- Pide a Lola que te prepare del mío. Es jamaicano, muy sabroso.
La mujer entraba en aquel momento en el comedor con la bandeja metálica, a tiempo para escuchar sus palabras. Dejó delante de mí las tostadas, pero no el tazón de café maloliente.
- ¡A ver si me va usted a malacostumbrar a los clientes! -regañó a mi padre sin molestarse en mirarme. Y se fue a cambiármelo por el otro.
- No deberías tomar café -opiné, vengativo-. ¿Llevas las pastillas para la tensión? -¡A paseo con la tensión! Mi médico dice que la única manera de controlarla es haciendo ejercicio y disfrutando de lo que nos rodea. Esta mañana, nada más levantarme, he dado tres vueltas a la fonda a paso ligero.
Ésas son mis pastillas. Por cierto, en la parte de atrás, junto al río, he descubierto los restos de una glorieta muy agradable. La voy a restaurar como contribución a esta noble casa. Ya se lo he dicho a Lola y está encantada.
Mi padre siempre había negociado bien con los demás. En toda su vida jamás había aceptado recibir nada sin dar algo a cambio. Para él habría sido como endeudarse, y consideraba las deudas, como los favores ajenos, la fuente principal de todas las enemistades. Era un fanático del equilibrio en los débitos.
Llevaba su celo hasta el punto, a veces ofensivo, de hacernos a todos un regalo el día de su cumpleaños para compensar los que nosotros pudiéramos haberle comprado. Decía que había aprendido a negociar, por una mera cuestión de supervivencia, en el internado en el que había pasado toda su infancia, pero también a lo largo de su extensa trayectoria como profesional independiente. Sea como fuere, mi padre disfrutaba de un café jamaicano aquella mañana -y yo también, de rebote-, no porque la adusta Lola hubiera tenido un momento de debilidad, sino porque él había hecho algo para merecerlo.
Por eso me sorprendió que me pidiera un favor, aunque lo hiciera, naturalmente, a su manera.
- Necesito algo de dinero -anunció, cerrando ostentosamente el periódico y dando así por actualizada su visión del mundo-. He de comprar materiales de trabajo y una mesa grande. No puedo hacer planos sobre la cama. He pensado que tú podrías dejármelo, como una inversión a medio plazo.
- No quiero invertir, pero sí me gustaría ayudarte -le contesté, recordando que en uno de sus aniversarios, cuando le entregué la corbata que Clara había elegido con mucha prisa en el último momento, él me había dado a cambio las llaves del coche que ahora acababan de robarme.
Era incapaz de entender que su pasión por el equilibrio se parecía demasiado a la soberbia y podía también crearle enemistades. Lo del coche había sucedido poco antes de su separación, cuando empezaba a recuperarse del bache en que se había sumido los últimos meses y buscaba un delineante para retomar el trabajo. Yo sabía que con el coche me resarcía no sólo por la humilde corbata, para lo que habría sido una compensación desmesurada, sino también por las muchas veces que había acudido a rescatarlo de los desórdenes a los que le llevaba la desesperación. Sabía que para él era como dar carpetazo a una época ya pasada que prefería no recordar y que, sobre todo, quería que yo olvidase. Pero me había sentido insultado por aquel gesto con el que, según entendí, más que disculparse por todo aquello compraba mi desmemoria o mi silencio.
Fuimos en su coche a Girona, donde pasamos la mañana buscando todo lo que necesitaba. Comimos allí, y por la tarde, después de una breve siesta, instalamos su mesa de trabajo bajo la ventana que daba a los campos de siembra. Había desistido, al menos por el momento, de convencerlo de que volviera a Barcelona. Cristina se iba a alarmar muchísimo, pero no veía yo la manera de conseguirlo ni encontraba verdaderos motivos para intentarlo.
Bastante había hecho con ayudarlo a encontrar cierto acomodo en el lugar que había escogido para vivir. De alguna manera acababa con aquello mi insólita labor de perro de presa, lo que, unido a que el robo del coche me había dejado prácticamente sin autonomía, me llevó a considerar la idea de regresar yo solo. Tampoco podía tomarme unas vacaciones indefinidas, por poco que me apeteciera regresar al trabajo.
Así se lo expliqué a Tomás mientras observaba, sentado a los pies de su cama, la pulcritud con que organizaba el rincón donde ejercería de nuevo de arquitecto. Él no se volvió ni hizo ningún comentario, pero creí advertir cierta alteración en su espina dorsal, y sus manos, hasta aquel momento atareadas en ordenar los materiales, vagaron sobre el tablero sin encontrar ocupación, como si hubieran perdido la conexión con el resto de su cuerpo.
Tuve la grata sensación de haberle dado una mala noticia.
- Vete mañana, si quieres -me contestó finalmente-. Pero esta noche cenamos en casa de Barbara Baldo-va. Tú también estás invitado y no me puedes fallar.
Me extrañó que no me hubiera hecho el menor comentario a lo largo del día. En aquel momento llamaron a la puerta.
- Es mi médico -dijo Tomás, sorprendiéndome de nuevo-. He quedado con él para que me eche un vistazo.
- ¿Te encuentras bien? -¡Claro que me encuentro bien! Pero es un hombre testarudo.
Abrió la puerta y entró un individuo alto y delgado, vestido con un traje impecable. Anudado en torno al cuello llevaba un pañuelo cárdeno como la sangre cuajada. Tenía la mirada afable y las cejas muy pobladas. Reconocí de inmediato al tercer jugador de dominó. Él me tendió una mano firme y fría, con la que estrechó la mía unos segundos más de lo necesario mientras adelantaba el mentón y paseaba la mirada por mi cara, como escrutándome. Lo hizo con la atención con que se busca un emplazamiento en un mapa.
Se llamaba Ramiro Fontanilla. Mi padre me explicaría aquella noche, camino de casa de la italiana, que había sido durante muchos años jefe de cardiología en un hospital de Barcelona. Sin embargo, por una de esas pa- radojas que con tanta solvencia ilustran nuestra verdadera condición, había sufrido un infarto que casi se lo lleva por delante y que le había hecho reconsiderar seriamente el trabajo de toda su vida. Como consecuencia de aquel suceso y de haber enviudado casi al mismo tiempo, había decidido jubilarse en el campo lejos de todo y hasta de sí mismo, según decía con orgullo de esclavo manumiso.
- La lluvia de ayer nos ha regalado un día magnífico -dijo mientras cogía a Tomás por los hombros y lo obligaba a sentarse en su nueva silla de arquitecto.
Sacó una pequeña linterna de un bolsillo con la que le miró el fondo de las pupilas y el interior de los oídos. Luego le puso un dedo en la barbilla para obligarle a abrir la boca y anduvo un rato husmeando los dientes y la garganta. Lo hizo tumbar, le abrió la camisa y aplicó largo rato una oreja a su pecho, como quien escucha los secretos de otra persona detrás de la puerta.
Finalmente, dejó la linterna en el suelo y se la hizo recoger dos veces, una con el tronco erguido y otra doblando la cintura. La revisión había acabado. Ramiro Fontanilla guardó la linterna y miró a mi padre con cara de satisfacción.
- Estás hecho una mierda -le dijo-, pero son los años. Nada que merezca la pena comentar. Tu hijo, en cambio, tiene algo en las pupilas que no me gusta. Yo de él me haría un electrocardiograma.
- Esto hay que celebrarlo -dijo Tomás, mirándome con el deleite de un jugador que acaba de ganar una apuesta-. A estas horas Marcelo ya estará en el bar. Vamos a echar una partida.
Me dejaron solo en la habitación, solo con mi corazón repentinamente enfermo y más de dos horas por delante para asumir, de una vez por todas, que aquellos viejos se estaban conchabando para atrincherarse en su salud residual y pasarme a mí todos los males. El chequeo médico de Tomás se había parecido demasiado a una bula papal. Empezaba a entender por qué se encontraba tan bien en aquel lugar. Llevaba muchos años sin verlo disfrutar como lo estaba haciendo allí. Y nunca, que yo recordara, se había divertido con tan inconsciente intensidad. Disfrutaba de nuevo con la comida y con su tardío regreso a la arquitectura, sin importarle que su cliente fuese un camarero jubilado. Flirteaba con el descaro de sus mejores tiempos y las mujeres le respondían. Hasta cuando tomaba aire parecía disfrutar respirando. A menudo se detenía, abría los brazos y llenaba los pulmones con la ansiedad del que lleva mucho tiempo bajo el agua y se descubre por fin en la superficie, vivo de nuevo.
Me había citado en la fonda a las ocho y media para ir a la cena. Sentado en su cama me preguntaba qué hacer hasta esa hora, cuando vi en la mesilla de noche la mulata con la botella de ron sobre la cabeza. Cogí las l aves del Opel sin dudarlo un instante, aun sin saber para qué lo hacía. Salí del edificio. Ya de lejos advertí que Tomás había lavado el coche y sacado un lustre irisado a la carrocería. El interior estaba impecable, sin restos de comida ni bolsas de plástico ni botellas por el suelo. Poco después me encontraba en el asiento del conductor, las manos sobre el volante, observando en el termómetro la temperatura en el exterior. Diecisiete grados, una tarde agradable para dar un paseo. Puse en marcha el motor y arranqué sin parar a preguntarme adónde iba.
En realidad lo sabía perfectamente, o lo habría sabido de haberme planteado que sólo una cosa me había llamado la atención desde que estaba en aquel pueblo. Pero me resistía a hacerlo, consciente de que soy incapaz de tomar una decisión si pienso demasiado en ello. Esto era lo que más me diferenciaba de mi hermano. Ya de niños, David se comportaba con una osadía suicida, especialmente si se trataba de desobedecer una orden o de hacer alguna travesura. Ambos éramos conscientes de que había valorado las consecuencias y decidido que podía soportarlas o que pese a todo merecía la pena. Yo, en cambio, hacía lo mismo que él, pero de forma que pareciera que pasaba casualmente por allí y que no había podido evitar la tentación. Poco importaba de quién hubiera sido la idea. El resultado era que David se llevaba los peores castigos, pero a mí no se me escapaba que nuestros padres lo san- cionaban y al mismo tiempo sentían admiración por él. «Este chico tiene un carácter de mil demonios», decía Tomás. A mí nunca me castigaron como a él porque mi apuesta era la debilidad, de la que nadie puede sentirse especialmente satisfecho ni esperar que te admiren por ella. Aunque, eso sí, funcionaba como un práctico atenuante.
Así que arranqué el coche sin plantearme ninguna ruta en concreto, pero a la salida del pueblo giré sin dudarlo hacia L'Escala. Al principio todavía pude engañarme pensando que iba a ver atardecer sobre el mar, pero al alcanzar el bosque de pinos el corazón enfermo empezó a latirme con fuerza. Ya lo había conseguido. El azar me había llevado al lugar exacto al que quería ir. Al salir de una curva apareció el claro a un lado de la carretera.
Desde lejos la vi sentada en la silla, las piernas cruzadas. Dudé que fuera ella porque no llevaba el vestido de color pistacho. Deseé que no lo fuera, aunque estaba seguro de lo contrario. Al irme acercando reduje un poco la velocidad. Parecía abstraída en algo que manipulaba en su regazo, quizá el teléfono móvil. Pero su pelo era inconfundible. También su manera de sostener el cigarrillo con la mano libre. Al llegar a su altura reduje un poco más.
Ella levantó entonces la cabeza, me miró directamente a los ojos e hizo ademán de abandonar la silla para acudir a mi encuentro. Me di cuenta de que tenía el coche casi parado, y mi reacción instintiva fue pisar el acelerador. El coche, forzado, renqueó un poco, lo que me hizo pasar ante la prostituta con una lentitud exasperante. Alcancé a ver que ya estaba de pie, dudando si avanzar o volver a sentarse. Cuando el coche cogió velocidad miré por el espejo retrovisor. La chica tenía los pies en la calzada y agitab a u n a m a n o p a r a d e s p e d i r s e d e m í . Contemplé el atardecer desde una terraza del puerto, aunque sólo fuera para no contradecirme en exceso. En realidad no me fijé demasiado en la puesta de sol, ni en las barcas, ni en la gente que me rodeaba, absorto en la vergüenza que sentía por haber acelerado cuando la prostituta se levantaba de la silla. Nada me obligaba a utilizar sus servicios, si no lo deseaba o me faltaba valor. Pero podía al menos haberla saludado, lo que no me comprometía y habría justificado que casi me detuviera ante ella.
Al regresar al coche busqué un mapa en la guantera y elegí una ruta distinta para regresar a la fonda, un largo rodeo por los pueblos cercanos que hice con cierta sensación de alivio, como si las circunstancias, por no decir mi incapacidad para tomar decisiones, me permitieran vivir en una tregua definitiva.
Entre una cosa y otra llegué a la fonda casi a la hora indicada. Encontré a Tomás alarmado por mi ausencia, especialmente porque me había ido en su coche dejándolo sin transporte. Marcelo estaba con él a la puerta del es- tablecimiento. Ambos se habían acicalado utilizando todos los recursos a su alcance. Mi padre con un elegante sastre que había rescatado de su equipaje y una corbata de algodón verde oscuro como homenaje a la bucólica campiña ampurdanesa. Era evidente que aquellas prendas habían pasado también por los cuidados de Lola, pues no aparentaban haber estado encerradas las últimas semanas en una maleta. En cuanto a Marcelo, llevaba una pelliza algo gastada que alisaba continuamente con las palmas de las manos, como buscando darle mayor prestancia o sacarle brillo. Bajo la pelliza un jersey que a la altura de su prominente estómago adquiría forma de globo, y entre los labios, muestra definitiva de gran acontecimiento, la punta apagada de un puro.
Marcelo se mantuvo al margen mientras mi padre me reprendía por el susto que les había hecho pasar. Pero enseguida se olvidó Tomás del incidente ante la perspectiva de aquella noche gloriosa. Subieron al coche, y poco después circulábamos de nuevo por las carreteras angostas de la comarca. Era una noche de luna llena, tan clara que habría podido conducir con los faros apagados. El lugar al que íbamos se encontraba hacia el sur, a una distancia considerable para lo que era habitual allí. Marcelo, instalado en la parte de atrás, se asomaba a menudo por entre nuestros reposacabezas para indicarme el camino. Los dos se mantenían en un silencio expectante, como reservándose para la conversación en la cena. Al final acabaron por contagiarme la ansiedad con que esperaban su nuevo encuentro con la italiana. Me pregunté cómo sería aquella mujer que tanto les impresionaba, pues si algo estaba claro era que la impaciencia que los embargaba trascendía los negocios en los que pretendían involucrarla.
Lo entendí en cuanto estuve delante de ella. Finalmente habíamos llegado, tras atravesar una zona muy boscosa, a una aldea de antiguas casas de piedra en lo alto de un promontorio. Desde allí se dominaba todo el paisaje del contorno, bañado por la luz plateada de la luna. En cuanto salí del coche advertí que la mayor parte de las casas estaban abandonadas y muchas de ellas prácticamente en ruinas. Algunos cipreses sobresalían de entre los paredones de piedra como sombras inversas que apuntaran hacia lo alto. Y entre ellos el campanario románico de una iglesia que parecía también vencida por el tiempo.
Era evidente que aquella aldea había sido despoblada hacía ya muchos años y que estaba en completa decadencia. Pero emanaba luz de un caserón grande, con los muros cubiertos de hiedra, adosado a un torreón almenado que sostenía, como una estaca descomunal, los últimos paños de la muralla que en el pasado debió de haber rodeado todo el promontorio. Hacia allí nos encaminamos. Al llegar a un portón de madera tachonada Marcelo se alzó sobre las puntas de los pies para pulsar un timbre semioculto por las ramas floridas de un jazmín. Al poco nos abrió un hombre joven con el pelo revuelto, vestido con levita, que hizo un gesto suave con la mano, como si nos indicara algo en el suelo, para animarnos a entrar.
Tomás, a mi lado, carraspeó un poco, se atusó el pelo, comprobó al tacto el nudo de la corbata y enderezó el espinazo. Avanzó el primero, con gran resolución y serenidad, como si se dispusiera a inaugurar el palacio de Potala ante un enorme gentío. Marcelo le siguió frotándose las manos y achinando los ojos, y por último entré yo en un ardín en el que brillaban docenas de lamparillas con velas esparcidas j por el suelo. A un lado se alzaba el torreón en penumbra, al otro el vallado de madera de lo que parecían unas caballerizas, y al frente, resplandeciente por la luz que salía del interior, la entrada de la casa.
El mayordomo cerró el portón. Se volvió hacia nosotros, que nos habíamos detenido en espera de sus indicaciones, y nos contempló cruzando los dedos de las manos sobre el pecho como si se dispusiera a darnos una conferencia.
- La si gnora vi aspetta -dijo, sin embargo, de forma escueta-. Prego, da
questa parte.
Nos condujo hasta la casa. Cruzamos tras él un amplio vestíbulo con frescos en las paredes, que me entretuve contemplando a medida que avanzaba. A la izquierda aparecía Baco con corona de racimos de uva, rodeado por su cohorte de sátiros y bailarinas. A la derecha salía Venus de su concha, ingrávida sobre un océano que se abría en perspectiva describiendo una amplia curva, tal como lo había visto yo aquella tarde en el puerto pensando en la prostituta de la carretera.
- Son del siglo XVII -me murmuró Tomás al oído-. Aparecieron bajo una capa de cal.
Barbara Baldova nos esperaba recostada en un sofá déco tapizado de color albero, fumando de una larga boquilla de nácar. Al vernos se puso en pie y extendió una mano hacia Tomás como si deseara que la sacara a bailar. Me dio la impresión de que mi padre habría bailado a gusto con ella el resto de su vida, y no se lo habría yo reprochado. Adoptando una marcial posición de firmes, cogió entre las suyas la mano que se le ofrecía y la besó con labios temblorosos. La italiana era una mujer impresionante. Alta y muy delgada, tenía los ojos negros, profundos y chispeantes, sobre una nariz aguileña que so- bresalía como el logotipo de su personalidad. La melena suelta, oscura y brillante al modo de una crin de caballo, le daba un aire juvenil que habría hecho las delicias de Cristina, y los labios finos, pintados de rojo, acababan en unas comisuras que se alzaban risueñas hacia lo alto. Era una de esas mujeres maduras a las que no se las puede mirar sin imaginarles una vida complicada pero apasionante.
- Aquí siempre sois bienvenidos -dijo con voz grave y melodioso acento italiano-, pero mucho más esta noche. No habría soportado estar sola.
El mayordomo de pelo desgreñado nos sirvió unas copas de jerez y nos acomodamos en torno a una mesa circular. En aquella casa todo era grande.
Los pesados cortinajes se arrastraban por el suelo. Una lámpara de araña descomunal colgaba en lo alto de una polea de hierro. Y los sillones eran tan amplios que al sentarme en el mío no pude apoyar la espalda, pues para ello habría tenido que levantar los pies del suelo. Me sentía como un niño que debiera adaptarse a unos muebles diseñados para adultos. Mi padre, sin embargo, se había instalado con gran desparpajo utilizando como apoyo el reposa-brazos. Parecía inmensamente cómodo y feliz.
Marcelo, sentado como yo en la punta de un sofá, se había bebido de un trago el jerez y vacilaba con la copa entre los dedos. Finalmente sacó un pañuelo del bolsillo, lo extendió sobre la mesa y dejó sobre él el cristal.
- Bonita estancia -dijo-. Me recuerda los salones imperiales de Madagascar. Aparecían descritos con pelos y señales, tal como son en la realidad, en un libro de Kipling o Salgari, no recuerdo. Trataba de un barco que llevaba té de la India a Holanda.
- Creo que voy a darle muchos quebraderos de cabeza con mis estancias -le contestó la italiana con una sonrisa-. Esta mañana he firmado la compra de otras dos casas en este pueblo. Una de ellas ni siquiera tiene techo.
El mayordomo apareció de nuevo, recogió la copa de Marcelo, le devolvió el pañuelo con la misma delicadeza con que lo habría hecho de tratarse de una fragilísima jirafa de Murano, y aproximó los labios al oído de su señora.
- La cena sará pronta tra dieci minuti.
- Per cortesia -contestó ella.
Y, volviéndose hacia mí:
- Tomás me ha propuesto que usted se encargue de resolver las cuestiones legales de mi proyecto. Es un alivio contar con un abogado en nuestro equipo.
Pensé que aquella mujer debía de tener todo un ejército de abogados esparcido por el mundo. Pensé también que en Madagascar no había palacios imperiales escondidos entre los bosques tropicales y los cultivos de arroz o de plátanos. Y pensé, en definitiva, que la italiana se había apuntado con entusiasmo al club de los despropósitos que fundaran Marcelo y mi padre. Fue este último quien rompió la línea alarmante de mis pensamientos.
- La señora Baldova se propone crear aquí un lugar de acogida para artistas -me dijo-. En breve tiempo, este pueblo en ruinas será un hervidero de talleres, con una galería permanente para exponer las obras. Tú te encargarás, Ricardo, de crear una fundación que llevará su nombre y de tramitar los permisos necesarios.
Concluyó, alzando la voz y recostándose un poco más en el sillón:
- Para estas cosas mi hijo es un hacha.
La italiana me dirigió una mirada inquisitiva que me obligó a reprimir la expresión de asombro. Sin duda advertía que me encontraba por completo fuera de juego, a lo que seguramente contribuía mi permanente actitud de paseante casual que se ve de pronto implicado en los acontecimientos. Lo cierto era que Tomás, quizá por miedo a mi reacción, no me había informado con anterioridad de sus intenciones, y que por lo tanto no dispo- nía de tiempo para decidir si aceptaba o saltaba del tren antes de que cogiera mayor velocidad. Acuciado por la premura, los pensamientos se me desencadenaron a velocidad de vértigo. Me pregunté si Clara habría regresado ya del congreso de Málaga y si habría tenido alguna aventura, qué cara pondría Cristina cuando le dijera que su marido había decidido quedarse a vivir en aquel pueblo perdido en el campo, cómo andarían las cosas en mi bufete de Barcelona, donde mi socio, según me había contado con tono recriminatorio la única vez que le había llamado, acababa de perder un juicio que le había dejado servido en bandeja. Pero eso no fue todo lo que me pasó por la mente. Por un instante pude ver la imagen del río al amanecer desde mi habitación de la fonda, el rostro de María mientras sostenía contra el cristal la revista con su peinado de boda, la mano alzada de la prostituta en el retrovisor del coche. Y decidí que podía compaginar mi mediocre vida cotidiana con aquel mecenazgo delirante.
Me disponía a contestar a la mirada inquisitiva de la italiana con unas tranquilizadoras y en la medida de lo posible fogosas palabras de adhesión, cuando atronó a mi espalda la voz altisonante del mayordomo.
- La cena é servita! Prego, accomodatevi in sala!
Me volví hacia él, desconcertado por la interrupción. El hombre, tras describir con el brazo un amplio círculo, nos indicaba de nuevo un objeto invisible en el suelo. Se diría que aquel gesto de torero le era especialmente grato, como si en él se encerrara la esencia de su oficio, el orgullo con que creía desempeñarlo a la perfección.
Barbara Baldova se puso en pie mirándome ahora con recelo. Tenía que decir algo de inmediato, antes de que fuera demasiado tarde. Si esperaba un poco más mi apasionamiento habría quedado en entredicho, enterrado bajo las reflexiones de mi vida pasada y presente. Me puse en pie yo también, pero la italiana ya había avanzado un par de pasos y alzado un codo para que Tomás, mucho más ágil que yo, la cogiera del brazo y la acompañara hasta el comedor.
- Será un placer ayudarla en lo que pueda -sentencié, rozando los límites de mi escasa vehemencia, a su fugitivo cogote.
Ella asintió con la cabeza, aunque sin mirarme, para darse por enterada. Y así comenzó la cena.
En el comedor, una sala amplia de techo abovedado, ardían grandes trozos de olivo en una chimenea situada entre dos columnas romanas puestas en pie como monolitos. La mesa era tan gigantesca que estábamos muy lejos unos de otros, como desamparados, y resultaba imposible alcanzar con la mano nada que no fuera el propio plato. Poco importaba, pues se iba a encargar de todo una mujer de edad avanzada, tan peluda que no tenía casi frente y lucía sobre el labio superior un espléndido bigote. Apareció de repente. Sin prestarnos la más pequeña atención, con la mirada perdida en la bóveda del techo, voceó como si publicitara su puesto de verduras en un mercado:
- Oggi mangeremo pasta con la bottarga e sarde a beccafico! -La ringrazio, Concettina -le contestó la señora.
Luego, cuando la tal Concettina ya se había retirado a proveerse de los manjares que con tanta contundencia había anunciado, Barbara Baldova sacó el cigarrillo de la boquilla para apagarlo en un cenicero, y nos comentó con el orgullo de quien ha tenido la suerte de codearse con un personaje verdaderamente importante:
- Fue mi ama de leche. Más que una madre, porque lo sacrificó todo para continuar a mi lado.
Y, señalando al mayordomo, que vertía vino en un escanciador:
- Paolo es su hijo. Es como un hermano pequeño para mí.
A lo largo de la cena Marcelo estuvo a la altura de su prestigio. Quizá por haber agotado el tema con los palacios de Madagascar, no le dio por comentar los muchos lugares que había conocido en sus viajes literarios, sino por darnos su opinión sobre los autores de los libros. Afirmó que Truman Capote era uno de sus favoritos, pero que no entendía que hubiese dedicado tantas páginas a un par de criminales y tan pocas a aquella chica en- cantadora que vencía la depresión ante el escaparate de Tiffany's. Defendió que Nabokov tenía que haber continuado escribiendo en ruso, un idioma con mucha más alma que el inglés, que le hubiera permitido cultivar los detalles, que tanto amaba, como si fueran mariposas. Que Marcel Proust era un genio pero que a veces se ponía un poquito pesado, sobre todo a la hora de leerlo en voz alta, al contrario que Juan Rulfo, el favorito de Pa-quita, con el que se reencontraban cada otoño. Marcelo tenía una relación con los escritores que se habría podido calificar de doméstica. Hablaba de ellos como de amigos de los que le preocupasen sus problemas, y no era difícil imaginarlo sentado con Paquita en el murete de la alberca, comentando los cuentos de Borges o de Tolstoi como si se tratara de anécdotas de la familia… Al final, considerablemente achispado por el vino que en gran abundancia le había ido sirviendo Paolo, le dio la vena sentimental. Con lágrimas en los ojos y la voz gangosa, aseguró que Paquita le había salvado de la ignorancia, lo que provocó en los demás unas risas que, aunque cordiales y en absoluto hirientes, lo incordiaron sobremanera. Zaherido, se puso en pie tambaleándose y nos explicó que el mundo, tal como él lo veía, era un batiburrillo, un saco inmenso repleto de cosas en el que no había la menor coherencia, en el que nada tenía sentido, y que había aprendido de Paquita que el universo podía ser desme- surado, pero muy limitada la vida de cada uno.
- Lo bueno de los libros -farfulló Marcelo- es que nos cuentan historias creíbles en este batiburrillo que no hay quien entienda. Eso es lo bueno de los libros: que ponen un poco de orden. Pero lo mejor que tienen es que nos regalan recuerdos. A veces, cuando estoy solo, pienso con más cariño en un personaje de novela que en cualquiera de mis vecinos. No se ofendan, pero soy tan amigo de Phileas Fogg como de todos ustedes. ¡Por Phileas! Nos pusimos en pie y brindamos con él, lo que aprovechó mi padre para acercarse un poco más a la italiana. Porque, entre una intervención y otra de Marcelo, Tomás había ido desarrollando una sutil labor de zapa. Cada poco tiempo su silla, y con ella el plato, la copa y la servilleta, se desplazaban unos centímetros por aquella mesa interminable en dirección a Barbara Baldova, que no disimuló su agrado al verlo venir tan lentamente a lo largo de la velada. Acabaron haciéndose confidencias al oído y riéndose mucho, una vez recuperados del arranque emocional de Marcelo.
Ya eran casi las tres cuando la Baldova nos acompañó hasta el portón de la entrada. Parecía realmente contenta de no haber estado sola aquella noche, lo que dejó traslucir agradeciéndonos con efusión nuestra compañía. A mí también me dio las gracias, pese a que prácticamente no había abierto la boca.
Luego se volvió hacia mi padre y lo contempló con lo que parecía un inmenso cariño.
- Confío plenamente en usted -le dijo-. Quiero que se respete la magia de este lugar, ma assolutamente no la scenografia di un'opera.
- Creo saber exactamente lo que desea -contestó Tomás con aplomo-.
Permítame decirle que tengo la sensación de conocerla de toda la vida.
Ella levantó su espléndida nariz y dejó escapar una última risa que se perdió en dirección a las estrellas.
- Mañana le haré llegar una provisión de fondos -dijo, regresando a nuestro planeta con envidiable practicismo.
Mi padre simuló una ofensa que ni sentía ni pretendía hacer creíble.
Como todo buen profesional independiente, no se le habría ocurrido mover un dedo sin recibir antes una paga y señal.
- Trabajaría gratis por el solo placer de volver a verla -sentenció, sin embargo, con fingida generosidad pero muy sincera entrega.
El mayordomo, que hacía ya rato nos había abierto el portón, dudaba seguramente entre señalarnos de nuevo el suelo o mantener su impecable actitud hierática.
- Aunque tengo testigos, no voy a abusar de sus palabras -se despidió la italiana-. Vi auguro di passare una bella serata.
Sin esperar a que saliéramos, nos dio la espalda y se alejó por entre las lamparillas que agonizaban en el jardín, los pabilos de las velas titubeantes en el charco de cera en el que poco a poco iban ahogándose, tras sus pasos.
De regreso Tomás se empeñó en ponerse al volante del Opel, lo que intenté evitar para que no se eternizara el viaje. Desde que le fallaban la vista y los reflejos conducía a una velocidad exasperantemente lenta que en nada disminuía el riesgo de que se distrajera con la conversación o con cualquier cosa que descubriera en el paisaje, pues en el espíritu de mi padre había habido siempre más de pasajero que de chófer. Pero él adujo que el coche era suyo y que yo, por no tener, no tenía ni permiso de conducir, argumentos en verdad incontestables. Así que regresamos al pueblo a velocidad de carro, lo que, unido a los efectos sedantes del alcohol, me habría hecho caer dormido de no ser por el miedo de que Tomás se saliera en alguna curva mientras observaba la vegetación nocturna o las estrellas.
Mi padre estaba tan exultante que hasta me dio la impresión de que le fosforecían las mejillas, aunque se trataba en realidad de la luz de la luna que entraba a través del parabrisas. Marcelo, sumido en la oscuridad de la parte posterior, parecía haberse quedado desfondado hasta el punto de perder el habla. El vino que con tanta diligencia le había ido sirviendo Paolo le hizo dormir durante buena parte del trayecto, que fue largo. Al descender del coche se despidió con un gesto torpe y un murmullo incomprensible. En la fonda brillaba solamente la tulipa del dintel. Encontramos el vestíbulo a oscuras, pero Tomás encendió la luz y me ofreció tomar una última cerveza. Se perdió en la cochambrosa cocina de Lola, donde le oí trastear unos segundos hasta que reapareció con una botella en cada mano. Tomamos asiento bajo el cuadro de los tiroleses, que parecían bendecirnos, desde allá arriba, con sus jarras rebosantes de espuma.
- ¿Qué te parece Barbara? -me preguntó mi padre. -Debió de ser una mujer muy atractiva.
Tomás se rió, meneando la cabeza, como si desistiera de convencerme de que la italiana mantenía intacto su atractivo. Luego se llevó el gollete a los labios y dio un largo trago.
- Me gustaría conocer mejor a Paquita -continué-. Marcelo dice que se lo debe todo a ella, pero cuesta creerlo viéndola en esa silla con la botella de anís escondida en la hortensia.
En el vestíbulo no entraba la luz de la luna. Pensé que mi habitación, por dar al otro lado de la casa, estaría en aquellos momentos inundada por su claridad.
Agradecía que mi padre hubiera querido demorar un poco más la hora de acostarnos. Como la Baldova, no tenía ningunas ganas de encontrarme a solas en aquel mundo de reverberaciones plomizas. Quizá a mi padre le sucediera lo mismo.
- Te va a ser dificil tratar con ella -me contestó-. Sólo sale de casa para tomar el fresco en la plaza. Paquita ha renunciado al mundo y supongo que hace bien. Lo único que le interesa es que le cuenten historias. Marcelo, que en su vida debía de haber cogido un libro, se esfuerza por ayudarla. Es un buen hombre.
- ¿Cómo llegaron a estar juntos? -Paquita era profesora de literatura en Madrid. Pasaba las tardes leyendo o corrigiendo exámenes en el café donde trabajaba Marcelo. Cuando supo que iba a quedarse ciega adelantó el sueño de su jubilación: lo dejó todo y vino aquí, cerca del mar, a cultivar rosas. Marcelo, que tiene algo de Sancho Panza, la siguió dócilmente. Desde entonces se ha dedicado a cuidarla, a ayudarla con las rosas, a leerle libros y a hacerla reír. No debemos despreciar al que nos hace reír. El humor es una cortesía admirable. En nuestra familia nunca hemos sido corteses.
Tenía razón. Mi padre había sido conocido por su mal genio, por los airados portazos que de niños nos atemorizaban a David y a mí, por la facilidad con que despedía a sus empleados o al servicio, por la mirada con que te taladraba. Sólo David, ya de adolescente, se encaraba con él, lo enviaba a la mierda, le gritaba y no temía sus gritos. Muy probablemente por eso acabaron convirtiéndose en grandes compañeros, y muy probablemente por lo mismo yo nunca exterioricé mis estados de ánimo. Eso hacía que en muchas ocasiones a Clara le bastara con cruzar nuestras miradas para apartarse de mí, para buscar su espacio propio en una casa que resultaba siempre demasiado pequeña. Me acusaba de contenerme hasta lo insoportable, de contagiarle mi desazón. Y si yo me defendía, me reprochaba que lo hiciera a gritos.
- Yo también tengo ganas de que me hagan reír -contesté a Tomás-.
Llevamos mucho tiempo en esta pesadilla.
Con eso acabó la conversación, lo que en definitiva iba a salvarnos de un encuentro fatal. Dejamos sobre el mostrador de recepción, para que Lola las encontrara por la mañana, las botellas de cerveza vacías. Apagamos la luz del vestíbulo y subimos la escalera. Ante la puerta de mi habitación abracé a mi padre. Él me pasó las manos por la espalda con mucha suavidad, como con miedo de asustarme. Luego se encerró en su cuarto. Yo todavía me entretuve un rato, mientras esperaba a que me hiciera efecto el somnífero, contemplando desde la ventana el río y los sauces encendidos de grises. Más tarde me acosté, cerré los ojos, y al instante me sumí en el sueño.
Me despertaron unos golpes en la puerta. Era ya de día, pero debía de ser temprano. Salí de la cama con el cerebro todavía embotado por la pastilla para dormir. Continuaban aporreando la puerta. Me puse algo por encima y fui a abrirla. Tomás estaba en el pasillo, perfectamente arreglado ya, aunque dominado por una extraña agitación.
- Algo pasa, Ricardo. La fonda está cerrada y no hay nadie. Lola no aparece por ninguna parte.
Entró en mi cuarto y me observó con impaciencia mientras yo me vestía.
- Son las nueve y media -insistió-. Ella se levanta muy temprano. Antes incluso que yo.
- ¿Dónde vive? -En el piso de arriba, en la otra parte.
Señaló con la palma abierta el lado opuesto de la casa. Pensé que Tomás perdía los nervios con demasiada facilidad. Lola habría salido de compras, harta de esperarnos para servirnos el desayuno. Quizá habría ido a abastecerse de café jamaicano. En cualquier caso, no podía imaginarla cruzada de brazos, llena de paciencia, demorando sus planes porque sus dos únicos clientes estables habían salido de juerga la noche anterior. Lo más probable era que regresara al cabo de un rato y nos echara la bronca por haberle cogido las cervezas.
Aun así tomé a mi padre por el brazo y lo conduje hasta la escalera.
Desde ahí se oían voces que provenían de un aparato de televisión. Tomás me miró enarcando las cejas y señaló con un índice el piso superior. Pensé con él que resultaba bastante insólito que Lola perdiera el rato delante del televisor, mucho más a aquellas horas tan tempranas y sin haberse molestado siquiera en abrir la fonda.
Subimos por la escalera intentando pisar con cuidado los peldaños, como dos intrusos. A un lado se abría un pasillo con más habitaciones. El otro estaba cerrado por una puerta de cuarterones, más sólida que las del resto de la casa.
Tenía adherido un letrero que rezaba: «Privado». Aunque era evidente que las voces provenían de allí, aproximamos ambos un oído a la madera. En aquel momento daban el parte meteorológico.
Tras dudar un poco di unos golpes con los nudillos. Esperamos unos segundos en silencio, sin recibir respuesta. Fue entonces cuando mi padre me hizo a un lado, abrió la puerta y entró sin más contemplaciones para detenerse al instante. Yo, que había arrancado detrás de él por instinto solidario, tropecé con su espalda y a punto estuve de llevármelo por delante.
Lo cogí para evitar que cayera, y al hacerlo asomé la cabeza por encima de su hombro.
Lola, tumbada de costado en el suelo, nos miraba con espanto. La habían atado a una silla con tanta fuerza que tenía las manos violáceas, y, fuera por el dolor o por la ira, los ojos enfebrecidos. Alzó un poco la cabeza para dejar escapar un lamento que sonó como el ulular del búho que se escondía en la oscuridad al otro lado de mi ventana. Sólo entonces tuve el ángulo y la serenidad necesarios para comprender lo que le habían hecho. La habían si- lenciado con un trapo anudado sobre la boca que se había teñido de rojo, como si hubiera vomitado sangre. Pero no era eso. Tenía partido el labio superior, y un ojo y un pómulo amoratados. Se habían ensañado con ella. Tenía también un gran hematoma en la sien, causado probablemente por la caída al volcar la silla mientras forcejeaba para liberarse de las ataduras.
Tomás se lanzó a ayudarla. Quiso retirarle el trapo de la boca, pero sus dedos de madera no acertaban a deshacer el nudo. Yo lo hice por él. Sin embargo, los que la ataban a la silla estaban demasiado prietos. No había manera de hincar las uñas.
- La cama… la cama -farfullaba Lola. Le habían roto un par de dientes.
Miré a mi alrededor en busca de algún objeto cortante. La habitación estaba en completo desorden. Habían vaciado el contenido de los cajones sobre una mesa camilla. A través de una puerta abierta se alcanzaba a ver un dormitorio con ropa esparcida por el suelo. No sé por qué me fijé en que sobre la cama, en la pared en la que suele colgarse el crucifijo, había un retrato de Janis Joplin con su eterna sonrisa de muchacha conflictiva.
- Date prisa -murmuró mi padre-. Se le van a gangrenar las manos.
Bajé corriendo a la cocina, cogí el cuchillo del pan y volví a subir brincando por los peldaños y pensando que abusaba de mi corazón enfermo. Cuando me arrodillé junto a Lola lo sentía palpitar en el pecho, como un animal encerrado en un saco. Durante unos segundos bregué por cortar la cuerda, un sólido bramante de embalaje. Retiré la silla y cargué en brazos a nuestra posadera para recostarla en el sofá. Ella me miró como si fuera yo el que acabara de agredirla. Sacudió las manos, que poco a poco iban perdiendo su tono tumefacto, y comprobó el estado de sus dientes con el antebrazo.
- Mire dentro del colchón -me pidió-. Abra la cremallera de la funda y mire dentro.
Fui a su dormitorio. La ropa de cama estaba hecha un rebujo por el suelo, junto a todo el contenido de un armario que se había quedado con las puertas abiertas. No hacía falta descorrer la cremallera del colchón. Lo habían destripado con una navaja, cruzándolo por entero de surcos como heridas.
En uno de los laterales se veía como la dentellada de una gran bestia, con múltiples trozos de gomaespuma a su alrededor. Era evidente que había allí algo escondido, y que lo habían descubierto. Levanté un poco el colchón, introduje los dedos en el interior de la mordedura. Saqué la mano cubierta de diminutas esponjas amarillas.
- Está vacío -informé a Lola al volver sobre mis pasos-. Lo siento. Han hecho mucho destrozo. Me di cuenta de que reinaba un pesado silencio.
Tomás acababa de apagar el televisor.
- Esos rusos de mierda me han robado los ahorros de toda mi vida - dijo la mujer.
Pero no lloraba, no parecía hundida por lo que le habían hecho, ni por el saqueo ni por la paliza. Se frotaba las manos para activar la circulación de la sangre. Miraba al frente, a ninguna parte, con obstinación de mujer sola. No me cabía la menor duda de que debía de haber mantenido una actitud idéntica mientras la pegaban para que les dijera dónde escondía el dinero. Era una de esas personas capaces de sacar de quicio a un torturador.
Llamé por el móvil a la policía. Un rato después la fonda se había llenado de gente. Entraban vecinos del pueblo para husmear con torcido atrevimiento la desgracia de Lola. Los agentes no les dejaban pasar de la puerta de cuarterones, y acabaron por obligarlos a salir a la calle. Se quedaron allí en corrillos que dejaban traslucir esa blanda indignación que nace del temor.
Cualquiera de ellos podría haber sido asaltado también por aquellos de- lincuentes.
Desde una ventana vi a Marcelo, con las manos en los bolsillos, paseando por delante de la fonda. Vi también a Roberto en arrebatada conversación con otro par de hombres. Las mujeres se reunían aparte, entrelazaban las manos y miraban con pena hacia la casa.
Un policía interrogaba a Lola mientras Ramiro Fontanilla le curaba el labio y le palpaba con cuidado el pómulo y la sien. Sus voces sonaban apagadas, como en una letanía. El policía le preguntaba si se encontraba en condiciones de hablar con él, si había visto las caras de sus asaltantes, si disponía de un seguro para cubrir el atraco. A esta última pregunta habría podido yo responder por el a.
- No hice la revolución para andar ahora pagando seguros abusivos -dijo Lola con una animadversión que l evaba a pensar que consideraba responsable de lo que le había sucedido, más que a la banda de atracadores, a la póliza que se había negado a contratar. O quizá al agente que la interrogaba. O al sistema del que no podía escapar ni en aquella mierda de pueblo. Hasta le había fallado la protección divina de Janis Joplin.
- Esos hombres sabían que no llevabas el dinero al banco -le contestó el policía con insólita familiaridad-. Esto te pasa por alquilar habitaciones a prostitutas.
- Nunca he preguntado en qué trabajan mis clientes -se defendió Lola con apaleada arrogancia.
Pensé que no iba a lamentarse demasiado por la pérdida del dinero. No se lo permitiría a sí misma. Para una mujer como ella la vida debía de ser exactamente eso: mantenerse un día tras otro expuesta al tedio y a las des- gracias, al paso inexorable del tiempo, a los gemidos sofocados de los amores tristes a los que daba cobijo y, los días especialmente malos, a recibir la visita de una banda de salteadores llegada de una guerra lejana. Aquella mujer debía de ver el mundo con atávica resignación, como un lugar hostil en el que no cabía hacerse demasiadas ilusiones. A lo sumo disfrutar de un rato de tranquilidad, un cigarro de marihuana que liaría, sentada en la misma silla a la que la habían atado, mientras interrumpían la película en la televisión para pasar los anuncios. Tenía junto al río una plantación que alcanzaba a contemplarse desde la ventana de mi cuarto. Al día siguiente volvería a cuidar sus plantas, a trabajar como si nada hubiera sucedido. Empezaría de nuevo. Se curaría de sus heridas y se negaría en redondo a visitar al dentista…
otro usurero. Continuaría aceptando prostitutas, cobrando en efectivo, escondiendo el dinero en algún lugar de la casa. Buscaría un sitio menos inocente y más seguro. Y si volvían los extranjeros, aguantaría los golpes sabiendo que nunca lo encontrarían. Les demostraría de lo que era capaz para seguir siendo libre. Para pasar con desdén la página de cada día. Para sobrevivir sin la compañía de nadie. Continuaría planchando la ropa de Tomás y mirándome a mí como a alguien con quien resulta imposible establecer un vínculo, alguien que en cualquier momento puede darse la vuelta y desaparecer.
De pronto hubo un revuelo en la puerta de cuarterones. El policía que la guardaba retrocedió protegiéndose la cara con un brazo, y apareció Paquita blandiendo con energía su bastón de ciega, dispuesta a apalear sin con- templaciones a cualquier autoridad que intentara detenerla. Su voz sonó atronadora en el silencio que su abrupta entrada había provocado, mientras ella avanzaba hasta tropezar con la mesa camilla.
- ¡Lola! ¿Dónde estás? ¿Qué te han hecho, pe queña? Me acerqué a Paquita por detrás por miedo a recibir un bastonazo, la cogí de un brazo y la acompañé hasta el sofá. Ella palpó con cuidado la cabeza y los hombros de Lola, y deslizó las manos por sus brazos hasta coger las de ella y cubrírselas de besos. Luego se_ sentó a su lado y dejó que Lola, obediente como una niña, se recostara en su regazo.
- No tienes que ser fuerte, pequeña… ¡Que salgan todos! ¡Fuera de aquí! Los policías se miraron consternados pero acataron la orden. Yo fui el último en abandonar la habitación. Antes de cerrar la puerta eché un vistazo a las dos mujeres.
- No tienes que ser fuerte -insistía Paquita-. Ahora podrás desfogarte, que yo estoy a tu lado aunque no te vea.
Si Lola se desfogó, poco rato pudo hacerlo. Ramiro Fontanilla había llamado a una ambulancia para llevarla al hospital. Había que hacerle radiografías por ver que no le hubieran roto ningún hueso, y el golpe en la sien obligaba a tenerla en observación. La sacaron en una camilla de la que Lola intentó apearse un par de veces mientras descendían por la escalera, en absoluto dispuesta a que el pueblo entero la viese en aquel estado lamentable.
Sólo Paquita, que bajaba de mi brazo, logró convencerla de que no lo hiciera.
En el último momento, ya en la calle y antes de que la subieran a la ambulancia, consiguió Lola detener unos instantes la comitiva sanitaria para encargar a mi padre que cuidara de la fonda en su ausencia.
En cuanto partió la ambulancia, Marcelo, que no daba crédito a que Paquita hubiera llegado hasta allí sin ayuda, se la llevó a casa. Los vecinos también se fueron retirando. Mi padre y yo nos quedamos solos. Tomás, acuciado por la responsabilidad que acababa de adquirir, se empeñó en inspeccionar a conciencia el edificio. Las habitaciones de los clientes estaban desocupadas. Por su aspecto no había dormido nadie en ellas. Cuando al cabo de un rato se fue la policía recogimos un poco la vivienda de Lola, lo suficiente para que no presentara un aspecto tan deprimente, y tapamos con un cartón la ventana rota del lavadero por donde habían entrado los asaltantes. Hasta recogimos los cascos vacíos de nuestras cervezas, que todavía permanecían sobre el mostrador de recepción, y ordenamos un poco la cocina pese a que nadie, ni siquiera la policía, había entrado allí. Luego cerramos la fonda y fuimos al bar en busca de café.
El atraco estaba en boca de todos. Mi padre, en calidad de testigo privilegiado, se convirtió en una estrella rutilante nada más entrar en el local.
Con la taza de café en la mano, ofreció a los presentes una exposición de los hechos mucho más completa y rigurosa que la que había facilitado a la policía.
Tanto le asediaban por conocer los detalles, que yo me quedé marginado en una esquina de la barra en compañía de un joven taciturno que, ajeno al alboroto, almorzaba un bocadillo de jamón.
- Entonces comprendí que había que tomar una decisión -se oía la voz de mi padre entre la multitud de parroquianos y hasta de extraños que ignoraban lo que había sucedido, pero que se apuntaban con entusiasmo a la truculencia-. Aparté a mi hijo y abrí la puerta…
En aquel momento apareció María detrás de la barra. Parecía cohibida por el tumulto o enfrascada en algún pensamiento que la aislaba de su entorno.
Como el primer día, me descubrí observándola con total libertad, pese a que ella podía volverse hacia mí obligándome a desviar la mirada. Por alguna razón sabía que no iba a hacerlo. Aquella muchacha vivía en un plácido mundo interior que la ponía a salvo de los demás, que le pertenecía sólo a ella y que sólo ella podía habitar. Un mundo estanco y obcecado que me contagiaba un agradable sosiego, por ser tan distinto del mío. A su lado me sentía encerrado en mí mismo, resignado y triste como un animal que hubiese nacido en una jaula y se hubiera hecho adulto en el a. Clara tenía razón. Cuando me ensimismaba era como si me estuviera bañando en una ciénaga. No debía de ser agradable verme con el entrecejo fruncido, debatiéndome en aquel lugar tan desagradable que no era otra cosa que yo mismo. Pero Clara tampoco era como aquella chica. Había hecho de su mundo interior una exigencia o reivindicación o censura permanentes. Se veía impelida por la necesidad de convertirlo siempre en palabras. Para ella su intimidad no era un refugio, sino un argumento indiscutible.
Aquella mañana, acodado en la barra del bar mientras mi padre, convertido ya en el responsable absoluto de la fonda, se desgañitaba preguntando si había allí algún cristalero que pudiera cambiar el vidrio roto de la ventana, me dejé llevar por el primer impulso sin ofrecer la menor resistencia. Levanté una mano para llamar la atención de María, y cuando ella se acercó a mí le pregunté si un día de aquellos podría llevarme a Barcelona.
La chica me miró con un poco de sorpresa, pues enfrente mismo del bar estaba la estación de tren. Pero reaccionó como yo esperaba. No hizo preguntas. Se limitó a contestar que me llevaría a Barcelona cuando yo quisiera. Luego salió de la barra, ofreció una mejilla para que el joven taciturno de mi lado se la besara, lo que hizo él con la boca llena, y le dijo:
- Aquest matí seré a Banyoles amb un client. Tornaré a mi tja tarda.
Cogida de su brazo, se volvió hacia mí.
- Es mi prometido. No le cuente usted nuestro secreto.
Comprendí que se refería al peinado para la boda, y asentí gravemente envidiando al joven del bocadillo por el futuro que le esperaba junto a aquella muchacha de alma sigilosa. Les envidiaba a ambos por sus pocos años, por lo fácil que debía de serles entregarse a la pasión o al sueño, por no tener ya escrita su historia. Pese a todo, quizá me dejara engañar por las apariencias. Si me hubiera parado a considerarlo habría resuelto que todas las edades son espinosas, cada una a su manera, y que yo mismo no recordaba ningún momento en que me hubiera sido fácil vivir. Mientras María me miraba con lábil complicidad el joven lo hacía con reticencia, como si no le gustara verme allí o que un extraño estuviera al tanto de los secretos de su novia, más informado incluso que él.
- Me tengo que ir -dijo con súbita brusquedad.
Salió del bar dejándome con la sensación de haberme metido donde no debía. Tampoco se me ocurrió ningún comentario que pudiera relajar la tensión causada por aquel exabrupto. María se encogió de hombros y sonrió con apuro.
- No le gustan los secretos -dijo-, ni siquiera los buenos.
Y añadió, como si quisiera demostrarme que no tenía excesivos motivos para envidiarla:
- Es tan honesto que a veces no lo puedo aguantar. Aquella tarde Tomás se encerró a trabajar en el improvisado despacho de su habitación. Le pareció absurdo que yo demorase mi regreso por causa de los atracadores, y hasta se indignó un poco por la poca confianza que depositaba en él. Defendió con bastante lógica que aquellos hombres no iban a regresar a un sitio en el que ya no había nada que robar. Aseguró, además, que estaba demasiado ocupado para hacerme compañía, y hasta intentó reproducir, con notable inconsistencia por culpa de su recién descubierto hedonismo, su olvidada mirada de repudio. Aun así me negué a marcharme hasta el día siguiente. Pasaría la noche con él, mientras Lola permanecía en observación en el hospital. Nos habían comunicado que si todo iba bien la devolverían a casa por la mañana.
Entretuve la tarde paseando por los alrededores de la fonda. Sentado en la hierba de la ribera, junto a la plantación de marihuana, que a aquellas alturas del año era como una selva naciente de penetrante aroma, llamé por teléfono a Cristina para decirle que comería con ella al día siguiente. No me vi con ganas de responder a sus insistentes preguntas, y de forma algo grosera la dejé con la palabra en la boca. Telefoneé también al hospital para preguntar por Lola.
Dudé incluso si llamar a Clara, pero finalmente no lo hice. La verdad era que, pese a todo, me sentía bien en aquel lugar. Puede que fuera el efluvio de las plantas, pero no me importaba estar más solo que nunca mientras Clara, cosa harto probable, disfrutaba de los ardores primerizos de una nueva relación, ni me importaba que Ramiro Fontanilla me hubiera detectado en los ojos una posible enfermedad cardiaca, ni que me hubieran robado el coche, ni que la noche pasada una banda de salteadores hubiese causado estragos en la misma casa en la que creía sentirme seguro. Mientras la humedad del suelo me traspasaba los pantalones y empezaba a enfriarme los glúteos, pensé que la realidad debía de ser bastante parecida a todo aquello: a tener el culo siempre mojado, a tratar con gentes que desconfiaban de ti o que te confesaban sus problemas sin ningún motivo, a sobrevivir disfrutando como había aprendido a hacer Tomás, a dejar pasar los días exponiéndose como Lola, a dedicar la tarde entera a ver discurrir las aguas de un río. Recordé las palabras de mi padre cuando le reconvine tontamente por salir a pescar con David y conmigo en el mar revuelto: «Antes nos gustaba la aventura, ahora valoráis demasiado la seguridad». Probablemente fuera aquella tarde cuando empecé a envidiar a Tomás por ser capaz de improvisar su vida, y cuando me di cuenta de que yo también tenía que ser capaz de hacer algo semejante con la mía.
Anochecía cuando oí el pistoneo de una moto que se detenía al otro lado de la casa. Abandoné la orilla del río y fui a ver quién alteraba nuestra plácida custodia de la fonda clausurada. Cuando llegué a la puerta encontré a Tomás, que había acudido a abrir, conversando con un hombre ataviado con pelliza y gorra de cuero, como los primeros pilotos de la aviación. Llevaba incluso, retiradas sobre la frente, unas gafas redondas de volador acrobático. Al acercarme descubrí dos cosas: que la moto era una Bultaco Metralla negra, la misma que había tenido yo al poco de cumplir los veinte años, y que su conductor era Paolo, el mayordomo de Barbara Baldova. El hombre se mantuvo en su papel, aunque adaptado a su actual condición de mensajero. No sólo no hizo el menor ademán de señalar el suelo, sino que incluso, influido quizá por su atuendo, se llevó una mano a la sien al despedirse, con toda la solemnidad de un kamikaze en el momento supremo de emprender el último viaje. Se alejó de nosotros impulsado por las tartajeantes explosiones del motor. Tomás se había quedado con un papel entre las manos. Era un cheque bancario.
- Qué paradojas -comentó, no sé si para sí-. A Lola se lo quitan todo y a mí me cae una fortuna. Tuve en aquel momento la certeza de que mi padre había encauzado su vida de una forma que, a su edad, podía considerarse definitiva. Pero aquello no me hizo sentirme menos tutor de sus hábitos, acostumbrado como estaba a la condena o privilegio que él mismo me había obligado a arrostrar los últimos tiempos. Aproveché que la llegada del mayordomo le había distraído de su trabajo para insinuarle que ya era hora de cenar. Y Tomás, que nunca había aceptado que le marcaran los horarios ni que le interrumpieran cuando dibujaba, consultó su reloj de pulsera mientras guardaba el cheque en la cartera, se dio unas palmaditas en el estómago y asintió con una sonrisa.
Fuimos paseando hasta el bar, que había recuperado por fin su ambiente cotidiano. Marcelo y el médico ya rondaban por allí en espera de la partida nocturna de dominó. Mientras mi padre ocupaba nuestra mesa fui a la barra y pedí a Roberto que su hija me recogiera a última hora de la mañana, cuando la ambulancia hubiese dejado a Lola en su casa. Luego me senté frente a Tomás. Me extrañaba un poco verlo tan relajado después de lo que había sucedido. La noche anterior, por culpa de aquellas cervezas tardías habíamos estado a punto de acabar como la dueña de la fonda, pues resultaba difícil creer que nuestra presencia hubiera intimidado a los asaltantes. Habían sido tres hombres armados con pistolas. Según declaró Lola a la policía hablaban entre ellos en ruso, aunque podía tratarse en realidad de cualquier idioma del Este. Y, según afirmó la policía y cantaban los hechos, eran extremadamente violentos. Comprendí que aquellos agentes, que acababan de salir de la academia y no habían librado ninguna guerra, no encontraran la manera de enfrentarse a ellos.
- He llamado al hospital -dije a mi padre mientras Irene nos dejaba la botella de vino sobre la mesa-. Lola no tiene nada grave. El atraco podía haber acabado en tragedia, supongo que eres consciente de eso.
Antes de hablar, Tomás se sirvió un vaso de tinto y dio un par de tragos generosos que le llenaron los ojos de una súbita vivacidad. Definitivamente, había decidido que los placeres debían ir por delante del raciocinio. O quizá sólo bebía por darse tiempo para ordenar los pensamientos.
- La peor tragedia es no saber reponerse -me contestó por fin-. Lola no es como nosotros. No se quedará lamiéndose las heridas y lamentándose de su mala suerte. Saldrá adelante.
En aquel instante volvieron a rompérserne los diques de la memoria. No pude evitar acordarme de Susana, cargada de paquetes, entrando con David en casa de nuestros padres. No solía acordarme de ella, no quería. Pero las palabras de Tomás me devolvieron a aquellas lejanas navidades, cuando Susana apareció muerta de risa por algún comentario que acababa de hacerle mi hermano, dejó en el suelo los paquetes y, sin dejar de reír, se recogió en una coleta la melena. Susana disfrutaba haciendo regalos, y Tomás se desvivía por estar a su altura al devolvérselos. «Es para ti -le decía-. Estoy seguro de que esto nunca te lo compraría mi hijo.» Y Susana se abrazaba a su suegro y lo cubría de besos, mientras David simulaba ofenderse y Cristina la miraba como si acabara de aparecérsele un ángel. En aquellas situaciones de exal- tación familiar Clara solía retirarse discretamente, hojeaba alguna revista en el salón o iba a la cocina en busca de alguna bebida que no fuera demasiado alcohólica, difícil empresa en aquella casa. En cuanto a mí, se me aceleraba el corazón en cuanto tenía delante a Susana, o antes incluso, cuando la oía reírse con mi hermano en el rellano de la escalera. El sonido del timbre se convertía en una sacudida eléctrica en mi estómago. Intentaba que no se me notara el descontrol de las manos, que se me volvían torpes de repente, o el anhelo con que le besaba las mejillas cuando Susana por fin me las ofrecía. Al hacerlo me olvidaba de Clara por unos instantes, dejaba de pensar en ella por completo, y luego la buscaba con mala conciencia, como si le hubiera sido infiel.
Las palabras de Tomás consiguieron, en fin, que por un instante dejara de empantanar los recuerdos. Me vi otra vez en el recibidor de casa de mis padres, intentando mostrarme distante y afable mientras contemplaba a Susana anudándose la coleta. Vi otra vez a David, que nunca dejaba a nadie de lado, internarse en la casa para saludar a Clara, que lo adoraba. Y vi a Cristina avanzar hacia la recién llegada y formular, a su manera, lo que todos sentíamos.
- Ya sabes que a mí no me gustan los niños -le había dicho, estrechándole las mejillas entre las manos-, pero tengo unas ganas enormes de que me hagas abuela. Debo de tener las hormonas desquiciadas, cosas de viejas. Así que no me hagas caso y disfruta, vida mía.
El paisaje discurría lento y silencioso, como si nos dejáramos llevar por la corriente del río que tanto me había acompañado en la fonda. María conducía con su lasitud habitual, ayudada por aquel coche que parecía querer llevarnos sin que notáramos demasiado su presencia. Me alegraba de haber seguido, con sorprendente fe en mi propio instinto, el impulso de regresar a Barcelona en el taxi. En los trenes la vida es evidente, ruidosa y colectiva, y mi estado de ánimo me exigía prorrogar la soledad de aquellos días, que había empezado a añorar nada más alejarnos del pueblo. Pese al poco tiempo que llevaba allí, tenía la sensación de que María, aunque obedeciendo mis deseos, me arrancaba de mi medio natural para dejarme desamparado en tierra de nadie. La perspectiva de instalarme de nuevo en la ciudad me provocaba un malestar que no sabía cómo vencer. Aquella misma tarde entraría en mi piso como quien lo hace en unas ruinas excavadas entre el tráfico, y encontraría la nota para Clara allá donde la había dejado, bien visible en el santuario que ella repudiara. Más tarde visitaría mi despacho con alma de convaleciente, desconcertado por no reconocerme en aquel lugar donde había pasado tantas horas de mi vida. Y oiría por todas partes voces que me molestaría escuchar, voces que darían por sentado que yo continuaba siendo el mismo. Quizá lo fuera, al fin y al cabo, pero aquellos días con Tomás me habían puesto, de una forma que no alcanzaba a explicarme, a considerable distancia del hijo que saliera tras sus pasos. Resultaba evidente que Tomás había ganado nuestro pulso, y que lo había hecho sin molestarse siquiera en sentarse a disputarlo.
Un rato antes, al despedirme de él ante la fonda donde Lola, con la cara llena de moratones y cosidos, ordenaba su vivienda con la voluntad heroica de quien se repone del paso de un huracán, me había hecho a la idea, sin saber muy bien por qué motivo, de tener una larga conversación con María durante el viaje. Pero en cuanto cogimos la carretera no sabía por dónde empezar, contando además, como debía haber previsto, con la escasa colaboración de su actitud ausente. Tras un buen rato, opté por decirle lo primero que me vino a la cabeza.
- ¿En qué trabaja tu novio? -le pregunté.
Mi voz sonó en el recinto hermético del coche como un grito provocador en el gallinero de un teatro. Al menos aquélla fue la impresión que tuve, pero María respondió con prontitud y buena disposición.
- Es jardinero, aunque a veces hace de albañil -dijo. Y añadió, sin solución de continuidad-: Ya le he advertido de que usted es una buena persona.
Me pregunté de qué malentendido, o incluso de qué improbable amenaza, había querido protegerme con aquella advertencia. Quizá su prometido tuviera un carácter iracundo o fuera en extremo celoso, aunque lo más probable era que María quisiera, sencillamente, cerrar del todo el episodio del bar, tan poco importante. O que, desde su femenina placidez, imaginara las relaciones entre los hombres como peleas de gallos. En cualquier caso, me halagó constatar que podía convertirme en un problema, por muy ilusorio que fuera, para una pareja a la que sacaba más de veinte años.
Fue un lamentable desliz de mi vanidad. Para María yo tenía la edad de un consejero, no de un pretendiente, como comprobaría de inmediato. Y su novio no debía de verme como un rival, sino como un entrometido.
- Quiere que tengamos un hijo -añadió la chica con el tono de quien hace una confidencia-. Si por él fuera lo encargaríamos antes de la boda.
David y Susana no habían tenido tiempo de hacer abuela a Cristina. Clara y yo tampoco, y ya era tarde. Nos habíamos convertido en una familia sin descendencia. Se había cortado repentinamente el flujo, como una rama que se seca sin llegar a desprenderse del árbol.
- Tiene prisa por consolidar nuestra relación -continuaba María-. Pero yo necesito conocerle más, estar segura de que será un buen padre. No quiero que me embarace un desconocido.
Dejó pasar unos segundos antes de concluir:
- Tampoco estoy tan segura de no querer estar sola.
Se hizo un profundo silencio en el coche. Aquella muchacha me contaba cosas que yo no debía oír, salía por unos instantes de su intimidad para explicarme hasta qué punto se sentía cómoda en ella. Pensé de nuevo en Clara, tumbada en el sofá hojeando una revista, tan ajena a mí como una inquilina con la que estuviera obligado a compartir el piso, la cena y la cama, los reducidos estantes del aseo. A veces cruzábamos algún comentario, nos consultábamos las necesidades, los antojos, con la deferencia distante de dos compañeros de celda. A veces, también, nos hacíamos reír el uno al otro, y se establecía un nexo de gran intensidad que se rompía casi al instante.
- No sé cuánto tiempo ha de pasar para que alguien deje de ser un desconocido -le contesté-, suponiendo que eso sea posible. No habrá más remedio que fiarse de los sentimientos.
María dejó escapar entonces una risita que sonó a sollozo.
Sus dedos, siempre tan calmos sobre el volante, se alzaron un momento, desorientados, buscando en el aire las palabras.
- Los sentimientos son como las nubes -dijo-. A veces tengo la sensación de que dentro de mí hay una extraña, o un grupo de locas que discuten entre ellas. Yo no sé cuáles son mis sentimientos.
Poco más nos dijimos durante el viaje. Al entrar en Barcelona se desorientó. Tuve que indicarle el camino hasta el restaurante donde había quedado con Cristina, el mismo donde mi madre me encargara que fuera en busca de Tomás. La había llamado por teléfono cuando nos acercábamos a la ciudad para citarla en aquel lugar. Cristina, ofendida aún por la grosería con que la había interrumpido en nuestra última conversación, había hablado conmigo con la displicencia escueta que habría utilizado para contestar a una encuesta telefónica, reprimiendo sin duda las ganas de preguntar por mi padre. Pero estaba seguro de que ya se encontraría en el restaurante, esperándome, cuando yo llegara.
María debía de estar poco acostumbrada a la aglomeración urbana o consideraba que un vehículo de servicio público tenía preferencia absoluta, porque detuvo el taxi frente al local interrumpiendo el tráfico: Esperó a que me bajara ignorando los bocinazos que provocaba.
- ¿Regresas ahora? -le pregunté, al tiempo que abría la puerta-. ¿No vas a comer? -No se preocupe. Llevo un bocadillo en la guantera… Y no olvide el equipaje. Le he abierto el maletero.
Me costaba separarme de aquella chica, como si al irse ella se fueran también los últimos vestigios de un mundo del que no quería separarme. Mi padre se había quedado en aquel mundo, y en ese momento, con un pie ya en la calzada, comprendía que en cierta manera yo también. De pronto me hice consciente de lo importante que había sido su huida para los dos, y me asaltó otro impulso repentino, la necesidad de comprobar que mi billete contemplaba la posibilidad del regreso.
- A lo mejor no estoy aquí tanto tiempo como pensaba -le dije-. ¿Vendrás a buscarme? María me miró con una media sonrisa, sorprendida, por mi pregunta.
- Conduzco el taxi porque es mi oficio y me gusta. Claro que vendré, si usted lo desea.
Entré en el restaurante, y confié la maleta al camarero que acudió a recibirme. Cristina, que efectivamente se me había anticipado, me esperaba con la apostura, digna y serena, de una mártir de la cristiandad. No me ofreció la mejilla cuando me incliné hacia ella. Aceptó mi beso como un suplicio más al que la sometía, pero no pudo esperar a que me sentara para disparar la pregunta que la reconcomía por dentro.
- Vienes solo -me dijo-. ¿Dónde está mi marido? -Se ha quedado allí, no te preocupes. Ahora trabaja para esa italiana. Por el momento vive en la pensión de una anarquista con muy mal genio. Pero eso no es problema para Tomás, ya lo sabes. Ha conseguido que le planche la ropa y le haga café especial para él.
Preferí no comentarle lo del atraco. Ocupé mi silla y llamé al camarero. Le pedí una cerveza.
- ¿Es guapa? -preguntó Cristina, la voz un poco quebrada.
No me costó ningún trabajo comprender que no se refería a Lola.
- Sí lo es, y muy rica. Vive sola con un mayordomo y una cocinera napolitanos.
Mi madre chasqueó los labios. Estaba realmente disgustada.
- A veces me dan ganas de cortarme las venas -soltó de repente.
- Cristina…
- Algo te pasa, Ricardo. Tú nunca has sido tan cruel diciéndome la verdad. ¡Si parece que disfrutas! Hice un gesto de renuncia. El camarero me trajo la cerveza.
Bebí un par de tragos observando a mi madre, que había desviado la mirada hacia la ventana sin ver nada en realidad, como si de pronto se hubiera quedado sola en el mundo. Me costaba aceptar que sufría, pero empezaba a pensar que aquel día su teatralidad no lo era tanto, o que expresaba lo que realmente sentía, sin segundas intenciones. Por primera vez la vi desorientada, perdida en la indecisión, incapaz de interpretar lo que sucedía a su alrededor.
- No quiero herirte -intenté tranquilizarla-. Llevo toda la vida con un padre con el que nunca estaba de acuerdo. Hasta le echaba las culpas de lo que pasó con David y Susana. Era fácil culparlo de todo. Pero ha cambiado. Se ha convertido en otra persona.
Mi madre me miró con un repentino interés. Al instante sacudió el aire con una mano, llena de indignación.
- ¡No digas tonterías, Ricardo! La gente no cambia, y menos a nuestra edad. Ni siquiera los hombres podéis cambiar a partir de los cuarenta, con lo que os gusta.
«Eso no es cierto», pensé. Tomás había cambiado realmente.
A aquellas alturas no me cabía duda de que se había convertido en otra persona. Yo mismo me sentía distinto después de aquellos días con él. Si no más cómplice de mí mismo, sí más contemporizador. Hasta Cristina empezaba a tambalearse después de visitar el piso de su marido y de sentarse en su sil ón. Todos cambiamos, sea por un esfuerzo de la voluntad, o por hartazgo de lo que somos, o por adaptarnos a los cambios de los otros. Pensé que mi madre hacía ya mucho tiempo que había perdonado a Tomás, pero que se negaba a reconocerlo por las mismas razones que le impedían llorar en público o dormir si la observaban. La fortaleza de mi madre nacía de que era mucho más consciente que nadie de su propia fragilidad, pero eso, lejos de liberarla, la obligaba a vivir enclaustrada en el papel que representaba, como una actriz incapaz de retirarse el maquillaje por miedo a contemplar su propio rostro.
- ¿Cuándo regresas? -me preguntó.
- No lo sé, depende del trabajo. Lo antes que pueda. Vendrá un taxi a buscarme cuando lo llame.
Entonces se produjo el milagro.
- Iré contigo -decidió-. No me fío de Tomás. Es capaz de empezar de nuevo sin mí, ese egoísta… Y tampoco me fío de la italiana. Tú no sabes de lo que somos capaces las mujeres por no estar solas.
Mi madre acababa de mostrar su lado más débil, y lo había hecho con su honestidad característica, sin tapujos. La admiré como nunca lo había hecho antes, pero aquello no me hizo perder la oportunidad de mostrarme ácido con ella.
- Estás celosa, Cristina.
Su reacción fue magnífica. Levantó la barbil a, se instaló en lo más alto de su amor propio, y desde allí me dijo con voz sosegada, como si por fin se hubiera reconciliado consigo misma y no le importara de lo que pudieran acusarla:
- Sí lo estoy. ¿Pasa algo? No es tan fácil encontrar a un hombre al que le guste bailar.
Por la tarde me esperaba otra sorpresa. Aunque no tenía ningunas ganas de hacerlo, pasé por el despacho para ver a mi socio. Lo encontré revolviendo un montón de expedientes con nuestro pasante, como si en mi ausencia hubieran decidido ordenar los archivadores. Los dos me vieron entrar cargado con la maleta, y no sé si fue por la expresión de sus caras o por todo lo que me había sucedido aquellos días, pero tuve la impresión de que aquél ya no era mi lugar. Mi socio se mostró primero indeciso, y a continuación enormemente efusivo. Se me abrazó sin esperar a que dejara la maleta en el suelo, con énfasis exagerado, como alguien que lucha por no ahogarse. El pasante se mantenía al margen con cara de circunstancias.
- ¡Por fin apareces! -Me dijo mi socio cogiéndome por los hombros-. Tengo cosas que contarte. Vamos a tomar algo.
Hablaba como si se dispusiera a darme estupendas noticias, lo que, conociéndolo, ya era de por sí bastante inquietante.
Bajamos al bar. Él pidió un whisky. Viendo que yo dudaba, pidió otro para mí. Siempre le había gustado anticiparse a las decisiones de los demás. Era su manera de demostrar que se desenvolvía mejor que nadie en este mundo previsible.
- Iba a llamarte -me dijo, campechano, como un amigo que habla por entretenerse-. Si no l egas a venir, te habría pedido que lo hicieras. Ha habido cambios.
Ya había comenzado a hacer tintinear los cubitos. A mí me desquiciaba esa manía, como me desquiciaba la extremada confianza que tenía en sí mismo, tan infundada. Cuando perdía un juicio llegaba al despacho más sonriente que nunca, con ademanes de hombre triunfador. Me palmeaba la espalda y me decía: «Ese juez es un cretino, vamos a apelar, esto está hecho».
Llevaba toda la vida disfrazando de victorias sus fracasos, hasta el punto de llegar a convencerse de que éstos no existían o eran culpa de los demás.
- Mi suegro llevaba tiempo queriendo hablar conmigo - me dijo-. Yo le daba largas, más que nada por ti, pero hace un par de días tuve que cenar con él. No me dio otra alternativa.
Antes de que acabara comprendí que iba a haber una nueva separación, esta vez laboral. Unas semanas atrás habría pensado que aquello era la puntilla definitiva, pero en aquel momento sentí que se rompía el último de los gril etes que me encadenaban a mi pasado. Iba a ser libre a mi manera, sin tener que hacer el menor esfuerzo por conseguirlo.
- El caso es que está cansado de pelearse con su consejo de administración -concluyó mi socio-. Necesita a alguien que ponga orden, y quiere que sea yo.
- O sea, que cerramos el bufete.
Hizo tintinear otra vez los cubitos. Me miraba satisfecho. Delante de mí tenía a un hombre que sabía lleva con mano firme las riendas de su destino.
- No es lo que yo querría, pero sí, tenemos que cerrarlo. He pensado que podríamos repartirnos los clientes. No voy a abusar del mal momento que estás pasando.
Lo peor de todo era que no se sentía cínico. Creía sinceramente que me estaba ayudando, que hacía lo posible por no dejarme tirado. No se daba cuenta de que me regalaba con admirable generosidad lo que nunca ha sido suyo.
- Será mejor que decidan ellos -opiné.
Me miró desairado, también con un poco de lástima. Meneó la cabeza, entristecido, como quien ha hecho t lo que podía para ayudar a un amigo que no se deja.
- Está bien, si es eso lo que quieres. Pero no me gusta que acabemos así.
Francamente, Ricardo, desde hace un tiempo no te reconozco. La verdad es que de esta manera no podíamos seguir juntos.
Al fin y al cabo sí tenía estupendas noticias para mí. No dejaban de serlo que se fuera con su suegro o que después de tantos años no me reconociera.
Yo tampoco me reconocía en la tranquilidad con que acepté cerrar el bufete.
Le dije que quedaba todo en sus manos, que confiaba en él, y me fui del bar sin haber probado el whisky.
Camino de casa hice algunas llamadas para sondear a los clientes. Tal como había supuesto, mi socio se había anticipado, al fin y al cabo era su especialidad. Todos habían recibido una carta en la que les comunicaba que desde aquel momento yo dejaba de representarlos y pasaba a hacerlo él en solitario. No le desmentí. Que apelasen una y otra vez, hasta el tribunal de Estrasburgo. Que triunfasen con él.
En mi piso me esperaba el silencio velado de una pecera vacía. La nota estaba donde yo la dejara, pero Clara había pasado por allí. Se había llevado todas sus cosas y hasta alguno de los muebles, incluido el sofá donde siempre se tumbaba al llegar del trabajo. Había extremado el celo en escoger aquellas cosas que el uso cotidiano había decantado de su lado, ignorando las que hubiéramos ompartido plenamente, como la cama. Era una selección que c dejaba patente la consumación de la ruptura y que le ahorraba tener que explicarse. En el fondo, aquello era mejor que una conversación en la que yo no iba a tener ninguna oportunidad. Por encima de todo, Clara era una persona honesta. Nunca me habría humillado más de lo necesario. A eso respondía que hubiera aprovechado mi ausencia para marcharse definitivamente.
Sentado en la cocina, comprobé que había sido generosa. Había dejado la nevera, mi ventana a paisajes desolados, pero se había llevado el microondas, que sólo ella utilizaba. Debía reconocer que, a diferencia de mi socio, se había ido sin coger nada que no fuera suyo. Pero no podía dejar de pensar que había bastado que me ausentara unos días para que mi mundo se viniera definitiva- mente abajo, como si todos los que me rodeaban hubieran estado esperando a que me distrajera un instante para salir corriendo. Parecía que hasta aquel día hubiera vivido en falso, rodeado de personas que sólo desearan escapar. Quizá fue aquello lo que acabó de decidirme.
Llené con mis cosas un par de maletas que Clara no se había llevado. Hasta para eso había sido meticulosa. Cargado con ellas, dejé mi piso y fui a un hotel en la esquina opuesta de la calle. Cogí una habitación, pero no deshice el equipaje. Puse en marcha el televisor para que me hiciera compañía y abrí las cortinas. Desde allí se veían las ventanas de mi casa, oscuras como pozos. Me sentí infinitamente lejos del que era yo unos minutos antes, como quien rememora, tanto tiempo después que le cuesta identificarse con sus propios recuerdos, su vida en otro país.
Sin apartarme de la ventana llamé por teléfono a Cristina. Le dije que se preparase para viajar al día siguiente. Ella debió de comprender que algo importan había sucedido, porque no se quejó de mis prisas. Luego marqué el número del bar y pedí a Roberto que su hija viniera a recogerme por la mañana. Y entonces sí; busqué en el minibar un botellín de whisky y me lo bebí tumbado en la cama. Con el último trago acompañé pastilla para dormir.
Cristina aguardaba ya con dos grandes maletas a la puerta de su casa. En cualquier otra situación habría sido asombroso que no nos hiciera esperarla un buen rato, pero aquel día debía de sentirse insegura o bien desconfiaba de mi impaciencia. De pie en el bordil o de la acera, con las manos cruzadas sobre el regazo y flanqueada por su abultado equipaje, se la veía dispuesta a poner orden en su familia si se hacía necesario, pero también a no quedarse sola si finalmente era cierto que Tomás y yo habíamos empezado a cambiar. A Cristina no le gustaba dejar pasar las oportunidades. Hacía años que nuestra familia pedía a gritos un golpe de timón, y no iba a quedarse ella al margen si la huida de mi padre lo hacía posible.
Contempló con semblante impasible el Mercedes que se detenía ante ella interrumpiendo el tráfico.
- Hola, bonita -saludó a María sin dejarse sorprender ni por el taxi ni por la conductora.
Debía de considerar que era un coche bastante apropiado para ella, lo que no dejaba de ser cierto. Llevaba un trench de color verde jade que se quitó para entrar en el vehículo, mientras yo cargaba sus cosas en el atestado maletero. Era un día velado de primavera. El sol saturaba el aire de humedades que se evaporaban de las calzadas y los tejados, envolviendo a la ciudad en su propio aliento.
Cristina parecía haber planificado bien la aproximación a su marido.
Ya en la autopista me dijo que no que ría instalarse en la fonda con nosotros. Prefería hacerlo en algún lugar de la costa. María, que hacía ya rato se d. vertía muchísimo con ella y la miraba embelesada por espejo retrovisor, le ofreció l evarla a un hotel sobre misma playa, junto a las ruinas de la ciudad griega.
Cristina la había estado interrogando mientras salíamos de Barcelona. A aquellas alturas ya sabía que era la hija del dueño del bar, que le atraía la ciudad pero le daba miedo, que tenía un gato llamado Gato y que estaba a punto de casarse con un jardinero que en invierno trabajaba a veces de albañil. Incluso había sacado de la guantera la revista con su peinado de boda para enseñárselo, a lo que mi madre había contestado que ni loca se hiciera aquello en el pelo, que con aquel moño parecería una cantamañanas, y que ella le enseñaría un corte que la haría aparecer ante todos fresca y seductora, pero no majadera. «No puedes iniciar tu matrimonio renunciando a lo que eres», había sentenciado Cristina mientras la chica se mostraba cada vez más dispuesta a ponerse en sus manos, paseándose gozosa y desinhibida por las afueras de su intimidad.
Una vez encarrilado el tema de la peluquería y aclarado el destino de mi madre, ésta se dedicó a mí, por desgracia. Se arrellanó en el asiento y apoyó sobre mi pierna una mano conciliadora.
- Ayer por la noche hablé con Clara -me dijo, sin importarle que María nos oyera.
Ignoró el gesto de apremio con que intenté acallarla.
- No creo que haya solución, al menos por el momento. Me dijo que te habías vuelto huraño, que vivía sola junto a ti y que ya no podía soportarlo.
Clara había sido benévola con Cristina. No le había explicado que tenía más motivos por los que quejarse: el agotamiento enfermizo que me causó ver hundirse a mi padre, rescatarlo del horror una y otra vez sabiendo, con el dolor que aquello implicaba, que yo nunca podría llenar el vacío que lo llevaba a destruirse. También el recuerdo amargo de David y la desesperación de perder a Susana. Clara era consciente de que la mujer de mi hermano había sido tan importante para mí que no había sabido cómo encauzar mi relación con ella, cómo no estropearla. Una noche, como si me contara un chiste, Clara me había dicho que se había convertido en el apeadero de mis ilusiones. Lo había dicho con entonación humorística, pero a continuación había dejado escapar una risa herida, risa de mujer abandonada. Aquella noche comprendí que no habíamos podido saciarnos el uno al otro, llenar por completo las expectativas que nos habían animado a estar juntos. Acabé dejándome llevar sólo por las mías, y al final le reproché, alzando demasiado la voz, que yo también tenía necesidades sin cubrir. Fue el triunfo definitivo de las carencias. Como la ola gigante de un maremoto arrasaron todo y se l evaron por delante lo que había sido nuestra relación, pero también lo que pudo l egar a ser. Nos quedamos flotando en la orilla de todas aquellas turbulencias, rodeados de trastos y muebles abandonados entre los que continuábamos viviendo, acostumbrados a los vaivenes de la marea.
El hotel que había elegido María para mi madre estaba sobre la misma playa. Era un edificio de antes de la guerra, alargado y de sólo dos plantas, con una gran terraza frente al mar. En el piso superior se abría una galería de arcos que daban a las habitaciones, y la fachada estaba coronada en su parte central por un rosetón con el año 1927 en relieve pintado de añil.
Tenía un agradable aire de balneario decimonónico.
A Cristina le gustó su habitación, desde la que se veía toda la bahía y, al otro lado del mar, el pueblo de Roses entre la bruma. Sin embargo, palpó la cama con evidente disgusto.
- Pediré que me la cambien por otra -dijo-. Ya puedes irte, Ricardo. No ocultes a mi marido que estoy, aquí, pero tampoco le animes a venir.
Bajé a recepción, aunque no me fui del hotel. La vista desde allí era tan agradable que resultaba difícil resistirse a disfrutar un rato de ella. Invité a María a sentar conmigo en la terraza, lo que hizo la chica con cierto retraimiento. Se la veía expectante y un poco rígida, pero no alterada, como si estuviera en el banco de una iglesia. Me miró con timidez y me dijo que mi madre era una mujer muy interesante. Llegó el camarero y le pedimos algo de aperitivo.
La chica continuaba dirigiéndome miradas fugaces. Para ponérselo fácil me entretuve contemplando la playa desierta, cerrada a ambos lados por salientes rocosos en los que batían suavemente las olas.
- No he podido evitar oír que está usted separado -se disculpó, tras un largo silencio-. Debe de ser difícil acostumbrarse a estar solo otra vez.
Me volví hacia ella. María me aguantó unos instantes la mirada, pero luego, tanteando un poco, como cegada por el sol, cogió su vaso para dar un sorbo del refresco. Pensé que le preocupaba que el matrimonio rompiera para siempre su equilibrio, que en adelante le fuera imposible recuperarlo. Era eso lo que la preocupaba.
- Es una situación extraña -le contesté-. No creo que pudiera volver con Clara, pero tampoco me acostumbro a estar sin ella. Por el momento todo es provisional. Supongo que es mejor eso que convertirse en un huraño.
En los labios de María se dibujó una sonrisa de asentimiento, pero al instante recuperó la seriedad. Bebió otro sorbo con gran concentración, como si se propusiera desentrañar la fórmula del refresco. Andaba a vueltas con una idea.
- A veces pienso que la gente no debería vivir con nadie - aventuró con la voz encogida-. Pero entonces veo esas fotos de matrimonios en la cama, con niños que saltan en el colchón y se mueren de risa, y pienso que no tenemos derecho a ser felices a costa de robarles a otros su felicidad.
Me llevé una aceituna a la boca pensando que a muchas personas les sucedía aquello. Hacían felices a otras renunciando a serlo ellas mismas. Siempre creí, o quise creer, que había algo de eso en Susana, y no porque ella diera la menor muestra de que fuera así. Pero la alegría de David era demasiado constante para no ser a veces fingida. Mi hermano tenía que pasar necesariamente por momentos difíciles, aunque no se permitiera compartirlos con nadie. Sin embargo, con su mujer tenía que ser distinto. Ella debía de vivirlos con él, como Clara lo hacía conmigo. Me atormentaba saber que Susana tenía que saber cómo era David en realidad, por mucho que le siguiera el juego y se mostrara plenamente feliz a su lado, encerrados ambos entre los paredones de aquella alegría en la que yo no acababa de creer. No hay peor sufrimiento que el que no puede exteriorizarse. A mi hermano era inútil preguntarle si tenía problemas, sobre todo en los últimos tiempos. Cambiaba de tema, se reía, se me abrazaba y explicaba a quien quisiera escucharle que me quería más que a nadie en el mundo. Con Susana sí pude hacerlo. Fue durante un fin de semana de invierno que pasamos los cuatro en la montaña. Un anochecer la encontré apoyada en la balconada del hotel. Clara estaba en nuestra habitación vistiéndose para la cena, y David había salido a dar un paseo por la nieve.
Estaba Susana tan abstraída que no oyó mis pasos sobre el terrazo. No se dio cuenta de que yo estaba allí hasta que me apoyé a su lado. Rocé su hombro con el mío y le pregunté cómo estaba. Entonces se volvió hacia mí con una mirada en la que me pareció descubrir una infinita tristeza. «Estoy bien, razo- nablemente bien», me contestó. Noté en la cara el vaho que brotaba de su garganta, su humedad interna, como lágrimas evaporadas. Y cometí el error de mirarle los labios. A punto estuve de besarla. Ella pareció advertid porque se enderezó, separándose un poco de mí, y dijo que entráramos en el hotel, que empezaba a hacer frío. La seguí al interior pensando que acababa de librar me de lo que podía haber sido un impulso difícil de asimilar. Y no sólo porque Susana fuera la mujer de mi hermano. Aquella tarde había hecho el amor con Clara, nos habíamos dormido abrazados, y por primera vez en bastante tiempo había tenido la sensación de estar haciéndola feliz.
- ¡Vaya! -exclamó María, mirando con sorpresa por encima de mi hombro.
Cristina cruzaba la terraza por detrás de mí. Iba en bañador, una toalla sobre el hombro y en la mano un capacho del que sobresalían periódicos y revistas.
Se había recogido el pelo con la ayuda de un pasador.
- ¿No os habéis ido aún? -preguntó al pasar a nuestro lado, aunque sin detenerse.
Descendió las escaleras en dirección a la playa.
- Tengo tu teléfono -le dijo a María desde la arena-. Te llamaré cuando te necesite. Y tú, Ricardo, pásate a verme de vez en cuando y dame noticias de mi marido.
La vimos alejarse hacia la orilla. Extendió la toalla y dejó a su lado el capacho, pero no se tumbó. Siguió hasta meter los pies en el mar. Allí se detuvo unos instantes, se agachó para mojarse la cara y el escote. El agua tenía que estar excesivamente fría para bañarse, pero Cristina nunca se había dejado arredrar por nada. Si los elementos se conjuraban en su contra, seguía adelante hasta demostrar que era imposible detenerla. En el fondo, le gustaba ponerse o que la pusieran a prueba. Con mi madre habría sido una verdadera provocación trazar una raya en el suelo y prohibirle pasar al otro lado. El mar era una raya que se había propuesto cruzar, sólo eso.
Avanzó con paso decidido, abriendo el agua con las piernas. Luego se sumergió con suavidad y comenzó a dar lentas brazadas. Al poco se encontraba lejos de la costa, su moño con el pasador como una boya perdida en el mar. Se la veía insoportablemente sola allí, mucho más de lo que pudiera haber estado en cualquier otro lugar. Aquello me hizo sentir un impulso de protección hacia ella, incluso el temor de que su baño pudiera esconder una decisión bien distinta y terrible: la de reafirmarse en su soledad, negarse a cambiar con Tomás y conmigo, abandonarse definitivamente sin importarle que viéramos cómo lo hacía. Cristina era capaz de aquello y de mucho más. Me puse en pie, asustado. Pero en aquel momento se dio la vuelta para regresar a la orilla y me saludó con la mano. María la saludaba también, agitando un brazo en el aire y dejando escapar una risa fresca que acabó de aplacar mis temores.
«Todo es normal -me dije-, todo es normal.» Entré en el hotel para pagar el aperitivo. Al dirigirnos hacia el coche miré por última vez hacia la playa.
Cristina ya estaba tumbada en la toalla, tomando el sol.
Cuando llegamos a la fonda, la encontramos sumida en una gran actividad. Había varias furgonetas aparcadas a la sombra de los árboles, y a un lado de la casa se amontonaban materiales de trabajo. Se oían voces y el ruido de un motor en la parte de atrás, junto al río. Dejé las maletas a un lado de la puerta y me encaminé hacia allí.
Nada más doblar la esquina encontré al prometido de María rodeado de macetas con acantos, glicinias y rosales. Apoyado en una mesa improvisada con tablones, estudiaba un plano del jardín en el que reconocí de inmediato los trazos de mi padre. Más abajo, un operario enlosaba con baldosas de barro el suelo de la glorieta mientras otro, envuelto en una nube de polvo de óxido, limpiaba con una pulidora los hierros que se alzaban ingrávidos hacia el cielo. La glorieta era una delicada estructura que se sostenía en equilibrio como el esqueleto fragilísimo de un paquidermo. Habían desbrozado la ladera que descendía hacia el río, y flotaba en el aire penetrante aroma vegetal.
Saludé al jardinero. Él me hizo un gesto con la mano sin distraer la atención del plano, pero no aprecié nada inamistoso en su actitud. Le pregunté por Tomás.
- Ha ido a ver a la italiana. Regresará a media tarde.
Aquello era lo que más le había gustado siempre a padre:
abrir muchos frentes, poner en marcha equipos d albañiles, fontaneros y pintores, volar de un lado a otro resolver problemas sobre la marcha y pasarse las noches. reorganizando los espacios en su mesa de arquitecto. Le entusiasmaba llegar a una obra atestada de trabajadores y pasear entre ellos comprobando que todo se l evaba adelante según sus directrices. Lo hacía con la misma actitud, de relajación gozosa, con que entraba en los restaurantes. David y yo le habíamos acompañado de niños algunas veces. Y nos dábamos cuenta de que su apariencia distendida no engañaba a los obreros. Se atolondraban cuando él pasaba por su lado, rehuían su proximidad, le temían. Tomás nos obligaba a ponernos los cascos de protección, que nos bailaban en la cabeza como una cáscara de huevo sobre un fósforo. Durante un rato nos dejaba saltar por encima de las zanjas. Pero antes o después algo no le gustaba en la obra y le cambiaba el semblante, se le aceraban las pupilas y nos echaba de allí. «Esperadme en el coche! - gritaba-, ¡venga, largo!» Y nosotros, sabiendo que nos ponía a salvo de su ira, echábamos a correr hacia el flamante Senator que permanecía aparcado a la vista de todos, la carrocería de color verde metalizado, como musgo bañado en plata, atrapando los rayos del sol. Entonces se oían a lo lejos las voces de nuestro padre y David ponía en marcha la radio sin importarle no haberle pedido permiso. «A lo mejor se enfada», dudaba yo… Pero, casi al instante: «Busca música. A que no en- cuentras nada de Los Beatles».
Cuando fui al bar a comer era tan tarde que se había del fondo para mí, no sin antes advertirme, como una madre que se queja de forma rutinaria, que nunca más lo haría. Comí flanqueado por los estantes de periódicos y revistas, sin importarme estar solo.
No lo estaba, en realidad. Desde allí veía la cocina donde Irene trasteaba, y tanto ella como Roberto, desde la barra, me dirigían a menudo la palabra. Hablaban conmigo como si el bar fuera su casa y yo un invitado con el que se hubieran acostumbrado a convivir.
Marcelo llegó cuando ya estaba tomando el café. Esperó, tamborileando con los dedos sobre la barra, a que Roberto le sirviera una infusión de manzanilla, y se sentó conmigo sin pedirme permiso. Me miró largamente con sus ojil os achinados. Nunca hasta aquel momento había estado a solas con él, y eché en falta a Tomás. No habría sabido cómo responderle si hubiera comenzado con sus elucubraciones literarias. Pero Marcelo, aquella tarde, demostró que no las necesitaba, por lo menos para hablar conmigo.
- ¿Has pasado por la fonda? -me preguntó-. ¿Has visto a mis chicos? Hay que aprovecharlos ahora. Pronto estarán trabajando para la señora Baldova.
Le contesté que había visto las obras en el jardín, pero que Lola había desaparecido. Después de recorrer los bajos del edificio sin tropezarme con nadie, había tenido que dejar las maletas escondidas tras el mueble-bar del vestíbulo.
- Ha ido a comprar vajilla para la fiesta. Mañana inauguramos la glorieta.
Se atusó con una mano los pelos de la cabeza, que reaccionaron como alambres y se irguieron al instante. Por la expresión de su cara se habría dicho que se divertía tanto en aquel momento como cuando inventaba palacios en Madagascar. Pero aquel día no me hablaba de palacios africanos, ni me intentaba convencer de que el mundo era un batiburrillo incomprensible, ni hacía alarde de su cultura caótica y destartalada.
Era un hombre normal sentado a una mesa tomando una infusión. Y me observa con una intensidad extraña, como si el raro fuera yo y se preguntara hasta qué punto podía fiarse de mí.
- Tu padre es un hombre admirable. Financia el arreglo de la glorieta con parte del dinero que cobró por nuestras obras, pero se arriesga demasiado. Si continúa así acabará enamorando a Lola.
No era un problema grave. A Tomás le gustaba enamorar a las mujeres, y en este punto tampoco le molestaba batirse en muchos frentes. Ni siquiera se mostraba quisquilloso eligiéndolas, ni por lo general reclamaba otro botín que el saber que continuaba con ellas cuando se quedaban solas. En cierta manera, mi padre se consideraba un reflejo de los pensamientos femeninos. Le atraía mucho más la imagen atesorada en la memoria de sus admiradoras que la que pudiera encontrar ante el espejo. Consideraba la primera un lugar seguro y fiable, además de mágico. Y con Lola y su glorieta no hacía en el fondo nada distinto de lo que siempre había hecho:
buscar un rincón cálido para habitarlo con ella.
- ¿Vais a hacer una fiesta? -le pregunté.
Marcelo se frotó las manos y asintió con vehemencia.
- Mañana por la noche -su vocecilla, tonificada por la ilusión con que de pronto hablaba, sonaba con la melodiosidad de un clarinete-. Tu padre quiere que Lola se olvide del atraco. Ha encargado canapés y pastelitos, y traerá un grupo musical. Tendremos que improvisar una tarima. A ver cómo lo hacemos.
Pensé en Cristina, en su pasión por el baile y por la vida social. Acababa de encontrar la manera de reunirla con Tomás sin que se vieran obligados a enfrentarse a la incomodidad de las primeras palabras. Una fiesta era el lugar idóneo para que volvieran a verse después de tanto tiempo.
Marcelo interrumpió mis pensamientos poniéndose en pie.
Me dijo que iba a adecentar un poco su casa y a regar las plantas. Se había quedado solo por un tiempo. Aquella mañana habían ingresado a Paquita en el hospital.
Antes de que yo pudiera interesarme por ella, extendió una mano rechoncha y sosegada.
- No es nada, el hígado. Le ha sucedido otras veces. No se mueve de la silla y se ríe demasiado. Pero eso es lo que a ella le gusta… Ya está bien así.
Se alejó hacia la puerta. En el momento de salir se volvió por última vez, como si hubiera olvidado algo.
- Qué solo te quedas cuando estás enfermo… ¿verdad? - me dijo.
Su cara risueña se vio ensombrecida por una sombra de melancolía.
- Poca gente sabe cómo fue Paquita en sus buenos tiempos.
Lo peor de llegar a viejo es que empiezan a olvidarte sin que te hayas ido.
Salió del bar y se alejó con la cabeza hundida entre los hombros. Tuve el primer impulso de ir tras él, pero me quedé sentado delante de la taza vacía de café pensando que mi padre, el hombre que se había inventado una nueva vida, jamás habría dejado irse solo a Marcelo.
Lola ya se encontraba en la fonda cuando regresé. Tenía un aspecto penoso. El labio superior, cosido con cinco puntos de nudos renegridos, se le arqueaba en un involuntario gesto de asco que le dejaba al descubierto la dentadura demediada, y el resto de la cara se la deformaban burujones cárdenos. Pero no parecía malhumorada. Incluso se alegró al ver que mi equipaje había crecido considerablemente, aunque no me hizo preguntas. Se limitó a instalarme de nuevo en la misma habitación que dejara dos días atrás. Tampoco hubo cóctel de bienvenida. Tenía demasiados asuntos que atender. Me quedé a solas en aquella habitación, que había empezado a asimilar como propia en la misma medida en que me sentía extraño en mi casa de Barcelona. Me entretuve un rato viendo desde la ventana trabajar al prometido de María.
Hice una siesta larga, cabezona, una de esas siestas dé sueños confusos que nacen de la memoria pero que no dejan registro en ella, sólo un profundo malestar de la conciencia. Me despertaron voces en el jardín. Al levantarme de la cama reconocí entre ellas la de Tomás, que se alzaba por encima de las otras.
Pero, a diferencia de cuando trabajaba en Barcelona, no había ira en su ento- nación. Me asomé de nuevo a la ventana y lo vi junto a Marcelo, la mano en alto, gritando algo a los hombres que trabajaban en la glorieta. Luego pasó el brazo por los hombros del constructor y se agachó un poco para hacerle una confidencia al oído, que Marcelo celebró batiendo con fuerza las palmas. Los dos hombres se echaron a reír, Marcelo con las manos en los riñones, mi padre apoyándose en las rodillas. Parecían dos viejos que se divirtieran haciendo ejercicio.
Bajé a reunirme con ellos. Tomás, avisado de mi regreso por Marcelo, me recibió sin ninguna sorpresa y quiso enseñarme las obras. La glorieta, que debía de tener más de un siglo, empezaba a recuperar su antiguo esplendor. El enlosado del suelo ya estaba acabado. El albañil había dejado paso a los electricistas, que instalaban las tomas de luz. Un magrebí muy joven, subido a una escalera, trataba con aceite la exuberante forja, libre ya de herrumbre y telarañas. Al despejar la ribera de matojos y zarzales habían aparecido en la orilla docenas de calas, semihundidas en las aguas mansas. Un poco más arriba de la corriente se alzaba la plantación de marihuana, y más allá las palas inmóviles del molino, desencajadas, cuando no rotas y extraviadas como los dientes de Lola.
Pasamos la tarde ayudando en las obras y realizando diversos encargos que nos fuimos distribuyendo. Yo me entretuve un rato echando una mano al prometido de María, que, pese a que trabajaba con una constancia mecánica en la que no cabía un momento de respiro, no daba abasto con las podas y plantaciones. Marcelo, mientras tanto, conseguía que el alcalde del pueblo se comprometiera a instalar por la mañana una tarima para la orquesta, y a proveernos de las mesas que guardaba en el almacén del consistorio para las fiestas vecinales. Lola lavaba y disponía la cristalería en las mesas del comedor con la única ayuda de su bandejita metálica, como quien se propone vaciar un océano con una cáscara de nuez. Y Tomás se perdía por el pueblo en busca de un equipo informático para elaborar un pasquín con el que convocar a todo el pueblo a la inauguración que ya se nos echaba encima. El atardecer nos sorprendió a mi padre y a mí enganchando los carteles por las paredes, en las señales de tráfico, y en las puertas del bar y de las escasas tiendas que encontrá- bamos por las calles. Tanta actividad me permitió distraerme de mi situación, que no quería convocar en la memoria ni mucho menos plantearme por el momento. Cuando uno se ha quedado sin mujer, sin trabajo y hasta sin coche, plantar una glicinia y orientarla para que ascienda por las pilastras de hierro, o Colgar carteles de convite en un pueblo casi desierto, es seguramente lo mejor que puede hacer.
De regreso a la fonda, ya de noche, encontramos la casa en silencio y la glorieta iluminada por una bombilla solitaria. Lola había preparado una mesa sobre el enlosado nuevo, con mantel de lino y vajilla antigua que había tomado prestada de su comedor privado. Los platos, de factoría sevillana, lucían dibujados en su fondo ramos de gardenias para acoger la comida, junto a algunos ocasionales desconchones de la loza, y las copas de cristal tallado tenían un ribete de oro en los bordes para llevarse el lujo a los labios, que es donde mejor se aprecian los muchos placeres de la buena vida. En el aire flotaba un penetrante aroma de tierras y plantas removidas, como después de un chaparrón, aunque en aquel caso el causante fuera el prometido de María.
La noche era seca, con una brisa fresca y afelpada que erizaba la piel y despertaba escalofríos en los riñones.
Encontramos a Lola en su exigua cocina. Nos recibió con cajas destempladas, como a dos chiquillos que llegaran tarde a la cena por entretenerse jugando, lo que no dejaba de ser curioso teniendo en cuenta que nunca hasta entonces había cocinado para nosotros. Nos envió a nuestras habitaciones en busca de jerséis con los que protegernos del relente, y en cuanto aparecimos de nuevo por sus dominios nos despachó a la glorieta con una botella de vino y un sacacorchos. Tomás, que se había puesto su chaqueta de hacendado rural y en el cuello un pañuelo a lo Ramiro Fontanil a, avanzó por el jardín sopesando la botella con satisfacción. Era un buen vino. Lola quería agasajarnos.
Al poco apareció la mujer con una fuente humeante. En la oscuridad del jardín parecía un barco de vapor que cruzara el mar en mitad de la noche. La dejó con cuidado sobre la mesa, tomó asiento con nosotros y se echó por los hombros un chal que había traído colgado del brazo. Nos dirigió una sonrisa complicadísima, y hasta un poco siniestra por culpa de los costurones en el labio. Pensé que, tal como estaba, con aquella luz cenital que le clavaba la sombra al suelo, habría inspirado a Goya uno de sus mejores retratos.
Cenamos espalditas de cordero al horno con patatas y abundantes hierbas del campo. Un plato excelente que habría resultado excesivo de no ser por el cansancio que habíamos ido acumulando a lo largo del día. No hablamos mucho, pero sin que ello nos incomodara, como una familia que trabaja unida y que no se siente obligada a comunicarse en los momentos de descanso. De hecho mi padre, aunque comía y bebía con apetito, parecía encogerse poco a poco bajo la chaqueta, como si el esfuerzo de esos días le hubiera menguado las carnes. Lola, consciente de lo que estaba haciendo por ella, no le permitió moverse de la mesa cuando acabamos. A mí sí me dejó ayudarla a recoger los cubiertos y la fuente, que abandona- mos en su destartalada cocina entre los sacos de abonos y las herramientas. Regresamos a la glorieta con un cuenco de fresones y una botella de cava.
Fue después de tomar el postre, con las copas veladas por el frío espumeándonos entre los dedos, cuando Lola acomodó el culo en la silla, se llevó una mano al escote y nos preguntó, como muestra indiscutible de confianza y amistad:
- ¿Les apetece un porrito? No le molesta si me lo fumo, ¿verdad, don Tomás? Mi padre negó de buen grado con la cabeza. Lo que Lola sacó de entre sus ropas ofendía al diminutivo. Era un caliqueño blancuzco, atrompetado, de proporciones inmensas. Al encenderlo se llenó el aire de un aroma que ya de por sí embriagaba. Nos lo pasamos de uno a otro muy ceremoniosamente, como si aspirásemos la pipa de la paz con aquella mujer apaleada. A mí me hizo un efecto inmediato, sumándose a los del vino y del cava, por lo que la cabeza empezó a darme vueltas. Mi padre se había recostado en el respaldo de la silla, como buscando apuntalarse, con los ojos invadidos por una inusitada placidez.
Lola, que había preparado a conciencia el escenario, se atrevió entonces a trasladar a palabras sus sentimientos.
- No sabe lo importante que es para mí todo esto -dijo, mirando a mi padre-. Le estaré agradecida toda la vida, don Tomás.
Mi padre palpó el aire con la mano, como acallando los aplausos. Había llegado el momento de dejar caer la bomba.
Hasta entonces no lo había hecho por indecisión, o por estar ocupados con otras cosas, o por el placer insano de buscar la máxima sorpresa. Pero en aquel momento, aunque resultara cruel, era importante evitar que Lola se encariñase demasiado con mi padre. En la cabeza me resonaba la advertencia de Marcelo.
- Cristina está aquí -solté, como quien acciona un detonador.
Tomás brincó en la silla y miró a su alrededor, hacia la oscuridad del río y del jardín.
- ¿Dónde? ¿Dónde está? -En un hotel de la playa. Esta tarde he hablado con ella por teléfono. Vendrá mañana a la fiesta.
Mi padre volvió a desinflarse en la chaqueta y hundió la barbilla en el pañuelo, pero la cara se le iluminó con una sonrisa de íntimo convencimiento, su sonrisa de jugador.
- Creo que está celosa -concluí, por decirle la verdad y por no robarle al placer que sentía ninguno de sus matices.
Pasaron unos segundos suspendidos en el aire, como cuando una orquesta acaba uno de los movimientos. Entonces, desde El grupo musical llegó al atardecer. Se llamaba Fantasía y lo más profundo del pecho de Tomás brotó un gemido lo formaban dos hermanos gaditanos y una muchacha de formas voluminosas que caminaba con los brazos ex- apagado, que se transformó en lo que parecía un ataque de tos tendidos a ambos lados y una imborrable sonrisa funcio- y desembocó en una carcajada. Mi padre se tronchaba de risa.
narial, tal como más tarde bailaría en el escenario. El al- A mí, ebrio como estaba, se me contagió de inmediato. Hasta calde había cumplido con su palabra. A mediodía, poco Lola, que no sabía de qué iba la cosa y que inhalaba del porro antes de la hora de comer, los dos concejales del pueblo habían llegado a la fonda en un camioncito lleno de ta- con afán incontenible, como si allí y no en el aire estuviera el blas, y en poco rato, con mi ayuda y la de los escasos ope- oxígeno que la mantenía viva, se sumó con entusiasmo a las rarios que quedaban por allí, habían montado un entari- risas. Comenzamos los tres a desternillarnos sin que nada mado para los músicos adosado al muro posterior del pudiera detenernos, y quizá fuera por eso, por los efectos de edificio. Era una estructura endeble, pero aseguraron que cogería consistencia cuando cargara con el peso de tanto estimulante, porque llevaba tiempo sin encontrar motivos los altavoces y demás instrumentos del grupo. Traían para la risa, porque me sentía estupendamente bien en aquella también los concejales unos tableros que cumplirían la glorieta restaurada y no me importaba un comino lo que función de mesas y que resultaron más endebles aun que el pudiera ser de mi vida, que me acordé de Paquita y su botella escenario, pues los caballetes que los sostenían se adap- taban con dificultades a las irregularidades del terreno.
de anís oculta entre las hojas de la hortensia. Si era eso lo que El resultado fue de una fragilidad alarmante pero sin nos gustaba, ya estaba bien así. ¡Que trabajen los motores! duda festiva, a lo que contribuían las hileras de farolillos que habíamos colgado entre los árboles y que, como lu- ciérnagas orondas, a medida que anochecía parecían ir absorbiendo la luz declinante del sol.
Lola había pasado la mañana preparando una san- gría de aspecto nauseabundo en grandes bidones de plás-
El grupo musical llegó al atardecer. Se llamaba Fantasía y lo formaban dos hermanos gaditanos y una muchacha de formas voluminosas que caminaba con los brazos extendidos a ambos lados y una imborrable sonrisa funcionarial, tal como más tarde bailaría en el escenario. El alcalde había cumplido con su palabra. A mediodía, poco antes de la hora de comer, los dos concejales del pueblo habían llegado a la fonda en un camioncito lleno de tablas, y en poco rato, con mi ayuda y la de los escasos operarios que quedaban por allí, habían montado un entarimado para los músicos adosado al muro posterior del edificio. Era una estructura endeble, pero aseguraron que cogería consistencia cuando cargara con el peso de los altavoces y demás instrumentos del grupo.
Traían también los concejales unos tableros que cumplirían la función de mesas y que resultaron más endebles aun que el escenario, pues los caballetes que los sostenían se adaptaban con dificultades a las irregularidades del terreno.
El resultado fue de una fragilidad alarmante pero sin duda festiva, a lo que contribuían las hileras de farolillos que habíamos colgado entre los árboles y que, como luciérnagas orondas, a medida que anochecía parecían ir absorbiendo la luz declinante del sol.
Lola había pasado la mañana preparando una sangría de aspecto nauseabundo en grandes bidones de plástico, que iba acumulando en la cocina entre las cajas de herramientas. Vistos así, los bidones parecían contener aceite usado de motores. Pero, por mucho que lo intenté, no conseguí convencerla de que los invitados preferirían beber vino o cerveza debidamente embotellados.
Se había gastado parte del dinero que le había prestado mi padre en dos poncheras que había encontrado de oferta en el supermercado, y no estaba dispuesta a dejarlas arrinconadas una vez hecho el gasto. Sólo detuvo su frenética actividad para recibir a un par de chicos del pueblo, que llegaron en sus motos y a los que despachó tras entregarles los fajos sobrantes de los carteles que hiciera Tomás. Cuando le pregunté adónde los enviaba, soltó un bufido y me contestó que las que más merecían disfrutar de la fiesta eran sus clientas desperdigadas por la carretera, que eran a fin de cuentas quienes le daban de comer y que serían también las que acabarían consiguiendo que la inauguración de la glorieta no fuera tan aburrida como los bailes que se hacían en el pueblo. No me atreví a avisarla de que, en caso de que las prostitutas aceptaran su invitación, corríamos el peligro de que el pueblo nos diera la espalda. Tampoco quise pensar demasiado en la posibilidad de que viniera la del vestido de color pistacho, lo que me obligaría a pasar aquella noche, la noche en que por fin iban a reencontrarse mis padres, eludiendo las miradas de complicidad con que ella me obsequiaría. Una mujer, y no sólo las prostitutas, siempre es sensible a los hombres a los que gusta. Así que, por distraer los pensamientos, me concentré en prestar mi ayuda en los preparativos, sin saber que aquella fiesta acabaría, precisamente por culpa de las sensibilidades de cada uno, de una forma mucho más engorrosa de lo que podía imaginar.
La orquesta Fantasía demostró ya en los ensayos que se bastaban ellos tres para extender su sonido por toda la comarca. El secreto estaba en las dos enormes torres de megafonía que instalaron a ambos lados del endeble escenario. Uno de los gaditanos manipulaba un teclado con música pregrabada que continuaba machacando las me- lodías aunque él se detuviera para encender un cigarrillo, lo que hacía a menudo, mientras su hermano lo acompañaba sentado ante una batería que parecía la caja de los truenos. Pero lo más asombroso no era eso, sino la muchacha, que de natural tenía una voz dulce y aterciopelada pero que, en cuanto los altavoces la amplificaban y ella se dejaba l evar por el entusiasmo artístico, mostraba una sorprendente y muy molesta tendencia al berrido que acababa convirtiéndose en una especie de posesión demoníaca, acentuada por la postura crucificada de sus brazos y el frenesí con que movía las carnes. Con todo, aquella maquinaria estruendosa invitaba a bailar una vez se ponía en marcha, aunque sólo fuera por aplacar la crispación que provocaba en el sistema nervioso.
- Son muy buenos -dijo Tomás, contemplando con evidente satisfacción los ensayos de la orquesta-. ¡Digo que son muy buenos! -repitió al ver que yo me llevaba una mano al oído-. ¡María ya habrá salido a por tu madre! ¡Voy a arreglarme! Subí con él a darme una ducha y cambiarme de ropa.
Cuando aparecí de nuevo por los bajos de la fonda encontré a Lola en la cocina fumando un porro para calmar los nervios. Se había puesto un vestido de encajes, de corte asombrosamente infantil, estampado con mariposas y margaritas. Enjuta como era, con aquellos pómulos demacrados llenos de moretones y el cigarro de marihuana entre los labios deformados por las coseduras, parecía prepararse para rodar una película de terror en la que las niñas se convertirían en muertas vivientes enormemente sicópatas.
Le dije que estaba muy guapa, pero ella meneó la cabeza con una mueca de escepticismo.
- No vendrá nadie -vaticinó, apoyando un codo famélico en el microondas-. En este pueblo no me quieren y la culpa es mía, por antipática.
- Claro que vendrán. La gente tiene ganas de divertirse.
Era un argumento demasiado vago para conseguir tranquilizarla, pero después de mentirle respecto a su aspecto físico no me había visto con fuerzas para engañarla también en lo relativo a su carácter. Pensé que muy probablemente anduviera en lo cierto. En el pueblo tenía fama de insociable, sin que ella hiciera nada por evitarlo. Más bien al contrario. Por poner un caso, muy pocas veces iba al bar y sólo para proveerse de revistas de cotilleo. Al entrar saludaba con un gruñido, sorteaba a los presentes en dirección al revistero sin mirar a nadie a la cara, y cuando Roberto le cobraba le decía «Tu mujer te da demasiado de comer, cada día estás más gordo», o algún comentario por el estilo, para encaminarse hacia la calle dejando en el aire la misma sensación de alivio que deja un tábano cuando encuentra la ventanilla abierta y escapa del coche en el que ha provocado el espanto. Hay cosas que ni las mariposas ni las margaritas pueden compensar.
Hasta aquel momento no se me había ocurrido que la fiesta pudiera ser un fracaso. Alarmado por la idea, salí por la puerta trasera a la explanada que caía en suave pendiente hasta la glorieta. La orquesta había acabado los ensayos y reinaba allí un profundo silencio. No había nadie, a excepción de unos camareros con chaquetillas blancas que preparaban las bandejas con croquetas y canapés. Habían instalado un jamón sobre una mesa iluminada por un foco, la pezuña negra alzada hacia el cielo, y junto a ella una paellera alimentada con butano. Pensé que Tomás había sido realmente generoso con Lola, y me inquietó la posibilidad de que pudiera llevarse un desengaño.
La verdad era que aquel espacio olvidado se había convertido en el lugar más agradable de la fonda. La glorieta, en la que habían instalado el bar, bril aba bajo la luz de los farolillos como un delicado homenaje a una vida sin prisas ni inquietudes, y tras ella discurría el río salpicado de flores blancas que resplandecían en la oscuridad. Había en el aire una fragancia de brotes tiernos y de tierras removidas.
Todavía era temprano para empezar a sufrir por la ausencia de invitados, pero aun así no pude evitar pasearme de un lado a otro inquieto por aquel silencio excesivo. Me preguntaba también qué diablos haría mi padre en su habitación, aparte de empaparse el cuerpo con agua de lavanda. Cuando, harto de esperar, me dirigía de nuevo hacia la casa para ir en su busca, apareció en la puerta con sus aires cachazudos de gastrónomo feliz, las manos a la espalda y la barbilla bien alta. Contempló con orgullo aquel entorno magnífico aunque solitario.
- Hace una noche estupenda -me dijo-. ¡Estamos de suerte! Me di cuenta de que Tomás, tal como había hecho a lo largo de toda su vida, no contemplaba siquiera la posibilidad de que algo saliera mal. En eso no había cambiado en absoluto. Me cogió del brazo en busca de apoyo, y yo evité plantearle mis temores mientras caminaba a su lado hasta la glorieta, donde llamó la atención de los camareros. Uno de ellos vino a la carrerilla y nos sirvió dos copas de cava. Tomás levantó la suya mirándome intensamente a los ojos. Había en los suyos una confianza y una tranquilidad que pocas veces había mostrado, y nunca en cualquier caso tan desprovistas de altivez, tan poco deudoras de su carácter autoritario. Parecía que mi padre hubiera establecido un pacto con el mundo que lo liberase de mantenerse a la defensiva y le permitiera confiar en los demás.
Se había vuelto peligrosamente accesible, pero de una manera consciente, premeditada. Y no había perdido por ello ni un ápice de su fuerza. Aquella noche iba a demostrarme que, pese a todo, llevaba la responsabilidad de mantener en pie a los suyos con mucha más elegancia que yo.
- Hijo -pronunció, solemne-, vamos a brindar tú y yo antes de que esto se llene de gente. Esta glorieta es mi primera obra en mucho tiempo. Es infinitamente más importante para mí que el palacio de Potala. Así que… ¡por la glorieta! Al entrechocar mi copa con la suya me sacudió por dentro un latigazo de satisfacción, la sensación inédita de haber alcanzado con mi padre un grado de intimidad que hasta entonces no nos había estado permitido. Por si eso fuera poco, él bebió de su copa, puso una mano en mi hombro y continuó hablando:
- No sabes lo feliz que me hace que estés conmigo. La verdad es que necesitaba un poco de apoyo, y me llena de orgullo que hayas sido tú quien haya venido a prestármelo.
Pensé en todo lo que había sucedido aquellos días. Era cierto que había ido tras él, pero no para ayudarle sino para intentar que regresara a su vida tediosa frente al televisor. Y si continuaba a su lado, se debía tanto a mi relación con él como a que no tenía otro lugar adonde ir. En realidad, no sabía quién estaba ayudando a quién, aunque no iba a tardar en averiguarlo.
Apuré mi copa y la dejé sobre la mesa.
- Papá -confesé-, he perdido lo único que todavía conservaba. Me he quedado sin trabajo.
Tomás sacudió una mano en el aire como para espantar una mosca o una idea equivocada.
- ¡Qué tonterías dices! A tu edad nadie se queda sin nada.
Todo está ahí. Sólo tienes que cogerlo… Y no has perdido el trabajo. Lo has cambiado por uno mejor. Mira, ahí llegan los invitados.
Me volví hacia la explanada y vi a Marcelo que la cruzaba en solitario hacia nosotros. Llevaba la punta apagada del puro en la boca y se frotaba las manos con energía, como si hiciera frío.
Volví a temer que la fiesta resultara un fracaso. Habría sido injusto con Lola, pero sobre todo con Tomás. Me inquietaba pensar en la mañana siguiente, desayunando los tres en la fonda vacía, rodeados por un pueblo que había decidido ignorarnos. Me inquietaba pensar en la cara que pondría mi padre cuando regresara al bar por primera vez. De no salir bien, aquella fiesta podía cortar en seco su nueva manera de ver el mundo. Pero él debía de ser consciente de ello. Aquella noche Tomás se lo jugaba todo a una sola mano, tal como había hecho siempre.
Lola apareció abrazada a una ponchera en la que había vaciado uno de los bidones. Se tambaleaba un poco al caminar, desequilibrada por el peso de la carga, por los movimientos del líquido y quizá por un exceso de marihuana sedativa. Al ver aquello, Marcelo ignoró la botella de cava que el camarero nos había dejado en una cubitera y se lanzó sobre la sangría.
Mientras el constructor paladeaba el brebaje reaparecieron en el escenario los miembros de la orquesta Fantasía. Ociosos, jugueteaban con los instrumentos y dejaban escapar alguna nota que a través de los altavoces sonaba como un estampido.
Los camareros, que habían acabado ya los preparativos, bos- tezaban apoyados en su furgoneta. Uno de ellos cogió una croqueta de una de las bandejas. Se la llevó a la boca con un gesto desidioso.
Tomás alzó una mano y gritó « ¡Venga, venga! », para que la orquesta empezara a tocar. Pero con ello, más que inaugurar la fiesta, parecía querer animar a unos músicos que hubieran trabajado toda la noche y ya desfallecieran. El teclista se limitó a programar en su piano eléctrico una melodía suave que se esparció por la noche como una nube de melancolía.
Cualquiera que pasara por allí pensaría que asistía a los restos de una celebración vencida por el cansancio y el sueño. Lo cierto era que ya empezaba a hacerse tarde, y cada minuto que pasaba teníamos más cerca la catástrofe. Lola se había perdido de nuevo en la cocina, supuse que para liarse otro porro bus- cando calmar no ya los nervios, sino el desconsuelo. Incluso Tomás, que se había servido una segunda copa de cava, miraba a Marcelo sin prestar atención a su parloteo, atento en realidad a la explanada desierta. ¿Cómo podíamos haber pensado que saldría bien un baile en aquella fonda donde iban a follar las prostitutas de toda la comarca? ¿Cómo podíamos haber imaginado siquiera que aquel pueblo de campesinos aceptaría la invitación de la dueña de un meublé y de los dos desconocidos que vivían con ella? Pensé que al día siguiente debería ser ágil tomando decisiones. Me llevaría a Lola y a mis padres a donde fuera… a Palamós. Los invitaría a langosta y conseguiría que se olvidasen de aquella estúpida inauguración.
Pero en aquel momento, como un soplo de aire fresco, aparecieron Irene y Roberto en la esquina de la casa. Iban vestidos de gala. Él con un traje de rayas que le quedaba algo estrecho, y ella con un vestido largo culminado con un floripondio de tela sobre el hombro derecho. Agitaron las manos al vernos y vinieron derechos a la glorieta. Roberto, abrazándose a mi padre, ensalzó admirado las formas voluminosas de la cantante. Irene anunció que habían cerrado el bar, y que era la primera noche en muchos años en la que iban a ser otros los que cocinaran para ella.
A partir de entonces todo se volvió muy confuso. Como si los habitantes del pueblo hubieran estado esperando aquella señal, la explanada comenzó a llenarse de gente que se paseaba bajo los farolillos, hacía cola en el bar de la glorieta o se reunía en corros charlando en el catalán profundo y melodioso de aquella tierra. Tomás iba de unos a otros agradeciéndoles su presencia, palmeando a los hombres en las espaldas y besando las manos de las mujeres. Yo sonreía sin descanso, a todos y a nadie, como la vocalista del grupo, que al ver que la cosa se animaba había arrancado la velada con canciones vagamente románticas. Sonreía satisfecho de ver que nuestros vecinos se habían arreglado para la ocasión, ellas con tirabuzones de peluquería y emperifolladas como reinas, ellos con los sobrios chaquetones que sólo sacaban para los grandes acontecimientos. Un hombre al que no recordaba haber visto nunca se puso a mi lado y me dijo «Miri! Miri com bull la
musclera», señalándome el bar atiborrado de gente.
Poco después vino Lola a entregarme un vaso grande de sangría y a comunicarme con gran exaltación, y con un punto de revanchismo, que ya se habían vaciado dos de los bidones.
Venciendo el asco, probé el brebaje y descubrí que no era tan malo como había imaginado. Vagué sin rumbo por la explanada. Había perdido a mi padre entre la multitud, pero no me cabía la menor duda de que estaría en el centro de cualquiera de aquellos corros charlando por los codos, tan cómodo como pudiera estarlo entre la gente a la que mejor conocía. Entre todas las cabezas sobresalía la de Ramiro Fontanilla, atento a las conversaciones que sucedían siempre un palmo por debajo de él. Las chaquetillas de los camareros, que circulaban ofreciendo las bandejas, destacaban en la penumbra. Y junto a la mesa del jamón, en espera de que acabaran de llenarle un plato, el estucador cordobés de Marcelo cantaba el brindis de La Traviata en clara competencia con la orquesta Fantasía. Fue entonces cuando llegó la primera de las tres grandes apariciones de aquella noche.
Tomás, al pie del escenario, se había dado cuenta antes que yo de su llegada. Fiel como siempre a los detalles, gesticulaba para que la cantante dejara de mover las carnes y le prestara atención. La muchacha acabó por descubrir a mi padre y enmudeció de golpe seguida por el piano, que emitió una última estridencia agónica. Todo el mundo acalló las voces ante aquel silencio repentino. Pero al cabo de unos segundos la orquesta Fantasía volvió a ponerse en marcha con una melodía que yo conocía bien. Era La mer, de Charles Trénet, la canción favorita de Cristina, tan magnífica que sobrevivía hasta a aquella versión ultrajante.
No necesitaba más para comprender que ella había llegado.
Me dirigí hacia la esquina de la casa, tras la que se ocultaba el aparcamiento. De lejos asistí a la solemnidad con que María abría la puerta posterior del taxi, y a las maneras de gran actriz con que mi madre descendía del Mercedes ataviada con un vaporoso vestido de gasa. Tomás se dirigía hacia ellas caminando con solemnidad para ocultar sus emociones, y yo tras él, aunque a prudente distancia. Cuando mis padres se encontraron se dieron dos castos besos en las mejil as.
- Las cosas que he de hacer para volver a verte -dijo Tomás.
Cristina se rió y le cogió del brazo.
- Sabes que no me resisto a un baile. Además, Barcelona está fatal. Han cerrado Boccaccio.
Se había puesto zapatos de aguja y caminaba por la hierba con enormes dificultades. Mi padre no era un apoyo muy consistente, pero no hice nada por intervenir. Al l egar Cristina a mi altura me dijo «Hola, cariño», y me besó también, aunque aprovechó la proximidad para añadir en un susurro:
- Consígueme un calzado plano, ¡deprisa! Así empezó la fiesta. Lola, a la que encontré cargada con dos bidones de sangría en dirección al bar, me dio la llave de su vivienda, que llevaba colgada del cuello con una cinta. «Ya sabes dónde está mi armario», me dijo. Subí las escaleras y entré en sus habitaciones. Lola había borrado todo rastro del paso de los atracadores. El armario, sin embargo, parecía haber sido saqueado de una manera ya definitiva. De las perchas colgaban cuatro prendas deslucidas, las mismas que le veíamos vestir cada día, y en la parte inferior había sólo unas deportivas llenas de barro y unas chancletas de goma. Cogí estas últimas y se las llevé a Cristina, que las recibió con verdadero alivio. Sus zapatos de aguja quedaron abandonados sobre una mesa entre las bandejas de canapés.
A aquellas alturas, la orquesta Fantasía atacaba lo más granado de su repertorio, y la cantante, consciente del efecto que causaba entre la concurrencia masculina y decididamente enardecida, se había puesto un corsé de lentejuelas con ristras de cuentas multicolores a la altura de los pezones, que en su danza arrebatada hacía girar como ventiladores. Quizá por causa de aquello se levantó un vientecillo fresco que alivió el sudor de los invitados. Porque la gente se había lanzado a bailar sobre la hierba. Algunos jóvenes lo hacían en solitario, pero la gente mayor bailaba con pasos medidos, de escuela, los troncos bien rectos y en los labios, como si rezaran, la memoria de los pasos del mambo, del pasodoble o del chachachá, que seguían con inquebrantable terquedad aunque lo que versionara la orquesta fueran canciones de Los Diablos o de Nino Bravo.
Y en medio de todos, Cristina y Tomás daban vueltas y más vueltas, ella agarrando las chancletas con los dedos de los pies para que no salieran volando, y él asombrosamente desenvuelto, como si el equilibrio que empezaba a faltarle para caminar necesitara sólo de un poco de música para recuperarse por entero. Bailaban como lo habían hecho siempre, como lo hacían en casa después de las comidas familiares mientras todos los jaleábamos desde la mesa, o como lo hacían, muchos años antes, al llegar de sus noches de juerga, cuando David y yo oíamos desde la cama la música que sonaba en el salón, y el arrastrar de sus pies, y las risas que sofocaban a duras penas.
Bailar había sido para ellos la mayor diversión, la mejor manera, y quizá la única, de convertirse en una pareja estable, despreocupada y feliz. Cuando bailaban no tenían defectos, como si una extraña armonía se hubiera instalado en sus vidas.
Me estaba sirviendo un poco más de sangría cuando llegó la segunda gran aparición de la noche. Un Jaguar negro, tan bril ante que en su carrocería espejeaban las hileras de farolil os, apareció por la esquina de la casa y se detuvo detrás de la furgoneta de los camareros. Descendió el mayordomo de la Baldova, ataviado para la ocasión con gorra de plato y chaqueta de botones dorados. Tal como había hecho María con mi madre, abrió la puerta trasera para que pudiera descender su pasajera. En un primer instante apareció un brazo enfundado en un largo guante negro, como si la italiana quisiera com- probar si l ovía. Pero el mayordomo se apresuró a coger la mano tendida y, quitándose respetuosamente la gorra, la ayudó a salir. Comprobé con horror, al ver las piernas de Barbara Baldova, que ella también llevaba tacones de aguja. Tomás, enfrascado en el baile, no se había dado cuenta de su llegada, así que acudí yo a recibirla. Cuando llegué ante ella ya estaba de pie junto al coche y me contemplaba con una sonrisa.
- Buona notte, Ricardo -me dijo, quitándose un guante-.
No soy esquiva, pero me temo que tendrás que traerme aquí algo para beber. Estoy clavada en el suelo.
Besé la mano que había liberado, y ella volvió a ponerse el guante.
- Sólo puedo ofrecerte unas deportivas viejas -le contesté-. Intentaré limpiarlas un poco.
- Mejor descalza -concluyó la italiana.
Salió de los zapatos, que se quedaron hundidos en la hierba, y avanzó unos pasos observando de lejos la glorieta. En aquellos momentos la orquesta destrozaba Parole, parole. Para ello el pianista había dejado que el instrumento tocara solo y se había emparejado en el micrófono con la cantante, que intentaba mostrarse elegante como Dalida pero no podía evitar contonearse con irreprimible vulgaridad. Alcancé a ver entre la gente a Cristina, que se había liberado también de las chancletas, acariciando provocadora la nuca de mi padre y señalándole a la vez con un índice acusador mientras tarareaba la canción. Me acerqué a la Baldova y le pedí que esperase un momento en tanto avisaba a Tomás.
- No está bien interrumpir a los que bailan -me contestó- Puedes sacarme a mí, se vuoi.
Bailar no entraba en mis planes. Por decirlo más exactamente, bailar no ha entrado nunca en mis planes. Por si eso fuera poco, los invitados se volvieron para mirarnos mientras avanzábamos por entre las parejas hasta situarnos en el centro mismo de la pista improvisada. Ya se sabe que las mujeres, que tan comprensivas son ante la torpeza de los hombres, se muestran sin embargo inflexibles cuando se trata de bailar. Barbara Baldova se detuvo por fin y me miró fijamente esperando a que yo tomara la iniciativa. Tras unos instantes de titubeo rodeé su cintura con los brazos con la misma precaución y poca gracia con que me habría abrazado a una vasija china para trasladarla de lugar. Y aquello fue más o menos lo que hice, o la sensación que tuve: trasladar a la italiana de un sitio a otro como si no acabara de decidir dónde emplazarla definitivamente. Al cabo de unos instantes ella hizo una mueca, como quien prueba un vino picado, y se detuvo.
Me cogió los brazos y me obligó a pasárselos por detrás del cuello, para a continuación cogerme ella por las caderas.
- Relájate y déjate llevar -me dijo.
La cosa mejoró considerablemente, al menos de cintura para arriba. Porque los pies no me obedecían. Intentaba acomodarme a su balanceo cadencioso, pero me resultaba imposible seguirla y acababa haciéndolo con pasitos cortos y convulsos, como una geisha, hasta situarme otra vez a la altura de sus largas piernas. Y vuelta a empezar. Por suerte, la voz de Tomás sonó de pronto a mi lado.
- ¡Cambio de pareja! Me encontré bailando con Cristina, lo que era comprometido aun que hacerlo con la italiana. Adem a Cristina no le había hecho ninguna gracia cambiar a marido por su hijo con la Baldova, a la que naturalmente había reconocido de inmediato, lo que la llevó a mostrarse más intolerante con mi escasa habilidad.
- Pareces un muñeco de madera -me dijo, fastidiada, tras dar un par de vueltas-. ¿Quieres pensar en cosas elásticas? -Prefiero invitarte a tomar algo -le contesté, renunciando por fin a intentar lo que para mí era a todas luces imposible.
Fuimos a la glorieta. Yo continué con la sangría, por la que había cogido cierto gusto depravado, y mi madre pidió vino blanco. Desde allí fuimos testigos de la última gran aparición de la noche. Estábamos los dos vueltos hacia la pista, mirando cómo bailaban Tomás y la italiana, cuando vimos l egar a cuatro chicas de andares descocados que contemplaron unos instantes la fiesta dejando escapar risitas para después rodear, como si hubieran descubierto a un famoso actor de cine, al camarero que cortaba jamón. Ellas también se habían arreglado para asistir a la inauguración, pero el resultado estaba lejos de enmascarar su oficio. Más bien lo delataba. A su gusto exagerado por los collares y pulseras se unía su, diríamos, limitada afición por la vestimenta, de manera que, a poco que uno se entretuviera en verlas moverse, podía apreciar que debajo de aquellas exiguas prendas llevaban una sofisticada lencería de rastrillo. Su presencia no pasó inadvertida al resto de los invitados, que las contemplaban sin disimulo. Tampoco a mí, que al temor de un rechazo colectivo se me unió el de ver que efectivamente una de ellas era la del vestido de color pistacho, bastante más recatado por otra parte que el top y la faldita que se había puesto aquella noche para ir de fiesta con sus amigas. Y mucho menos pasaron inadvertidas para mi madre, que me dio un codazo en las costillas.
- ¿Las has visto? Son pindongas de las que se ofrecen en la carretera.
- También son clientas de la fonda -contesté, solidario con Lola.
Contra lo que esperaba, Cristina no se mostró en absoluto escandalizada. Ocupada como estaba en centrar toda su atención en el peligro que representaba Barbara Baldova, se limitó a hacer un comentario cáustico acerca del tipo de hoteles que más le gustaban a su marido. No ocurrió así con un hombre joven que pasó como una exhalación para encararse con Lola, a mis espaldas, tras el tablero donde ella rel enaba una y otra vez las poncheras.
Su cara me había resultado conocida.
- ¿Cómo se te ha ocurrido invitarlas? -sonó su voz, alzándose por encima de la música-. ¡Ellas dieron el soplo a los que te atracaron! Me volví hacia el bar. Al oír aquella voz había reconocido al policía que la había estado interrogando la mañana en que la descubrimos atada a la sil a. Con la excusa de rellenarme el vaso me acerqué a la mesa. El hombre estaba realmente enfurecido.
- No me juzgues -decía Lola-. Detenme si quieres, pero no me juzgues.
- ¡Estás loca! ¡Así no hay quien trabaje! ¡Nos llamáis cuando tenéis problemas, pero luego seguís haciendo las mismas gilipolleces! Lola se revolvió como si el otro le hubiera clavado un pincho entre las costillas.
- ¡Cállate ya! ¡Ellas no tienen la culpa! ¡Hacen lo que pueden, y ya está! ¡Igual que yo! ¡Aquí hacemos todos lo que podemos! ¡Tú eres el loco! ¡Tú eres el que no comprende que cuando te pones el uniforme te metes en una jaula! ¡Los demás andamos por ahí, sobreviviendo a la intemperie! El policía la miró unos instantes con rabia, pero acabó encogiendo los hombros en un gesto de renuncia. Antes de alejarse la previno, haciendo un evidente esfuerzo por contener la voz:
- Haz lo que quieras, pero no se te ocurra volver a llamarnos cuando tus amigos te den otra paliza.
Lola se quedó sola, el cucharón en la mano y la tez en- rojecida. Al verme con el vaso extendido hundió el cucharón en la ponchera con tanto ímpetu que a punto estuvo de volcarla.
- Eres la última anarquista -le dije, halagador mientras ella me servía.
- ¡Vete a la mierda! A partir de aquel momento la noche se hizo eterna. Los invitados no sólo aceptaron la presencia de las prostitutas, sino que los más jóvenes, y a ratos también los operarios de Marcelo, rivalizaron por bailar con ellas. Las chicas, que habían ido allí sólo a divertirse, se mostraron prudentemente modosas. No dejaron que nadie se propasara, y si hubo algún incidente fue por causa de unos celos que ellas no podían evitar. Como ocurrió avanzada ya la fiesta, cuando a un lado del escenario una jovencita le soltó a su poco solícito acompañante una bofetada que debió de ser realmente sonora, pero que quedó ahogada por el estruendo de la orquesta. Luego los vi bailando, y el muchacho, que iba bastante bebido, se permitía con ella lo que no le habían dejado hacer las prostitutas. Por lo demás, Cristina no tardó en recuperar a su marido, y Barbara Baldova encontró nueva pareja en el médico, que era, todo hay que decirlo, el único con la altura suficiente para bailar debidamente con ella. Yo estuve paseando por el perímetro de la explanada y bebiendo sangría hasta que los bidones se consumieron. Luego me pasé al vino tinto por no mezclar alcoholes, y al final me tambaleaba tanto que fui al río a refrescarme la cara.
Allí, tumbado en la hierba, me encontró Cristina mucho rato después. Noté en la mejilla la caricia de sus dedos y abrí los ojos. Al verla a mi lado me di cuenta de que ya no sonaba la orquesta. Los músicos recogían los instrumentos, y la furgoneta de los camareros había desaparecido. En la glorieta, los tableros del ayuntamiento mostraban la madera desbastada, sin bebidas ni poncheras.
Quedaba muy poca gente en la explanada. Comprendí que me había dormido y miré el reloj. Eran las cuatro de la mañana.
- María me espera -dijo Cristina-. Tomás se ha ido a la cama, y tú deberías hacer lo mismo. Si te quedas aquí te dará tortícolis.
Hacía frío. Se había levantado un viento racheado que balanceaba los farolillos en los árboles. Un dolor persistente, agudo, se me había instalado en las sienes.
- Te acompaño -le propuse-. Necesito que me dé un poco el aire antes de acostarme.
Minutos después María bostezaba al volante, pero conducía con su aplomo habitual. Las luces del coche se hundían en la oscuridad de la carretera desierta. Yo iba con la ventanilla abierta recibiendo con alivio el aire en la cara. Durante el trayecto Cristina me estuvo hablando de su marido. Creo que me daba la razón en cuanto a lo mucho que había cambiado, pero yo no podía escucharla. Con todo, cuando un rato después llegamos al hotel me había despejado bastante. El mar, levemente rizado, reflejaba la luz de la luna. Al bajar del taxi mi madre soltó una exclamación. Iba descalza y había pisado una piedra.