6
El final de los Lobo
La plaza enmudeció, nadie de los presentes podía creerse que ese hombre hubiera disparado a Antonio Lobo. César, desesperado, le rogó a Almudena que se marchase con él; nuestra hermana dudó, tenía ante sí la oportunidad de huir con el hombre al que amaba y padre, que tan mal se había portado con ellos, ya no sería un problema. Ese era su momento, la puerta abierta a una felicidad que tanto habían añorado, pero le faltaron las fuerzas y la determinación que hasta ese momento habían gobernado sus acciones, por una vez ese amor loco no fue capaz de doblegar a la razón. Quizá porque, a pesar de todos los enfrentamientos que con él había tenido, todavía quería a nuestro padre, o tal vez fueran los gritos de dolor de Rosa e Isabel, pero decidió quedarse a nuestro lado, junto a su familia, y César hubo de partir como había venido, solo.
Cuando regresé a Casa Grande, Félix llevaba varias horas operando a padre, había perdido mucha sangre y permanecía inconsciente, pero se aferraba a la vida con garra. Había recibido un tiro en la cabeza y ni siquiera eso era suficiente para acabar con Antonio Lobo. Aún puedo recordar con claridad la impresión que me causó ver a padre tumbado sobre la mesa de su despacho; Félix intentaba con unas pinzas extraer la bala que todavía seguía alojada en su cráneo y las criadas iban y venían con paños manchados de sangre.
Y en ese momento eché de menos a Aníbal más que nunca, y me maldije a mí misma por no haber sido capaz de hacer que se quedase. Estuve buscándole durante toda la tarde y parte de la noche, dediqué todos mis esfuerzos hasta caer exhausta, pero no pude dar con él. Aníbal había desaparecido súbitamente, como un lobo en la oscuridad de la noche.
Al filo de la medianoche, Félix dio la operación por terminada, no había podido extraer la bala de su cráneo, temía los daños que pudiese causar una operación tan delicada. Padre estaba vivo, pero no podía moverse, ni hablar ni escuchar; era un vegetal postrado en la cama, un muerto capaz de respirar, y nadie era capaz de asegurar si alguna vez iba a despertar o si se quedaría así hasta el día de su muerte.
Toda la casa estaba consternada por la noticia, pero fue Rosa la que más acusó tan terrible tragedia. Se sentía furiosa por lo sucedido y no entendía por qué ninguna de nosotras éramos capaces de hacer nada. Odiaba a César con todas sus fuerzas y culpabilizaba a Almudena de lo sucedido con padre, ella era la que había traído a ese asesino a nuestra casa poniendo en peligro a toda la familia.
Con el jaleo de la operación, no nos dimos cuenta de que Rosa se escapaba para visitar a César en La Quebrada. Nuestra hermana solo quería defender a la familia, pero era muy pequeña para asumir una responsabilidad de tal magnitud y la mala suerte volvió a cebarse con ella. Algo extraño sucedió aquel día, la dinamita que los Bravo utilizaban para cavar sus pozos explotó sin un motivo aparente, pues en ese momento nadie estaba trabajando. Todo voló por los aires en el mismo instante en el que nuestra hermana pisaba La Quebrada. César apareció en Casa Grande con Rosa en sus brazos, que lloraba desconsolada. Las heridas cubrían toda su cara y no podía abrir los ojos. Rápidamente culpamos a Bravo de lo sucedido, especialmente Almudena, que en unas pocas horas había pasado de amarle con locura a odiarle con todas sus fuerzas.
—¡Desaparece de mi vida! —le gritó Almudena llena de rabia. Todo parecía desmoronarse y ella sentía que en parte era por su culpa.
—Vas a pagar por todo el daño que le has hecho a mi familia —le dijo Isabel. César aguantaba nuestros insultos y reproches mientras intentaba demostrarle a Almudena que él no había tenido nada que ver.
—¡Vete, vete de esta casa! —le gritaba Almudena, pero él se negaba a marcharse.
—Si hubieses venido conmigo cuando tuviste la oportunidad, nada de esto habría ocurrido —dijo César. Sus palabras no fueron nada afortunadas y Almudena enfureció como nunca pensé que podría hacerlo contra ese hombre.
—Eres un indeseable —le dijo llena de rabia. César entendió que aquella era una batalla perdida, parecía que el destino había dictado sentencia, el amor puro que se habían profesado estaba condenado a muerte. Desde ese día, César Bravo se convirtió en un enemigo para todas nosotras.
Aquel fue uno de los inviernos más fríos y duros que había vivido nunca Tierra de Lobos. Fueron días largos y oscuros que castigaron las cosechas e hicieron enfermar a los animales. Parecía como si una maldición se hubiese cernido sobre toda nuestra familia y para cuando quiso llegar la primavera la situación de Casa Grande era crítica.
Los vecinos, que ya no temían a padre, habían dejado de pagar sus deudas, todos los miembros del servicio se habían marchado cansados de no cobrar y la mayoría de los hombres de padre habían desaparecido. Solo quedaba Sebastián, que se pasaba los días sin hacer nada y viviendo a nuestra costa.
Sin nadie capaz de administrar nuestras tierras y nuestras posesiones, estábamos condenadas a la ruina. Solo Isabel, que había aprendido de Aníbal, trabajaba a destajo por sacar a la familia adelante, pero ella sola no era capaz de gobernar toda la hacienda. Los días que antaño eran alegres y felices, ahora se habían tornado grises y melancólicos. Todas estábamos contagiadas por la situación de la familia y, sobre todo, por el ánimo de Rosa, la pobre había quedado ciega tras la explosión y a pesar de que Félix nos aseguraba, día tras día, que se trataba de algo temporal, los signos de mejoría no aparecían. Ni siquiera el embarazo de Almudena, que ya lucía una divertida tripa bajo el vestido, había sido suficiente para levantarnos el espíritu.
Cansada de la situación, y tras conocer que unos aldeanos habían visto a Aníbal en un monte cercano, decidí ir en su busca. Él era el único capaz de revertir tan fatídica situación. Sabía que estaba arriesgando mi vida entrando sola en ese bosque, era un locura pero estaba dispuesta a hacerla por mi familia y para volver a ver a Aníbal. A pesar de que traté de mantener la calma, los nervios y el miedo pronto se apoderaron de mí y no tardé en perder mi caballo. Estaba aterrorizada y desorientada, sabía que no sobreviviría mucho tiempo en un lugar tan salvaje como ese, morada de bestias y alimañas. Entonces escuché un ruido a mi espalda y me di la vuelta temiendo que algún lobo estuviese a punto de darme caza, pero no era ningún animal el que allí me esperaba.
—¿Aníbal? —le pregunté dubitativa. Había encontrado mi caballo y me miraba con un gesto serio. Yo no podía creer lo que veían mis ojos, parecía otro hombre distinto: una frondosa barba cubría todo su rostro, vestía con harapos propios de un salvaje y de su cinturón ya no colgaba una pistola, sino un hacha de hoja muy afilada. Me hizo gracia verle así y me pareció que, a pesar de su aspecto, seguía siendo igual de guapo que siempre—. Eres tú —dije emocionada y corrí a abrazarle—. ¿Aquí es donde te has escondido todo este tiempo? —le pregunté.
—¿A qué has venido, Nieves? —me preguntó con sequedad. Me observaba con desconfianza y no parecía alegrarse mucho de mi visita.
—A buscarte, tienes que venir a casa conmigo, desde que te fuiste todo es un desastre. Sin ti estamos perdidas —le dije, hablando atropellada. Su presencia me ponía más nerviosa que el propio bosque. Habían pasado muchos meses desde la última vez que supe de él y en más de una ocasión temí no volver a verle nunca.
—No voy a volver a tu casa —me contestó entregándome las riendas de mi caballo.
—¿Tanto nos odias? —le pregunté, cansada de su actitud. Estaba empezando a perder la paciencia, el encuentro no estaba siendo como yo lo había imaginado y no terminaba de entender por qué él me trataba con tanto desprecio, por qué no mostraba ni el menor signo de alegría por verme.
—Antes odiaba. Aquí en el monte he aprendido que cada cosa tiene su sitio, y el mío no está en Casa Grande —sentenció con rotundidad. Después me invitó a marcharme, recomendándome que abandonase el monte antes de que cayese la noche. Mientras volvía a casa no podía parar de preguntarme por qué Aníbal nos traicionaba de esa manera y temía que la culpa no fuese solo del trato que padre le había dado, sino también mía. Yo no había sido capaz de hacer que se quedase, en mis manos había estado que hubiese seguido con nosotras y, quién sabe, tal vez no habríamos sufrido todas las penurias que entonces nos torturaban.
Llegué a casa destrozada, segura de que nuestros días en ese pueblo estaban contados y temiendo cuán cruel podía ser nuestro futuro. En mi cabeza las hipótesis danzaban, en un juego cuyo único fin era el de encontrar soluciones. Tal vez podríamos venderlo todo y viajar a América, un lugar lleno de oportunidades, en el que podríamos empezar de cero. Otra opción era organizar una fiesta en la que entrarían adinerados caballeros y de la que saldrían esposos sumisos, pero la realidad era que esta familia no tenía mucha suerte últimamente con las bodas.
Entré en casa desesperada, segura de que no había remedio posible para nuestros problemas, cuando me encontré frente a padre. Se había despertado y toda la familia estaba en torno a él, intentando que se tranquilizase. Desconcertado preguntaba por Aníbal y por el estado del ganado, quería saber qué había ocurrido y cuánto tiempo había estado postrado en la cama. Una vez que conoció la realidad de nuestra situación exigió que ensillasen su caballo de inmediato; Félix trató de convencerle de que no era la mejor idea, todavía necesitaba reposo hasta que pudiese considerarse plenamente recuperado. Pero padre insistía, quería bajar al pueblo, no iba a consentir que esas ratas siguiesen despreciando sus obligaciones para con la familia Lobo.
Cuando padre comprobó lo mucho que había cambiado el pueblo y el desastroso estado de nuestras cuentas, se dio cuenta de que era necesario tomar medidas drásticas. No podía consentir que los vecinos le perdiesen el respeto ni tampoco que sus hijas se muriesen de hambre.
Lo primero que hizo fue mantener una reunión con el alcalde y le informó de que quería recuperar todo el dinero que le adeudaban los vecinos. Nada le importaba si estos se tenían que morir de hambre o quedar en la calle para poder cumplir con sus obligaciones; ese dinero era suyo y lo quería recuperar en ese mismo momento. Lo segundo fue mandar una carta urgente a Badajoz reclamando la ayuda del ejército para sofocar una revuelta anarquista que todavía no se había producido pero que padre estaba seguro de que tarde o temprano tendría lugar.
A pesar de que se había levantado con mucho ímpetu y dispuesto a recuperar el control, era evidente que su estado de salud no era bueno. Algo que comprobamos cuando Aníbal apareció con él en casa. Padre había sufrido un desmayo mientras revisaba la terrible condición de sus tierras de labranza; su deseo por volver a poner en marcha toda la maquinaria de la familia Lobo había estado a punto de mandarle a la tumba definitivamente. Una vez más, Aníbal se erigía como nuestro ángel de la guarda, no solo había salvado a padre, también había aceptado convertirse en el administrador de todos nuestros bienes hasta que este se recuperase. Todas nosotras estábamos felices, pues sabíamos que con él al frente de la casa nada podía salir mal.
Lo primero que hizo fue echar a Sebastián y recuperar a parte del servicio. Después separó al ganado enfermo del sano y contrató a hombres con experiencia en el trabajo de campo. Daba gusto ver cómo Aníbal trabajaba desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche, y yo estaba orgullosa de que ocupase el despacho de padre. Su regreso me había colmado de felicidad, pues sabía que el mérito de que estuviese de nuevo en casa era mío. A pesar de que él procuraba evitarme y de que me trataba con la misma rudeza que lo había hecho en el monte, yo sabía que me quería y ansiaba con todas mis fuerzas disfrutar de su amor; el invierno había sido demasiado largo. Una noche decidí hacerle una visita al despacho.
—¿No crees que trabajas demasiado? —le pregunté deseando que aceptase mi envite. Aníbal estaba guapísimo, había cambiado sus asquerosos harapos por una elegante levita, además se había afeitado y cortado el pelo. No tenía nada que ver con el antiguo Aníbal, aquel que vestía como un vulgar campesino. Ahora parecía el señor de su casa y esa idea provocaba unos divertidos calores por todo mi cuerpo.
—Si vieses el estado de estas cuentas no dirías lo mismo —contestó sin apartar la vista de los almanaques.
—Entonces, ¿no podré comprarme ningún vestido para la primavera? —le pregunté fingiéndome desilusionada, como una niña que acaba de conocer una verdad de la vida adulta.
—No podrás comprarte ni una cinta para el pelo —me dijo.
Yo comencé a cerrar todos sus libros y carpetas. Los juegos solo me divertían si se me ocurrían a mí.
—¿Ya no te gusto? —le dije acariciándole la cara con mi mano. Él me miró a los ojos, en silencio, y después me agarró con fuerza del cuello. Me asusté, Aníbal nunca se había comportado conmigo de ese modo, y no sabía si se trataba de una broma o era que había perdido la cabeza en aquel monte. Entonces apartó los cuadernos de la mesa y me tumbó con fuerza sobre ella y yo no pude evitar sonreír, por fin me libraría de ese cosquilleo que llevaba meses torturándome. Los dos nos desnudamos y él me tomó con esa fuerza que le había permitido sobrevivir como un salvaje en medio de la naturaleza, y al mismo tiempo sus besos y sus caricias hablaban del amor que por mí su corazón sentía—. Te quiero —le dije sin apenas darme cuenta. Entonces comprendí que bastaba con dejarse llevar por los sentimientos para que el valor estuviese de tu parte. Nunca había sido tan sincera con Aníbal y ahora que lo era me sentía estúpida por no haberlo sido antes.
—No te creo —me contestó—, porque tú solo te quieres a ti misma. —Yo me quedé helada, no entendía por qué Aníbal me trataba así, le estaba dando lo que él siempre me había pedido y me lo escupía a la cara con desprecio. Era como si hubiese esperado pacientemente ese momento para vengarse de mí por todo lo que le había hecho sufrir en el pasado. Cuando terminamos me acarició el rostro y me dio un tierno beso en la mejilla, un beso más propio de un hermano que de un amante—. Nieves, no quiero que te engañes. Solo he vuelto para encargarme de la finca, esto no se volverá a repetir —me dijo. Yo sonreí, harta de su actitud y segura de que estaba lanzando un farol.
—Eso ya lo veremos —le contesté. No me creía para nada esa nueva careta que se empeñaba en lucir, todo me resultaba propio de una farsa y Aníbal tenía muchas virtudes, pero no era un buen actor. Pero lo cierto es que en los días sucesivos volvió a mostrarse frío y distante conmigo, y aunque mi ánimo no decaía, convencida de que no tardaría mucho tiempo en volver arrastrándose a mis pies, la sombra de una duda comenzó a nublar mi confianza, temiendo que de verdad Aníbal hubiese dejado de quererme.
Cuando los vecinos del pueblo conocieron las exigencias de mi padre no tardaron en reclamar justicia. No podían asumir de golpe el pago de tan altas sumas y veían el comportamiento de padre como un castigo que se les imponía de la manera más ruin posible. Pero los paisanos de Tierra de Lobo estaban muy acostumbrados a perder toda la fuerza por la boca, se quejaban bebiendo su vaso de vino en la cantina y después se sacrificaban para poder hacer frente a todo aquello que se les viniese encima; eran hombres sufridos y dóciles. Muy pocos tenían el valor de enfrentarse a padre, necesitaban un estímulo, una chispa que prendiera la llama de su ira, siempre había sido así y siempre lo sería. Padre sabía perfectamente que si quería una revuelta, él mismo debía alentarla. A pesar de que Aníbal le había pedido y aconsejado que no se fiase de Sebastián, padre decidió que el joven sería sus ojos en el pueblo, el encargado de velar por sus intereses y de vigilar a aquellos que cometiesen la osadía de sacar los pies fuera del tiesto.
La primera misión que recibió Sebastián en su nuevo puesto fue precisamente la de incendiar esos ánimos. Padre había leído en el periódico cómo una oleada de revueltas anarquistas en contra del rey se extendían por el país; el ejército llevaba meses sofocando los focos de insurrección; ahora que había perdido a la mayoría de sus hombres, no se le ocurría mejor manera para bajarles los humos a sus vecinos. El problema fue que el ejército estuvo a punto de no llegar a tiempo. Una turba de enajenados vecinos se presentó a las puertas de nuestra casa portando antorchas, palos y piedras. Aníbal cerró rápidamente todas las entradas y nos hizo subir a nuestras habitaciones; solo él, padre y Félix podían defendernos de aquella jauría humana. Las antorchas y las piedras comenzaron a volar sobre el patio, mientras que el portón principal amenazaba con ceder. Todas nosotras comenzamos a rezar conscientes de lo indefensas que estábamos ante tan aciaga situación; si esos hombres entraban, no tendrían piedad; muchos años de rabia contenida corrían por sus venas. De repente los gritos de furia fueron sustituidos por alaridos de terror, después escuchamos varias ráfagas de disparos y todo quedó en silencio. El ejercito había llegado a Tierra de Lobos. Los soldados entraron en casa para comprobar que estábamos bien, entre todos ellos destacaba un hombre que caminaba con seguridad e imponía respeto al resto de los miembros del batallón. Llegó hasta la altura de padre y se presentó:
—Capitán Ugarte, Cuarta Compañía de Infantería —dijo con una voz poderosa. Era un hombre de anchas espaldas y marcado mentón, un fino bigote perfilaba sus labios y esbozaba una media sonrisa que inspiraba al mismo tiempo respeto y temor.
—Antonio Lobo —contestó padre—. Gracias por venir. —El capitán hizo un gesto con la cabeza y miró a su alrededor con curiosidad, queriendo saber a qué lugar le había llevado su trabajo en esa ocasión.
—Media España se desordena y nos toca a nosotros ponerla en su sitio —dijo Ugarte para sí mismo, y nos miró a nosotras con descaro, de arriba abajo, y sin ningún miedo a la ofensa que para nuestro padre pudiese suponer un gesto de ese tipo. Entonces entró un soldado en el patio anunciando que habían detenido al cabecilla de la revuelta—. ¿Una mujer? —preguntó sorprendido el capitán. Dos soldados traían esposada a Elena, la misma a la que padre agasajaba e invitaba a cenar.
—Eso no puede ser —dijo padre—. Tiene que tratarse de un error. Los verdaderos cabecillas están escondidos en su agujero, son los hermanos Bravo. Viven en La Quebrada —añadió padre, otra vez haciendo una ridícula demostración de poder para proteger y sorprender a esa mujer, para ganarse su afecto. Padre no quería darse cuenta de que esa obsesión le estaba convirtiendo en un hombre débil y que si seguía comportándose así, acabaría por comprometer el poder de la familia. Ugarte, que tampoco parecía muy dispuesto a detener a una mujer, soltó a Elena y preparó a unos hombres para ir a La Quebrada.
—Mañana quiero a todos los vecinos reunidos en la plaza, les explicaremos cómo van a ser las cosas aquí a partir de ahora —dijo Ugarte, mientras se colocaba el cuello del uniforme.
—Si quiere yo puedo hablar con ellos, soy la persona más respetada en este pueblo —contestó padre. El capitán rio sonoramente, yo me sorprendí, era evidente que ese hombre no sabía con quién estaba tratando.
—Si eso fuera cierto nosotros no estaríamos aquí. —contestó—. A partir de ahora yo estoy al mando, todos los comercios y tierras del pueblo serán controlados por el ejército ¿Queda claro? —preguntó Ugarte. Padre asintió con un gesto serio, ese capitán no parecía un hombre fácil de manejar.
Efectivamente, las cosas no iban a salir como él esperaba. La primera decepción llegó cuando nos enteramos de que el capitán y César eran viejos amigos. Eso ponía en una situación muy delicada a padre, pues estaba alojando en su propia casa a un amigo de su mayor enemigo. Ugarte se había instalado a vivir en nuestro hogar por petición expresa suya y a pesar de la oposición de Aníbal, que no veía con buenos ojos que ese hombre estuviese conviviendo con nosotras. El capitán no tardó en conocer cada rincón de Casa Grande y se comportaba como si esta fuese suya. Comía y bebía cuándo y cuánto le apetecía, se paseaba descamisado por el salón o ponía los pies sobre la mesa del despacho de padre, por no hablar de cómo nos miraba a nosotras, especialmente a mí. Con los hombres de la casa no tenía tampoco mucho respeto; Félix le parecía un pusilánime y un calzonazos, mientras que Aníbal no era para él más que un simple paleto con ansias de prosperar. Lo peor de todo era que Ugarte no tenía ningún reparo en ofrecer abiertamente sus opiniones. Y lo hacía sin importarle, en absoluto, si estas podían ofender a alguien. La ley le había nombrado temporalmente máxima autoridad del pueblo y pensaba aprovecharlo de la mejor manera posible.
Lo cierto es que era incómodo tener que vivir rodeadas de soldados, más aún cuando las cosas no iban del todo bien para nosotras. Rosa seguía sin ver y su estado no mostraba mejoría alguna. Almudena estaba feliz con su embarazo y aunque nos habíamos cruzado más de una vez con César en el pueblo, parecía que estos encuentros no habían perturbado su ánimo en exceso. Pero últimamente todas habíamos percibido cómo el carácter de Félix se había ido ensombreciendo poco a poco, había dejado de ser tan atento y agradable como antaño, y más de una vez le habíamos visto discutiendo con Almudena. No sabíamos si todo era fruto de los nervios provocados por el embarazo o si la amenaza de los celos acechaba a la pareja.
Pero sin duda era Isabel la que más alterada se mostraba. Llevaba varios días actuando de manera muy extraña, sus preguntas y sus comentarios nos tenían desconcertadas. De repente nos rogaba que la ayudásemos a ser como nosotras; se empeñaba, con esa tozudez tan suya, en vestir corsé y usar maquillaje, incluso se obligaba a sí misma a ponerse pendientes. Una y otra vez nos preguntaba por qué era tan diferente y me interrogaba para que le contase cuáles eran mis trucos para atraer a los hombres. Parecía confundida y agobiada, y yo no entendía por qué ella, que había sido siempre tan especial y tan peculiar, pretendía en esos momentos convertirse en una señorita más. Pensábamos que quizá se había enamorado de algún mozo del pueblo o de algún soldado, pero lo negaba y era imposible conseguir que nos explicase cuál era el motivo de su comportamiento. En ese momento Isabel no era consciente, ni nosotras tampoco, de que había comenzado a librar una dura batalla contra sí misma, y contra los demás, que no le iba a resultar nada fácil ganar.
Mientras, yo seguía preocupada por la frialdad de Aníbal, todos mis acercamientos posteriores a nuestro íntimo encuentro en el despacho de padre habían sido repelidos, así que decidí hacer una prueba de carácter más empírico. Igual que hacía Félix para deducir las enfermedades de sus pacientes, yo pensaba comprobar cuánto de verdad tenía esa forma de comportarse que manifestaba Aníbal. Así que decidí darle celos, y la manera más fácil para conseguirlo era mostrarme especialmente cortés con el capitán Ugarte. Sabía que Aníbal no le soportaba y que en cuanto me viese junto a él no iba a poder evitar expresar lo que verdaderamente sentía. Efectivamente, la reacción de Aníbal no se hizo esperar.
—Deberías tener más cuidado con el capitán, la próxima vez podría hacerte daño —le dije, haciendo alusión a un encontronazo que había tenido lugar entre ambos.
Ugarte se había reído de la condición de campesino de Aníbal y este le había respondido de malas maneras. Aníbal era el único en la casa que no estaba dispuesto a dejar que el capitán hiciera y deshiciera a su antojo, y mucho menos le iba a permitir que fuese diciendo todas las tonterías que se le pasaban por la cabeza.
—Déjame en paz, Nieves, no es asunto tuyo —me contestó, con la misma brusquedad con que me había tratado desde su regreso.
—Fuiste tú el que me enseñaste qué pasa cuando se junta a dos gallos en el mismo corral —le contesté mientras recorría su pecho con mi mano.
—Tranquila, que no me voy a pelear por ti —me dijo mientras me agarraba la mano con fuerza y se la quitaba de encima.
—No sé qué me divierte más. Que estés celoso o que no lo reconozcas —le dije sonriendo juguetona. Sabía que eran ese tipo de mecanismos los que encendían la llama de su deseo.
—Celoso no, Nieves. Estoy preocupado. Ese Ugarte no es trigo limpio —dijo con un gesto serio, y en su expresión pude ver cómo realmente le preocupaba ese hombre. Pero yo decidí desoír sus advertencias y continuar con ese experimento, que me estaba haciendo disfrutar como hacía tiempo que no lo hacía.
—A mí me parece que ese bosque no te ha cambiado tanto como dices —insistí.
—Eres tú la que sigues siendo la misma. ¿Qué tengo que hacer para convencerte de que se acabó? —sentenció. Y sus palabras me hicieron mucho daño, porque estaba convencida de que eran mentira, entonces entendí cómo le había hecho sentir yo durante todo este tiempo y en cierto modo comprendí por qué él ahora se comportaba de ese modo. Pero yo sabía que era fingido, sabía que todavía estaba enamorado de mí y no iba a parar hasta que lo reconociese.
—Convencerte tú —le contesté. Aníbal se quedó en silencio durante unos instantes y después se marchó con el semblante serio, y yo no pude evitar sonreír satisfecha, porque sabía que esa noche cuando la angustia de las cuentas de Casa Grande no le dejasen dormir, en mitad del desvelo, pensaría en mí.
Los detenidos por la revuelta debían ser trasladados a Badajoz para ser juzgados por un tribunal militar. Pero al capitán Ugarte no le apetecía en absoluto tener que hacer tan tedioso viaje, así que decidió, desobedeciendo el código militar y los consejos de su teniente, que ejecutaría a los reos en la plaza del pueblo. El pánico se apoderó de todos los habitantes de Tierra de Lobos; eran muchos los que tenían familiares entre los detenidos.
Espoleados por la desesperación, los vecinos, que antaño quisieron invadir nuestra casa, ahora le pedían ayuda a mi padre, pero este poco podía hacer frente a la autoridad del capitán. Era una decisión terrible e injusta, pues esos hombres iban a ser ejecutados sin ni tan siquiera ser juzgados y dejaba claro cuál era el carácter de Ugarte, un hombre que prefería disparar un fusil antes que moverse de su silla.
La suerte parecía estar echada para esos pobres campesinos cuando un hombre con la cara cubierta entró en el cuartel y después de distraer a los soldados los ayudó a escapar. Nadie supo quién era el misterioso héroe, la única pista que de él se tenía era una chaqueta perdida durante la evasión. Ugarte tenía varios sospechosos y uno de ellos era Aníbal, al que sin duda el capitán daría un trato muy personal teniendo en cuenta su relación.
Los fugitivos atravesaron el monte camino de la frontera donde esperaban encontrar la libertad; no podrían volver a ver a sus familias en mucho tiempo, ese era el precio que debían pagar por sortear a la muerte. Pero pronto llegó hasta nuestros oídos un curioso rumor: César Bravo los había engañado ofreciéndose para ayudarlos en su huida, para después entregarlos de nuevo a los militares. Esa noticia era una sorpresa y al mismo tiempo la confirmación de nuestras peores sospechas. A pesar de toda la bondad que había manifestado en un principio, sobre todo con nuestra hermana Almudena, no había hecho falta mucho tiempo para saber quién era de verdad ese hombre, y si se repasaban todos los acontecimientos que le rodeaban, era fácil llegar a una conclusión: el atraco en Portugal, el disparo a padre, el accidente de Rosa y ahora la traición a esos pobres desgraciados. Era evidente que César era un malnacido y de la peor calaña.
Entre los detenidos que habían intentado huir se encontraba también el padre de Elena, y esa mujer, demostrando que tenía la misma integridad que una rata, tuvo el descaro de presentarse en nuestra casa para rogar la ayuda de padre. Ella, que había animado al pueblo para que nos apaleasen, tenía ahora el valor y la poca vergüenza de pedirnos ayuda. Y padre, en ese estado de enajenación que le había provocado esa mujer, aceptó a cambio de que comenzase a trabajar en nuestra casa. Yo odiaba a Elena y mucho más odiaba a padre por consentir semejante estupidez; era evidente que no pararía hasta meterla en su cama, pero ¿cuál iba ser el precio por una noche de calor con esa ramera?
La ejecución estaba preparada y las plañideras listas para llorar a los muertos cuando César Bravo apareció con una solución que resolvía de golpe y plumazo tanto sus problemas como los de Ugarte. Le pidió al capitán que soltase a los detenidos a cambio de que estos trabajasen en la embotelladora de los Bravo. Así él tendría mano de obra gratis y Ugarte podía ahorrarse tener que limpiar la sangre. Estaba claro que esos hombres estaban haciendo negocios juntos y si no se los paraba a tiempo acabarían haciéndose con todo el pueblo. Padre, que estaba seguro de que solucionaría todos sus problemas haciendo llamar al ejército, había tenido muy mala suerte. Ahora nuestra situación era crítica, pues habíamos perdido el poder económico de años atrás y la influencia política de padre estaba totalmente maniatada con ese capitán campando a sus anchas por Tierra de Lobos.
Igual que Aníbal me evitaba a mí, yo trataba de evitar al capitán siempre que fuese posible. Las advertencias de Aníbal y lo que en el pueblo se contaba de Ugarte habían terminado por convencerme. Pero una mañana no pude deshacerme de su empalagosa compañía.
—¿Adónde va con tanta prisa? —me gritó el capitán.
Yo me detuve asustada, él avanzaba hacia mí con la parsimonia y la chulería de un lobo que se siente líder de la manada.
—A misa, con mis hermanas —le contesté intentando continuar con mi camino. Él me cerró el paso y rio con esa carcajada suya tan característica.
—Seguro que tiene muchos pecados que confesar —me dijo mientras me acariciaba el pelo. Yo no contesté, estaba paralizada por el miedo. Me miró y súbitamente dejó de sonreír, de repente su gesto era serio y sombrío, tan sombrío que helaba la sangre—. Así que toda la cortesía no era más que un teatro para el paleto ese de la cara bonita —me dijo acercando su boca a la mía.
—No sé de qué me habla, si soy cortés es porque me han educado bien —le dije intentando disimular los nervios, sabía que ese hombre olía el miedo igual que hacen las bestias.
—Conozco sus jueguecitos y le advierto que a mí no me divierten nada —me advirtió, después comenzó a olfatearme el cuello.
—Siento si le he ofendido, no volverá a pasar —dije, intentando apartarle de mi lado, pero él permanecía firme.
—Claro que sí, mucho antes de lo que cree estará tumbada boca arriba, debajo de mí, viendo el cielo y las estrellas —me susurró al oído, y después comenzó a besarme el cuello. Estaba muerta de miedo y al mismo tiempo mi corazón se aceleraba por culpa de la excitación. Por un momento tuve la tentación de besar sus labios, de provocarle para que me tomase allí mismo, no podía evitar imaginar cómo sería estar con él en la cama. Rápidamente un sentimiento de culpa y una sensación de pánico se apoderaron de mí, un vértigo similar al que una siente cuando corre a lomos de un caballo desbocado. ¿Por qué esos pensamientos tan perversos asolaban mi mente? ¿Era precisamente por esa demencia, por la que Aníbal me rechazaba? El capitán me lanzó una última mirada, oscura y profunda, y yo temí que me arrastrase con ella a un pozo de locura. Ese hombre reinaba gracias al miedo, y yo temía acabar siendo su reina.
—Sor Nieves, sor Nieves —escucho una voz que me llama en la lejanía—. Sor Nieves, despierta —me dice la voz. Abro los ojos lentamente, la luz me hace daño. Veo la cara de Celia, todavía borrosa. Me toca la frente y me ofrece un poco de agua. Siento cómo el líquido recorre cada centímetro de mi garganta, está tan seca que el agua la corta como si fuese un cuchillo. Poco a poco voy recuperando la conciencia; estoy tumbada y Celia me sujeta la cabeza, igual que la Virgen a Jesús en la piedad. Tiene un gesto de preocupación y mira a nuestro alrededor, confundida. No entiendo qué es aquello que le llama tanto la atención. Busco con mis ojos el objeto de su mirada, eso que tanto la desconcierta y veo la baldosa fuera de su sitio, con el hueco al descubierto y todas mis cosas a la vista. Entonces recuerdo que me he desmayado cuando no debería haberlo hecho y me doy cuenta de que el peor de mis temores se ha cumplido. Miro a Celia, aterrorizada, esperando una reacción, unas palabras. A su manera, ella está tan confundida y aterrorizada como yo, y es incapaz de decir nada más que mi nombre, una y otra vez. Intento incorporarme y ella me ayuda, sigo muy débil pero debo hacer algo, no puedo dejar que esa monja corra a avisar a la madre superiora. Entonces me fijo en la pluma, la pluma del cuervo que afilé para poder escribir, está bastante cerca de mi mano derecha, lo suficiente para poder alcanzarla. Miro a Celia, que me observa desconcertada, y con un movimiento rápido agarro la pluma con fuerza y la pongo en el cuello de mi joven acompañante. La punta afilada se clava en la piel de la monja sin llegar a cortarla. Quiero que sepa que su vida está en mis manos y que al más mínimo intento de escaparse acabaré con ella. Parece entenderlo, pues solo se limita a jadear, es presa de un ataque de nervios.
—Tranquila —le susurro al oído. Ella trata de encontrar una calma que parece haberse perdido en el fondo del más profundo de los mares—. No te voy a matar si tú no me obligas —le digo—. ¿Quieres morir?
—No...—me contesta, apenas un hilo de voz temblorosa sale de su garganta. Me mira de reojo y puedo ver sus ojos vidriosos, envueltos en un manto de lágrimas.
—Necesito contarlo todo para poder descansar —le digo—. ¿Lo entiendes? —Ella me mira sin saber qué decir—. ¿Entiendes qué te quiero decir? —insisto.
—Sí —me contesta, esta vez su voz suena con más firmeza. Miro la expresión de su rostro, es evidente que no sabe de qué estoy hablando.
—La madre superiora no puede enterarse de esto —le digo mientras clavo un poco más la punta de la pluma en su cuello—. Si se entera estoy muerta y yo sé que tú no me quieres matar. —Ella niega con la cabeza—. ¿Me quieres matar?
—No, no te quiero matar —me dice.
—¿Y por qué debería fiarme de ti? —pregunto nerviosa; la mano me duele cada vez más y el pulso empieza a fallarme. De repente me percato de que he clavado la afilada punta de la pluma en su piel hasta provocarle una herida. Una gota de sangre, perfecta y brillante como una lágrima roja, se desliza lentamente por su cuello. Al verla me asusto y una profunda tristeza se apodera de mí, puedo ver el dolor reflejado en sus ojos. Entonces, sin darme tiempo para recibir al llanto, las lágrimas huyen despavoridas de mis ojos y suelto la pluma dejándola caer al suelo. Lloro con todas mis fuerzas y me cubro el rostro, avergonzada; siento cómo todo mi cuerpo se retuerce de dolor mientras me pregunto qué he hecho para acabar siendo una vulgar asesina. Mis lágrimas inundan toda mi cara y tengo la sensación de que no podré parar de llorar hasta el día de mi muerte. Celia me acaricia el pelo con la misma ternura de una madre y me ofrece la hoja en la que estaba escribiendo antes de quedarme inconsciente. Después recoge la pluma del suelo y lentamente la acerca a la herida de su cuello.
—¿Qué haces? —le pregunto asombrada. Ella sonríe con ternura, esa sonrisa que tanto me tranquiliza.
—Nada, solo quiero ayudarte a descansar —me contesta, y después me entrega la pluma, lista para que yo pueda escribir.