Capítulo XVII

Pueblos heroicos. Martín Sánchez Chagollan

Muchos párrocos menospreciando sus deberes recibían en sus casas y daban asiento en su mesa a los bandidos: paseaban con ellos públicamente y los trataban como a sus más íntimos amigos.

Y no se diga que el miedo obligaba a esos curas a obrar como lo hacían teniendo tales condescendencias, porque otros sacerdotes bajo las mismas circunstancias se manejaban de muy distinta manera, y no obstante se les respetaba, porque los plateados en fuerza del fanatismo, jamás los molestaban, por más que su oficio los impelía a cometer toda clase de atropellos.

Casos mil pudiera citar, que ya en Río Frío o bien en el Monte de las Cruces al ser asaltadas las diligencias, siempre se respetaba a los eclesiásticos y no se les despojaba no obstante que ni a las señoras se les excluía y eran tratadas de igual manera que todos los demás. Por esto pues la conducta de aquellos curas era más punible porque en vez de ocuparse de su ministerio, siendo su porte humilde, hacían sus correrías armados con mosquete, pistolas dragonas, y se les confundía, como era natural, con los bandidos.

Este mal ejemplo y el miedo, dieron motivo a que la mayor parte de los pueblos hicieran causa común con los plateados; pero hubo dos poblaciones, Atlacahualoya del distrito de Jonacatepec en el Estado de Morelos y Santo Domingo Ayocluicha del de Puebla, que nunca estuvieron de acuerdo con los plateados, ni menos aún consintieron que penetrasen a la población. Si alguno de éstos pasaba cerca de esos pueblos, los indígenas lo mataban irremisiblemente; pero no era eso lo raro, dado el odio que se les profesaba, sino que el secreto de su muerte era rigurosamente guardado, no obstante que lo sabían hasta las mujeres y los niños.

Los compañeros de aquél, aunque extrañaban la ausencia del plateado esperaban su vuelta, explicando de cualquier manera su separación sin que les ocurriera pensar que hubieran sido muertos y sigilosamente sepultados. Mientras existieron los plateados, nadie tuvo conocimiento de los hechos y aun después de algún tiempo en que ya habían desaparecido los bandidos, se conservó el secreto, hasta que debido a una correría que hicieron los padres misioneros por aquel rumbo, se descubrió lo que habían ejecutado.

Dada la situación angustiosa de los indefensos pueblos y el miedo que los plateados les habían infundido, parecía que nadie se atrevería a poner término a sus vejaciones y crímenes: mas no fue así. Vivía en el pueblo de Tlayacapan un platero de origen humilde, de pobre aspecto y pacífico carácter. Se ocupaba solo de su taller y de cumplir fielmente sus compromisos. Fue solicitado de Yecapixtla para ocupar un destino de poca o ninguna categoría. Cerca de este pueblo merodeaban con más frecuencia los ladrones rateros y los plateados. Como por allá se cruzan más caminos, había mayor número de viajeros; por tal razón los robos eran más frecuentes y las víctimas solicitaban sin resultado alguno, el auxilio de las autoridades de dicha población.

Martín Sánchez se llamaba el platero de que hemos hecho referencia, sin conocimientos militares, sin más elementos que su buena voluntad, convocó a algunos vecinos, les hizo presente que era necesario defender sus bienes y la honra de sus familias y que era preciso también auxiliar a quienes imploraban su protección.

Las palabras de Sánchez aunque sencillas eran persuasivas como nacidas de un corazón sincero, por lo que muy pronto pudo reunir una pequeña fuerza sostenida por los particulares, y protegida muy especialmente por Macario Vargas, vecino de Axochitlán.

La posición topográfica del pueblo de Yecapixtla rodeado completamente por dos barrancas, con una sola entrada y una salida, hace muy fácil la defensa. Sánchez entretanto se hacía de elementos, estuvo a la defensiva; pero una vez que organizó un poco su guerrilla, se decidió a perseguir, sin hacer caso del número. Algunas veces salía vencedor; pero otras, tenía que huir dando pruebas de arrojo y de valor.

Al principio poco llamó la atención de los plateados la existencia de aquel puñado de hombres que perseguían a los ladrones rateros; pero cuando se encararon ya con ellos haciéndoles algunos muertos, entonces sí, se dispuso castigar su audacia para hacerles comprender que a los plateados debiera respetárseles. Pero Martín Sánchez había nacido para ser su azote y tenía deseos —según se expresó— de batirse con gente que mereciera la pena y no con garroteros (ladrones de baja ralea).

Ya con mejores armas y parque suficiente, la fuerza de Sánchez hacía excursiones lejos de Yecapixtla, atreviéndose a batir a sus enemigos hasta en sus mismas madrigueras.

La tenacidad en la persecución se hizo sentir, porque conocedores del terreno, cuando se les presentaba ocasión, ofendían con éxito; en caso adverso, burlaban a sus perseguidores. Esto desesperaba a Silvestre Rojas, por lo que se propuso acabar de una vez con aquellos valientes que, al parecer, no valían por cierto la pena de llamar la atención; mas entretanto, el bandido seguía el camino que se había trazado, ocupándose muy seriamente de obligar a los pueblos que le fueran sus adictos.

Cuautla Morelos, ese pueblo guerrero por naturaleza y convicción, altivo como pocos cuando se le quiere herir pero sumiso y obediente ante la ley; liberal y generoso hasta la exageración, si sabe que alguien necesita de su apoyo, levantó el primero su bandera contra los plateados. Recordó que sus antepasados sin elementos desafiaron y combatieron a las huestes de Calleja y se aprestaron a la lucha, no obstante que uno de aquellos bandidos de apellido Polanco decía que ni Dios podía con ellos.

Reunidos los vecinos de Cuautla sin distinción alguna, cada quién buscó una arma buena o mala; pero que en caso dado sirviera para la pelea y se formó un grupo de ciudadanos resueltos tomando por divisa el democrático nombre de Guardia Nacional.

Constantemente se encontraban de retén quince o veinte nacionales sostenidos por diez hombres al mando de Arcadio Enciso, pagados éstos por el gobierno del Estado de México.

El 19 de mayo de 1860, se tuvo la noticia en la mañana que cinco o seis ladrones capitaneados por Juan Parias Chinchete, habían penetrado hasta la fábrica del Moro, situada en los suburbios de la ciudad, con el fin de robarse las mulas del carretón que traía arena para la construcción del palacio municipal.

Los nacionales se indignaron bastante porque se burlaban de ellos, pues de día cometían el robo y casi dentro de la misma población.

Se tocó la campana y pocos momentos después, treinta y cinco hombres de guardia nacional mandados por Fabián Carbajal, con los diez de Caballería, salieron en persecución de los ladrones.

Al perpetrarse el robo de las mulas, se propusieron los bandidos llamar la atención de la guardia nacional para obligarlos a salir fuera de la población y hacerlos caer en una emboscada que prepararon de antemano.

Los ladrones, después de consumado el robo, se retiraron con su presa y lo morelenses emprendieron la persecución.

A paso veloz atravesaron éstos el río, incorporándoseles sin arma alguna José María Rivera (joven de 20 años, escribiente de la fábrica de aguardiente «El Calvario») que bañaba su caballo.

Después de atravesar el río, siguieron por el rancho de San José hasta «La Casahuatera», donde ya estaba preparada la emboscada compuesta por 650 hombres según el dicho de varios plateados.

El ataque aunque inesperado y violento fue sostenido con heroísmo y denuedo, pero siendo superior el número de los plateados, el resultado fue adverso y bien triste para aquéllos, porque con excepción de Carbajal, Arcadio Enciso, Joaquín Cortés, Marín Avelar, Anastasio Hernández y Emigdio Silva, todos perecieron incluyendo a José María Rivera que como hemos dicho se incorporó en el río.

Arcadio Enciso, jefe de la fuerza, Avelar y otros se escaparon atravesando a caballo una arquería que conduce el agua para Coahuixtla y que sólo tiene un metro y medio de ancho, los demás de los que sobrevivieron, a pie o a caballo como se pudo, siguieron el apantle (acueducto) peligrando no pocas veces sus vidas, por estar restancadas las aguas que les cubrían en algunas partes casi todo el cuerpo.

Así llegaron al centro de la población donde ya se encontraban otros nacionales capitaneados por varios vecinos, para prestarles auxilio.

De los héroes de esa jornada, que se sepa al menos, sólo viven Joaquín Cortés, entonces clarín, y hoy jefe de una fuerza de seguridad pública en Yautepec y Marín Avelar que trabaja como albañil en la hacienda de Coahuixtla. Emigdio Silva después de la acción con los plateados, quedó con siete heridas mortales y sobrevivió mucho tiempo después.

Sólo Cuautla, en todo el estado de Morelos, consagra el 19 de enero cada año un recuerdo a los valientes que perecieron en La Casahuatera, adornando con crespones de luto las ventanas y puertas de las casas; ojalá, y todos los habitantes del estado imitaran el ejemplo de los morelenses ya que no hay otro modo de recordar acción tan triste; pero tan noble y digna. Esta hecatombe agotó la paciencia de los cuautleños y con más ardor se emprendió la lucha.

Martín Sánchez, a su vez protegido por algunos pueblos, se hizo más terrible peleando sin tregua ni descanso; y los plateados como una ofensa al nombre ya que no podían hacerla al hombre, le bautizaron con el nombre de Chagollan, con el que fue conocido después, olvidándose casi su verdadero nombre.

Veamos el porqué del apodo.

Algunos plateros fabrican objetos de metal que representan piernas, manos, brazos, etcétera, o personas arrodilladas. A esto le llaman «Milagros» y se venden en las romerías para ofrecerlas al santo milagroso, quien sin haber cursado ni el primer año de medicina, cura gratis y expide su récipe, siempre que se le haga la promesa de llevarle un milagro o lienzo embadurnado por algún pintamonas, en cuyo retablito se da a conocer cual haya sido la gracia concedida por el santo. Los indígenas que son los que más hincan el diente y como descubran que son de metal y no de plata, no los llevan, o si lo hacen, es con el conocimiento de que son chagollos. Este nombre le dan también a la moneda falsa que circula tanto en las ferias.

Siendo Martín Sánchez platero de oficio, se dijo que era uno de los fabricantes de milagros y moneda falsa; es decir todo chagollo y por esto se le llamó Chagollan, o sea fabricante de objetos falsos; pero Sánchez no hizo caso del sobrenombre y aunque era militar chagollo, improvisado, daba pruebas de lo contrario, porque el metal salió de buena ley.

Después de algunos reveses que sufrió Rojas perdiendo a varios de sus secuaces, se propuso acabar de una vez con Sánchez y al efecto para llevar a buen término su propósito, buscó cuanto medio creyó conveniente y ponerlo en ejecución.

Una vez aglomerados algunos recursos que él estimó suficientes, preparó una emboscada cerca del «Puente de Ortiz» haciéndo que un transeúnte llevara la noticia a Yecapixtla de que en aquel punto estaban robando.

En el acto dispuso Sánchez la persecución llevando veinticinco hombres a caballo. Desconfiado como siempre, pues ya conocía a sus enemigos, no siguió la dirección del camino, sino que dando un rodeo, llegó por la retaguardia de la emboscada. Sagaz como nadie, no penetraba en un vericueto sin tomar antes todas las precauciones debidas. Así lo hizo esta vez; de manera que los plateados, esperándolo por el frente, porque no estaba seguro que el enemigo fuese tan astuto, descuidaron cubrir bien la retaguardia y sin que éstos lo sintieran, cayó inesperadamente sobre ellos. Ante aquel brusco e inesperado ataque, algo se desconcertaron los bandidos; pero la superioridad del número les hizo rehacerse y cargar sobre ellos. Chagollan no pudo hacer frente porque lo atacaba una gran fuerza, relativamente a la suya, y tuvo que emprender la retirada; pero sin descomponerse resistiendo con heroísmo, sin perder por fortuna un solo hombre, defendiendo palmo a palmo el terreno. Así llegó a Zacualpam en donde otras veces se había refugiado: tomó posesión del atrio de la iglesia defendiendo sus dos únicas entradas. Los plateados no se atrevieron a atacar luego; sino que buscaban el medio de vencer sin sufrir bajas.

Los soldados, cazadores de las montañas de Ocuituco, no perdían un solo tiro; pero procuraban no gastar mucho el parque para aprovecharlo en caso extremo.

Después de algunos tiros por ambas partes, la mitad de la fuerza de Sánchez, se posesionó de la torre llevando los caballos a la casa rural, que se comunica con dicha torre. Pasada una hora, la fuerza de Sánchez abandonó el atrio, refugiándose todos en la altura.

Allí se atrevieron menos los asaltantes, porque la escalera estaba bien defendida, concretándose únicamente los bandidos a posesionarse del atrio. Aunque éstos se encontraban a buen tiro, Sánchez reiteró la orden de cuidar el parque reservándolo para un caso extremo.

El tiempo avanzaba y los plateados nada adelantaban en el sitio, por eso al caer la tarde, aglomeraron al pie de la escalera de la torre, combustible que pudieron conseguir, colocando sacas de chile que extrajeron de las tiendas. Prendieron fuego a todo aquel material con objeto de asfixiar a los sitiados y hacerlos rendir sin dificultad, pero no contaban con el temple de alma de éstos y en dos asaltos que emprendieron, fueron rechazados, dejando algunos muertos en la escalera y la mayor parte a consecuencia de algún golpe que se les daba en la cabeza con la culata del arma.

No hacía mucha gracia a los asaltantes pagar con su vida el capricho de destruir a Chagollan: deseaban vivir para seguir gozando, por lo que cada cual dejaba cada quien de sus compañeros ser el primero en el asalto. Por eso el ataque no fue firme y con fe como lo hacen los que defienden una causa o un principio justos.

Un poco más tarde llevaron los plateados al atrio dos grandes cazos de cobre, los llenaron de manteca, sebo de res y aceite; y cuando hervía aquella grasa, decían dirigiéndose al jefe sitiado atizando el fuego. «Mira Chagollan aquí te vamos a freír.» «Ahora comemos chicharrón.»

Sánchez sabía muy bien que aquellas palabras no eran simples amenazas en caso de caer en manos de tales salvajes y a no dudar, su suerte sería morir frito tal como se lo anunciaban.

Entró la noche y los jefes principales de los plateados se ocuparon de embriagarse, algunos subalternos imitaron su ejemplo, quedando sólo una guardia para impedir la fuga de Sánchez que dadas las circunstancias era imposible.

Algunos auxilios que de los pueblos venían a los sitiados fueron derrotados en detalle muriendo más de ochenta desgraciados en ese día.

Chagollan —llamémosle así indistintamente—, esperaba en vano los auxilios que como otras veces lo habían sacado de apuros. Ignoraba el triste fin de sus amigos, pero como el tiempo corría, buscaba un medio para poder emprender la fuga. Muchos le vinieron a la imaginación; pero otros tantos fueron por él rechazados como irrealizables.

La casualidad le proporcionó uno, difícil, imposible si se quiere, pero siempre era uno. Al dar un paso en la torre, los cordeles de las campanas se le enredaron en los pies. En el acto de apoderó de Sánchez la idea de sacar provecho de dichos cordeles.

Los examinó minuciosamente. Pero surgían dos dificultades, era la una, que teniendo mucho tiempo de uso, quizá no resistirían el peso de un hombre, la otra, que tal vez no serían del largo suficiente, dada la altura de la torre, que se encuentra al borde de la barranca de Amatzinac.

Era tan difícil la salvación por aquel punto, que los plateados no se ocuparon de guardarlo.

El jefe sitiado, previsor y de una sangre fría a toda prueba pensó lo que haría para dar mayor resistencia a los cordeles y salvar así las dificultades que de pronto se presentaban.

Después de unos segundos, encontró la solución; Mandó que se cortaran la crin y la cola a los caballos para fabricar con las cerdas delgados hilos con unas taravillas que a sus soldados como rancheros prácticos para fabricar cabestros, no les era difícil la operación: después de una o dos horas, presentaron su trabajo a satisfacción del jefe. Éste, con mucha calma tomó los hilos, los examinó y satisfecho del resultado, dispuso que sus soldados envolvieran con aquellos hilos de cerda los mecates para darles toda la resistencia posible y con el sobrante se hizo un cabresto para completar el largo.

Los hombres del campo para medir un cordel, abren los brazos y de la extremidad de una mano a otra, suponen que son dos varas. Sánchez practicó esta operación por dos o tres veces con el mecate y calculando poco más o menos lo largo de éste con la altura de la torre, se resolvió llevar adelante su propósito.

Mandó llamar a uno de sus subordinados a quien conocían con el sobrenombre de «El grillo», por imitar bien el canto de ese animal y se distinguía de los demás por su valor, prudencia y sagacidad; de manera que era muy capaz de llevarle adelante cualquier difícil comisión.

—Presente, don Martín —dijo el llamado—, ¿qué hay que hacer?

—Hay que hacer lo siguiente —contestó Sánchez—: Te pones tu arma a la espalda, dejas todo el parque, bajas por esta reata —presentándosela— si llegas sano y salvo al suelo, chiflas como un grillo, repitiendo, hasta que haga yo la señal con un puro encendido, lo cual indica que sé que llegaste bien. Una vez abajo esperas que bajen tus compañeros. Al llegar cada uno chiflas para indicar que no hay novedad y puede bajar el otro. Si por desgracia al bajar tú, das un batacazo, porque te falte, o se rompa el mecate, cuando más nos habrás llevado la delantera. Si al bajar alguno de tus compañeros se rompe también la reata entonces no chiflas para que baje otro; sino que esperas que haga yo la señal con el puro como para preguntarte, ¿qué sucede? y entonces chiflas por tres veces para que yo sepa lo que pasó. ¿Conque, entendiste bien? a ver, repíteme la lección.

Una vez que el soldado repitió con precisión lo que se le había ordenado, ordenó Sánchez:

—En marcha pues —y arrojó la reata al espacio, amarrando bien la extremidad al barandal—. Anda hijo, ya es hora, no tengas miedo.

—Hasta luego, o hasta el día del juicio en la tarde —dijo el grillo.

Éste fue su saludo de despedida y uniendo la acción a la palabra, se colocó su arma a la espalda, se escupió y restregó las manos: de un salto se puso en el barandal y emprendió el descenso, deslizándose por la reata.

Los momentos que el grillo dilató en bajar, fueron siglos para Sánchez. Con el oído atento esperaba la señal convenida. El silencio o el silbido eran la muerte o la vida.

Después de unos instantes de ansiedad horrible, se oyó un golpe seco como de un objeto que se cae.

El corazón le latía violentamente a Sánchez.

Instantes después, el grillo daba la señal.

Es imposible describir la alegría que Sánchez tuvo al escuchar la señal convenida.

Ya tenía la probabilidad de un nuevo triunfo.

La emoción casi le impedía encender el puro; pero lo hizo y lo movió en varias direcciones, señal también que el soldado vio pues dejó de silbar.

Sin pérdida de tiempo Chagollan reunió a sus soldados y les dijo:

—Vamos a bajar uno a uno, escuchen bien mis órdenes, cada cual lleva su arma con carga: si bajan dos, tres, cuatro, hasta doce con felicidad y al llegar el número doce se revienta la reata, entonces se va cada cual por su lado a avisar a nuestros amigos que para mañana en la noche estén reunidos en la Barranca y dadas las doce de la noche, si viene el grillo, me hará la señal que están reunidos, si no viene cualquiera me chifla recio; yo contesto con el puro encendido: entonces saliendo violentamente de la barranca emprenden el ataque para proteger mi salida. Si al llegar a los doce, el número trece, el catorce, el quince hasta el 20 se rompe la reata, en tal caso, al amanecer les daré parque y cuando yo chifle que será la hora en que les vence el sueño a los bandidos, se echan sobre ellos, que con cinco, o los que tenga yo, nos abrimos paso y a ver a cómo nos toca. ¿Quedan entendidos? Uno de ustedes que repita la orden: tú Pancho, que eres el más tonto, dime lo que van a hacer, pues si tú entendiste, ya los demás lo sabrán bien.

El aludido repitió punto por punto lo que se había indicado y con algunas aclaraciones y observaciones más, quedó resuelto el plan de campaña. Ordenó por último que dejasen el parque en la torre, tanto para aligerar el peso, como para los que arriba quedaban tuvieran el suficiente con qué defenderse, si es que la desgracia hacía que no todos pudieran bajar. Además dispuso que conforme fueran llegando al suelo, bajaran a la barranca y allí acostados en el fondo y replegados a los bordes esperaran el resultado.

Designó uno a uno, quién debería de bajar primero, eligiendo en primer término al más joven o al que tenía familia o con más motivo para cuidar de su vida.

Cada hombre que bajaba era motivo de placer infinito para Sánchez porque en el caso desgraciado de que no todos pudieran salvarse, sería menos el número de los sacrificados.

Quedaba con Sánchez, al último, un soldado cuyos antecedentes no eran muy limpios, no porque fuese asesino, ladrón o plagiario; sino que alguna vez que se embriagó, armó camorra con otro y en buena lid, lo mató. Perseguido por la autoridad tuvo que andar por los cerros viviendo quién sabe cómo, con grandes trabajos y penalidades, hasta que habiendo formado Sánchez su guerrilla, se le presentó para pelear a su lado. Éste indagó y supo la verdad; el muerto era de pésima conducta y al pelear con Roque llamemos así al soldado, lo hizo sin razón y con ventaja, por lo que éste se vio obligado a defenderse y después de huir, porque bien sabía que una vez en la cárcel duraría años y más años para que al final de tanto sufrimiento se le dijera «no es usted culpable». «Usted dispense».

Por eso Sánchez lo aceptó a su lado y siempre peleaba y cumplía con su deber como buen soldado.

—Baja, Roque —dijo Sánchez.

—No, don Martín —contestó éste—, vea usted que yo soy muy panzón —en efecto, el soldado era bastante grueso—, conmigo sí se rompe el mecate y en tal caso usted queda aislado, mientras que si con usted se rompe y quedo yo solo y muero, ya la debo y no haré más que pagarla. Con que baje usted y déjeme el último.

—Obedéceme y no repliques, ya sabes que me gusta mandar sin que me hagan observaciones. Así pues baja o te hago bajar.

—Sea por Dios —dijo Roque y bajó.

Sánchez después de un momento de espera, pues casi estaba seguro de que la reata se rompería con semejante fardo, luego, luego que oyó la señal del grillo, amarró el parque en una frazada y lo dejó caer para que la recogieran: fue a disparar su arma sobre el enemigo por última vez y emprendió el descenso.

Al llegar abajo tuvo que dar un salto pues faltaban como dos varas a la reata; pero allí estaba el grillo que lo recibió y le indicó el lugar por donde todos habían descendido a la barranca, habiendo recogido antes el parque.

Ya en el fondo de dicha barranca, muy en silencio llamó a sus soldados, los contó uno a uno y contento y satisfecho porque nadie faltaba, les distribuyó por partes iguales el parque que quedaba.

Cualquiera otro en su lugar hubiera procurado escapar; pero Sánchez, de carácter tenaz, emprendedor y valiente, conociendo lo que sus enemigos valían, quiso burlarse de ellos y seguro, si no de un éxito completo, sí de hacerles algún daño, se resolvió darles un buen susto. Pensó, con razón, que todos estarían ebrios y confiados, siéndole así bastante fácil conseguir su propósito.

Dispuso por lo mismo que caminaran por toda la barranca para salir donde fuera más conveniente, y que en dos grupos se dirigieran a la plaza no disparando un solo tiro; sino cuando estuvieran en ella: que como no se trataba de luchar, sino de burlarse únicamente y hacerles comprender lo que él y su gente valían, ordenó que después de dos o tres tiros aprovechando la confusión y el desorden, cada quien se dispersara por donde pudiera, siendo el punto de reunión «El puente de Ortiz».

Como se lo había supuesto Sánchez, los plateados se encontraban algunos en un baile, otros paseaban abrazados cantando por las calles; pero todos bastante ebrios e importándoles nada su enemigo a quien tenían seguro. Pero ¡cuán grande no sería su sorpresa al oír la voz de éste, muy conocida de ellos, que los desafiaba al combate, y a quemarropa recibían los tiros de sus armas! En el primer momento reinó la mayor confusión y no sabían cómo explicarse la presencia de Sánchez en las calles y cada cual se dispersó en distintas direcciones; pero cuando se calmaron y se preparaban al ataque, ya aquel con los suyos tomaban la dirección que se habían propuesto.

El furor de los bandidos no tuvo límites cuando pasada la primera impresión y quedaron convencidos que se les había escapado su mortal enemigo: nada faltó para que llegaran a las manos, reprochándose mutuamente; y cada quien culpaba al otro, de su falta de previsión y descuido. Pero el mal estaba hecho y era preciso tomar una venganza pronta y cruel, por lo mismo dispusieron los plateados marchar en su persecución inmediatamente.

Mas dada la situación en que se encontraban, no era posible organizar la marcha conformándose los jefes con esperar a que viniera el día.

Martín Sánchez, llegó con felicidad a Yecapixtla y fue recibido con positivas muestras de regocijo porque las noticias que habían llegado eran muy desfavorables y tristes.

Pero bien sabía que sus enemigos deberían estar molestos y habían de procurar vengar la afrenta y burla que les hizo, por lo que a gran prisa, reunió al vecindario para prepararse a la defensa. Los elementos con que contaba no eran bastantes, así es que mucho debiera contribuir al buen éxito de sus operaciones algo de la astucia que él sabía desplegar en casos apurados.

Mandó traer una viga gruesa que dividió en cuatro partes: a la extremidad de cada una de ellas, ató una cámara, las mandó colocar sobre la torre en dirección al camino, pero antes fueron pintados los pedazos de viga de un color oscuro.

Cosa de las diez de la mañana mandó que un indígena fingiéndose viajero, fuera por todo el camino hasta encontrarse con los bandidos. Si éstos, como era natural le preguntaban por Sánchez, les dijera que se encontraba en Yecapixtla y que le había llegado un refuerzo de hombres y cuatro piezas de artillería.

Media hora después mandó otro indígena con las mismas instrucciones. Entretanto ordenó que todos los vecinos de Yecapixtla estuviesen listos para subir a la torre y simular así que tenía muchos soldados de refuerzo. Él por su parte, con la fuerza que tenía disponible, se preparó para atacar al enemigo frente a frente.

Dispuso una emboscada en la que era seguro debieran caer los plateados y que la derrota de éstos sería segura y completa; pero siempre contaba con la reserva situada en la única y estrecha entrada de la población para el caso de una retirada.

Por último dio orden que se cargaran las cámaras y que se dispararan al momento en que él saliera de la emboscada.

Los plateados avanzaron sobre Yecapixtla y en el camino tuvieron noticia que el mismo Sánchez, como hemos dicho, les mandó comunicar con los indígenas, por eso venían con algunas precauciones pero sin detenerse.

Ya cerca de la población mandaron unos exploradores a quienes por encargo de Sánchez no se les atacó, regresando éstos a dar parte que efectivamente en la torre había bastante fuerza.

Como nada notaran los plateados que indicara que la garita estaba resguardada, pues Sánchez había tenido cuidado de que sus soldados estuviesen escondidos observando por las claraboyas la llegada del enemigo, éste creyó que no estaba cuidado aquel punto por haberse reconcentrado toda la fuerza en la torre. Los plateados dispusieron penetrar para que una vez adentro, se obrara según las circunstancias. Avanzaron en efecto, pero ya cerca de doscientas varas, poco más o menos de la garita, salió Sánchez de la emboscada cargando bruscamente sobre aquéllos al mismo tiempo que las cuatro cámaras fueron disparadas. Los bandidos que no entendían absolutamente de milicia, con el antecedente que tenían de que a Sánchez le había llegado el refuerzo de hombres y artillería, no tuvieron bastante sangre fría para resistir el empuje y sin que los jefes pudieran evitarlo, se dispersaron sin haberse batido.

Eso pasa con las chusmas que no tienen subordinación; algunas veces pelean hasta con temeridad; pero otras pierden la moral de tal modo, que ningún jefe por caracterizado y valiente que sea, los puede hacer entrar en orden. Sánchez se concretó a no permitirles la entrada a Yecapixtla sin perseguirlos, por precaución y por no tener fuerza suficiente.

En la tarde de ese día, algunos dispersos que llegaron al rancho del Limón uno a otro se echaron en cara su falta de valor y alguno que había perdido el sombrero en la carrera, dijo que una bala de cañón se lo había llevado, alguien aseguró haber visto a un compañero suyo haber sido arrollado con todo y caballo por otra bala rasa; en fin, el miedo hizo forjar varios cuentos a cual más descabellados, refiriéndose todos a la formidable artillería de Chagollan.