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Como cada mañana, Marco tocó el timbre de la puerta del convento que daba al callejón Dean Palahí. Era un portón antiguo, de madera tachonada y arco de piedra gris. Se elevaba de la calzada sobre un alto escalón de piedra. Probablemente de traquibasalto. La mayoría de las piedras volcánicas azuladas utilizadas en arquitectura y mampostería en La Laguna solían ser basaltos o traquibasaltos. Era una piedra dura, no de las mejores, pero ofrecía mayor durabilidad que, por ejemplo, la cantería roja con la que estaba realizada la fachada de la casa del corregidor en la calle paralela a esta. Con el tiempo y la erosión se iban desgastando a un ritmo acelerado. En pocos años ya no se distinguiría nada de aquella fachada.

El sonido del pestillo lo sacó de sus pensamientos y lo devolvió a la realidad. Una de las hermanas abrió la puerta y al reconocerlo le sonrió invitándolo a entrar. No sabía cómo se llamaba esta monja, nunca le había dicho ni una sola palabra pero parecía una mujer de lo más amable. En la boca del callejón pudo observar el coche patrulla de la policía nacional aparcado junto a la fachada del Palacio de Nava y Grimón. Había dos agentes en su interior y vigilaban a todo aquel que entraba o salía del convento. Atravesó el portón sin dejar de mirar a los policías y la monja cerró y echó de nuevo el pesado pestillo de hierro a la puerta. Cruzó un pequeño patio interior y entró por una puerta lateral. La monja iba delante de él, abriendo las puertas y cerrándolas tras ellos. Era la rutina de cada mañana. El abrir y cerrar puertas se había convertido últimamente en una obsesión para aquellas mujeres.

La monja lo acompañó hasta la zona del sarcófago, donde se había colocado el andamio cubierto por sábanas blancas, y lo dejó allí solo. Marco soltó la mochila en el suelo y sacó de ella su bata blanca de faena. Buscó entre las baldas del andamio la caja de guantes de látex que había dejado el día anterior, sacó dos y se los puso. Hoy le tocaba el turno al cuadro del Cristo encastrado en la parte superior del féretro. Desencajaría el lienzo para enviarlo a la facultad, donde el becario especialista en restauración pictórica se encargaría de él, mientras que su trabajo consistiría en reparar el pan de oro de la enmarcación.

Echó un vistazo para ver cómo estaba sujeto, y manipular la obra lo menos posible. Al estar colocado en alto, el propio sarcófago le dificultaba la labor. El marco estaba encajado en el retablo. Tendría que mover todo el conjunto retablo y sarcófago para sacar el lienzo por detrás. Eso no les iba a hacer gracia a las monjas. Intentó evitar disgustos innecesarios rodando el sarcófago solo por uno de los lados. Intentaba sacar el cuadro y volver a dejar el sarcófago en su sitio sin que se dieran cuenta. Agarró el sarcófago con una mano y parte del retablo con la otra y comenzó a empujar. Pese a sus esfuerzos, aquello no se movió. Era bastante más pesado de lo que parecía. Arrimó el hombro e hizo palanca con todo el cuerpo. Con un crujido sordo, el conjunto cedió apenas unos centímetros. Lo suficiente para sacar el lienzo. Pero al mover el retablo algo metálico cayó al suelo por detrás con un escandaloso tintineo. Con su arriesgada maniobra podía haber dañado alguna juntura o desprendido algún clavo. Si sus profesores lo hubieran sorprendido rodando de esa manera un retablo con más de trescientos años no solo perdería esta beca de colaboración sino que no volvería a trabajar como restaurador en toda su vida. Por suerte aún era temprano y la iglesia no estaba abierta al público. Nadie había sido testigo de su torpeza. Buscó por el suelo, en la zona por donde había oído el tintineo, pero quedaba oscurecida por la sombra del retablo y no consiguió ver nada. Sacó una pequeña linterna de su mochila para iluminar la parte trasera del sarcófago. Estaba llena de polvo y telas de araña. Se notaba que nunca, en los trescientos años que llevaba allí el sarcófago, habían limpiado detrás del mueble. No podía culpar a las monjas. En su piso de estudiantes nunca había limpiado por detrás de la nevera. Ni siquiera detrás del sofá. El haz de luz de la linterna iluminó una infinidad de motas de polvo en suspensión en aquella angosta rendija entre el mueble y la pared. Por fin encontró algo cubierto parcialmente bajo el sarcófago. Era un objeto oscuro y metálico. Intentó alcanzarlo con la mano, pero no llegaba siquiera a rozarlo. Su hombro no podía pasar por aquella estrecha separación. Se ayudó con el mango de un pincel de los que utilizaba para aplicar goma laca. A base de pequeños toques con la punta del pincel fue acercando el objeto. Cuando por fin lo agarró notó que era duro y frío. Era una llave. Una gran llave de hierro negro. Grande para la medida de las llaves que se usaban actualmente, pero extendida en la mano de Marco no sobresalía de la punta de sus dedos. Una llave antigua, sin lugar a dudas. El espacio interior del anillo de la llave estaba parcialmente cubierto por una lámina de metal en forma de media luna, como si no hubieran terminado de retirar la rebaba del molde cuando la forjaron. Posiblemente debía de encontrarse en lo alto del retablo y cayó al rodarlo. Pero la llave no tenía el mismo aspecto sucio y lleno de polvo que mostraba la trasera del sarcófago. Llegó a la conclusión de que la llave no llevaba mucho tiempo en aquel sitio. Al observarla con detenimiento se dio cuenta que uno de sus laterales tenía grabada una inscripción:

Profunditas

También reparó en que mostraba arañazos recientes en su paleta. Recordó inmediatamente la cerradura del sarcófago. Hace unos días había descubierto que mostraba los mismos arañazos metálicos. Eso podría indicar que esa llave hubiera sido probada en la cerradura del sarcófago recientemente. Pero ¿por quién? El sarcófago tenía una cerradura triple y esas tres llaves las guardaba la priora del convento. Tan solo las usaba una vez al año, cuando dejaban expuestos los restos de la monja. Una idea comenzó a cobrar forma en lo más profundo de su mente. Rápidamente rebuscó en su mochila intentando encontrar algo. Sacó una pequeña cámara digital. Había sacado fotos de la obra antes de comenzar la restauración, para el informe que tenía que presentar al terminar la pieza. Las había sacado justo el día anterior al asesinato. Si en la foto la cerradura no mostraba esos arañazos, significaría que esos arañazos se produjeron la misma noche en la que ocurrió el asesinato. Y probablemente, esa cerradura tendría algo que ver con el móvil del crimen. Pasó frenéticamente las fotos en la memoria de la cámara hasta que encontró una del sarcófago en la que se viera la cerradura con detalle. A esa distancia y en la pequeña pantalla de la cámara digital no conseguía distinguir nada. Amplió la zona a lo máximo que daba la resolución, pero no fue suficiente. Los arañazos eran muy pequeños para diferenciarlos en aquella imagen. Continuó buscando una foto en la que se viera la cerradura más de cerca. Cuando casi había perdido las esperanzas de encontrar un primer plano, encontró la foto que buscaba. Había sacado un macro a apenas diez centímetros de la cerradura. Pese a ser una foto sacada muy de cerca, tuvo que hacer zoom a la imagen para observar los detalles en los ojos de las cerraduras. No parecían mostrar arañazos el día anterior al crimen. Eso significaba que aquella llave tampoco llevaría mucho más tiempo allí. Más o menos, desde la noche del asesinato. Pero ¿por qué iba el asesino a ocultar algo en la escena del crimen? No tenía sentido. A menos que no hubiera sido el asesino. El asesino simplemente se lo habría llevado. Eso si hubiera logrado encontrarla. No fue el asesino, sino la víctima la que tenía la llave. Y fue quién la ocultó en lo alto del retablo. Quizá para impedir que el asesino se hiciera con ella. ¿Pero qué abre esta llave que es tan importante para matar por ello?

Sin embargo, lo peor de aquello era que si el asesino no se hizo con la llave, aún debe estar buscándola. Y podría volver a asesinar para obtenerla.

En ese momento el ruido de las puertas de la iglesia al abrirse lo sobresaltó. Ya eran las diez y media y la iglesia del convento abría sus puertas a los feligreses. Feligreses y turistas comenzarían a entrar continuamente hasta la hora de cerrar. Y entre ellos, probablemente pueda estar el asesino, aún buscando la llave. Debía de acudir a la policía para contarles lo que había encontrado. Pero la priora del convento también tenía derecho a saberlo. Había algo en el sarcófago que el asesino buscaba y fue la razón que lo llevó a colarse en el convento e incluso a cometer un homicidio. Pero quizá si se lo decía, la alarmaría más de lo que estaba.

Mientras recogía sus cosas no pudo evitar preguntarse qué ocultaría aquel sarcófago. Había notado que su peso era mayor de lo que aparentaba. Puede que escondiera algo en su interior. Se dirigió hacia la cerradura con la llave en la mano y la introdujo en el primer ojo pero no consiguió llevarla hasta el fondo. No encajaba aquí. Probó en el segundo ojo. La llave se deslizó hasta el fondo. Probó a girarla hacia la derecha. No se movió. Giró entonces hacia la izquierda, pero la llave también tropezaba con algo en el interior que no la dejaba completar el giro. Probó por último con el tercer ojo de la cerradura. La llave se deslizó hasta el fondo pero no giró ni hacia la izquierda ni hacia la derecha. Comenzó a pensar que había dejado volar demasiado su imaginación. Puede que se tratase de una llave que las monjas guardaran allí arriba y que no estuviera relacionada con el sarcófago. A lo mejor, pensó, era de esas llaves antiguas que pululan por ahí y nadie sabe qué es lo que abren. Aunque era mucha casualidad que fuese de la misma medida que la cerradura. Continuó probando a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda. De repente, notó un clic y la llave giró hacia la izquierda con el ruido que produce un metal al deslizarse sobre otro. Un resorte en el interior del mecanismo del sarcófago emitió otro clic en respuesta. Se oía en la parte inferior de la base. La llave pertenecía a la tercera cerradura, de eso no cabía duda. Buscó en la zona por donde oyó saltar aquel resorte.

Tras la reja, se escuchaban los pasos y murmullos de las personas que estaban en el interior de la iglesia. Unos mocasines de suela de goma emitían un desagradable sonido al caminar. El ruido de aquellos pasos se detuvo justo frente a la verja. Marco continuaba buscando en la base del sarcófago cuando se percató de la sombra que proyectaba un individuo tras la sábana blanca del andamio. Permanecía en pie, justo al otro lado de la verja. Era como si lo estuviera observando. Pero con la sábana desplegada no podría ver nada. Quizá se estuviera volviendo un poco paranoico. Cada día se detenían ante esa verja cientos de personas a pedir favores a La Siervita. Nadie sabía nada acerca de su descubrimiento, no había ninguna razón para que lo estuvieran espiando.

Mientras continuaba examinando la parte baja del sarcófago, encontró algo. En una de las ornamentaciones de madera de la base había un compartimento oculto. Sin duda un resorte de ese compartimento era el responsable del ruido que había escuchado antes. Intentó tirar de él, pero permanecía cerrado. Seguramente hacían falta las tres llaves para abrirlo completamente. Pero esta llave no pertenecía al juego de llaves que abrían el sarcófago. Eso quería decir que el mecanismo de la cerradura tenía un doble juego de tres llaves. Un juego para abrir el féretro y otro para el compartimento. Pero ¿por qué? Tenía que informar a la priora sobre su descubrimiento, quizá ella supiera lo del segundo juego de llaves. También tenía que hablar con la policía. Era muy probable que esta llave estuviera relacionada con el asesinato. Sacó la llave de la cerradura y se fue a buscar a la priora del convento.

* * *

Al otro lado de la verja, un hombre permanecía en pie, escuchando. Una amplia sábana blanca extendida de parte a parte ocultaba el sarcófago, pero podía oír a alguien trabajando tras ella. Intentó afinar el oído e imaginar lo que podía estar haciendo el restaurador ahí dentro. Oía ruidos de metal contra metal. ¡Estaba hurgando en la cerradura! Probablemente había encontrado algo. Quizá era hora de actuar. Si hablaba con la policía, todo esto no habría servido para nada.

Con el incómodo ruido de aquellos mocasines de suela de goma a cada paso, el hombre abandonó la iglesia. Unas ancianas que estaban sentadas en un banco junto a la puerta le dedicaron una mirada altanera cuando salía. El eco del desagradable sonido de aquellos zapatos rebotaba por todos los rincones del templo. Cuando por fin atravesó la puerta, todo volvió a quedar en silencio. Las ancianas contemplaron con reprobación cómo la silueta de aquel individuo desaparecía, engullida por la luz del exterior. Tras esto, continuaron rezando en voz baja.