18
El sábado por la mañana, mientras hacía una criba en las carpetas de su mesa, Banks se fijó en la fotocopia que había sacado de la lista de números en la parte de atrás del libro de Nick Barber. Eso le recordó que no había vuelto a saber nada de Gavin Rickerd, así que cogió el teléfono. Rickerd contestó al tercer timbrazo.
—¿Hay algo de esos números que le di? —preguntó Banks.
—Lo siento, inspector jefe —dijo Rickerd—. Estamos desbordados. No he tenido demasiado tiempo de trabajar en eso.
—Pero ¿tiene alguna idea?
—Podría ser algún tipo de código, pero sin una clave, será muy difícil de descifrar.
—Me parece que no tenemos ninguna clave —dijo Banks.
—Bueno, inspector...
—Bien, siga intentándolo, ¿quiere? Si aparece algo que crea que le puede ayudar, se lo haré saber cuanto antes.
—De acuerdo, inspector.
—Gracias, Gavin.
Justo cuando Banks colgaba el teléfono, apareció Annie para decirle que, después de las investigaciones bastante exhaustivas llevadas a cabo por la Policía Metropolitana, no había prueba alguna que indicara que Nick Barber estuviera envuelto en el tema de la cocaína.
—Eso es interesante —dijo Banks—, teniendo en cuenta que fue Chris Adams quien nos sugirió que buscáramos por ahí.
—¿Un intento ingenioso de confundirnos?
—A mí me lo parece. De todos modos, ya quería hablar otra vez con Adams. Tal vez pueda asustarlo con el viejo numerito de hacer perder el tiempo a la policía.
—Tal vez —dijo Annie.
—¿Alguna noticia de Kelly Soames?
—La dieron de alta en el hospital esta mañana. De momento, se va a quedar en casa de una tía, aquí, en Eastvale.
—Calvin Soames no puede marcharse sin más ni más, Annie, por muy arrepentido que esté. Lo sabes perfectamente.
—Ya lo sé —dijo Annie—. No pensarás que quiero que se vaya de rositas, ¿verdad? De todos modos, quien me preocupa de momento es Kelly.
—Kelly es joven. Saldrá de esta. No creo que ningún juez ni ningún jurado vaya a encerrar a Calvin, ni siquiera si llegará a ver la sala de juicios por dentro.
—Se declarará culpable. Está deseando el castigo.
—Te apuesto a que Kelly no irá al estrado de los testigos, y sin su testimonio, no tenemos un caso sólido.
—¿Qué es eso?
Annie señaló con el dedo la lista encima del escritorio. Banks se dio cuenta de que ella no estaba con él cuando la descubrió, y que no había vuelto a mirarla desde que le dio la copia a Rickerd.
—Algunos números que Nick Barber garabateó en la última página del libro.
—Por supuesto —dijo Annie observando las cifras—. El asunto con Kelly Soames me lo quitó de la cabeza, pero tenía intención de preguntarte por ello. Barry Hillchrist, el de la tienda de ordenadores, me comentó que había visto a Nick Barber escribir en la parte de atrás de un libro mientras navegaba por la Web. Me pregunto qué será.
—¿Tú le ves algún significado? —preguntó Banks.
—No. —Annie se rió—. Pero me recuerda una cosa.
—¿Ah, sí? ¿Qué?
—Olvídalo.
—En serio. Puede ser importante.
—Solo me recordó una costumbre de cuando era jovencita. Nada más.
Banks apenas si pudo ocultar la exasperación de su voz.
—¿Qué?
Annie lo miró y él vio que se ruborizaba.
—Ya sabes —le dijo—. Fechas marcadas.
—¿Qué fechas?
—Dilo más fuerte. —Annie miró para atrás y bajó la voz, pero seguía oyéndose como si gritara—. ¿Eres obtuso o qué?
—Intento no serlo, pero me he perdido.
—¡La regla, idiota! Solía marcar en un círculo el día del mes que me tocaba la regla. Es costumbre entre muchas chicas. Ya sé que esto no es exactamente lo mismo, ni hay el mismo tiempo entre los números, para empezar, pero la idea es la misma.
—Bien, pues perdóname por no ser una chica y no tener la regla.
—No te pongas sarcástico. Puede que sean los cumpleaños de la familia o números de lotería o cualquier cosa, pero el método es el mismo. Te he dicho lo que querías saber. A mí me recuerda a cuando marcaba los días del calendario que coincidían con el inicio de mi menstruación. ¿Vale?
Banks abrió las manos.
—De acuerdo —dijo—. Me rindo.
Annie soltó un resoplido desdeñoso, se dio media vuelta y se fue del despacho. Todavía estaba en el aire el remolino que formó su marcha, cuando Banks se sentó y se puso a mirar los números.
6, 8, 9, 21, 22, 25,
1, 2, 3, 16, 17, 18, 22, 23,
10, 12, 13,
8, 9, 10, 11, 12, 15, 16, 17 19, 22, 23, 25, 26, 30,
17, 18, 19
2, 5, 6, 7, 8, 11, 13, 14, 16, 18, 19, 21, 22, 23
Seis filas. Muchos de los números duplicados y ninguno que pasara del treinta. ¿Algún tipo de calendario, pues? ¿Fechas señaladas? Pero ¿por qué estaban marcadas?, y para ser más explícitos, ¿a qué meses, a qué años se referían? ¿Y por qué faltaban algunos días? Tenía que ser posible averiguarlo, pensó Banks, quizá por medio de un ordenador, pero entonces se dio cuenta de que cada grupo no tenía por qué ser necesariamente del mismo mes o del mismo año. Podían constituir series de días tomados a lo largo de un período de, digamos, treinta años. Aquello lo desanimó y maldijo por lo bajo a Nick Barber por no haber sido más claro en sus anotaciones porque se dio cuenta de que allí podía hallarse la clave que buscaba, tal vez la única que Nick había dejado, y ahora se sentía muy lejos de poder comprenderla.
* * *
A Annie ya se le había pasado el enfado con Banks cuando, a media tarde, le vio asomar la cabeza por la puerta de la brigada para decirle que Ken Blackstone había dado con el paradero de Yvonne Chadwick, la hija del inspector Stanley Chadwick, y le preguntó si quería acompañarlo a verla. No tuvo que decírselo dos veces. Al carajo con la comisaria Gervaise, pensó mientras agarraba la chaqueta y la cartera. Se fijó en que Kev Templeton la miró mal cuando abandonó la sala. Ahora que lo sucedido con Kelly Soames había salido en las noticias locales, tal vez madame Gervaise empezaba a volverle la espalda.
Banks iba callado mientras Annie conducía el coche sin distintivos que había sacado del garaje de la policía. No dejaba de lanzarle miradas de reojo y se dio cuenta de que estaba pensando. Bueno, era buena señal. Siguió conduciendo.
—Por cierto, me he metido en la página web de los Hatters —dijo.
—¿Y?
—Hay posibilidades claras para los números apuntados en el libro: enlaces a otras páginas de fans con fechas de giras y toda clase de informaciones esotéricas. Necesitaré mucho más tiempo para seguir la pista de todo eso.
—Tal vez cuando volvamos.
—Suena bien.
Yvonne Chadwick, o Reeves, como se apellidaba ahora, residía a las afueras de Durham, no demasiado lejos de Eastvale por la A1. Como de costumbre, la carretera estaba atestada de camiones y, en un par de ocasiones, las inevitables obras cerraban uno o dos carriles, ralentizando casi por completo el tráfico. Annie pudo ver el castillo de Durham trepado en su monte y siguió las instrucciones que Banks le había escrito.
La vivienda era un adosado con mirador en una zona residencial agradable, donde no te daría miedo dejar jugar a los niños en la calle. Yvonne Reeves resultó ser una mujer más bien regordeta y nerviosa de unos cincuenta años que llevaba una falda gris de campesina y un jersey marrón amplio. Si se vistiera un poco mejor, pensó Annie, realzaría mucho más su atractivo. Llevaba el pelo largo canoso sujeto en una cola de caballo. El interior de la casa parecía limpio y ordenado. Las paredes estaban cubiertas de librerías: libros de filosofía y derecho sobre todo, con toques de literatura. La sala de estar estaba un poco recargada, pero era confortable una vez que se instalaron en las butacas de cuero. No había mucha luz natural y el cuarto olía a chocolate negro y libros viejos.
—Todo esto es muy intrigante —dijo Yvonne. En su voz todavía sonaban ecos de sus raíces de Yorkshire, aunque la mayoría de los giros ásperos se habían pulido con los años—. Pero no tengo ni idea de por qué creen que yo puedo ayudarles. ¿De qué se trata?
—¿Ha oído algo de la muerte de un crítico musical llamado Nick Barber? —preguntó Banks.
—Me parece que he visto algo en el periódico —dijo Yvonne—. ¿No lo mataron por algún sitio de Yorkshire?
—Cerca de Lyndgarth —dijo Banks.
—Sigo sin entenderlo.
—Nick Barber estaba trabajando en un artículo sobre un grupo llamado los Mad Hatters. ¿Se acuerda de ellos?
—¡Cielo santo! Sí, desde luego que sí.
—En septiembre de 1969, se organizó un festival pop en el norte de Yorkshire, en Brimleigh Glen. ¿Lo recuerda? Usted debía de tener quince años.
Yvonne batió las palmas.
—Dieciséis. ¡Yo estuve! Se suponía que no tenía que ir, pero fui. Mi padre era terriblemente estricto. De haberle pedido permiso, no me hubiera dejado ir nunca.
—Debe recordar también que, al término del festival, se encontró muerta a una joven. Se llamaba Linda Lofthouse.
—Naturalmente que me acuerdo. El caso lo llevó mi padre. Y lo resolvió.
—Sí. Un individuo que se llamaba McGarrity.
Annie notó que Yvonne sufría un ligero estremecimiento al oír el nombre y una expresión de desagrado revoloteó por su cara.
—¿Lo conocía? —le preguntó antes de que desapareciera la expresión.
Yvonne se puso colorada.
—¿A McGarrity? ¿Cómo iba a conocerlo?
Era una mentirosa lamentable, pensó Annie.
—No lo sé. Me pareció que reaccionaba al oír el nombre, nada más.
—Papá me habló de él, por supuesto. Parecía ser una persona horrible.
—Mire, Yvonne —insistió Annie—, tengo la impresión de que hay algo más que eso. Ya sé que fue hace mucho tiempo, pero si sabe alguna cosa que pueda servirnos, debe contárnosla.
—¿Cómo puede ser que cosas de hace tanto sirvan ahora?
—Porque creemos que los casos pueden estar relacionados —dijo Banks—. Nick Barber era el hijo de Linda Lofthouse. Lo había dado en adopción, aunque él descubrió quién era su madre y lo que le había ocurrido. Y eso le hizo interesarse especialmente por los Mad Hatters y por el asunto de McGarrity. Creemos que Nick había topado con algo relacionado con el asesinato de su madre y que por eso lo mataron. Lo que significa que tenemos que estudiar muy de cerca lo sucedido en Brimleigh y después. Una persona que trabajó en el caso con su padre nos dio a entender que era posible que McGarrity también hubiera aterrorizado a otra chica, pero que ese hecho nunca se mentó en el juicio ni en los papeles del caso. También hemos sabido que el señor Chadwick tuvo algún problemilla con su hija, cuyos amigos eran quizás una pandilla algo rara, pero no pudimos descubrir nada más concreto que eso. Tal vez no sea nada, tal vez estemos equivocados, pero usted es esa hija y si sabe algo, cualquier cosa, díganosla, por favor, y déjenos a nosotros ser los jueces.
Yvonne permaneció unos momentos callada. A Annie le llegaba el sonido de una radio en la parte de atrás de la casa, probablemente en la cocina; diálogo, no música. Yvonne se mordió el labio y contempló una de las librerías de detrás de sus cabezas.
—Yvonne —interpeló Annie—, si hay algo que nosotros no sepamos, debe decírnoslo. A usted no puede causarle ningún daño; ya no.
—Pero todo eso fue hace tanto tiempo... —dijo Yvonne—. Dios mío, qué tonta era..., una tonta arrogante, egoísta y estúpida.
—Esa descripción cuadra a casi todos los adolescentes de dieciséis años —bromeó Annie.
Aquello rompió un poco el hielo e Yvonne logró soltar una risita cortés.
—Supongo que sí —dijo, y luego suspiró—. Solía salir con gente rara, es cierto —explicó—. Bueno, no realmente rara, distinta: hippies, se podría decir. La clase de gente que odiaba mi padre. Le gustaba soltar el rollo de que había luchado en la guerra por unos zoquetes vagos y cobardes como esos. Pero la verdad es que eran inofensivos. Bueno, la mayoría.
—¿Y McGarrity?
—McGarrity era una especie de colgado. De mayor edad, no formaba parte de la pandilla, pero no conseguían reunir la energía o encontrar la razón suficiente para darle la patada, así que circulaba de una casa a otra, dormía en el suelo o en las camas libres. La verdad es que no le gustaba a nadie. Era extraño.
—Y tenía una navaja.
—Sí, una navaja automática con mango de carey. Desagradable. Por supuesto que dijo que la había perdido, pero...
—Pero la policía la encontró en una de las casas —intervino Banks—. La encontró su padre.
—Sí. —Yvonne lo miró de soslayo—. Parece que usted ya sabe mucho de este tema.
—Es mi trabajo. He leído las transcripciones del juicio, pero no me hablan de la chica a la que asustó, la chica por la que su padre le preguntó en el interrogatorio.
—Imagino que no.
—Era usted, ¿no es cierto?
—¿Yo?
—Usted conocía a McGarrity. Sucedió algo. ¿De qué otro modo puede explicarse el celo de su padre en perseguirlo y su reticencia a continuar con el tema? Abandonó todas las otras pistas y se concentró en McGarrity, y yo diría que aquello se convirtió en un tema un poco personal. ¿Usted no?
—De acuerdo, se lo contaré —dijo Yvonne—. McGarrity me asustó. Estábamos solos en la sala de estar de Springfield Mount y me asustó.
—¿Qué le hizo?
—No era tanto lo que hizo como el modo de hablar, de mirarme, de agarrarme.
—¿La agarró?
—Por el brazo; solo un moretón. Y me tocó la cara. Me dio un escalofrío. Pero, sobre todo, eran las cosas que decía. Quería que hablásemos de Linda, y eso lo excitó. Después empezó con lo de aquellos asesinatos de Los Ángeles. Entonces no sabíamos quién los había cometido, lo de Manson y su «familia», pero sabíamos que había sido una carnicería y que alguien había escrito CERDOS con sangre en las paredes. Todo eso le parecía excitante. Y me dijo... que...
—Siga, Yvonne —le animó Annie.
Yvonne la miró y continuó:
—Dijo que..., ya sabe, que me había observado mientras estaba con mi novio y que ahora le tocaba el turno a él.
—¿Así que la amenazó con violarla? —dijo Annie.
—Eso pensé yo. Eso fue lo que me dio miedo.
—¿Tenía la navaja? —preguntó Banks.
—No la vi.
—¿Y qué dijo de Linda Lofthouse?
—Solo lo guapa que era y lo triste de su muerte, pero que vivíamos en un mundo absurdo y arbitrario.
—¿Nada más?
—Luego se puso a hablar de los crímenes de Manson y me preguntó si a mí me gustaría participar en algo así.
—Y luego, ¿qué ocurrió?
—Conseguí despistarlo y salí corriendo. Él andaba arriba y abajo farfullando cosas.
—Y luego, ¿qué?
—Se lo dije a mi padre. Se puso furioso.
—Eso lo entiendo —dijo Banks—. Yo también tengo una hija y reaccionaría exactamente igual. Y después, ¿qué pasó?
—Esa misma noche, la policía llevó a cabo una redada en Springfield Mount y en otro par de comunas. Se lo hicieron pasar mal a todos, les acusaron de tenencia de drogas, aunque al que buscaban de verdad era a McGarrity. Él también había estado en el festival, ¿sabe?, en Brimleigh, y mucha gente lo había visto vagar por el linde del bosque con su navaja automática.
—¿Usted cree que fue él?
—No lo sé. Supongo que sí. La verdad es que nunca me lo cuestioné.
—Él no dejó de negarlo, decía que era un montaje.
—Sí, pero todos los criminales hacen lo mismo, ¿no? Eso me decía mi padre.
—Es bastante corriente, sí —dijo Banks.
—Pues eso. Oiga, ¿qué es todo esto? No irán a soltarlo ahora, ¿verdad?
—Por ese lado no tiene que preocuparse. Murió en la cárcel.
—Ah, bueno... No diré que esté destrozada.
—¿Qué sucedió después de la detención y todo eso?
Yvonne meneó la cabeza a los lados lentamente.
—Es increíble lo absolutamente tonta que era. Mi padre se identificó ante mi novio en Springfield Mount y le dijo que se mantuviera apartado de mí. Steve, se llamaba; un chulito egocéntrico y horrible, pero guapo, según recuerdo.
—Yo también he conocido uno o dos así —terció Annie.
Banks le lanzó una mirada como diciéndole: «Ya hablaremos de eso más tarde».
—De todos modos —continuó Yvonne—, era la historia de siempre. Yo creía que lo quería, pero él solo deseaba quitarme del medio. Fue tan decepcionante. Es gracioso, ¿sabe?, pero lo que más recuerdo de aquella sala es el grabado de Goya colgado en la pared: El sueño de la razón produce monstruos, ese del hombre dormido rodeado de búhos, murciélagos y gatos. A mí me daba miedo y me fascinaba al mismo tiempo, ya sabe a qué me refiero.
—¿Volvió a ir por allí después de la redada?
—Sí, al día siguiente. Steve no quería ni verme; ni ninguno de ellos. Corrió la voz de que era hija de un policía y todos me hicieron el vacío. —Un sonido despectivo salió de su garganta—. Nadie quiere compartir un canuto con la hija de un poli.
—¿Y qué hizo usted?
—Me quedé realmente tocada. Me escapé de casa. Cogí todo el dinero que pude y me fui a Londres. Allí tenía una dirección, la de Lizzie, una chica que había estado una vez en Springfield Mount. Fue muy amable y me dejó dormir en un saco en el suelo. Pero aquello no estaba muy limpio. Había ratones que no paraban de querer meterse en el saco de dormir, así que tuve que cerrármelo bien apretado en el cuello y la verdad es que no pude dormir nada. —Tuvo un pequeño escalofrío—. Y la gente de allí era todavía más rara que la de Leeds. Me sentía muy deprimida y empecé a tener miedo de mi propia sombra. Creo que Lizzie acabó harta de mí. Hablaba de energías negativas y rollos de ese tipo. Y yo me sentía perdida, realmente fuera de lugar, como si no perteneciera a ningún sitio y nadie me quisiera. Típica angustia adolescente, ahora ya lo sé, pero en aquella época...
—Y entonces, ¿qué hizo?
—Volví a casa. —Soltó una risa áspera—. Dos semanas, ese fue el total de la gran aventura de mi vida.
—¿Y cómo reaccionaron sus padres?
—Con alivio. Y enfadados. No les había llamado, ¿sabe? Eso fue una crueldad. Si mi hija me lo hiciera, me pondría rabiosa, pero así era yo de egoísta e irritante. Como mi padre era policía, siempre se pensaba lo peor. Me veía por ahí, muerta en cualquier sitio. Incluso me confesó que al principio pensó que me había ocurrido algo, y que quizá tuviera que ver con McGarrity o con los otros, que se vengaban por haberlos vendido, pero, oficialmente, no podía hacer nada porque no quería que nadie lo supiera. Eso debió de destrozarlo. Se tomaba muy en serio sus obligaciones de policía.
—¿No quería que nadie supiera qué?
—Lo mío con aquellos hippies.
—¿Cómo estaba su padre durante la investigación y el juicio?
—Pues trabajaba muchísimo, muchas horas. Eso lo recuerdo. Y estaba muy tenso, un manojo de nervios. Me acuerdo que le empezaron a dar dolores en el pecho, pero tardó mucho en acudir al médico. No hablábamos demasiado. Tenía mucha presión encima. Y creo que lo hacía por mí. Creía que me iba a perder y le echaba las culpas a McGarrity y a todos los demás involucrados. En casa no fue una época muy agradable para ninguno de nosotros.
—Seguro que mejor que los ratones en el saco de dormir —bromeó Annie.
Yvonne sonrió.
—Sí, mejor que eso, sí. Todos nos pusimos contentos cuando se acabó y condenaron a McGarrity. Parecía no tener fin, como una gran nube negra sobre nuestras cabezas. Si no recuerdo mal, el juicio no empezó hasta el abril siguiente, y después se alargó como cuatro semanas. Se palpaba la tensión en el aire. De cualquier forma, durante ese tiempo, yo volví al colegio, terminé el bachillerato y me fui a la Universidad de Hull. Eso debía de ser por los primeros setenta. Todavía encontrabas a mucha gente de pelo largo, pero mantuve las distancias. Había aprendido la lección. Me apliqué en los estudios y, al final, acabé siendo maestra y me casé con un profesor de universidad. Da clases aquí, en Durham. Tenemos dos hijos, un chico y una chica, los dos casados ya. Y esta es la historia de mi vida.
—¿Oyó alguna vez expresar dudas sobre la culpabilidad de McGarrity? —preguntó Banks.
—No, que yo recuerde no. Era como si estuviera metido en una cruzada. No puedo ni imaginarme cómo hubiera reaccionado si llegan a soltar a McGarrity. No puedo ni pensarlo. Tal y como se desarrolló todo, aquello arruinó su salud...
—¿Y su madre?
—Mamá lo apoyaba. Era como una roca. Se quedó destrozada cuando se murió, por supuesto; las dos. Pero finalmente volvió a casarse y vivió muy feliz. Murió en 1999. Estuvimos unidas hasta el final. Vivía a poca distancia de aquí en coche, y adoraba a sus nietos.
—Eso es estupendo —dijo Annie—. Ya casi hemos terminado. Solo nos falta una cuestión: la muerte de Robin Merchant.
—¡El bajista de los Hatters! Dios, me quedé hecha polvo, por completo. Robin era tan fantástico... Eran uno de mis grupos favoritos de entonces, de cuando oía música pop y además, por decirlo de alguna manera, los considerábamos de los nuestros. ¿Sabe que eran de Leeds?
—Sí —dijo Annie.
—En cualquier caso, ¿qué ocurre con él?
—¿Su padre dijo algo del tema?
—No lo creo. Por qué iba a... ¡Ah, sí! Dios mío, sí que me lleva atrás. Estuvo hablando con ellos durante lo de McGarrity y me trajo un LP firmado por todos. Me parece que todavía lo tengo por algún sitio.
—Pues ahora debe valer un buen par de chelines —dijo Banks.
—Oh, no lo venderé nunca.
—Aun así, ¿comentó algo su padre?
—¿Sobre Robin Merchant? No. Bueno, eso no tuvo que ver con él, ¿verdad? Eso fue el verano siguiente, después de que hubieran mandado a McGarrity a la cárcel y el corazón de mi padre empezaba a dar cada vez más muestras de agotamiento. La verdad es que nunca hablábamos demasiado de esas cuestiones, de la música y los rollos hippies, ya sabe, al menos, después de volver de Londres. Es decir, yo había acabado con ese mundo y mi padre se mostraba agradecido evitándome la tabarra con el tema. Más que nada, me dediqué a sacar los estudios.
—¿Esto significa algo para usted?
Banks sacó la fotocopia de los números marcados en la última página del libro de Nick Barber.
Yvonne frunció el ceño.
—Me temo que no —negó—. No he dicho que fuera profesora de matemáticas.
—Creemos que pueden ser fechas —explicó Banks—, y lo más probable es que estén relacionadas con el calendario de giras de los Hatters o algo parecido. Pero no tenemos ni idea de los meses y los años.
—Entonces eso deja un margen demasiado amplio, ¿no?
Annie miró a Banks y se encogió de hombros. Banks dijo:
—Bien, pues ya estamos, a no ser que la inspectora Cabbot tenga alguna pregunta más.
—No —dijo Annie incorporándose e inclinándose para estrechar la mano de Yvonne—. Gracias por recibirnos.
—No se merecen. Lo único que lamento es no haber podido ser de más ayuda.
* * *
—¿Qué opinas de lo que nos ha contado Yvonne? —le preguntó Annie a Banks en el Queen’s Arms después del trabajo mientras se tomaban una copa y unos sándwiches de queso con pepinillos.
El bar estaba medio vacío y, por suerte, nadie ocupaba la mesa de billar. En la mesa de al lado, una pareja de turistas tardíos estudiaban los mapas de la Ordnance Survey y hablaban en alemán.
—Creo que lo que nos ha dicho debería aumentar un poco nuestras sospechas sobre Stanley Chadwick y sus móviles —dijo Banks.
—¿Chadwick? ¿Qué quieres decir?
—Si de verdad pensó que habían aterrorizado y amenazado a su hija de violación, y se lanzó a una cruzada particular... ¿quién sabe lo que pudo haber hecho? Intento imaginarme cuál sería mi comportamiento si alguna vez le hubiese pasado algo así a Tracy, y te aseguro que me doy miedo. Yvonne nos contó que McGarrity le habló de la chica muerta, de Linda Lofthouse. Hay que admitir que no dijo que le hubiera proporcionado alguna información que solo supiera el asesino, pero los dos sabemos que esas cosas casi solo suceden en la tele. Pero lo que dijo me sonó jodidamente sospechoso. Así que imagínate cómo debió tomárselo el padre, sin saber qué más hacer para cazar a un asesino y preocupado porque su hija andaba por ahí con esos hippies. Entonces se encuentra con que ese chalado que la asustó tiene una navaja automática y que había estado dando vueltas con ella por el festival de Brimleigh. Imagínate que suma dos y dos y, de pronto, se le enciende la lucecita. Yvonne nos dijo que, después de eso, ya no buscó a nadie más de verdad en relación al crimen. Rick Hayes desapareció de la foto sin más. Era McGarrity sin la menor duda, y solo McGarrity.
—Pero las pruebas dicen que lo hizo McGarrity.
—No, no es así. Todos sabían que McGarrity llevaba una navaja automática con mango de carey, Stanley Chadwick incluido. No le hubiera resultado difícil encontrar una igual. No te olvides de que Yvonne afirma no haber visto la navaja cuando McGarrity la asustó.
—Porque ya la había escondido.
—O perdido, como él afirmó.
—No puedo creerlo —dijo Annie—. ¿Aceptas la palabra de un asesino convicto frente a la de un inspector con una reputación intachable?
—Solo pienso en voz alta, por Dios santo. Intento encontrar dónde agarrarme en el asesinato de Nick Barber.
—¿Y lo encuentras?
Banks dio un trago a su Black Sheep.
—Todavía no estoy seguro. Pero creo que Chadwick podría haberse agenciado una navaja así y engañar a McGarrity para que la cogiera. Además, tenía acceso a la ropa y muestras de sangre de Linda Lofthouse. Ahora puede que resulte más complicado, pero por aquel entonces, antes de la ley del PACE y sus garantías, no tenía por qué serlo. Cualquiera que ocupara un puesto como el de Chadwick probablemente camparía a sus anchas por todas partes. Y creo que podría haberse decidido a hacerlo por lo que le sucedió a su hija. Recuerda que hablamos de un hombre con una misión, convencido de estar en lo cierto e incapaz de probarlo por medios lícitos. Todos nos hemos visto en situaciones de este tipo. Así que, en este caso, como es algo personal, y ante las sospechosas y perturbadoras declaraciones de su hija sobre McGarrity (que, recordemos, no puede utilizar sin mencionarla a ella y perder toda su credibilidad), va un poco más allá y se fabrica la prueba vital que necesita. Recuerda que, salvo la navaja, no hay más evidencias; el caso se desmorona. Y hay algo más.
—¿Qué?
—Su salud. Chadwick era fundamentalmente un policía decente, temeroso de Dios y cumplidor de la ley, con una sólida educación presbiteriana y, probablemente, muy reprimido por sus experiencias en la guerra, y además cabreado con lo que tenía a su alrededor: la falta de respeto de los jóvenes, el hedonismo, las drogas.
—¿Nos hemos vuelto psicoanalistas?
—No hace falta ser psicoanalista para intuir que si realmente fabricó por su cuenta la acusación contra McGarrity, eso destrozaría a un hombre como él, aunque lo hiciera por la mejor de las razones. Como dijo Yvonne, era un policía entregado. La ley y la decencia del ser humano lo eran todo para él. Puede que perdiera la fe durante la guerra, pero tu auténtica naturaleza no se cambia tan fácilmente.
Annie se llevó el vaso a la mejilla.
—Pero a McGarrity lo vieron cerca del lugar de los hechos —dijo—. Se sabía que era un tipo muy extraño, tenía una navaja automática, era zurdo y conocía a la víctima. ¿Por qué insistes en creer que no lo hizo y que un buen policía se volvió malo?
—No insisto, solo estoy probando a ver qué sale. De todas maneras, nunca lo demostraremos.
—Salvo si probamos que otra persona mató a Linda Lofthouse.
—Bueno, está eso.
—¿Tú qué crees?
—Yo apuesto por Vic Greaves.
—¿Por qué, porque era de mente inestable?
—Eso en parte, sí. Tenía la costumbre de no saber lo que hacía y experimentaba visiones siniestras en sus viajes de ácido. Acuérdate de que se había drogado aquella noche en Brimleigh, y también la noche de la muerte de Robin Merchant. No hace falta una imaginación desbordada para suponer que tal vez oyera voces que lo empujaran a hacer ciertas cosas. Y Linda Lofthouse era prima suya, de modo que si trabajas a partir de la teoría de que quienes matan a la mayoría de las personas son conocidos, y en especial miembros de la familia, cobra incluso más sentido.
—¿No pensarás que también mató a Robin Merchant?
—Entra dentro de lo posible. Tal vez Merchant lo supiera o lo sospechara...
—Pero Greaves no tenía el más mínimo historial violento, por no decir que tampoco móvil.
—De acuerdo, eso te lo concedo, pero no significa que no pudiera haber flipado. Las drogas producen comportamientos muy extraños.
—¿Y qué me dices de Nick Barber?
—Lo descubrió.
—¿Cómo?
—Todavía no he llegado tan lejos.
—Bueno —dijo Annie—, yo sigo pensando que Stanley Chadwick acertó y que lo hizo Patrick McGarrity.
—Aun así, también Rick Hayes merece que le echemos otra ojeada. Si podemos dar con él.
—Si insistes... —Annie se terminó su Britvic Orange—. Tómalo como mi buena acción del día.
—¿Qué tienes que hacer mañana? —preguntó Banks.
—¿Mañana? Husmear por páginas web, más que nada. ¿Por qué?
—Pensé que igual te apetecía tomarte un par de horas libres, disfrutar del almuerzo del domingo conmigo y conocer a Emilia.
—¿Emilia?
—La novia de Brian. ¿No te lo dije? Es actriz. Trabajó en la tele.
—¿De veras?
—En Bad Girls, entre otras cosas.
—Es una de mis series favoritas. De acuerdo, suena bien.
—Pues crucemos los dedos para que no ocurra nada que nos interrumpa como la otra noche.
* * *
Por una vez, no era mucho después del anochecer cuando Banks llegó a casa tras echar un vistazo por la comisaría después de la copa con Annie y comprobar que todo estaba en orden. Brian y Emilia se habían ido a alguna parte, lo que le concedió unos momentos deliciosos para él solo, que aprovechó para escuchar un CD de reciente adquisición de Susan Graham cantando canciones francesas y para disfrutar de una copa del amarone de Roy. Cuando por fin volvieron Brian y Emilia, el CD casi se había acabado y la copa de vino iba por la mitad. Banks se dirigió a la cocina para saludarlos.
—Hola, papá —dijo Brian mientras ponía unos paquetes sobre la mesa—. Hemos ido a York a pasar el día. No sabíamos si te encontraríamos aquí, así que nos hemos traído comida india. Hay muchísima, si te apetece.
—No, gracias —dijo Banks tratando de no imaginarse las reacciones sísmicas que se podrían producir en su estómago cuando el curry se encontrase con el amarone—. No tengo demasiada hambre. Me tomé un sándwich antes. ¿Te ha gustado York?
—Fantástico —dijo Emilia—. Seguimos toda la ruta turística. Ya sabes, recorrimos la catedral, visitamos Jorvik. Incluso fuimos al Museo del Ferrocarril.
—¿La llevaste allí? —preguntó Banks a Brian.
—A mí no me eches la culpa. Fue idea suya.
—Es verdad —dijo Emilia cogiendo a Brian de la mano—. Me encantan los trenes. Tuve que arrastrarlo.
Ambos rieron. Banks se acordó de cuando llevó a Brian al Museo Nacional del Ferrocarril, o Museo del Ferrocarril de York, como se llamaba entonces, en un viaje de una jornada desde Londres cuando tenía unos siete años. Y cómo le había entusiasmado subirse a todas las máquinas de vapor inmaculadas y jugar a ser el maquinista.
Brian y Emilia se comieron el curry en el banco de la cocina mientras Banks bebía su vino y charlaba con ellos de las cosas del día. Cuando terminaron, Brian lo recogió todo (una auténtica rareza) y luego dijo:
—Ah, se me olvidaba. Te he comprado un regalo, papá.
—¿A mí? —dijo Banks—. No tenías por qué.
—No es gran cosa. —Brian sacó una bolsa de HMV de la mochila—. Perdona, no he tenido oportunidad de envolverlo como se debe.
Banks sacó una caja de la bolsa de plástico. Era un DVD: La Historia de los Mad Hatters. De acuerdo con lo que se explicaba en la contraportada, contenía filmaciones de cada una de las actuaciones de la banda, incluidas las de la primera formación con Vic Greaves y Robin Merchant.
—Tiene que ser interesante —dijo Banks—. ¿Queréis verlo conmigo?
—No me importaría.
—¿Y tú, Emilia?
Emilia sacó un libro de su mochila: Leer Lolita en Teherán.
—Yo no —dijo con una sonrisa—. Estoy cansada. Ha sido un día muy largo. Creo que me iré a la cama a leer un rato y os dejo a vosotros juntos. —Dio un beso a Brian y luego se volvió hacia Banks y le dijo—: Buenas noches.
—Buenas noches —dijo Banks—. Oye, antes de irte, ¿os apetecería salir a comer con Annie y conmigo mañana domingo? Si conseguimos librarnos, claro.
Brian levantó las cejas y miró a Emilia, que asintió con la cabeza.
—Claro que sí —dijo Brian—. Si tú consigues librarte —añadió con la razón de peso de muchas citas incumplidas.
—Lo prometo. Os quedaréis unos días más, ¿verdad?
—Si no hay problema... —dijo Brian.
—Pues claro que no.
—Si no te estorbamos mucho, vaya.
Banks notó que se ruborizaba.
—No. ¿Por qué...? Es decir...
Emilia volvió a desearles buenas noches, sonrió y se fue arriba.
—Parece una buena chica —dijo Banks a Brian cuando ya no podía oírlo.
—Lo es. —Brian sonrió.
—¿Y esto es...?
—¿Serio?
—Bueno, sí, supongo que a eso me refería.
—Demasiado pronto para decirlo, pero me gusta lo bastante como para que me duela si me deja, como dice la canción.
—¿Qué canción?
—La nuestra, bobo. El último sencillo.
—Vaya. Lo siento, no compro sencillos.
—Ya lo sé, papá. Te tomaba el pelo. Y ni siquiera se vende en CD. Hay que descargárselo de iTunes.
—Eh, espera un momento. Ya sé hacer eso. Ahora tengo un iPod. No soy un ludita absoluto, ¿sabes?
Brian se echó a reír y sacó una lata de cerveza del refrigerador. Banks volvió a llenarse el vaso y ambos se fueron a la sala de entretenimiento.
El DVD empezaba con Chris Adams, el mánager, resumiendo su historia, y luego pasaba a un documental montado a base de filmaciones de conciertos y entrevistas antiguos. A Banks le resultó divertido e interesante ver a los miembros del grupo treinta y cinco años antes, con sus pantalones de campana y sombreros de ala blanda, intentando aparecer pretenciosos e inocentes al mismo tiempo y hablando de «paz y amor, tío». Vic Greaves, tan perdido como siempre en una entrevista de 1968, se marchaba por una tangente puntuada con unas largas pausas cada vez que el entrevistador lo cuestionaba sobre sus canciones. En Robin Merchant había algo más despegado, helado y levemente más cínico. Su inteligencia fría y práctica casi siempre proporcionaba un bienvenido antídoto a las divagaciones contemplativas e insulsas de los otros.
Sin embargo, lo que resultó ser más interesante eran las grabaciones de conciertos. Por desgracia, de Brimleigh no había nada más que unas pocas fotos fijas de la banda descansando entre bastidores con unos canutos, pero sí que había unas excelentes películas de los últimos sesenta de sus actuaciones en sitios tan diferentes como el Refectorio de la Universidad de Leeds, el Colston Hall de Bristol y el Paradiso de Ámsterdam. En uno de los bolos, un maestro de ceremonias escandalosamente colocado y entusiasta chillaba con fuerte acento cockney: «¡Venga, señás y señós, un aplauso gigante pa los JATTERS!».
La frescura de la música era maravillosa, y la pastoral inocencia de las letras de Vic Greaves desprendía una tristeza obsesiva y atemporal que se entremezclaba con la delicadeza espacial de sus teclados y de los sutiles riffs de la guitarra de Terry Watson. Robin Merchant estaba allí plantado y tocaba sin expresión (aunque, como la mayoría de los bajistas, de forma adecuada), mientras que Adrian Pritchard, como la mayoría de los baterías, daba golpes de maníaco sobre todos sus aparatos. Ahí se notaba claramente la gran influencia de Keith Moon y John Bonham.
Había algo un poco raro en la formación, pero Banks solo miraba a medias mientras hablaba con Brian. Cuando se dio cuenta, tanto Vic Greaves como Robin Merchant habían desaparecido, y la encantadora Tania Hutchison, bastante nerviosa, debutaba con la banda en el Royal Festival Hall de Londres, a principios de 1972. Banks se acordó de su encuentro del otro día. Seguía siendo una mujer guapa, y podía haber probado suerte, pero pensó que se había granjeado su antipatía con sus preguntas incómodas. Esa parecía ser la historia de su vida: alejar a las mujeres que le gustaban.
El documental continuaba presentando la trayectoria ascendente del grupo hasta su retirada oficial en 1994 mediante vídeos de los pocos conciertos que habían realizado juntos desde entonces, además de entrevistas con una Tania mayor y de pelo corto que fumaba sin parar y con un Adrian Pritchard completamente calvo, hinchado y con pinta de enfermo. Red Cooper y Terry Watson debían de haber declinado la entrevista; solo aparecían en las filmaciones de los conciertos.
Cuando la película llegó a una secuencia que trataba de las desavenencias en el grupo, Banks se dio cuenta de que Brian se ponía un poco tenso. Como la investigación lo había metido bastante más en el mundo del rock de lo que nunca había estado, ahora pensaba a menudo sobre Brian y la vida que llevaba; no solo las drogas, sino todos los problemas y trampas que la fama acarreaba consigo. Pensó en los músicos famosos que se habían destruido a sí mismos en plena juventud a causa de la autocomplacencia o la desesperación: Kurt Cobain, Jimi Hendrix, Tim Buckley, Janis Joplin, Nick Drake, Ian Curtis, Jim Morrison... y la lista continuaba. Brian parecía estar bien, pero era muy poco probable que si tenía un problema de drogas, por ejemplo, se lo dijese a su padre.
—¿Algo va mal? —preguntó Banks.
—¿Mal? No. ¿Por qué? ¿Qué va a ir mal?
—No sé. Es solo que no me has hablado mucho de tu grupo.
—Eso es porque no hay mucho que decir.
—¿Entonces las cosas van bien?
Brian hizo una pausa.
—Bueno...
—¿Qué pasa?
Se volvió hacia Banks, que bajó uno o dos puntos el volumen del DVD.
—Denny está un poco raro, eso es todo. Si la cosa empeora, puede que tengamos que librarnos de él.
Banks sabía que Denny era el otro guitarrista/vocalista del grupo, y que escribía las canciones junto con Brian.
—¿Libraros de él?
—No digo matarlo. La verdad, papá, hay veces que me pregunto si tu trabajo no te hace demasiado efecto.
Yo también, pensó Banks, aunque también consideró lo de matar a miembros problemáticos de la banda (como Robin Merchant, por ejemplo) y lo fácil que habría sido darle nada más que un empujoncito en dirección a la piscina. También Vic Greaves había sido problemático, pero él se apartó voluntariamente.
—¿Raro? ¿En qué? —preguntó.
—El ego, más que nada. O sea, quiero decir, que se está metiendo en unas influencias musicales que son un puro disparate, tipo punk ácido celta, e intenta incorporarlo a nuestro sonido. Y si se lo discutes, se ofende y empieza a soltar que si esa es su banda, que él nos juntó a todos y esa mierda.
—¿Y qué dicen los demás?
—Todo el mundo está como refugiado en su propio mundo. No nos comunicamos demasiado bien. Pura inercia. No hay modo de hablar con Denny y ya no podemos escribir juntos.
—¿Y qué ocurre si se marcha?
Brian hizo un gesto hacia el vídeo.
—Conseguiremos algún otro. Pero no vamos a decantarnos por el pop.
—Lo estáis haciendo bastante bien como lo hacéis, ¿no?
—Pues sí. Estoy seguro. Cada vez vendemos más. A la gente le encanta nuestro sonido. Tiene su lado difícil, pero es accesible, ¿sabes? Ese es el problema. Denny quiere cambiarlo y cree que tiene derecho a hacerlo.
—¿Y qué pasa con vuestro mánager?
—¿Geoff? Denny no deja de lamerle el culo.
Banks pensó inmediatamente en Kev Templeton.
—¿Y cómo le sienta a Geoff?
—Pensándolo bien —dijo Brian rascándose la barbilla—, se está hartando de él. Creo que al principio le gustaba que alguno del grupo le dedicara tanta atención, por no hablar de que le fueran con cotilleos, pero no sé si te has fijado alguna vez: es una cosa extraña, pero la gente acaba por hartarse de los pelotas.
«Los niños, como los borrachos, dicen la verdad», pensó Banks mientras se le encendía una lucecita en la cabeza. Aunque Brian no era un bebé. Era tal como sospechaba: Templeton se estaba cavando su propia tumba. No hacía falta que nadie hiciera nada. A veces, lo mejor es no hacer nada. Annie también valoraría eso, pensó Banks, dado su interés por el taoísmo y el zen.
—¿Las drogas tienen algo que ver con eso? —preguntó.
Brian le miró.
—¿Drogas? No. Si te refieres a si he tomado drogas alguna vez, la respuesta es que sí. He fumado chocolate y he tomado éxtasis. Una vez tomé speed, pero cuando bajó, me tiré una semana deprimido, así que nunca he vuelto a tocarlo. Y nada más fuerte. Resulta que todavía prefiero la cerveza. ¿Vale?
—Vale —dijo Banks—. Es estupendo que seas tan franco, aunque más bien estaba pensando en los otros.
Brian sonrió.
—Ahora entiendo cómo le sacas las confesiones a la gente —dijo—. De todas formas, la respuesta es también negativa. Lo creas o no, somos un grupo de lo más estrecho.
—Y ¿qué viene después? —preguntó Banks.
Brian se encogió de hombros.
—No lo sé. Geoff dice que todos necesitamos un respiro, que hemos trabajado muy duro en el estudio y en la gira, que cuando volvamos... veremos. O Denny ha cambiado de idea o no.
—Y tú, ¿qué pronosticas?
—Que no.
—¿Y entonces?
—Tendrá que marcharse.
—¿Y eso te preocupa?
—Un poco, pero no demasiado. O sea, a ellos les fue muy bien, ¿no es cierto? —Los Mad Hatters interpretaron su éxito más sonado en el 83, «Young at Heart», que se convirtió en número uno—. El grupo sobrevivirá. Me preocupa más la falta de comunicación, quiero decir que Denny era un colega y ahora no puedo ni hablar con él.
—Perder amigos siempre es triste —dijo Banks consciente de lo lamentable y sinsentido de la observación—. Pero es una de esas cosas... El principio de una amistad es como una gran aventura, ir descubriendo las cosas que hay en común: sitios que te gustan, música, libros, ya sabes. Y luego, cuanto más los conoces, averiguas otras cosas.
—Sí, que es un llorica, un cabrón mentiroso y manipulador —dijo Brian. Luego se rió y agitó la lata vacía—. ¿Quieres más vinito peleón? —le preguntó a Banks, que también tenía la copa vacía.
—Claro, ¿por qué no? —contestó sin dejar de mirar a la preciosa Tania, que se movía con una túnica diáfana azul pastel flotando a su alrededor como si fuera agua mientras Brian traía la bebida.
—Hay una cosa que me gustaría saber —dijo después de dar un trago al amarone; peleón, en efecto.
—¿Qué? —le preguntó Brian.
—¿A qué demonios suena eso del punk ácido celta?