Capítulo XI

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Algo la había despertado.

No estaba segura de qué era. Todavía era de noche y se quedó quieta en la cama escuchando con atención. Entonces lo supo. Eran voces que susurraban. Eran bajas, pero lo bastante intensas para penetrar en un sueño irregular.

—De acuerdo. Debe hacerse.

Trató de identificar la voz. Tardó unos instantes antes de darse cuenta de que era el joven monje, el hermano Dianach, quien hablaba. Luego localizó de dónde provenían las voces: del cuarto del hermano Dianach. Las habitaciones estaban separadas por paredes de madera que no terminaban de amortiguar los sonidos.

Fidelma no se movió; permaneció quieta en la cama para escuchar mejor la segunda voz. Imaginaba quién podía ser. Y comprobó que estaba en lo cierto.

—Dadme el pergamino y yo mismo lo entregaré.

Era la voz del hermano Solin.

—Lo tengo aquí.

Solin le hizo callar:

—No tan alto, muchacho, si no queréis despertar a los demás invitados. No nos conviene.

El hermano Dianach se echó a reír inusitadamente.

—El sajón no se despertará. Ha tragado suficiente vino y aguamiel para dormir una semana entera. Desde aquí se le oye roncar como a un puerco.

—¡Démonos prisa! —exigió el hermano Solin con impaciencia—. Es fundamental no llegar tarde.

—Aquí tenéis el pergamino, hermano.

Se hizo un silencio, como si Solin estuviera examinando el objeto que se le había entregado.

—Bien. Ahora volved a la cama. Os informaré por la mañana. Si todo va bien, Cashel caerá a nuestros pies antes de que acabe el verano.

Fidelma se sobresaltó. No pudo evitar aquella reacción. Fue una suerte que el ruido del movimiento se disimulara con la propia salida de Solin. Fidelma se incorporó un momento, con el corazón desbocado. Por la discreción de Solin al pasar por delante de su cuarto, Fidelma supo que andaba de puntillas. Salió de la cama y se puso el hábito y las sandalias de piel.

Solin ya había salido del hostal cuando ella llegó a las escaleras, pero tuvo que evitar bajar deprisa para no llamar la atención del hermano Dianach.

Tampoco había tiempo para despertar a Eadulf, que dormía en la habitación de enfrente. Bajó las escaleras y salió al frío y la oscuridad de la madrugada lo más rápidamente que pudo.

Era una noche muy tranquila y serena, pero la luna, a pesar de ser menguante, brillaba con una intensa blancura que iluminaba el patio con un tenebroso resplandor. La figura del hermano Solin se apresuraba a cruzar el patio en silencio. Vio que llevaba algo en la mano, algo blanco y enrollado, pero sabía que tenía que esperar en la sombra de la puerta del hostal antes de lanzarse tras Solin.

Éste desapareció al girar en una esquina del grupo de edificios donde ella y Eadulf habían estado pocas horas antes. Hasta que no lo hubo perdido de vista, no se atrevió seguirle. Cuando llegó a la esquina, se detuvo para asomarse. Fidelma no se movió, sintiendo frustración: no había rastro alguno del hermano Solin, ni el más mínimo indicio de adónde podía haberse dirigido. Miró a su alrededor en la penumbra, en todas direcciones. Las antorchas encendidas de la ráth aumentaban la lúgubre luz temblorosa que se extendía por todos los edificios. La rechoncha figura del clérigo había desaparecido. El camino principal conducía a las cuadras de la ráth. Fidelma se adentró en él con pasos vacilantes, pero un estremecimiento la detuvo.

No tenía sentido ir en busca de Solin en aquel momento. Se lo había tragado la tierra. Poco más podía hacer, aparte de regresar al hostal para seguir durmiendo. ¿A qué se había referido el hermano Solin con que Cashel caería antes de que acabara el verano? Porque eso era exactamente lo que había dicho. Y sólo quedaba un mes de verano. ¿Qué amenaza se cernía sobre Cashel y por qué Solin estaba implicado? Ahora veía con absoluta claridad que la clave del misterio residía en Solin. Pero ¿cuál era el misterio? Todavía no veía ninguna explicación posible.

Ya había avanzado uno o dos pasos en dirección al hostal, cuando oyó un ruido amortiguado. Ladeó la cabeza. Procedía de las cuadras. Dio media vuelta y volvió a esconderse en la penumbra, acercándose poco a poco a la entrada de las caballerizas. Había encendida una antorcha nueva sobre el portón de las cuadras, que inundaba la entrada con una luz temblorosa.

Le había parecido oír un grito ahogado, como de dolor. Esperó unos momentos por si oía algo más.

De súbito, apareció una figura en la entrada que parecía comprobar si alguien observaba.

La figura iba ataviada de la cabeza a los pies con una capa con capucha, que sostenía con una mano, cubriendo así la mitad inferior del rostro. Sólo se veían los ojos y la nariz. Saltaba a la vista que era una figura esbelta a pesar de la capa que la cubría. Cuando la figura embozada miró hacia el sendero, la luz de la antorcha iluminó las facciones del rostro. Aunque sólo fue un momento y las sombras oscurecían el contorno preciso de aquellas facciones de mujer, Fidelma estaba convencida de que había reconocido los ojos oscuros y los rasgos inconfundibles de Orla.

De repente, la esbelta figura se apresuró hacia la oscuridad del edificio que albergaba, entre otras, las dependencias de Murgal.

Fidelma se quedó allí de pie, sin saber muy bien qué hacer. ¿Debía seguir a aquella sombra furtiva? Y si lo hacía, ¿para qué? Seguramente, Solin sería la última persona con la que Orla habría querido verse en plena noche después de haber amenazado con matarlo.

Quizás el hermano Solin había ido a otra parte. ¿Por qué la hermana del jefe y esposa de su tánaiste no iba a poder hacer una visita a las cuadras a la hora que se le antojara? No era asunto de Fidelma, aunque era evidente que Orla no quería que nadie la viera. ¿Por qué? Para cuando Fidelma ya había considerado la cuestión, la figura se había desvanecido en la oscuridad, y volvía a estar sola en medio de un silencio nocturno.

Fidelma reprimió un suspiro y dio media vuelta. Si la posibilidad más improbable se había dado, y el hermano Solin se había encontrado con Orla en las cuadras, aquél debía de haber salido por otra parte.

Entonces oyó un gemido, pero fue tan leve que pensó que se trataba del viento. Luego volvió a oírlo. Sólo entonces se dio cuenta de que era un sonido humano y provenía de las cuadras.

Dio la vuelta una vez más y se dirigió sin vacilar hacia la entrada. Al llegar, escudriñó la oscuridad del interior. Oyó unos jadeos agónicos.

Sólo podía ver las siluetas de los caballos, que estaban intranquilos. Salió a buscar la antorcha de hierro y la extrajo del mango de metal. Con la luz en alto, se desplazó por las cuadras en busca del origen del sonido.

Vio un bulto al final del establo, estirado boca arriba, con una mano sobre el pecho y la otra extendida por encima de la cabeza, un hombre agonizaba.

Tan pronto como la vio, Fidelma reconoció al hermano Solin de Armagh.

Corrió a su lado, pero en cuanto vio la sangre que manaba de la parte baja del pecho, donde el hombre tenía la mano para frenar el flujo en vano, Fidelma se dio cuenta de que el hermano Solin estaba muriendo. Tenía los ojos cerrados, y los labios torcidos por el dolor.

—¡Solin! —exclamó sorprendida—. ¿Quién os ha hecho esto?

El hombre movió la cabeza a un lado, pero no abrió los ojos. Una mueca de dolor asomó en su rostro.

—Solin, soy Fidelma. ¿Quién os ha apuñalado?

Solin separó los labios, y ella tuvo que inclinarse para poder oír la voz dolorida y sofocada del clérigo.

Suaviter… suaviterin modo…

La cabeza cayó de pronto hacia atrás. El hermano Solin de Armagh acababa de abandonar este mundo.

Fidelma suspiró y terminó el aforismo:

—… fortiter in re.

Apretó los labios y se quedó contemplando el cuerpo. ¿Qué había querido decir con ello?

«Suave de maneras», había empezado a decir Solin. Y el aforismo se completaba con: «…, resuelto en acciones». Sin duda, la resolución del asesino había conseguido su objetivo, pero ¿dónde cabía en esa acción la suavidad? La mano de una mujer… Orla había dicho que mataría a Solin si volvía a verle y, por lo visto, había cumplido su palabra.

Cuando comprendió que ya nada podía ayudar a Solin, registró rápidamente el cuerpo. El pergamino que el hermano Dianach le había dado y que ella misma le había visto en la mano no estaba allí. Levantó en alto la antorcha y miró alrededor con cuidado. No había rastro de nada similar siquiera a un pergamino. ¿Se lo habría llevado Orla? Y de ser así, ¿por qué razón? ¿Y qué relación tenía la ira de Orla hacia Solin con la amenaza de que Cashel caería antes de acabar el verano?

Fidelma se estaba levantando con la antorcha en la mano, cuando notó algo afilado en la espalda. Una voz masculina le ordenó:

—No os mováis, señora.

Reconoció la voz de Artgal.

Se quedó quieta.

—No me moveré —garantizó Fidelma—. ¿Qué queréis de mí?

El hombre soltó una carcajada.

—Curioso sentido del humor el vuestro, señora. No os mováis.

Para sorpresa de Fidelma, de pronto Artgal levantó la voz para llamar a la guardia nocturna.

—¿Qué estáis haciendo? —exigió, menos segura de lo que estaba ocurriendo.

—Podéis volveros —concedió Artgal—. Pero despacio.

Fidelma hizo tal cual le pidió, y se enfrentó de cara al siniestro herrero, con la espada en la mano, apuntándola. A lo lejos se oyeron gritos que respondían a la llamada.

—¿Qué estáis haciendo? —exigió otra vez.

—Fácil respuesta —respondió Artgal con una agria sonrisa—. ¿Qué se hace cuando se encuentra a una asesina inclinada sobre el cuerpo de su víctima?

—Pero si yo no… —empezó a protestar, pero no pudo terminar antes de que Rudgal y otros guardias llegaran corriendo a las cuadras junto con Laisre.

El jefe llevaba una pesada capa alrededor del cuerpo y parecía recién levantado de la cama. Artgal se irguió con respeto ante su presencia.

—¿Qué representa esto, Artgal? —preguntó Laisre con indignación, viendo la escena.

—Estaba de guardia nocturna, Laisre, y pasaba por las cuadras cuando he visto que faltaba la antorcha que ilumina la entrada. Al entrar, he visto a esta mujer…

Sacudió la cabeza para señalar a Fidelma. Laisre frunció el ceño por la falta de cortesía de Artgal y lo interrumpió:

—¿Os referís a Fidelma de Cashel?

Artgal no estaba dispuesto a cambiar su postura.

—He visto a esta mujer inclinada sobre el cuerpo del sacerdote cristiano, Solin. Lo ha matado.

—¡Eso no es cierto! —protestó Fidelma horrorizada por la acusación.

Laisre acababa de vislumbrar el cuerpo tendido. Lanzó una exclamación de asombro y se inclinó hacia delante.

—¡Por la larga mano de Lugh! —susurró—. Cierto, ¡es el enviado cristiano de Armagh! —exclamó poniéndose en pie para dirigirse a Fidelma—. ¿Qué significa esto?

—Yo no lo he matado —aseguró Fidelma.

—¿Ah, no? —preguntó Artgal con desdén—. Yo he sido testigo de lo ocurrido. Las mentiras no os valdrán de nada.

—Vos sois quien miente —acusó Fidelma—. Os desafío a decir que me habéis visto hundir un cuchillo en el cuerpo de este pobre hombre.

Artgal parpadeó ante la vehemencia de la negación.

—Al entrar os he visto sobre él, y no había nadie más que vos.

—¿Qué tenéis que decir a esto, Fidelma? —preguntó Laisre, mirándola con desconcierto.

—Estaba siguiendo al hermano Solin —explicó Fidelma—. Lo había perdido de vista y me disponía a volver al hostal, cuando oí un ruido en las cuadras. Entonces vi salir a alguien, alguien que desapareció enseguida en la oscuridad. Luego pude oír un gemido, entré en las caballerizas y encontré al hermano Solin. Estaba agonizando. Me suspiró algo al oído que no tenía mucho sentido. Algo en latín. Y luego expiró. Me disponía a llamar a la guardia, cuando apareció Artgal con su espada y me inmovilizó.

Artgal soltó una risotada burlona.

—No había nadie más que vos —repitió.

—¡Os digo la verdad! ¡Tenéis la palabra de una dálaigh de los tribunales Brehon, así como la de una princesa Eóghanacht!

—Quizá con eso no baste —sugirió Artgal, que no estaba dispuesto a dejarse intimidar.

Laisre alzó la mano para pedir silencio.

—Lamentablemente, Fidelma de Cashel, Artgal tiene razón. Vuestra palabra no basta. En primer lugar, ¿por qué seguíais al hermano Solin?

—Porque… —vaciló, pues no quería revelar sus sospechas.

Si había una conspiración para derrocar a Cashel, podía haber alguien más implicado. Artgal malinterpretó su indecisión por culpa y se dio la vuelta, regocijado por el triunfo.

—Porque no soportaba su presencia —intervino el guerrero—. Todos vimos cómo se enfureció con él ayer en la reunión del Consejo. Siempre hay algún conflicto entre estos cristianos. La he oído decir que Armagh e Imleach son adversarios, y ambos buscan dominar nuestras vidas. Riñen entre ellos para hacerse con el derecho a gobernarnos. Ahí reside la esencia del problema, creedme.

Todos conocían la enemistad que había entre Solin y Fidelma. Laisre le dirigió una mirada recelosa.

—Es un motivo plausible.

—No. El motivo que tenía para sospechar del hermano Solin es uno muy simple —explicó Fidelma, que había estado buscando desesperadamente una respuesta—. Se ha levantado en mitad de la noche y salió del hostal. ¿Qué buenas intenciones puede albergar alguien para hacer tal cosa? Me ha parecido sospechoso, así que le he seguido.

—¿Y decís que habéis visto a una persona en la puerta de las cuadras? —preguntó Laisre en tono pensativo—. Supongo que no pudisteis ver quién era.

—¡Claro que no! —interrumpió Artgal.

—Dejadla responder —aconsejó Laisre sin apartar la vista de Fidelma.

Fidelma se hallaba ante un dilema, pues no pretendía revelar la presencia de Orla hasta haberla investigado ella misma, aunque se dio cuenta de que debía justificarse ante Laisre.

—Sí, sí puedo —contestó a Laisre para sorpresa del jefe—. Pero no quisiera revelar el nombre hasta haber investigado antes.

—¿Investigar, decís?

La voz de Murgal sobresaltó a todos al entrar en las cuadras sin que nadie se percatara.

—Si debe haber una investigación —prosiguió—, no sois vos, señora, quien deberéis seguirla. Yo soy el brehon aquí.

Laisre miró al druida como si fuera a rebatirlo, pero luego accedió:

—Murgal tiene razón, Fidelma de Cashel. Vos sois sospechosa de asesinato y, por tanto, ya no podéis ejercer de dálaigh. Así que debéis colaborar con nosotros, y decirnos el nombre de la persona a quien visteis en la puerta de las cuadras.

—Si es que podéis —añadió Artgal con sorna.

—Vi a Orla, vuestra hermana —dijo Fidelma sin levantar la voz.

Laisre inspiró aire profundamente. Tenía una expresión atónita en el semblante.

—¿Qué perfidia es ésta? —exigió Artgal, furioso—. ¡Pretende que la culpa recaiga sobre la hermana de nuestro jefe! ¡La esposa de nuestro tánaiste!

—Yo sólo busco la verdad —dijo Fidelma con firmeza.

Murgal la miraba con desconfianza.

—¿Acaso creéis que estaremos más cerca de la verdad insultando a vuestro anfitrión, el jefe de Gleann Geis, al declarar que Orla es una asesina?

—Sólo he dicho que la he visto salir de las cuadras…

—¡Sí, claro, Orla! —espetó Artgal—. ¡Esto es una afrenta a nuestro pueblo, Laisre!

Laisre tenía el semblante tenso.

—Si hubierais pronunciado otro nombre, Fidelma, quizá me habría mostrado más indulgente y os habría creído.

Fidelma levantó la barbilla con desafío.

—Sólo digo la verdad. Id a buscar a Orla y traedla para que lo niegue.

Por un momento, Laisre no supo qué hacer.

—Es un terrible acontecimiento, Fidelma de Cashel, y creo que lo mejor será que se discuta en la sala consistorial. Artgal, id a la estancia de Orla y Colla y requerid la presencia de mi hermana. No mencionéis nada sobre lo ocurrido ni le digáis por qué la hago llamar —ordenó, y se dirigió luego a Murgal—. Sois mi brehon. Vendréis con nosotros y nos daréis consejo en el proceso y el juicio.

Murgal inclinó la cabeza con gravedad. Hizo una señal a Rudgal y al otro guarda para que se acercaran.

—Que uno de vosotros se quede aquí con el cuerpo. Aseguraos de que nadie lo toque hasta que yo lo diga. El otro puede acompañarnos.

—¡Esperad! —gritó Fidelma cuando Rudgal avanzó para tomarla del brazo.

Laisre estaba saliendo por la puerta, cuando se dio la vuelta hacia Fidelma con una expresión inquisitiva.

—¿Qué ocurre? ¿Queréis dar otra versión de la historia? —preguntó.

—¿Cómo voy a alterar la verdad? —preguntó Fidelma con irritación—. No; si se supone que he matado a Solin, aun a pesar de que Artgal entrara en el establo tendría que haber usado un puñal para matarlo. Examinad la herida del cuerpo, Murgal. Sois brehon: ¿de qué ha muerto?

Murgal avanzó unos pasos y le quitó la antorcha de la mano para inclinarse sobre el cuerpo y examinarlo con cuidado.

—Una herida… una puñalada derecha en el costado, bajo el tórax —anunció.

—Es indiscutible que el hermano Solin ha muerto de una puñalada —dijo Laisre con una rápida mirada a Artgal, que aún estaba allí.

—Artgal dice que me ha visto inclinada sobre el cuerpo del hermano Solin; que me ha visto ponerme en pie sobre él, creyendo que acababa de matarlo.

—Es exactamente lo que he visto —concedió Artgal.

—Muy bien. Exijo que ahora mismo se busque el puñal.

—¿Qué? —preguntó Murgal frunciendo el ceño.

—Registradme para encontrar el arma con la que supuestamente he matado al hermano Solin.

No me he movido de aquí desde que Artgal se acercó a mí. No he tenido tiempo para esconder o tirar el arma.

Laisre vaciló un momento e intercambió una mirada indecisa con Murgal.

El druida se incorporó, taciturno, y pasó la antorcha a Rudgal.

—Entonces, con vuestro permiso, Fidelma de Cashel…

Avanzó y pasó las manos mecánicamente sobre la ropa de Fidelma. Buscó de manera concienzuda, sistemática y objetiva.

—No lleva el arma encima —informó.

—Ahora mirad alrededor del cuerpo —indicó Fidelma.

Sabía que no hallarían ningún arma porque ya la había buscado antes, al descubrir la herida mortal del hermano Solin.

Laisre soltó un profundo suspiro.

—Por mucho que busquemos, Fidelma, vos ya debéis de saber que no hallaremos nada.

—Lo único que sé es que yo no he cometido este crimen.

Murgal se dirigió al compañero de Rudgal, ya que éste se había colocado justo detrás de Fidelma, a modo de escolta.

—Entonces, buscad. Y si descubrís algo, llevadlo a la sala consistorial. A vos, Artgal, ya os han dado instrucciones: llevad a Orla a la sala. Rudgal, vos escoltaréis a Fidelma de Cashel.

Con Laisre por delante y Murgal detrás, cruzaron el patio. Sólo unos pocos se habían despertado con la voz de alarma de Artgal, y estaban reunidos en el patio, murmurando. Fidelma buscó a Eadulf con la mirada, pero no estaba allí, aunque sí vio el rostro pálido del hermano Dianach en la puerta del hostal.

Rudgal se inclinó para decirle a Fidelma al oído:

—Espero que podamos resolver pronto este misterio, hermana. No obstante, la acusación contra Orla despertará mucho rencor, ya que la aprecian mucho en Gleann Geis.

Cuando hubieron llegado a la sala consistorial, Laisre dio unas palmadas, y un sirviente acudió raudo para encender las lámparas de aceite y remover las ascuas que quedaban entre las cenizas del fuego hasta conseguir reavivar las llamas.

Laisre tomó asiento de mala gana en la silla oficial, e hizo una señal a Murgal para que se sentara a su lado. Indicó a Fidelma que se sentara ante ellos, mientras que Rudgal ocupó una posición discreta en una silla detrás de la hermana dálaigh.

—Es un suceso terrible, Fidelma —musitó Laisre con inquietud—. Hoy debíamos llegar a un acuerdo.

—Lo tengo más que presente —dijo Fidelma con frialdad en el tono—. Quizá no sea una coincidencia. No sería la primera vez que se nos impide iniciar las negociaciones.

Miró directamente a Murgal al hablar, que se enfureció al darse cuenta de la insinuación.

—Jefe —dijo con sequedad—, como brehon vuestro que soy, yo debería dirigir este asunto a partir de ahora.

Laisre hizo una señal con la que cedía el poder para ello a Murgal. Éste miró a Fidelma y le dirigió una sonrisa que mostró su dentadura amarillenta.

—Por el momento, la situación no os favorece, Fidelma. ¿Qué tenéis que decir en cuanto a la afirmación de Artgal?

—Ningún argumento teológico merece que se recurra a la violencia como resolución —respondió Fidelma.

—Sin embargo, se sabe que la gente de vuestra Fe maneja argumentos violentos sobre asuntos carentes de sentido para la mayoría de las personas. Por ejemplo, sabemos que en este reino muchos clérigos son contrarios a la autoridad de Roma, y ahora sabemos que Imleach ni siquiera acepta la autoridad de Armagh. ¿Estáis seguros de que adoráis al mismo Dios?

Fidelma esbozó una sonrisa y dijo:

—Eso podría discutirse.

—El hermano Solin estaba convencido de que él representaba el camino verdadero hacia vuestro Dios, y que el resto vivíamos en la ignorancia. Supongo que vos también afirmáis que el vuestro es el único camino.

Fidelma movió la cabeza y explicó:

—Yo no sería tan impertinente, Murgal. Existen muchos caminos para alcanzar un mismo objetivo.

Sólo podemos estar plenamente convencidos de pocas cosas que alcanzamos a comprender. Hallar un camino seguro en la vida es la aspiración de mucha gente en esta confusa e incierta existencia. Pero la certidumbre es a menudo una ilusión. Hemos nacido para dudar. Quienes no saben nada, no dudan de nada.

Murgal la miraba con asombro.

—Si no fuera porque lleváis los símbolos de la nueva Fe, Fidelma de Cashel, juraría que pertenecéis a la antigua. Quizá llevéis el hábito equivocado.

—Mi fe es la mejor armadura con la que pasar por la vida, pero el peor de los hábitos.

Se hizo un silencio mientras todos reflexionaban sobre el significado de lo dicho. El ruido de voces procedente del exterior lo rompió, y Artgal abrió la puerta de golpe. Colla, con cara de haberse acabado de levantar, envuelto en una capa, entró. Detrás de él venía Orla con cara de sueño y desgreñada. Fidelma se sorprendió al ver el aspecto de Orla, como si también acabara de levantarse de un sueño profundo. También llevaba una capa sobre el camisón.

—¿Qué sucede? —preguntó Colla—. ¿Qué requiere nuestra presencia en mitad de la noche? ¿Qué ha sucedido? El patio está lleno de gente que murmura.

Fidelma reparó en que Artgal estaba de pie, junto a la puerta de la sala, con una mueca de satisfacción en el rostro.

—¿No os ha informado Artgal de qué ha ocurrido? —preguntó Fidelma con suspicacia.

Colla sacudió la cabeza para indicar que no y explicó:

—Sencillamente nos ha hecho salir de la cama y nos ha dicho que Laisre deseaba vernos enseguida en la sala consistorial.

Murgal intervino, furioso.

—Yo estoy a cargo de este procedimiento —anunció—. Yo dirijo este procedimiento como brehon —añadió, y acto seguido se dirigió a Orla—. Orla, ¿habéis estado en las cuadras hace media hora?

La expresión de perplejidad de Orla no podía ser fingida. Fidelma sintió que la duda la embargaba. ¿Podía haberse equivocado? No; estaba segura: había visto a Orla.

—¿Es esto una broma, Murgal? Porque si es así, es de mal gusto.

—Hablo en serio. ¿Dónde habéis estado esta última hora?

—En el mismo sitio al que regresé desde las celebraciones de anoche —contestó Orla, atónita—, en la cama de mi esposo. No nos hemos movido de allí hasta que Artgal ha llamado a la puerta.

La esposa del tánaiste era muy convincente.

—Y Colla, sin duda, lo confirmará —dijo Murgal con una siniestra sonrisa.

—Por supuesto que sí —espetó Colla con indignación—. No nos hemos movido de allí en las últimas horas. Decidme ahora, ¿qué significa esto?

—Comprendo vuestro enfado, Colla —contestó Murgal—. Pero aún no habéis oído lo peor: el clérigo de Armagh, Solin, ha muerto apuñalado en el establo hace menos de una hora.

Colla soltó un bufido de asombro, y Orla acentuó su perplejidad.

—Pero ¿qué tiene que ver esto con nosotros? ¿Por qué me habéis preguntado si estaba en las cuadras…? ¡Oh! —exclamó abriendo mucho los ojos, mirando a Fidelma—. ¡Os dije que mataría a ese puerco! Creéis que… pero sólo era una forma de hablar. Yo no lo he hecho.

Laisre intervino con diplomacia.

—A alguien le ha parecido veros allí.

—Pues no estaba allí —repitió con firmeza.

—Y yo puedo dar fe de ello —añadió Colla.

Murgal miró a Fidelma.

—No creo que ganemos nada insistiendo en esta cuestión, Fidelma. ¿Y vos?

No obstante, Fidelma se dirigió a Orla.

—Sin embargo, recordáis haberme dicho que si volvíais a ver al hermano Solin lo mataríais, ¿verdad? Eso fue ayer por la tarde.

Orla se ruborizó.

—Sí, pero como he dicho, no tenía intención de…

—Dijisteis que lo mataríais —repitió Fidelma con firmeza—. ¿Por qué lo dijisteis?

Orla se mordió el labio y, mirando a Colla, bajó la mirada.

—Me insultó.

—¿De qué modo? —insistió Fidelma.

—Me hizo… me hizo una propuesta de mal gusto.

Colla se sobresaltó con enfado al oír la confesión de su esposa.

—¿Qué? No me habíais dicho nada.

Orla le quitó importancia.

—Yo misma me ocupé de ese cerdo baboso. Le di una buena bofetada. Y cuando dije que lo mataría si volvía a verle…

—No lo decíais en serio —intervino Laisre—. Claro, todos lo entendemos —la disculpó mirando a Fidelma—. La cuestión es que ahora los movimientos de mi hermana quedan explicados, cualquiera que sea la opinión que tenga del hermano Solin.

Fidelma abrió la boca para protestar, pero luego se encogió de hombros y guardó silencio con resignación.

El testimonio de Colla y el gesto de asombro de Orla, aparentemente genuino, no cambiarían su versión de la historia por muchas preguntas que les hicieran. Fidelma era una persona pragmática. Sabía que no servía de nada aporrear un objeto inamovible por mucha fuerza que tuviera de su parte, y no era el caso. Sólo ella sabía que era a Orla a quien había visto en la puerta de las cuadras.

—No proseguiré con este asunto por el momento. Que Orla y su esposo regresen a su aposento y reanuden su descanso.

Colla vaciló. Miró a Murgal y a Laisre con curiosidad. Al hablar, tenía un deje beligerante en la voz.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué Fidelma de Cashel acusa a mi mujer de este acto y por qué ha pronunciado esas palabras con tal ligereza?

Murgal levantó una mano para mantener la calma en la sala.

—En cuanto a quién mató a Solin, tenéis que comprender que debemos estar seguros, Colla. Y parece que sólo se ha confundido la identidad de Orla con la de otra persona que se escondía en la oscuridad. Lo mejor será que regreséis a vuestros aposentos. Ya hablaremos de ello por la mañana.

Colla acompañó a su mujer fuera de la sala a regañadientes.

Artgal seguía mirando de brazos cruzados a Fidelma con una sonrisa petulante desde la puerta.

—Al final no teníais razón, ¿eh? —le soltó con menosprecio—. Vuestro ardid no ha funcionado.

Murgal parecía molesto por la actitud del guerrero.

—Yo en vuestro lugar seguiría con el trabajo que estabais haciendo, Artgal. Podéis dejar a Fidelma de Cashel con nosotros y, recordad lo que os voy a decir: sigue siendo hermana del rey de Cashel. Se le debe respeto, haga lo que haga.

Artgal apretó los dientes de rabia por la reprimenda, dio media vuelta y salió.

Murgal miró a Fidelma con preocupación.

—Artgal es primitivo en muchos sentidos, hasta el extremo de que todo aquello que no puede hacerle daño le inspira poco respeto. Cashel y el alcance del rey son conceptos demasiado abstractos para su entendimiento. No puede respetaros a menos que viva en sus propias carnes el poder que representa vuestro hermano.

Fidelma se encogió de hombros, mostrando indiferencia.

—Si sentís temor, os abstendréis de mesarle las barbas a un león muerto.

—Una reflexión interesante —comentó Murgal—. ¿Es este epigrama de vuestra propia invención?

—Es de Marcial, un poeta latino. Pero no quiero que me respeten por quienes fueron mis antepasados o por quienes son mis parientes. Quiero que se me respete por quien soy.

—Ese argumento no le valdría a Artgal —intervino Laisre—, ya que ahora estáis acusada de asesinato.

Fidelma consideró que bastaban las evasivas.

—Lo único de lo que estoy segura es de que he visto a Orla en las cuadras.

—No puede ser —la reprendió Laisre—. A menos que acuséis tanto a Orla como a Colla de mentir.

—Yo sólo puedo remitirme a cuanto he visto —insistió Fidelma.

—Orla es mi hermana —dijo Laisre con disgusto—. Y puedo asegurar que nunca mentiría. Colla es mi tánaiste, mi heredero electo. ¿Le acusáis de mentir para proteger a su esposa? Si es a esto a lo que recurrís para defenderos, deberíais empezar a reflexionar sobre la cuestión.

—¿De modo que ambos ya habéis decidido que soy tan culpable como Artgal cree que soy?

Murgal la miró con una expresión adusta.

—Sois dálaigh, Fidelma. Conocéis el procedimiento que debe seguirse ahora. Decidme, ¿a qué otra conclusión puedo llegar a partir de lo que he oído? Artgal es un testigo. Para rebatir su testimonio, habéis acusado a la hermana de nuestro jefe. La palabra de su esposo confirma que Orla no estaba donde decís que estaba. Y vuestro único argumento es llamarlos a ambos mentirosos.

Laisre tenía el rostro encendido, como si la ofensa de Fidelma le sobrepasara. No pudo reprimir la cólera en su voz.

—Debo advertiros, Fidelma de Cashel, y con todo el respeto hacia vuestro grado, que habéis ido demasiado lejos al acusar a mi hermana de asesinar y mentir.

—Yo vi lo que vi —insistió Fidelma con tesón.

—Fidelma de Cashel, soy el jefe de mi pueblo. No compartimos religión, pero compartimos una misma ley, una ley harto anterior en el tiempo a la época en que se permitió a Patricio el Britano participar del consejo de Laoghaire para estudiarla y revisarla. La ley me guía, como jefe, por el camino que debo tomar. Vos conocéis el camino tan bien como yo. La cuestión quedará a partir de este momento en manos de Murgal, mi brehon.

Laisre se levantó bruscamente y abandonó la sala.

Fidelma también se puso en pie para encararse a Murgal.

—Yo no he matado al hermano Solin —insistió.

—Entonces deberéis demostrarlo. Como prescriben las leyes, nos encontraremos en este mismo lugar dentro de nueve días a partir de ahora, sólo entonces tendréis que responder a esta acusación. Entretanto, estaréis bajo custodia en nuestra Cámara de Aislamiento.

—¿Nueve días? —preguntó Fidelma, atónita—. ¿Qué voy a hacer mientras estoy encarcelada?

—Así lo dicta la ley, como bien sabéis —confirmó Murgal—. Para el delito de asesinato, no puedo hacer menos.

Fidelma sintió un escalofrío repentino.

—¿Cómo voy a demostrar mi inocencia si ni siquiera se me permitirá desplazarme dentro de la ráttü —exigió?

—En tal caso deberéis buscar un brehon que os represente para que alguien en vuestro lugar haga lo que haríais. No podemos ser indulgentes con el rango y los privilegios.

—¿Un brehon? —preguntó Fidelma, que añadió con cinismo—: No creo que en Gleann Geis abunden los abogados.

Murgal prefirió no responder. Hizo una indicación a Rudgal, que todavía estaba en la silla de atrás.

—Llevad a Fidelma de Cashel a la Cámara de Aislamiento. Procurad tratarla con respeto y acatar sus deseos en cuanto a comodidad y acceso a cualquier cosa que pueda ayudarla en la defensa… es decir, dentro de lo razonable.

Rudgal avanzó para tomarla por el codo. La miró con compasión un momento, antes de apartar la vista y mirar al vacío.

—Acompañadme, sor Fidelma —dijo con amabilidad y con un hilo de voz.

Fidelma miró por última vez a Murgal, pero el austero druida estaba de espaldas con las manos atrás, como si examinara las llamas del brasero de hierro que calentaba la sala. No cabía esperar compasión alguna de Murgal, el brehon de Gleann Geis.