Uno

Era ridículo para una mujer ya crecidita de veintisiete años estar esperando aún la aprobación de su padre, pensó Nikki Spencer mientras conducía su Fiat verde descapotable por Camelback Road. Ridículo, pero así era.

Tal vez porque Clayton Spencer no era como los demás padres. Era un hombre imponente, un juez de la corte de Phoenix que llevaba en la brecha más de quince años. Respiró profundamente y se preguntó qué le podía decir para hacerle ver su punto de vista.

Porque, aprobara o no sus planes de mudanza, los iba a llevar a cabo, pensó Nikki. Estaba cansada del Derecho Comercial, cansada de vivir en Phoenix y cansada de tener que ir al ritmo de cualquier otro. Deseaba retos en su trabajo, la libertad de elegir sus propios casos y la forma de vida más tranquila de una de las ciudades más pequeñas de Arizona.

Así que iba a pedir la excelencia de Spencer y Asociados, la prestigiosa firma de abogados propiedad de su padre y llevada por su hermano, Jeff. Y estaba lista para marcharse al norte para explorar algunos sitios y ver dónde podría instalarse. Pero primero tenía que conseguir convencer a su padre de que ya era mayorcita y que necesitaba organizarse la vida por sí misma.

Se pasó una mano por el cabello corto y rizado y suspiró. Ya había tratado de sacar la conversación un par de veces con su padre y siempre él le había salido con una docena de razones por las que debería hacer lo que él quisiera, y no lo que quisiera ella. Pero ese día iba a ser distinto, se dijo Nikki. No iba a importar lo convincentes que resultaran sus argumentos, estaba decidida y se marcharía por la mañana.

Solo esperaba que, cara a cara con él, aún pudiera seguir igual de decidida.

Minutos más tarde estaba delante de la casa de sus padres y aparcó al lado del coche de su hermano. De todos los días que Jeff podía pasar por allí, tenía que hacerlo precisamente ese, pensó ella mientras buscaba en su bolso las llaves de la casa. Su hermano apoyaría automáticamente lo que dijera su padre sin pensar siquiera en sus posibles puntos de vista. Siempre había sido así, dos contra una, desde que su madre murió hacía ya años.

Cuando entró ni se molestó en llamar a la señora Bolton, el ama de casa que vivía con ellos desde siempre, ya que sabía que libraba los domingos.

Oyó voces provenientes de la segunda planta y se dirigió a las escaleras.

Arriba tuvo que detenerse un momento y apoyarse contra una pared del pasillo, casi mareada. Le sudaban las palmas de las manos.

Debía —de ser porque había pasado muy deprisa del sol del descapotable al fresco interior de la casa. Se frotó la nuca y siguió caminando.

La puerta del despacho de su padre estaba entornada y dentro se podía oír una discusión. Curioso, porque su hermano y su padre raramente lo hacían. Luego oyó retazos de la conversación.

—Eso podría arruinarnos a los dos...

—No. Yo no diría eso...

—Deja que los perros que duermen sigan descansando, te lo digo...

—No puedo. ¿No ves que yo...?

A través de la puerta Nikki vio a su padre colocando unas rosas amarillas en un jarrón, su actitud calmada contradecía el tono enfadado de su voz. Jeff estaba dando paseos de un lado para otro y parecía agitado. Luego todo eso se difuminó y se volvió borroso.

Nikki se agarró al quicio de la puerta para no caerse al suelo. Le temblaban las manos y tenía el rostro empapado de sudor. Las palabras del interior de la habitación empezaron a darle vueltas en la cabeza, haciéndose cada vez más fuertes a pesar de que le resultaba imposible entender lo que se decía. Tomó aire y parpadeó rápidamente para aclararse la visión, para no dejarse llevar por el desmayo que la estaba invadiendo.

Una gran sensación de dejadez la invadió. Ya había estado allí antes, en ese mismo sitio, oyendo voces enfadadas. Sintió el miedo que había tenido entonces, seguido por una imperiosa necesidad de marcharse. Luchando por seguir de pie, Nikki se oyó a sí misma gritar incoherentemente.

—¡Nikki!

Vio a Jeff detenerse y mirarla, luego miró a Clayton. Se dio cuenta de que su padre parecía inhabitualmente dudoso mientras la miraba con el ceño fruncido. Algo iba mal, muy mal. Y ella tenía que salir de allí.

El miedo la hizo recuperar la movilidad. Se dio la vuelta y corrió ciegamente hacia las escaleras. No podía recordar haber experimentado nunca antes semejante sensación opresiva de inminente peligro.

—Nikki, espera —dijo su hermano.

Luego oyó la conminatoria voz de su padre. —Agárrala. Que vuelva aquí.

Nikki corrió escaleras abajo, casi se cayó y tuvo que agarrarse a la barandilla. Notó como una oscuridad momentánea a su alrededor, una sensación de algo desagradablemente conocido, pero no podía detenerse a analizarlo en ese momento. Corrió más aún y llegó a su coche. Se puso inmediatamente al volante y, mientras buscaba las llaves, vio a Jeff en la puerta. El coche se puso en marcha y salió a toda velocidad. Miró hacia atrás y vio a Jeff metiéndose en su coche. Cielo santo, ¿la iba a perseguir?

No tenía ni idea de lo que había pasado en casa de su padre ni de porque estaba sintiendo esa imperiosa necesidad de escapar, lo que la había hecho asustarse de los dos hombres que la habían querido durante toda su vida. Sólo sabía que tenía que marcharse y, cuando se volviera a sentir a salvo, ya pensaría en todo aquello.

Zigzagueaba por entre el lento tráfico del domingo como si estuviera corriendo por su vida.

Miró por el retrovisor y lo vio, siguiéndola. Estaba segura de ello. La ansiedad hizo que agarrara con fuerza el volante. El fuerte sol de Arizona le daba de lleno en la cabeza descubierta y la hacía sudar.

Sabía que eso era algo irracional e inesperado, aunque no podía hacer nada por evitarlo. Al cabo de un rato de vagar corriendo por la ciudad volvió a mirar por el retrovisor y allí estaba de nuevo el coche de su hermano, inconfundible, aproximándose cada vez más.

¿Por qué la estaría siguiendo Jeff? ¿Qué podría querer de ella y qué la haría si la atrapaba? No podía permitirle que la hiciera volver, decidió ella. Tenía que ir a alguna parte, algún sitio tranquilo donde pudiera poner en orden sus pensamientos y sensaciones, donde pudiera pensar en lo que significaba todo aquello. Vio entonces la salida a la autopista hacia el Black Canyon, hacia el norte.

Tomó la decisión instantáneamente, se atravesó por delante de un autobús y siguió a una furgoneta blanca para entrar en la curva. Una vez en la autopista, trató de localizar algún coche de policía y, como no vio ninguno, apretó a fondo el acelerador.

El Fiat salió de estampida por la carretera.

Trató de ver si el coche de Jeff la había seguido.

No creía que hubiera podido hacer la maniobra, pero aun así no soltó el acelerador. Con la adrenalina a tope mantenía las manos aferradas al volante mientras la asaltaban un montón de confusas emociones.

A pesar del calor un escalofrío le recorrió la espalda. En pocos momentos su confortable mundo se había vuelto cabeza abajo. ¿Cómo podía ser?

Miró de nuevo por el retrovisor y vio el coche de su hermano una docena de coches más atrás. ¿A dónde podía ir que estuviera a salvo? Pensó frenéticamente un lugar donde no la pudiera encontrar.

Los padres de su compañera de piso tenían una cabaña en Sedona, cerca de Oak Creek Canyon, recordó. Y esa misma mañana había llevado a ella y a sus padres al aeropuerto, ya que se iban a Florida por quince días. La habían ofrecido que usara la cabaña en caso de que se viera muy agobiada de trabajo. Nunca se le habría ocurrido que fuera a aceptar su oferta tan rápidamente.

Iba demasiado deprisa y estaba demasiado nerviosa como para poder identificar positivamente el coche que la seguía, pero no podía arriesgarse a aminorar la marcha. Siguió a toda marcha, sin ver el paisaje que cambiaba a su alrededor y las nubes que se estaban formando, ni que la temperatura estaba refrescando según subía.

Cuando pasó por Sedona tuvo que aminorar la marcha y luego aceleró de nuevo.

Casi estaba llegando a los bosques que rodeaban Oak Creek cuando el coche empezó a hacer ruidos raros.

Pensó que iba a llorar. Inmediatamente después empezó a salir humo del motor. Maldijo en voz baja y se apartó a un lado de la carretera. Luego miró hacia atrás y no vio nada sospechoso. Aun así le temblaban las manos cuando tomó su bolso y salió del coche.

Se quedó mirando al coche como embobada. Todos los habitantes de Arizona sabían lo rápidamente que un coche podía calentarse si se iba deprisa en un día caluroso. Acababa de pasar una gasolinera, pero aun si podía ponerle agua allí, iba a tener que esperar hasta que el motor se enfriara lo suficiente antes de poder quitar el tapón. No podía perder tanto tiempo.

Nikki puso la capota rápidamente y cerró el coche. Una vez más miró a su alrededor. Una familia de cuatro estaba andando por la ladera de la montaña, probablemente para llegar a la orilla rocosa de Oak Creek y un poco más arriba un par de jóvenes cruzaban por las piedras del río.

Nikki se estremeció y deseó haberse llevado una chaqueta. Luego se metió en el bosque, esperando que no oscureciera hasta que hubiera encontrado la cabaña de los Lowell.

Por suerte llevaba vaqueros y botas de cuero. Al cabo de un rato oyó un trueno. Lo que le faltaba, que lloviera.

Momentos más tarde cruzó el río por unas piedras y luego por un puentecillo. Finalmente encontró un sendero. Había pasado varios fines de semana hacía ya algún tiempo en esa cabaña con Roxie, su amiga desde los tiempos del bachillerato pero ya no recordaba bien el camino. Sabía dónde escondían habitualmente la llave y, si no la encontraba, forzaría la puerta. Tenía que encontrar un sitio donde volverse a encontrar a salvo.

De repente oyó un ruido detrás de ella y miró hacia allá ansiosamente. Sus nervios estaban a punto de estallar. Estaba oscureciendo a cada minuto que pasaba y no tenía ni la más remota idea de dónde podría estar la cabaña o de si iba en la dirección correcta. Un relámpago iluminó el cielo gris, seguido inmediatamente por un trueno. Nikki continuó andando.

De repente oyó un ruido y notó cómo la tierra temblaba levemente bajo sus pies. Salió del camino y se escondió detrás de un árbol. Se quedó helada hasta que reconoció los cascos de un caballo acercándose. Esperó aplastada contra el árbol.

Con esa luz escasa vio pasar un semental negro llevado al galope por un hombre alto y rubio. El hombre evidentemente conocía ese bosque y sus senderos o nunca se habría atrevido a galopar por allí. Nikki esperó hasta que desaparecieron antes de respirar aliviada y volver al sendero.

Minutos más tarde notó las primeras gotas de lluvia y apretó los dientes. Además, estaba haciendo más frío a cada instante que pasaba. Empezó a correr despacio, bajando la cabeza para que no la molestara demasiado el viento helado. De vez en cuando levantaba la mirada para por si se veía una casa o una ventana iluminada de una cabaña, de cualquiera. Sabía que por aquella zona había varias, pero no sabía si estaban cerca.

En su vida hubiera pensado que el día iba a terminar así. Con frío, empapada, con miedo y lejos de casa. No parecía...

—¡Oh! —gritó.

Algo afilado le había atrapado un tobillo y el dolor era tremendo. Se inclinó para ver lo que era luchando contra el dolor. Pero lo hizo demasiado deprisa y se cayó, golpeándose la frente con una raíz. Como pudo se incorporó y se sentó en el frío y húmedo suelo.

Maldiciendo y casi llorando se dio cuenta de que había caído en una trampa para animales. Las mandíbulas de acero le habían atrapado el tobillo y sus dientes afilados le habían cortado la bota. ¿Y ahora qué? Se preguntó.

No podía quedarse allí en medio de la oscuridad y la lluvia. Encontró el clavo que anclaba la trampa a tierra, lo agarró con las dos manos y tiró de él con fuerza hasta que lo sacó.

La cabeza le dolía mucho y notaba pulsaciones en el pie. ¿Y cómo se iba a soltar ahora? Bueno, ya se preocuparía por ello cuando llegara a la cabaña, decidió mientras se ponía en pie.

Trató de dar un paso y gritó de dolor. Iba a tener que ignorarlo y moverse. Más tarde examinaría los daños. Recogió el bolso y empezó a andar. La trampa que arrastraba le parecía más pesada a cada paso.

Más tarde, cuando ya creía que no iba a poder dar un paso más levantó la mirada y vio una luz a lo lejos. Animada por esa luz empezó a andar hacia ella hasta que por fin vio una casa.

No era la cabaña de los Lowell, pero en su estado le pareció un palacio. Un coche todo-terreno estaba aparcado en el cobertizo. Rogó para que la habitara alguien amistoso. El dolor del tobillo era tan agudo que tuvo que agarrarse al marco de la puerta para no caerse. Desde dentro y, sobreponiéndose al ruido de la lluvia, se oía música.

Con la última energía que le quedaba, Nikki llamó a la puerta.

Una de las razones por las que Adam Kendall había elegido un lugar aislado para construirse su casa era porque así no tenía que preocuparse con molestar a los vecinos si ponía la música demasiado alta. Abrió una lata de comida para perros y se la echó en el plato a la suya. Si Maudie, su perra, y que siempre solía estar hambrienta a la hora de la cena, no se hubiera acercado a la puerta y ladrado un par de veces, no se habría dado cuenta de que alguien había llamado.

Apagó el equipo de música y se dirigió a donde su muy preñada perra estaba esperando muy excitada. No tenían muchas visitas en esa apartada zona del Oak Creek, especialmente en una noche oscura y lluviosa como aquella. Y lo prefería así.

Probablemente sería alguien que se había perdido. Les indicaría el camino y seguiría con la tranquila velada que había planeado. La cazuela de chile se calentaba lentamente en la cocina y la novela de misterio que estaba leyendo le esperaba delante de la chimenea que estaba calentando la cabaña.

Alguna gente bien podría llamarle solitario y, probablemente lo fuera. No siempre lo había sido, pero encontraba la vida mucho más sencilla desde que cambió. Su política de no involucrarse le había mantenido relativamente libre de problemas durante el último par de años. Y quería seguir así.

Dio la luz del porche y abrió la puerta.

La mujer estaba empapada y parecía respirar con dificultad mientras estaba apoyada contra el marco de la puerta, como si no tuviera fuerzas para mantenerse en pie.

—Qué ha pasado? —preguntó Adam extendiendo las manos instintivamente para sujetarla.

—Yo... yo...

Nikki sintió cómo las rodillas se le doblaban y parpadeó para que una oleada de negrura no la hiciera caer.

Adam oyó entonces un ruido metálico y vio la trampa. Cuando ella empezó a caer él la tomó en brazos.

—Viene alguien con usted? —preguntó.

Cuando ella agitó la cabeza él la metió en la casa y cerró la puerta con el pie. Maudie los siguió, curiosa. Adam dejó a la mujer sobre la manta que cubría su sofá.

—Siento causarle problemas —dijo ella por fin mientras dejaba en el suelo el bolso—. Sólo necesito un momento de descanso.

Parecía como si fuera a necesitar mucho más que un momento, pensó Adam. Estaba mojada y sucia, como si se hubiera caído, estaba muy pálida y le temblaban las manos. A pesar de lo que le desagradaba tener una visita inesperada, no podía darle la espalda a alguien necesitado y herido.

—Traeré algunas toallas —dijo.

Para cuando volvió y le dio unas toallas Nikki se sintió un poco mejor. El tipo tenía el ceño fruncido y no parecía muy encantado con habérsela encontrado en su puerta.

Adam le puso con cuidado un grueso paño doblado bajo el tobillo herido.

—Parece que ha caído en algo desagradable —dijo.

Ella miró la trampa y sus botas embarradas.

—No quisiera ensuciarle el sofá.

Luego Nikki hizo una mueca cuando se tocó el chichón de la frente.

En esos momentos el sofá era la última de las preocupaciones de Adam.

—La manta es lavable. Será mejor que pongamos algo de hielo en ese chichón.

Luego se inclinó y estudió la trampa.

—Qué estaba haciendo por ahí con esta lluvia?

Nikki respiró profundamente.

—Estoy buscando la cabaña de los Lowell —le dijo —Mi coche se calentó y oscureció muy rápidamente, luego empezó a llover. Yo me puse a correr y caí en esta trampa.

Adam fue a la cocina y puso algunos cubitos de hielo en una bolsa de plástico y volvió a donde estaba ella. Cuando se los puso en la frente se estremeció y pensó que era necesario que se quitara esa ropa mojada.

Se fue a su dormitorio. La lluvia golpeaba fuertemente las ventanas. Esa tormenta llevaba anunciándose varios días y, por fin, allí estaba. Si seguía lloviendo toda la noche no iba a poder trabajar al día siguiente. De todas formas, había un montón de cosas que hacer dentro de la casa.

Pero lo primero era lo primero y tenía que cuidar a la mujer que estaba en el sofá. Allí volvió con un chándal. Ella abrió los ojos lentamente. Ese tenía que ser el hombre que pasó a caballo. No parecía muy contento de estar haciendo de buen samaritano. No le culpaba. Si le quitaba la trampa y le indicaba el camino de la cabaña de los Lowell, se marcharía inmediatamente. No estaba acostumbrada a depender de nadie y no le gustaba.

—Odio tener que molestarle.

—Está bien.

Nunca había visto unos ojos tan verdes como aquellos. También vio trazos de dolor y algo más... un inequívoco relámpago de miedo. ¿Tenía miedo de él o estaba huyendo de algo o alguien? No era cosa suya, decidió y suavizó su expresión. Evidentemente a ella le desagradaba tanto la situación como a él. Lo menos que podía hacer era comportarse educadamente durante el corto tiempo que estuviera allí.

—Por qué no trata de relajarse y se cambia de ropa mientras yo voy al establo para ver qué encuentro para librarla de esa trampa?

La verdad era que le ayudaría a concentrarse si ella vistiera otra cosa en lugar de esa blusa empapada que dejaba bastante poco para la imaginación.

—Cuando le quite las botas podrá cambiar los vaqueros por el pantalón del chándal. Son grandes, pero están secos.

—Gracias.

Ese hombre estaba siendo amable con ella y, en su estado de indefensión sintió como si fuera a llorar. Por primera vez miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en una habitación grande y cómoda con una chimenea de piedra delante del sofá. Tenía unos grandes ventanales que, probablemente, ofrecían un buen panorama a la luz del día. La cocina estaba al fondo.

Una perra de color rojizo con manchas blancas y marrones, evidentemente preñada, estaba tumbada cerca y la miraba con interés.

—Vive solo aquí? —le preguntó ella, esperando que su esposa estuviera tras una de las puertas cerradas.

—Solos Maudie y yo —dijo él señalándole a la perra—. Y no soy un asesino con un hacha, si es eso lo que le preocupa.

Ella casi sonrió.

—Me alegro de saberlo —dijo, pero la preocupación no desapareció de su mirada.

—Me llamo Adam Kendall —afirmó él y esperó, pero como ella siguió en silencio, le preguntó—: ¿Y usted?

—Nikki, Nikki... Smith.

Luego ella bajó la mirada hasta la perra, incapaz de mirarle a él a los ojos. No había querido mentir, pero se estaba sintiendo terriblemente vulnerable y necesitaba la protección del anonimato de momento. Sus emociones eran un lío y sus pensamientos lo mismo. Y el maldito dolor de tobillo la estaba haciendo comportarse como una desconsiderada.

Smith. Bueno, pensó Adam. Vio que su bolso tenía las iniciales N.S., pero aun así seguía sin creerla. Había dudado demasiado y se le notaba la mentira en la mirada. ¿Y qué le importaba a él que ella le mintiera?, se preguntó a sí mismo. La liberaría, vendaría y llamaría a alguno de sus amigos o parientes para que viniera a por ella. Y eso sería todo.

—Volveré dentro de un momento —dijo y la dejó allí.

Se dirigió al establo. Sólo una mirada penetrante podría ver su ligera cojera. Adam había trabajado duramente y mucho tiempo para liberarse del dolor y de las consecuencias de su accidente y sus errores de juventud. Con treinta y cuatro años era un hombre relativamente en paz consigo mismo y que vivía tranquilamente porque así lo había elegido.

Abrió la puerta y entró en el establo. La luz que siempre dejaba encendida lo iluminaba levemente. El conocido olor de los animales y del heno y la piel llenaba el aire. Habló un momento suavemente con sus dos yeguas, Bo y Honey y oyó a su semental árabe, Salomón, agitarse celoso al otro lado del tabique de madera. Le había sacado esa misma tarde a pasear, pero la lluvia les había interrumpido.

Rebuscó en la caja de herramientas hasta que encontró las que creyó mas apropiadas y volvió a la casa.

Ella estaba tumbada en el sofá con los ojos cerrados. Se detuvo un momento para mirarla. Parecía dormida. Era joven, estaba asustada y era muy hermosa. Siempre había tenido buen ojo para las mujeres hermosas, pero ese interés hacía ya un cierto tiempo que no salía a la superficie.

Nikki Smith... o como fuera que se llamara de verdad, parecía tan pequeña entre las arrugas de su chándal. La sombra oscura de sus oscuras cejas sólo destacaba la palidez de su rostro ovalado. Su boca era carnosa, bien conformada, y posiblemente podría poner morritos con facilidad. A pesar de estar despeinada, su cabello oscuro indicaba un peinado y corte de los caros. Lo mismo que el perfume que le llegaba de esos cabellos.

Sus delicadas manos era seguro que no habían llevado a cabo muchas labores duras. Llevaba un anillo de oro y un ópalo que le debía de haber costado a alguien varios miles de dólares. Era evidente que allí había dinero, decidió. Y una buena cuna que se revelaba en su planta aristocrática. La blusa era de seda, las botas hechas a mano y los vaqueros eran de buena marca.

¿Y qué estaba haciendo aquella joven de buena familia andando sola por el bosque después de oscurecer? Buscando la cabaña de los Lowell, le había dicho. Nunca había oído hablar de ellos. Posiblemente fueran tan falsos como el apellido Smith.

Tomó una silla de la cocina y se sentó al lado del sofá. Cuando lo hizo, ella abrió los ojos.

—Voy a tratar de no hacerle mucho daño —dijo él mientras tomaba su pie en las manos.

Luego, empezó abrir la trampa haciendo palanca. Al cabo de un rato de esfuerzos infructuosos y de dolor para Nikki, logró soltarla. Mientras lo hacía y, para distraerse del dolor, ella se puso a estudiar a Adam Kendall.

Era alto, delgado y moreno. De cabello rubio y quemado por el sol. Los vaqueros que llevaba estaban gastados pero limpios y se ajustaban a sus musculosos muslos. Tenía las manos grandes y endurecidas por el trabajo, aunque eran más suaves de lo que se hubiera imaginado. Pero fue su rostro lo que le interesó más.

Era anguloso y con arrugas en los extremos de los ojos, los ojos más azules que ella había visto en su vida. No parecían ser arrugas de reírse, ya que se adivinaba un trazo de tristeza en su expresión que parecía parte de él. Tenía barba de un día, lo que le daba un aire misterioso y peligroso de alguna manera. Sus labios eran llenos y generosos y ella no pudo dejar de preguntarse si una sonrisa suavizaría esos rasgos.

De repente la trampa empezó a abrirse y trató de sacar el pie, lo que le produjo un agudo dolor. Maudie se le acercó y puso las patas delanteras en el sofá y luego le lamió una mano. Ella le acarició la piel peluda.

Adam sabía que le estaba haciendo daño, pero no podía hacer otra cosa. Poco a poco logró sacar el pie hasta que lo liberó del todo y lo dejó apoyado en el sofá.

Ella estaba sudando. Se enjugó la frente con la toalla y le miró a los ojos.

—Gracias —susurró.

Él pensó que esas sencillas palabras, dichas de corazón, eran conmovedoras.

—Aun no hemos terminado. Tiene el tobillo muy inflamado. Voy a tener que cortar la caña de la bota.

«Y le va a doler muchísimo», pensó.

Ella se humedeció los labios y asintió.

—Adelante.

A pesar de la vida agradable que ella llevaba indudablemente, no era precisamente una mujer asustadiza. Tenía que admirar eso. Adam tomó las tijeras de cortar cosas duras y cortó la caña de la bota hasta que pudo tratar de sacar el pie.

Nikki se ordenó a sí misma no pensar en el dolor. Con una mano se agarró a la manta mientras con la otra acariciaba a Maudie, que se le había acercado aún más, ofreciéndole su consuelo. Pareció tardar una eternidad pero por fin Adam le quitó la bota. Cuando él se apartó, ella se sentó.

Tenía el tobillo como un par de veces su tamaño normal y el calcetín estaba lleno de sangre. Miró la trampa que estaba sobre la silla y se dio cuenta de que estaba tan oxidada como se había imaginado. Cuando miró a Adam, se dio cuenta de que él había estado siguiendo sus pensamientos exactamente.

—¿Cuándo le pusieron la última vacuna del tétanos? —le preguntó.

—El veintiséis de este noviembre —le contestó ella inmediatamente.

Adam casi hizo un gesto de sorpresa. Normalmente la gente que trabaja en el exterior o con animales son los que tienen cuidado con esas cosas y esa mujer no parecía que hiciera ninguna de las dos cosas. A pesar de su resolución de permanecer indiferente, Adam sintió curiosidad.

—Parece muy segura de la fecha. ¿Es que tuvo un accidente?

Ella le señaló una cicatriz bastante grande que tenía en el dedo meñique de la mano izquierda.

—Me corté el Día de Acción de Gracias.

No le iba a explicar más, que estaba ayudando en una de las comidas de caridad que se daban en los barrios bajos de Phoenix con la gente sin hogar, algo que ni su padre ni su hermano aprobaban.

—Una cosa menos de la que tenemos que preocuparnos.

Había dicho «tenemos», como si el problema se hubiera transformado en algo personal para él. Nikki no estaba segura de que la opinión de ese desconocido importara, pero resultó que así era.

—Debe de pensar que soy una torpe, primero con accidentes de cocina y ahora metiéndome en una trampa como ésta.

Adam se encogió de hombros y levantó las manos para que ella se las viera.

—He perdido la cuenta de la cantidad de veces que me hice heridas construyendo esta casa.

Eso la sorprendió. A pesar de su ruda apariencia había algo en él que sugería que provenía de un mundo diferente del de los trabajadores.

—¿Es carpintero?

—En realidad, no, pero me gusta trabajar con las manos. Subcontraté las cosas complicadas, la electricidad y la instalación de agua. Bueno, será mejor que limpiemos ahora ese pie.

—Eso lo puedo hacer yo —dijo Nikki avergonzada ante el pensamiento de ese completo desconocido teniendo un contacto con ella aún más íntimo.

—Estoy seguro de que puede, pero yo me las puedo arreglar mucho mejor que usted ahora.

Momentos más tarde, volvió con una palangana llena de agua caliente. Sus años de práctica le habían hecho hacer automáticamente lo que era necesario. Metió allí el pie y le quitó el calcetín, separándoselo de la piel con mucho cuidado.

Su resistencia debía de estar debilitándose, pensó Nikki mientras él le secaba el pie y luego le aplicaba un antiséptico para luego vendárselo perfectamente. Cuando terminó le examinó el chichón de la cabeza. Algo en su forma de comportarse le impulsó a decirle:

—Usted es médico, ¿verdad?

Él agitó la cabeza y se sentó a su lado, mientras le examinaba el golpe con dedos expertos.

—Casi lo fui, pero lo dejé. Estoy seguro de que este chichón le tiene que estar proporcionando un dolor de cabeza monumental, pero no creo que sea nada grave.

—Suelo tener dolores de cabeza a menudo, pero tiene razón, este es una tortura.

Adam se levantó y fue a por unas aspirinas.

Cuando se las tomó él le puso una mano en la frente y se dio cuenta de que tenía fiebre. Esperaba haberle limpiado la herida lo suficientemente rápido como para que no se le hubiera infectado. Las próximas horas lo dirían. A pesar del calor que emanaba ella estaba temblando. Luego él fue a echar unos troncos al fuego.

—Tengo hecho chile. ¿Quiere un poco?

Nikki hizo un esfuerzo y se sacó la manta de debajo y se la echó encima.

—Gracias, pero no tengo hambre. La verdad era que no quería molestarle más.

Adam se limpió las manos y se sentó a los pies del sof á.

—Ahora que le hemos limpiado el pie, ¿quiere que llame a alguien para que vengan a recogerla?

Estaba claro que quería librarse de ella y lo comprendía perfectamente. Pero el solo hecho de tener que marcharse hizo que el miedo volviera a asomarse a su mirada. No tenía a nadie a quien quisiera llamar y no podía marcharse, no aún. Necesitaba tiempo, estar donde nadie la pudiera encontrar hasta que pudiera aclararse.

No le gustaba nada esa sensación de estar atrapada, el pie herido le impedía marcharse y sus miedos la impedían seguir con su plan. No podía pensar con ese dolor de cabeza. Sólo necesitaba un poco de tiempo.

—A nadie. Si me pudiera quedar en este sofá hasta mañana, le prometo que encontraré la cabaña de los Lowell tan pronto como amanezca —dijo y luego fue a tomar su bolso—. Con mucho gusto le pagaré por todos los problemas que le he ocasionado.

Entonces oyó cómo el viento arrojaba la lluvia contra la ventana y se estremeció. Seguramente él no la echaría con esa tormenta y de noche.

Adam la miró pensativamente. No había nadie a quien ella quisiera llamar. A solas con un desconocido, herida e incómoda, aun así prefería quedarse antes que informar a alguien. Y esa especie de miedo volvía a reflejarse en su mirada.

—Tiene problemas? ¿Con la policía tal vez?

Ella lo miró directamente a los ojos.

—No, no es nada de eso. Es sólo que necesito estar un tiempo a solas.

—¿Quiénes son los Lowell?

Ella dudó y eligió las palabras cuidadosamente.

—Los padres de mi compañera de piso. Están de viaje y me ofrecieron que usara su cabaña. Suelen venir por aquí.

Su mirada indicó que, probablemente, estaba diciendo la verdad. Pero él ya había conocido mujeres que podían mirar a un hombre a los ojos y mentir muy convincentemente. Para su mala suerte, se había casado con una de ellas. La historia de esa Nikki «Smith» se podía verificar sencillamente con una llamada telefónica. Su amigo, Matt Towers, conocía a todo el mundo en kilómetros a la redonda. Pero no se lo iba a decir a ella.

—Si no vienen a menudo es probable que la electricidad y el agua no funcionen. ¿Por qué vino por la mañana para ponerlas en funcionamiento?

Las mentiras ya le estaban pesando demasiado a Nikki y estaba demasiado confusa como para dar explicaciones.

—Mire, tal vez sea mejor que me marche ahora —dijo apartando la manta y sentándose.

Luego se puso en pie echando todo el peso sobre la pierna sana.

—Gracias por su ayuda.

Parecía tan pequeña y decidida, con la barbilla levantada con un gesto de cabezonería, que él se enterneció.

—No está en condiciones de salir ahí fuera.

Nikki se inclinó para recoger el bolso, luego tuvo que sujetarse en el sofá para mantenerse.

—Ya encontraré la cabaña.

Adam se puso delante de ella, bloqueándole el paso.

—Eso es ridículo. Siéntese.

¿Ridículo? Una palabra que su padre solía usar a menudo. No podía haber dicho nada que la molestara más.

—Evidentemente he abusado de su hospitalidad.

Adam hubiera jurado que le salían chispas verdosas de los ojos.

—No quiero que se marche —dijo él de verdad.

Darse cuenta de ello le tomó por sorpresa a él mismo.

A ella le afectó el tono de su voz, que le sonó muy sincero.

—Por qué no? Parece que piensa que soy algo parecido a una criminal huyendo.

Él se pasó una mano por el cabello, parecía frustrado.

—Corríjame si me equivoco, pero creo que no ha sido completamente sincera conmigo acerca de por qué y cómo es que está aquí.

La cabeza le dolía a Nikki cada vez más, lo mismo que el tobillo y estaba empezando a sentirse de nuevo con la cabeza ligera. Se sentía acorralada, incapaz de marcharse, sin ganas de quedarse.

—No le puedo decir más. Ahora no.

Lo cierto era que esa mujer tenía una forma de despertar sus instintos protectores, durmientes desde hacía tiempo. No estaba seguro de si eso era bueno o malo. De momento lo que si podía ver era que ella estaba muerta de cansancio y dolor y que no era el momento de descubrir lo que le había sucedido realmente.

—Tal vez mañana— le dijo al tiempo que la sujetaba.

Nikki levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Tampoco le puedo prometer nada mañana, excepto que me marcharé de aquí tan pronto como sea posible. No quiero quedarme más de lo que usted desea que me quede.

¿Era así como se lo había hecho parecer? No había querido.

—Mire, no he querido ser rudo con usted. Cuando se vive solo se acostumbra uno a actuar a su manera.

Luego la dejó de nuevo sobre el sofá.

—Quiere beber algo? ¿Brandy o café?

La voz le salió ronca hasta a sus propios oídos, pero incluso él reconoció que era para encubrir la súbita intranquilidad que le producía su cercanía.

Nikki deseó poder desaparecer entre los blandos cojines del sofá. Dormirse y despertar en su propia cama, encontrándose que aquello no había sido más que una pesadilla horrible.

—Tal vez una taza de té, si no es mucha molestia.

En la cocina y, mientras hervía el agua, Adam pensó que no era que le importara en realidad quién era ella. Lo que sí esperaba era que no estuviera pensando en un servicio de té de casa fina. Tomó un bol de cerámica y la tetera y se volvió al salón.

Ella estaba derrumbada contra el brazo del sofá. Dormida. Evidentemente necesitaba dormir más que comer o beber. Dejó la bandeja con las cosas del té en el suelo y se dirigió a la habitación de invitados para prepararle la cama. Luego volvió y la tomó en brazos. Ella gimió un poco, pero no abrió los ojos.

Cuando la llevaba en brazos Adam pensó que no pesaba nada. Era cálida y dulcemente femenina y le había apoyado la cabeza en el hombro, lo que le gustó. Su cuerpo tenso le recordó demasiado claramente el largo tiempo que había pasado desde que h)abía estado tan cerca de una mujer.

La dejó sobre la cama la arropó, asegurándose de que su pie herido estuviera en buena posición. Dejó encendida la lámpara de la mesilla de noche por si se despertaba y se asustaba por estar en un sitio desconocido. Luego se marchó dejando la puerta un poco entreabierta y se dirigió a la cocina.

Maudie estaba allí, mirándolo de una forma que k, recordó que aún no le había dado de comer.

—Tienes mucha paciencia, chica —le dijo.

Luego le echó en su plato la comida para perros. Se lo dejó en el suelo y se retiró. Como siempre, Maudie se comió con ansia su cena.

Adam la miró por un momento. Durante años había viajado ligero de equipaje. Una maleta, unas pocas pertenencias personales y nada de mascotas. Incluso después de llegar allí y construirse la casa siguió solo. Luego, haría unos tres meses, Maudie se presentó, perdida y sola. Él preguntó en el pueblo, pero nadie la reclamó. Poco después, descubrió qIue estaba preñada y no tuvo corazón para echarla.

Se había encariñado con ella, él que no había tenido un perro desde su niñez. Bueno, dio por Hecho que era una forma de ayudar a una dama en apuros.

Y durmiendo en su habitación de invitados había otra dama en apuros. ¿Qué iba a hacer con esa misteriosa señorita Smith?, se preguntó a sí mismo.