7. Ella
No se había llevado nada. De la cómoda en que había guardado la ropa interior no faltaba ni un calcetín; y buscando el cheque, que tanto significaba para él, no había desordenado nada en absoluto. Había cogido Tzili para leer algo en la cama mientras esperaba mi regreso; pero ésa parecía ser la única de mis posesiones que se había atrevido a tocar —dejando aparte mi propia identidad, claro está. Mientras hacía las maletas para salir de allí empecé a poner en duda que hubiese registrado la habitación, e incluso llegué a preguntarme si en verdad había estado en ella— lo cual resultaba bastante más inquietante. Pero si no había acudido a reclamar el cheque como suyo, ¿por qué había corrido el riesgo de encolerizarme (o de algo peor) entrando en mi habitación?
Ya estaba con la chaqueta puesta y el equipaje hecho. Sólo faltaba que amaneciese. No tenía más objetivo que el de esfumarme. Lo demás ya lo aclararía —o no lo aclararía— cuando hubiese logrado huir. Y no se te ocurra ponerte a escribir luego sobre el asunto, me aconsejé. Hasta los más crédulos desprecian hoy en día la noción de objetividad; la última teoría que se han tragado consiste en afirmar que nada puede expresarse con exactitud, como no sea la propia temperatura corporal; que todo es alegórico. Así que ¿cómo diablos iba a apañármelas para que alguien tomara semejante cosa por realidad? Cuando te despidas de él, pídele a Aharon que haga el favor de no decir nada y olvidarlo. Incluso a Claire, cuando vuelva a Londres y pregunte por lo sucedido, le diré que todo fue bien. «No pasó nada, el individuo no hizo acto de presencia». Si no, te vas a tener que pasar el resto de tu vida explicando estos dos días, y nunca convencerás a nadie de que tu versión es eso y nada más: una versión personal tuya.
Tresdobladas en el bolsillo interior de mi chaqueta estaban las hojas con membrete del hotel donde había escrito, en letras mayúsculas muy legibles, mis restantes preguntas a Aharon. En la bolsa tenía todas las demás preguntas y respuestas, con sus correspondientes casetes. A pesar de todo, había logrado sacar adelante el trabajo, aunque quizá no exactamente como lo había planeado allá en Nueva York… De pronto me acordé de Apter. ¿Podría pillarlo en su pensión cuando fuera camino de Jerusalén? ¿O corría el riesgo de encontrarme a Pipik esperando allí, haciéndose pasar por mí ante el pobre Apter?
Tenía apagadas las luces de la habitación. Llevaba media hora a oscuras, sentado ante el escritorio de al lado de la ventana, con la bolsa repleta de todas mis cosas apoyada contra la rodilla y observando a los enmascarados, que habían reanudado su transporte de piedras justamente a mis pies, como para edificación mía personal e intransferible, como desafiándome, a ver si me atrevía a descolgar el teléfono y avisar al ejército o a la policía. Esas piedras, pensé, son para partir cabezas judías; pero también pensé que aquello no tenía nada que ver conmigo, que yo no era de allí, que aquella lucha territorial no me afectaba… Fui contando las piedras que trasladaban. Al llegar a cien no pude soportarlo más, llamé a centralita y pedí que me pusieran con la policía. Me dijeron que estaba comunicando.
—Es un caso urgente —repliqué.
—¿Le sucede a usted algo? ¿Se encuentra mal, señor?
—No, por favor, hay algo que quiero poner en conocimiento de la policía.
—En cuanto deje de comunicar, señor. La policía está muy ocupada esta noche. ¿Ha perdido usted algo, señor Roth?
Justo cuando colgaba me llegó desde el otro lado de la puerta la voz de una mujer.
—Déjeme pasar —musitó. Soy Jinx Possesski. Está ocurriendo una cosa horrible.
Quise hacer como que no estaba, pero ella se puso a golpear ligeramente la puerta: seguramente habría oído mi voz cuando hablaba por teléfono.
—Va a secuestrar al hijo de Demjanjuk.
Pero yo seguía entercado en mi objetivo único, y no me molesté en contestarle. Lo mejor para no equivocarte es que no hagas nada.
—¡En este mismo momento están planeando el secuestro del hijo de Demjanjuk!
Al otro lado de la puerta la Possesski de Pipik; al pie de mi ventana, los árabes con sus pasamontañas, robando piedras. Cerré los ojos para elaborar mentalmente una última pregunta que dejar a Aharon antes de salir volando. Por el hecho de vivir en esta sociedad, padeces un permanente bombardeo de noticias y de conflictos políticos. No obstante, como novelista has ido dejando de lado, casi en todos los casos, la turbulencia cotidiana de Israel…
—¡Señor Roth, tienen toda la intención de hacerlo!
… para concentrar la atención en otros problemas judíos. ¿Qué significa esta turbulencia para un novelista como tú? Hasta qué punto afecta tu vida literaria el hecho de ser ciudadano…
Jinx sollozaba.
—Esto lo lleva encima, señor Roth. Se lo dio Walesa. Tiene usted que ayudarme…
… de esta sociedad que ante sí misma se manifiesta y se afirma y se hace leyenda? ¿Nunca te tienta la imaginación esta sociedad que tantas noticias genera?
—Va a ser su fin.
Todo aconsejaba silencio y control de mí mismo, pero no pude contenerme, y lo solté:
—¡Estupendo!
—Va a destruir todo lo que lleva hecho hasta ahora.
—¡Perfecto!
—¡No tiene usted más remedio que aceptar alguna responsabilidad!
—¡En modo alguno!
Mientras tanto me había puesto de rodillas en el suelo tratando de sacar de debajo de la cómoda lo que fuera que hubiese ella hecho pasar por debajo de la puerta. Por fin lo conseguí, con la punta del zapato.
Un trozo de tela dentellada, del tamaño de mi palma, tan ligero como una muestra: una estrella de David, algo que no había visto antes más que en fotografías de gente recorriendo las calles de la Europa ocupada; judíos con etiqueta amarilla de judío. Era una sorpresa que no tendría que haberme exasperado más que cualquier otra derivada de los excesos de Pipik, pero el caso es que lo hizo, que me exasperó violentamente. Alto. Respira. Piensa. Esta patología es suya, no tuya. Trátala con sentido realista del humor. ¡Y vete! Pero lo que hice fue dar rienda suelta a mis sentimientos. ¡Conténte, conténte! Pero no pude. No parecía haber forma de tratar ese trágico recordatorio como si hubiese sido un inofensivo entretenimiento más. No había nada que aquel individuo no fuese capaz de convertir en una farsa. ¡Hasta una cosa así le servía para blasfemar! No puedo soportarlo.
—¡Quién es este loco! ¡Dígame quién es este loco!
—Ábrame la puerta y se lo diré.
—¡Toda la verdad!
—¡Le contaré todo lo que sé!
—¿Está usted sola?
—Completamente sola. Se lo juro.
—Un momento.
Alto. Respira. Piensa. Pero lo que hice fue precisamente lo que había decidido no hacer hasta que tuviera garantizada la huida salva. Aparté la cómoda de la puerta, justo lo suficiente para poder abrir, di la vuelta a la llave y dejé que se me deslizara en la habitación la coconspiradora que aquel individuo había enviado con instrucciones de seducirme, vestida como para los bares de ligue donde iban las enfermeras de oncología a enjuagarse de tanta muerte y agonía, en los tiempos en que Jinx Possesski aún era una curtida e irredenta enemiga de los judíos. Llevaba unas grandes gafas negras cubriéndole la mitad del rostro, y el vestido negro que vestía difícilmente podía destacarle más las formas. Ni quitándoselo le habrían quedado más destacadas las formas. Era un vestido de poco precio, pero muy favorecedor. La gran cantidad de pintura de labios, el mechón de pálido cabello color trigo polaco, sin peinar, las protuberancias, acabaron confirmándome en la idea no sólo de que no venía para nada bueno, sino de que no había sido únicamente mi terrible estado de ánimo el que me había impedido parar, respirar y pensar, porque yo tampoco llevaba muy buenas intenciones, y la cosa no venía de ahora. Se me pasó por las mientes, amigos míos, mientras ondulaba el cuerpo para pasar por el hueco de la puerta, y luego echaba la llave, encerrándose conmigo (¿y dejándolo a él fuera?), que nunca debería haberme alejado más allá del portal de mi casa de Newark. Nunca deseé con más fuerza —no su persona, o todavía no, al menos— mi vida de antes de la copia, la imitación y la doblez, mi vida de antes de la burla y de la idealización de mí mismo (y de la idealización de la burla, y de la burla de la idealización, y de la idealización de la idealización, y de la burla de la burla), antes de la alternancia entre exaltación hiperobjetiva y exaltación hipersubjetiva (y la hiperobjetividad de la hipersubjetividad, y la hipersubjetividad de la hiperobjetividad), aquellos tiempos en que lo exterior estaba fuera, en que todo se escindía limpiamente y nada sucedía que no pudiera explicarse. Abandoné mi portal de la calle Leslie, comí del árbol de la ficción, y desde entonces nada, ni la realidad ni yo, ha vuelto a ser lo mismo.
No quería aquella tentación, quería tener diez años; aun llevando toda la vida en posiciones contrarias a la nostalgia, ahora quería tener diez años y estar en mi casa de niño, cuando la vida todavía no era un callejón sin salida, sino algo ordenado como el béisbol, cuando aún podía volver a casa y cuando la terrenal voluptuosidad de las mujeres, aparte de mi mamá, no era nada en lo que me interesase zambullirme.
—Está esperando que Meir Kahane se ponga en contacto con él. Van a intentarlo. ¡Alguien tiene que detenerlos!
—¿Por qué ha traído usted esto? —dije yo, colérico, arrojándole al rostro la estrella amarilla.
—Ya se lo he dicho. Se la dio Walesa. En Danzig. Philip se echó a llorar. Ahora la lleva siempre debajo de la camisa.
—¡La verdad! ¡Quiero la verdad! ¿Por qué se presenta usted a las tres de la madrugada con esta estrella y este cuento? ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? ¿Cómo es que la ha dejado pasar el conserje? ¿Cómo ha recorrido usted Jerusalén a estas horas de la noche, con todos los peligros que hay por las calles, disfrazada de Jezabel? Ésta es una ciudad que rezuma odio, donde va a producirse una violencia terrible, donde ya hay una violencia espantosa, ¡y fíjese cómo la manda a verme! ¡Mire qué pinta la ha hecho ponerse, que parece usted una mujer fatal de película de James Bond! ¡Ese individuo tiene instinto de chulo! No tenían ni que haber sido los árabes: cualquier banda de judíos piadosos la podían haber matado a pedradas, así vestida.
—¡Pero es que van a secuestrar al hijo de Demjanjuk y a irlo devolviendo por pedacitos hasta que su padre confiese! En este mismo momento están escribiendo la confesión de Demjanjuk. Le dicen a Philip: «Tú, que para eso eres escritor, a ver si te esmeras». Le irán cortando los dedos del pie, y los de la mano, y arrancando los ojos, hasta que su padre diga la verdad, así van a estar torturando al hijo. Unos hombres piadosos, con su casquete puesto, y tendría usted que oír lo que dicen. ¡Y Philip ahí sentado, escribiendo la confesión! ¡Kahane! Philip es anti Kahane, dice de él que es un salvaje, y ahí está, sentado, esperando que lo llame por teléfono el salvaje fanático a quien más odia en el mundo.
—Contésteme usted con la verdad, por favor. ¿Por qué la ha enviado a usted aquí, con ese vestido puesto? ¿Cómo puede existir una persona así? ¡No hay quien aguante tanta falsedad!
—Fui yo. Me escapé. Le dije: «No puedo seguir escuchando. No puedo seguir aquí, viendo cómo lo destruyes todo». Me escapé.
—Y acudió a mí.
—¡Tiene usted que devolverle el cheque!
—Lo he perdido. No lo tengo. Ya se lo dije a él. Algo malo pasó. Usted, como novia de su novio, debería entenderlo. No hay cheque.
—¡Pero es que está volviéndolo loco que se quede usted con el dinero! ¿Por qué aceptó el dinero del señor Smilesburger, sabiendo muy bien que no era para usted?
Le puse la estrella de trapo en la mano.
—Coja usted esto y váyase.
—¿Pero qué va a pasar con el hijo de Demjanjuk?
—Mire, señorita, un servidor, hijo de Herman y Bess Roth, que lo parió en el hospital Beth de Newark, no ha nacido para proteger al hijo de Demjanjuk.
—¡Pues proteja usted a Philip!
—Eso estoy haciendo.
—Pero si todo es para demostrarle que está haciendo lo que está haciendo. Está loco por conseguir su admiración. ¡Aquí el héroe es usted, le guste o no!
—Por favor. Con la polla que tiene, maldita la falta que le hago yo en el papel de héroe. Tuvo la bondad de presentarse en esta habitación y enseñármela. ¿Lo sabía usted? No da la impresión de estar muy acosado por las inhibiciones, ¿verdad?
—No —musitó ella. Oh, no.
En ese punto se derrumbó en el borde de la cama, rompiendo en sollozos.
—No —dije yo. Váyase, váyase. No voy a permitir que se turnen ustedes. Levántese y váyase.
Pero lloraba con tanto patetismo, que lo único que pude hacer fue volverme a sentar en el sillón de al lado de la ventana, mientras ella se desahogaba en mi almohada. Lloraba sin soltar la estrella amarilla que yo acababa de ponerle en la mano —y era un detalle que me sacaba de quicio.
Abajo, en la calle, los enmascarados árabes se habían marchado. Tampoco parecía haber nacido yo para detenerlos.
Cuando no pude soportar por más tiempo seguir viéndola con la estrella en la mano, me acerqué a la cama y se la quité; luego abrí la maleta y la arrojé de cualquier modo en el interior. Todavía la tengo. La estoy mirando ahora, mientras escribo.
—Es un implante —dijo ella.
—¿Qué? ¿Cómo dice usted?
—Que no es suya. Que es un implante de plástico.
—¿Sí? Cuente, cuente.
—Se lo tuvieron que quitar todo, y no soportaba verse así. De manera que se hizo colocar una prótesis. Son varillas de plástico. Dentro del pene hay un implante. ¿De qué se ríe usted? ¡Cómo puede usted reírse! ¡Está usted riéndose de un terrible padecimiento ajeno!
—No, en modo alguno: me estoy riendo de tantísima mentira. Polonia, Walesa, Kahane, hasta el cáncer es una mentira. Hasta el hijo de Demjanjuk es una mentira. Y el pollón ese que con tanto orgullo enseña. No, de veras, dígamelo, ¿en qué tienda de Amsterdam encontraron ustedes ese artefacto de locos? Es de caerse por los suelos, con Possesski y Pipik, un gag por minuto, como dos cómicos del cine mudo. ¿Cómo quiere usted que no se ría uno? Lo de la verga no tiene desperdicio, pero reconozco que siempre preferiré lo de la estación de ferrocarril de Varsovia llena de polacos en éxtasis, dando la bienvenida a sus judíos que regresan. ¡El diasporismo! El diasporismo es un guión para una película de los hermanos Marx: Groucho vendiéndole judíos al canciller Kohl. Yo he vivido once años en Londres. No en Polonia, con lo lejos que está, y lo beata que es, y lo que manda allí el Papa. Once años en una Inglaterra civilizada, secular, curada de espantos. Cuando empiecen a desembarcar los primeros cien mil judíos en la estación de Waterloo, con todas sus pertenencias a rastras, quiero estar allí para verlo. No se olviden de invitarme, por favor. Cuando los cien mil primeros evacuados del diasporismo renuncien voluntariamente a su criminal terruño sionista, para dejárselo a los pobrecitos palestinos, y vengan a instalarse en las verdes y amenas tierras inglesas, quiero ver con mis propios ojos el comité de bienvenida de goys ingleses esperando en el andén con el champán en la mano. «¡Ahí llegan! ¡Más judíos! ¡Qué bien!» «Pues mire, no: menos judíos es lo que me parece a mí que preferiría Europa, los menos posibles». El diasporismo, querida mía, ni por lo más remoto tiene en cuenta la verdadera profundidad del rechazo. Aunque, la verdad, no sé de qué iba a sorprenderse usted, que es miembro fundador de A. S. A. Al pobre hombre ése, Smilesburger, por poco le saca un millón de dólares el padre del diasporismo… Aunque tampoco creo que esté muy bien de la azotea.
—Lo que el señor Smilesburger haga con su dinero —replicó ella, mientras se le volvía a instalar rápidamente en el rostro la expresión de niña frustrada y derrotada— es cosa del señor Smilesburger.
—Bueno, pues vaya usted al señor Smilesburger y dígale que cancele el talón. Haga usted de intercesora ante él.
—Aquí no va usted a conseguir nada, de modo que ya puede irse en busca de Smilesburger. Explíquele que le dio el cheque al Philip Roth que no era.
—Me estoy derrumbando —gimió ella—, maldita sea, me estoy viniendo abajo.
Y, agarrando el teléfono que había sobre una mesita de estaño como encajada a presión entre la cama y la pared, pidió a la telefonista que le pusiera con el Hotel Rey David. Todos los caminos llevaban a aquel individuo. Cuando tomé la decisión de arrebatarle el teléfono, ya era demasiado tarde. Por si no hubiera suficientes cosas desorganizándome el pensamiento, estaba también, sobre la cama, la cercanía de su sensualidad.
—Soy yo —dijo, cuando le pasaron la llamada—… Con él… Sí, sí… Su habitación… ¡No!… ¡No!… ¡No con ellos!… No puedo más, Philip. Estoy al límite. Fuiste tú quien dijo que Kahane está loco, no yo… ¡No!… Me estoy viniendo abajo, Philip. Me voy a derrumbar.
En este punto me arrojó el teléfono.
Para poder hablar tuve que inclinarme directamente hacia ella, con el cable del teléfono tensado por encima de la cama. Tal vez fuera ésa la razón de que aceptara hablar. No podía haber ninguna otra. Para cualquiera que nos estuviese espiando por la ventana, ahora seríamos ella y yo quienes tendríamos pinta de conspiradores. Ante la sílaba Jinx, gracia y cercanía se trocaban en una sola palabra.
—Ya estamos con otra ocurrencia de las de partirse de risa —dije al teléfono.
La respuesta fue tranquila, complaciente, con una voz que era mi propia voz apacible y contenida.
—Ocurrencia tuya —dijo.
—Repíteme eso.
—Ha sido idea tuya —dijo; y le colgué el teléfono.
Nada más colgarlo volvió a sonar el timbre.
—No conteste —le dije a ella.
—De acuerdo, esto es el fin —dijo ella. No hay otra solución.
—Exacto. Déjelo sonar.
El viaje de regreso al sillón de al lado del escritorio fue largo y penoso —por la carga de tentación que llevaba a cuestas—, rico en apelaciones a la prudencia y al sentido común más elementales, una enorme conmoción comprimida en un brevísimo espacio, una especie de síntesis de toda mi vida adulta. Una vez sentado tan lejos como pude de aquella súbita y precipitada complicidad nuestra, le dije:
—Dejando de lado, por el momento, la cuestión de quién es usted, ¿podría usted decirme quién es ese grotesco personaje que me anda siguiendo?
Con el dedo índice, le hice gesto de que no tocara el teléfono.
—Concéntrese en mi pregunta. Respóndame. ¿Quién es?
—Un paciente mío. Ya se lo he dicho.
—Otra mentira.
—Todo puede ser mentira. Deje ya de decir eso. No sirve de nada. Usted lo que hace es protegerse de la verdad calificando de mentira todo lo que no se cree. Cada vez que algo le parece demasiado, sale usted con lo mismo: «mentira». Pero eso, señor Roth, es negarse a aceptar la vida como es. Lo que para usted es mentira, para mí es la vida entera. ¡El teléfono no es ninguna mentira!
Levantó el auricular y la emprendió a gritos con él:
—¡No pienso ir! ¡Se terminó! ¡No pienso volver contigo!
Pero lo que oyó por el auricular hizo que se le bajara a los pies la colérica sangre que le arrebolaba el rostro, como si le hubieran dado la vuelta y la comparación entre la forma de su cuerpo y un reloj de arena fuese algo más que una mera metáfora. Toda sumisa, me tendió el teléfono.
—La policía —dijo, horrorizada, y articulando la palabra como en otros tiempos tuvo que oír pronunciar la oncológica palabra «terminal» a muchos pacientes recién advertidos de sus probabilidades de curación.
—No lo haga —me dijo. Lo mataría usted.
La policía de Jerusalén contestaba a mi llamada anterior. Me atendían ahora, cuando los robadores de piedras se habían desvanecido; aunque también podía ser que todas las líneas hubieran estado ocupadas hasta ese momento, por poco probable que parezca. Le conté a la policía lo que acababa de ver desde la ventana. Me pidieron que les describiese lo que estuviera ocurriendo ahora. Les dije que la calle estaba vacía. Me pidieron el nombre y se lo di. También el número de mi pasaporte norteamericano. No llegué hasta el extremo de contarles que una persona con pasaporte falso, duplicado del mío, estaba en este momento en el Hotel Rey David poniéndose de acuerdo con otras para raptar al hijo de Demjanjuk. Que lo intente, pensé. Si esta mujer no miente, si Pipik está decidido, le cueste lo que le cueste, igual que su antihéroe, Jonathan Pollard, a erigirse en salvador de los judíos —o incluso en el supuesto de que sus motivos sean de índole personal, sin más, si lo que busca es desempeñar un papel protagonista en mi vida, como el tipo aquel que le pegó un tiro a Ronald Reagan para que Jodie Foster se volviera loca por él—, que esta vez las fantasías se desplieguen en toda su grandiosidad, sin mi interferencia, que esta vez se tenga que topar con algún límite que no sea el que yo le marco, que choque de frente con la policía de Jerusalén. Ni yo mismo habría podido organizar un final tan satisfactorio para semejante estupidez de drama sin importancia. En cuanto Pipik pusiera en marcha su plan para la conquista de sentido histórico, se habría terminado todo el asunto.
Jinx había cerrado los ojos y se había cruzado de brazos, protegiéndose el pecho, mientras yo me cernía a poco más de un palmo por encima de ella, hablando con la policía. Y así permaneció, absolutamente momificada, cuando yo crucé la habitación y volví a tomar asiento, pensando, con la mirada puesta en la cama, que parecía como si estuviese esperando a que se la llevasen los de las pompas fúnebres. Y ello me hizo recordar a mi primera mujer, que veinte años atrás, cuando tenía más o menos la edad de Jinx ahora, perdió la vida en un accidente de automóvil en Nueva York. Nos habíamos embarcado en un desastroso matrimonio de tres años, tras haber ella falsificado los resultados de una prueba de embarazo, en los últimos tiempos de una tremenda relación sentimental, amenazándome con suicidarse si no nos casábamos. Seis años después de haberme salido yo del matrimonio, en contra de su voluntad, seguía sin consentir en el divorcio; y cuando de pronto se mató en aquel accidente, anduve dando vueltas por Central Park, donde se había producido el siniestro, recitándome un pareado de Dryden ferozmente bien traído, el que dice: «Aquí yace mi esposa; yazga, pues: / ella descansa, y yo también».
Jinx era quince centímetros más alta, y considerablemente más fascinadora en su sustancia física, pero viéndola ahí, en reposo, como esperando el entierro, me llamó la atención la semejanza con la belleza de aquella nórdica de cabeza cuadrada que fue mi enemiga y que llevaba tanto tiempo muerta. ¿Y si fuera ella, que salía de su tumba para tomar venganza? ¿Y si fuera de ella la mente que había adiestrado y disfrazado a aquel individuo, enseñándole mis hábitos y mi modo de hablar? ¿Si hubiera ella tramado el intríngulis del robo, movida por la misma demoníaca determinación con que en su momento puso la falsa muestra de orina en manos de aquel farmacéutico de la Segunda Avenida?… Tales pensamientos aleteaban en la cabeza amodorrada de un hombre que se caía de sueño, luchando por mantenerse alerta. La mujer del traje negro que yacía en mi cama tenía tanto de cadáver de mi primera esposa como Pipik de fantasma mío, y sin embargo había una especie de distorsión onírica que me emborronaba las ideas y contra la cual sólo intermitentemente lograba levantar mis defensas racionales. Estaba como drogado por el exceso de acontecimientos incomprensibles y por la falta de sueño, porque llevaba veinticuatro horas sin dormir. Y me enfrentaba, sin demasiada destreza, con una consciencia embrionaria y oscurecida.
—Wanda Jane «Jinx» Possesski: abra los ojos. Abra los ojos, Wanda Jane, y dígame la verdad. Ha llegado el momento.
—¿Se marcha usted?
—Abra los ojos.
—Métame en su maleta y lléveme con usted —gimió. Sáqueme de aquí.
—¿Quién es usted?
—Lo sabe muy bien —dijo cansadamente, sin abrir los ojos—: una shiksa[8] que está hecha polvo. Nada nuevo.
Esperé a que dijera algo más. No había broma alguna en su tono, cuando insistió.
—Lléveme con usted, Philip Roth.
Era mi primera mujer.
—Alguien ha de salvarme, y ese alguien tienes que ser tú. Me estoy ahogando, y es culpa tuya. Soy una shiksa que está hecha polvo. Llévame contigo.
Esta vez dormimos algo más de unos minutos, ella en la cama, yo en el sillón, discutiendo, como en los viejos tiempos, con mi mujer resucitada. «¿Ni de la muerte eres capaz de volver sin echarme en cara la inmoralidad de mi posición comparada con la moralidad de la tuya? ¿Ni en la tumba se te ocurre otra cosa que no sea el pago de la pensión? ¿En qué basas tu eterna reclamación sobre mis ganancias? ¿Cuál puede ser tu fundamento para considerar que debo pagarte con la vida?».
Pero me devolvió a la tierra el mundo tangible, el de ahora, donde mi primera mujer no estaba, donde sí estaba mi carne, donde sí estaba Wanda Jane, el cuento de hadas de la vida material.
—Despierte.
—Sí, sí… Estoy aquí.
—¿Por qué hecha polvo?
—¿Por qué iba a ser? La familia —abrió los ojos. Clase baja. Mucha cerveza. Estupidez.
Como soñando, añadió:
—No me gustaban nada.
Tampoco ellos. Los odiaba. Yo era la última oportunidad digna de consideración. Lléveme con usted. Estoy embarazada. Tiene que llevarme con usted.
—Educada en el catolicismo —dije yo.
Se incorporó apoyándose en los codos y pestañeó teatralmente.
—¡Dios mío! —exclamó. ¿Con cuál de los dos estoy?
—Con el único que hay.
—¿Se apuesta usted el millón?
—Lo que quiero es saber quién es usted. Averiguar de una vez lo que está pasando… ¡Lo que quiero es la verdad!
—Padre polaco —dijo ella, como enumerando una lista de datos—, madre irlandesa. Abuela irlandesa, una tipa increíble. Escuela católica. Practicante hasta los doce años, más o menos.
—Y ¿luego?
Sonrió ante la seriedad de mi pregunta: una sonrisa íntima, poco más, de hecho, que un lento pliegue de la comisura de los labios, algo que sólo en milímetros podía medirse, pero que era, a mi modo de ver, el epítome de la magia sexual.
Ignoré la sonrisa, si por ignorar puede entenderse el hecho de no levantarme y salir de allí, tampoco en esta ocasión.
—¿Luego? Luego aprendí a liar porros —dijo. Me escapé a California. Me enrollé con la droga y con los hippies. A los catorce años. Fui a dedo. Nada que no haya hecho un montón de gente.
—Y ¿luego?
—¿Luego? Bueno, pues una vez allí recuerdo haber estado en un acto de los Haré Krishna, en San Francisco. Me gustó mucho. Era muy apasionada. Todo el mundo bailando, todo el mundo se dejaba poseer por la emoción de la cosa. Yo no acabé de meterme. Con quienes me enrollé fue con los niños de Jesús. Poco antes había vuelto a ir a misa. Supongo que lo que me interesaba era enrollarme en algún tipo de religión. ¿Qué es exactamente lo que quiere usted averiguar?
—¿A usted qué le parece? Lo que quiero averiguar es quién es él.
—Vaya, y yo pensando que el interés era por mí.
—Los niños de Jesús. Se enrolló usted con ellos.
—Bueno…
—Siga.
—Bueno, pues había entre ellos un pastor, un tipo pequeñito y muy apasionado… Siempre había algún tipo apasionado… Yo andaba por ahí con pinta de huérfana, vestida de hippie, con la falda larga y el pelo también. Vestidita de campesina. Ya sabe lo que le digo. Bueno, pues el tipo ese, al acabar el servicio, el primero al que yo asistía, hizo una llamada desde el altar, pidiendo que se pusiera en pie todo el que deseara aceptar a Jesús en su corazón. El rollo va de que si quieres paz y felicidad, lo único que tienes que hacer es aceptar a Jesús en tu corazón, como salvador tuyo personal. Yo me encontraba en primera fila, con una amiga. Me levanté. Cuando estaba levantándome, me di cuenta de que era la única que se levantaba. El tipo bajó del altar y me predicó que recibiera el bautismo del Espíritu Santo. Ahora, recordándolo, supongo que todo fue un caso de hiperventilación. Pero sí que tuve una especie de subidón, de sensación profundísima. Y el hecho es que me puse a hablar en algo parecido a un idioma. Estoy segura de que era un montaje. Se supone que es la comunicación con Dios. Sin las trabas del lenguaje. Con los ojos cerrados. Sí que sentí una especie de ansia, como desligándome de todo lo que sucedía a mi alrededor, como aislándome en mi propio mundo. Con capacidad para olvidarme de quién era y qué estaba haciendo. Eso fue todo. Duró un par de minutos. Me colocó una mano en lo alto de la cabeza y me emocioné toda. Supongo que en aquel momento cualquier cosa me podía haber afectado igual.
—¿Por qué?
—Por lo de siempre. Por lo de todo el mundo. Por quiénes eran mis padres. Apenas si me prestaban atención en casa. Ninguna. Y de pronto me encuentro en un sitio donde la estrella soy yo, donde todo el mundo me quiere y me necesita. A ver cómo iba a resistirme. Estuve doce años con los Cristianos. De los quince a los veintisiete, fui uno de esos hippies que descubren al Señor. Era mi vida entera. Antes no había ido al colegio, había dejado de estudiar. Y en aquel momento me metí en la segunda enseñanza y la terminé con dieciséis años, en San Francisco. Por entonces ya tenía el mismo pecho que ahora, y allí estaba yo, en la escuela, sentada con todos esos críos y todas esas crías.
—Llevaba usted la cruz por delante, en lugar de llevarla a lomos —dije yo.
—A veces eso era lo que parecía. Los profesores siempre se las apañaban para rozarme, cuando trabajaban conmigo. Total: que toda la vida había sido un desastre en el colegio y de pronto, zas, con tetas y todo, empezaba a salir adelante. Y me leí la Biblia. Me encantaba todo eso de la aniquilación del propio yo. Al fin y al cabo, yo ya me consideraba una mierda, de modo que todo aquello no hacía más que confirmarme en mi idea. Nada valgo, nada soy, Dios es Todo. Puedo ser muy apasionada. Figúrese que alguien lo quisiera tanto que estuviera dispuesto a morir por usted. Eso sí que es amor del bueno.
—Lo tomó usted por lo personal.
—Por supuesto. Yo soy así, de pies a cabeza. Sí, sí. Me gustaba rezar. Me venía el apasionamiento, tremendo, y rezaba, y amaba a Dios, y caía en éxtasis. Me recuerdo tratando de acostumbrarme a ir por la calle sin poner la vista en nada. Con la mirada clavada al frente. No quería que nada me distrajera de la contemplación de Dios. Pero eso es algo que no puede durar. Es demasiado difícil. Tendía a disiparse, y entonces me sentía abrumada por la culpa.
¿Dónde había ido a parar, desde ayer mismo, su arrastrado lenguaje de enfermera un poco puta? Ahora se expresaba en el tono suave de una criatura de diez años muy bien educadita, el sonsonete agudo de una tierna e inteligente niña de diez años que acaba de descubrir el placer de comunicarse con el mundo. Era como si de pronto pesara treinta kilos y fuese una muchachita impúber, recién conquistada la elocuencia, ayudando a su madre a hacer una tarta: tan fresca era la voz que se le había ido poniendo a fuerza de recibir mi atención. Era como si estuviese parloteando mientras ayudaba a su padre a lavar el coche, un domingo por la tarde. Di por sentado que la voz que estaba oyendo era la de aquella hippie tan bien dotada de pectorales, que había descubierto a Jesús desde el pupitre de su colegio.
—¿Por qué la culpa? —le pregunté.
—Porque no estaba tan enamorada de Jesús como Él se merecía. Me sentía culpable porque me interesaban las cosas de este mundo. Sobre todo cuando fui cumpliendo años.
Nos vi a ambos, a ella y a mí, secando los platos en Youngstown, Ohio. ¿Era hija mía, o era mi mujer? Ahora venía el disparatado telón de fondo correspondiente al ambiguo proscenio. En este punto, mi mente era ya algo incontrolable; pero lo que más asombro me producía era seguir despierto, que ella y yo —y él— siguiéramos en las mismas a las cuatro de la madrugada del día siguiente; que escuchando esta historia —la cual, a fin de cuentas, ningún cambio aportaba— yo me estuviera zambullendo cada vez más en el conjuro de ambos personajes.
—¿Qué cosas? —quise saber. ¿Qué cosas de este mundo?
—Mi aspecto. Cosas triviales. Mis amigos. Divertirme. La vanidad. Yo misma. No estaba previsto que me interesase en mí misma. Por eso decidí meterme a enfermera. No es que me apeteciese mucho, pero ser enfermera equivalía a renunciar al egoísmo, a hacer algo por los demás y no estar siempre pensando en mi aspecto físico. Siendo enfermera se podía servir a Cristo. Así podría mantenerme a bien con Dios. Me volví al Medio Oeste y me uní a una Iglesia de Chicago. Una del Nuevo Testamento. Allí todos tratábamos de vivir en este mundo según las enseñanzas de Cristo. Amaos los unos a los otros y tomad parte en la vida de los demás. Ocupaos de vuestros hermanos y hermanas. Puro camelo. Nada de ello ocurría en la práctica, todo se nos iba en palabras. Había quien lo intentaba de verdad. Pero nadie lo conseguía.
—Al final, ¿por qué se distanció de los Cristianos?
—Bueno, pues estaba en un hospital, y cada vez me identificaba más con la gente para quien trabajaba. Me encantaba que la gente se interesara en mí por mi pinta de huérfana. ¡Pero a los veinticinco años! Era ya demasiado mayor para ir por ahí de huerfanita. Luego me enrollé con un chico que se llamaba Walter Sweeney, y se murió. Tenía treinta y cuatro años. Muy joven. Muy apasionado. Siempre el apasionamiento. Y había llegado a la conclusión de que Dios le pedía ayunar. El sufrimiento es algo grande, ¿sabe usted? Según ciertos cristianos, Dios nos permite el sufrimiento para que Le sirvamos mejor. Dicen que es como desprenderse de la escoria. Bueno, pues Walter Sweeney se desprendió de la escoria. Se sometió al ayuno en busca de la purificación. Para estar más cerca de Dios. Y murió. Lo encontré en su piso, de rodillas. Y eso es algo que se me quedó dentro para siempre, que marcó toda mi experiencia. Morir de rodillas. A tomar por culo todo eso.
—¿Se acostó usted con Walter Sweeney?
—Sí. Una primicia. Me mantuve casta entre los quince y los veinticinco. A los quince ya no era virgen, pero entre los quince y los veinticinco ni siquiera salí con nadie. Me enrollé con Sweeney, él se murió, y a continuación me enrollé con otro, un hombre casado, miembro de mi Iglesia. También eso contribuyó, sobre todo porque su mujer era muy amiga mía. Me resultaba difícil vivir con ello dentro. Ya no lograba ponerme delante de Dios, y dejé de rezar. No duró mucho, a lo mejor un par de meses, pero sí lo suficiente como para hacerme perder más de cinco kilos. No dejaba un momento de torturarme. Me gustaba la noción del sexo. Nunca comprendí muy bien por qué se nos prohibía. Y sigo sin comprenderlo. ¿A qué viene tanta historia? ¿Qué más da? No le veía sentido por ninguna parte. Me dio por el suicidio y tuve que pasar por un psiquiatra. Pero no era bueno. Taller de Terapia Cristiana Interpersonal. Un tío que se llamaba Rodney.
—¿Qué hay que entender por Terapia Cristiana Interpersonal?
—Rodney hablando y los demás escuchando lo que él decía. Otro camelo. Pero entonces conocí a un chico que no era Cristiano y me enrollé con él. Fue una cosa gradual. No sé cómo expresarlo más claramente. Me fui saliendo del asunto. En todos los sentidos.
—Total, que fue el sexo lo que la sacó de la Iglesia. Los hombres.
—Fue probablemente lo que más me agarró, y sí, también fue probablemente lo que me ayudó a salir.
—Abandonó usted el mundo de los hombres y luego volvió al mundo de los hombres. Así lo cuenta usted, por lo menos.
—Bueno, en parte sí, en parte ése fue el mundo del que me salí. Pero también dejé el mundo siniestro de mi familia, y el mundo caótico de mi propia existencia. Y luego, en cuanto recuperé las fuerzas, en cuanto pude hacer cosas por mí misma, me metí en la escuela de enfermeras. Ése fue el primer gran movimiento que me alejó de los Cristianos. Para mí, ser Cristiana equivalía, en gran parte, a no pensar. En poder acudir a mis mayores y que ellos me dijeran lo que debía hacer. Y en acudir a Dios. A los veintitantos comprendí que Dios no contestaba. Y que los mayores no eran más listos que yo. Que podía pensar por mí misma. Así y todo, ser Cristiana me ahorró muchísimas locuras. Volví a la escuela, abandoné las drogas, dejé de acostarme con todo el mundo. Vaya usted a saber dónde podía haber ido a parar.
—Aquí —dije yo. Aquí es donde podía usted venir a parar. Aquí es donde ha venido a parar. Con él. A vivir el caos con él.
No estás aquí para ayudarle a que se comprenda a sí misma. No sigas. Esto no es ningún Taller de Terapia Judía Interpersonal. Lo parece, pero sólo por esta noche. Se presenta un paciente, se pasa una hora contándote sus mentiras favoritas, luego se marcha, no sin haberte hecho una exhibición, y viene otra, toma posesión de la almohada, y te empieza a contar sus mentiras favoritas. La novelización de la vida cotidiana, la poesía que está al alcance de todos los oídos en el programa de Phil Donahue, la que ella probablemente oye en el programa de Phil Donahue. Y yo aquí sentado, como si fuera la primera vez que oigo esa historia de shiksa echada a perder, contada por la Scheherazada de todas las shiksas echadas a perder; como si no me hubiera yo revolcado enfermizamente en ese mismo sentimiento hace ya más de treinta años. Aquí estoy, sentado, escuchando, como si en ello consistiera mi destino. En cuanto me cuentan una historia, la que sea, me quedo prendado. O me las cuentan, o las cuento yo. Ahí está el intríngulis de la cuestión.
—Ser Cristiana me ahorró muchísimas locuras —siguió ella—, pero no me salvó del antisemitismo. Creo que cuando verdaderamente empecé a odiar a los judíos fue en mis tiempos de Cristiana. Antes, la cosa no pasaba de estupidez familiar. Pero, vamos a ver, ¿por qué empecé a odiar a los judíos? Porque ellos no tenían que aguantar todas esas tonterías de los Cristianos. La aniquilación del yo, hay que aniquilar el propio yo, el sufrimiento te permite servir mejor a Cristo… Y los judíos riéndose de todo ese sufrimiento. Todo consiste en dejar que Dios viva en tu interior, hasta convertirte en su recipiente, en nada más que un recipiente de Dios. De modo que eso era yo, una especie de vasija, mientras los judíos se hacían médicos y abogados, y ganaban dinero. Riéndose de nuestro sufrimiento, hasta del sufrimiento de Dios. Mire, no me vaya a interpretar mal: me gustaba no ser nada en absoluto. Quiero decir que me gustaba y que lo odiaba al mismo tiempo. Podía ser lo que yo creía ser, una mierda, y encima me alababan por ello. Llevaba unas falditas la mar de sencillas, el pelo recogido, no follaba; y, mientras, los judíos eran todos listísimos, todos de clase media, y andaban por ahí follando, y eran cultos, y pasaban las vacaciones de Navidad en el Caribe. Los odiaba. Todo empezó en mis tiempos de Cristiana, pero se fue reforzando en el hospital. Ahora, gracias a A. S. A., veo con claridad mis otros motivos de odio. Odiaba su cohesión. Su superioridad. Lo que los gentiles llaman su avaricia. Su paranoia y su actitud defensiva, siempre andándose con muchísimo cuidado, a base de tácticas, siempre poniendo en juego la inteligencia… Los judíos me sacaban de quicio por el mero hecho de ser judíos. Total, que eso fue lo que me quedó de los Cristianos. Hasta que llegó Philip.
—De Jesucristo a Philip.
—Sí, eso parece. Otra vez en las mismas, ¿no? Pero con él.
Daba la impresión de sorprenderse de algo. Una experiencia sorprendente, sólo que suya propia.
¿Y también mía? De Jesucristo a Philip, y a Philip. De Jesucristo a Walter Sweeney, de Walter Sweeney a Rodney, de Rodney a Philip, de Philip a Philip. Yo soy la próxima solución apocalíptica.
—Y ¿es ahora cuando está empezando a revelársele la posibilidad de que ese hombre sea para usted una especie de recaída?
—Iba bordeando el asunto, comprende, contorneándolo, mientras fui enfermera. Siete años… Ya se lo he contado. También le he contado lo de la chica a quien maté.
—Sí, en efecto, me lo ha contado.
—Pero con él nunca supe cómo salir. La verdad es que nunca sé cómo salir. Cada tío que me toca está más majareta que el anterior, y yo nunca sé cómo librarme. Lo que me pasa es que me entra mucha pasión y me pongo como en éxtasis. Me cuesta mucho trabajo desilusionarme ante la evidente irrealidad de todo ello. Me figuro que en aquel momento yo seguía enamorándome de todo el que se interesaba en mí, como él se interesó en mi antisemitismo. Sí, es verdad, él ocupó el lugar de Cristo. Iba a purificarme, igual que la Iglesia. Da la impresión de que para mí todo tiene que ser blanco o negro. Hay muy pocas cosas que de verdad sean blancas o negras, y comprendo que el mundo entero está hecho de zonas grises, pero esas personas tan enloquecidas y tan dogmáticas constituyen una especie de protección, ¿comprende usted?
—¿Quién es él? ¿Quién es esa persona tan enloquecida y tan dogmática?
—No es ningún sinvergüenza, ni ningún estafador. En eso se equivoca usted. Su vida entera son los judíos.
—¿Quién es él, Wanda Jane?
—Sí, Wanda Jane. Ésa soy yo. La pequeña Wanda Jane, tan perfecta, que ha de ser invisible y buena servidora. Jinx la Batalladora, Jinx la Amazona, Jinx la que tiene sus propias ideas, que responde de sí misma, que toma sus propias decisiones y las respalda, Jinx la que sostiene en sus brazos a los agonizantes y sabe contemplar el sufrimiento humano en todas sus manifestaciones. Jinx Possesski, que de nada se asusta y que es como la Madre Tierra para sus moribundos, y Wanda Jane, que no es nada y que se asusta de todo. No me llame usted Wanda Jane. No me divierte. Me recuerda a todas esas personas con quienes conviví en Ohio. ¿Sabe usted a quiénes odié siempre más aún que a los judíos? ¿Quiere conocer mi secreto? Siempre odié a los malditos Cristianos. No hacía más que correr y correr, y al final me encontré haciendo círculos. ¿Le pasa a todo el mundo, o solamente a mí? El catolicismo penetra hasta lo más profundo. Y hasta lo más profundo llegan también la locura y la estupidez. ¡Dios! Jesucristo! Con el judaísmo llevo ya tres religiones, y aún no he cumplido los treinta y cinco. Siempre me las apaño para seguir con Dios a cuestas. Mañana mismo tendría que ir a venderles mis méritos a los mahometanos y fichar por el Corán. Ésos sí que dan la impresión de tener respuesta para todo. Estupendo para las mujeres… La Biblia. Yo no leía la Biblia. La abría al azar, ponía el dedo en algún párrafo, y ahí estaba la respuesta. ¡Qué respuesta! Aquello era jugar. Todo el asunto es una cosa de locos. Y sin embargo conseguí liberarme. Lo hice. Mejoré. Volví a nacer como atea. Aleluya. Total: la vida no era perfecta y yo era antisemita. Si eso era todo lo malo que podía pasarme, teniendo en cuenta mis primeros tiempos, había que considerarlo un auténtico triunfo. ¿Quién no tiene algo que odiar? ¿A quién le hacía yo daño? Una enfermera que no hace más que largar contra los judíos. Y qué. Se puede sobrellevar. Pero no, seguía sin soportar la idea de ser un retoño suyo, seguía sin soportar cualquier cosa que viniera de Ohio, y así fue como me encontré liada con Philip y con Anti Semitas Anónimos. Acabo de pasar un año de mi vida con un judío loco. Y yo sin enterarme. Wanda Jane no se enteró de nada hasta hace una hora, cuando el tipo agarra el teléfono y llama a Meir Kahane, el rey absoluto de los majaretas religiosos, el Vengador Judío en persona. Ahí me tiene usted, en un hotel de Jerusalén, con tres dementes hijos de puta, cada uno con su casquete en la coronilla, pidiéndole a voces a Philip que redacte la confesión de Demjanjuk, contando a voces cómo van a apoderarse del hijo de Demjanjuk y cómo lo van a ir haciendo pedacitos y mandándole los trozos por correo a su padre, y yo sin enterarme. Hasta que no pide que lo pongan con Kahane no me doy cuenta de que estoy viviendo la pesadilla de un antisemita. A tomar por saco todo lo que me enseñaron en A. S. A. Una habitación llena de judíos planeando a voces la ejecución de un niño gentil… Mi abuelo polaco, el del tractor, me contaba que a eso era a lo que se dedicaban los judíos, sin parar, en Polonia, a matar niños cristianos. A ustedes los intelectuales les resulta muy fácil arrugar la nariz ante estas cosas y despreciarlas, pero para mí, por demenciales que sean, por mucho que a usted le parezcan puras mentiras de desecho, todas ellas son como la vida misma. La gente que yo he conocido se pasa la vida entera conviviendo con esas cosas de locos. Es como volver a empezar con lo de Walter Sweeney. Muriéndose de rodillas, y yo encontrándomelo ahí. No se imagina usted lo que fue. ¿Sabe usted lo que me dijo Philip cuando le conté lo de Walter Sweeney rezando, postrado de hinojos, y muriendo de inanición? «El cristianismo», dijo. «Delicias gentiles». Y escupió en el suelo. No hago más que ir de la sartén al cazo. Rodney. ¿Quiere que le diga en qué consistía la Terapia Cristiana Interpersonal de Rodney? El tío ni siquiera tenía el bachillerato, y allá va Wanda Jane a que la trate. Y bien que me trató, de eso no cabe duda. Sí, lo ha adivinado usted. Y no me haga hablar del implante de pene. No me haga hablar de eso.
Al oírle decir «implante», pensé en plantar, en el modo en que un explorador, culminando el memorable viaje, reclama para su monarca las tierras que su vista alcanza, plantando la bandera real. Para que luego lo manden a casa cubierto de herrojos, lo acusen de traición y le corten la cabeza.
—Ya que estamos, cuéntemelo todo —le dije.
—Pero es que usted en seguida piensa que todo es mentira, por espantosamente cierto que sea.
—Cuénteme lo del implante.
—Se lo puso por mí.
—Hasta ahí la creo.
Ahora estaba llorando. Le rodaban por las mejillas abajo unos gruesos lagrimones, tan plenos como su propia y bella estructura corporal, una enorme producción de lágrimas reprimidas, de niño desvalido, testimonio de una naturaleza tierna que a estas alturas ya me resultaba evidente. Ese loco furioso se las había apañado para conseguirse una mujer maravillosa, una santa empedernida, dotada de un maravilloso corazón, y a quien todo le había salido monstruosamente mal en la vida.
—Tenía miedo —dijo. No hacía más que llorar. Era horrible. Se me iba a llevar cualquier otro hombre que todavía fuese capaz de hacerlo. Iba a perderme, decía. Lo dejaría que muriese solo, con todos los sufrimientos del cáncer… Y ¿qué iba a decirle yo? ¿Cómo iba Wanda Jane a decir que no, viéndolo sufrir de aquel modo? ¿Cómo iba una enfermera que ha visto todo lo que yo he visto a decir que no a un implante de pene, si ello le daba fuerzas para continuar luchando? A veces pienso que yo soy la única que sigue las enseñanzas del Señor. Se me ocurre pensarlo, a veces, mientras me mete esa cosa dentro del cuerpo.
—Y ¿quién es él? Dígame usted quién es él.
—Pues un chico judío echado a perder. El novio judío, echado a perder, de la shiksa no menos echada a perder. Un animal histérico y salvaje, eso es lo que es. Y eso es lo que soy yo. Eso es lo que somos los dos. Todo viene de su madre.
—No me diga.
—Su madre nunca lo quiso suficiente.
—Pero eso está sacado de un libro mío, ¿no?
—No sabría decirle.
—Yo escribí un libro, hace cosa de un siglo.
—Eso ya lo sé. Pero yo no leo. Él me lo pasó, pero yo no lo leí. Tengo que oír las palabras. Eso fue lo que más trabajo me costó en el colegio, la lectura. Tengo mucho problema para distinguir la «be» de la «de».
—¿Como, por ejemplo, en doble?
—Soy disléxica.
—La cantidad de inconvenientes que ha tenido usted que superar, ¿no?
—Ya puede usted decirlo.
—Hábleme de su madre. La de él.
—Le cerraba la puerta de la casa y lo dejaba fuera. En la escalera, delante de la puerta del piso. Cuando tenía cinco años. «Tú aquí ya no vives», le decía. «Ya no eres nuestro hijo. Búscate otra casa».
—¿Dónde era eso? ¿En qué ciudad? ¿Dónde estaba el padre, mientras tanto?
—No sé, del padre no habla nunca. Lo único que dice es que su madre le cerraba la puerta y lo dejaba fuera.
—Pero ¿qué es lo que había hecho?
—¿Quién sabe? Agresión. Asalto a mano armada. Homicidio. Crímenes indescriptibles. Supongo que la madre sí que lo sabría. Él apretaba los dientes y esperaba a que le abriesen la puerta. Pero ella era tan cabezota como él y no lo dejaba entrar. No iba a dar su brazo a torcer ante un crío de cinco años. Qué historia tan triste, ¿verdad? Al final se hacía de noche. Ahí era cuando él se venía abajo. Se ponía a gemir como un perro, pidiendo la cena. La madre le decía: «Ve a que te den de cenar en tu verdadera casa». Luego él pedía perdón seis o siete veces, hasta que a ella le parecía que ya estaba suficientemente domado, y le abría. Toda la infancia de Philip está en esa puerta cerrada.
—Eso hizo de él un forajido.
—¿Usted cree? Yo creo que eso es lo que hizo que se metiera a detective privado.
—A lo mejor las dos cosas. El niño colérico, ante la puerta, abrumado por la impotencia. Persecución injusta. Qué rabia tuvo que cocerse en aquel muchachito de cinco años. Qué actitud de desafío tuvo que nacer en él mientras permanecía ahí en la escalera. Excluido. Rechazado. Fuera de la ley. El monstruo de la familia. Estoy solo y soy despreciable. No, eso no está en mi libro, por ahí no llego a ninguna parte. Todo eso debió de sacarlo de algún otro libro. El niño abandonado por sus padres, para que perezca. ¿Le suena a usted Edipo rey?
Y ¿qué pude hacer? sino sentir auténticos temblores de adoración cuando aquella tentadora mujer me contestó, desde mi propia cama, con toda la astucia de Mae West en su voz de hembra pródiga en sorpresas amorosas:
—Mira, cariño, hasta los disléxicos conocemos Edipo rey.
—No sé qué hacer contigo —le dije, sin mentira.
—Tampoco yo sé qué hacer contigo. No es fácil.
Sobrevino una pausa, preñada de fantásticos futuros en común. Una pausa larga, muy larga, y una larga mirada, muy larga, de la cama al sillón y del sillón a la cama.
—Bueno. ¿Cómo fue que le dio por mí? —pregunté.
—¿Cómo? —se rió ella. ¿Estás de broma?
—Sí, ¿cómo? —ahora yo también me reía.
—Mírate al espejo alguna vez. ¿Por quién querías que le diera, por Michael Jackson? Sois increíbles, los dos. Es que no me entráis en la cabeza, con tanto ir y venir de un sitio para otro… Mira, no vayas a pensar que todo esto ha sido fácil para mí. Es un asunto rarísimo. Tengo que estar soñando.
—Bueno, no del todo. Alguien ha debido de hacer algo. Sobre todo él.
—Pues no tanto.
Y entonces fue cuando volví a ser objeto de aquella sonrisa especialísima, aquel lento pliegue de la comisura de los labios que era, a mi modo de ver, el epítome de la magia sexual —como ya he dicho. Cualquiera que esté leyendo esta confesión, incluidos los niños pequeños, tiene que haber comprendido, a estas alturas, que desde el momento en que aparté la cómoda y permití que entrara en mi habitación vestida de aquella manera, había estado luchando por neutralizar la atracción erótica, por alejar de mí los pensamientos carnales que me suscitaba la visión de aquella mujer desesperada, con el pelo revuelto, tendida en mi cama. No creas que me resultó tan fácil, cariño, cuando gimió, susurrante:
—Méteme en tu maleta y llévame contigo.
Pero, al mismo tiempo que bebía en la novela-río de su descabalada búsqueda de protección (entre los protestantes, entre los católicos, entre los judíos), logré mantener, a duras penas, el máximo grado de escepticismo. El encanto era innegable, pero su autoridad verbal no resultaba abrumadora, y me dije que en cualquier otra circunstancia, no tan radical como ésta (si, por ejemplo, me hubiera acercado a ella en un bar de ligue, en sus tiempos de enfermera, cuando andaba suelta por Chicago), le habría concedido cinco minutos de atención y luego, casi con toda seguridad, habría ido a intentarlo con alguna otra con menos inclinación a estar naciendo y renaciendo todo el rato. Y —dicho todo lo anterior—, sí: su sonrisa me puso tumescente.
No sabía qué hacer con ella. Una mujer forjada en las más crueles y ridículas manifestaciones del tópico sonríe desde una cama de hotel a un hombre que tiene todos los motivos del mundo para no acercársele, a un hombre que no es pareja suya en ninguno de los posibles sentidos de la palabra, y hete aquí que ese hombre está en el infierno con Perséfone. Cuando nos ocurre una cosa así, nos quedamos espantados ante las míticas profundidades de eros. Lo que Jung denomina «carácter incontrolable de las cosas reales», lo que una enfermera titulada llama «vida».
—No somos indistinguibles.
—Ésa es la palabra. Esa misma. Él la utiliza cien veces al día. «Somos indistinguibles». Eso es lo que dice cuando se mira al espejo: «Somos indistinguibles».
—Pues no lo somos —puse en su conocimiento. Ni mucho menos.
—¿Ah no? ¿En qué os distinguís? ¿En la línea de la vida? Yo sé leer la palma de la mano. Aprendí en mis tiempos de autoestopista, dedicándome a leer manos en vez de libros.
Y entonces hice la segunda cosa más estúpida que había hecho desde mi llegada a Jerusalén, por no decir a este mundo. Abandoné mi sillón del ventanal, atravesé la habitación hasta llegar junto a la cama y tomé la mano que ella me tendía. Puse mi mano en la suya, en aquella mano de enfermera que había andado por todas partes, aquella mano transgresora, ignorante de todo tabú; y ella me recorrió ligeramente la palma con el dedo pulgar, para luego irme palpando las cuatro esquinas almohadilladas. Estuvo por lo menos un minuto sin decir otra cosa que «Hummm, hummm», mientras me estudiaba la mano con toda la atención.
—No es sorprendente —me dijo al fin, en voz muy queda, como para no despertar a un tercero que durmiese en la misma cama— que la línea de la cabeza sea tan extraordinariamente larga y profunda. La línea de la cabeza es la más fuerte que tienes en la mano. Es una línea de la cabeza más dominada por la imaginación que por el dinero, el corazón, el juicio o el intelecto. Hay un fuerte componente guerrero en tu línea del destino. Tu línea del destino se levanta en el monte de Marte. De hecho, tienes tres líneas del destino. Lo cual resulta de lo más insólito, porque casi nadie tiene ninguna.
—¿Cuántas tiene tu querido novio?
—Una.
Y yo pensaba: si eso es lo que quieres, que te maten, morir de rodillas como Walter Sweeney, éste es el comportamiento ideal para conseguirlo. Esta quiromántica es un tesoro que le pertenece a él. Esta antisemita en fase de recuperación, cuyo dedo te recorre la línea del destino, es el premio a su locura.
—Todas estas líneas que parten del monte de Venus y terminan en la línea de la vida indican hasta qué punto estás dominado por las pasiones. Estas líneas tan profundas que tienes aquí, ¿las ves?, se cruzan con la línea de la vida. De hecho no llegan a cruzarse, lo que quiere decir que la pasión, en lugar de traerte desgracia, no te la trae. Si se cruzaran, diría que en ti el apetito sexual conduce a la decadencia y la corrupción. Pero no sería verdad. Tienes un apetito sexual la mar de puro.
—Qué sabrás tú —repliqué, pensando: «Hazlo, y el tipo te perseguirá hasta el fin del mundo, para matarte. Tendrías que haber salido corriendo. No te hacía ninguna falta que fuera ella quien contestara tus preguntas. Sus respuestas te van a resultar igual de inútiles si son verdaderas que si son falsas. Esta trampa es él quien te la tiende», estaba pensando, cuando ella me miró a la cara con esa sonrisa que era su propia línea del destino, y me dijo:
—Es puro camelo, pero se divierte uno.
Alto. Respira. Piensa. Ella cree que estás en posesión del millón de dólares de Smilesburger, y ha decidido cambiar de lado. Puede estar pasando cualquier cosa, y tú siempre serás el último en enterarse.
—Es una mano como de… O sea, si no supiera nada de ti, si estuviera leyendo la mano de algún desconocido, si no supiera nada de ti, me atrevería a decir que una mano como de… Una mano de líder.
Tendría que haber huido. Pero lo que hice fue implantarme y luego huir. Penetrarla y salir corriendo. Las dos cosas al mismo tiempo. Háblenme a mí de las más ridículas manifestaciones del tópico.