corral.
—¡Qué horror! Es de noche, pronto dará comienzo la comunión.
—¿Qué dices, hijo? ¿De qué comunión hablas?
De nuevo vislumbré unas figuras en movimiento, que se deslizaban entre las sombras. No tardaron en desaparecer.
Sentí deseos de vomitar. Pedí que me acercaran la jofaina. Los monjes me apartaron el pelo. ¿Vieron a la luz de las velas la sangre que arrojé? ¿Aquella pócima sanguinolenta? Olía que apestaba.
—¿Cómo es posible que uno sobreviva a ese veneno? —murmuró un monje a otro en latín—. ¿Crees que deberíamos purgarlo?
—Sólo conseguirás atemorizarlo. Baja la voz. El chico no tiene fiebre.
—Estáis muy equivocados si creéis que me habéis hecho perder la razón —declaré a voz en grito a Florian, Godric y los demás de su calaña.
—Hablaba con unos que tratan de hacerme daño —dije, articulando con precisión cada palabra.
El monje delgado de manos insólitamente limpias se arrodilló junto a mí y me acarició la frente.
—¿Y tu hermosa hermana, la que iba a casarse, también ha...?
—¡Bartola! ¿Iba a casarse? No lo sabía. Su prometido puede quedarse con su cabeza en lugar de su virginidad. —Lloré con amargura—. Los gusanos han iniciado la tarea en la oscuridad. Y los demonios bailan sobre la colina, mientras los aldeanos permanecen cruzados de brazos.
—¿Qué aldeanos?
—Estás desvariando de nuevo —dijo un monje, más allá del resplandor de las velas. Lo vi con plena nitidez, aunque estaba alejado de la luz: era un individuo de hombros encorvados, con la nariz ganchuda y los párpados gruesos y caídos, que le daban una expresión sombría—. Pobre muchacho, deja de desvariar.
Cuando me disponía a protestar vi de pronto un ala gigantesca, cuyas delicadas plumas estaban teñidas de oro, descender sobre mí y envolverme. Las suaves plumas me hicieron cosquillas. Ramiel dijo:
¿Qué tenemos que hacer para que te calles? Filippo nos necesita ahora. ¿Quieres darnos un poco de sosiego en bien de Filippo, a quien nos envió Dios para que custodiemos? No me respondas. Obedéceme.
El ala eliminó todo cuanto yo veía, cualquier tristeza.
Una oscuridad pálida y umbría. Uniforme y completa. A mis espaldas ardían las velas, que se encontraban sobre la mesilla.
Al despertar me incorporé sobre los codos. Tenía la cabeza despejada. La celda estaba inundada por una iluminación grata y uniforme, que oscilaba levemente. A través de la elevada ventana penetraba la luz de la luna. Su resplandor incidía sobre el fresco del muro, el fresco que sin duda pintara Fra Giovanni.
De nuevo veía con asombrosa claridad. ¿Se debía acaso a mi sangre demoníaca?
Se me ocurrió un extraño pensamiento. Penetró en mi conciencia con la claridad de una campana dorada. ¡Yo no tenía unos ángeles guardianes! Mis ángeles me habían abandonado; se habían ido, porque mi alma estaba condenada.
No tenía unos ángeles custodios. Veía a los de Filippo gracias al poder que me habían conferido los demonios, y a otro motivo. Los ángeles de Filippo discutían constantemente entre ellos. Por eso los había visto. Entonces recordé unas palabras.
Procedían de santo Tomás de Aquino, ¿o acaso de san Agustín? Yo aprendí latín con la lectura de sus obras, y sus digresiones me encantaban. Los demonios están llenos de pasión. Pero los ángeles, no.
En cambio esos dos ángeles poseían un temperamento muy vivo. Por eso habían logrado atravesar el velo.
Retiré las mantas y apoyé los pies desnudos sobre el suelo de piedra. Tenía aún el tacto fresco, pero resultaba agradable porque la habitación había recibido
Me acerqué a la pintura del muro. Ya no estaba mareado ni tenía náuseas. Me sentía perfectamente.
Qué alma tan inocente y sencilla debió de ser Fra Giovanni. Todas sus figuras carecían de malicia. Contemplé la figura de Cristo sentado ante una montaña, un halo redondo en oro que estaba decorado con unos brazos rojos y la parte superior de la cruz. Junto a él había unos ángeles que le atendían solícitamente. Uno sostenía pan, y el otro, cuya figura aparecía cortada por la puerta practicada en el muro, ese otro ángel cuyas puntas de las alas apenas eran visibles, portaba vino y carne.
En lo alto, sobre la montaña, también se veía a Jesucristo. La pintura mostraba diversos incidentes, representados de forma consecutiva, y arriba vi a Jesucristo de pie ataviado con su túnica rosa habitual, suave y llena de arrugas; sin embargo aquí presentaba un aspecto tempestuoso, tan agitado como Fra Giovanni fue capaz de plasmarlo, con la mano alzada como si estuviera furibundo.
¡La figura que huía de él era el diablo! Se trataba de una criatura horrenda con unas alas dotadas de membranas, la cual me pareció haber visto antes, y unas grotescas patas palmeadas provistas de espolones. Con el gesto agrio, cubierto con una inmunda túnica gris, huía de Jesucristo, quien permanecía firme en el desierto, sin dejarse tentar; después de esa confrontación habían aparecido los solícitos ángeles, y Cristo había ocupado su lugar, sentado con las manos juntas.
Contemplé horrorizado la imagen del demonio. Pero al mismo tiempo experimenté una profunda sensación de alivio que me provocó un cosquilleo en la raíz del pelo y en las plantas de los pies, que tenía apoyados en el suelo pulido. Había burlado a los demonios. Había rechazado su don de inmortalidad. Lo había hecho. Incluso me mostré dispuesto a ser crucificado.
Sentí unas violentas arcadas, un dolor como si me hubieran propinado una patada en el estómago. Me volví. La jofaina estaba en el suelo, limpia y reluciente. Me arrodillé junto a ella y vomité otra porción de aquel asqueroso mejunje. ¿Dónde estaba el agua?
Miré alrededor. Vi la jarra y la copa. Ésta estaba llena, y al llevármela a los labios derramé un poco de líquido, pero éste tenía un sabor rancio y espantoso. La arrojé al suelo.
—¡Monstruos, me habéis envenenado para las cosas naturales! ¡Pero no venceréis!
Mis manos temblaban. Cogí la copa, la llené de nuevo e intenté beber un sorbo. Pero el líquido tenía un sabor raro. ¿Con qué podría compararlo? No sabía a orina, sino a un agua llena de minerales y de metal que te deja un sabor a yeso y hace que te atragantes. ¡Era horrible!
Dejé la copa a un lado. De acuerdo. Había llegado el momento de estudiar, de tomar las velas, y procedí a hacerlo.
Abandoné la celda. El pasillo estaba desierto y relucía bajo la pálida luz que provenía de las diminutas ventanas situadas sobre las celdas de techo bajo.
Doblé hacia la derecha y me dirigí a la puerta de la biblioteca. No estaba cerrada con llave.
Entré con el candelabro en la mano. De nuevo, la serenidad que emanaba del diseño de Michelozzo me infundió una sensación reconfortante, me devolvió la fe en las cosas, la confianza. Por el centro de la habitación se extendían dos hileras de arcos y columnas jónicas que formaban un amplio pasillo hasta la puerta situada en el extremo opuesto, a ambos lados del mismo estaban dispuestas las mesas de estudio, y adosadas a los muros había multitud de estanterías que contenían códices y pergaminos.
Caminé descalzo a través del suelo de piedras colocadas en forma de espina de pescado mientras alzaba las velas para que la luz inundara el techo abovedado, feliz de hallarme a solas en ese lugar.
Las ventanas situadas a ambos lados permitían que se filtraran unos rayos de pálida luz a través del sinfín de libros que ocupaban las estanterías. ¡Qué divino, qué sensación de placidez infundía el elevado techo! Con qué maestría había transformado Michelozzo una basílica en biblioteca.
¿Cómo iba a adivinar yo de niño que su estilo sería imitado en toda mi amada Italia? Por fortuna, existían multitud de maravillas que perdurarían eternamente para deleite de los vivos.
«¿Y yo? ¿Qué soy yo? ¿Estoy vivo? ¿O camino de la mano de la muerte, enamorado del tiempo?»
Me detuve con mis velas y dejé que mis ojos se regodearan con el fantástico resplandor de la luna. Ansiaba permanecer en aquel lugar para siempre, soñando, junto a las cosas de la mente y las cosas del alma, relegando a los confines de la memoria la imagen de la desdichada población encadenada sobre la montaña maldita, y el cercano castillo, que sin duda en esos momentos emitía su siniestra y horrenda luz.
¿Era capaz de discernir el orden de esta abundancia de libros?
El catalogador de la biblioteca, el monje que había trabajado ahí, un erudito, era ahora Nicolás V, el papa de toda la cristiandad.
Avancé junto a las estanterías situadas a mi derecha, sosteniendo las velas en alto. ¿Estarían dispuestos en orden alfabético? Pensé en santo Tomás de Aquino, pues lo conocía más, pero hallé las obras de san Agustín. Siempre me había fascinado san Agustín; su estilo colorista y sus excentricidades me gustaban tanto como el dramatismo que confería a sus escritos.
—¡Te leeré a ti, pues dedicaste muchas páginas a los demonios! —exclamé.
¡La ciudad de Dios! Vi numerosos ejemplares de esta obra maestra. Allí se conservaban varios códices de ella, por no hablar de otra de las creaciones de este gran santo, sus Confesiones, que me habían impresionado tanto como un drama romano, y muchas otras más. Algunos de esos libros eran muy antiguos, confeccionados con un tosco pergamino; otros estaban exquisitamente encuadernados y ofrecían un aspecto sencillo y muy moderno.
En rigor, debía elegir el más grueso de aquellos volúmenes, aunque contuviera errores, y Dios sabe que los monjes se afanaban en evitarlos. Yo sabía qué volumen deseaba consultar. Elegí el libro que versaba sobre demonios, pues me había parecido fascinante y divertido, aunque estuviera lleno de paparruchas. ¡Cuan estúpido había sido!
Tomé el pesado y grueso tomo de la estantería, el número nueve de la obra, me lo puse bajo el brazo, me acerqué a la primera mesa, deposité el candelabro ante mí de forma que me iluminara sin proyectar sombras debajo de mis dedos y abrí el libro.
—¡Todo está aquí! —murmuré—. Explícame, san Agustín, qué son los demonios para que yo pueda convencer a Ramiel y a Setheus de que deben ayudarme, o al menos proporcionarme el medio de convencer a estos modernos florentinos, a quienes en estos momentos sólo les preocupa pelear con sus mercenarios contra la Serena República de Venecia en el norte. Ayúdame, santo. Te lo ruego.
Ah, el capítulo diez del noveno volumen, el cual yo conocía...
—¡Exacto! —exclamé—. Eso fue lo que Florian me ofreció, jactándose de que ellos no envejecían ni se deterioraban ni padecían enfermedades: yo podía vivir allí con ellos para siempre. ¡Dios me libre del maligno! Bien, aquí está la prueba, ante mis propios ojos, y la enseñaré a los monjes.
Seguí leyendo, saltándome unos párrafos en busca de los datos importantes que reforzarían mi argumento. Al llegar al capítulo undécimo leí:
Apuleyo afirma asimismo que las almas de los hombres son demonios. Al abandonar los cuerpos humanos se convierten en lares si han demostrado ser buenos; si son malvados, se convierten en lémures o larvas.
—Sí, lémures. Conozco esa palabra. Lémures o larvas. Úrsula me dijo que había sido joven, joven como yo; todos habían sido humanos y ahora son lémures.
Según Apuleyo, las larvas son unos demonios malignos creados a partir de los hombres.
Me sentí eufórico. Necesitaba pergamino y plumas. Debía tomar nota de esos párrafos. Tenía que marcar lo que había descubierto y seguir adelante. El siguiente paso, obviamente, consistía en convencer a Ramiel y a Setheus de que se habían metido en el mayor...
De pronto mis pensamientos se interrumpieron.
Alguien había entrado en la biblioteca. Oí unas pisadas recias a mis espaldas, aunque un tanto sofocadas, y detrás de mí se formó una gigantesca sombra, como si todos los delgados y sutiles rayos de la luna que penetraban por la ventana hubieran sido interceptados.
—¿Por qué has elegido el izquierdo?
Ante mí se erguía una figura inmensa y alada, que me miraba de hito en
hito. Su rostro aparecía luminoso bajo el oscilante resplandor de las velas; tenía las cejas un poco arqueadas pero rectas, desprovistas de una suave curva que aligerara su aire severo. Poseía el alborotado cabello dorado con que lo dotara el pincel de Fra Filippo, rizado y cubierto por un imponente casco rojo de guerra, y unas alas cubiertas de oro por completo.
—¡Te necesito! —declaré.
Me levanté rápidamente, derribando la banqueta hacia atrás. Extendí el
brazo para impedir que ésta cayera al suelo. Luego me volví hacia él.
cuando amanezca. ¿Sabes a lo que me refiero? La figura asintió. —Conozco tus sueños, tus desvaríos, y sé lo que Ramiel y Setheus han
—¡Qué vocabulario en
boca de un ángel!
—No te burles de mí o te doy un bofetón —espetó.
Sus alas se movían en sentido ascendente y
descendente al ritmo de los
suspiros de resignación o los bufidos de furia que soltaba ante mi comportamiento.
—¿Crees que lo lograría? —pregunté.
Su rostro se serenó. El labio inferior sobresalía ligeramente, confiriéndole
un aire meditabundo. Tenía la mandíbula y el cuello poderosos, más desarrollados que Ramiel o Setheus, quienes parecían meros niños al lado de aquel espléndido hermano mayor.
—¡Insolente! —murmuró, despertando de su letargo. Frunció el ceño en un gesto feroz.
—Eres Mastema, estoy seguro. Ellos pronunciaron tu nombre. Mastema.
El ángel asintió.
—No me sorprende que a esos dos se les escapara mi nombre —comentó en tono despectivo.
—¿Qué significa eso, poderoso ángel? ¿Que puedo invocarte? —Me volví y tomé el libro de san Agustín.
—¡Deja ese libro! —me ordenó en tono perentorio pero sólido—. Tienes a un ángel ante ti, muchacho. ¡Mírame cuanto te hablo!
—Te expresas como Florian, el demonio que habita en el lejano castillo. Haces gala del mismo aplomo, la misma compostura. ¿Qué quieres de mí, ángel? ¿Por qué has venido?
El ángel guardó silencio, como si fuera incapaz de articular una respuesta. Luego me preguntó con dulzura:
—¿Tú qué crees?
—Porque he rezado.
—Exacto —respondió con frialdad—. ¡Has acertado! Y porque ellos vinieron debido a ti.
Le miré pasmado. Sentí que mis ojos se inundaban de luz, pero ésta no los hería. Percibí un tenue y delicado murmullo.
De pronto aparecieron Ramiel y Setheus, uno a cada lado de Mastema, observándome con una expresión más dulce y afable.
Mastema enarcó las cejas de nuevo mientras me contemplaba fijamente.
—Fra Filippo Lippi está borracho —dijo—. Cuando despierte, volverá a emborracharse hasta que el dolor desaparezca.
—¡Sólo a unos locos se les ocurriría someter a un gran pintor al potro de tormento! —exclamé—. Pero ya sabes lo que opino de este asunto.
—Y lo que opinan todas las mujeres de Florencia —replicó Mastema—. Y los ínclitos personajes que compran sus cuadros, si no estuvieran tan obsesionados con la guerra.
—Sí —terció Ramiel, mirando a Mastema con expresión de súplica. Tenían la misma estatura, pero Mastema no se volvió, y Ramiel se adelantó un poco para captar su atención—. Si no estuvieran todos tan preocupados por la guerra.
—La guerra preside el mundo —respondió Mastema—. Te lo he preguntado antes, Vittorio di Raniari, ¿sabes quién soy?
Me quedé estupefacto, no debido a la pregunta, sino ante el hecho de que estuviese contemplándolos a los tres juntos; yo era el único mortal capaz de verlos mientras el resto del mundo mortal que nos rodeaba parecía estar dormido.
¿A qué se debía el que no apareciese ningún monje por el pasillo para averiguar quién andaba cuchicheando en la biblioteca? ¿Por qué no se presentaba ningún centinela nocturno para averiguar por qué flotaban unas velas por el pasillo? ¿Por qué el muchacho murmuraba y desvariaba?.
¿Acaso estaba yo loco?
De golpe comprendí con meridiana claridad que si respondía a Mastema correctamente, ello confirmaría que no estaba loco.
Esa idea le hizo soltar una breve carcajada, ni áspera ni dulce.
Setheus me miró con evidente simpatía; Ramiel guardó silencio, y miró de nuevo a Mastema.
—Tú eres el ángel —dije— a quien el Señor dio permiso para esgrimir esa espada. —Mastema no respondió y yo continué—: Eres el ángel que mató a los recién nacidos en Egipto —añadí sin oír una réplica—. Tú eres el ángel vengador.
Mastema abrió y cerró los ojos en señal de asentimiento.
Setheus se acercó a él y le susurró al oído:
—Ayúdale, Mastema, ayudémosle entre todos. En estos momentos Filippo no está en condiciones de atender nuestros consejos.
—¿Por qué? —inquirió Mastema al ángel que estaba a su lado. Luego me miró—: Dios no me ha autorizado a castigar a esos demonios tuyos. En ningún momento me ha dicho Dios: «Mastema, extermina a los vampiros, los lémures, las larvas, los bebedores de sangre.» Jamás me ha ordenado: «Empuña tu poderosa espada para limpiar el mundo de esos seres.»
—Te lo imploro —dije—. Yo, un joven mortal, te lo imploro. Mátalos, elimina ese nido de víboras con tu espada.
—No puedo.
—¡Sí que puedes, Mastema! —declaró Setheus.
—Si él dice que no puede —terció Ramiel—, ¡será que no puede! ¿Por qué no le haces caso?
—Porque sé que podemos convencerle —contestó Setheus sin vacilar—. Al igual que también podemos convencer a Dios. —Se colocó delante de Mastema y añadió—: Coge el libro, Vittorio. —Avanzó un paso y en el acto las grandes hojas de pergamino, no obstante lo que pesaban, comenzaron a agitarse. Setheus lo depositó en mi mano y señaló el lugar con un pálido dedo, sin apenas rozar la gruesa escritura en tinta negra.
Setheus movió el dedo, y yo seguí su movimiento con los ojos. Leí acerca de Dios:
Para Él no existe diferencia entre vernos dispuestos a rezar y atender oraciones, pues incluso cuando sus ángeles escuchan nuestras plegarias, es Él quien nos escucha a través de ellos.
Me detuve, con los ojos arrasados en lágrimas. Setheus me quitó el libro de las manos para protegerlo de aquéllas.
Un ruido penetró en nuestro pequeño círculo. Habían acudido unos monjes. Les oí murmurar en el pasillo, tras lo cual se abrió la puerta de la biblioteca y entraron.
Solté una exclamación de sorpresa, y cuando alcé la vista vi a dos monjes que no conocía ni recordaba haber visto nunca mirándome fijamente.
—¿Qué te ocurre, muchacho? ¿Qué haces aquí solo, llorando? —preguntó el primero.
—Vamos, te llevaremos de nuevo a la cama y te traeremos algo de comer.
—No me apetece comer nada —contesté.
—No le apetece comer nada —informó el primer monje al otro—. Le produce náuseas. Pero debe descansar. —El monje me miró.
Yo me volví. Los tres radiantes ángeles observaban en silencio a los monjes, que no podían verlos ni tenían remota idea de que allí hubiera unos ángeles.
—Dios bendito que estás en el cielo —dije—, ¿acaso me he vuelto loco? ¿Han vencido los demonios, me han contaminado con su sangre y sus pociones hasta el extremo de hacerme delirar, o puedo acudir como María a la tumba para ver allí a un ángel?
—Ve a acostarte —dijeron los monjes.
—No —respondió Mastema, dirigiéndose con voz queda al monje que ni le veía ni le oía—. Deja que se quede. Permite que lea para sosegar su mente. Es un joven instruido.
—No, no —terció el otro monje meneando la cabeza. Miró al otro—. Dejemos que se quede aquí. Es un joven instruido. Puede quedarse a leer aquí tranquilamente. Cosme dijo que le complaciéramos en todo.
—Dejad que se quede aquí—dijo Setheus en voz baja.
—Calla —le reprendió Ramiel—. Eso debe decidirlo Mastema.
Me sentí tan lleno de dolor y dicha que fui incapaz de responder. Me cubrí el rostro con las manos y pensé en mi pobre Úrsula, obligada a permanecer para siempre en su corte de demonios, y en lo mucho que había llorado por mí.
—¿Cómo es posible? —murmuré.
—Porque antiguamente fue humana y posee un corazón humano — respondió Mastema en el silencio que reinaba en la habitación.
Los dos monjes se apresuraron a abandonar la sala. Durante unos instantes el grupo de ángeles adquirió un aspecto diáfano como la luz. Vi a través de ellos las figuras de los dos monjes retirarse y cerrar la puerta de la biblioteca tras ellos.
Mastema fijó en mí su poderosa mirada.
—Te lo suplico —dije—. Ven conmigo. Ayúdame. Guíame. Haz lo que hiciste con esos monjes. Eso sí podrás hacerlo, ¿no?
Mastema asintió con un gesto de cabeza.
—Deja que lo diga Mastema —intervino Ramiel.
—Callaos, por favor —pidió Mastema—. Vittorio, no puedo matarlos. No estoy autorizado a hacerlo. Eso debes hacerlo tú, con tu propia espada.
—Sí —convino Mastema—. De igual forma que nos es posible impedir que caiga una viga sobre la cabeza de Vittorio. Eso podemos hacerlo. Pero en cambio no podemos matarlos. En cuanto a ti, Vittorio, no podemos obligarte a hacerlo, en caso de que te falte valor o desfallezcas.
—¿Lo crees tú? —replicó Mastema.
—Te refieres a ella, ¿no es así?
—¿Eso crees? —preguntó.
—Haré lo que tenga que hacer, pero quiero que me digas...
—¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó Mastema.
—¿El alma de Úrsula irá al infierno?
—Eso no puedo decírtelo —contestó Mastema.
—Debes hacerlo.
—No te molestes en leerme esas palabras, no me sirven de ayuda —repliqué—. ¿Puedes salvarla? ¿Puedes salvar su alma? ¿Posee Úrsula todavía un alma? ¿Es tan poderosa como tú? ¿Corres tú peligro de caer en la tentación? ¿Puede el diablo regresar junto a Dios?
Mastema dejó el libro con un gesto rápido y airoso que apenas logré captar.
Mastema movió la cabeza en sentido negativo. Luego dio media vuelta e indicó a los otros que se apartaran.
—¡No, por favor, te lo ruego! —exclamó Ramiel—. Hazlo por él. Te lo suplico. A Filippo ya no podemos ayudarle.
—¿No podrían ayudarle mis ángeles? —pregunté—. ¿No tengo ningún ángel guardián que pudierais enviarle?
Cuando miré de izquierda a derecha las vi, aunque eran muy pálidas y estaban bastante alejadas: no poseían la llama de los ángeles custodios de Filippo, sólo una presencia y una voluntad sosegada, cuasi invisible e innegable.
Observé durante largo rato a una de ellas y luego a la otra, pero por más que me devanara los sesos no hallé ningún término que se ajustara a su descripción. Tenían unos rostros inexpresivos, pacientes y serenos. Eran unos seres alados, altos, eso sí, pero apenas es posible añadir nada más, pues no logré dotarlos de color, esplendor ni individualidad, y ellos no lucían unas prendas ni hicieron ningún gesto que me cautivara.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué no dicen nada? ¿Por qué me miran de esa manera? —pregunté.
—Te conocen —contestó Ramiel.
—Estás dominado por el afán de venganza y deseo —intervino Setheus—. Ellos lo saben; siempre han permanecido a tu lado. Han calibrado tu dolor y tu ira.
—¡Por todos los cielos! ¡Esos demonios asesinaron a mi familia! — protesté—. ¿Conocéis alguno de vosotros el futuro de mi alma?
—Por supuesto que no —respondió Mastema—. De lo contrario no estaríamos aquí. ¿Qué pintaríamos aquí si el futuro de tu alma estuviera decretado?
—¿No saben esos ángeles que preferí enfrentarme a la muerte que beber la sangre de esos demonios? De haber buscado venganza, la habría bebido para que me procurara tanto poder como el de mis enemigos y así destruirlos.
Mis ángeles se acercaron a mí.
—¿Dónde os encontrabais cuando estuve a punto a morir? —pregunté.
—No los atosigues. Nunca has creído realmente en ellos. —Fue Ramiel quien habló—. Nos amaste cuando viste nuestras imágenes, y cuando ingeriste la sangre de los demonios contemplaste lo que podías amar. Ése es el peligro. ¿Eres capaz de matar aquello a lo que amas?
—Los destruiré a todos —contesté—, de una forma u otra. Lo juro por mi alma.
Miré a mis pálidos e impávidos guardianes, quienes se abstenían de opinar, y luego observé a los otros, que refulgían en las sombras de la vasta biblioteca, en contraste con los colores oscuros de las estanterías y la multitud de volúmenes que éstas alojaban.
—Al amanecer —dijo Mastema—, los monjes dispondrán para ti unas ropas limpias, un traje de terciopelo rojo, tus armas recién pulidas, y tus botas, limpias y lustrosas. Todo estará preparado. No intentes comer nada. Es prematuro, pues la sangre de los demonios aún hace que se te revuelvan las tripas. Cuando estés dispuesto, te conduciremos al norte para que hagas lo que debas hacer a la luz del día.
... Y esta luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron
Abrí los ojos de golpe, y vi que la luz matutina cubría el fresco como si un velo de oscuridad se alzara sobre él; entonces comprendí que había dormido profundamente.
Unos monjes trajinaban en mi celda. Dispusieron sobre el lecho una túnica de terciopelo rojo, la ropa que había descrito Mastema. Mi atuendo consistía en unas finas medias de lana roja, una camisa de seda dorada, otra de seda blanca para ponerme encima de la primera, y un grueso y flamante cinturón con que ceñirme la túnica. Habían pulido mis armas, tal como me habían prometido: mi recia espada con la empuñadura engarzada con gemas resplandecía como si mi padre se hubiera entretenido en lustrarla durante una tranquila velada junto a la lumbre. Mis puñales estaban preparados.
Me levanté de la cama y me arrodillé para rezar.
—Dios mío, dame fuerzas para enviar en tu nombre a la muerte a quienes se alimentan de la vida —murmuré en latín.
Uno de los monjes me tocó en el hombro y sonrió. ¿No había concluido aún el Gran Silencio? Yo no tenía ni la más remota idea. El monje señaló una mesa sobre la que habían dispuesto para mí un pequeño refrigerio: pan y leche. La superficie de la leche estaba cubierta por una capa de espuma.
Asentí con la cabeza y sonreí. El monje y sus compañeros se inclinaron brevemente y salieron.
Me volví una y otra vez.
—Sé que estáis aquí, lo presiento —dije, pero no le di más importancia.
Si no se presentaban, significaría que yo había recobrado el juicio, aunque eso era tan improbable como que mi padre estuviera vivo.
Sobre la mesa, no lejos de la comida, sujetos por los candelabros que servían de pisapapeles, había varios documentos recién redactados y firmados con una florida rúbrica.
Los leí apresuradamente.
Eran unos recibos por mi dinero y mis joyas, los objetos que llevara conmigo en las alforjas. Todos los documentos ostentaban el sello de los Médicis.
También había un talego con dinero, que debía sujetarme al cinto. Y todos mis anillos, limpios y pulidos, de forma que los cabujones de rubíes exhibían un brillo extraordinario y las esmeraldas una profundidad sin mácula. El oro refulgía como no lo hiciera desde meses atrás, debido a mi dejadez.
Me cepillé el cabello, lo cual era un engorro debido a su espesor y longitud, pero no tenía tiempo de pedir a un barbero que me lo cortara por encima de los hombros.
Al menos era lo bastante largo, pues me lo había dejado crecer durante los últimos meses, para peinármelo hacia atrás y evitar que cayera sobre la frente. Era un lujo tenerlo tan limpio.
Me vestí con rapidez. Las botas me apretaban un poco porque se habían secado junto al fuego después de que la lluvia las empapara. Pero me las calcé cómodamente sobre las finas medias. Me abroché las hebillas y me coloqué la espada.
La túnica de terciopelo rojo tenía el dobladillo bordado con hilos de oro y plata, y en la parte delantera lucía unas flores de lis plateadas, el símbolo más antiguo de Florencia. Después de ceñirme el cinturón, la túnica me llegaba a medio muslo, mostrando mis bien torneadas piernas.
El atuendo era demasiado fastuoso para la batalla, pero más que una batalla sería una matanza. Me puse la capa corta y airosa que los monjes habían dispuesto y abroché sus hebillas doradas, aunque iba a hacer calor en la ciudad. La capa estaba forrada con una fina piel de ardilla de color marrón oscuro.
Prescindí del sombrero. Me abroché el talego al cinto. Me coloqué los anillos uno tras otro hasta convertir mis manos en unas armas contundentes debido a su peso. Me enfundé los guantes forrados de suave piel. Vi un rosario de cuentas ambarinas oscuras en el que no había reparado antes. Tenía un crucifijo de oro, que besé, tras lo cual guardé el rosario en un bolsillo debajo de mi túnica.
Me percaté de que mantenía la vista fija en el suelo, y que estaba rodeado por unos pies descalzos. Poco a poco alcé la vista.
Contemplé a mis ángeles guardianes, ataviados con unas largas y vaporosas túnicas de color azul oscuro, que parecían estar confeccionadas con un material más ligero pero más opaco que la seda. Sus rostros eran blancos como el marfil y relucían ligeramente; sus ojos eran grandes y negros como los ópalos. Tenían el cabello oscuro, o mejor dicho de una tonalidad cambiante, como si estuviera formado por sombras.
Se hallaban frente a mí, con las cabezas tan juntas que se rozaban. Parecía que se comunicaran en silencio entre sí.
Su presencia me abrumó. Me produjo una sensación de tremenda intimidad el hecho de contemplarlos con tal nitidez y tan cerca de mí, y saber que eran los dos ángeles que habían permanecido siempre a mi lado, al menos eso me habían dado a entender. Eran algo más voluminosos que los seres humanos, al igual que los otros ángeles que yo había visto, y su imponente aspecto no estaba mitigado por una expresión dulce como mostraban los otros, sino que poseían unos semblantes más lisos y orondos aunque las bocas estuvieran exquisitamente dibujadas.
—¿Crees ahora en nosotros? —preguntó uno de ellos en voz baja.
Los dos ángeles menearon la cabeza.
—¿Me amáis? —pregunté.
—¿Nos amas tú a nosotros? —inquirió el otro.
—¿Por qué me custodiáis? —pregunté.
—Porque nos han enviado a custodiarte, y permaneceremos junto a ti hasta que mueras.
—¿Sin amarme?
Ambos negaron de nuevo con la cabeza.
Poco a poco la luz iluminó la estancia. Me volví y alcé la vista hacia la ventana, creyendo que se trataba del sol. «El sol no puede herir mis ojos», pensé.
Sin embargo, no se trataba del sol, sino de Mastema, que se había erguido a mis espaldas como una nube de oro. Estaba flanqueado por mis defensores, los abogados de mi causa, mis aliados, Ramiel y Setheus.
La habitación estaba inundada de una luz trémula y vibraba sin emitir sonido alguno. Mis ángeles resplandecían, mostrando su fulgurante blancura y el azul intenso de sus túnicas.
Todos fijamos la vista en Mastema, que iba tocado con un yelmo.
En el aire flotaba un intenso murmullo musical, un sonido cantarín, como si una gran bandada de diminutos pájaros con voces doradas se hubiera despertado para remontar el vuelo desde las ramas de sus árboles rebosantes de luz.
Creo que cerré los ojos. Perdí el equilibrio, y noté que el aire se tornaba más frío y que un remolino de polvo me nublaba la vista.
Sacudí la cabeza para despejarme y miré a mi alrededor.
Nos encontrábamos dentro del castillo.
Estaba oscuro y húmedo. La luz se filtraba a través de las grietas del inmenso puente levadizo, que como es lógico estaba alzado y bien asegurado. A ambos lados del mismo se elevaban unas toscas murallas de piedra, tachonadas con unos voluminosos y oxidados ganchos y cadenas que no se habían utilizado en muchos años.
Me volví y penetré en un patio sombrío. Me quedé anonadado al percatarme de la altura de los muros que me rodeaban, los cuales se elevaban hasta alcanzar el vivido cubo formado por el cielo azul y despejado.
El patio, situado en la entrada, no era sino uno de los muchos que había en el castillo, pues ante nosotros se alzaba un gigantesco portal, lo suficientemente amplio para permitir el paso del carro de heno más gigantesco que cabe imaginar o de una máquina de guerra de nuevo cuño.
El suelo estaba sucio. Había ventanas por doquier, hilera tras hilera de ventanas de doble arco, todas cubiertas con barrotes.
—Te necesito, Mastema —dije. Me santigüé de nuevo. Luego saqué el rosario del bolsillo, besé el crucifijo y contemplé por unos instantes el diminuto y retorcido cuerpo de Jesucristo atormentado.
La gigantesca puerta que se alzaba ante mí se abrió de golpe. Oí el rechinar de los cerrojos de hierro al descorrerse y la puerta giró estrepitosamente sobre sus goznes, mostrando un distante patio interior rebosante de sol, mucho mayor que el anterior.
Los muros que traspusimos tenían unos diez metros de grosor. A ambos lados de nosotros se alzaban unas puertas de piedra con un pronunciado arco, que mostraban los primeros signos de cuidados que yo había observado desde que entráramos en el castillo.
—Esos seres no entran y salen como hacen otros —comenté.
Me apremié para alcanzar los rayos de sol que inundaban el patio. El aire de montaña era fresco y húmedo y el ambiente del pasadizo resultaba irrespirable.
Cuando llegué al patio y me enderecé, vi unas ventanas como las que recordaba haber visto, decoradas con vistosos estandartes y linternas que se encenderían de noche. Reparé en unos tapices que colgaban sobre los alféizares de las ventanas, como si la lluvia no pudiera dañarlos. Y al levantar la vista contemplé las toscas almenas y las hermosas albardillas de mármol blanco.
Pero éste tampoco era el inmenso patio que yo recordaba haber visto. Estos muros eran demasiado rústicos. Las piedras estaban sucias y no se habían pisado desde hacía años. Aquí y allá había unos charcos de agua. A través de las grietas brotaban unos malolientes hierbajos, pero también algunas flores silvestres, que contemplé con ternura y acaricié, maravillado de que creciesen en un lugar como ése.
Llegamos a otro portal, éste gigantesco, de madera, con unas bandas de hierro bajo una arcada de mármol de pronunciado arco, el cual se abrió y nos permitió salvar otro muro.
Penetramos en un jardín de incomparable belleza.
Mientras atravesábamos otros diez metros de oscuridad, vi ante mí los extensos cultivos de naranjos y oí el canto de las aves. Me pregunté si estarían atrapadas ahí abajo, prisioneras, o si podían alzar el vuelo y escapar.
Sí podían, pues el espacio era gigantesco. Por fin contemplé los hermosos bloques de mármol blanco que recordaba, los cuales cubrían la fachada hasta la cima, hasta lo alto del castillo.
Cuando entré en el jardín, al echar a andar por el primer y amplio sendero de mármol que discurría entre los macizos de violetas y rosas observé unos pájaros que iban y venían, revoloteando y describiendo unos amplios círculos sobre este inmenso espacio, y remontaban el vuelo hasta las torres que se recortaban con nitidez y majestuosidad contra el firmamento.
Me sentí abrumado por el intenso perfume de las flores. Las azucenas y los linos se mezclaban por doquier, y las naranjas que pendían de los árboles estaban en sazón y presentaban un color rojizo. Los limones se hallaban todavía duros y algo verdes.
Los muros estaban cubiertos de enredaderas.
Los ángeles se agruparon a mi alrededor. Me percaté de que era yo quien les había conducido hasta allí, quien había tomado en todo momento la iniciativa, y seguía controlando la situación en aquel jardín, mientras reflexionaba con la cabeza gacha y ellos aguardaban en silencio.
—Trato de oír las voces de los prisioneros —dije—. Pero no oigo nada.
Alcé la vista y contemplé las ventanas y los balcones suntuosamente decorados, los dobles arcos, alguna que otra galería; todo ello presentaba un estilo de filigrana que le era propio, diferente al nuestro.
Observé que ondeaban las banderas, todas de color rojo sangre, manchadas con la muerte. Luego contemplé por primera vez mis propias ropas de un escarlata brillante.
—¿Como sangre recién derramada? —murmuré.
—Haz en primer lugar lo que debes hacer —me aconsejó Mastema—. Puedes aguardar a que la luz crepuscular te cubra al ir a liberar a los presos, pero debes ir en busca de tus presas ahora.
—¿Dónde se encuentran? ¡Dímelo!
—En deliberado sacrilegio y anticuado rigor, yacen debajo de las piedras de la iglesia.
De pronto se oyó un ruido estridente y agudo. El ángel había desenvainado la espada. La dirigió hacia mí tras volver la cabeza. El sol que se reflejaba en los muros revestidos de mármol arrancaba unos reflejos dorados a su yelmo rojo, que parecía estar en llamas.
—Por esa puerta, y la escalera a la que da acceso. La iglesia está situada en el tercer piso a nuestra izquierda.
Me dirigí sin más dilación hacia la puerta. Subí a toda prisa la escalera, doblando un recodo tras otro mientras percibía el sonido de mis botas sobre la piedra, sin pararme a comprobar si los ángeles me seguían; sólo sabía que estaban junto a mí, y sentía su presencia como si me echaran el aliento sobre el cuello, aunque no era así.
Al cabo de unos momentos enfilamos un corredor, amplio y abierto, que se hallaba a nuestra derecha y daba al patio inferior. Ante nosotros se extendía una interminable y mullida alfombra cubierta de flores persas que se hundían en un frondoso prado color azul noche. Los colores eran vividos, intactos. Seguimos avanzando por ella hasta que desapareció tras un recodo. Al llegar al final del corredor vi el cielo perfectamente enmarcado y la abrupta cima de la verde montaña.
—¿Por qué te has detenido? —preguntó Mastema.
Los ángeles se materializaron en torno a mí, luciendo las vaporosas ropas que se amoldaron de nuevo a sus siluetas, y las alas que no paraban de agitarse.
—Ésta es la puerta que conduce a la iglesia, como ya sabes.
—Me he detenido para contemplar el cielo azul, Mastema —respondí—. Sólo eso.
—¿En qué piensas? —preguntó uno de mis ángeles guardianes en voz baja y clara. De pronto me agarró con fuerza y observé sus dedos del color del pergamino, ingrávidos, apoyados en mi hombro—. ¿Piensas en un prado que jamás existió y una joven que ha muerto?
—¿Por qué eres tan cruel? —le espeté.
Me aproximé a él hasta que mi frente rozó la suya. Me maravilló sentir su tacto y ver sus ojos opalescentes con tanta nitidez.
—No soy cruel. Sólo soy el que te obliga a recordar una y otra vez.
El sol traspasaba con violencia las demoníacas vidrieras.
Lancé una exclamación de estupor al contemplar los enormes espíritus alados que aparecían grabados en los estrechos y relucientes fragmentos de vidrio. Qué grueso era ese vidrio, de múltiples facetas, y qué siniestras las expresiones de esos monstruos con alas provistas de membranas que nos observaban burlonamente como si se dispusieran a cobrar vida bajo la refulgente luz diurna e interceptarnos el paso.
No tuve más remedio que apartar la mirada de esos seres, volver el rostro y escrutar el inmenso suelo de mármol. Divisé el gancho, semejante al que había en el suelo de la capilla de mi padre, el cual formaba un círculo plano sobre la piedra; un gancho de oro, bruñido y colocado de forma que no sobresaliera del suelo para impedir que nadie tropezara con él. No estaba cubierto.
Indicaba de forma precisa la posición de la única y alargada entrada a la cripta. Un estrecho rectángulo de mármol cortado en el centro del suelo de la capilla.
Avancé, percibiendo el eco de mis pisadas a través de la capilla desierta, y me dispuse a tirar del gancho.
¿Qué me detuvo? Vi el altar. En aquel preciso instante el sol incidió sobre la figura de Lucifer, el gigantesco ángel rojo que se hallaba suspendido sobre un montón de flores rojas, tan frescas como las de la noche en que me habían llevado a ese lugar.
Vi sus ojos febriles y amarillos, unas gemas engarzadas en el mármol rojo, y observé los colmillos de marfil que asomaban bajo su labio superior, contraído en un rictus de odio. Contemplé a los demonios provistos de colmillos que se encontraban adosados a los muros a derecha e izquierda de Lucifer; los ojos de éste, creados con piedras preciosas, traslucían una expresión de codicia y arrogancia bajo la intensa luz.
—La cripta —dijo Mastema.
Por más que tiré del gancho, no conseguí mover la losa de mármol. Ningún ser humano lo habría logrado. Se requería una yunta de caballos. Aferré el gancho con ambas manos y tiré de él con más fuerza, pero tampoco esta vez conseguí moverlo. Aquello era tan inútil como intentar mover los muros.
—¡Ayúdale! —imploró Ramiel—. Ayudémosle entre todos.
—No tiene mayor complicación, Mastema, es como abrir una puerta.
Mastema extendió una mano y me hizo suavemente a un lado, haciendo que me tambaleara por unos instantes antes de recobrar el equilibrio. La larga trampa de mármol se alzó muy despacio.
Su peso me asombró. Medía más de medio metro de grosor. Sólo el revestimiento era de mármol; el resto consistía en una piedra más oscura, pesada y densa. Ningún ser humano habría sido capaz de levantarla.
A través de la boca de la trampa surgió una lanza, como accionada por un resorte.
Me aparté de un salto, aunque no estaba lo bastante cerca para que me hiriera.
Mastema dejó caer la trampa, bajo cuyo peso los goznes se partieron. La luz inundaba el espacio que se abría a nuestros pies. Aparecieron más lanzas, dispuestas para ensartarme, resplandeciendo bajo el sol, ligeramente inclinadas, como situadas en sentido paralelo a la parte más alta de la escalera.
Mastema se acercó.
—Procura apartar las lanzas, Vittorio —dijo.
—No puede —contestó Ramiel—. Si tropieza, caerá en ese pozo erizado de lanzas. Apártalas tú, Mastema.
—Lo haré yo —intervino Setheus.
Tras desenfundar mi espada, asesté un golpe sobre la primera lanza y logré desprender la punta de metal, pero el mango de madera seguía intacto.
Bajé a la cripta, y en el acto experimenté una sensación de frío y humedad en torno a mis piernas. Golpeé con mi espada el mango de la lanza, partiéndolo en dos. Me detuve y al extender la mano izquierda palpé otras dos lanzas que me aguardaban en la penumbra. Alcé de nuevo la espada. Me dolía el brazo debido al peso de ésta.
Partí las dos lanzas con unos golpes rápidos y contundentes, con lo que las puntas de metal cayeron también de los mangos de madera.
Descendí por la escalera sujetándome con la mano derecha para no resbalar, pero de pronto lancé un grito y caí al vacío, pues la escalera se interrumpía allí de repente.
Tomé con la mano derecha el mango de la lanza que había partido, la cual sostenía en la izquierda. Mi espada cayó con gran estruendo al suelo.
—Es suficiente, Mastema —protestó Setheus—. Ningún ser humano lo conseguiría.
Quedé suspendido en el aire, sujetándome con ambas manos al astillado mango de la lanza mientras observaba a los ángeles que rodeaban la boca de la cripta. Si caía, moriría sin duda, pues había una distancia tremenda hasta el suelo. Y suponiendo que no me matara, jamás saldría vivo de allí.
Yo aguardé, sin decir palabra, aunque sentía un dolor insoportable en los brazos.
Entonces los ángeles descendieron en un remolino de seda y alas con el silencio que les caracterizaba en todo lo que hacían, y penetraron en la cripta, apresurándose a rodearme y transportarme en volandas hasta el suelo de la cámara.
De pronto me soltaron y me arrastré en la penumbra hasta hallar mi espada. Por fin la había recuperado.
Me levanté, jadeando, mientras la sostenía con firmeza, y contemplé el rectángulo de luz que había en lo alto. Cerré los ojos e incliné la cabeza, tras lo cual los abrí despacio para dejar que se habituaran a la densa y húmeda penumbra.
El castillo había dejado aquí que la montaña lo invadiera, pues la cámara, aunque espaciosa, parecía consistir sólo en tierra. Al menos eso fue lo que vi ante mí, en el tosco muro, y al volverme vi a mis presas, según las había nombrado Mastema.
Los vampiros, las larvas, yacían dormidos, pero no en unas tumbas, sino al descubierto, dispuestos en unas largas hileras, cada cuerpo exquisitamente vestido y cubierto con una sutil gasa tejida de oro. Yacían en torno a tres muros de la cripta. En el extremo opuesto vi la escalera rota suspendida en el vacío.
Pestañeé y entorné los ojos, dejando que se filtrara en ellos la suficiente cantidad de luz. Me acerqué a la primera figura que atiné a distinguir en la oscuridad; vi los elegantes chapines color burdeos y las medias escarlata, todo ello cubierto por el sutil velo, como si cada noche unos gusanos de seda tejieran ese manto para aquel ser, espeso y perfecto. Pero no era cosa de magia, sino el mejor tejido que eran capaces de confeccionar las criaturas de Dios, tejido en los telares de hombres y orlado de un dobladillo cosido por manos exquisitas.
Retiré el velo bruscamente.
Me aproximé a la criatura, que yacía con los brazos cruzados, y de pronto observé horrorizado que su rostro dormido se animaba. El monstruo abrió los ojos y extendió un brazo de forma violenta hacia mí.
Unas manos me libraron de las garras en el momento oportuno. Al volverme vi que Ramiel me sostenía; luego cerró los ojos e inclinó la frente sobre mi hombro.
—Ahora ya conoces sus trucos. Ándate con cautela. Fíjate, ahora ha doblado de nuevo el brazo. Cree que está a salvo. Ha cerrado los ojos.
—¿Qué debo hacer? ¡Lo mataré! —exclamé.
Sujetando el velo con la mano izquierda, alcé la espada con la derecha. Avancé hacia el monstruo que dormía, y cuando éste alzó la mano, la atrapé con el velo, aprisionándola en el tejido, y mi espada cayó sobre él como la del verdugo en el cadalso.
La cabeza rodó por el suelo. El monstruo emitió un sonido atroz, que provenía más bien del cuello que de la garganta. Su brazo se relajó. No podía luchar a la luz del día como lo habría hecho en la oscuridad; en la primera batalla contra esos seres, había decapitado a mi primer agresor. ¡Yo había vencido!
Recogí la cabeza y observé cómo la sangre se derramaba por la boca. Los ojos, si es que había llegado a abrirlos, estaban cerrados. Arrojé la cabeza al centro del suelo, donde incidía en ella la luz. De inmediato la luz comenzó a abrasar la carne.
—¡Mira, la cabeza se está quemando! —exclamé.
Pero no me detuve. Me acerqué a la siguiente criatura dormida. Arranqué el lienzo sedoso y transparente de una mujer que lucía unas largas trenzas y había sufrido una muerte cruel en la plenitud de su vida. Tras atrapar su brazo cuando comenzó a alzarlo, le corté la cabeza con furia, la agarré por una trenza y la arrojé para que aterrizara junto a la de su compañero.
La otra cabeza se había encogido y ennegrecido bajo la luz que penetraba a raudales a través de la abertura que presidía la cámara desde lo alto.
—¿Lo has visto, Lucifer? —grité. El eco de mi voz pareció burlarse de mí— ¿Has visto eso? ¿Lo has visto? ¿Lo has visto?
—¡Florian! —exclamé al retirar el velo.
Sin embargo, había cometido un trágico error.
Agarré por la larga cabellera a ese ser desprovisto de cuerpo, el cabecilla de la banda, ese demonio de lengua plateada, y arrojé su cabeza a la humeante y hedionda pila de cabezas.
Proseguí con mi labor, eliminando a los monstruos que tenía a mi izquierda; no sé por qué a mi izquierda, salvo que tomé esa dirección. Después de arrancarles el velo me arrojaba sobre ellos con increíble rapidez, atrapando su brazo con el velo cuando comenzaban a alzarlo; a veces procedía con tal ímpetu que no dejaba siquiera que lo movieran, y les cortaba la cabeza a tal velocidad que al final lo hacía de forma chapucera, destrozándoles la mandíbula e incluso los huesos del hombro. Pero acabé con ellos.
¿Sufrían? ¿Eran conscientes de lo que les había ocurrido? ¿Adonde volaban sus almas transportadas por unos pies invisibles en ese momento atroz en que la diabólica corte se disolvía, cuando yo saltaba y bramaba de gozo, reía y lloraba hasta que las lágrimas me nublaron la vista?
Maté a unos veinte monstruos, y la espada acabó tan manchada de sangre y porquería que tuve que limpiarla. Lo hice restregándola sobre sus cuerpos, mientras me dirigía hacia el otro extremo de la cripta, sobre sus jubones y corpiños, maravillado de la rapidez con que sus manos blancas se encogían y secaban sobre sus pechos, y de cómo manaba a borbotones de sus cuellos sajados a la luz del día una sangre negruzca.
—Estáis muertos, os he matado a todos, pero ¿adonde habéis ido, adonde ha volado vuestra alma viviente?
La luz comenzó a disminuir. Permanecí de pie, respirando con dificultad debido al esfuerzo. Al alzar la cabeza vi a Mastema.
Los otros ángeles permanecían inmóviles, agrupados. Los magníficos Ramiel y Setheus vestían sus espléndidas túnicas y los otros dos lucían más simples y modestos, pero todos ellos me observaban con ansiedad. Setheus contempló la pila de cabezas abrasadas y luego me miró a mí.
—Vamos, mi pobre Vittorio —murmuró—. Apresúrate.
—No, ya sé que no estás autorizado —admití. El pecho me dolía debido al esfuerzo que me suponía hablar—. Me refiero a si serías capaz de hacerlo, si tendrías el valor necesario.
—No soy una criatura de carne y hueso, Vittorio —respondió Setheus con un gesto de impotencia—. Pero haría lo que Dios me ordenara hacer.
Avancé unos pasos y me volví para contemplar al grupo de ángeles en su radiante esplendor, y a su jefe, Mastema, con la armadura reluciente bajo la luz que declinaba y la brillante espada colgada del cinto.
Mastema no dijo nada.
Dejé caer el velo al suelo. Estaba lo bastante alejado de ella para no despertarla; ni siquiera se movió. Los hermosos brazos estaban cruzados sobre el pecho en la airosa postura de muerte que habían ostentado los otros, pero de ella emanaba una extraordinaria dulzura, como si un suave veneno la hubiera matado en su inocente juventud sin alterar un solo pelo de su larga cabellera, la cual formaba un nido dorado en el que reposaba su cabeza, los hombros y el cuello de cisne.
Percibí mis jadeos. Bajé la espada, dejando que la punta rozara las piedras del suelo. Me pasé la lengua por los labios resecos. No me atreví a mirarlos, aunque sabía que se hallaban a pocos pasos, observándome. En el denso silencio, oí el crepitar y el chisporroteo de las cabezas abrasadas de aquellos seres malditos.
Metí la mano en el bolsillo y extraje el rosario de cuentas ambarinas. La mano me tembló vergonzosamente mientras lo sostenía. Luego alcé el rosario, dejando que el crucifijo oscilara en el aire, y lo arrojé sobre Úrsula. Cayó justo encima de sus delicadas manos, sobre el blanco montículo de sus pechos semidesnudos. El crucifijo se hundió en el nido formado por su pálida piel, pero ella no movió un solo músculo.
La luz se adhería a sus pestañas como si fuera polvo.
Sin excusa ni explicación, me volví hacia el siguiente monstruo, le arranqué el velo y acabé con él o con ella, no me detuve a averiguarlo, con un estentóreo grito de triunfo. Agarré la cabeza cortada por la espesa melena castaña y la arrojé al montón de desechos que yacía a los pies de los ángeles.
El siguiente era Godric. ¡Dios, qué dulce sería vengarme de él!
Me dirigí hacia la pila de cabezas y deposité la de Godric sobre las otras, como si fuera un trofeo.
—¿Me conoces? —gemí de nuevo.
Luego reanudé mi tarea con renovada furia.
Otros dos, tres, luego cinco, luego siete y nueve, y otros seis más, hasta liquidar aquella demoníaca corte. Todos los bailarines, señores y damas estaban muertos.
Entonces me precipité al otro lado y acabé con los pobres sirvientes campesinos, cuyos modestos cuerpos no estaban cubiertos con velo y apenas tenían fuerzas para levantar sus blancos y esqueléticos brazos.
—¿Dónde yacen los cazadores?
—En el otro extremo de la cripta. Allí está muy oscuro. Ándate con cuidado.
—Ya los veo —anuncié.
Al enderezarme comprobé alarmado que los seis cazadores se hallaban dispuestos en una hilera, con las cabezas pegadas al muro como los otros, pero peligrosamente juntos, cosa que dificultaba mi labor.
De pronto solté una carcajada al reparar en lo sencillo que me resultaría. Arranqué el velo del primer cazador y le corté los pies. Este se alzó y en aquel instante le asesté un golpe certero en el cuello con mi espada mientras la sangre manaba a borbotones de sus piernas.
Al segundo le corté los pies y luego le sajé el torso, descargando un golpe sobre su cabeza antes de que él lograse aferrar mi espada con la mano. Alcé el arma y le corté la mano.
—¡Muere, cerdo! ¡Tú me atacaste con tu compinche, te recuerdo bien!
Por fin le tocó el turno al último de los cazadores, y a los pocos segundos sostuve su cabeza por las barbas.
Regresé lentamente con la cabeza del último cazador, haciendo rodar las otras a puntapiés como si fueran una basura, pues no tenía fuerzas para arrojarlas con la mano, hasta colocarlas en un lugar donde la luz incidiera sobre ellas.
La cripta estaba iluminada. El sol del atardecer penetraba por el lado oeste de la capilla. Y de la abertura que había en lo alto emanaba un calor terrorífico y fatal.
Me enjugué despacio el rostro con el dorso de la mano izquierda. Dejé mi espada y saqué los pañuelos que los monjes habían guardado en mis bolsillos para limpiarme la cara y las manos.
Luego tomé la espada y me dirigí de nuevo a los pies del catafalco sobre el que yacía ella. No se había movido. La luz se había desplazado y no incidía sobre su cuerpo, ni sobre los cadáveres de sus compañeros.
Úrsula yacía a salvo sobre su lecho de piedra, con las manos inmóviles, bellamente cruzadas sobre el pecho, la derecha sobre la izquierda. El crucifijo de oro estaba sobre el blanco montículo de sus senos. Una ligera corriente de aire que penetraba por la abertura agitaba su cabellera, que formaba un halo de filamentos dorados en torno al rostro inerte.
La melena suelta y ondulada, desprovista de cintas y perlas, se desparramaba sobre los bordes del estrecho catafalco, al igual que los pliegues del vestido largo y recamado. No era el mismo que lucía la última vez que la había visto. Presentaba el mismo color rojo intenso, pero éste se hallaba ricamente bordado y era nuevo y suntuoso, como si se tratara de una princesa real, siempre presta a recibir el beso de su príncipe.
—¿Podía el infierno recibir esto? —musité.
Me acerqué tanto como juzgué prudente. No soportaba la idea de que alzara su brazo de forma mecánica, de que moviera los dedos en el aire en un intento de atraparme o que abriera los ojos. No lo resistiría.
Debajo del dobladillo del vestido asomaban las puntas menudas de sus chapines. Con qué esmero debió de acostarse al amanecer. ¿Quién habría cerrado la trampa, cuyas cadenas habían caído? ¿Quién había colocado la trampa formada por las lanzas, las cuales yo no había examinado ni siquiera imaginado en mi pensamiento?
Por primera vez observé en la penumbra que Úrsula lucía una pequeña diadema de oro, sujeta en la coronilla con unas diminutas horquillas clavadas en sus bucles, de forma que la perla que la adornaba pendía sobre su frente. Era un objeto minúsculo.
¿Acaso sería su alma tan minúscula como ese objeto? ¿La recibiría el infierno del mismo modo que el fuego aceptaría cualquier parte de su anatomía, al igual que el sol abrasaría su inmaculado rostro hasta convertirlo en una masa horrenda?
Tiempo atrás ella había dormido, y soñado, en el útero de su madre, y unas manos la habían depositado en brazos de su padre.
¿Qué tragedia debió de ocurrir para que acabara en esa pútrida y hedionda sepultura, donde las cabezas de sus compañeros asesinados ardían lentamente bajo los pacientes e indiferentes rayos del sol?
Me volví hacia ellos, con la espada apuntando al suelo.
—Uno, dejad que viva uno. ¡Sólo uno! —imploré.
Ramiel se cubrió la cara con las manos y se volvió de espaldas a mí. Setheus no apartó la vista pero meneó la cabeza en sentido negativo. Mis guardianes se limitaron a observarme con su habitual frialdad, como hicieran hasta el momento. Mastema me miró de hito en hito, en silencio, ocultando cualquier pensamiento que atravesara su mente bajo la serena máscara de su semblante.
—No, Vittorio —respondió—. ¿Acaso crees que un nutrido grupo de ángeles del Señor te han ayudado a superar estos obstáculos para dejar que uno de esos monstruos viva?
—Ella me amaba, Mastema. Y yo la amo. Ella me dio la vida. Te lo pido en nombre del amor, Mastema. Te lo suplico en nombre del amor. Todo cuanto ha ocurrido hoy aquí fue un acto de justicia. ¿Pero qué puedo decir a Dios si mato a este ser que me ha amado y a quien yo amo?
El ángel, sin cambiar de expresión, me observó con su eterna calma. Oí un ruido tremendo. Eran los sollozos de Ramiel y Setheus. Mis guardianes se volvieron para contemplarlos, sorprendidos sólo levemente, tras lo cual fijaron de nuevo en mí sus ojos dulces, soñadores e inmutables.
—Sois unos ángeles crueles —declaré—. ¡No, no es justo, lo sé! Miento. Miento. Perdonadme.
—Te perdonamos —dijo Mastema—. Pero debes cumplir lo que me prometiste.
—¿No podría salvarse, Mastema? Si ella misma renunciara... ¿Podría quizá...? ¿Su alma sigue siendo humana?
El ángel no contestó. Permaneció mudo.
—Te lo ruego, Mastema, respóndeme. ¿Es que no lo comprendes? Si ella se salvara, yo me quedaría aquí con ella y podría obligarla a renunciar a su condición, lo sé porque tiene un corazón bondadoso. Es joven y bondadoso. Dime, Mastema, ¿podría salvarse una criatura como ella?
No hubo respuesta. Ramiel apoyó la cabeza en el hombro de Setheus.
—Te lo suplico, Setheus —dije—. Contesta, ¿podría salvarse?¿Debe morir a mis manos? ¿No podría quedarme aquí con ella y obligarla a confesar, a renegar de todo el mal que ha cometido? ¿No existe ningún sacerdote que pueda darle la absolución? ¡Dios bendito!
—Vittorio —murmuró Ramiel—, ¿es que tienes los oídos taponados con cerumen? ¿No oyes gritar de hambre a los prisioneros? Aún no los has liberado. ¿Lo harás esta noche?
—Puedo hacerlo, sí. ¿Pero no puedo permanecer aquí con ella? Cuando se percate de que está sola, de que los otros han perecido, de que las promesas que hizo a Godric y a Florian eran una aberración, ¿no es posible que ofrezca su alma a Dios?
Mastema, sin que variara un ápice la expresión de sus ojos suaves y fríos, volvió despacio la cabeza.
—¡No! ¡No me des la espalda! —grité al tiempo que sujetaba su poderoso brazo envuelto en seda. Sentí la insuperable fuerza debajo del tejido, ese tejido extraño y sobrenatural. Él me miró—. ¿Por qué te niegas a responder?
—¡Por el amor de Dios, Vittorio! —bramó de repente, y su voz llegó a todos los rincones de la cripta—. ¿No lo comprendes? ¡Nosotros no lo sabemos! —Tras obligarme a soltarlo me miró ceñudo, con la mano apoyada en el pomo de la espada y gritó—: ¡No provenimos de una especie que haya conocido jamás el perdón! No somos de carne y hueso; en nuestros dominios las cosas se dividen en luz y tinieblas. ¡Eso es todo lo que sabemos!
Furioso, dio media vuelta y se dirigió hacia Úrsula. Yo corrí tras él en un intento de detenerlo, incapaz de torcer su voluntad.
Mastema extendió la mano, impidiendo que ella le sujetara, y la tomó por el delicado cuello. Úrsula lo miró con aquella espantosa ceguera.
—Posee un alma humana —dijo el ángel en voz baja.
Luego retrocedió como si no quisiera tocarla, como si no soportara tocarla, y al retirarse me apartó de un empellón.
Rompí a llorar. El sol había variado de posición, y las sombras empezaban a invadir la cripta. Por fin, me volví. A través de la abertura penetraba una luz pálida. Dorada y radiante, pero pálida.
Mis ángeles seguían allí, agrupados; observaban y aguardaban.
—Me quedo aquí —dije—. Ella no tardará en despertar. Entonces le pediré que ruegue a Dios que le conceda su gracia.
Lo decidí en el instante de decirlo. Lo comprendí sólo al pronunciar esas frases.
—Me quedaré junto a ella. Si renuncia a todos sus pecados en aras del amor de Dios, podrá permanecer a mi lado, y cuando nos sobrevenga la muerte, no alzaremos una mano para acelerarla y Dios nos recibirá a los dos.
—¿Crees que tendrás las fuerzas suficientes para hacerlo? —me preguntó Mastema—. ¿Y ella? ¿Será capaz?
—Se lo debo —respondí—. Estoy en deuda con ella. Jamás te he mentido, ni a ti ni a ninguno de vosotros. Nunca me he mentido a mí mismo. Ella mató a mi hermano y a mi hermana. Yo mismo lo vi. Sin duda mató a otros miembros de mi familia. Sin embargo ella me salvó. Lo hizo en dos ocasiones. Matar es sencillo, pero salvar la vida de otro, no.
—¡Ah! —exclamó Mastema como si yo le hubiera golpeado—. Eso es cierto.
—De modo que me quedo. No espero nada de vosotros. Sé que no puedo salir de aquí. Quizás ella tampoco pueda abandonar esta cripta.
—Por supuesto que puede —replicó Mastema.
—No le abandones aquí —intervino Setheus—. Llévatelo aunque sea en contra de su voluntad.
—Ninguno de nosotros puede hacerlo, y tú lo sabes —repuso Mastema.
—Al menos sácalo de esta cripta —suplicó Ramiel—, como si le rescataras de un precipicio en el que hubiera caído.
—Pero no es así, y no puedo hacerlo.
—Entonces quedémonos aquí junto a él —propuso Ramiel.
—Si, quedémonos aquí —convinieron mis dos guardianes, más o menos de forma simultánea y con el mismo tono suave.
—Deja que ella nos vea.
—¿Cómo sabemos que puede vernos? —dijo Mastema—. ¿Cómo sabemos que nos verá? ¿Cuántas veces ocurre que un ser humano consigue vernos?
Por primera vez noté que estaba furioso. De pronto se volvió hacia mí y exclamó:
—¡Dios ha estado jugando contigo, Vittorio, al darte estos enemigos y estos aliados!
—Sí, lo sé, y rogaré al Señor con todas mis fuerzas y el peso de mi sufrimiento que salve el alma de Úrsula.
No pretendí cerrar los ojos.
Sé que no lo hice.
Pero toda la escena cambió de modo súbito y radical. El montón de cabezas seguía intacto, y algunas yacían algo apartadas, encogidas, secas, exhalando un humo acre. La luz procedente de la abertura que había en lo alto se oscureció, aunque seguía siendo dorada e iluminaba la maltrecha escalera y las lanzas que yo había partido, sobre las que se reflejaba el fulgor dorado de los últimos rayos crepusculares.
No me dejes caer en la tentación
No pensé en el rechazo de mis ángeles. Aunque sin duda lo merecía, estaba convencido de la rectitud de mi deseo de conceder a Úrsula la oportunidad de implorar a Dios que la perdonara, que ambos abandonáramos esa cripta y, en caso necesario, acudiéramos a un sacerdote que pudiera absolver su alma humana de todos los pecados. En caso de que ella no pudiera realizar una confesión perfecta en aras del amor de Dios, la absolución la salvaría.
Examiné la cripta, sorteando los cadáveres que se habían secado bajo el sol. La escasa luz que penetraba puso de relieve los charcos de sangre que se deslizaban entre los catafalcos de piedra.
Por fin hallé lo que andaba buscando, una amplia escalera de cuerda que pudiera alzar y arrojar hacia el techo. Pero ¿sería capaz de manipularla sin ayuda?
La arrastré hasta el centro de la cripta, apartando de una patada las cabezas que mostraban un aspecto atroz, deposité la escalera en el suelo y, situándome entre dos peldaños, intenté alzarla.
Imposible. Me faltaban fuerzas. La escalera pesaba mucho debido a su longitud. Se requerían tres o cuatro hombres forzudos para alzarla lo suficiente, de modo que los peldaños superiores se engancharan en las lanzas rotas, pero yo no podía hacerlo solo.
Con todo, existía otra posibilidad. Una cadena o una soga para arrojarla hacia las lanzas que había en lo alto. Busqué en la penumbra un objeto semejante, pero no hallé ninguno.
¿Era posible que no hubiera una soga ni una cadena?
¿Acaso las larvas habían sido capaces de salvar de un salto la distancia entre el suelo y la escalera rota?
Busqué a lo largo de los muros un saliente, un gancho o una protuberancia que indicara la existencia de un almacén o, ¡Dios nos libre!, otra cripta utilizada por estos demonios.
No encontré nada.
Por fin, fatigado, me acerqué de nuevo al centro de la habitación. Recogí todas las cabezas, incluso el odioso cráneo pelado de Godric, que aparecía ahora renegrido como el cuero y mostraba dos cavidades amarillas en lugar de ojos, y las amontoné en un lugar donde la luz siguiera incidiendo en ellas.
Luego, tropezando con la escalera, caí de rodillas junto al catafalco deÚrsula.
Me tumbé en el suelo para dormir un rato, o al menos descansar.
Sin pretenderlo, incluso con timidez y temor, deje que mi cuerpo se relajara, cerré los ojos y, tendido en el suelo de piedra, me sumí en un bendito sueño reparador.
Fue muy curioso.
Supuse que el grito de Úrsula me despertaría, que, al igual que una niña, al despertarse en la oscuridad sobre su catafalco y comprobar que estaba sola y rodeada de cabezas gritaría angustiada.
Supuse que el hecho de ver las cabezas apiladas en un montón la horrorizaría.
Pero no fue así.
La luz crepuscular invadía el espacio superior, de color violeta como las flores del prado, y ella estaba de pie junto a mí.
Se había colgado el rosario en torno al cuello, lo cual no es infrecuente, y lo lucía a modo de bello adorno. El crucifijo de oro se balanceaba bajo la luz, como una resplandeciente mota dorada semejante a las manchas de luz que reflejaban sus ojos.
Úrsula sonrió.
—Mi valiente héroe, ven, huyamos de este lugar mortuorio. Lo has conseguido, les has vengado.
—¿Has movido los labios?
—¿Es preciso que lo haga cuando hablo contigo?
Sentí un escalofrío de deseo cuando Úrsula me obligó a que me levantara. Me miró a los ojos, con las manos apoyadas en mis hombros.
—Bendito seas, Vittorio —dijo. Acto seguido, rodeándome la cintura con un brazo, ascendió llevándome consigo. Nos elevamos sobre las lanzas rotas sin ni siquiera rozar sus afilados mangos, y penetramos en la umbrosa capilla. Las vidrieras se habían oscurecido y las sombras jugueteaban gráciles pero respetuosas en torno al distante altar.
—Amor mío, amor mío —dije—. ¿Sabes lo que hicieron los ángeles? ¿Lo que dijeron?
—Liberemos a los presos, tal como deseas —contestó Úrsula.
Me sentí más animado, lleno de renovado vigor. Nadie habría adivinado que había tenido que superar una dura prueba, que la titánica lucha me había robado las fuerzas y el ánimo, que durante días la batalla y el esfuerzo constituyeron parte integrante de mi ser.
Juntos atravesamos apresuradamente el castillo, abriendo una tras otra las puertas de par en par para liberar a los desdichados que estaban en el corral. Fue Úrsula quien corrió con pies ligeros y felinos por los senderos que discurrían entre los naranjos y las jaulas de las aves, volcando los pucheros de caldo, informando a los cojos y a los desesperados de que eran libres, que nadie les retenía en el castillo.
En un santiamén nos situamos en un elevado balcón. En la penumbra contemplé a mis pies la triste procesión, una larga hilera de tullidos que descendía por la ladera de la montaña bajo el cielo violáceo y la estrella de la noche. Los débiles ayudaban a los fuertes; los viejos transportaban a los jóvenes.
—¿Adonde irán? ¿Regresarán a esa malvada población? ¿Junto a los monstruos que los entregaron al sacrificio? —De pronto se apoderó de mí una violenta furia—. Esas gentes deben recibir castigo.
—El tiempo todo lo resuelve, Vittorio. Tus pobres y tristes víctimas ya son libres. Ven, nuestro momento ha llegado.
La falda de Úrsula se infló formando un enorme círculo oscuro mientras descendíamos por el aire, frente a las ventanas, junto a los muros, hasta que mis pies aterrizaron en el mullido suelo.
—¡Bendito sea Dios, estamos en el prado! —exclamé—. Lo veo con tal nitidez bajo el resplandor de la luna como lo viera en mis sueños.
Me sentí embargado por una súbita ternura. Abracé a Úrsula, hundiendo los dedos en su espesa y ondulada cabellera. Todo parecía bambolearse a mi alrededor, y sin embargo sentí el tacto de la tierra bajo mis pies al tiempo que bailaba eufórico con ella, y el suave y airoso movimiento de los árboles nos arrullaba mientras nos abrazábamos con fuerza.
—Nada puede separarnos, Vittorio —dijo. De pronto se soltó y echó a correr.
—¡Espera, Úrsula! —grité al tiempo que echaba a correr tras ella. Pero la hierba y las azucenas crecían altas y frondosas. De pronto tuve la impresión de que aquel paraje no era idéntico al del sueño, pero enseguida comprendí que era una impresión errónea, pues todo estaba impregnado del aroma silvestre del campo y la perfumada brisa agitaba levemente las ramas de los árboles.
Caí agotado, dejando que las flores me acogieran en un suave abrazo. Dejé que las azucenas rojas se inclinaran sobre mi rostro, como si me observaran con curiosidad.
Ella se arrodilló a mi lado.
—Él me perdonará, Vittorio —dijo—. En su infinita misericordia, me perdonará.
—Sí, mi amor, mi bendito y hermoso amor, mi salvadora. Él te perdonará.
El pequeño crucifijo que pendía de su cuello rozó el mío.
—Pero debes hacer esto por mí, tú que me perdonaste la vida en la cripta, que dormiste confiado a los pies de mi tumba, deseo que hagas...
—¿Qué, amor mío? —pregunté—. No tienes más que decírmelo y lo haré.
—Primero reza para que el Señor te dé fuerzas, y luego deseo que tu cuerpo humano, tu cuerpo indemne y bautizado absorba toda la sangre demoníaca que contiene el mío, que la extraigas para liberar mi alma de su conjuro. No temas, no te perjudicará, pues la vomitarás al igual que las pociones que te dimos. ¿Harás eso por mí? ¿Extraerás el veneno que hay en mi interior?
Pensé en las náuseas, el vómito que había brotado de mi garganta en el monasterio. Pensé en los despropósitos que había soltado, en la terrible locura que se había apoderado de mí.
—Hazlo por mí—dijo Úrsula.
Se tumbó junto a mí y sentí su corazón atrapado en su pecho, y sentí los latidos del mío, y pensé que jamás había conocido una languidez tan sensual. Noté que mis dedos se contraían. Durante unos instantes dejé que reposaran sobre las piedras del prado, como si los dorsos de mis manos yacieran sobre unos ásperos guijarros, pero enseguida sentí de nuevo la textura de los tallos rotos, el lecho de azucenas purpúreas, rojas y blancas.
Úrsula alzó la cabeza.
—En nombre de Dios —dije—, por tu salvación, ingeriré el veneno que contiene tu cuerpo; te chuparé la sangre como si la succionara de una herida gangrenosa, de la llaga de un leproso. Dámela, dame tu sangre.
Su rostro permaneció impasible, tan menudo, tan exquisito, tan blanco.
—Debes ser valiente, amor mío, pues antes debo succionar una porción de tu sangre para que tú absorbas toda la mía. —Úrsula apoyó la cabeza en mi cuello y me clavó los dientes—. Valor, sólo un poco más.
—¿Un poco más? —musité—. ¡Ah, un poco más! Levanta la vista, Úrsula, contempla el cielo y el infierno en el firmamento, pues las estrellas son unas bolas de fuego que los ángeles sostienen suspendidas.
Pero era un lenguaje exageradamente poético y carente de significado, y al poco de convirtió en un mero eco. Sentí que me envolvía una densa oscuridad, y al alzar la mano tuve la impresión de que la cubría una red dorada y vi a lo lejos mis dedos atrapados en esa red.
De repente el sol inundó el prado. Sentí deseos de huir, de incorporarme, de decirle «Fíjate, ha salido el sol, y tu estás indemne, amor mío». Pero experimenté unas oleadas de un placer divino y sensual que me atravesaban todo el cuerpo, tirando de mí, estimulando mis partes íntimas, un placer magnífico y enloquecedor.
Cuando sus dientes se clavaron en mi carne, tuve la sensación de que afianzaba su alma en mis órganos, en todas las partes de mi ser que correspondían al hombre y antes al niño, y que eran humanas.
—¡Ah, no te detengas, amor mío! —exclamé.
El sol ejecutó una extraña danza sobre las ramas de un castaño.
Úrsula abrió la boca, de la que brotó un chorro de sangre, el beso rojo oscuro de sangre.
—Tómala, Vittorio.
—Transmíteme todos tus pecados, criatura divina —respondí—. ¡Dios mío, ayúdame! ¡Apiádate de mí! Mastema...
Pero no terminé la frase. Mi boca se llenó de la sangre de Úrsula. No era una poción rancia mezclada con otros repugnantes ingredientes, sino el líquido dulce y cautivador que me diera a través de sus besos más secretos y desconcertantes. Esta vez lo ingerí en un chorro que no cesaba de manar.
Úrsula me sujetó por las axilas y me alzó. La sangre parecía no conocer vena alguna pero se extendió a través de mis extremidades, mis hombros y mi pecho, anegando y confiriendo renovada energía a mi corazón. Levanté la vista y contemplé el sol radiante y juguetón. Sentí su melena suave y cegadora sobre mis ojos, pero miré a través de los dorados cabellos. Mi respiración era entrecortada.
La sangre me inundó las piernas, hasta las puntas de los dedos de los pies. Mi cuerpo se sentía revitalizado. Mi corazón latía contra su pecho, y de nuevo sentí su peso sutil y felino, las sinuosas piernas enroscadas en torno a las mías, sujetándome, inmovilizándome, los brazos cruzados bajo mis axilas, los labios pegados a los míos.
Mis ojos no cesaban de pestañear y contraerse, para luego abrirse de golpe, en un ciclo interminable. Mis suspiros eran inmensos, y los latidos de mi corazón retumbaban con potencia, como si no nos halláramos en un prado; los sonidos que emitía mi robustecido cuerpo, el cuerpo transformado, el cuerpo pletórico de su sangre, resonaban sobre las piedras.
El prado desapareció, o quizá no había existido nunca. La luz crepuscular formaba un rectángulo en lo alto. Yo yacía en la cripta.
Me incorporé y aparté con violencia a Úrsula, que lanzó un grito de dolor. Me levanté de un salto y contemplé mis manos, extendidas ante mí.
Sentí un hambre terrorífica, una fuerza descomunal, el deseo de emitir un rugido feroz.
Observé la luz violácea que penetraba por la abertura en lo alto y grité.
—¡Lo has conseguido! ¡Me has convertido en uno de los tuyos!
Úrsula rompió a llorar. Me precipité hacia ella. Úrsula retrocedió con el torso doblado hacia delante, tapándose la boca con la mano mientras sollozaba e intentaba huir de mí. Yo la perseguí. Úrsula corría como una rata, dando vueltas en torno a la cripta, gritando como una posesa.
—¡No, Vittorio! ¡No me hagas daño, lo hice por nosotros! ¡Somos libres, Vittorio! ¡Dios mío, ayúdame!
Entonces comenzó a elevarse, zafándose de mis manos. Huyó hacia la capilla que se encontraba en el piso superior.
—¡Bruja, monstruo, larva, me engañaste con tus espejismos, tus visiones, me convertiste en uno de los tuyos!
El eco de mis rugidos no cesaba de resonar mientras yo avanzaba a tientas hasta dar con mi espada. Luego comencé a corretear alrededor de la cripta para adquirir impulso y por fin salté, elevándome por encima de las lanzas para aterrizar en el piso donde se encontraba la capilla; ahí estaba Úrsula, temblando ante el altar con los ojos llenos de lágrimas.
Ella retrocedió hasta chocar con unos jarrones de flores rojas apenas visibles bajo el resplandor de las estrellas que penetraba por las oscuras vidrieras.
—¡No me mates, Vittorio, te lo suplico! —imploró entre sollozos y gemidos—. ¡Soy muy joven, como tú, no me mates!
Me lancé sobre ella, y entonces echó a correr hacia el otro extremo del santuario. Furioso, golpeé con mi espada la estatua de Lucifer. Tembló unos segundos y luego cayó, haciéndose añicos en el suelo de mármol del maldito santuario.
Úrsula, que se había refugiado en un rincón de la capilla, se puso de rodillas y extendió los brazos en un gesto implorante. Sacudió la cabeza, y su cabellera osciló de un lado a otro.
—¡No me mates, no me mates, no me mates! ¡Si lo haces me enviarás al infierno! ¡No lo hagas!
—¡Desgraciada! —gemí—. ¡Bruja! —Por mis mejillas rodaban unas lágrimas tan abundantes como las suyas—. Tengo sed, bruja. Tengo sed y percibo su olor, el de los esclavos que aún están encerrados en el corral. ¡Huelo su sangre, maldita seas!
Yo también me hinqué de rodillas. Me tumbé sobre el mármol y propiné una patada a los fragmentos de la grotesca estatua. Clavé la punta de mi espada en el encaje del lienzo que cubría el altar y lo derribé al suelo, junto con la masa de flores que lo adornaba. Me revolqué en ellas, sepultando mi rostro en los fragantes pétalos.
Se produjo un terrible silencio, un silencio impregnado de mis gemidos. Sentí mi fuerza incluso en el timbre de mi voz, y en el brazo que sostenía la espada sin fatiga ni contemplaciones, y en la calma indolora en la que yacía sobre un mármol que debía de ser frío pero no lo era, o tal vez es que su frialdad me reconfortaba.
Tenía un aspecto sonrosado y suculento, parecido a un lechón dispuesto para que yo lo saboreara, repleto de burbujeante sangre mortal y listo para ser devorado. Úrsula lo depositó ante mí.
Estaba desnudo. El chico se acuclilló, con las nalgas apoyadas en los talones. Su sonrosado pecho temblaba, tenía el pelo largo y negro y una carita redonda e inocente. Parecía estar soñando o acaso buscando unos ángeles en la oscuridad.
—Bebe, amor mío, bebe su sangre —dijo Úrsula—. Te dará fuerzas para conducirme ante un padre bondadoso que acepte confesarme.
Yo sonreí. Sentí un deseo casi incontenible de arrojarme sobre aquel joven retrasado. Pero el hecho de que a partir de ahora lograra o no contener mis deseos constituía una incógnita, de modo que me tomé mi tiempo. Me incorporé sobre un codo y la miré.
—¿Un padre bondadoso? ¿Crees que iremos allí? ¿Ahora mismo, los dos, sin más preámbulos?
Tomé al muchacho. Mientras bebía su sangre le partí el cuello. El joven no emitió el menor sonido. No hubo tiempo para el temor, el dolor ni las lágrimas.
—Conozco una cueva —dijo Úrsula—. Se encuentra al pie de las montañas, más allá de las tierras de cultivo.
—Sí, ¿junto a un auténtico prado?
—En esta hermosa región hay prados sin número, amor mío —respondióÚrsula—. Bajo las estrellas, las bonitas flores relucen ante nuestros ojos mágicos como lo hacen para los humanos a la luz del sol de Dios. Ten presente que su luna es nuestra. Y mañana por la noche... antes de que pienses en el sacerdote..., debes pensar en el sacerdote...
—No me hagas reír. Enséñame a volar. Rodea mi cintura con el brazo y enséñame a arrojarme desde estas elevadas murallas y aterrizar sin partirme las piernas. No vuelvas a hablarme de sacerdotes. ¡No te burles de mí!
—... Antes de que pienses en el sacerdote, para que me confiese — prosiguió Úrsula sin dejarse amedrentar, con su dulce y suave vocecilla y los ojos anegados en lágrimas de amor—, regresaremos a la población de Santa Maddalana, cuando sus habitantes duerman todavía, y le prenderemos fuego.
La niña esposa
A la tercera noche, dejé de llorar poco antes del alba, cuando Úrsula y yo nos retiramos, abrazados, a nuestra cueva secreta e inaccesible.
Y a la tercera noche, los habitantes de la población comprobaron lo que había ocurrido: su astuto pacto con el diablo se había vuelto contra ellos. Estaban aterrorizados, y Úrsula y yo gozamos pillándolos desprevenidos, ocultándonos en la multitud de sombras que componían las serpenteantes callejuelas para reventar las recias y sofisticadas cerraduras.
A primeras horas, cuando nadie se atrevía a moverse de su casa y el buen padre franciscano se hallaba despierto y arrodillado en su celda, rezando el rosario y rogando a Dios que le permitiera comprender lo que estaba ocurriendo (el sacerdote, según recordará el lector, con el que yo había conversado en la posada, el que se había sentado a mi mesa y me había prevenido, pero no de forma agresiva como su hermano dominico, sino con amabilidad), yo entré sigilosamente en la iglesia franciscana y recé también.
Pero cada noche me dije lo que un hombre se dice para sus adentros cuando se acuesta con su adúltera ramera: «Otra noche más, Señor, y luego me confesaré. Una noche más de delirio, Señor, y regresaré a casa junto a mi esposa.»
Los habitantes de la población estaban impotentes frente a nosotros.
Las habilidades que no me eran propias ni las había adquirido a través de la experiencia, me las enseñó mi amada Úrsula con paciencia y gracia. Yo era capaz de bucear en una mente, hallar un pecado y devorarlo con un breve movimiento de la lengua mientras le chupaba la sangre a un comerciante holgazán y moribundo que había entregado sus pequeños hijos al misterioso señor Florian, a cambio de que éste le dejara en paz.
Una noche comprobamos que las gentes de la población habían acudido de día al castillo abandonado. Hallamos pruebas de su sigilosa entrada, aunque no tocaran ni se llevaran apenas nada. ¡Menudo susto debieron de llevarse al ver los espeluznantes santos flanqueando el pedestal de Lucifer, el ángel caído, en la capilla! No robaron los candelabros de oro ni el viejo tabernáculo en el que yo había hallado, al meter la mano, un corazón humano encogido y reseco.
Durante nuestra última visita a la Corte del Grial de Rubí, cogí las cabezas abrasadas y coriáceas de los vampiros en el sótano donde se hallaban y las arrojé como si fueran piedras a través de las vidrieras de la capilla. La última muestra del espléndido arte del castillo había desaparecido.
Juntos, Úrsula y yo recorrimos todas las alcobas, que yo no conocía ni había imaginado siquiera que existieran. Ella me mostró las habitaciones en las que los miembros de la corte se reunían para jugar a los dados o al ajedrez, o escuchar a pequeñas orquestas de música de cámara. Aquí y allá observamos ciertos indicios de que los habitantes de la población habían robado algunos objetos: un cobertor arrancado de la cama, una almohada tirada en el suelo.
Pero era evidente que las gentes de Santa Maddalana sentían más temor que codicia.
Y mientras los perseguíamos sin tregua, derrotándolos gracias a nuestras artes, los habitantes comenzaron a abandonar Santa Maddalana. Cuando recorríamos las calles desiertas, a medianoche, veíamos los comercios abandonados, las ventanas abiertas, las cunas vacías. La iglesia dominica fue profanada y abandonada, su altar de piedra saqueado. Los cobardes sacerdotes, a los que no concedí la merced de una muerte rápida, abandonaron a su rebaño.
El juego se hizo cada vez más estimulante para mí. Los pocos habitantes que quedaban se mostraban contumaces y avariciosos, y se negaban a capitular sin plantar batalla. Era fácil reconocer a los inocentes, que creían en la fe de la luz guiadora o los santos que les protegían, y a quienes habían jugado con el diablo y ahora se mantenían alertas y preocupados sin soltar la espada.
Me gustaba conversar, mantener un diálogo con ellos en el momento de matarlos.
—¿Creíais que vuestro juego duraría eternamente? ¿Creíais que ese ser al que alimentabais jamás os devoraría?
En cuanto a mi Úrsula, ese deporte le disgustaba. No soportaba contemplar el sufrimiento de nuestras víctimas. Había tolerado el antiguo rito de la comunión de la sangre que celebraban en el castillo debido a la música, el incienso y la autoridad suprema de Florian y de Godric, quienes la conducían paso a paso.
Noche tras noche, mientras la población se vaciaba lentamente, las granjas quedaban desiertas y Santa Maddalana, el lugar donde yo había asistido a la escuela, se deterioraba de forma lenta e inexorable, Úrsula se dedicaba a jugar con los niños huérfanos. A veces se sentaba en los escalones de la iglesia y acunaba a un niño en sus brazos, haciendo gorgoritos para distraerlo mientras le contaba historias en francés.
Cantaba viejas canciones en latín procedentes de las cortes de su época, esto es de hacía doscientos años, según me dijo, y hablaba sobre batallas en Francia y en Germania cuyos nombres no significaban nada para mí.
—No juegues con los niños —le advertía yo—. Más tarde lo recordarán. Se acordarán de nosotros.
Al cabo de quince días la comunidad se hallaba irreparablemente destruida. Tan sólo quedaban los huérfanos y algunos ancianos, así como el padre franciscano y el padre de éste, el hombrecillo semejante a un duende que permanecía sentado por las noches en su habitación, jugando a los naipes en solitario, sin adivinar siquiera lo que ocurría a su alrededor.
Hacia la decimoquinta noche, cuando llegamos a la población comprendimos de inmediato que sólo quedaban dos personas.
Oímos al diminuto anciano cantando para sí en la desierta posada, cuyas puertas se encontraban abiertas. Estaba muy borracho, y su calva húmeda y sonrosada relucía a la luz de la vela. Dispuso los naipes sobre la mesa en un
El padre franciscano se hallaba sentado junto a él.
Yo estaba famélico, ansiaba devorar con avidez la sangre de esos dos hombres.
—No, padre —contesté.
—Lo sé, padre —contesté—. He estado en Asís, he rezado en la iglesia de San Francisco. Dígame, padre, cuando me mira, ¿ve ángeles a mi alrededor?
—¿Por qué iba a ver unos ángeles? —preguntó en tono quedo. Luego miró a Úrsula—. Veo belleza, veo juventud encajada en marfil bruñido. Pero no veo ángeles. Jamás he visto unos ángeles.
—Como gustes —respondió el sacerdote, observándonos a los dos.
Úrsula me miró confundida, tratando de adivinar mis intenciones. Yo nunca la había visto conversar con un ser humano que no fuera yo o los niños con los que había jugado en la aldea, es decir, unos seres que le inspiraban ternura y a quienes no deseaba destruir.
Yo no podía adivinar qué pensaba sobre aquel anciano y su hijo, el sacerdote franciscano.
El sacerdote lo miró con expresión ausente, como si estuviera demasiado distraído para responder a su padre y tranquilizarlo. Luego me miró.
—Vi a esos ángeles en Florencia —dije—. Les he fallado, he roto la promesa que les hice, he perdido mi alma.
—¿Por qué prolongas esto? —preguntó.
—Porque eran hermosos, y tan reales como nosotros. Usted nos ha visto, ha visto a unos seres demoníacos; ha contemplado la ignominia y la traición, la cobardía y la mentira. Estos seres que contempla ante usted son unos diablos, unos vampiros. Pues bien, deseo que sepa que yo vi a esos ángeles con mis propios ojos, unos auténticos y magníficos ángeles, más gloriosos de lo que soy capaz de describir con palabras.
El sacerdote me miró largamente con expresión pensativa. Luego miró aÚrsula, que parecía preocupada y no apartaba la vista de mí, temerosa de que estuviera sufriendo,
—¿Por qué les fallaste? ¿Por qué se te aparecieron esos ángeles? Y si contabas con su ayuda, ¿por qué fracasaste en tu empresa?
Yo me encogí de hombros y sonreí.
Úrsula apoyó la cabeza en mi brazo. Al reclinarse sobre mí noté que su cabellera me rozaba la espalda.
—¿Por amor? —repitió el sacerdote.
—Nadie puede comprenderlo. Dios no lo aceptará, pero es cierto. ¿Qué es lo que nos separa, padre, a usted y a mí, y a la mujer que está sentada junto a mí? ¿Qué es lo que se interpone entre nosotros, entre el honesto sacerdote y los dos demonios?
El anciano emitió una risita. Había realizado una jugada magistral.
—¡Qué te parece! —exclamó al tiempo que me miraba con sus astutos ojillos—. Disculpa, había olvidado tu pregunta. Yo conozco la respuesta.
—¿Cómo? —preguntó el sacerdote volviéndose hacia el anciano—. ¿Conoces la respuesta?
—Por supuesto —respondió el padre dándose otra carta—. Lo que separa a esos dos de una buena confesión es flaqueza y el temor de arder en el infierno si se ven obligados a renunciar a sus vidas.
El sacerdote miró estupefacto a su padre.
Úrsula no dijo palabra. De pronto me besó en la mejilla y murmuró:
Eché un vistazo alrededor de la habitación de la posada, que estaba en penumbra. Vi los viejos barriles. Contemplé con profunda perplejidad e insólita congoja todas las cosas que los humanos utilizaban y tocaban. Observé las toscas manos del sacerdote, apoyada una sobre otra en la mesa. Reparé en el vello que cubría el dorso de sus manos, en sus gruesos labios y sus ojos grandes, húmedos y llenos de tristeza.
—Le ruego que acepte este regalo que le hago —murmuré—. El secreto de los ángeles. ¡Le aseguro que los vi! Usted ha podido comprobar lo que soy, por tanto sabe que no le engaño. Vi sus alas, sus halos, vi sus pálidos rostros, y la espada de Mastema el poderoso. Ellos fueron quienes me ayudaron a saquear el castillo y a destruir a todos los demonios salvo uno, esta niña esposa, la mía.
—Una niña esposa —musitó Úrsula, entusiasmada. Me miró pensativa y se puso a canturrear con voz suave una antigua tonada, una de esas viejas cancioncillas. Luego me apretó el brazo y murmuró en tono tan convincente como apremiante—: Vámonos, Vittorio, deja a estos hombres en paz. Ven conmigo y te contaré mi historia, cómo me convertí realmente en una niña esposa. —Miró al sacerdote con renovada animación—. Sí, yo fui una niña esposa. Se presentaron unos hombres en el castillo de mi padre y me compraron, dijeron que yo debía ser virgen, y las comadronas aparecieron con una palangana de agua caliente y tras examinarme declararon que lo era. Florian me tomó entonces como esposa. Yo fui su esposa.
El sacerdote clavó la vista en ella, incapaz de moverse aunque lo deseara. El anciano alzó los ojos, con expresión risueña, asintiendo con la cabeza mientras escuchaba el relato de Úrsula, y siguió jugando a los naipes.
—¿Se imaginan mi horror? —preguntó a los dos hombres. Luego se volvió hacia mí y apartó con un movimiento de cabeza el pelo que le caía sobre la cara; lo tenía rizado debido a las trenzas que se lo apresaran antes—. ¿Se imaginan lo que sentí al sentarme en el diván y ver a mi esposo, un individuo de una palidez cadavérica, como si estuviera muerto, tal como debemos parecerles nosotros a ustedes?
El sacerdote no respondió. Poco a poco los ojos se le inundaron de lágrimas. ¡Lágrimas!
Qué maravilloso espectáculo, incruento, cristalino, un espléndido adorno para su viejo y afable rostro de pronunciada papada y labios gruesos.
—Me condujeron a una capilla en ruinas —prosiguió Úrsula—, un lugar lleno de arañas y bichos donde me desnudaron y tendieron sobre un altar sacrílego para que Florian me hiciera su esposa. —Úrsula apartó la mano de mi brazo y abrió los brazos en un gesto ambiguo e infantil—. Yo lucía un velo muy largo, precioso, y un elegante vestido de seda bordado, y él me los arrancó y me poseyó con su miembro duro como una piedra, carente de vida, de semilla, y luego con sus colmillos, como estos que yo poseo ahora. ¡Fue una boda atroz! ¡Y pensar que mi padre me había vendido a ese ser!
Por las mejillas del sacerdote rodaron unas lágrimas.
Miré a Úrsula estupefacto, presa de dolor y de rabia; rabia contra un demonio que yo había matado, una rabia que confié en que traspasara las brasas del infierno y lo agarrara del cuello como unas tenazas ardientes.
No dije nada.
Úrsula enarcó las cejas y ladeó la cabeza.
—Al cabo de un tiempo él se cansó de mí —dijo—. Pero nunca dejó de amarme. Hacía poco que formaba parte de la Corte del Grial de Rubí; era un joven señor que buscaba constantemente incrementar su poder y realzar su vida sexual. Más tarde, cuando le pedí que perdonara la vida a Vittorio, no pudo negarse debido a los votos que habíamos cambiado hacía años sobre aquel altar de piedra. Después de dejar que Vittorio se marchara, cuando dio con él en Florencia y se convenció de que estaba loco y hundido, Florian me cantaba canciones, unas canciones para su esposa. Me cantaba viejos poemas como si deseara reavivar nuestro amor.
Me cubrí la frente con la mano derecha. No soportaba derramar esas lágrimas de sangre que vertimos cuando lloramos. No soportaba contemplar ante mí, como en una pintura de Fra Filippo, esa sexualidad que ella había descrito.
Fue el sacerdote quien rompió el silencio.
—Ambos sois muy jóvenes —dijo con labios temblorosos—. Unos niños.
—Así es —respondió Úrsula con su exquisita voz, con convicción y una pequeña sonrisa de aquiescencia. Me tomó la mano izquierda y la acarició de forma tierna y sincera—. Por siempre niños. Florian también era muy joven.
—Lo vi en una ocasión —dijo el sacerdote con voz entrecortada pero suave—. Sólo una vez.
—¿Y sabía quién era? —pregunté.
—Sabía que yo era impotente ante él, pese a mi desesperada fe, y que tenía las manos atadas con unas ligaduras que me era imposible romper.
—Vámonos, Vittorio, no le hagas llorar otra vez —dijo Úrsula—. Marchémonos de aquí. Esta noche no necesitamos sangre y me horroriza pensar en hacer daño a estos hombres, no podría siquiera...
—No, amor mío, jamás —la tranquilicé—. Pero acepte mi regalo, padre, la única cosa limpia que puedo ofrecerle, mi testimonio de que vi unos ángeles, y que ellos me sostuvieron cuando me flaquearon las fuerzas.
—¿No quieres que te dé la absolución, Vittorio? —preguntó el sacerdote. Ahora su voz parecía haber adquirido un tono más potente y su pecho mayor volumen—. Aceptad mi absolución, Vittorio y Úrsula.
—No, padre —contesté—, no podemos aceptarla. No la queremos.
—¿Por qué?
—Porque —repuso Úrsula en tono afable—, nos proponemos volver a pecar en cuanto se presente otra ocasión.
A través de un espejo oscuro
Esa noche partimos hacia casa de mi padre. Aunque nuestro viaje fue breve, eran muchos kilómetros para un mortal y en aquella remota región agrícola no conocían la noticia de que la amenaza de los demonios nocturnos, los vampiros de Florian, había desaparecido. Lo más probable era que mis granjas estuviesen abandonadas debido a las espeluznantes historias que hicieran correr de boca en boca quienes habían huido de Santa Maddalana, viajando a través de colinas y valles.
Sin embargo no tardé mucho en darme cuenta de que el castillo de mi familia estaba ocupado. Una legión de soldados y ordenanzas se había puesto afanosamente manos a la obra.
Cuando trepamos sobre la gigantesca muralla, pasada la medianoche, comprobamos que todos los muertos de mi familia habían sido enterrados, o cuando menos colocados en sus féretros de piedra debajo de la capilla, y que todos los bienes del castillo, los abundantes tesoros, habían sido robados. Sólo quedaban unos pocos carros, que pertenecían a los que ya habían emprendido viaje al sur.
Los pocos que dormían en las dependencias del administrador de mi padre eran contables del banco de los Médicis, y a la tenue luz de un firmamento tachonado de estrellas examiné en silencio los escasos papeles que habían dejado para que se secaran.
Toda la herencia de Vittorio di Raniari se había reunido, catalogado y transportado a Florencia para depositarla a buen recaudo en las arcas de Cosme, hasta el momento en que Vittorio di Raniari cumpliera veinticuatro años y estuviera en condiciones de asumir la responsabilidad de sus asuntos personales y financieros.
Sólo unos pocos soldados dormían en los cuarteles. Sólo unos pocos caballos se hallaban en los establos. Sólo unos pocos mozos y ayudantes dormían en unas dependencias próximas a las de sus patronos.
Puesto que el inmenso castillo no tenía ninguna utilidad estratégica para las autoridades milanesas, germanas, francesas o papales, ni tampoco para la ciudad de Florencia, no se habían molestado en restaurarlo ni repararlo, limitándose a cerrarlo.
Sin esperar a que amaneciera, abandonamos mi hogar, pero antes de partir fui a despedirme de la tumba de mi padre.
Yo sabía que regresaría. Sabía que muy pronto los árboles treparían por las laderas hasta alcanzar los muros del castillo. Sabía que la alta hierba asomaría a través de los resquicios y grietas de los adoquines. Sabía que los humanos dejarían de amar ese lugar, como habían dejado de amar tantas ruinas diseminadas por aquella región.
Entonces yo regresaría. Estaba convencido de ello.
Aquella noche, Úrsula y yo recorrimos la vecindad en busca de algunos bandidos que hallamos en el bosque, riendo alegremente cuando los atrapamos y obligamos a apearse de sus monturas. ¡Fue un festín increíble!
—¿Adonde iremos, señor? —me preguntó mi esposa por la mañana.
Habíamos hallado una cueva donde refugiarnos, profunda y bien oculta, repleta de espinosas zarzas que apenas arañaron nuestra curtida piel, y descansamos tras un velo de arándanos silvestres que nos protegía de los ojos de cualquier curioso, incluso del sol que comenzaba a alzarse.
—A Florencia, amor mío. Debo ir allí. En sus calles no pasaremos nunca hambre, ni corremos el riesgo de ser descubiertos. Hay ciertas cosas que debo ver con mis propios ojos.
—¿Qué cosas son ésas, Vittorio? —preguntó Úrsula.
—Pinturas, mi amor, pinturas. Deseo contemplar los ángeles que aparecen en esas pinturas. Debo... debo enfrentarme a ellos, por así decirlo.
Mi respuesta satisfizo a Úrsula, que jamás había visitado la imponente ciudad de Florencia. Durante su desdichada y eterna existencia compuesta de ritos y disciplina cortesana, había permanecido encerrada en las montañas, y se tumbó junto a mí para soñar con la libertad, con espléndidos colores como el azul, el verde y el oro, tan opuestos al rojo oscuro que todavía lucía. Se acostó a mi lado, confiando plenamente en mí. Por mi parte, yo no confiaba en nadie.
Lamí la sangre humana que tenía en los labios mientras me preguntaba cuánto tiempo permanecería aún en la Tierra antes de que alguien me cortara la cabeza con un contundente y certero golpe de espada.
La Inmaculada Concepción
Hacía mucho que había sonado el toque de queda, del que nadie hacía demasiado caso, y en Santa María Maggiori —el Duomo— se había congregado una enorme multitud de estudiantes para asistir a la conferencia de un humanista que sostenía que Fra Filippo Lippi no era un cerdo como se afirmaba.
Nadie reparó en nosotros. Nos habíamos alimentado de unas víctimas que habíamos cazado en el campo, y lucíamos unas pesadas capas que sólo dejaban entrever una pequeña porción de nuestra pálida piel.
Entré en la iglesia. La multitud llegaba hasta las mismas puertas.
—¿Qué sucede? ¿Qué le ha ocurrido al gran pintor?
—Esta vez se ha metido en un lío gordo —contestó un hombre sin molestarse en mirarnos ni a mí ni la esbelta figura de Úrsula, que estaba apoyada en mí.
El hombre estaba pendiente por completo del orador, el cual se hallaba de pie ante la multitud.
Al hablar, su voz retumbaba a través de la gigantesca nave.
—¿Qué es lo que ha hecho?
Al no obtener respuesta, me abrí camino como pude entre la nutrida y apestosa muchedumbre humana, arrastrando a Úrsula tras de mí. Ésta se sentía un tanto cohibida por aquella ciudad tan imponente, y durante los más de doscientos años de su vida no había contemplado una catedral de semejantes proporciones.
Formulé mi pregunta a dos jóvenes estudiantes, quienes se volvieron de inmediato para responderme. Ambos vestían a la moda y tendrían unos dieciocho años, eran lo que en aquella época llamaban en Florencia giovanetti, esa edad tan complicada en que eres demasiado mayor para considerarte un crío, como era yo, y demasiado joven para ser un hombre.
—Filippo pidió a una joven y hermosa monja que posara para el cuadro del altar que estaba pintando, en el que aparece la Virgen María —me explicó el primer estudiante, un joven de pelo negro y ojos de mirada profunda, que me observaba con sonrisa burlona—. Pidió al convento que eligieran a la monja que debía posar para él, con objeto de pintar a una Virgen perfecta, y entonces...
El otro estudiante concluyó el relato.
—¡Se fugó con ella! —exclamó—. Raptó a la monja del convento, se fugó con ella y con la hermana de ésta, su hermana de sangre. Se han instalado en una vivienda sobre el taller, él, la monja y la hermana de ésta, los tres, el monje y las dos monjas. Vive en pecado con ella, Lucrezia Buti, a la que ha utilizado de modelo para pintar la Virgen del cuadro del altar, sin importarle un comino lo que piense la gente.
La multitud nos empujaba y zarandeaba. Unos hombres nos mandaron callar. Los estudiantes apenas lograban contener la risa.
—Si no contara con el apoyo de Cosme —dijo el primer estudiante en un murmullo obediente pero socarrón—, ya lo habrían ahorcado, me refiero a la familia de la monja, los Buti, cuando no los sacerdotes de la orden de los carmelitas o la población entera.
El otro estudiante meneó la cabeza y se tapó la boca para contener una carcajada.
El orador, desde el fondo, aconsejó a todos que conservaran la calma y dejaran que las autoridades se ocuparan de ese escándalo y ultraje, pues todo el mundo sabía que no existía en Florencia un pintor más genial que Fra Filippo; Cosme resolvería esa cuestión en el momento oportuno.
—Siempre ha sido un hombre atormentado —comentó el estudiante que estaba junto a mí.
—Atormentado —murmuré—. Atormentado. —Recordé su rostro, el rostro del monje que viera hacía años en casa de Cosme en Vía Larga, discutiendo con vehemencia para ser libre, para pasar un rato con una mujer. Sentí agitarse en mi interior un extraño conflicto, un extraño y oscuro temor—. Confío en que no vuelvan a lastimarle.
«Uno se pregunta...» murmuró una suave voz en mi oído. Me volví, pero no vi a nadie que pudiera haber pronunciado esa frase. Úrsula miró en torno a ella.
—¿Qué ocurre, Vittorio? —preguntó.
Pero yo reconocí ese murmullo, que volvió a producirse, íntimo e incorpóreo: «Uno se pregunta dónde estaban sus ángeles custodios el día en que a Fra Filippo se le ocurrió cometer semejante locura.»
Me volví una y otra vez, frenético, impaciente, intentando localizar esa voz. Unos hombres se apartaron de mí e hicieron unos pequeños gestos de irritación. Tomé a Úrsula de la mano y la conduje con prisas hacia la puerta.
Una vez fuera de la iglesia, en la plaza situada frente al Duomo, mi corazón dejó de latir con violencia. Yo no sabía que esa nueva sangre haría que experimentara semejante angustia, tristeza y temor.
—¡Se ha fugado con una monja para pintar a la Virgen! —exclamé en voz baja.
—No llores, Vittorio —dijo Úrsula.
—¡No me hables como si fuera tu hermano pequeño! —espeté, peroenseguida me avergoncé de haberla tratado de esa forma. Úrsula me miró entre sorprendida y dolida, como si le hubiera propinado un bofetón. Le tomé la mano y se la besé—. Lo lamento, Úrsula, perdóname.
Echamos a andar tomados de la mano.
Al cabo de unos momentos atravesamos la estrecha callejuela, entre cuyos muros resonaba el eco de nuestros pasos, y nos detuvimos ante la puerta del taller, que estaba cerrada. No vi luz alguna, salvo en las ventanas del tercer piso, como si el pintor se hubiera visto obligado a refugiarse con su amada en el piso más alto del edificio.
No había ninguna multitud congregada ante la casa.
Pero de pronto una mano arrojó desde las sombras un puñado de tierra contra la puerta cerrada a cal y canto, seguido de otro puñado de tierra y de una andanada de piedras. Yo retrocedí, protegiendo a Úrsula con el brazo, y observé cómo un transeúnte tras otro se acercaban a la puerta y proferían unos insultos contra el taller.
Al cabo de un rato me apoyé en el muro frente al taller y contemplé distraídamente la oscuridad. Oí la voz grave de la campana de la iglesia dar las once, indicando que todo el mundo debía desalojar las calles.
Úrsula aguardó a que yo tomara la iniciativa, en silencio, y me observó preocupada cuando yo alcé la cabeza y vi apagarse las últimas luces en casa de Fra Filippo.
—Yo tengo la culpa —dije—. Hice que sus ángeles se apartaran de su lado y él cometió esa locura. ¿Y total para qué? ¿Para yo poseerte como en estos momentos él posee a su monja?
—No sé a qué te refieres, Vittorio —respondió Úrsula—. ¿Qué me importan a mí unas monjas y unos sacerdotes? Jamás he dicho una palabra con la intención de herirte, pero ahora te hablaré sin rodeos. No te quedes ahí parado lloriqueando por esos mortales que tanto amabas. Estamos casados, y ni los votos de un convento ni ninguna orden sacerdotal pueden separarnos. Alejémonos de aquí, y cuando desees mostrarme a la luz de las lámparas las maravillas de este pintor, tráeme aquí para que contemple esos ángeles de los que me has hablado plasmados en pigmento y óleo.
La firmeza de su tono hizo que me arrepintiera de mi brusquedad. Le besé de nuevo la mano. Le dije que lo lamentaba. La estreché contra mi corazón.
No sé cuánto rato permanecimos abrazados en la calle, frente al taller del pintor. Transcurrieron unos momentos. Percibí el chorro de agua de un grifo y unos pasos distantes, pero nada de particular, nada que importara en la densa noche de la concurrida Florencia, con sus palacios de cuatro y cinco pisos, las derruidas torres, las iglesias y las decenas de millares de almas que dormían.
De pronto me sobresalté al ver una luz que caía sobre mí formando un puñado de haces amarillos. El primero era poco más que una delgada línea de luz, que se proyectó en sentido horizontal sobre Úrsula, seguido de otro que iluminó el callejón donde nos encontrábamos. Deduje que habían encendido unas lámparas en el taller de Fra Filippo.
Me volví en el preciso instante en que alguien descorría el cerrojo de la puerta en el interior, produciendo un ruido grave y chirriante. El sonido reverberó entre los oscuros muros. Arriba, detrás de las ventanas cubiertas con barrotes, no se veía ninguna luz encendida.
De pronto se abrió la puerta de par en par, sus dos hojas giraron hacia atrás y golpearon el muro levemente. Vi el amplio rectángulo del interior, una habitación espaciosa y profunda repleta de brillantes lienzos que resplandecían a la luz de tal cantidad de velas que parecía una capilla dispuesta para celebrar la misa del obispo.
Me quedé estupefacto. Aferré a Úrsula por el dorso de la cabeza y señalé.
—¡Ahí están, las dos pinturas, las Anunciaciones! —murmuré—. ¡Fíjate en los ángeles, esos ángeles arrodillados, allí, y allí, unos ángeles planos, postrados de rodillas ante las Vírgenes!
—Ya los veo —respondió ella con tono reverente—. Son más hermosos de lo que supuse. No llores, Vittorio —añadió apretándome el brazo—, a menos que te sientas conmovido por su belleza, es el único motivo válido.
—¿Es una orden, Úrsula? —pregunté. Tenía los ojos tan nublados de lágrimas que apenas atinaba a ver las figuras postradas de rodillas de Ramiel y Setheus.
Pero cuando me enjugué las lágrimas, cuando traté de recobrar la compostura y tragarme el dolor que me atenazaba la garganta, comenzó el milagro que yo temía más que a nada en el mundo, aunque a la vez lo deseaba con todas mis fuerzas.
Mis ángeles rubios vestidos de seda, rodeados por unos halos, abandonaron simultáneamente la tela de los cuadros, como si se desprendieran del tupido tejido. Se volvieron unos instantes para mirarme y luego se movieron de forma que ya no eran unos perfiles planos, sino unas robustas figuras que se posaron sobre las piedras del suelo del taller.
Por la exclamación de asombro de Úrsula comprendí que había presenciado también esa secuencia de gestos prodigiosos. Atónita, se cubrió la boca con la mano.
—Castigadme —musité—. Castigadme arrebatándome los ojos de forma que jamás vuelva a contemplar vuestra belleza.
Lentamente, Ramiel meneó la cabeza en sentido negativo. Setheus hizo otro tanto. Me contemplaron en silencio, uno junto al otro, descalzos como de costumbre, ataviados con unas holgadas ropas demasiado ligeras para moverse en la pesada atmósfera.
—Entonces, ¿qué vais a hacer conmigo? —pregunté—. ¿Qué merezco de vosotros? ¿Cómo es que puedo contemplaros a vosotros e incluso vuestro esplendor? —De mis ojos brotó un nuevo torrente de infantiles lágrimas, por más que Úrsula me mirara con ceño, por más que intentase con su silencioso gesto de desaprobación que yo me comportara como un hombre.
Pero no pude contenerme.
—Cada vez que contemples una de sus pinturas, nos verás —apostilló Setheus—, o verás a un ángel semejante a nosotros.
Su voz no contenía el menor tono de censura, sino la maravillosa serenidad y bondad que siempre me habían prodigado.
Pero la cosa no acabó ahí. Detrás de ellos vi cómo cobraban forma unas siluetas oscuras, mis guardianes, aquel par de ángeles de aire solemne y piel marfileña, vestidos con unas túnicas de un color azul intenso.
Qué expresión tan dura reflejaban sus sagaces ojos, despectivos aunque sin la crueldad que los hombres confieren a esas pasiones. Qué glacial y distante.
Abrí la boca, a punto de emitir un grito. Pero no me atreví a despertar a la noche que me rodeaba, deslizándose sobre los miles de empinados techados de tejas rojas, sobre las colinas y los campos, bajo la multitud de estrellas.
De pronto todo el edificio comenzó a temblar y los lienzos, brillantes y resplandecientes en su baño de luz violenta, refulgían como sacudidos por un terremoto.
Mastema apareció de repente ante mí, y la habitación retrocedió, se hizo más amplia, más profunda; los otros ángeles, sus subordinados, retrocedieron también como impulsados por un viento silencioso que no admite desafío.
El torrente de luz parecía prender fuego a sus inmensas alas doradas, las cuales abarcaban todos los rincones de la inmensa habitación, y su casco rojo relucía como si fuera lava. Mastema desenvainó su espada.
Retrocedí, arrastrando a Úrsula conmigo. La empujé hacia el frío y húmedo muro y la obligué permanecer allí, aprisionada, detrás de mí, defendiéndola en la medida de lo posible de los peligros que la acechaban en la Tierra, extendiendo los brazos hacia ella para impedir que se moviera y que me la arrebataran.
—Ah —dijo Mastema, empuñando la espada al tiempo que sonreía y asentía con la cabeza—. ¡De modo que prefieres ir al infierno que dejar que ella muera!
—¡Sí! —repliqué—. No tengo elección.
—¡Por supuesto que la tienes!
—No la mates. Mátame a mí y envíame al infierno, pero concédele a ella otra oportunidad...
Úrsula emitió un grito y me agarró del pelo como quien se aferra a una tabla salvavidas.
—Acaba de una vez —dije—. ¡Córtame la cabeza y envíame ante el Señor para que me juzgue y yo pueda interceder por ella! Hazlo, Mastema, te lo suplico, pero no la mates. Aún no ha aprendido a pedir perdón.
Sosteniendo la espada en alto, Mastema me agarró por el cuello y me atrajo hacia él. Úrsula voló detrás de mí. El ángel me sostuvo a pocos centímetros de su rostro, contemplándome con sus luminosos ojos.
—¿Y cuándo aprenderá a hacerlo? ¿Y cuándo aprenderás tú?
¿Qué podía yo responder? ¿Qué podía hacer?
—Yo te enseñaré, Vittorio —murmuró Mastema en tono de irritación—. Yo te enseñaré a pedir perdón cada noche de tu vida.
De pronto sentí que me elevaba, sentí que el viento agitaba mi ropa, sentílas diminutas manos de Úrsula aferrarse a mí y el peso de su cabeza sobre mi espalda.
El ángel nos arrastró a través de las calles hasta que de repente apareció ante nosotros una nutrida multitud de mortales holgazanes que salían de una taberna, borrachos y riendo a carcajadas; una masa de rostros naturales, hinchados, y prendas oscuras agitadas por la brisa.
—¿Los ves, Vittorio? ¿Ves a esos seres de los que te alimentas? —preguntó Mastema.
—¡Sí, Mastema! —contesté tratando de asir la mano de Úrsula, de sujetarla, de protegerla—. ¡Los veo, sí!
—Todos ellos, Vittorio, poseen lo que yo veo en ti, y en ella: un alma humana. ¿Sabes lo que es eso, Vittorio? ¿Lo intuyes?
No me atreví a responder.
La multitud se dispersó a través de la iluminada plaza, aproximándose a nosotros.
—En cada uno de ellos anida una chispa del poder que nos creó a todos — continuó Mastema—, una chispa de lo invisible, lo sutil, lo sagrado, lo misterioso, la chispa que creó todo cuanto existe.
—¡Dios! —exclamé—. ¡Fíjate, Úrsula!
Cada uno de aquellos mortales, hombres, mujeres, viejos o jóvenes, había adquirido un resplandor dorado. De ellos emanaba una luz que rodeaba y envolvía a cada figura, un sutil cuerpo de luz idéntico a la forma del ser humano que caminaba rodeado por éste, sin percatarse de ello. Toda la plaza estaba inundada de esta luz dorada.
Observé mis manos y comprobé que también estaban rodeadas por ese cuerpo sutil y etéreo, esa hermosa, resplandeciente y sobrenatural presencia, ese maravilloso fuego incombustible.
Me volví con tal brusquedad que mis ropas se enredaron entre mis piernas, y vi a Úrsula envuelta en esa llama. La vi viva y respirando dentro de ella, vuelta hacia la multitud, y comprobé de nuevo que cada uno de aquellos seres vivía y respiraba dentro de esa llama, y en ese instante comprendí con meridiana claridad que la vería siempre, que jamás vería a unos seres humanos, ya fueran monstruos o gentes de bien, desprovistos de ese infinito y cegador fuego del alma.
—Sí —me susurró Mastema al oído—. Sí. Eternamente, y cada vez que mates a uno de esos seres, cada vez que claves tus malditos colmillos en sus tiernos cuellos, cada vez que bebas la siniestra sangre que precisas para subsistir, como la más feroz de las bestias creadas por Dios, verás esa luz estremecerse y pugnar por seguir viva, y cuando hayas saciado tu apetito y el corazón de tu víctima se detenga, verás apagarse esa luz.
Me aparté de Mastema, y él no me lo impidió.
Tomé a Úrsula de la mano y eché a correr en dirección al Arno, hacia el puente, hacia las tabernas que aún permanecían abiertas, pero antes de ver las refulgentes llamas de las almas que había allí, vislumbré el resplandor de las almas a través de centenares de ventanas, el resplandor de las almas filtrándose por debajo de las puertas cerradas.
Al ver aquello comprendí que Mastema había dicho la verdad. Siempre lo vería. Vería la chispa del Creador en cada ser humano con quien me encontrara, en cada ser humano que matara.
Al llegar al río, me incliné sobre la balaustrada de piedra. Grité una y otra vez, dejando que el eco de mis gritos resonara sobre el agua y los muros de los edificios. Estaba enloquecido de dolor. De golpe apareció a través de la oscuridad un niño que avanzaba hacia mí, un mendigo, bien versado en las palabras que debía decir para obtener un mendrugo de pan, unas monedas o la caridad que alguien quisiera darle, y vi que resplandecía envuelto en aquella deslumbrante y prodigiosa luz.
Y las tinieblas no la recibieron
Mastema no apareció en las obras de Fra Filippo hasta al cabo de unos años, cuando éste, peleando y discutiendo como de costumbre, comenzó a trabajar para Piero, hijo de Cosme, que había muerto.
Fra Filippo no renunció a su amada monja, Lucrezia Buti, y decían que cada Virgen que pintaba (y fueron muchas) ostentaba el bello rostro de Lucrezia. Lucrezia dio a Filippo un hijo, y éste asumió como pintor el nombre de Filippino. Su obra era también espléndida, pródiga en ángeles, los cuales también cobran forma ante mis ojos cuando, triste, desgraciado, lleno de amor y temeroso, acudo a admirar esas telas.
En 1469, Filippo murió en la ciudad de Spoleto, y con él murió uno de los más grandes pintores que jamás han existido. Fue el hombre a quien castigaron con el potro del tormento por fraude, que raptó a una monja del convento; el hombre que pintó a María como una Virgen asustada, como la Madonna de la Noche Navideña, como la Reina del Cielo, como la Reina de todos los Santos.
En cuanto a mí, quinientos años más tarde apenas me alejo de la ciudad que vio nacer a Filippo y la época que se dio en llamar la Edad de Oro.
Oro. Eso es lo que veo cuando te miro a ti, lector.
Eso es lo que veo cuando miro a cualquier hombre, mujer, niño.
Veo el flamígero oro celestial que Mastema me mostró. Lo veo rodeándole, abrazándole, envolviéndole y bailando contigo, lector, aunque tú no puedas verlo, ni te interese.
Esta noche, desde la torre en la Toscana, contemplo el paisaje, y a lo lejos, en los valles, veo el oro de los seres humanos, la resplandeciente vitalidad de las almas que palpitan.
Ésta es mi historia.
¿No adviertes un extraño conflicto en ella? ¿Un dilema?
Retrocedamos al comienzo de la historia, cuando explico que mi padre y yo cabalgábamos juntos por el bosque, hablando sobre Fra Filippo, y mi padre me pregunta qué me atrae de ese monje. Yo respondo que es la lucha que se libra en su interior y su personalidad ambivalente, y que de esa personalidad ambivalente, de ese conflicto, nace el tormento que Filippo plasma en los rostros que pinta.
Filippo era un hombre atormentado. Al igual que yo.
Mi padre, un hombre de temperamento tranquilo y personalidad menos compleja, sonrió.
Pero ¿qué significa en relación con esta historia?
Sí, soy un vampiro, como ya he dicho; soy un ser que se alimenta de vida mortal. Vivo en silencio, satisfecho, en mi tierra, en las oscuras sombras de mi castillo, y Úrsula está siempre junto a mí; y quinientos años no es tanto tiempo para que un amor como el nuestro se haya fortalecido.
Somos demonios. Estamos condenados. Pero ¿acaso no hemos presenciado y comprendido multitud de cosas, no he relatado en este libro algunas cosas que puedan resultarle útiles al lector? ¿No he descrito un conflicto tan tormentoso que hace que aquí brille algo lleno de luz y color, como las obras de Filippo? ¿Acaso no he bordado, tejido, dorado, sangrado?
Analícese mi historia y dígaseme que no le ha aportado nada. No lo creeré.
Cuando pienso en Filippo, en su rapto de Lucrezia y en sus tempestuosos pecados, ¿cómo hacer para separarlos de la magnificencia de sus obras? ¿Cómo separar la violación de sus votos, sus engaños y peleas, del esplendor que Filippo concedió al mundo?
No digo que yo sea un gran pintor. No soy tan estúpido. Pero sí afirmo que de mi dolor, de mi locura, de mi pasión ha nacido una visión, una visión que llevo eternamente conmigo y que te ofrezco.
Es una visión de cada ser humano, rebosante de fuego y misterio, una visión que no puedo negar ni eliminar, ni darle la espalda, ni despreciar, ni escapar de ella.
Otros escriben sobre dudas y tinieblas.
Escribo sobre una sed de sangre que jamás lograré saciar. Escribo sobre el conocimiento y su precio.
Contémplese la luz que arde en su interior. Yo la veo. La veo en cada uno de nosotros, y siempre la veré. La veo cuando tengo hambre, cuando lucho, cuando mato. La veo estremecerse y morir en mis brazos al beber la sangre de mis víctimas.
¿Te imaginas lo que representaría para mí matarte, lector?
Confiemos en que no necesites presenciar un asesinato o una violación para ver esta luz en los seres que te rodean. Ruega a Dios que no te exija pagar ese precio. Deja que yo lo pague por ti.