Si tengo que salir de mi apartamento dentro de poco, antes debo darme un baño. Seguramente también debería comer algo. Desde mi cocina las oigo charlar en tono combativo; no discuten, pero se desafían unas a otras. Marie-Thérèse dice algo sobre sus dos compañeras, señala que fueron ellas quienes pasaron algo por alto, seguramente hablan de mí. Me voy. No quiero escuchar.
No fui, fui, no soy, no me importa.
Ese es el texto más frecuente en las tumbas romanas.
Los textos de las lápidas musulmanas ante todo ensalzan a Dios y sus profetas: En el nombre de Dios, el más Misericordioso, el más Clemente. Alabado sea Dios, el creador del cielo y la tierra. Plegarias y bendiciones para Gabriel, todos los ángeles, Abraham, Ismael, Mahoma, todos los profetas, la hija de Mahoma, sus esposas, su prima, su mejor amigo del instituto, su farmacéutico. Lo digo en broma, por supuesto. He visto inscripciones exquisitas en algunas tumbas musulmanas; no todas eran expresiones de gratitud al estilo de la ceremonia de entrega de los Oscar.
¿Qué dirá la inscripción de la lápida de mi tumba? Hay tantas posibilidades, hay tanto donde elegir.
Aquí yace Aaliya, nunca del todo viva, ahora muerta, todavía sola, todavía temerosa.
Muerte, no te enorgullezcas, pues aquí solo has derrocado a una partícula.
Mi inscripción funeraria favorita es la de un escritor, cómo no:
Como pessoana acérrima, mi lápida debería llevar inscritas sus palabras, y ahí, queridos amigos, tengo mucho, muchísimo donde elegir.
¿Qué estoy diciendo? ¿Una lápida interesante? Para citar a Nabokov, la historia limitará mi vida al guión entre dos fechas.
Seguramente me incinerarán con mis libros.
Ya que tengo que salir del apartamento, iré al Museo Nacional, que es adonde suelo ir para escapar del mundo. Pasaré el día allí. Si tengo tiempo, iré a ver a mi madre. Necesito saber si gritará otra vez, necesito saber si fue una anomalía ocasional, una aberración. Pero solo si tengo tiempo. No me apetece verlos a ella ni a su hijo.
Me meto en la ducha. El agua caliente resbala por mi cuerpo mientras me enjabono el pelo con mi champú para niños habitual, y no con Bel Argent. El azul desaparecerá poco a poco, muy lentamente. Otra ducha, otro día en que me gustaría que este edificio no fuera tan viejo; me gustaría tener agua más caliente, más agua, una bomba mejor, unas cañerías menos ruidosas. Cada vez que abro un grifo estalla una sinfonía de carillones de Schoenberg. Las cañerías y yo hemos envejecido juntas.
El agua brilla como hilos de mica sobre mi cuello y mis hombros. La seco con una toalla. Me retuerzo el pelo para eliminar el exceso de agua. Al menos tengo esto en común con la Venus de Tiziano surgiendo del mar y la Afrodita de Cirene. La Afrodita de Cirene no tiene cabeza, pero se supone que estaba retorciéndose el pelo antes de ser decapitada por el tiempo irreverente.
Me visto deprisa con lo primero que encuentro. El pelo, todavía húmedo, deja manchas oscuras en el pañuelo. Me calzo unos zapatos de andar (ando, ando, ando). Meto lo esencial en el bolso, entre otras cosas un paraguas plegable y la traducción francesa más reciente de las
Todos los beirutíes de cierta edad han aprendido que cuando salen a dar un paseo nunca deben dar por sentado que volverán a casa, no solo porque podría ocurrirles algo a ellos, sino también porque su casa podría dejar de existir.
Para los jóvenes de hoy, los años de la guerra pertenecen a otra era geológica.
A petición mía, el
«Beirut revisitada (1982)» no es un poema que me apetezca recitar hoy.
He tomado una decisión saludable. El paseo de una hora hasta el museo puede ser rejuvenecedor —antes lo daba regularmente en los días buenos—, pero en ocasiones tiene el don subversivo de desequilibrar a un beirutí equilibrado, pues está cargado de minas emocionales y proyectiles que no llegaron a estallar. Esta calle era la línea verde principal que dividía las zonas este y oeste de la ciudad. Seguramente hubo más batallas, más francotiradores, más asesinatos, más cadáveres, más descomposición y destrucción aquí que en ninguna otra parte del país: caos, devastación y ruina. Esta zona y el bulevar que la atraviesa han sido reconstruidos. Han restaurado el hipódromo bombardeado, cuyas vigas sobresalían como esqueletos de animales antediluvianos, y ya no queda nada que nos recuerde a las docenas de caballos que ardieron vivos en las cuadras; salvo la brisa, no queda nada que nos recuerde a los centenares de peatones muertos de un tiro cuando trataban de comunicarse con sus familiares o amigos en una ciudad enfrentada consigo misma.
Visito el museo para darme el gusto, para empaparme de una historia mucho más lejana.
Cuando empezó la guerra, los conservadores del museo temían con toda razón que lo saquearan. No había caja fuerte de acero ni escondite capaces de impedir que una milicia bien armada se hiciera con los tesoros guardados allí dentro. En nuestra guerra no había marines americanos para proteger nuestro museo (
El amable vigilante de mejillas coloradas da una discreta cabezada para indicarme que puedo pasar. Ajeno a la tristeza, siempre parece alegrarse de verme. Yo prefiero pagar la entrada, pero si lo hago él se siente ofendido. Nos conocemos superficialmente desde que reabrieron el museo. Es alto, pero como tiene la cabeza muy grande parece un enano aquejado de gigantismo. Lleva una camisa de algodón de manga corta —no lleva uniforme—, y me entra frío solo con verlo. Una vez le comenté que no era ético que yo entrara gratis, que el museo necesitaba nuestro apoyo, pero él replicó que el precio de una entrada no iba a arruinar ningunas arcas. Por lo visto cree que yo y otro visitante habitual al que no conozco merecemos entrar gratis.
Me llama
Está sentado a un viejo escritorio metálico junto a un detector de metales que después de la reapertura funcionó durante unos años. Al principio todos los visitantes pasaban por el detector y la máquina de rayos X se tragaba y regurgitaba los bolsos, pero luego las máquinas se estropearon, o se relajó la vigilancia. Cuando paso por debajo del arco del detector, el vigilante inclina la cabeza y me susurra con tono de complicidad, como si fuéramos espías que se disponen a intercambiar información supersecreta:
—Hoy hay macarrones,
En su código secreto, «macarrones» designa a los italianos, lo que significa que hoy el grueso de los visitantes tiene esa nacionalidad.
—Debería llamar a mi mujer —susurra, y saca su teléfono móvil—. Quizá pueda prepararme macarrones para cenar. ¿A usted le gustan los macarrones,
Me gusta este museo porque lo visita poca gente. Durante mucho tiempo fui la única que paseaba por estas salas. A los libaneses no les interesa demasiado la historia. Después de la guerra volvieron a venir manadas de turistas árabes a Líbano, pero a ellos todavía les interesaba menos. Volvieron por el sol, la playa, las montañas, los clubes, el alcohol, las drogas y, por supuesto, el sexo, y montaban orgías en las mismísimas aceras. La palabra que designa a los árabes en el código secreto es «camellos». El vigilante es chií —seguramente cree que yo también, pero nunca le he sacado de su error—, y por eso le desagradan los saudíes, y en las raras ocasiones en que alguno viene al museo, le encanta susurrar esa palabra de su código secreto. A veces infla los labios y hace ver que rumia. Cuando vienen iraníes, su rostro se ilumina; en el código secreto son «sahs».
Los emigrantes libaneses visitan el museo cuando vuelven al país por vacaciones, para mostrárselo a sus hijos, para recuperar cierto sentido de orgullo o qué sé yo. El número de turistas europeos que vienen al museo —los españoles son «paellas», los alemanes,
Yo vengo al museo para ser yo misma en el mundo; estoy fuera del apartamento, pero no en medio de una multitud. Es uno de los pocos sitios de Beirut que no sufre el azote de la música de fondo. En el supermercado, en la Corniche, en los hospitales, en las calles, en las tiendas, en los ascensores, por toda la ciudad una música insípida sale de unas rendijas diminutas para revolver y embotar las ideas de los beirutíes, una catástrofe comparable, en mi opinión, a la guerra civil. En el museo puedo pensar. En una de las novelas del rencoroso y malhumorado Thomas Bernhard hay un personaje que tres mañanas por semana se sienta en un sofá delante del mismo cuadro, el
La gente, los visitantes, empieza a abarrotar mi museo y me entran ganas de salir. Creo de veras que me va a aplastar la multitud, que me va a hacer papilla, como si estuviera en un mortero y la gente fuera el macillo. Como ya sabéis, evito las aglomeraciones, la acumulación de personas. Pronto llegará un momento en que ya no disfrute deambulando por aquí.
El museo está lleno de piedra caliza de color ocre, cristales protectores y mosaicos antiguos. Es un edificio de estilo neoegipcio, pero no tengo ni idea de qué significa eso. A mí me parece francés, en todo caso. Lo primero que me llama la atención cada vez que entro es la escalera. Aunque la he subido infinidad de veces, siempre tengo la impresión de que está construida para bajarla y no para subirla, un efecto que seguramente se debe a que se divide en la parte superior y gira hacia un entresuelo invisible.
Los italianos no son los únicos visitantes hoy. Dos niños de unos cinco años corretean por el museo como si estuvieran en un parque infantil. Liberados de sus madres, se alborotan y arman bulla. El chirrido de sus zapatillas de deporte, que habrán costado caras, resuena en las salas. Tengo que admitir que no me encantan los niños. Se te pegan como abrojos y es engorroso arrancártelos. No es que no me gusten, pero prefiero no tenerlos cerca. Tampoco me encantan los italianos, que no son mucho más silenciosos que los niños. Pero, en honor a la verdad, tampoco me encantan los árabes ni los iraníes, ni los norteamericanos, que son los más escandalosos de todos. En fin, en general no me encanta la gente.
Hoy no voy a poder quedarme mucho tiempo, no es un buen día para gozar de la tranquilidad que suele ofrecer el museo. Quizá me limite a pasar un rato en la sala de los sarcófagos antiguos. Aunque son de períodos diferentes, las tumbas son tan viejas que parecen unidas por lazos sagrados de amistad centenaria. Mi favorita, cerca de la entrada y del detector de metales estropeado, es la de un noble. Tiene una altura impresionante, seguramente metro y medio. Alrededor de la base del sarcófago, esculpida en la piedra vieja, se muestra la escena más conmovedora del canto XXIV de la
Mientras estoy ante esa obra de arte, la madre de uno de los niños, con la parte posterior de la falda ceñida al trasero, regaña mecánicamente a los dos críos en mal inglés americano. Le dice a uno que se meta la camisa azul de cuadros por dentro de los pantalones. Los chiquillos no le hacen ni caso, como si la mujer estuviera tan lejos como los tiempos de Homero. Siguen brincando, y el pelo, que llevan más bien largo, brinca también sobre sus hombros. No sé si su bullicioso comportamiento se debe a su educación libanesa o a su entorno norteamericano.
Mi paciencia, como el tiempo que me queda en este mundo, se está agotando.
Un descendiente de inmigrantes libaneses escribió una novela que versiona la escena en que Príamo suplica a Aquiles que le entregue el cuerpo de Héctor: David Malouf, en
Me dirijo hacia los niños de Eshmún, pero los niños reales, los de carne y hueso, no los de mármol, pasan corriendo a mi lado en la misma dirección. Doy media vuelta y voy en sentido opuesto hacia los tronos de Astarté. Eshmún y Astarté, dos dioses fenicios, cada uno en un extremo del museo; no los dioses en persona, sino unos sustitutos: las estatuas de los niños ofrecidos a Eshmún el sanador con la esperanza de que los de verdad se conservaran sanos, y los tronos de la divina Astarté.
O cuatro mil años.
He perdido la cuenta de las veces que he estado ante estos tronos vacíos, reliquias descompuestas que en su momento tenían importancia; son de diferente tamaño y ninguno de los dos está entero: la piedra está cascada, la esfinge de un costado decapitada, un león, sin cabeza ni cola. Mis ojos quieren ver musgo en las grietas, como el que tendrían las estatuas in situ, pero los tronos están bien restregados. Los fenicios ponían betilos en esos tronos, originariamente meteoritos, piedras sagradas dotadas de vida, de la presencia de la diosa. No se conserva ningún betilo. Los tronos están vacíos. Astarté, la diosa del cielo con cuernos de media luna de Milton —Astaroht, Ishtar, Afrodita, Venus—, ya no reina aquí.
Cuando estoy en el museo, mi presente queda detenido, mi pasado reciente, olvidado; ante estos tronos, mi vida en su totalidad queda relegada a un segundo plano. Me siento parte de una historia más amplia, de la grandiosa noria del tiempo, lo que es iluso por mi parte, ya lo sé. Sin embargo, esa sensación me reconforta y me tranquiliza. A veces me pregunto qué habría pasado si hubiera vivido en ese otro mundo en lugar de este. ¿Me habría sentado en uno de esos tronos? No, yo no soy Astarté, no soy ninguna diosa. Quizá un betilo.
Cuando vengo al museo suelo acordarme de Schulz, seguramente por el revuelo que causó aquel asunto del mural y el museo israelí.
El escritor y artista polaco Bruno Schulz nació y se crió en una ciudad llamada Drohobycz. Bruno era raro se mire por donde se mire. Era enfermizo y tímido, socialmente inepto, con un montón de tics característicos, un niño poco corriente en un mundo riguroso. Al igual que Proust, el otro
La obra literaria de Schulz es sumamente reducida y tentadora: unos pocos ensayos, unos cuantos artículos y dos libros de relatos, pero qué relatos, qué mundo feliz nos mostró. Desgraciadamente para nosotros, y para él, su historia adquirió más importancia que sus historias. Cómo murió, quién fue, acaparó el protagonismo en la representación de su vía crucis. En 1941 Drohobycz cayó en manos de los alemanes. Cuando obligaron a Schulz a trasladarse al gueto, él escondió su obra en casa de colegas y conocidos: dibujos, cuadros y dos manuscritos inéditos, que posiblemente incluyeran una novela titulada
El oficial de la Gestapo encargado de la mano de obra judía, Felix Landau, decidió que Bruno no era un judío corriente, sino un judío necesario.
Pensad en esa expresión un momento, queridos amigos.
¿Qué es un ser humano necesario?
Lo que le salvó la vida a Bruno, o quizá debería decir lo que retrasó su muerte, fue que Landau se las daba de amante del arte. Obligó al judío necesario a pintar murales para el dormitorio de su hijo que representaban escenas de sus cuentos de hadas favoritos. Landau mantuvo a Schulz con vida hasta un día de noviembre de 1942, cuando Karl Günther, un oficial de la Gestapo rival, mató a Schulz para vengarse de Landau, que había matado a un dentista al que protegía Günther. Un dentista necesario, supongo.
Günther le dijo a Landau: «Tú has matado a mi judío, y yo he matado al tuyo».
Peor aún: en las primeras páginas de este siglo, un cineasta alemán, con la ayuda de los habitantes de Drohobycz, que ahora es una ciudad ucraniana, consiguió localizar los murales que Schulz había pintado para el hijo de Landau. Debajo de las numerosas capas de cal aparecieron los reyes y las reinas, las hadas y los enanos de la imaginación de Bruno. El pintor cobró vida una vez más, aunque fuera brevemente, antes de volver a desaparecer. Tres personas de Yad Vashem, el museo del Holocausto de Israel, arrancaron de las paredes fragmentos de los murales y los robaron en plena noche. El museo alegó que tenía derechos morales sobre la obra de mi héroe. ¡Puaj!
A Bruno Schulz, un nazi le disparó dos tiros en la cabeza.
A Federico García Lorca, un fascista le disparó un tiro en la cabeza, y luego otros dos en el trasero, cuando ya había caído de bruces, para marcarlo como homosexual.
Cuando leo a Schulz, me bautizo con el agua oscura de Lorca.
En el museo —el libanés, no el israelí—, contemplo un trono vetusto, por no decir antediluviano. Según los historiadores bíblicos, Dios inundó el mundo hace cuatro mil quinientos años, de modo que no, no puedo calificarlo de antediluviano.
Oigo un taconeo detrás de mí, pero no me doy la vuelta. Son los italianos, siete por lo menos, la mayoría mujeres. Los dos niños corren hacia ellos con sus zapatillas de deporte chirriantes. Todo eso lo oigo, no lo veo. Creo que los niños tampoco lo ven, porque ambos tropiezan con el grupo de italianos. Oigo cuerpos que chocan, y a los italianos maldiciendo, pero ni caídas ni volteretas. Me vuelvo y contemplo el caos. Los italianos reprenden a los niños en mal inglés, las madres reprenden a los italianos por ofender a los niños, los italianos reprenden a las madres por la mala conducta de sus hijos, lo que da lugar a insultos en libanés. No aparece ningún vigilante, ningún árbitro, ningún representante del museo.
Este choque de culturas no me concierne.
Los grupos se separan. Los italianos miran con arrogancia a los libaneses americanos y se marchan. Las madres miran a sus antagonistas con recelo, como si fueran una caravana contagiosa de los siete pecados capitales. Tras asegurarse de que los pecadores no miran, una madre le da una colleja a su hijo. El niño hace una mueca segundos después de recibir el golpe. La madre se aparta el pelo, que cae en ondas esculpidas sobre sus hombros, y se aleja de los niños con su amiga. La colleja no ha sido fuerte, pero el niño parece impresionado, y ni él ni su compañero saben qué hacer. Es el niño al que no han pegado el que empieza, el que incita a su amigo. Están en el mismo sitio donde los han dejado las mujeres, mirándose. El niño al que han pegado parece desconcertado. Al otro le tiemblan los labios, su respiración es entrecortada. Consciente o inconscientemente, el niño que ha recibido la colleja lo imita siguiendo el mismo orden: labios, respiración, ojos llorosos. Se dejan caer, se sientan en el suelo de piedra y lloran. Su lamento, prácticamente silencioso, contrasta con el escándalo que armaban hace poco. En la sala de las antigüedades resuenan los sollozos intermitentes de dos niños.
No se tocan, no se abrazan, no tratan de consolarse el uno al otro. Se quedan sentados en el suelo y comparten el llanto.
También yo me sumerjo en un mar de sentimientos. La escena que se ha desarrollado ante mí no solo me parte el corazón, sino también el alma. Soy testigo de una inocencia que nunca he tenido, de una infancia que me perdí y que añoro. No hay nostalgia más profunda que la nostalgia de las cosas que nunca han existido.
Consigo controlar los labios, que quieren temblar, pero la respiración me traiciona.
Me escondo detrás de la escalera para que nadie me vea. Aunque todavía estoy en la sala principal del museo, la luz rojiza se vuelve gris y el aire escondido parece más húmedo y sabe a cobre. Bajo el rellano de la escalera hay un universo completamente diferente. Las lágrimas me labran sendos surcos en las mejillas. Estoy hiperventilando. El terror se extiende por el pecho hacia las extremidades; me asusto porque me parece que estoy perdiendo la compostura y no sé por qué. La pena se apodera de mi corazón como un buitre.
¿Qué me está pasando?
Respiro hondo. No puedo permitir que los sollozos escapen de estos labios. No debo hacer ruido, como los niños. Me fijo en un rectángulo de oscuridad densa que hay a mi derecha. Me meto en esa habitación, me apoyo en la pared junto a la puerta y lloro. Veo las paredes, pero no distingo su color. A oscuras, vislumbro los desconchones de la pintura, que se desprende como si fuera papel pintado. La temperatura de esta habitación no es de unos agradables dieciocho grados. No, no es una temperatura agradable. Es un calor febril que convierte esta sala en un verano húmedo, agosto en diciembre. En cualquier momento me atacarán los mosquitos. Tengo la garganta seca. Estoy sudando. Voy excesivamente abrigada para ser agosto, claro. Un olor asfixiante a parafina y tabaco me impide respirar hondo. Acaricio el paraguas plegable en busca de consuelo. También está húmedo y eso me consuela, al igual que los atroces olores de esta habitación.
Debo aferrarme a mi cordura. Debo serenarme y salir de este sitio opresivo.
Me doy una palmada en la cabeza, y otra, como suelo hacer para aliviar el estrés, o para obligarme a pensar cuando estoy haciendo algo estúpido: una palmadita en la coronilla. Me peino con los dedos, me recojo el cabello y vuelvo a atarme el pañuelo. Me abanico con la mano. El sudor, la humedad, parece concentrarse en el triángulo que forman las axilas y el ombligo. Abrazo el bolso y lo aprieto contra esa región, inspiro para darme ánimo y salgo a la luz del museo, que en contraste parece ahora brillante y cegadora. Lamento que no se me ocurriera coger unas gafas de sol.
La sala está vacía, no hay rastro de los niños, de sus madres ni de sus antagonistas italianos. Así es como me gusta mi museo, vacío, y desierto y todo mío, pero no puedo entretenerme.
El vigilante que siempre parece contento me mira con gesto de preocupación.
—¿Se encuentra bien,
Estoy a punto de responder con el clásico «sí, sí» y salir sin detenerme, pero ese hombre merece algo mejor.
—No, pero no es nada grave —digo volviéndome hacia él—. He venido para huir de unos problemas familiares, pero no ha podido ser. —Vacilo, advierto que tartamudeo un poco—. Pero todo se arreglará.
El vigilante asiente lentamente con la cabeza, comprensivo, y me transmite el sermón libanés de rigor sobre la familia: es necesaria, es una locura, nos pone en aprietos, es un misterio y nos proporciona consuelo.
Después del calor del interior, el frío de la calle me hiela los huesos; la llovizna ha cesado y ha quedado suspendida en el aire. Bajo la escalinata, cruzo la calle, repleta de tráfico y empiezo a andar. No me importa adónde voy ni en qué dirección. Necesito que me circule la sangre.
¿Por qué no puedo ser como mi vigilante del museo? Es un hombre normal e imperturbablemente contento; normal e integrado en el mundo en el que vive.
Henri Matisse dijo en una ocasión: «Toda la vida me ha preocupado no pintar como los demás».
Me encanta esta cita, me encanta que el pintor más luminoso del siglo XX se sintiera inseguro. Le preocupaba ser diferente. ¿De verdad quería pintar como los demás, ser como los demás? ¿De verdad quería integrarse?
Toda la vida me ha preocupado no ser como los demás. Durante años conseguí convencerme de que era especial, de que ser diferente era una elección. De hecho, quería creer que era superior, no una artista, no un genio como Matisse, pero tampoco como la chusma. Soy única, soy singular, no solo peculiar, sino extraordinaria. Consideraba que mi singularidad era una virtud, que me protegía de sucumbir a las locuras y los estados de ánimo colectivos, que me ayudaba a flotar sobre las aguas turbulentas de la familia y la sociedad. Ese era, y es, mi mecanismo de supervivencia. Pero ahora me está fallando. Y no solo ahora. Últimamente no consigo mantener la farsa, no consigo proteger adecuadamente mi corazón.
«Todo hombre guarda en su corazón una cámara real —escribió Flaubert—. Yo he sellado la mía.»
Yo no lo he hecho tan bien como Gustave. Mis muros tienen fisuras. Con los años han aparecido grietas dentadas en ellos. La crisis de hoy en el museo quizá haya sido excepcional, pero desde luego no ha sido la primera. Últimamente se producen más a menudo. Los muros empiezan a presentar las señales ineluctables del deterioro. No recuerdo que llorara nunca así antes de cumplir los cincuenta y cinco.
No sé a qué edad escribiría Flaubert esa frase. Murió un par de años antes de cumplir los sesenta.
Pessoa, que era aún más experto que Flaubert en aislamiento, escribió: «He rodeado el jardín de mi ser con unas altas rejas, más imponentes que cualquier muro de piedra, de modo que puedo ver perfectamente a los demás al mismo tiempo que los excluyo por completo, que los mantengo en su sitio, donde siguen siendo otros».
Cómo domina este poeta las palabras, cómo plasma las imágenes.
Me estoy convirtiendo en una de las muchas cosas que detestaba cuando era joven: una idiota sentimental. Estos muros debilitados ni siquiera han conseguido defenderme de la sensiblería previsible de las películas malas; ahora las películas malas de Hollywood protagonizadas por grandes héroes con motivaciones aún mayores me hacen llorar.
¿Queréis películas malas, queridos?
Hace unos años dieron por televisión
Una estúpida sentimentaloide, eso es lo que soy.
Pero no me pasa solo con las películas. La gente también me hace llorar.
El amante de Fadia, Abdallah, murió hace quince años; una noche su corazón dejó de latir. Un amigo común la llamó al día siguiente a primera hora. Fadia tuvo que obligarse a escuchar la noticia con estoicismo, como si Abdallah solo fuera un mero conocido. «¡Ay, sus pobres hijos! —quizá se viera obligada a decir—. ¡Su desconsolada familia!» Tuvo que esperar hasta que salió al rellano, hasta que se marcharon todos los hombres del edificio. Tuvo que esperar hasta que se quedó a solas con sus amigas, tomando café.
¿Os imagináis lo sola que debió de sentirse al recibir la llamada? Tu amante acaba de morir, tu compañero te ha abandonado, pero no te atrevas a emitir ni el más leve sonido inapropiado, porque tu familia podría oírte. Nadie te tocará como te tocaba él, nadie te comprenderá, nadie te abrazará hasta que te duermas, pero no dejes que tu rostro muestre ni un atisbo de pena. El dolor lacerante de sentirte sola estando rodeada de seres queridos.
Estaba esperando a que hirviera el agua cuando la oí. Mencionó como de pasada que Abdallah había muerto, y al principio me sorprendió lo despreocupada que parecía, hasta que comprendí que estaba aguardando a que el marido de Joumana se marchara con el de Marie-Thérèse. Las amigas de Fadia no dijeron nada, o al menos yo no oí nada desde la ventana de mi cocina. Luego el marido de Joumana bajó por la escalera haciendo mucho ruido, como siempre que se va a trabajar, y el marido de Marie-Thérèse añadió su propio estruendo.
Cuando se hubieron marchado los hombres, las mujeres esperaron unos segundos. Entonces Joumana y Marie-Thérèse empezaron a consolar a Fadia, y Fadia dio rienda suelta a su aflicción. En el rellano, Fadia no podía gritar, y Joumana y Marie-Thérèse tenían que hablar en voz baja, pero yo, de pie junto al fregadero, con los platos del día anterior limpios y secos en el escurridor, oí cada palabra, cada gemido, cada sollozo, cada susurro. Como ya imaginaréis, queridos amigos, Joumana y Marie-Thérèse soltaron una letanía de tópicos poco convincentes: «Dios ha querido tenerlo cerca de su seno», «El tiempo todo lo cura», «Reharás tu vida». Pronunciaban las tradicionales condolencias libanesas, trilladas después de tantas generaciones: «Al menos tienes salud», «Dios nos ayudará». Quizá a vosotros os habría resultado irritante. Mientras lloraban juntas, repetían una y otra vez aquellos lugares comunes sin sentido, palabras estúpidas, inútiles, incoherentes, vacías, que no significaban nada y ni siquiera estaban llenas de ruido y furia. Funcionó, por supuesto. Lloraron y se lamentaron.
Yo lloré y me lamenté en mi cocina, en silencio, para no molestarlas. No podía controlar mis sentimientos. No conocía a Abdallah. Solo había oído las historias que las mujeres contaban sobre él. Sentí lástima de él. Sentí lástima de Fadia. Como una adolescente sentimental, lloré por un amor perdido.
No vayáis a pensar que me he convertido en una de esas mujeres que lloran en todos los entierros aunque no conozcan al muerto. No lloro por cualquier tontería; ni siquiera lloro cuando cae una bomba (en Beirut caen bombas como si nada). Lo que digo es que antes era más fuerte. De niña no lloraba, ni cuando ya era una mujercita. El hecho de que llore ahora, aunque pocas veces, el hecho de que no pueda controlar mi llanto en esas contadas ocasiones, me desconcierta. Solo eso.
Quiero que sepáis que no me sucede normalmente.
He de admitir que también perdí el control hace cuatro años, cuando la hija de Joumana anunció a las amigas de su madre que la habían aceptado en la Sorbona para cursar el doctorado. Mientras ellas la felicitaban a gritos en el rellano de arriba, yo compartía su felicidad y lloraba inclinada sobre la encimera de piedra gris de mi cocina.
Sin embargo, es algo infrecuente.
La neblina de llovizna se ha deshecho. La acera húmeda y una colcha de nubes bajas y finas —ora reconfortantes, ora amenazadoras— son los únicos indicios de que la lluvia ha pasado por aquí. Las piernas —cada una intenta adelantar a la otra— me llevan por una calle lateral. A diferencia de las calles principales, que cortan la ciudad como una cuchilla de carnicero, esta, más antigua, menea bastante las caderas. Negocia con el vecindario, regatea, toma y da; casi nunca va en línea recta, pero sabe adónde va. Esta calle es más antigua que los bulevares, que a su vez son más ordenados; sus paredes y estructuras muestran la pátina del tiempo. Camino por la calzada de asfalto, pues la acera —más que una acera es un bordillo discontinuo— está ocupada por vehículos aparcados y las Vespas de las numerosas castas de repartidores que hay en la ciudad. La película de agua dejada por la lluvia hace que tenga la impresión de andar sobre una capa de alquitrán, en la que mis zapatos hacen un ligero ruido de succión. Todos los edificios de esta calle son de cuatro plantas o más; en cada piso hay un balcón con cortinas que en su día, hace mucho tiempo, fueron de colores llamativos.
Pasa un coche pequeño, lleno hasta arriba de fumadores. Con tanto humo y tantos cigarrillos encendidos, da la impresión de que esté ardiendo. En otro coche, un niño aburrido tiene la cara pegada a la ventanilla trasera, las facciones deformadas. Ve que lo miro y saca la lengua para completar el aplastado autorretrato. Ese breve intercambio me divierte, y por lo visto a él también. Se aparta de la ventanilla, no sé si para contemplar mi reacción o la húmeda obra que ha dejado en el cristal. Un tercer coche toca la bocina para asegurarse de que no voy a cruzarme en su camino y luego pasa pitando a mi lado. Subo al bordillo, pero solo doy un paso, pues un expositor lleno de bolsas de patatas fritas me impide avanzar. El dueño de la tienda de comestibles está sentado fuera, en un taburete, con unos auriculares enchufados en los sentidos, feliz y sin que le importe que su mercancía y él hayan ocupado la acera. Parece contento en su mundo.
Paso al lado de un letrero que reza «Salón Aaliya» en árabe, aunque en otro letrero escrito en alfabeto latino dice «Salón Beyoncé». No sé si reír o llorar. No veo a ningún cliente en las sillas de barbero.
Hace más frío. Los últimos vestigios del otoño se levantan y desaparecen. Agarro más fuerte el bolso. Ya no sudo, pero la humedad todavía se aferra a los valles entre mis dedos.
Una tienda de bocadillos lanza olor a ajo hacia la calle. Tengo hambre. No sé si es la hora de comer o si ya ha pasado. Me he dejado el reloj en casa, como me pasa a menudo desde que me jubilé.
Este barrio es una conejera, o al menos como yo imagino que debe de ser una conejera, pero no tiene comparación con los cambiantes laberintos de los campamentos palestinos. Tiene un aire más sólido. Seguramente veo una diferencia abismal entre los dos porque los conozco. No he vuelto a Sabra desde que fui a buscar a Ahmad aquel día, hace ya muchos años. Quizá no pasee por este barrio a menudo, pero lo conozco. Ha cambiado un poco desde la última vez que estuve, pero lo reconozco, intrínsecamente. El barrio donde me crié no queda lejos: si no a un tiro de piedra, a un lanzamiento de mortero.
Hace un par de años hubo unos cuantos lanzamientos. En 2008, los chiíes y los sunníes —¡malditas vuestras familias!— se enfrentaron breve pero violentamente en estas calles. Todavía pueden verse las señales en los edificios: algunos agujeros de bala en uno, dos manchas en el segundo piso de otro, un lunar en un tercero; secuelas en unas fachadas que no pueden pagarse la cirugía estética. Sin embargo, no queda ni rastro de las cicatrices psicológicas que dejaron esas batallas en los beirutíes. Disimulamos muy bien los traumas. Aunque sea brevemente, aplazamos la irrespirable oscuridad que nos abruma.
¿Qué puedo decir de lo traicionados que nos sentimos cuando los libaneses empezamos a matarnos otra vez? Durante años, desde el fin de la guerra en 1990, nos engañamos creyendo que, después de todas las atrocidades que habíamos soportado, nunca volveríamos a enfrentarnos entre nosotros. Creímos que habíamos enterrado nuestro horror. Sin embargo, los libaneses no queremos analizar ese período de nuestra historia. Nosotros, como la mayoría de los seres humanos, consideramos que la historia es una lección expuesta en una pizarra que se puede borrar fácilmente. Preferimos esconder la cabeza para no ver las dificultades de la vida.
Puedo rescatar la sobada frase de George Santayana, esa de que quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo, pero no serviría de nada. Es una cita descabelladamente optimista, además de manida. Estamos condenados a repetir el pasado tanto si lo recordamos como si no. La repetición es inevitable; preguntádselo a Nietzsche (el eterno retorno), a Hegel (la historia se repite) o a James McCourt (la historia se repite como el hipo). Podríamos llevar las botas de hierro de la historia a modo de accesorio.
Los beirutíes están entretejidos en las guerras de su ciudad.
Me gusta la cita de Mark Twain: «La historia no se repite, pero rima».
Nos traumatizamos cada vez que los israelíes montan una de sus viriles juergas homicidas, pero lo superamos. Ellos no son nosotros. Es el precio que tenemos que pagar por vivir al lado de un vecino que necesita demostrar constantemente lo grandes que son sus atributos. Y son grandes, os lo aseguro, incluso nucleares. La destrucción que nuestros vecinos dejaron caer sobre nosotros en 2006 fue monumental; no, no debería usar ese adjetivo, porque implica ensalzamiento en lugar de arrasamiento. Digamos que fue horrorosa; prácticamente todos los barrios del sur de la ciudad quedaron devastados, y murieron cientos, si no miles de personas. Bombardearon todos los puentes del país, todas las centrales eléctricas. Yo me resistía a salir de casa a pesar de que mi barrio no estaba en peligro. Y sin embargo, pese a lo espantoso que fue aquel episodio, yo, como la mayoría de los beirutíes, busqué una explicación (recordad mi anterior disertación sobre la causalidad) y me dije que era el enfrentamiento cara a cara de la locura del ejército israelí y el sector lunático radical de Hezbolá. Oh, Poseidón, concédeme que esos dos saqueadores de ciudades encuentren sus casas en mal estado.
Dos años más tarde, en 2008, cuando se produjeron los enfrentamientos entre chiíes y sunníes, no pude encontrar ninguna explicación.
Seguramente ya os habéis fijado en que no me gusta Israel, ese ridículo estado pigmeo rebosante de autoestima, y sin embargo muchos de los gigantes a los que respeto son judíos. No hay contradicción. Me identifico con los marginados, con los alienados y con los desposeídos. Como muchos estados nación, incluido Líbano, su estado pigmeo gemelo, Israel es una abominación.
Los israelíes son judíos que no saben dónde han puesto su sentido del humor.
Me gustan los hombres y las mujeres que no encajan en la cultura dominante o, como los llama Álvaro de Campos, los extranjeros aquí y en cualquier otro lugar del mundo, accidentales tanto en la vida como en el alma. Me gustan los marginados, los fantasmas que deambulan por las salas llenas de telarañas del castillo maldito donde debe vivirse la vida.
A David Grossman quizá le guste Israel, pero deambula por sus salones llenos de telarañas como su tocayo Vasili se paseaba por los de Rusia. Escribir es saber que no estás en casa.
Dejé de adorar a Ulises en cuanto desembarcó en Ítaca.
Me encanta el tema de la tierra natal, pero el regreso a la tierra natal no.
Hace tiempo Czeslaw Milosz escribió en un artículo que, en esta era de la tecnología y la movilidad de masas, toda la retórica nostálgica de la patria «alimentada por la literatura desde que Ulises regresó a Ítaca» ha quedado debilitada, si no olvidada. Puede que se haya debilitado, pero no creo que se haya olvido. Esa añoranza de una tierra natal mítica, no necesariamente física, es lo que inspira el arte. Sin esa añoranza, la patria no es nada más que el nombre de una empresa finlandesa que fabrica los vehículos blindados utilizados por Israel en sus guerras en Líbano, o el nombre de una metralleta argentina.
Yo valoro la añoranza.
También valoro la ironía.
En el verano de 1982, mientras los tanques blindados y los helicópteros de combate israelíes imponían un asedio propio de otra época a una Beirut sin murallas, interrumpiendo el suministro de agua y comida, las fuerzas aéreas, esas catapultas modernas, arrasaron bloques de pisos, destruyeron todas las infraestructuras y, sorprendentemente, bombardearon la sinagoga del barrio judío de Beirut.
No hay contradicción.
Veo a una madre sentada en la acera de enfrente; su cara delata que no es libanesa, y su vestido harapiento delata que no vive en este barrio. Es una mendiga de profesión y está rodeada de las herramientas de su oficio: un bebé en los brazos; una niña de unos cinco años con el vestido y las rodillas sucios, incapaz de concentrarse en nada que suceda más allá del mundo de su madre, y la hija mayor, una chiquilla de no más de diez años, que, sentada en el suelo junto a su madre, con la espalda apoyada en la pared del edificio, me examina desde lejos. La siniestra madre, que parece salida de un cuento infantil, da un empujoncito a la hija mayor, quien se levanta de un brinco y echa a correr hacia mí con agilidad de experta. Morena, con la cara sucia y las mejillas sonrosadas, parece decidida y exageradamente seria. En sus ojos se aprecia un intenso brillo de resolución, el del depredador hambriento que ha avistado a su presa.
Solo que esta presa ya le ha preparado la mesa.
Espero hasta que rodea un coche y se me echa encima, y entonces la sorprendo extendiendo la mano y diciendo: «¿Tienes algo suelto para darme? Tengo mucha hambre».
Su cuerpo reacciona antes que su cara —un lapso de pocos segundos—, y retrocede como si la hubiera alcanzado una batería de obuses. Casi se cae sobre el Nissan azul que tiene a la izquierda. Su expresión de perplejidad no tiene precio: levanta las cejas, deja caer la mandíbula, sus labios se adelgazan y se le encienden las mejillas. Utiliza el coche como punto de apoyo, posa en él la mano abierta. Entonces me doy cuenta de que es más pequeña de lo que me había parecido; seguramente es una niña de ocho años alta para su edad.
Me pregunto si me habré pasado, pero no, la niña se recupera enseguida.
Sus ojos son los primeros en sonreír; es una chica lista. Luego rompe a reír. Su risa me alcanza como una catapulta y su mirada me deja paralizada. Me examina con regocijo y admiración no disimulada. Sonrío.
La madre, que se remueve nerviosa al otro lado de la calzada, no parece apreciar nuestra peculiar escena ni su encanto urbano. Incluso desde esta gran distancia se palpa su ansiedad. Atrae hacia sí a la pequeña de cinco años, cuyas caderas rodea con el brazo derecho.
—Tienes el pelo azul —observa mi niña entre carcajadas.
En un gesto efusivo, meto una mano en el bolso y le doy todos los billetes que tengo; todo lo que tengo excepto lo que llevo en el bolsillo, donde siempre pongo la mayor parte del dinero por si me roban el bolso. Acabo dándole solo un poco más de lo que vale la entrada del museo, que es mucho menos de lo que llevo encima. No soy estúpida, ni romántica, ni una atareada novelista rusa.
La niña, radiante y presumida, cuenta los billetes con los dedos ágiles de un cambista beirutí. Se da la vuelta sin dejar de contar y echa a andar hacia su madre.
—No dejes de ir al colegio —le digo.
—Estamos de vacaciones —responde sin levantar ni volver la cabeza, concentrada todavía en su botín.
Me recojo un mechón de pelo, me arreglo el pañuelo y sigo mi camino.
Me distrae el graffiti de una tapia que hay en el callejón de la izquierda. Describe con claridad lo que al veloz ensayista le gustaría hacerle a Condoleezza Rice y en qué posición (pista: estilo canino). El odio al gobierno Bush quizá haya sido lo único capaz de unir a todas las sectas de Líbano. Tienes el listón muy alto, Barack el Abogado.
En uno de estos callejones, no recuerdo exactamente cuál, tuve una experiencia humillante que ha permanecido en mi memoria hasta ahora, casi setenta años más tarde. Se trata de un suceso que ya no me produce mucho dolor. Debía de tener algo más de cuatro años; mi madre estaba embarazada de mi hermanastro el mayor, en el segundo trimestre. Íbamos hacia casa con prisas, ella me llevaba cogida de la mano. Mi madre caminaba muy concentrada y no poco consternada. Entonces yo no entendía, ni lo entendí hasta mucho más tarde, el miedo que le daba decepcionar a su marido, a la familia de este y a la suya propia, y si no aquel día, en algún otro momento. Como a la mayoría de nosotras, la habían amamantado con la leche del patriarcado (la valentía de los hombres, la fidelidad de las mujeres). Estaba convencida de que el mundo se descompondría si su marido contuviera la respiración y que, si no se cumplían todos sus caprichos, el universo entero quedaría reducido a cenizas.
Todavía recuerdo mis apresurados pasos aquel día, su inseguridad, mis resistentes zapatos de goma y tela de color marrón y beige, comprados hacía poco pero pasados de moda desde hacía tiempo. Hacíamos aquel trayecto a menudo, pero aquella vez era diferente. Ignoro si mi madre iba a llegar tarde, si no iba a tener tiempo de prepararle la cena a su marido, de terminar de limpiar, de plancharle la camisa de dormir, qué sé yo. Recuerdo que todavía era de día, de modo que él no podía haber regresado a casa. Sé que, en lugar de fijarme en lo que me rodeaba, solo podía concentrarme en las pantorrillas de mi madre, en cómo se deslizaban verticalmente como placas tectónicas con cada paso que daba. Mi madre caminaba deprisa, pero no podía correr debido a su estado; los transeúntes no lo habrían tolerado y se habrían visto obligados a proteger al feto de mi hermanastro de aquella madre irresponsable.
En aquella época había más gente caminando por las calles, mucha más.
Ahora, mientras recorro estas calles, me parece ver las lechosas pantorrillas de mi madre tal como eran entonces, las pantorrillas de Hera o Atenea en
Ahora, mientras recorro estas calles, observo que los edificios, la mayoría construidos en los años cincuenta y sesenta, son mucho más altos y que yo también soy mucho más alta.
Recuerdo que aquel día estaba aterrorizada. Necesitaba orinar. No paraba de decirle a mi madre que no podía esperar a que llegáramos a casa. Debía de imaginar que ella, que era una hechicera, podría hacer aparecer un retrete para mí. Mi madre, a diferencia de la esposa de Lot, no miraba hacia atrás, sino que mantenía la vista al frente, hacia La Meca. Ella también necesitaba orinar, me dijo sin detenerse. Necesitaba orinar continuamente debido a su estado, pero iba a esperar hasta que llegáramos a nuestro apartamento. Siempre esperaba. Si ella podía, yo también.
Debí de ponerme a llorar. Debí de tropezar. Debí de hacer algo, porque algunas personas nos miraron con preocupación, y otras con desdén. De pronto mi madre se paró. ¿Por qué siempre tenía que estar pidiendo, montando escenas? ¿Por qué no podía portarme como los niños normales? No me soltó la mano y tiró de mí hasta un callejón que discurría entre un par de edificios de dos plantas de color ocre. Cortando nuestro lazo con una espada del juicio, agitó la mano para indicarme que me alejara. «Allí —me ordenó—, hazlo allí, y deprisa.»
Su decisión debió de sorprenderme o impresionarme, pero no recuerdo si fue una cosa o la otra. Corrí por el callejón mientras ella montaba guardia de espaldas a mí. Temiendo que me viera algún transeúnte, me colé por la verja de un edificio. Detrás de una gran buganvilia en flor me agaché, medio oculta por su escudo rojo.
Una mujer con un vestido oscuro y los cabellos cubiertos con un pañuelo también oscuro me gritó y se puso a insultarme. Yo había creído que nadie podía verme. Había mirado alrededor antes de iniciar mi profanación, pero no me había fijado en el balcón del piso superior, donde estaba la mujer. «Largo de aquí», me gritaba, pero yo no podía marcharme. No podía parar de orinar. Tampoco podía mirar a aquella mujer, ni enfrentarme a su ira. Ella subió la voz y el tono de sus insultos. Mi mirada se entretuvo en el charco continental que se formaba en el suelo debajo de mí.
Cuando estuve lo bastante presentable para levantar la cabeza, vi a mi madre plantada ante mí; parecía más perpleja que enojada, pero fue solo un instante. Cuando la mujer del balcón empezó a insultarla y criticar sus métodos educativos, mi madre le soltó una sarta de improperios tan impresionantes que la otra se puso colorada y se quedó sin habla. Aquella mujer tan grosera, ya muda, se sujetó a la barandilla con todas sus fuerzas, como si la lengua de mi madre tuviera el poder de obligarla a saltar del balcón. Bajo el balcón donde había reinado la mujer había un blasón con gavillas de trigo labrado en la piedra, un falso emblema que en su día debía de haber tenido el mismo color ocre del resto de la fachada, pero que se había ennegrecido al acumular la suciedad y el hollín de la ciudad en sus recovecos.
Mi madre me empujó hacia la calle, volvió a cogerme de la mano y seguimos hacia casa. No me hizo ningún caso durante el resto del camino, pero no paraba de hablar sola y murmurar al cielo. No me pegó, no me dio ninguna colleja, pero estaba furiosa conmigo. Era una gesticulante furia de una sola mano en marcha.
No sé qué fue lo que echó más leña al fuego: si que yo la hubiera avergonzado y la mujer la hubiera considerado una madre imperfecta, o que yo hubiera interrumpido su acelerado paso y su marido pudiera considerarla una esposa imperfecta. Recuerdo que yo estaba horrorizada, con la vista clavada en dos puntitos que habían aparecido en mi zapato izquierdo, dos gotas en la tela de color beige, no sobre la goma marrón. ¿Cómo iba a explicárselo a mi madre? ¿La humedad atravesaría el zapato y el calcetín y me mancharía el pie mientras me dirigía a casa?
Me dirijo a casa de mi madre. No puedo afirmar que el paseo sea del todo impremeditado. Esta mañana me he planteado la idea, pero no he formulado ningún plan ni he tomado ninguna decisión firme. He pensado en ver a mi madre, y por lo visto una memoria muscular de mis piernas ha reaccionado. Mis pies me han llevado sinuosamente, con paso incierto, en esa dirección. Como en muchos cuentos infantiles, debo acabar allí. A Jung no le habría sorprendido.
No estoy afilando mi cuchillo ni mullendo cómodas almohadas. Debería añadir que tampoco estoy mullendo almohadas para asesinarla. No estoy planeando nada. No habrá desenlace ni epifanía, y lo más probable es que siga sin entender gran cosa. Supongo que no quiero que su chillido de terror sea el último recuerdo que guarde de ella. Mi intención y mis objetivos son sencillos.
Tengo la impresión de que desaproveché una oportunidad en nuestro último encuentro, de que eché a perder un momento preñado de significado. Porque fue un momento preñado de significado, ¿no? ¿Debí decirle algo?
«Soy yo, mamá, yo.»
¿Debí citar a Milton, pronunciar las palabras que Pecado, la hija, le dice a Satanás, su padre? «¿Acaso me has olvidado y tan repugnante me ves ahora?»
¿Debí darle una bofetada?
Después de la lluvia todo parece nítido, terso y brillante. La roya se acumula en las hojas muertas de un árbol cuyo nombre desconozco. Si vuelve a gritar al verme, la mato.
En lugar de ir a verla, debería irme a casa y guardar a Sebald en la habitación de la sirvienta.
Estoy orgullosa de haber terminado el proyecto
Kertész, como Levi y Borowski, se libró de las cámaras de gas de Auschwitz, y es el único de los tres que no se ha suicidado (o al menos no todavía). En 1951, Tadeusz Borowski, que tenía veintinueve años, abrió una llave del gas y metió la cabeza en el horno. La Gestapo lo había detenido aunque no era judío, por imprimir clandestinamente su poesía.
Quien afirme que la pluma es más poderosa que la espada nunca se ha encontrado cara a cara con un arma.
Dos de mis libros favoritos son
Es difícil abordar el dolor directamente; hay que acometerlo de forma oblicua. Muy pocos de nosotros podríamos escribir sobre una tragedia inmensa sin perdernos en las refracciones de unas lágrimas cegadoras. Creo que debemos seguir el consejo de Bushy en
¿También el dolor nos hace perder conos de onda corta, nos impide distinguir el color azul?
Me pregunto si Hannah, en su último año, miró directamente su vida y se sintió abrumada. ¿Habría podido salvarse si la hubiera mirado de soslayo?
De los
La primera vez que vi a Hannah fue en el apartamento de mi madre. Acompañaba a la familia de mi ex marido cuando vinieron a pedir oficialmente mi mano. Aquel día me fijé en ella, aunque no me fijé en casi nada más; faltaban dos meses para que cumpliera dieciséis años, estaba demasiado enfrascada en los libros, en el trabajo escolar y en las falsas ilusiones.
He de admitir que antes de aquel día no había pensado mucho en las posibles consecuencias. Sabía, porque me lo habían dicho, que era una proposición de matrimonio, que la familia de mi ex marido iba a visitarnos para valorarme y juzgarme, y que debía comportarme con dignidad; pero no había pensado en lo que significaba. No tenía ninguna hermana mayor que hubiera pasado por aquel proceso, ni primas mayores que pudieran servirme de modelo.
No me había dado cuenta, por ejemplo, de que el matrimonio significaba que tendría que dejar la escuela. Si me hubiera dado cuenta, habría hecho muchas más preguntas en clase. Era una polilla a la que obligaban a abandonar la crisálida para enfrentarse a las luces intensas y las tormentas aterradoras del mundo.
No sabía qué opciones tenía. De haberlo sabido, habría prestado más atención, le habría hecho más preguntas al bobo.
Le habría hecho tragarse aquella pipa de pedante mientras fumaba.
Mi ex marido tenía la primera virtud de la época de Stendhal, como explica el conde Mosca a la deliciosa duquesa en
Así era el idiota con el que me casé, bendita sea su alma rancia. En este caso también podríamos añadir una falta absoluta de sentido del humor y del honor; ah, y ser incapaz de ganarse el sustento, y estar satisfecho con su analfabetismo funcional, y ser un cobarde nato. Podríamos decir que estaba lleno, rebosante de virtudes.
Cuando nos dejaron a solas en el diminuto salón para que charláramos y nos conociéramos, el insecto impotente tardó más de veinte minutos en reunir el valor para decir algo («Eres guapa»). Nos quedamos sentados, sumidos en un silencio incómodo, mirándolo todo pero sin mirarnos el uno al otro. No exagero cuando digo que todas las conversaciones que tuvimos a partir de entonces empezaban con un silencio que duraba veinte minutos, incluso las pocas veces que mi ex marido decidía darme las buenas noches.
A lo largo de nuestro matrimonio pasamos semanas enteras sin decirnos más que las palabras imprescindibles, y sin compartir otra cosa que un silencio de perplejidad.
¿Y pensáis que ahora estoy sola, queridos? ¡Qué va!
Ojalá en aquella época hubiera escuchado a Chéjov, o lo hubiera leído: «Si temes la soledad, no te cases».
No soy tan egocéntrica como para pensar que mi matrimonio fue el más horroroso o que mi ex marido fue el peor. Jamás me puso la mano encima (para hacerlo habría tenido que subirse a una silla o a una escalerilla) ni me causó ningún dolor físico. He conocido a hombres peores en esta vida. También sé que mi matrimonio no fue ni mucho menos especial, ni especialmente beirutí. Por citar las palabras concisas de madame du Deffand, que, como yo, se casó y se separó casi inmediatamente después: «No amar en absoluto al marido es una desgracia asaz general».
Pero basta de hablar de él.
Aquel día me fijé en Hannah por dos razones: comía y estaba contenta. Devoraba todo lo que le ofrecían. Mi madre o yo sacábamos una bandeja de pasteles caseros, bombones o almendras garrapiñadas, y ella no vacilaba, no pestañeaba ni ponía reparos. Los otros invitados fingían que dudaban sobre si debían coger más, titubeaban antes de servirse, pero Hannah no. Ella nos daba las gracias profusamente cada vez que le ofrecíamos algo y lo engullía sin dilación. Si yo le decía «Coge dos, por favor», ella obedecía.
Mi querida Hannah.
Sí, y estaba contenta. No hablaba mucho, pero parecía encantada de que la incluyeran, casi como si fuera ella el novio. De no haber sido por las convenciones, las costumbres y los buenos modales, seguramente se habría abalanzado sobre mí y me habría abrazado para dar la bienvenida a la novia en su mundo. Prodigaba alegría a la familia de mi ex marido y a la mía.
Estuvo presente el día del compromiso y la noche de lo que dimos en llamar mi boda. Lo que le granjeó mi cariño definitivamente fue que, dos días después de que me instalara en el apartamento, ella fue la primera que vino a visitarme. Digo «visitarme» y no «visitarnos», porque mi ex marido la odiaba. Ella no reparaba en su odio, y la verdad es que la mayor parte del tiempo tampoco reparaba en él. Hasta que se hundió en el abismo al final de su vida, Hannah siempre tuvo una habilidad asombrosa para no ver lo desagradable, y mi marido era sumamente desagradable. No sé cuándo llegó a la conclusión de que él era irrelevante, pero fue pronto, mucho antes que yo. En sus diarios solo lo mencionó dos veces; la primera lo comparó con un mozo del aeropuerto, lo que en mi opinión era una descripción extraordinariamente acertada; la segunda fue cuando él me dejó y Hannah lo llamo «perro» o, para ser exactos, «chucho asqueroso y sarnoso».
La primera vez que vino a mi apartamento, fui a la cocina para prepararle una taza de café y ella me siguió. Mientras yo molía los granos, Hannah inclinó la cabeza y noté la caricia de su frente en el pelo. «Tu maridito es un poco raro —me susurró—, pero no te preocupes, lo conozco desde que era un crío y es inofensivo.» Como siempre que Hannah creía que estaba siendo traviesa, sus cejas subieron y bajaron varias veces seguidas, pidiendo aprobación. Me recordaron los limpiaparabrisas de un coche.
Y, claro, Hannah acabó enseñándome a preparar el café: cuántas cucharadas de café molido debía poner, cuánto azúcar, cuánto cardamomo. Nos hicimos amigas sin darnos cuenta. Hannah fue la primera persona que quiso tenerme en su vida, la primera que me eligió.
Aprendí mucho de Hannah. Cuando me casaron, yo no estaba preparada para la vida. A veces pienso que todavía no estoy preparada, pero esa es otra historia. Ella me enseñó a cocinar, aunque no se le daba mucho mejor que a mí; a hacer calceta, aunque nunca me interesó demasiado; a coser ropas y botones, algo a lo que sí me aficioné, porque el impotente era especialista en perder botones. Me prestaba libros y revistas.
También me enseñó a rezar, otra disciplina que no seguí cultivando. Al principio estaba demasiado ocupada con la casa, la cocina y mi educación. Tenía poco tiempo para Dios, que tenía poco tiempo para mí. Al madurar, dejé de necesitar a Dios. Emmanuel Lévinas afirmaba que Dios había desaparecido en 1941. El mío desapareció en 1975. Y en 1978, y en 1982, y en 1990.
Hannah, en cambio, era muy devota. Le sorprendió que ni el insecto impotente ni yo tuviéramos una alfombra de oración (él, más que religioso, era supersticioso), y se quedó atónita al saber que mi madre no me había enviado una a mi hogar conyugal (mi madre tampoco tenía alfombra de oración). Me compró una, que es lo primero que tocan mis pies cuando me levanto de la cama.
Hannah no era muy estricta con sus plegarias. Procuraba rezarlas, pero, si se saltaba una o dos al día, tampoco se preocupaba. No solía realizar la oración de la tarde porque casi todos los días venía a la librería para ayudarme a cerrar y luego nos íbamos juntas andando a mi apartamento. Ya fuera verano o invierno, ya lloviera o hiciera sol, allí estaba ella, año tras año, bajo un paraguas o bajo un cielo resplandeciente.
Charlábamos mientras preparábamos y devorábamos la cena. Una de las imágenes que han quedado grabadas en mi mente es la de Hannah chupándose el dedo índice y recogiendo las migas del mantel. Se sentaba conmigo en mi sala de lectura, que todavía no estaba tan llena de libros, y, como si fuera una locutora de noticiario, me ponía al día de las aventuras de las familias, la suya y la de su prometido, es decir, la de mi ex marido. Siempre estaba haciendo calceta, y hablaba sin parar mientras tejía jerséis para todos los sobrinos y sobrinas de sus dos familias, unos jerséis que le permitían sentirse querida e integrada.
También me visitaba en horas de trabajo, aunque no tan a menudo, y en la librería no se mostraba tan parlanchina. Tanto si había clientes como si no, se sentaba en una silla blanca de plástico en un rincón y se ponía a tejer sin hacer más ruido que el rítmico tintineo de las agujas de bambú. En ocasiones escribía en su diario y el débil rasgueo de la pluma se oía en la silenciosa tienda. Entretanto yo leía sentada a mi escritorio, actividad que ella consideraba parte indispensable de mi trabajo, y, como era muy considerada, me hacía compañía pero no me molestaba. Éramos dos soledades que se beneficiaban de una gentileza reforzada continuamente en presencia de la otra, dos soledades que se nutrían entre sí.
Debería decir que a veces éramos tres soledades en la tienda: cuando coincidían Hannah y Ahmad. Como ninguno de los dos hablaba mucho mientras yo trabajaba, se llevaban bien. Yo leía en mi escritorio, Hannah hacía calceta en un rincón y Ahmad devoraba libros sentado en el suelo. Ahmad me dejó un par de años antes de que Hannah se suicidara.
Hannah me enseñó muchas cosas, pero en algún momento, no sé exactamente cuándo, tal vez cuando yo tenía veintidós o veintitrés años, iniciamos un nuevo ritual: por la noche nos sentábamos en mi sala de lectura después de cenar y yo le leía. Hannah, sentada en el confidente, tejía en silencio mientras yo, en el sillón de felpilla azul marino, me convertía en la locutora de noticiario. Solo le leía libros de filosofía —ella siempre decía que le encantaba la filosofía—, y solo en francés, porque Hannah no dominaba el inglés (decía que se hacía un lío en cuanto aparecía la primera oración subordinada). Al principio nos costó a ambas, y la verdad es que tardé mucho tiempo en empezar a entender lo que leía. Creo que necesité dos años de noches de lectura, seguramente 1952 y 1953, para leer, para hojear,
Mientras escribo esto me doy cuenta de que me es fácil confesaros lo difícil que resultó mi aprendizaje aquellos primeros años, pero entonces no me era tan fácil admitirlo. Al principio no podía compartir mis temores con Hannah; no podía decirle lo extraños que me sonaban aquellos filósofos, lo insuperables que parecían los obstáculos para convertirse en una persona culta. Mi única esperanza consistía en fingir a medida que iba educándome. Suponía que Hannah entendía muy poco de lo que le leía, que me escuchaba porque le gustaba el sonido de mi voz. Tardamos un año entero en terminar la
Un día, a principios de la historia de mi librería, cuando todavía me sentía insegura respecto a tantas cosas, Hannah hacía punto sentada en la silla blanca de plástico cuando entró una mujer muy elegante envuelta en una nube de perfume de azucenas y afectación pequeñoburguesa. Aquella mujer tenía algo que me hizo sentir fuera de lugar. Se acercó a mi escritorio, se levantó las gafas de sol y me preguntó si tenía algún libro de Heidegger; era la primera vez que un cliente me preguntaba por un filósofo. Cuando la llevé a la sección de filosofía, me miró con picardía y me preguntó: «¿Cuál me recomienda?».
Era una crueldad, solo quería divertirse a mi costa. Yo era una palurda y se notaba. Podría haberle contestado; le había leído a Hannah un ensayo sobre ese autor, pero todavía no había leído ninguna obra suya. Estaba abochornada y a punto de decir algo inadecuado.
Sin levantar la mirada del jersey que estaba tejiendo, Hannah dijo: «Pues no le recomendamos nada de ese protonazi. Es un filósofo de tercera con un gorrito de punto ridículo, y, créame, yo entiendo de calceta». Le había enseñado a Hannah el retrato que aparecía en aquel ensayo. Ella siguió,
Si Hannah y yo hubiéramos entendido a Heidegger, no lo habríamos despreciado con tanto desparpajo. Al fin y al cabo, ambas deberíamos habernos tomado más en serio a alguien que afirmaba que el desplazamiento es una forma fundamental de ser en el mundo.
Quizá al principio no entendiéramos gran cosa, pero nos las apañábamos. Hannah me ayudaba a apañármelas. Ya no soy la misma que antes de su muerte.
El filósofo con el que siento mayor afinidad es Spinoza; me identifico con su historia y con su vida. Los judíos de Amsterdam emitieron un
En los cuadros y dibujos aparece retratado con grandes ojos castaños —y una gran nariz semita como la mía, por supuesto—, unos ojos inquisitivos que atraviesan la oscuridad que nos rodea, y la que hay dentro de nosotros, mirándola sin pestañear; unos ojos intensos y brillantes que disipan las nieblas y los miasmas.
Trabajó de pulidor de lentes hasta que murió, a los cuarenta y cuatro años, de una enfermedad pulmonar, seguramente silicosis, agravada por el polvo de cristal que inhalaba mientras ejercía su oficio.
Murió joven tratando de ayudar a la gente a ver. ¡Qué maravilla!
Como muchos escritores y músicos a los que admiro, no se casó nunca y seguramente murió virgen.
Siempre había creído que Spinoza llevó una vida de ermitaño después del
Necesitamos desesperadamente a un Baruch beirutí, un caballero que dé muerte a los dragones eclesiásticos, o que al menos los deje sin garras.
Cuando tropiezo con su nombre en alguna de mis lecturas, como en la excelente novela que ya he mencionado,
El tacón del zapato pisa el suelo, la baldosa de la acera, pero la parte anterior de la planta del pie no encuentra apoyo y pierdo el equilibrio. Recupero el control a tiempo para no caerme. Hay un agujero en la acera, un hoyo lo bastante grande para que un minero enano se cuele por él sin necesidad de untarse con vaselina. Intento evaluar qué profundidad tiene la mina, aunque solo sea para calcular cuántos huesos de la pierna me habría roto si llego a meter todo el pie dentro. Siento náuseas y me aparto. La campana hiperactiva de la iglesia vuelve a resonar en mis oídos. Me paro unos metros más allá, me apoyo en la pared de un edificio para respirar y tranquilizarme, para dejar que los miasmas de los recuerdos salgan de mi cabeza.
Debo seguir andando. Hacia delante.
En esta calle estrecha están construyendo dos gigantescos bloques de pisos. Unas vallas publicitarias donde aparecen unos occidentales ridículamente adinerados comprando, nadando en piscinas privadas y haciéndose tratamientos faciales en balnearios tapan las obras. Un eslogan reza: «Volvemos a ser beirutíes». Por toda la ciudad están levantando cientos de edificios como estos, y todos son de superlujo.
Poco después de que me casaran, la familia de la que de pronto me había convertido en una parte superflua se mudó al apartamento donde ahora viven mi madre y mi hermanastro el mayor con su prole. El cambio de residencia, una calle más allá, suponía un ascenso social, pero no mucho, porque pasaban de dos dormitorios a dos y medio (el medio corresponde a la celda de mi madre). El pequeño edificio con el pequeño apartamento donde crecí fue demolido y sustituido por un edificio de doce pisos con un restaurante japonés en la planta baja, donde antes vivíamos nosotros. Nunca he comido en él.
No toco el timbre de la casa de mi madre (de la casa de mi hermanastro el mayor). Me paro un momento antes de golpear con los nudillos la puerta de madera de pino. No oigo nada, así que espero. Hacía mucho tiempo que no me encontraba ante esta puerta. Está tan cubierta de arañazos, rayajos y muescas que parece el fondo de la bandeja de arena de un gato, pero el picaporte de cobre brilla, pulido por el roce de tantas manos (muchas, menos la mía).
Me resisto a tocarlo, me resisto a hacerlo girar. Me doy cuenta de que mi mano se aferra con fiereza a la barandilla negra de hierro forjado que rodea el rellano. La suelto.
Me pregunto qué pensaría Murakami de unos extranjeros que cortaran atún donde antes dormía él, donde ahora una serie de desangelados barcos en miniatura —cada uno con la popa unida a la proa del siguiente— dan vueltas y vueltas sin parar.
He llamado y no viene nadie a abrir. Me inclino hacia la puerta con la esperanza de no oír ningún ruido en el interior del apartamento. Si no hay nadie en casa, no me importa, porque puedo volver otro día. Puedo subir otra vez estos diecisiete escalones estrechos y empinados si quiero, si así lo decido. La madera me aprieta el pañuelo contra la oreja.
Toco el timbre. Susurro de pasos al otro lado de la puerta, luego más pasos. Una chica con camiseta, vaqueros, zapatillas y maquillaje aplicado sin mucha maña abre la puerta de madera pintada. Trece años, diría yo, quizá incluso catorce a pesar de las ridículas coletas. Una cadena de granos obstinados ocupa el cuadrante inferior derecho de su barbilla. Sus ojos se esconden detrás de unos párpados caídos, lo que le da un aspecto de apatía permanente que se contradice con un atisbo de sorpresa, quizá incluso de emoción, ante la aparición de una desconocida en la puerta. Su camiseta proclama «Kenzo» con letras doradas y brillantes.
Es muy joven. Intento adivinar quién es, cuál puede ser nuestro parentesco. Hay cierto parecido, de eso estoy segura. Es pariente mía. No sé qué decir.
—Me gustaría ver a mi madre —anunció con formalidad.
Es evidente que no tiene ni idea de quién soy ni por quién pregunto. Llama a su abuela, en voz alta y quizá con excesivo apremio. Aguarda junto a la puerta, vigilándola, no exactamente impidiéndome entrar, sino un poco apartada, como si esperara que yo le entregara una propina magnánima o al menos un recuerdo de nuestro encuentro.
Su abuela no es otra que mi acartonada cuñada, tan bajita ella. La expresión de perplejidad de su carita tal vez compense las desagradables sorpresas que acechan en esta casa. Se la ve cansada, marchita y demacrada, abrumada por el exceso de trabajo. La pobre mujer no sabe qué son el reposo ni la soledad.
—Quiero verla —digo—. Pero no te hagas ilusiones, por favor. No he venido para llevármela. Ni lo pienses. Solo es una visita.
Mi cuñada recobra rápidamente su avinagrada compostura.
—¿Ahora? —dice—. ¿Vienes de visita ahora? ¿Después de todo lo que ha pasado?
¿Una conversación a base de preguntas breves? ¿A qué viene tanta irritación? ¿Tanta antipatía?
Soy la inocuidad personificada. No espero que la gente me quiera, me tenga simpatía ni sienta nada por mí. Nunca he querido destacar lo suficiente para tener enemigos. No estoy insinuando que sea tímida por naturaleza, ni un alhelí cuyo deseo más profundo sea florecer y convertirse en un lirio tigre de fragancia escandalosa; tan solo intento vivir mi vida sin meterme en la de los demás porque no quiero que ellos se metan en la mía.
¿Por qué le caigo mal a mi cuñada? Nunca le he hecho ningún daño. Ni siquiera recuerdo haber tratado muchas veces con ella. Comprendo que quiera que me lleve a mi madre, pero debe de saber que eso es un disparate. Ella se marchó de la casa de sus padres para irse a vivir a la de mis padres y desde entonces siempre ha vivido con mi madre. La conoce mejor que yo.
Hace años, décadas, que no me meto en la vida de mi cuñada. No debería odiarme.
—Creí que mi visita podría servir de algo.
Doy un paso atrás, dispuesta a recoger mis intenciones y marcharme. Mi cuñada no dice nada, pero también da un paso atrás, mayor que el mío. Su nieta y ella me dejan pasar, separan las aguas del mar, por así decirlo.
La chica desenvuelve un chicle y se lo mete en la boca. No sé de quién es hija, de cuál de los hijos de mi hermanastro el mayor. Debería preguntarlo, pero no lo hago. Ahora que lo pienso, no recuerdo a ninguno de sus hijos; ni siquiera sé cuántos tiene. Entro en el apartamento, entre las dos guardianas, me deslizo entre los olores de la juventud (chicle, perfume barato) y la vejez (sudor, olor corporal un poco rancio).
El apartamento no ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. ¿Cuándo fue? Hace tanto tiempo que no me acuerdo. Siempre ha sido oscuro y húmedo, con un ambiente cargado. En el pasillo, paso debajo de una tira matamoscas que cuelga del techo; seguramente es tan vieja como yo, y ahora está marrón, cubierta de puntos oscuros, caparazones, supongo.
Mi hermanastro no está en casa, de lo que me alegro enormemente. Debe de estar jugando a cosas de chicos con sus amigotes. No pregunto por él y su esposa tampoco me ofrece ninguna información acerca de su paradero. Me conduce por una puerta plegable y nos adentramos en su guarida. Me fijo en que sus medias negras tienen una pequeña carrera.
El papel pintado ha perdido el color y la textura. Si no recuerdo mal, la última vez que lo vi era de un rosa sedoso y tenía unas franjas rosas verticales en relieve. Ahora es de un beige sucio. Dos paredes del salón están decoradas con alfombras, gigantescas alfombras turcas hechas a máquina, a las que el tiempo no ha añadido interés ni valor. Unos retratos de tamaño natural ocupan una tercera pared, fotografías en blanco y negro de hombres rollizos, todos con bigote, ninguno sonriente, todos con una mirada adusta de reproche dirigida a mí, todos muertos. Esos retratos garantizan que las paredes siempre estarán más llenas que el salón, que los muertos superarán en número a los vivos.
Mi madre está en el salón. Parece muerta, pero su pecho murmura. Respira.
—No está muerta —dice mi cuñada.
Mi madre tiene la cabeza y los brazos plegados hacia el cuerpo como comas; debido a su reducido tamaño y a la cabeza gacha, la butaca con estampado de flores (rosas y dalias, espinas y hojas) parece sacada de
—Puedo despertarla —dice mi sobrina nieta—. No es difícil sacarla del sueño.
Les digo a las dos que no quiero molestarla, y tampoco a ellas. Puedo esperar un rato. No estorbaré. Arrastro una silla y me siento frente a mi madre, con la ventana detrás. Las pocas hojas del ficus que hay a mi lado están marchitas y quemadas, no sé si por falta de luz, de riego o de atención y cuidados. No veo ninguna otra maceta en el apartamento.
La butaca está de espaldas al salón. Puedes mirar la televisión sin ver a mi madre. Ella puede ver el mundo por la ventana, pero no puede ver a su familia. Quizá haya sido ella quien así lo ha decidido. Quizá haya querido mirar hacia fuera, y no hacia dentro.
En algún idioma debe de haber una palabra para describir la angustia que sentimos cuando de pronto miramos cara a cara nuestro aterrador futuro. No se me ocurre ninguna en los idiomas que conozco.
Quizá exista en swahili o en sánscrito.
Quizá pueda inventar una, como la
Quizá esa palabra sea simplemente «madre».
Hay una palabra que sí conozco:
Cuanto más observo a mi madre, más pienso que parece un personaje de Chéjov descansando antes de un largo viaje, posiblemente en tren, aunque bien sabe Dios que en Líbano ya no tenemos trenes de pasajeros. Como un riachuelo estreñido en los secos meses de verano, la baba del sueño fluye lenta e intermitentemente de la comisura izquierda de su flácida boca, mientras la cabeza le cae hacia delante, en dirección sudeste. Su respiración me llega a intervalos irregulares, un ronquido susurrante.
No quiero estar aquí. Mi madre es contagiosa. Mi respiración se vuelve tan serrada como la suya.
Hay una hendidura lechosa en la mesita de color castaño oscuro que tiene al lado, una mesita que no ha recibido la suave caricia del barniz desde hace por lo menos una década. Sobre ella, junto a una lámpara de escritorio inapropiada, descansa un despertador viejo, redondo, ruidoso, con un casquete esférico por campana. Pero lo que me llama la atención, y la retiene, es otro objeto de la mesita: una caja de música con incrustaciones de nácar, del tamaño de una mano, que recuerdo muy bien de mi infancia. Recuerdo el día en que mi madre se la compró.
Controlo mi respiración porque siento que se filtra un torrente de sentimientos. No veía esa caja desde que me casaron.
«Te supliqué, oh Memoria, que fueras mi mejor ayudante», escribió Kavafis.
Miro alrededor. Mi cuñada ya no está en la habitación. Está en la cocina, picando algo como una loca, haciendo un ruido brutal, pero su nieta está arrellanada en el sofá delante de un televisor parpadeante y pulsa las teclas de un viejo ordenador portátil mientras me examina con el rabillo del ojo. Debo refrenarme.
Mi madre compró esa caja de música porque la encontró curiosa: tenía dos bailarinas que giraban, no solo una, un
Las resistencias rojas de la estufa que hay en un rincón emiten un zumbido eléctrico constante que en esta situación no parece augurar nada bueno. Empiezo a sudar otra vez.
La breve melodía que imita a un piano y que está encerrada en los confines de la caja es el
No me extraña que me volviera adicta a Chopin tan fácilmente. El virus ya había entrado en mi cuerpo.
Siento el deseo irrefrenable de birlar esa caja rusa y guardármela en el bolso, pero domino esa vergonzosa necesidad. Hay ciertas cosas que sencillamente no puedo hacer, por mucho que quiera, si pretendo seguir viviendo dignamente.
Cuando llegue a casa escucharé valses interpretados por Rubinstein el polaco.
Me distraigo observando el vapor apenas perceptible que desprende un jersey rosa mojado que está colgado encima de la estufa. La chica debe de haber llegado poco antes que yo, empapada por la lluvia. Masca el chicle ruidosamente.
Mi madre me llamaba «mantis religiosa» (en árabe se dice «yegua de profeta», una denominación hermosa, en mi opinión) porque era alta y desgarbada. Creo que se refería al insecto palo, pero casi nunca, ni de niña ni de mayor, he intentado sacarla de sus errores. Y ahora, sentada ante ella, me doy cuenta de que está mucho más delgada de lo que era yo. Ha pasado de Rubens a Schiele.
Dicen que al envejecer cerramos el círculo y nos volvemos infantiles. Por la forma en que mi madre se repliega sobre sí misma, me atrevería a afirmar que se está encogiendo, hasta que se convierta en un feto. Su aspecto también ha cambiado, y no me refiero solo a la apretada trama de surcos y arrugas, los verdaderos estigmas de la vida. Lleva puesta la piel de otro, alguien mucho más corpulento, una piel heredada. Un bigotillo de pelos cortos y tiesos, hitleriano pero más ralo, brota sobre su labio superior. Tiene la cara descarnada e hinchada a la vez; los músculos están completamente flácidos. No se aprecian ángulos. El rostro de mi madre se ha vuelto andrógino.
Esto es lo que me espera.
Dormida, mi madre es la personificación de la melancolía. Sin embargo me pregunto si la veo así porque es lo que espero. Quizá esté soñando con flores y campos de trigo, mariposas y Alpes suizos, chocolate y Chanel. Quizá sea feliz pese a su locura. Libre de preocupaciones y responsabilidades, de prosaicas inquietudes terrenales, quizá haya llegado a la cima del nirvana, sin ayuda de gurús ni sherpas.
Pero las melancólicas palabras de Thomas Jefferson serpentean en mi cabeza. En 1825, en una carta dirigida a un amigo escribió: «Están todos muertos y nos hemos quedado solos en medio de una nueva generación que no conocemos y que no nos conoce».
Es obvio que Jefferson no tenía sherpa.
Mi madre lleva un audífono que describe un círculo y penetra en su oído; es una adquisición reciente, pero no un modelo moderno. Lo que al principio parece el logo del fabricante detrás de su oreja resulta ser otra cosa cuando lo examino de cerca. En alfabeto latino, con letras amorfas y tinta morada, se lee:
La distrae el estrépito de la puerta principal. La densidad del aire cambia ligeramente, lo que me permite apreciar el olor a cerrado de esta habitación, una mezcla de humo de cigarrillo viejo, naftalina y sudor de sobaco. Por un momento temo que sea mi hermanastro, pero entra un adolescente desaliñado, un año o dos mayor que la chica, que debe de ser su hermana. Lleva unas feas gafas de sol de cuyas patillas cuelgan, aunque parezca mentira, sendas borlas plateadas. Al verme se para. Se queda plantado con los brazos en jarras, ceremoniosamente, justo en mi línea de visión, la insulsa imagen del joven beirutí.
—¿Quién eres tú? —me pregunta, sin malicia pero con tono de superioridad.
Su hermana le manda callar y apunta con el dedo a mi catatónica madre. No le contesto. El chico se encoge de hombros con la estudiada despreocupación del adolescente maleducado y va hacia la cocina con paso perezoso. Estoy segura de que su abuela le explicará quién soy.
Yo, en cambio, no puedo explicar quién es mi madre. ¿Quién es esta mujer que tengo delante? Este pensamiento flota como el humo por mi mente: ¿Te conozco? ¿Quién eres?
He estado tan ocupada pensando en cómo me veía mi madre que no he contemplado a la gran dama, a su santidad. Esta es mi madre. Me estrujo el cerebro. ¿Qué sé de ella? ¿Qué recuerdo?
Recuerdo episodios, fragmentos de una vida —de hecho, fragmentos de poca importancia en una larga vida, y solo cuando cruzaban la mía—, imágenes y escenas. Solo conozco a mi madre en sepia.
¿Acaso la vida de una persona no es más que una colección de escenas? ¿Acaso mi madre no es más que la recopilación de imágenes que guardo en la cabeza? Quizá parezcan preguntas retóricas, pero la verdad es que no sé la respuesta. Ignoro si el conocimiento que tengo de mi madre es limitado, si no puedo llegar a conocerla por culpa de una deficiencia intrínseca mía, si este grado de conocimiento del otro es a lo máximo a que puede aspirar el ser humano. Lo que de verdad me gustaría es saber si conozco a alguien mejor de lo que conozco a mi madre. Siempre me he preguntado, como Lear, «¿Me conoce alguien aquí?», pero nunca «¿Conozco a alguien aquí?». Intentar conocer a otro ser humano me parece tan imposible, y tan ridículo, como intentar atrapar la sombra de una golondrina.
Mi madre vivía, y vive, en un mundo neblinoso que no es el mío.
Las otras personas son fenómenos borrosos que solo se vuelven corpóreos en mis recuerdos.
Si bien también conozco a los personajes de una novela como una colección de escenas, como imágenes acumuladas en mi cabeza, tengo la impresión de que los conozco mejor que a mi madre. Entiendo mejor a los personajes literarios que a las personas reales, o quizá sea que me esfuerzo más. Conozco mejor a la madre de Lolita que a la mía, y la verdad es que la siento más de lo que siento a mi madre. Reconozco mejor la cara pintada de la madre de Rembrandt que la cara real de la mía.
La chica hace como que mira la televisión. Quizá para ella solo sea un ruido de fondo, pero para mí no lo es. Aunque el volumen está bajo, el programa que dan es en un idioma que no entiendo, seguramente turco, o quizá hebreo; la voz me llega como venida de muy lejos, como si no saliera del televisor, sino de un país remoto. Es una voz masculina, nasal, mezclada con débiles interferencias y música de cuerda
—Apaga eso —digo con enojo, con demasiado enojo.
Para mi sorpresa, la chica obedece sin siquiera vacilar.
Lo que me vendría bien ahora es un suave masaje en los hombros, algo para desentumecer los músculos. No es que me hayan dado muchos masajes. No me someto fácilmente al contacto físico con un desconocido, por muy beneficioso que pueda resultar, y además no puedo permitirme semejante capricho. Los músculos de mis hombros se han convertido en estambre, y el dolor y el entumecimiento se han instalado entre mis omoplatos. Tenso los hombros, cuento hasta tres y los relajo, un ejercicio que me enseñó Hannah. No sirve de nada. En realidad nunca ha servido de nada.
Un vehículo pesado hace temblar los cristales de la ventana y oscilar la telaraña que cuelga de la araña de luces. La lámpara parece una instalación artística de los años sesenta, cubierta de cuentas y colgantes hippies, una amenaza posmoderna.
El ruido y el traqueteo despiertan a mi madre. Abre primero el ojo izquierdo, luego el derecho.
Me preparo. Cuento los segundos mentalmente. No: alguien quien cuenta los segundos en mi cabeza: uno, dos, tres. No puedo dominar mis pensamientos. Cuento cada una de las arrugas alrededor de los ojos de mi madre, sin confundir las dos cuentas. Me estremezco mientras mi mente se desliza de un pensamiento siniestro y oblicuo a otro. ¿Me reconocerá? ¿Alguna vez me ha mecido en sus brazos? ¿Me odia? ¿Por qué nunca me cepilló el pelo? ¿Alguien la ha llevado al médico últimamente? La voz de Karita Mattila entonando las primeras notas de la tercera de las
Cuando llego a doce, mi madre pronuncia mi nombre en voz baja. «Aaliya», dice.
Para agradecerle que me haya reconocido, sonrío y asiento con la cabeza. Abro las manos, todavía un poco sudorosas. Las poso sobre los muslos. Mi corazón late un poco más deprisa, un poco más fuerte. La respiración de mi madre se vuelve más pausada, sin estertor, es menos esforzada que cuando dormía.
—Has cambiado —dice con voz pastosa.
—Sí —respondo—. Todos hemos cambiado. Me he hecho mayor.
—No —replica ella—. No, tienes el pelo azul.
¿Alguna vez me ha mecido en sus brazos? ¿Me ha abrazado? ¿Me ha dicho palabras cariñosas al oído? Lo dudo mucho.
—Ah, sí —digo—. Sí, azul.
Parece desconcertada y un poco perdida. Hace una mueca. Su rostro se crispa ligeramente, como si hubiera encontrado ofensiva mi respuesta, o tal vez incomprensible, o sencillamente aterradora. No lo sé. Intenta recostarse más en la butaca, pero eso resulta físicamente imposible, porque ya está tan recostada como le permite la butaca.
—No pasa nada, madre —digo procurando adoptar un tono tranquilizador—. Me lo lavé con champú colorante por error, me eché más de la cuenta. Pero no es para siempre. Volveré a tenerlo como antes.
Mi madre parece más confusa; deja de mirarme. Dirige la vista hacia el techo, como si contemplara el movimiento de unos fantasmas. Desliza una mano bajo el chal que le cubre los hombros y se rasca el brazo. La mueca se hace más pronunciada, las comisuras de la boca se separan más, como si se odiaran.
—¿Se encuentra bien? —le pregunto señalándola.
No obtengo respuesta, ni verbal ni de otro tipo.
—No siempre contesta —interviene mi sobrina nieta. Ya no finge ignorar mi presencia. Está de rodillas, inclinada sobre el brazo del sofá, y trata de entablar conversación conmigo—. A veces sé que le duele algo, pero no sabe decirme qué es. Otras veces me dice que le duele el cuello, pero se refiere a que le dolía hace años. No se sabe. No se comunica bien.
—Yo tampoco —digo—. ¿Le duele algo, madre?
—No habla mucho, la mayor parte del tiempo solo murmura. —Mi sobrina nieta recalca sus palabras con un profuso repertorio de muecas y gestos—. Tararea canciones árabes. No son de Oum Kalthoum ni de Fairuz. No lo adivinarías nunca.
—Asmahan —digo.
—¡Lo has adivinado! —Parece entusiasmada, incapaz de controlar su regocijo—. Claro, eres su hija. Cuando le pregunto quién es Asmahan, solo murmura: «La mataron, la mataron». Y luego se pone a tararear otra vez. Tararea sin parar, en esta casa siempre hay música. Es como si tuviéramos un canario.
Al principio me siento dolida y quiero protestar. No es nada bonito hablar así de nadie. En un relato del fabuloso fabulista Slawomir Mro˙zek, un narrador asiste a una fiesta en la que la diversión la proporciona la mascota de la casa, un liberal enjaulado, un humanista reducido a cantante de curiosas canciones revolucionarias. Mi madre no sabe ninguna canción revolucionaria, pero conoce las de Asmahan. Así que siento un cosquilleo de felicidad, un destello de alegría, que no está relacionado con el hecho de que haya adivinado la cantante; me reconforta que mi madre tararee canciones de Asmahan. Que a mi madre le guste una cantante que se casó y se divorció tres o cuatro veces, la escandalosa actriz que abandonó a su marido y a su familia para dedicarse a su profesión —una familia ilustre, con títulos, nada menos— hace que cante mi corazón.
—¿Sabes quién es? —pregunta mi sobrina nieta.
—¿Quién?
—La cantante. ¿Sabes quién es la cantante?
—Claro que sí.
—¿Y?
Espera a que responda. Yo tengo más experiencia, sé esperar mejor.
—¿Quién es? —pregunta mi sobrina nieta.
—Tienes ahí un magnífico ordenador. Busca quién es.
Mi madre gimotea, y me recorre un escalofrío de miedo. ¿Lo hará?
—¿Está bien, madre? —pregunto.
Da la impresión de que ya no me reconoce, pero se calma. No consigo entenderla, no sé si sufre o si sencillamente está trastornada. Parece sola y asustada, su mente debe de ser el único sitio al que puede correr a esconderse. Su boca no está nunca quieta, pasa de la mueca de dolor a la sonrisa perezosa y al gesto de irritación en cuestión de segundos, una y otra vez, arriba y abajo, adelante y atrás, de un lado a otro.
—Tienes que ser más concreta —dice mi sobrina nieta.
Se ha levantado del sofá y está a mi lado. Si me quedo un rato más, si sigo imponiéndole mi presencia, tal vez acabe sentada en mi regazo.
—Si le hago preguntas generales no contesta —explica—, pero si le pregunto si le duele la espalda, sí. A veces tengo que preguntarle por cada una de las partes del cuerpo. —Asiente con la cabeza mientras habla, como si estuviera de acuerdo con lo que dice. Su voz parece haber rebasado el simple regocijo, tiene un deje de delirio—. Antes de que llegaras, le he preguntado si tenía sed y me ha contestado que sí, pero cuando le he traído un vaso de agua se había quedado dormida, así que me lo he bebido yo.
Mi sobrina nieta está tan entusiasmada que me pregunto si debería sujetarla para que no salga despedida hacia el techo.
—Madre —digo—, ¿le duele la espalda?
Mi madre no me hace caso, como si yo no existiera. Tengo que controlar el impulso de inclinarme hacia delante y darle un cachete.
—¿Cómo voy a preguntarle nada si no oye ni una palabra de lo que digo? —mascullo.
—Dale la mano —dice mi sobrina nieta—. A veces no se entera de que le están hablando. A veces hay que tocarla: si no, puedes pasarte horas aquí sentada y ella seguirá perdida en su mundo.
Me pone una mano en el hombro, pero la retira cuando, instintivamente, doy un respingo. Se coge las manos detrás de la espalda. ¿Qué puedo decir? A juzgar por su entusiasta agitación, temo que se ponga en plan Viejo Marinero. «Los invitados se han reunido, comienza la fiesta.» ¡Déjame!
—Dale la mano —insiste mi sobrina nieta—. No te hará nada. No muerde.
—Ah, pero yo sí, así que ten cuidado.
¿Puedo ser más tonta a mi edad? Intento parecerle graciosa a una adolescente y mis chistes son tan malos como los de Fadia. Quizá debería imitar también la risa escandalosa de Fadia. Cabalgaré en un caballo cojo hacia un simulacro de puesta de sol con música de tambores y címbalos.
—Ja, ja —dice mi sobrina nieta con sarcasmo—. Eso ha tenido casi tan poca gracia como los chistes del abuelo.
En mi mano, la de mi madre parece frágil; es solo piel y huesos, una piel seca que ha perdido toda elasticidad. Pero mi sobrina nieta tiene razón. De pronto mi madre se pone alerta.
—¿Le duele la espalda? —le pregunto.
Niega con la cabeza. Retira su mano de la mía y se señala los zapatos con un dedo delgado que parece sorprendido de poder mantenerse en alto.
—Los pies —dice en voz baja, con suavidad.
—¿Los pies? —repito señalándole los zapatos para asegurarme.
—Los pies —interviene mi sobrina nieta—. Sí, puede ser. Nunca se había señalado los pies.
Ahora tengo una adlátere.
—¿Me deja ver? —le pregunto a mi madre—. Tendré que quitarle los zapatos.
No sé por qué le hago este ofrecimiento. Mi madre no lleva calcetines ni medias. Supongo que tendrá callos, ¿y cómo voy a ayudarla? Hongos contagiosos, juanetes gigantescos, verrugas, laceraciones, úlceras. ¿Y si ha ido acumulando ampollas en la planta de los pies, como las lapas en la quilla de un barco, todo un cargamento de ampollas?
Hasta que me marché de su casa no me compré mi primer par de zapatillas. Ella no me dejaba quitarme los zapatos hasta la hora de acostarme. Los chicos podían pasearse por casa sin zapatos, sin calcetines, descalzos o con los calzoncillos en la cabeza a modo de máscara del guerrillero; los chicos son los chicos, qué frase más tediosa. Pero sus hijas no. Una dama no va nunca descalza.
Mi adlátere lleva unas zapatillas azul claro con forro de piel de borrego y un logotipo de Hello Kitty. Ve que las estoy mirando y comenta:
—Antes me obligaba a llevar zapatos y siempre discutíamos, pero hace unos años dejó de insistir, dejó de fijarse.
No tiene juanetes ni ampollas, al menos a primera vista, pero el olor a pies asalta mis fosas nasales. El hedor traspasa incluso las defensas de perfume barato y chicle todavía más barato de mi sobrina nieta.
—¡Puaj! —exclama, muy sucintamente, la verdad.
No necesito tocar los pies de mi madre —no tengo ningún interés— para darme cuenta de lo resecos que están. Los zapatos le han irritado la piel en las articulaciones y parece que los dedos hayan reñido unos con otros. Tiene las uñas como garras de águila; debe de ser eso lo que le provoca el dolor. Hay que cortarle las uñas.
—¡Oh! —exclama mi sobrina nieta.
Me gustan sus monosílabos.
Mi madre necesita que le hagan la pedicura, pero en su estado no puedo llevarla a una peluquería. Hay manicuras que trabajan a domicilio, pero no sé cómo encontrar una. Puedo preguntárselo a mi cuñada, tal vez ella lo sepa.
—Tenemos que hacer algo con esas uñas, tía —dice mi sobrina nieta.
—Ya lo sé, estoy pensando, y no me llames tía, por favor. Me llamo Aaliya.
Ella me dice su nombre con orgullo, Nancy, y espera a que haga algún comentario. No digo nada.
—Piensa deprisa, tía Aaliya —añade—, o nos vamos a asfixiar. ¿Abro la ventana? Pero fuera hace frío. ¿Voy a buscar colonia?
Mi sobrina nieta me resulta soportable, lo cual me sorprende. Por lo visto puede pasar de la timidez a la locuacidad en cuestión de milésimas de segundo, necesita que cada pensamiento sea oído y reconocido. Por lo general eso me resulta muy fastidioso, por no decir insufrible. Pero aquí no me molesta, ahora no. Me pregunto si ella también se sentirá sola, si ella también estará en posesión de ese vasto y pesado aislamiento tan difícil de soportar. Si a veces no lo cambiaría de buen grado por cualquier clase de interacción, aunque fuera trivial o mediocre, por la más mínima conformidad aparente con la primera persona que pasara, hasta la menos digna. Si así es, hoy he sido la primera persona, la menos digna, de mi sobrina nieta.
No quiero hacerle la pedicura a mi madre. Aparte de que nunca le he cortado las uñas a nadie, lo encuentro… ¿Cómo puedo decirlo? ¿Degradante? Yo no soy Jesús lavando los pies de sus discípulos. No quiero que me crucifiquen mañana. No soy María de Betania. Si seco los pies de mi madre con mi pelo, ¿se volverán azules?
Yo no soy el magistrado. Yo no soy el magistrado. Yo no soy el magistrado.
¿
Oh Coetzee, oh Kavafis, oh dioses queridos, ¿qué hago aquí?
—¿Me ayudas, por favor? —le pregunto a mi sobrina nieta.
¿Puede traerme un barreño de agua caliente, no hirviendo, pero lo bastante caliente para un baño de pies? Y hojas de té verde, si tienen en casa, o si no, de té negro, hasta unas bolsitas de té servirían. No, no vamos a bebernos el té, es un desinfectante, pero si te apetece preparar té, tomaré una taza, pero del otro, no el del baño de pies. Alcohol, cortaúñas, lima y un nabo cortado en rodajas, y si no tienen ninguno, un rábano. Su jugo es un desodorante natural. ¿Puede ir a buscar unos calcetines de mi madre, por favor, y vaselina para hidratar, puesto que dudo que haya aceite de nardo a mano?
¿Utilizó María de Betania aceite de nardo solo por su perfume, o es verdad que hidrata? Tengo que probar con aceite de lavanda, su hermano, para comprobarlo.
¿Cómo es que conozco las propiedades antibacterianas del té, el poder aromatizante de ciertos tubérculos? Siempre contesto lo mismo, con tono cortante: libros, leo libros. Leed, queridos, leed; de los libros se puede aprender todo. Aunque esto no lo aprendí leyendo. Lo aprendí viendo a mi madre lavarse los pies cuando era pequeña, y seguramente ella lo aprendió de la suya.
Mi sobrina nieta necesita la ayuda de su hermano, sin gafas de sol, para traer el barreño lleno de agua caliente, un barreño redondo del tamaño de una rueda de coche, con cuatro bolsitas de té Lipton que flotan como nenúfares, con sus etiquetas amarillas. El ruido que arma mi cuñada picando alcanza proporciones colosales. Espero que entre los alimentos que está torturando haya un jugoso nabo. Los hermanos discuten al bajar el barreño hasta el suelo; mi sobrina nieta insiste en que su hermano la obedezca porque ella sabe lo que estamos haciendo.
¿Qué estamos haciendo?
Los pies de mi madre apenas llegan al agua. Sus dedos se engarfian y atraviesan la superficie deseando sumergirse, pero su empeine se retrae, reacio a participar en este bautismo forzado.
—No funcionará —vaticina mi sobrina nieta—. Es demasiado bajita. Tenemos que sentarla más adelante.
—No —dice mi madre, escueta. De pronto está muy alerta—. Vete. —Si los ojos son la ventana del alma, el alma de mi madre está muy enfadada—. Déjame en paz —le dice a mi sobrina nieta, y agita una mano con un ademán despectivo y despótico—, y dile a tu madre que te busque un marido honrado.
—Está ocupada —le espeta mi sobrina nieta. Su labio superior se enrosca hacia dentro y casi desaparece; no es tan atractiva. Seguramente está más guapa cuando no está ofendida ni enojada.
Su hermano lo encuentra divertidísimo.
—Yo te busco un marido —dice—, uno bien gordo y feo, sin sentido del humor.
Sin pensarlo, vuelvo la cabeza y lo fulmino con la mirada. De pronto el chico parece un poco arrepentido, menos enamorado de sí mismo que cuando entró, una codorniz desaliñada; con las manos cogidas detrás de la espalda, se balancea sobre los talones, vacilante. Su hermana le lanza una mirada asesina, pero no parece que sea eso lo que le preocupa. Mi madre clava en él sus ojos relumbrantes. Quizá no le parezca bien que un marido no tenga sentido del humor.
—Podemos levantar el barreño —propone el chico, cuya voz cantarina alterna las notas agudas y las graves—. Así solucionaremos el problema.
Colocamos el barreño rojo lleno de agua sobre un taburete y me arrodillo en el suelo, cubierto, por suerte, con una alfombra turca vieja y barata parecida a las que cuelgan de las paredes.
Mi madre tiene los pies anchos, los dedos regordetes, las uñas amarillentas con motitas en el centro, los tobillos con venas muy marcadas pero no hinchados. Tiene manchas blanquecinas en las piernas, desde la punta de los dedos hasta las rodillas, y seguramente hasta más arriba. Los pigmentos de su piel ya no se mezclan debidamente.
Llevo sus pies hacia el agua y ella suspira.
El chico ocupa el lugar de su hermana en el sofá e inicia un diálogo con el ordenador portátil. Enciende un cigarrillo y al cabo de unos segundos desaparece en una intranquila nube de humo. Mi sobrina nieta se arrodilla a mi lado, me pregunta si puede ayudarme. Admito que no sé qué estoy haciendo. ¿Lavarle los pies y cortarle las uñas? Ella puede coger el pie derecho y yo el izquierdo.
Saco del agua el pie de mi madre, todo huesos, sin carne. Se lo lavo lentamente con la mano, obtengo una espuma lechosa antes de pasarle la pastilla de jabón a mi sobrina nieta. Las pantorrillas de mi madre, antaño placas tectónicas, están surcadas de venas moradas y ya no queda mucho músculo. Antes tenía las piernas fuertes de cualquiera de los personajes femeninos de Javier Marías. Le froto los tendones y los nudos del tobillo, le masajeo los dedos, paso mis dedos entre los desfiladeros que los separan. Siento el ritmo de su sangre.
Mi sobrina nieta imita cada uno de mis movimientos. Alcanzamos un ritmo suave, pausado y balsámico, como el vaivén de un viejo balancín de porche en una tarde de verano.
Mi madre tiene los ojos cerrados, al igual que los labios y seguramente los oídos. La calma se extiende por cada una de las arrugas de su cara. Poco le importa que sea yo quien le esté lavando los pies. Menos le importa aún el lamento de conciencia. Más que contenta, parece feliz. Ya no está en esta habitación. No sé qué hacer con ella, qué decirle. Continúo realizando esta tarea de sirvienta. Una vez más, no entiendo a mi madre.
—A lo mejor me tiño el pelo de azul —comenta mi sobrina nieta.
La lluvia cae sobre la pequeña ventana, una lluvia perezosa, apacible, que me dice que me replantee mi intención de volver a casa a pie.
Ay, Longfellow, ¿qué será de mí si vivo lo suficiente para perder la capacidad de recorrer largas distancias andando? ¿Todavía podré lavarme los pies?
El pie de mi madre se mantiene en equilibrio sobre el borde del barreño, pero yo siento su peso en los muslos, un prieto nudo en la nuca, una carga sobre los hombros. Le muevo el pie hacia arriba, hacia abajo, hacia los lados, el agua aún está caliente; se me arrugan los dedos, sus pliegues y surcos son más intrincados que los de mi madre.
Me fijo en unas heridas de la alfombra que está colgada a mi derecha. Hasta ahora no las había visto. Es como si alguien hubiera cosido los desgarrones con un hilo inseguro y luego los hubiera tapado con pintura barata. De la falsa alfombra turca cuelga un retrato, una fotografía vieja de mi tío padre. Ahora me acuerdo de qué aspecto tenía. Se levanta la pantalla de las cataratas, aunque sea por un momento.
Es más joven, como era cuando yo era niña. Lleva traje y un fez e intenta sin gran éxito parecer respetable para la posteridad. Es una fotografía extraña: la piel tiene el color de las palomas, pero no sabría decir si los grises se han deteriorado con el paso de los años o si revelaron la fotografía en esos tonos tan poco naturales. De sus orificios nasales asoman unos pelos negros que se mezclan con los del bigote. Tiene la barbilla demasiado larga y la nariz parece un pepino. Ambos tenemos la frente protuberante, lo que seguramente significa que su hermano mayor y él se parecían. No sé si tenemos los mismos ojos, porque él entrecierra los suyos mientras mira a la cámara como si intentara leer algo escrito en ella. Recuerdo que necesitaba gafas, pero nunca tuvo ningunas ni fue a ver a un oftalmólogo. Vivió y murió mirando el mundo con los ojos entornados.
No me explico cómo se las apañaba para trabajar de ayudante de sastre.
Parece contrariado, como si algo lo molestara. Quizá sepa que en la fotografía saldrá raro, quizá crea que su rostro no es atractivo; no sé, parece insatisfecho con la suma de sus facciones. Recuerdo que era irascible, pero no excesivamente. Parece alguien que está a punto de marcharse de la fiesta, descontento y con ganas de volver a casa.
Ahora me acuerdo de él.
Recupero un recuerdo en el que me da la mano para cruzar la calle. Yo debía de tener diez u once años, era lo bastante mayor para ser consciente de lo que pensaba él. Por la calzada circulaban coches, autobuses, tranvías y carros tirados por mulas; de ahí la necesidad de que me diera la mano. Yo iba cogida de su mano derecha y mi hermanastro el mayor de la izquierda, pero de pronto nos cambió de sitio. Si pasaba algo, me atropellarían primero a mí.
¿Debería recriminárselo? Yo era su hijastra, la hija de su hermano, la hija de su esposa, no su hija. Aquel día sí se lo reproché, desde luego.
Por otra parte, recuerdo que obligaba a mi hermanastro el mayor a besar la correa de cuero con la que lo iba a azotar, pero no a mí. Mi padrastro nunca me castigó.
—Ni siquiera sabía que tenía otra hija —comenta mi sobrina nieta—. Y el abuelo tampoco ha hablado nunca de ti. Quizá lo haya hecho cuando yo no estaba, pero no creo.
Le corto las uñas a mi madre, y mi sobrina nieta hace otro tanto. Dejamos caer al agua los trocitos. Le aplico una fina capa de vaselina y le cubro el pie con un calcetín que se engancha en una pequeña punta afilada. No le he limado bien las uñas.
No estoy tan lejos de casa. Ha parado de llover, pero hay unas nubes bajas amenazadoras; su espesa masa avanza por el cielo, su color es parecido al de la piel de mi padrastro en el retrato. Me arriesgaré a ir a pie pese al frío. Necesito despejarme la cabeza, vaciar otra vez el hormiguero.
¿Hay que cumplir una promesa hecha a una persona que no tiene conocimiento? Le he dicho a mi madre que volveré, pero seguro que no me ha oído. Sin embargo, mi sobrina nieta ha sido testigo.
¿Nancy? Vaya nombre. ¿Quién iba a pensar que alguien de esta familia pondría un nombre occidental a su hija?
Beirut cambia sus deslumbrantes accesorios más a menudo que las damas de la alta sociedad que viven en ella; tiene más reflejos de color, sin duda. Destella. Según la época del año, la hora del día, el tiempo y otras muchas variables, sus franjas de luz cambian y se transforman. Los destellos —reales, no metafóricos— son resultado de su ubicación, entre el iridiscente mediterráneo y las montañas. Beirut, situada en un cabo que se adentra en el mar, se alza como un llamativo centinela, Horacio y Marcelo engalanados con quincallería reluciente. Élisée Reclus definió a Biblos como la voluptuosidad deificada, pero seguramente eso describe mejor a mi Beirut.
Si bien la mayoría de la gente os dirá que prefiere la ciudad en las tardes de primavera, cuando llena sus pulmones de un aire salobre, cuando empiezan a florecer las buganvilias, moradas y carmesíes, las glicinias, blancas y azul lavanda; o en los atardeceres de verano, cuando el agua se engalana con atavíos dorados y violeta tan vibrantes que la ciudad se mece prácticamente sobre su promontorio, yo la prefiero con esta luz tenue, bajo nubes grises y turbias cargadas de lluvia pero aún no la descargan, cuando el aire neutro da contraste a los auténticos colores de la ciudad. Esas nubes me impiden vislumbrar el destellante blanco de las cimas de las montañas, pero a cambio me ofrecen unas vistas espectaculares de la ciudad.
Soy lo bastante vieja para recordar cuando este barrio no era más que un par de casas de arenisca y un bosquecillo de sicomoros, cuya alfombra de hojas marrones le servía de jardín y guardián. Nuestra metrópoli empezó a desarrollarse en los años cincuenta y enloqueció por completo en los sesenta. Construir es dejar una marca humana en el paisaje, y los beirutíes llevan tiempo dejando su marca en la ciudad como una manada de perros rabiosos. El cáncer virulento que llamamos cemento se extendió por toda la capital hasta devorar la última célula viva. No sé cuántos sicomoros quedan, cuántos robles y cipreses, pero ahora puedo caminar una hora sin encontrar ni un árbol, y cuando encuentro uno, suele ser foráneo: un eucalipto, un jacarandá o un callistemon, bonitos pero que no sacian del todo. Si por casualidad encuentro un jardín, florezco de alegría.
Menciono esto ahora porque, milagrosamente, una de esas casas ha sobrevivido a la enfermedad. En medio de la proliferación de edificios antiestéticos, esta ruinosa casa de estilo otomano con su arcada triple y su cubierta de tejas rojas destaca tanto como una mujer en el Parlamento. Quedan unas pocas casas así esparcidas por la ciudad, pero ninguna está tan decrépita ni tan derrotada como esta, y ninguna es tan bonita.
A diferencia de las casas que la rodean, esta es inhabitable, y nadie ha vivido en ella como mínimo desde hace una generación, desde el comienzo de la guerra en 1975, o seguramente antes, desde 1972, el año de la muerte de Hannah. Perforada y agujereada, destripada, sin tejado ni puertas, deja que entre toda clase de porquería, y sin embargo al menos a mí me parece majestuosa. Sitiada por ejércitos más grandes, más altos y más poderosos, es pobre, enferma, débil y despreciada, pero, a diferencia de Lear, se mantiene desafiante, regia, y seguramente así seguirá hasta el final. Se alza sola.
Hablando de alzarse solo contra el progreso, recuerdo otra ruina de hace mucho tiempo. A principios de los años setenta caminaba hacia mi librería por una ruta que queda cerca de aquí, muy cerca. Entonces esta casa otomana estaba en mejor estado, por supuesto. Todavía no había estallado la guerra, aunque empezaban a aparecer señales aquí y allá. Vi un BMW 2002 de color naranja que se resistió a reducir la velocidad al llegar a un atasco; el conductor debía de ser algún joven engreído que pronto estaría ordenando a sus inferiores que asesinaran, mutilaran y saquearan. Viró bruscamente hacia la derecha para esquivar un par de coches y embistió la parte trasera de un carro tirado por una mula que iba lleno de verduras, sobre todo tomates y pepinos. No hubo ningún herido; el carro de madera quedó destrozado y la mula ni se inmutó. El conductor del carro cayó al suelo; su asiento se rompió y él cayó de culo como en las películas mudas de Charlie Chaplin. El conductor del BMW, el futuro miliciano, quedó cubierto de verduras y de vergüenza.
Abrí la librería con una hora de retraso porque me resultaba imposible alejarme de aquella escena. Incluso entonces comprendí que estaba viendo algo extraordinario: la nueva Beirut chocando contra la vieja, el conductor joven y el viejo vendedor ambulante, la embestida de la modernidad, rojo y verde sobre un coche naranja, acero alemán mezclado con pino libanés, y todo el mundo conmocionado. Estaba embelesada, queridos, embelesada.
Dejo atrás la casa de arenisca. Recuerdo que en el piso superior tenía unas vidrieras preciosas en forma de arco, con espirales y volutas de colores rojo y naranja intensos y amarillo oscuro. No sé si se rompieron o desaparecieron misteriosamente en medio de la noche. El caso es que ya no están. Ahora solo viven en mi memoria, en mi proustiana memoria.
El último libro que leyó Hannah era de Proust, y no lo terminó. Había leído
Si durante aquellos últimos días hubiera escrito en su diario en lugar de enmudecer, ahora yo quizá sabría si la mató Proust, si encontró en el texto algo que la turbó, algo que escribió el gran dandi. Ojalá lo supiera. Deseo más explicaciones.
Sí sé que quería terminar todos los volúmenes para complacerme. Yo me había leído la obra entera dos veces y siempre hablaba de Marcel, el escritor espectacular, mi ídolo, etcétera. Parloteaba sobre lo mucho que lo adoraba, decía que él, el apasionado de la vida mundana y el juerguista incombustible, el complaciente contumaz, era en realidad el marginado por excelencia; que podía estar rodeado de toda la gente con la que siempre había soñado trabar amistad y sin embargo seguir estando solo en el universo, la partícula más solitaria de todas.
Pero no creáis, queridos amigos que estoy insinuando que Hannah se suicidó porque no consiguió terminar esa novela descomunal, por favor. Qué tontería.
Hannah envejeció prematuramente; empezaron a salirle canas poco después de cumplir los treinta. A los cuarenta y tantos aparentaba sesenta. Muchas libanesas de su generación tenían problemas similares; hoy día la mayoría recurre a la cirugía estética y ya nadie sabe calcular qué edad tiene nadie. No creo que le preocupara mucho, o al menos no lo creía en aquella época. Su madre había envejecido de forma parecida. Recuerdo que su madre me pareció bastante mayor cuando la conocí, y en realidad era mucho más joven de lo que yo soy ahora. En sus diarios Hannah afirmaba tranquilamente que ya era vieja a los cuarenta. Era algo que sabía que ocurriría. Decía en broma que, como ya era una anciana, podía comer cuanto quería sin preocuparse por su aspecto, aunque la verdad es que esa preocupación nunca le había impedido comer.
Me consta que de pronto, ya cumplidos los cuarenta, empezó a tener problemas para dormir, y eso sí le causaba una gran preocupación. Su deseo más ferviente era dormir toda una noche de un tirón. Yo empecé a tener problemas parecidos a los sesenta, no a los cuarenta. Al principio Hannah probó remedios tradicionales. Leche caliente con miel, té verde, anís, manzanilla; nada servía de mucho. Puso un saquito de lavanda bajo su almohada, puso dos, puso tres. Probó a quedarse a dormir en mi apartamento. Nada funcionaba. Un médico le recetó Valium, pero con la dosis mínima de cinco miligramos se convertía en una muerta viviente al día siguiente. Tomó Seconal, pero, en lugar de inducirle el sueño, le producía desorientación y aturdimiento. Me contaba que trataba de que no la venciera el sueño y que se pasaba la noche aterrorizada porque no conseguía reconocerse ni reconocer lo que hacía.
Pasó el resto de los días y las noches atormentada por la lacerante parálisis del insomnio.
En 1972, cuando Hannah se acercaba a la cincuentena, el Valium y el Seconal se convirtieron en parte de su historia, aunque no en la forma en que se podría imaginar. Cayó en picado, se sumió en su abismo antes de que Beirut se sumiera en el suyo.
Fui una idiota. Era joven, una cría a mis treinta y tantos años, pero no debería poner eso como excusa. Tendría que haber estado más atenta. El año llegaba a su fin y me disponía a iniciar un nuevo proyecto. Estaba distraída.
Hannah estaba cambiando. Creí que era algo temporal, una fase. Me había dicho que echaba de menos a su madre, que pensaba a menudo en ella, que los añoraba a ella y a su padre. A mí me pareció completamente normal. Hannah todavía tenía a sus hermanos, a sus sobrinos y sobrinas, y a toda la familia del teniente. Era una luna que orbitaba alrededor de multitud de planetas. Había llenado su vida de personas y relaciones, personas que yo no tenía en mi vida. Había grabado su nombre en muchos corazones, o eso suponía yo.
La esperanza, ese oropel, me permitió engañarme con ilusiones. Deseaba con toda el alma que Hannah estuviera menos sola, que fuera menos solitaria que yo; menos sola de lo que siempre había estado, de lo que siempre estaría.
Cuando somos jóvenes, la esperanza es perdonable, ¿verdad? Sin una gota de ironía, sin una pizca de cinismo, la esperanza nos hechiza con su canto de sirena. Yo tenía mis ilusiones y Hannah las suyas; sí, desde luego, ella tenía las suyas.
Exactamente un año antes de su primer intento de suicidio, había muerto la madre del teniente, mi suegra. No se me ocurrió asociar en una secuencia estos dos hechos hasta después de la muerte de Hannah. Estuvo con el resto de la familia junto al lecho de muerte de la mujer. Me contó que mi ex marido la miraba con odio, pero que no se atrevía a decir nada porque su madre había pedido expresamente que ella estuviera presente. Por lo visto Hannah fue la última persona con la que habló la madre del teniente.
«Querida hija —le susurró con voz pausada y ronca—, me has proporcionado los momentos más felices de mi vida. Tu presencia en nuestra familia ha sido lo único que ha hecho soportable la ausencia de mi hijo. Te prometo que, cuando los tres nos reunamos en el cielo, no me veré obligada a tomar la imposible decisión de elegir entre vosotros dos.»
Hannah me contó todo eso al día siguiente, muy contenta. Agradecía mucho que la madre del teniente la hubiera reconocido como hija en su lecho de muerte. Mencionó esa última frase, pero le quitó importancia, incluso se la tomó a broma. ¿Elegir entre el teniente y ella? ¿Qué elección era esa? Más tarde, cuando recibí los diarios, vi que había escrito las dos primeras frases que había dicho la moribunda, pero que no había anotado aquella perturbadora promesa.
Después de aquello Hannah se dejó llevar por la vida durante un tiempo, nueve o diez meses, pero supongo que aquella última frase, por muy vaga que fuera, no la dejaba dormir, como cuando tenemos un mosquito zumbándonos en la oreja. ¿Un zumbido de duda que se convirtió en el rugido de la multitud en el Coliseo? ¿Pulgares abajo, muerte para el gladiador caído?
Tal vez la tentara la realidad, tal vez la serpiente le ofreciera la manzana.
Tal vez despertara una mañana y comprendiera que el teniente nunca la había deseado. Tal vez despertara una mañana y encontrara una de las lentes de Spinoza.
Dirigiendo una luz hacia un rincón oscuro podemos provocar un incendio que quema todo lo que encuentra a su paso, incluida nuestra alma, tan inflamable. Cioran dijo en una ocasión que una pizca de lucidez nos reduce a nuestro estado primordial: la desnudez.
Estoy cansada, siempre cansada. Me consume un agotamiento amorfo. Quisiera dormir. Ojalá pudiera dormir.
Aquel año tuvimos un invierno deprimente, extrañamente lúgubre, frío pero no gélido, con lluvias intensas. Hannah parecía competir con el clima: ¿quién está más sombrío? Al principio los cambios fueron graduales y prácticamente imperceptibles. Hannah parecía un poco retraída, menos parlanchina. Tardé un par de semanas en darme cuenta de que no escribía en su diario. Se lo comenté, pero ella minimizó mis preocupaciones agitando una mano.
Era extraño: Hannah estaba allí, pero yo notaba que no estaba conmigo o, por decirlo de otro modo, que ocupaba su cuerpo, pero no su alma. No sé si me explico.
Por la noche, en mi casa, le preparaba una taza de té, y a veces ella ni siquiera la tocaba. Yo le recordaba que el té se le estaba enfriando.
«Qué tonta soy», me decía. Bebía un sorbo y volvía a olvidarse de la taza.
Una noche, estando sentada frente a ella en mi pequeña y chabacana cocina, la sorprendí examinando ensimismada los restos de sopa de lentejas y acelgas como si el cuenco fuera un recipiente de adivinación. Hubo otro incidente relacionado con la labor de punto que desató mi ansiedad. Vi cómo sus dedos se paraban, sin más; las agujas no se movieron durante treinta segundos como mínimo. Eso era impensable, inconcebible, como diría el calvo de
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Pienso —me contestó con un tono que zanjaba la conversación.
En 1972 la primavera se adelantó; tras un invierno riguroso, las temperaturas se suavizaron. Hasta empezaron a revolotear las mariposas. Uno de esos días agradables me encontraba yo muy atareada en la librería. Dudo que los clientes hicieran grandes compras, pero entraba y salía mucha gente. A la hora de cerrar, Hannah no había aparecido, pese a que me había dicho que vendría. Supuse que quería estar sola para pensar en su difunta madre, en sus padres. No la molesté. Sin embargo, no vino a verme durante tres días seguidos, así que al final la llamé por teléfono. Admitió que estaba triste, aunque parecía tranquila.
Nos reímos cuando, sin darse cuenta, comentó que yo también estaría desanimada si mi madre hubiera muerto; luego se lo pensó mejor. «Bueno, quizá no tanto», añadió.
A la mañana siguiente Hannah entró en la librería de muy buen humor. Era primavera, repetía en respuesta a mis preguntas, la estación del florecimiento enloquecido y de los principios hermosos.
«¿Acaso siempre tiene que haber una razón para estar contento?», me preguntó aparentando inocencia. Lo dijo cantando, o mejor dicho, pronunció las palabras con una cadencia exultante. Tenía las mejillas sonrosadas. Cogía libros de los estantes y los devolvía a su sitio sin mirar el título ni el índice. Sus ojos tenían un brillo travieso, como los de una zorra que acaba de descubrir que tiene el gallinero a su disposición. Yo la creí: creí que aquella mañana estaba contenta, que su alegría burbujeante, pasajera o no, era real. Aun así, necesitaba una explicación (siempre lo mismo: la causalidad). ¿Qué os hace estar contentos?
Después de esquivar mis preguntas durante un buen rato —contestaba a casi todas con una breve risotada—, me dijo que por primera vez desde hacía varios años había dormido toda la noche seguida.
Cómo, qué, por qué, una hora de evasivas y vaguedades antes de que Hannah lo confesara todo, o al menos eso creí yo. La noche anterior se había sentido muy desanimada, no soportaba el peso de tanta tristeza. Habló de su melancolía en términos abstractos (esa carga, esa presión), como si fuera algo externo, algo que había entrado en ella, y ahora que había desaparecido, resultaba que lo único que necesitaba era una noche de sueño ininterrumpido. Pero la noche anterior no estaba contenta. No, qué va. No veía la forma de salir de la niebla. Sí, la había envuelto una niebla gris e invernal, una niebla especialmente opresiva. La noche anterior Hannah se había sentido desconsolada, esa era la verdad.
«Estaba agotada —dijo, aunque aparentaba todo lo contrario—. Daba vueltas y vueltas en mi cabeza, no sé si me entiendes, sin plan ni objetivo, perdida, incapaz de ver lo que tenía ante mí.»
Me explicó que estaba cansada, pero no asustada. Pasó al menos tres horas mirando por la ventana de su habitación, contemplando la oscuridad, sin farolas. Pero no era una negrura impenetrable, no era el profundo mundo de las tinieblas que nos asusta. Se oía el zumbido de la red de suministro eléctrico de la ciudad. Su hermano y su cuñada veían la televisión en el salón. Hannah habría podido encender la lámpara de la mesilla de noche, pero no lo hizo.
«Anoche —dijo— extravié la luz de Dios.»
No se sentía la de siempre, así que se puso el vestido morado de hilo fino; tenía frío, así que se puso la rebeca negra encima.
«Quería reconocerme a mí misma», dijo.
Por primera vez en muchos años, sacó las pastillas que tanto odiaba, el Seconal y el Valium. Se las tragó todas, cerca de treinta y cinco, y bebió dos vasos de agua para ayudarlas a recorrer su organismo. Me dijo que hacía años que no bebía más que un sorbito de agua después de las ocho de la tarde. Tenía la vejiga como un dedal y, si bebía más de un sorbo, se pasaba la noche yendo al cuarto de baño.
«Noté un cosquilleo de placer que me hizo sentir culpable —continuó—. Aquellos dos vasos de agua casi me llevaron a lamentar mi decisión. Me sentí pecadora por aquellos dos vasos. ¿Te imaginas que hubiera bebido tres? ¿Una orgía de placer? No te burles de mí.»
Se tumbó en la cama —la cabeza sobre la almohada de plumas, los ojos clavados en el techo—, esperando a que Gabriel, ese descarado manipulador con voz estridente de trompeta, fuera a buscarla. Todo estaba donde debía estar.
«Estaba preparada», dijo.
Despertó a las ocho de la mañana, tras diez horas seguidas de sueño maravilloso y profundo, cumplido su deseo más ardiente; despertó fresca y rejuvenecida, con el único inconveniente de una vejiga llena que le causaba dolor.
«Como verás —prosiguió—, no tengo ni una sola arruga en el vestido.»
Si dijera que estaba sobrecogida me quedaría corta. Estaba horrorizada porque entonces, y solo entonces, descubrí que Hannah se sentía sola, que ya era muy tarde y que le había fallado. «¿Cómo pudiste hacer eso?», fue lo único que mi voz pudo articular. ¿Por qué no acudiste a mí si necesitabas ayuda? ¿Acaso no era tu amiga y confidente? Cuando extravíes la luz de Dios, búscame a mí.
No tenía por qué preocuparme, insistió ella. La había juzgado mal. Solo necesitaba aclarar sus ideas. Aquella mañana había hecho unas cuantas promesas y debía cumplirlas. La obligué a jurar que volvería a la hora de cerrar y que seguiríamos hablando por la noche. Decidí no abrir la librería al día siguiente. Llevaría a Hannah al médico para asegurarme de que todo estaba en orden. Tal vez ella hubiera encontrado la luz divina perdida, pero me pareció conveniente que un médico se asegurara de que tuviera una linterna a mano.
Hannah propuso que esa noche nos diéramos un capricho, que compráramos dos pollos asados, con todas las guarniciones, y encurtidos, muchos encurtidos, y sobre todo nabos rosa, sus favoritos, y como mínimo dos tubos de pasta de ajo. Mataríamos insectos echándoles el aliento.
Volvió a su habitación, y durante la hora siguiente guardó todos sus diarios en dos cajas y escribió mi nombre de pila con recargada caligrafía árabe en una hojita amarilla de bloc de notas que dejó encima de las cajas. Se puso sus zapatos más cómodos, subió por la escalera hasta la azotea del edificio y saltó. La caída desde una altura de cuatro pisos no acabó con su vida al instante. La pobre murió en la ambulancia camino del hospital.
Debí prever que Hannah volvería a intentarlo después de la primera tentativa fallida. Maryam, su cuñada, se sentía culpable. Estaba en casa cuando Hannah llenó las cajas y no le prestó atención. Durante largo tiempo estuvo conmocionada. Todas las semanas llevaba flores a la tumba de Hannah. Creo que Maryam todavía vive y, como ya hace muchos años que murió Hannah, supongo que se habrá recuperado. A veces pienso que yo también me he recuperado.
Procuro consolarme pensando que son muchos los que se han suicidado y que sus seres queridos no pudieron impedirlo. El increíble escritor italiano Cesare Pavese se suicidó ingiriendo una sobredosis de barbitúricos en una habitación de hotel en 1950, el año que ganó el Premio Strega. ¿Quién iba a pensarlo?
Sin embargo, habría podido ser más observadora. Después del primer intento de suicidio, debí comprender que para Hannah el sentido de la vida, el sentido que ella había asignado a su vida, había soltado amarras. El refugio del autoengaño se había derrumbado. Cuando me dijo que se había tragado las pastillas, debí analizarlo más. Pero entonces no supe hacerlo mejor. No debí perder de vista a Hannah ni un momento.
Me siento culpable. Cuando quiero sentirme mejor, culpo a otras personas: su familia, porque Hannah vivía con ellos y nadie se dio cuenta de nada; la madre del teniente, que fue incapaz de llevarse su secreto a la tumba. Si Ahmad no me hubiera dejado, le habría pedido que se ocupara de la librería mientras yo me quedaba con Hannah. Culpo al rey Hussein y a Yasser Arafat por el Septiembre Negro, que fue la causa de que Ahmad me abandonara. Culpo a la propia Hannah. Y vuelvo a culparme a mí misma.
Estos recuerdos… Estos recuerdos afilan el dolor que el tiempo ha desafilado.
Mientras camino hacia casa, oigo a lo lejos el rugido de los aviones comerciales que aterrizan, muchísimos a esta hora del día, muchísimos en esta época del año; traen a los emigrantes libaneses que vienen a pasar las vacaciones.
Culpo a Ahmad, el emigrante o, más exactamente, el exilado. En algún sitio tengo una fotografía recortada de un periódico en la que aparece Ahmad abandonando Beirut. Se encontraba entre la multitud de palestinos obligados a salir de la ciudad para poner fin al sitio israelí y sus crueles bombardeos. En agosto de 1982 se produjo el nuevo gran éxodo palestino. Se publicaron numerosas fotografías del acontecimiento. Unas cuantas de Yasser Arafat tomadas desde diferentes ángulos, falsamente triunfante, con una amplia sonrisa en los labios, haciendo el signo de la victoria con ambas manos, como Nixon; mujeres llorosas despidiéndose, madres estoicas, niños con letreros y pancartas. La fotografía que yo guardo salió en el periódico a la semana siguiente. Para mi sorpresa, en ella aparecía Ahmad, uno entre un montón de hombres a punto de embarcar en los buques que los llevarían a Túnez, con la
Esa fue la última vez que lo vi.
Recorro una callejuela que desemboca en un cruce. Un canalón que va de la azotea al segundo piso de un edificio cercano arroja a la calle un torrente de agua de lluvia, un bucólico riachuelo artificial en medio de la ciudad. Produce un ruido inquietante, la verdad. No me había dado cuenta de que hubiera llovido tanto.
Conozco una historia preciosa sobre Pavese, posterior a su muerte. A finales de los años treinta, cuando regresó del exilio, trabajó para Einaudi, el editor izquierdista, traduciendo y corrigiendo libros. Después de la muerte del escritor, Einaudi publicó sus obras y supervisó su patrimonio. El día que el primer ministro de derechas Silvio Berlusconi compró Einaudi, la casa de Pavese se inundó. Se reventó una cañería y quedaron destruidos todos sus documentos. Desde su tumba, Pavese no dejó que ese presumido con cara de rata ganara ni un solo céntimo con su obra.
Para ir a casa puedo torcer tanto a la derecha como a la izquierda, pues curva tras curva, calle tras calle, las dos rutas son muy parecidas. Lo que sí distingue este cruce es la presencia de tres ficus benjamina adultos, tres cuévanos de verdor, que forman un triángulo equilátero que une las aceras opuestas, sin que ninguno de los tres tenga que pelear con estructuras construidas por los humanos para conseguir aire que respirar. Me encanta este barrio de clase obrera. Los edificios son arquitectónicamente afines y uniformes, no monstruos modernos. No poseen una estética hermosa —colores apagados, caducos—, pero, como están vivos y son coherentes, esta parte de la ciudad tiene sentido.
Uno de los edificios presenta un añadido reciente: la escalera exterior, parecida a la de mi edificio, está tapada con un muro de cemento sin pintar. Eso que antes de la guerra era bastante común se está extinguiendo. Como los potrillos, que nacen preparados para echar a correr, los edificios nuevos nacen con verjas, protegidos, capaces de mantener a raya la ciudad con sus brigadas de porteros y vigilantes.
A solo media manzana hay una mezquita sunní. Una multitud de banderas libanesas que apuntan en todas las direcciones cuelga de un poste de electricidad, de modo que parece que los cedros verdes, símbolo de nuestro estado pigmeo, vayan a caer en una lenta avalancha. Cada secta quiere demostrar que es la más libanesa, lo que explica el reciente aumento de un patriotismo infantil en nuestros barrios. En este también hay un gran póster con el feo careto del «líder de los árabes», Gamal Abdel Nasser, contra un fondo rojo Mao. Hacía años que no veía ninguno.
Podría explicar la diferencia entre el barroco y el rococó, entre el realismo mágico sudamericano y sus equivalentes del sur de Asia y del África subsahariana, entre el nihilismo de Camus y el existencialismo de Sartre, entre el modernismo y el posmodernismo, pero no me pidáis, queridos amigos, que os explique la diferencia entre los nasseristas y los baathistas. Sé que este barrio no puede ser baathista; ahora los sunníes son anti-Siria, y la necesidad de pertenecer a un partido, el que sea, es superior al temor a volver a hacer el ridículo; de ahí que Nasser sea el héroe del momento. Sin embargo, no consigo entender qué significan los términos.
Samir Kassir, en su maravilloso libro sobre Beirut, los diferencia así: nacionalistas árabes convertidos al socialismo y socialistas que desde hace poco están atentos a las virtudes movilizadoras del nacionalismo.
A ver si descifráis eso.
¿Hace falta que os diga que baathistas y nasseristas se han matado a montones entre sí?
Lo primero que se puede pensar es que los beirutíes deben de estar locos de atar para matarse unos a otros por discrepancias tan triviales. No nos juzguéis con tanta severidad, queridos. En la base de casi todos los antagonismos yacen similitudes irreconciliables. Ha habido guerras de cien años por cuestiones como si Jesús era humano con forma divina o divino con forma humana. La fe mata a los hombres.
Tras la muerte de Hannah, la vida se volvió incomprensible…, bueno, más incomprensible de lo habitual. Confieso que pasé momentos duros, años duros. Sufrí, aunque es difícil calcular si sufrí suficiente o no. La vida es una locura. El padre de Fadia, Hayy Wardeh, también murió aquel año, y yo no estaba segura de si su hija querría desahuciarme. Mi madre me daba la lata para que cediera mi apartamento. Mis hermanastros intentaban derribar mi puerta y mi ánimo. Fue muy desagradable, y luego vino la guerra, la distracción definitiva. Me sumergí en mis libros. Ya era una gran lectora, pero tras la muerte de Hannah me volví voraz, insaciable. Los libros se convirtieron en mi leche con miel. Para sentirme mejor recitaba frases tontas como «Los libros son el aire que respiro», o peor aún, «Sin literatura la vida no tiene sentido», en un débil intento de eludir el hecho de que el mundo me parecía inexplicable e impenetrable. En comparación con lo complejo que resulta entender el sufrimiento, leer a Foucault o Blanchot es como leer un libro infantil ilustrado.
Paro un taxi. Me rascaré el bolsillo. Necesito llegar a casa. Hace demasiado frío; el viento es helado y está cobrando fuerza, y la calle tiene una ligera pendiente que la hace resbaladiza. No noto el suelo bajo mis viejos pies. Necesito llegar a casa.
Intuyo que el conductor tiene ganas de hablar. Cualquier cosa que me diga ya la he oído un millón de veces. Los taxistas, los grandes conversadores, los narradores de esta ciudad parlanchina, no saben parar una vez que empiezan. Saco del bolso el libro de Rilke y finjo leer. Ahora mismo la comunicación no es lo que más necesito.
El taxi avanza despacio por el congestionado tráfico de los días previos a las vacaciones. Toda Beirut, con pocas excepciones, ha salido a comprar para las fiestas. Hace mucho tiempo que no le compro un regalo a nadie. Se pone el sol y empieza a llover; las noches de invierno llegan casi sin avisar. La luz de los faros se refracta en el parabrisas y crea arcos iris minúsculos. Tardamos media hora en recorrer una distancia que yo habría cubierto a pie en el mismo tiempo. Un relámpago a lo lejos, insonoro, confirma que he hecho bien cogiendo el taxi, aunque los muelles viejos del asiento trasero no me dejen estar cómoda.
El taxi recorre a trompicones un par de barrios que hay antes del mío. Empieza a dolerme la espalda. En la calle se alza un hotel flamante, musculoso y gris. He oído que puedes meterte en una bañera de agua caliente en el último piso y contemplar toda Beirut por unas grandes ventanas redondas, una especie de efecto submarino inverso. En la planta baja hay un restaurante norteamericano y un gimnasio gigantesco. Ignoro cuánta gente utiliza el gimnasio, pero la envidio por su salud sin necesidad de conocerla. Ha sido un día largo.
No importa dónde haya estado ni cuánto tiempo me haya ausentado: mi alma empieza a rebullirse de alegría cuando me acerco a mi apartamento. La curva cerrada que conduce a mi calle y el edificio marrón y gris que yo llamo nuevo, aunque lo construyeron a principios de los setenta y de nuevo ya no tiene nada, son las señales que anuncian que estoy cerca. La sensación agradable de estar llegando y la impaciencia de no haber llegado todavía se desatan en cuanto veo esas señales. Lo primero que hago nada más entrar en el apartamento, tras cerrar la puerta, es derrumbarme en el sofá y descansar. Mi casa.
La imagen perturbadora de las arrugas recalcitrantes de mi cara no me deja moverme. Me quedo petrificada ante el espejo del cuarto de baño. Me pongo las gafas para ver mejor. ¿Qué me ha pasado? ¿Qué le ha pasado a mi cara, tan descarnada e inexpresiva? La persona que me devuelve la mirada es una desconocida. Nunca he tenido un concepto favorable de mi poco atractivo físico, pero ahora parezco más insignificante que nunca, sin vida, sin una chispa o destello de intensidad. Soy un ser humano absolutamente anodino.
Tengo que preguntarle a mi madre si conserva alguna fotografía de mi padre biológico; tengo que hacerlo antes de que se muera. Quiero saber si me parezco a él. Necesito saberlo. Tengo la nariz de mi madre, y últimamente parece una cimitarra clavada en un cadáver. Intento reconstruir el rostro de mi padre, pero no lo consigo. Yo era demasiado pequeña. Quizá haya visto alguna fotografía suya alguna vez, pero no lo recuerdo. En cambio sí recuerdo cómo era mi madre en aquella época, qué aspecto tenía cuando él murió, pero, como de eso hace mucho tiempo, supongo que esta imagen tampoco es muy fiable. Recuerdo que mi madre no levantaba la cabeza, que mantenía la mirada gacha, hacia el suelo, incluso más abajo, hacia el centro de la tierra, donde moraba Satanás. Debía de sentirse culpable por la muerte de mi padre. Si hubiera sido mejor esposa, más competente, no se lo habrían arrebatado. Si hubiéramos practicado el
¿De verdad lo recuerdo, o es un rompecabezas que he montado encajando a la fuerza piezas y fragmentos de lo que creo que pasó? Vuelvo a meter el cubo de madera en el pozo salobre de mis recuerdos; la mayoría de las veces la cuerda se queda floja. Hubo una comida. Mi madre se concentró en su plato. Dudo que comiera nada. El recuerdo parece a la vez real e irreal, fiel y endeble, sólido e insustancial. Yo no tenía ni dos años cuando murió mi padre. Debí configurar esas imágenes mucho más tarde. La infancia se representa en una lengua extranjera y nuestro recuerdo de ella es una traducción de Constance Garnett.
Mis facciones se han desafilado y desdibujado con el paso del tiempo, mi reflejo solo se asemeja vagamente a la imagen que tengo de mí. La gravedad exige una compensación por los años que mi cuerpo se ha resistido a ella. Se han estirado no solo mis pechos y mi trasero, sino también las curvas ligeramente hinchadas de mis labios. Además he perdido pelo en las cejas. Ahora las tengo blancas. Ya me había fijado en el cambio de color, pero no en su escasez. Por otra parte, mi piel, privada de melanina, ha acumulado diferentes tonalidades. Dos mares cerrados y asimétricos de color morado y gris rata se extienden bajo mis ojos. Una lapa moteada se aferra a la piel junto a mi oreja derecha. Las venas de las sienes y sus afluentes son verdes.
Puedo asegurar que la estructura ósea de mi cara ha cambiado.
¿Cómo puede mi aliento resistir el demoledor asedio del tiempo?
¿
Oigo a Joumana trajinar en el cuarto de baño del piso de arriba. Si no ha modificado su programa habitual, está lavándose antes de preparar la cena.
Tengo que hacer algo. Salgo del cuarto de baño y voy a la sala de lectura, al reproductor de CD. Busco a Chopin, encuentro uno de los discos de Richter. Mi cabeza se despeja lentamente. El Chopin de Richter es inspirador.
Sviatoslav Richter solo tocaba en público si tenía consigo su langosta de plástico rosa. Yo creía que era roja —lo leí en algún sitio, una langosta de plástico roja—, hasta que vi una fotografía. Parecía un crustáceo, desde luego, con unas pinzas desproporcionadas, pero no parecía una langosta, o al menos a mí no me lo parecía. Y no era roja, sino rosa.
«Las cosas me causan confusión», declaró en un documental.
En ese documental,
Richter le hablaba a su langosta de plástico y se sentía perdido sin su compañía. Si le hablaban cuando no tenía su langosta, parecía un autista. Sin embargo, cuando tocaba… cuando tocaba hacía que el alma se licuara. Caminaba sobre el agua, o sus dedos caminaban sobre el agua, ágiles como un líquido y suaves como un fluido, corriendo, goteando, fluyendo.
«No me gusto», declaró en ese documental.
Estoy una vez más petrificada ante el espejo de mi cuarto de baño. Cojo unas tijeras, cierro los ojos un momento y me corto un mechón de pelo azul. Mientras Richter ejerce su dulce magia, corto y lloro, corto y lloro. Richter me desgarra el corazón. Soy una sentimental. Corto y lloro. El pelo azul cae a mi alrededor y forma una nube tenue en el suelo, el halo de una santa que me circunda los pies.
«Por tanto, si una mujer no se cubre la cabeza —se lee en Corintios—, que se corte el pelo.» Como ya nadie lee, ni la Biblia ni otras cosas, todo el mundo da por hecho que los musulmanes fueron quienes inventaron el
Sin mi pelo, ya no tengo la cabeza descubierta. Empiezo a barrer los mechones azules del suelo. Despacio, metódicamente, midiendo cada movimiento, como atontada, con la mente ofuscada, limpio y barro.
En Alemania envolvían el pelo cortado en un paño que depositaban junto a un saúco tres días antes de la luna nueva. Los indios yukon de Alaska realizan un ritual parecido. En Marruecos las mujeres cuelgan el pelo que se han cortado de un árbol que crezca cerca de la tumba de un sabio hechicero para protegerse del dolor de cabeza. En Arabia Saudí y Egipto guardan el cabello caído en un cajón, envuelto en un pañuelo. Yo lo barro, lo deslizo en el recogedor y lo tiro a la basura.
Me he cortado el pelo, o mejor dicho, me lo he podado. Ahora es blanco, la escarcha de la vejez. No sé si parezco una enferma de cáncer, una terrorista de las Brigadas Rojas de los años setenta o una artista de vanguardia, pero me veo diferente. Como solo he utilizado unas tijeras, me ha quedado el pelo irregular y disparejo. No, no parezco ninguna de esas cosas: parezco una postulante católica o una novicia de alguna orden monástica misteriosa.
Me siento más ligera, aunque sé que es absurdo. Solo es pelo. Los albatros cayeron en picado y se hundieron como plomo en el mar.
Esta noche contemplaré el mundo desde mi bañera. Pondré el día de hoy y su historia en remojo para que se deslíen. Eliminaré a mi madre de mi pelo. Voy a lavarla, secarla, arrancarla, lanzarla, anularla y dejarla marchar. Llenaré hasta arriba la bañera de agua purificadora, haré sonar las cañerías, dirigiré la sinfonía de carillones de Schoenberg una vez más. Encenderé un par de velas para crear ambiente. No puedo recuperar las que hay en la habitación de la sirvienta, así que tendré que apañármelas con un par de cabos feos pero prácticos que hay en el cuarto de baño. Fuego y agua, acabaré con un bautismo, purificándome y regocijándome.
Acortaré las horas de esta noche, porque estoy cansada. Pero leeré. Todavía me conservo más o menos cuerda gracias a mis veladas de lectura.
Esta noche seguiré con
Me siento junto a la ventana del salón. El cielo se pone su abrigo azul oscuro. Mis pies, enfundados en calcetines, se acomodan conmigo en el sofá; mis manos se entrelazan alrededor de mis rodillas. Todavía tengo el pelo mojado, aunque me lo he secado con mi mejor toalla tras el baño. Síndrome del pelo fantasma: me toco la cabeza y noto el cabello seco, pero un minuto después de que mi mano se entrelace con su compañera alrededor de mis rodillas, vuelvo a tener esa sensación de humedad.
Lo único que veo al otro lado de la ventana es un pequeño segmento de calle: un rectángulo del edificio de enfrente (para ver la azotea tendría que estirar el cuello e inclinarme hacia un lado) y mi solitaria farola. De pequeña soñaba con una ventana desde la que se viera toda Beirut y su universo. Cuando me casé y vine a este apartamento, mis sueños se redujeron hasta adoptar dimensiones más razonables; deseaba una ventana en un piso más alto, quizá el cuarto, el apartamento de Fadia en lugar del mío, que es un segundo; deseaba una vista algo más elevada, un poco más extensa. Ahora solo deseo que una empresa finlandesa o tal vez china invente algún utensilio barato para limpiar la suciedad de la ciudad que se incrusta en la parte exterior de mi ventana sin tener que forzar la espalda.
Debería releer
En realidad está bien que solo tenga un atisbo de Beirut desde mi ventana, una puntita de un pedazo de una porción de pastel. Los nostálgicos insisten en su visión revisionista de una ciudad hospitalaria y acogedora, un reino amante de la paz donde todas las fes y todas las etnias eran bien recibidas, un Arca de Noé donde bestias de todo tipo se sentían tranquilas y protegidas. Sin embargo, Noé era un capitán hijo de puta que gobernaba un barco abarrotado. Solo parejas elegidas entre lo más florido y granado podían subir por la pasarela (para perpetuar la especie, repoblar el planeta y todas esas bobadas nazis).
¿Habría permitido Noé que embarcara una cebra lesbiana, un erizo soltero o un lémur cojo? Lo dudo.
Mi ciudad nunca ha recibido bien a los desparejados ni a los discapacitados.
Nunca me han gustado la historia de Noé ni los rebuscados cuadros de animales dóciles de Edward Hick.
Esto lo he leído esta noche en
Podéis decir lo que queráis sobre el Dios de Israel, queridos míos, pero la coherencia no es su fuerte. No ha sido justo con los míos. El Dios Único es un nazi.
Esta noche tengo que intentar dormir. Lo necesito.
No duermo, claro. No recuerdo qué he hecho toda la noche, así que debo de haber dormitado un poco, como de costumbre. Me agacho para ponerme unos calcetines de lana y noto cómo cruje cada vértebra por orden, como si pasaran lista: C1, sí; C3, presente; T4, aquí; L5, sí; cóccix, ¡ay! Lo único que falta es el toque de diana.
Hace demasiado frío. Un temblor me recorre los hombros y se esfuma cualquier tendencia a la pereza. Me rasco el cuero cabelludo. Todavía lo tengo rapado. No sé si debo arriesgarme a mirarme en el espejo del cuarto de baño esta mañana. ¿Qué pinta tendrá mi cabeza recién levantada de la cama?
Una noche de tormentas y lluvia torrencial, de ruido y topetazos en la oscuridad. Oía riadas y sirenas al otro lado de la ventana. Cómoda y arropada con tres mantas, oía a un demonio necrófago arañar el cristal de la ventana con las uñas y a un miliciano disparar la metralleta contra los charcos de la calle. En el piso de arriba, oía a Joumana asesinar a alguien, seguramente a su marido, y arrastrar el cadáver por la casa describiendo círculos, una y otra vez, mientras le golpeaba la cabeza con una sartén de Tefal. Eso es lo único que podría explicar esos ruidos nocturnos.
Estoy cansada, cansada, ojalá no tuviera tanto frío.
Me pongo la bata encima del camisón y el abrigo de mohair de color burdeos encima de la bata. Voy lentamente hasta la cocina para iniciar el ritual del té de todas las mañanas. El apartamento huele a lluvia y a humedad. Los radiadores difunden el calor a rachas. Por la casa corren vientos invernales que interrogan a mis tobillos.
Vuelvo a tener dudas sobre mi nuevo proyecto. La novela
A lo mejor la epifanía consiste en que esta vez puedo empezar una traducción la segunda semana de enero. A lo mejor esta epifanía me animará cuando me haya tomado el té.
Enciendo el fogón bajo el hervidor.
Decido que esta mañana debo escoger qué libro voy a trabajar. La incertidumbre resulta inquietante.
Una luz susurrante empieza a dispersar las formas imprecisas al otro lado de las ventanas. Un camión de la basura sale de mi calle y se lleva su estruendo. Ahora solo se oye el repiqueteo infantil de la lluvia. La bombilla de la farola parpadea en un breve berrinche, y por un segundo su luz adquiere un tono rosado, hasta que se apaga para el resto del día. El ambiente en la cocina todavía es húmedo y sombrío. Llevo el té a la sala de lectura, me siento en mi sillón y me tapo bien las piernas con el abrigo de mohair.
★ ★ ★
Suena el timbre y me desoriento. Debo de haberme quedado dormida en el sillón. ¿Cuánto rato ha pasado? No sé qué hora es, sin las gafas no veo bien el reloj. Hay mucha luz. ¿Las ocho? Vuelve a sonar el timbre. Me pongo las gafas. La taza sigue en la mesilla, junto al jarrón y los siete libros de los
Quienquiera que esté al otro lado de la puerta llama insistentemente con los nudillos. No es mi hermanastro el mayor, porque son unos golpes educados.
—¡Aaliya! —Oigo la voz débil de Joumana. Percibo cierto apremio en ella, mucho más que en la de Marie-Thérèse cuando llama a su gata—. ¡Ábreme, por favor!
Me levanto de un brinco (bueno, con lo que a mi edad puede considerarse un brinco). Me falla una rodilla y estoy a punto de caer de bruces sobre la alfombra. Me apoyo en la puerta de la sala de lectura. Pongo una mano en la jamba y de pronto me encuentro cara a cara con el espejo redondo sin marco. Desvío la mirada, por supuesto, pero decido que debo limpiarlo antes de que termine el día, por lo menos quitarle el polvo.
—Tiene que estar dentro —dice Marie-Thérèse—. Esta mañana no la he oído salir. Si hubiera salido, me habría enterado.
Corro hacia la puerta.
Oigo a Fadia subir la escalera; la oigo subir, no bajar. Esta mañana el mundo está al revés, patas arriba.
—He cortado el agua —dice Fadia, que es la que habla más alto. Todavía no ha llegado a mi rellano. Oigo acercarse sus zuecos, presurosos.
—¡Aaliya! —grita justo en el momento en que abro la puerta. Mi cara recibe toda la fuerza de su voz y el frío de diciembre.
Las brujas empapadas entran dándose empujones en mi recibidor; hablan las tres a la vez, un parloteo de voces agudas como en las películas de Disney, y me quedo aturdida y confusa. Si la última vez que Fadia estuvo aquí su bata barría el suelo, hoy lo friega. El bajo está tan mojado que parece que acabe de salir de un río. Oigo la palabra «inundación» y noto que me tiembla un nervio justo encima del puente de la nariz, debajo de la piel. Se me hace un nudo en la garganta, un ancla tira hacia abajo de mi corazón. Se me cierran los oídos. No quiero oír.
Las brujas, medio empapadas, me rodean, orbitan alrededor de mí como planetas ciegos de anfetamina, sin parar de hablar. Una cañería… la habitación de la sirvienta del piso de Joumana… inundación… ya no hay peligro… han llamado al fontanero… confían en que no tenga nada de valor en mi habitación de la sirvienta.
¿Algo de valor? ¿De valor? Mis cajas, mis pilas de cajas, mi vida; de eso ellas no saben nada.
Echo a correr —sí, a correr—, cruzo la cocina y llego al lavabo de servicio. Percibo el olor a humedad antes de abrir la puerta: huele a jersey de lana bajo la lluvia, como el jersey rosa de Nancy colgado sobre la estufa. Las náuseas me dan puñetazos en el estómago de dentro afuera. El picaporte no gira del todo al primer intento porque tengo las manos sudadas. Abro la puerta de par en par y veo del desastre. El hedor me ataca físicamente y retrocedo y tambaleo; el pestazo me pega con fuerza, me aporrea la nariz, es agrio, rancio; el de mi madre. Mi corazón se comporta de forma extraña, quiere protestar. Siento el impulso traicionero de regurgitar.
¡Salve, horrores! ¡Salve, mundo infernal! ¡Y tú, el más profundo Averno!
Mis vecinas avanzan sigilosamente hacia mí, se acercan demasiado.
Hay un poco de agua en el suelo, pero no mucha. Casi toda la que se ha filtrado al lavabo de servicio ha seguido su viaje hacia el desagüe. Sin embargo, el agua que se ha empeñado en quedarse ha decidido establecerse entre mis documentos. Las cajas están mojadas.
Ahora no hay necesidad de alarmarse. El daño ya está hecho. Si debía hacerse, una vez hecho, entonces sería mejor que hubiera sido rápido. Ha sido rápido, ya lo creo.
Entro en la habitación de la sirvienta con las piernas temblorosas y las rodillas fatigadas. No hay nada que hacer. La habitación de la sirvienta está a oscuras, pero no necesito ver nada. El olor de los daños causados por el agua es intenso. Las siete bocas del Nilo han vertido aquí sus aguas. Mi alma grita, mi voz está muda. Ahora ya no tengo nada.
¿Qué ángeles me oirán si grito? Estoy en la oscuridad fría y húmeda, en medio de mi vida devastada, sin saber qué hacer, incapaz de tomar una decisión, y lloro. Mis esperanzas se desvanecieron hace mucho tiempo y ahora se va con ellas toda mi dignidad. La poca autoestima que me quedaba me abandona, sale de mí y sigue al agua por el desagüe.
Todo ha desaparecido y me ha dejado y no sé qué hacer.
Me enfrento a una batalla que terminó hace mucho tiempo. Acepto la derrota sin bandera blanca que ondea, sin fuerzas siquiera para desenvainar mi espada.
La degradación y yo somos amigas íntimas. Mi alma, como la de Job, está cansada de vida. Me gotea la nariz; me limpio los mocos y las lágrimas con la manga del abrigo de mohair, la manga de mi abrigo raído, que ya no está presentable.
No sé qué llegan a ver las tres brujas, pero me horroriza que sepan que estoy llorando, lo que me hace llorar aún más, y más fuerte.
Mi alma es el juguete del destino. Mi destino me persigue como un experto rastreador, como un cazador malvado, me muerde y no me suelta. Vuelvo a encontrar lo que creía haber dejado atrás. Siempre seré un fracaso, entonces, ahora y para siempre. Fracasaré otra vez. Fracasaré y será peor. Veo cómo mi vida se derrumba.
Haz descender ese infierno sobre mí.
Maldito sea este mundo y maldito sea todo cuanto hay en él. Maldita sea esta edad de humillación despiadada y payasadas. Aquí tenéis vuestra maldita epifanía.
Las mujeres me rodean una vez más, me cogen de las manos y los codos y me llevan hacia la luz. Una de ellas, seguramente Marie-Thérèse, la más bajita, me tira suavemente del brazo para que me agache un poco y me limpia la cara con un pañuelo, un pañuelo humedecido con gel desinfectante. Debe de llevar encima siempre una de esas botellitas con gel antibacteriano. Mis manos se sueltan de las mujeres sin que yo se lo ordene y se refugian en los bolsillos del abrigo. Lo único que tengo en los bolsillos son unas gafas de leer dobladas.
Mis ojos, por decisión propia, miran al frente, concentrados en el cazo que puse bajo el radiador cuando lo purgué. Una gota de agua herrumbrosa cuelga del tubo, y espera con paciencia a que llegue el momento de reunirse con sus hermanas, que ya han manchado el aluminio.
En la cocina hay ruido: la ciudad da sus bocanadas matutinas, bocinas y tráfico y lluvia en la calle, y Joumana habla en voz baja, me habla a mí.
—¿Qué hay en esas cajas? —Repite varias veces la pregunta, porque guardo silencio—. Tendríamos que sacarlas y ver qué podemos salvar.
¿Cómo puedo explicar mi vocación extravagante, mi vida furtiva?
Esta es la fuente secreta que da sentido a mi vida.
—Traducciones —digo—. Soy traductora. —Titubeo. Lo que acabo de decir no me suena a verdad. Suena a mentira—. Lo era —me corrijo. Mi corazón está demasiado cansado para latir—. Era traductora.
Joumana está estupefacta, sus cejas se arquean y forman sendos signos de interrogación. Sus ojos se fijan en la parte inferior de mi cara, como si pretendiera leerme los labios. Si yo hubiera contestado que en las cajas guardaba bolsas de heroína, estaría menos impresionada. Es una mujer decente que no está acostumbrada a descifrar lo que mascullan los monstruos.
—A trabajar —dice con tono autoritario—. Hay que sacarlas de esas habitaciones.
En cuanto intento moverme, me tambaleo como una jirafa que se ha atracado de fruta fermentada. Marie-Thérèse, la del dulce semblante, me rodea la cintura con un brazo para sostenerme. Apoyo el antebrazo sobre su hombro. Me siento indefensa y perezosa a la vez. Me gustaría huir de todo esto y volver a casa, solo que ya estoy en casa.
—Siéntate —me dice Marie-Thérèse mientras me lleva hacia mi sillón—. Descansa un momento. Nosotras sacaremos las cajas. —Vacila un instante, como si fuera a hacerme una pregunta sumamente solemne—. ¿Tienes una escalera de mano, o voy a buscar la mía?
Estoy enfadada conmigo misma, y no solo por lloriquear delante de unas desconocidas como una cría en el recreo del parvulario, sino sobre todo por lloriquear. Intento controlarme. Sentada en mi reconfortante sillón, observo el ajetreo de las tres mujeres. Intento levantarme; me tiemblan los músculos de los muslos, se me doblan las piernas y vuelvo sentarme. Solo un minuto, me digo, menos de un minuto, me miento. Me siento como un sapo viscoso hundido en el barro mientras contemplo, impasible, mi inexistencia. Esta mañana Spinoza tiene muy poco o nada que ofrecerme.
Fadia ha subido a su apartamento y ha vuelto con dos sábanas grandes y al menos ocho toallas. Ahora van y vienen las tres transportando una a una las cajas empapadas. Parecen sincronizadas, como si llevaran toda la vida rescatando traducciones mojadas por inundaciones, como si hubieran crecido en una aldea a orillas del Éufrates, donde esta clase de trabajo no es infrecuente. Una entra en la oscuridad, otra sale del averno con una caja. Me fijo por primera vez en que Joumana tiene los pies planos como un pato. El olor a podrido se extiende por el apartamento, el olor a descomposición impregna mi casa. La tristeza y la frustración crecen dentro de mí. Debería levantarme, pero todavía no puedo. Mientras ellas trabajan, lo único que puedo hacer yo es estar mano sobre mano.
He de ser más dura, fortificarme. ¡Ay, Flaubert, enséñame a sellar mi cámara, envíame a tu albañil! Miedo, dolor, no dejéis entrar a estos merodeadores y saqueadores, esta ira, este sentimiento de culpa, esta desesperanza.
Siento nostalgia de mi corazón árido de otros tiempos, que habría sabido sobrellevar semejante pérdida.
En silencio, ayudo a mis vecinas a sacar las cajas de Egipto y su inundación de sangre. Yo llego a las de arriba más fácilmente que las brujas. Fadia, que está delante de mí, pisa la mina israelí, a un palmo del desagüe. Yo evito ese punto; todavía pienso que mi zapatilla se ensuciará si se acerca al sitio donde una vez estuvo la mancha. El cartón mojado parece col hervida en mis manos. Ponemos las cajas en fila encima de las toallas y las sábanas, en la cocina, en el salón, en la sala de lectura; parecen ataúdes de víctimas de guerra que vuelven al hogar. Debería ponerme firme y saludar; hay tantos himnos nacionales, tantos países en la pila de cajas. Me gustaría lanzar veintiún cañonazos.
Finalmente Joumana se arrodilla ante un ataúd como si fuera una doliente. Al bajar la rodilla izquierda golpea la versión inglesa de la
¿
Joumana apoya las rodillas sobre la toalla y abraza la caja. Con la mano izquierda me hace una seña para que me calme. En la mano derecha tiene mi cuchillo de cocina. Sus iris son del color de las moras. Corta la cinta adhesiva por cuatro sitios.
El manuscrito está mojado, por supuesto. La primera página es legible, pues solo contiene el título, el nombre de Danilo Kis y el mío. Joumana levanta la portada y suspira. Las páginas que hay debajo están dañadas. En el centro de cada una hay una parte seca del tamaño del mitón de una jovencita, pero en el resto de la hoja —la tinta corrida, la descoloración, el olor— la muerte, como siempre, se desliza hacia el corazón. La mía lo hace, sin duda.
No puedo evitarlo. Rompo a llorar de nuevo, pero en silencio, de una forma menos bochornosa. Joseph Roth concluye
Las manos de Fadia, como surgidas de la nada, se alzan detrás de mí y empiezan a masajearme suavemente los hombros. Combato el impulso de apartarme. Dejo que sus manos me toquen.
No puedo evitarlo. Mi mente lleva mis pensamientos hacia la muerte atados con una correa.
Arbus se cortó las venas, igual que Rothko. Woolf se metió en el río y se ahogó. Hemingway se pegó un tiro en la cabeza, claro. Plath, Hedayat y Borowski metieron la cabeza en el horno. Améry tomó una sobredosis de somníferos en 1978 y no despertó como nuevo al día siguiente. Y tampoco Pavese en 1950. Gorki —Arshile, no Maxim— se ahorcó. Levi presuntamente se lanzó al vacío.
Y luego está el extraño suicidio de Potocki, que se disparó una bala de plata en la cabeza. Durante meses, todas las mañanas limaba el pomo en forma de fresa de un azucarero que le había regalado su madre, hasta que lo desprendió y lo utilizó como bala. Avisen al doctor Freud.
Ningún compositor de renombre se ha suicidado, o al menos que yo sepa. Pensaréis que si alguno lo hubiera hecho seguramente habría sido Schnittke, pero no. Schumann se lanzó al vacío, pero él tenía un trastorno bipolar y, por si fuera poco, las espiroquetas de la sífilis se cebaban en su cerebro. Sea como sea, no murió en el intento. Chaikovski podría haberse bebido a propósito el agua contaminada. A esos dos yo no los contaría. Por lo visto la música es la más saludable de las artes. Sin embargo, debo señalar que los compositores suelen morir a edad más temprana que la media de los humanos, mientras que los directores de orquesta mueren más viejos. No sé a qué se deberá eso, pero me intriga.
Las espiroquetas de la sífilis derribaron a los dos
Fadia advierte que estoy más tranquila. Baja las manos.
—Esto lo puedo leer —observa Joumana. Va pasando las hojas de mi colaboración con Danilo.
—No, por favor —digo.
—Quiero decir que se puede leer —aclara, divertida—. Que puedo leerlo, no que vaya a leerlo. —Frunce los labios y sopla en la hoja que tiene en las manos. La agita tratando de eliminar la humedad, pero enseguida para, seguramente por miedo a que la página se desintegre.
—Tenemos que separar todas las hojas —propone Marie-Thérèse— y secarlas. Es la única forma de salvarlas.
Está sentada en el centro de la habitación y me mira constantemente, aunque finge no vigilarme. Hoy no me recuerda a la novia imaginaria de Pessoa, Ophélia, sino más bien a Eudora Welty, mayor que la anterior, aunque con el pelo teñido de negro.
—Eso nos llevará mucho tiempo —objeto—, demasiado.
—Tenemos tiempo —replica Marie-Thérèse. Se arrodilla y se seca las manos en la toalla extendida en el suelo—. Al fin y al cabo, estamos de vacaciones. Yo no tengo nada mejor que hacer.
—Si no secamos las hojas —afirma Fadia—, el piso se llenará de hongos. Y los hongos crían hongos. Por todo el piso, por todo el edificio. No puedo permitirlo. ¿Y si se te meten debajo de las uñas? Son contagiosos. Quién sabe qué podría pasarles a las mías. Mirad, mirad. —Fadia habla con voz estridente y nos muestra las uñas—. No puedo arriesgarme a que se me estropeen. Tenemos que intervenir urgentemente.
Repite sus chistes, que no tienen gracia, y no sé por qué, pero cuanto más los oigo más graciosos me parecen.
No para de llover. Tengo el alma empapada de oír la lluvia. Llovizna, aguacero, llovizna, aguacero. El dolor del día se derrama. La ventana gime, maltratada. Al otro lado del cristal, el cielo parece congelado.
—No sé si vale la pena que las salvemos —digo, y vuelvo a mi sillón. Estar de pie me cansa—. No sé si merecen tanto esfuerzo.
—No digas tonterías. —Fadia sacude la cabeza fingiendo incredulidad—. Aquí hay mucho papel. Es imposible que no contenga nada importante.
Se arrodilla al lado de Joumana y le quita de las manos el cuchillo de cocina. Fadia, la vivisectora, raja a Javier Marías y lo abre para examinar su interior. Ella utiliza el cuchillo con mayor habilidad, claro: es mejor cocinera que Joumana y menos sensible, menos meticulosa.
Marie-Thérèse improvisa un tendedero. Su difunto marido, que estaba obsesionado con la caza, la pesca con caña y la de arrastre, le dejó un cargamento de bobinas de sedal. Marie-Thérèse llena mi apartamento de hilos entrecruzados que sujeta a las paredes con chinchetas. Cuando observo que tal vez no aguanten, ella me recuerda que solo vamos a colgar hojas de papel, livianas como plumas. Antes de que termine, yo sé que no habrá hilos suficientes para todas mis páginas.
Fadia y Joumana empiezan a colgar hojas, una a una, en un orden meticuloso, mientras Marie-Thérèse termina de tender los hilos. Utilizan pinzas para la ropa de plástico, de madera, incluso sujetapapeles. Mi sala de lectura empieza a llenarse de fantasmagóricas banderas de plegaria tibetanas.
Quiero ayudar. Vuelvo a levantarme y me uno a ellas. Cojo una hoja para colgarla del hilo. Fadia y Joumana se apartan para dejarme sitio, pero cuando yo termino (una pinza por hoja) ellas ya me llevan seis o siete hojas de ventaja. Mi mente se atasca en pantanos turbios. Veo a las tres brujas en la habitación, me cruzo con ellas, pero es como si entre nosotras hubiera una fina película de plástico: solo la atraviesa alguna molécula.
—No será suficiente —comenta Joumana mientras sigue colgando el manuscrito de Danilo Kis.
—No —corrobora Fadia.
—Vamos a necesitar algo más.
Llueve mucho, más fuerte, más fuerte aún; las gotas de lluvia parecen dolientes que se aguijonearan unos a otros en una barahúnda creciente de lamentos. Llueve como si el mundo entero estuviera a punto de derrumbarse, como si el cielo fuera a desplomarse: la venganza de Noé. Por fin ha conseguido entrar en mi casa.
—¿Dónde tienes el secador? —Fadia está plantada ante mí, pero nos separa una línea de papel; nos vemos las caras entre las hojas.
—¿El secador? —pregunto. ¿Para qué quiere secarse el pelo? Le explico que no tengo, que siempre me seco el pelo con una toalla, que no tengo secador desde que mi marido se marchó y se llevó el suyo, que era una de sus posesiones más preciadas, lo que no tiene sentido porque siempre llevaba puesto aquel ridículo sombrero.
De pronto les da por charlar conmigo.
Las tres dejan lo que están haciendo. Si les hubiera dicho que todas las mañanas, después de desayunar, cabalgo con las Valquirias; que parí a un millón de
—Tienes el pelo bonito —dice Fadia—. Podrías hacer muchas cosas con él, pero nunca te lo habías teñido, y el día que decides teñírtelo, vas y te lo pones azul. No te entiendo.
Está muy cerca de mí. Todas están muy cerca de mí. Puedo olerlas, cada una lleva una colonia diferente; Fadia huele además a cigarrillos franceses.
—¡Fadia! —gritan sus compañeras a la vez.
—Bah, callaos —les dice, y luego me pregunta—: ¿A qué vino lo del pelo azul? ¿Por qué lo hiciste?
—Fue un error de cálculo —contesto.
—Y que lo digas. —Fadia agita una mano para indicar a las otras dos brujas que no la interrumpan. Sabe muy bien cuándo están a punto de entrometerse en sus chácharas—. Y por el amor de Dios, ¿por qué te lo has cortado tú misma? ¿No podías ir a la peluquería para que te lo arreglaran? Un poco de color y un buen cepillado y te habrías sentido una mujer nueva. Ahora pareces una monja sin el hábito, y no una monja guapa como Audrey Hepburn, sino como Shirley MacLaine.
—¡Fadia! —exclaman sus compañeras.
—¿Cómo puedes decir eso? —pregunta Marie-Thérèse. Intenta apartar a Fadia, pero esta se la quita de encima como quien espanta una mosca molesta.
—No se parece a Shirley MacLaine —la contradice Joumana—. Tú sí que te pareces. Te has vuelto tan escandalosa y tan inoportuna como ella. ¿Qué ha sido de tus modales?
—Se han hecho viejos —responde Fadia—. Se han hecho viejos para que yo me mantenga joven.
—No te pareces a Shirley MacLaine —me asegura Marie-Thérèse. Estira un brazo y me pone la mano derecha bajo el codo izquierdo.
—Pues tampoco se parece a esa actriz de
—No le hagas caso —me aconseja Joumana—. Nosotras no se lo hacemos. Desde mil novecientos noventa y ocho solo dice tonterías. Ese fue su último año bueno.
—Voy a buscar mi secador —anuncia Marie-Thérèse—. Creo que cada una debería ir a buscar el suyo. Así podremos secar las hojas más deprisa.
—No sé qué de la lluvia —dice Fadia—. La película tenía un título interesante, pero no lo recuerdo. Es de los años sesenta. La verdad es que no te pareces mucho a ella, pero esa actriz francesa llevaba el pelo muy corto.
—Ve a buscar tu secador —dice Joumana mientras se lleva a Fadia de la mano.
Me gustaría cerrar la puerta con llave y dejarlas a las tres fuera, dejar el mundo entero fuera, pero el olor a moho casi me asfixia. El apartamento se ha llenado de una humedad imperiosa, una tirana opresiva y dominante. Dejo la puerta abierta. Dejo que pase el aire. El aire circula rápidamente por el apartamento, pero solo un momento, no tarda es ser derrotado; se vuelve pesado y rancio.
Busco
Esta fue una de mis primeras traducciones, seguramente la tercera o la cuarta. Me encanta Ana, pero esa no es la única razón por la que es importante para mí.
La humedad ha rizado la primera hoja y todas las demás las ha reblandecido y adelgazado. Si no tengo cuidado, podría romper una por la mitad al levantarla. Cuando se sequen, quedarán tiesas y arrugadas. En la época en que traduje este libro la tinta no era tan permanente como la de ahora. Las palabras escritas en árabe nadan por las páginas; algunas se ahogan, otras flotan. Hay páginas que parecen una lámina de Rorschach, una lámina de Rorschach azul pálido. Veo un dragón enorme comiéndose un cerdo. Veo a mi madre comiéndose un cerdo. Veo una mariposa aplastada. Veo mi vida girando alrededor del desagüe. Veo daños causados por el agua en todas partes. Veo palabras, no todas inconexas. Puedo reescribir estas páginas haciendo un esfuerzo digno de las pirámides de Egipto. Tendré que ser muy concienzuda y cuidadosa, pero puedo hacerlo. Seguramente moriré antes de haber terminado la transcripción. Supongo que las traducciones más recientes estarán menos dañadas que Ana, que la tinta será menos efímera. También puedo tirar todo el montón en uno de los numerosos cubos de basura de la historia. ¿Para qué quiero resucitar este cadáver podrido? Es absolutamente innecesario.
Álvaro de Campos, el poeta dandi bisexual de Pessoa, escribió eso. Puede venir a mi casa cuando quiera y será bien recibido.
No soy nada. Debería aspirar a convertirme en una partícula. Concedo importancia a la literatura y a la poesía, recubro las artes con un oro de resplandor deslumbrante para no ver lo que el resto de la humanidad ve con toda claridad: que no soy nada, que nunca seré nada.
Para vivir necesito cegarme a fin de no percibir mis infinitesimales dimensiones en este universo infinito.
Arrodillada sobre las sábanas viejas de Fadia tendidas en el suelo de mi cocina, separo una a una las páginas de Ana y las coloco en orden alrededor de mí. Al extender los brazos me doy cuenta de que estoy haciendo una genuflexión tras otra, como si rezara. Esta es mi religión.
Mi letra no ha cambiado mucho con los años, o no ha cambiado nada, pero debido a los daños causados por el agua, me parece que estas páginas las escribió un desconocido. Todo está escrito en un idioma extranjero que debo traducir, o retraducir. Las letras se apretujan al azar, el final de algunas palabras se prolonga. En algunos casos, la punta de la letra árabe «r» corre como el afluente de un río hasta que se seca o desemboca en el lago de la letra contigua.
Mi garganta deja escapar un breve grito cuando veo unas zapatillas a punto de tocar la hoja más alejada de Ana. Marie-Thérèse ha entrado sin que me diera cuenta; ni siquiera la he oído subir la escalera. Se disculpa por haberme asustado, aunque en realidad es culpa mía. Me informa de que han llegado los fontaneros. Van a perforar la pared del lavabo de servicio del piso de arriba. Harán ruido, pero no durará mucho.
—Dentro de una hora volveremos a tener agua —añade. Unas matas de lana de color oveja asoman por los bordes de sus zapatillas de tacón bajo—. Joumana está preparando café mientras Fadia discute con los fontaneros. No tardarán en bajar con sus secadores. —Extiende un brazo, y el cable de su secador de pelo oscila un instante como un péndulo borracho—. Si quieres, puedo empezar mientras esperamos a que vengan.
De pronto el techo y las paredes de la cocina empiezan a sacudirse. Los fontaneros deben de haber soltado una carga pesada. Siento como si algo se hiciera añicos en mi cerebro, pero no hago caso.
Me fijo, y no por primera vez, en que Marie-Thérèse tiene un aspecto muy frágil, más sólido que el de mi madre, pero al mismo tiempo más quebradizo; da la impresión de que bastaría un resbalón para que se rompiera algún hueso. Un camisón de color azul claro destaca bajo el cuello de su bata.
—Ha sido una mañana de locos —dice—. No he tenido tiempo de arreglarme.
Con un gesto aparentemente inconsciente, se toca el pelo, que se le está soltando de los pasadores. El meticuloso cardado con que salió de la peluquería se ha convertido en una masa maciza y desgreñada.
Debería decir algo. Seguro que la estoy mirando fijamente.
—Yo estoy menos presentable. —Señalo el abrigo de mohair color burdeos—. ¿No ves qué cosa tan fea? Es repugnante. —La pena parece dispuesta a envolver mi mundo una vez más—. ¿A quién se le ocurriría ponerse algo así? ¿A quién?
—A mí —responde Marie-Thérèse.
—Es feísimo.
—Pero debe de abrigar mucho.
Marie-Thérèse recoge las primeras páginas de
—Gracias a Dios —exclama—. Este lo he leído. Estaba preocupada porque de los otros ni siquiera había oído hablar. Me sentía insignificante. En las otras cajas no había ni un solo título que reconociera. Me sentía inepta.
—Qué va —digo—. Soy yo la que debería sentirse así.
—Pero
—Para mí también hace mucho tiempo. —Esos fueron los libros que me llevaron por este camino, los libros responsables de la cumbre y el abismo.
—La recuerdo bastante bien —prosigue—. Me gustó mucho. A todas mis amigas les gustó. Cuando era joven, era lo único que podíamos leer. Eran otros tiempos. Me pregunto qué leerán las jóvenes de hoy en día. Me encantaba el conde Vronsky.
Sonríe para sí. Me imagino sus recuerdos de la novela o, mejor dicho, de quién era ella entonces y cómo se sentía al leerla. Se ruboriza.
—Me enamoré del personaje de un libro —continúa—. Cuando me casé, no entendía por qué mi pobre marido no se comportaba como el conde. Ya sé que es una estupidez. Mi marido me quería, se preocupaba por mí, me cuidaba, pero yo ansiaba todas las frivolidades que ofrecía aquel Vronsky. Quería que mi marido fuera tan guapo como me lo imaginaba a él.
—Te entiendo —digo, y es verdad. También entiendo que tienes que mentirte a ti misma si quieres sobrevivir en un matrimonio desgraciado, tienes que engañarte si quieres seguir viviendo.
—¡Ay! —exclama de pronto—. Lo siento. No debería hablar de maridos románticos.
—No pasa nada. Para mí los maridos no significan mucho.
Se ríe.
—¿Tú también te enamoraste de Vronsky? —me pregunta.
—No. A mí me encantaba Ana.
Al oír que Joumana y Fadia entran en el recibidor, Marie-Thérèse anuncia:
—Estamos hablando de Ana Karenina y de maridos.
Las mujeres reaccionan ante estas palabras como si acabaran de oír que una de sus hijas va a casarse o está embarazada. La expresión de la cara de Joumana es la de una mujer que se dispone a aullar. Fadia trae tres secadores en las manos, uno del tamaño de un obús, y Joumana, una bandeja con su cafetera sagrada y cuatro tazas. Su amabilidad me emociona. En mi apartamento solo tengo dos tazas.
Tenemos que tomar la primera taza de café antes de encender los secadores; Fadia quiere beberlo sin ruidos. Esta mañana se han saltado su ritual por culpa del jaleo. Sin embargo Fadia no ve realizado su deseo, porque en cuanto da el primer sorbo los fontaneros empiezan a dar golpes en el piso de arriba. En mi sala de lectura, las paredes de libros ya tiemblan. El secador que me han asignado descansa en mi regazo como un pájaro prehistórico hambriento, con el pico siempre abierto, esperando a que lo alimenten.
La taza de café es como un dedal en mi mano; a su lado mis dedos parecen gigantescos. Me la llevo a los labios y doy un sorbo. El café es verdadera ambrosía, un sabor celestial. Estoy pasmada. Jamás había probado nada parecido. De haber sabido que el café tenía un sabor tan delicioso, me habría emborrachado con él todos los días. Me gustaría preguntarles si siempre sabe así o si es un café especial. ¿Utilizan algún ingrediente secreto, tal vez un pellizco de sal o un ojo de tritón? ¿Dónde lo comprarán? No sé cómo preguntárselo. Contemplo la posibilidad de que lo encuentre delicioso a causa de mi estado de ánimo.
Marie-Thérèse se suma al estruendo de los fontaneros dirigiendo su secador hacia la primera hoja de
Nos miramos las cuatro, sorprendidas. Fadia se levanta, enfurruñada, como si considerara una ofensa personal que los plomos hayan saltado, como si las flaquezas y las peculiaridades de Beirut existieran únicamente para fastidiarla a ella.
—Voy a dar la luz —digo, y me inclino hacia delante para levantarme.
—No te preocupes —me ataja ella—. Ya sé dónde está la caja de los fusibles.
El diferencial de mi apartamento solo soporta dos secadores. Cada vez que Fadia intenta encender el suyo, saltan los plomos.
Joumana propone que una de nosotras planche las hojas, o para ser más exactos, que pase una plancha caliente sobre una toalla extendida sobre la hoja de papel húmeda. Tengo plancha y tabla de planchar.
—Yo no plancho —declara Fadia—. Seco, pero no plancho.
Marie-Thérèse se sienta en el confidente, en la misma postura y en el mismo sitio en que Hannah se sentaba hace muchos años. Ahí es donde se sentaba. Ahí es donde tejió una bufanda roja y rosa para su sobrino, una bufanda que nunca le vio puesta, lo que le causaba no poca irritación. Ahí es donde me escuchaba leer en voz alta a Beauvoir. Desde ese confidente compartía conmigo sus historias. Siempre recatada, siempre formal, pero los vestidos que llevaba nunca le quedaban del todo bien y las rebecas que tanto le gustaban casi nunca hacían juego con ellos. Ahí es donde escribía sus diarios. ¿Cuántos años se sentó en ese confidente? Debería ser capaz de contar los años. ¿Cuántas noches? Ahora solo me quedan sus diarios y mis recuerdos. ¿Quién guardará sus diarios cuando yo falte?
—Esto me gusta —dice Marie-Thérèse. Sostiene una página ante sus gafas—. Escribes bien.
—No lo he escrito yo —la corrijo—. Es una traducción.
—Tienes la letra pequeña —observa Fadia—. No puedo leerla.
—Gafas —le suelta Marie-Thérèse.
Fadia es la única de las cuatro que no lleva gafas, por supuesto. No recuerdo que las haya llevado nunca.
—¿Ha leído alguien estas traducciones? —pregunta Jou mana.
No sé qué contestar. No las ha leído nadie, claro. La veo vacilar; pese a que procura ser diplomática, su curiosidad, la curiosidad de las tres, no es fácil de disimular. Fadia está nerviosa como un caballo segundos antes de comenzar una carrera.
—¿Nunca te has planteado publicar todo esto? —Joumana enfoca el asunto desde otra perspectiva.
—No —respondo—. Se me pasó por la cabeza, pero solo al principio.
La expresión de su cara me desconcierta. Espero a que diga algo o me haga otra pregunta, pero guarda silencio. Se queda mirándome, y eso me incomoda. Asiente un poco con la cabeza, una leve sacudida hacia abajo y hacia delante, y entonces lo entiendo. Quiere que continúe.
—No soy tan buena —digo—, y no estoy segura de que a alguien le interesara leer mis traducciones.
—¿No estás segura de que a alguien le interesara leer
Esa expresión de incredulidad sí sé descifrarla.
—Ana fue uno de mis primeros trabajos. La han traducido al árabe. No sé si mi traducción aportaría algo, no sé si tiene algún valor. Me inventé un sistema para pasar el rato. Todo esto no es nada más que un capricho.
—¿Un capricho? —Joumana sacude la cabeza.
—¿Un capricho? —pregunta Marie-Thérèse.
—Un capricho. —Fadia sonríe.
—Un capricho —insisto.
Joumana mira todas las cajas que hay en el suelo; sus ojos se posan en una un par de segundos antes de pasar a la siguiente. Supongo que está intentando ordenar sus ideas.
—¿No quieres que la gente lea lo que escribes?
—¿Lo que escribo? —La verdad es que nunca he pensado que mi proyecto sea escribir—. Yo solo traduzco. El escritor es Tolstói. Es Sebald, no yo.
—Pues tu trabajo. ¿No quieres que la gente lea tu trabajo? —Joumana me habla como imagino que habla a sus alumnos, con paciencia de profesora.
—No lo sé —confieso, y es la respuesta más sincera que se me ocurre. Quiero que me entienda. Quiero entender.
—¿No quieres llevar un registro de todo lo que has traducido? —me pregunta Joumana señalando todas las cajas—. Estos escritores…, nunca había oído hablar de ellos. ¿Pessoa? ¿Hamsun? ¿Cortázar? ¿Hedayat? ¿Karasu? ¿Sebald? ¿Nooteboom? ¿Kerstész?
—Escritores espléndidos —digo—, entre ellos un par de ganadores del Premio Nobel.
—Razón de más —replica ella—. A mí me gustaría leerlos. Y no solo a mí, a mucha más gente.
—Puedes leer las traducciones inglesas —digo—. ¿No sería mejor? La traducción original puede transmitir a veces las sutilezas del lenguaje del autor, su estilo, su ritmo y su rima. Mi versión es una traducción de una traducción. Todo se pierde dos veces. Mi versión no es nada.
—Podría pedir a unos cuantos alumnos de posgrado de la universidad que transcribieran todo esto.
—¿Por qué iban a querer hacerlo?
Ya ninguna de las tres trabaja. Los secadores permanecen callados, quizá porque quieren enterarse de lo que decimos.
—Porque los siervos hacen lo que les ordeno —dice Joumana—. Lo digo en broma —añade al ver que no he entendido el chiste—. Lo harán porque es investigación. Los alumnos de biblioteconomía, o quizá los del departamento de árabe. No importa. Se lo propondré.
—No sé si estoy preparada —digo.
—¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? —pregunta Fadia.
—Cincuenta años.
—¿Y en cincuenta años no has pensado en cambiar de sistema?
No sé si la he entendido, y se lo digo.
—Llevas cincuenta años haciendo lo mismo, exactamente lo mismo. ¿Ni una sola vez te has planteado cambiar algo?
—No hago siempre lo mismo. Traduzco un libro diferente cada año, de diferentes escritores, de diferentes partes de este mundo nuestro. Procuro escoger distintos tipos de novelas. Me gustan las novelas con rasgos distintivos y una voz atípica. Cada proyecto es único. Creo…
—Pero ¿nunca te has planteado modificar tu sistema? —insiste ella—. Probar una nuevo método. Cambiar de táctica.
—Ya te lo ha explicado —interviene Marie-Thérèse—. Cada proyecto es diferente. Déjala hablar sin interrumpirla.
—A mí me parece todo lo mismo —dice Fadia.
—Deja que te traduzca lo que está diciendo —replica Marie-Thérèse—. Tú te pintas las uñas de un color diferente cada vez, pero no cambias la forma de aplicarte el esmalte. Tienes un sistema, pero no utilizas el mismo color.
—Yo no tengo ningún sistema —la contradice Fadia—. Tengo una manicura.
—No finjas que no entiendes lo que digo —la reprende Marie-Thérèse.
—Mira —dice Fadia—, yo no me hago la misma manicura cada vez. No solo cambio de color. También cambio de tipo de esmalte, de marca. Unas veces me hago la manicura de día, y otras, de noche. Unas veces vienen a hacérmela a casa, y otras voy yo. De vez en cuando hasta cambio de chica.
—Debería hacerme la manicura, ¿verdad? —digo.
—Desde luego que sí —dice Fadia—. Intentaré tener tacto, pero sí, necesitas hacerte la manicura. No se me ocurre nadie que la necesite más que tú, excepto las luchadoras rusas o las nadadoras de Alemania Oriental. Y, por favor, no me vengas con que no te importa tu aspecto físico y que la apariencia no es lo más importante. En este mundo hay dos tipos de personas: las que quieren ser deseadas y las que lo quieren tanto que hacen como si no lo quisieran.
—No sé si la manicura es lo que va a convertirme en una mujer deseable.
Trabajamos toda la mañana. Yo plancho en un rincón de mi sala de lectura. Fadia y Marie-Thérèse secan las hojas con los secadores. Las tres formamos un triángulo, o tres puntos de un círculo, en cuyo interior se mueve Joumana. Ella se encarga de la clasificación: organiza los montones, decide cuál necesita más urgentemente ser resucitada, qué hojas hay que planchar y cuáles irán al aire caliente.
Desarrollo un método: paso la plancha hacia delante y hacia atrás dos veces y luego levanto la toalla azul para ver si la hoja se ha secado. La mayoría de las veces tengo que darle otra pasada. Como es lógico, no necesito usar el chorro de vapor de la plancha.
Adoptamos una rutina silenciosa. Fadia habla sola, pero con el ruido de los secadores nadie la oye. Marie-Thérèse se concentra en la tarea que tiene delante, mientras que Fadia se lo toma como una especie de juego. Joumana le pide que ponga más atención en cada una de las hojas y Fadia le hace caso durante un minuto aproximadamente. Sin embargo, las extrañas hermanas están coordinadas. Sí, es como si llevaran toda la vida resucitando manuscritos. Sin darme cuenta empiezo a integrarme en su ciclo. Después de terminar cada hoja levanto la cabeza para asegurarme de que puedo pasar a la siguiente.
Me planteo pedirles que paren, que lo dejen, pero no sé cómo hacerlo. Me siento culpable de que trabajen tanto en mi provecho; estoy abusando de ellas. Además, me siento incómoda en su presencia; están abusando de mí. Esto no está bien, sencillamente. Hace un rato les he dicho que yo debería decidir si quería salvar los manuscritos antes de ponernos manos a la obra, pero han pensado que no lo decía en serio.
Tengo que pedirles que paren. Me duele la espalda; junto al omoplato izquierdo tengo al menos dos nudos dolorosos. La tabla de planchar no es lo bastante alta, claro, y me obliga a encorvarme un poco, y nunca había estado tanto rato en esta postura. Abro la boca para hablar, pero Fadia se me adelanta. Marie-Thérèse y ella han apagado los secadores al mismo tiempo.
—Hemos de pensar en la comida —dice—. ¿Queréis que la prepare? —Su tono sugiere a la vez infinitas posibilidades y ninguna. Se levanta y se despereza.
Paro de mover la plancha adelante y atrás y la dejo de pie sobre la tabla. Estoy agotada. Veo que todas parecemos exhaustas.
—Déjame ver qué tienes en la cocina —dice Fadia.
La expresión de pánico de mi cara debe de ser desproporcionada, porque las tres mujeres sueltan unas carcajadas de lo más sinceras.
—Lo dice en broma, querida —señala Marie-Thérèse.
—No puede cocinar en ningún sitio que no sea su cocina —explica Joumana.
—En tu cocina seguro que no, mi querida amiga —dice Fadia—. En los cincuenta años que llevas viviendo aquí, jamás he captado ningún olor tentador que saliera de aquí. Ni una sola vez. A veces música, eso sí. Suponía que comías solo arroz hervido. O que te había enseñado a cocinar una inglesa.
—Lo siento —dice Marie-Thérèse—. No deberíamos reírnos en un momento así.
—¿En un momento cómo? —pregunta Fadia—. ¿Qué ha pasado?
Vuelvo a estar sola. Mi casa está en silencio, como a mí me gusta. Mis vecinas se han marchado, han hecho un descanso para comer. Luego volveremos, ha insistido Joumana. Después de comer, ha dicho Marie-Thérèse. Seguramente después de la siesta, ha añadido Fadia. He intentado librarme de la comida, pero no ha habido manera. Marie-Thérèse se asegurará de que la acompañe a casa de Fadia cuando la comida esté lista.
No hemos avanzado mucho en el proceso de secado. En tres horas y media apenas hemos terminado dos manuscritos,
Mi apartamento está hecho un desastre, hay cajas mojadas y hojas sueltas en la cocina, el salón, la sala de lectura. Solo Joumana sabe dónde están ahora las cosas. Este es su sistema. ¿Cómo voy a limpiar mi casa cuando hayamos terminado? ¿Cómo voy a limpiar el desastre que ha dejado la humedad en la habitación de la sirvienta y en el lavabo de servicio? Necesitaré que alguien cambie la bombilla. ¿Otro siervo?
Estoy perdiendo la buena educación. Tengo que preguntarle a Joumana si ha sabido algo más de su hija. Me interesa, y Joumana se ha portado bien conmigo, igual que Marie-Thérèse; hasta Fadia, la chiflada de Fadia.
La chiflada tiene razón en cierto modo. Esta destrucción es una oportunidad para liberarme de mi sistema, de las normas que me he impuesto para traducir, o por lo menos de algunas. Yo también puedo rebelarme, como un adolescente. Quizá pueda traducir un libro escrito en inglés para variar. La señorita Spark: traduciré
Nada de países industrializados; puedo trabajar con escritores del Tercer Mundo. ¡Irlanda! Edna O’Brien, Colm Tóibín o Anne Enright.
El subcontinente y sus diásporas:
Una multitud de posibilidades.
¡Coetzee! Me encantaría traducir a Coetzee; sí, me gustaría mucho.
Puedo traducir
No, puedo traducir un libro francés. Puedo pasarme un año con mi querida Emma. ¡
Si el francés y el inglés son los límites de mi lenguaje, los límites de mi mundo, mi mundo es infinito. Ya no necesito traducir una traducción. No necesariamente tiene que perderse todo dos veces. Hasta ahora contemplaba el agua cómodamente acurrucada en una barca, protegida, pero ahora nadaré en las aguas turbias del francés de Flaubert. No tengo por qué trabajar a partir de una segunda lengua; no tengo que traducir desde lejos. Aaliya, la de arriba, la separada, puede caminar por el barro.
¿Estaré experimentando una epifanía? ¿Será esto el éxtasis?
Olvidémonos de Emma. Voy a traducir a mi Marguerite.
¿Dónde está mi Aaliyópolis?
¿Adriano o Emma, Emma o Adriano, una ama de casa francesa o un césar de Roma? Posibilidades, posibilidades ilimitadas; bueno, casi ilimitadas.
Si traduzco a Yourcenar, podré ser mi propio Adriano. Podré construir mi propia ciudad. Seré emperador por un año, la reina y señora del mundo; seré gobernante del universo, árbitro de la vida y la muerte. Podéis llamarme emperador Partícula.
Pero la verdad es que me encantaría traducir a Coetzee y su prosa impecable, despojada de todo exceso. Escogería
Puedo intentar trasladar al árabe el estilo del inglés lapidario de Coetzee. ¿Encontraré la manera de utilizar el lenguaje para plasmar la precisión y la mordacidad de Coetzee? ¿O el francés de Yourcenar, que ella domeñó para que sonara más a latín, como si la mano vieja y temblorosa de Adriano lo hubiera escrito con pluma? No sé si sabré mostrar la expansiva formalidad del lenguaje y las sutilezas cautivadoras de Coetzee, aunque traduzco mejor que cuando empecé, hace cincuenta años. Puedo intentarlo.
¿Debo ser Adriano o el magistrado?
Utilizaré tinta resistente al agua, tinta permanente, en lugar de tinta efímera.
Oigo a Marie-Thérèse subiendo la escalera: es la hora de comer con las brujas. Ha prometido que se pararía en mi puerta.
¿A quién traduzco, a Yourcenar o a Coetzee?
Marie-Thérèse llega a mi rellano. Si llama al timbre, mi siguiente proyecto será
Respiro hondo, aspiro el aire de la expectación.