Capítulo 7
Los acordes de The Clash insonorizaban el tráfico y Helena no dudaba en saltarse los semáforos que se ponían en su camino, sin soltar el pie del acelerador. León, se recomponía en la parte trasera dándole tragos a una botella de agua.
Las calles del centro de la ciudad vacías de coches en plena tarde, el silencio aterrador de una ciudad carcomida por un sistema antidemocrático, por una sociedad abstraída. ¿Había sometido Komarnicki a una dictadura?
La ausencia de policía en las calles, los ciudadanos sin capacidad de sentir, abstraídos y controlados por la estimulación constante de sus dispositivos. La necesidad de una falsa inmediatez que no daba lugar a tiempos muertos, a decisiones sopesadas. El mundo giraba más rápido que nunca y la vida había pasado de ser una experiencia única, a una experiencia más. Cruzaron Marszałkowska, León miró al cielo y vio que su antiguo apartamento se encontraba donde lo había dejado. Recuerdos inundaron su cabeza, imágenes que creía haber perdido, pero que tan solo habían estado enterradas por un tiempo.
El Corolla rojo corría tan rápido, que parecía despegar las ruedas del asfalto, perdiendo el control, dejando una estela de humo tras él.
—¿Estás bien? —dijo Wiktoria cuando pararon en uno de los semáforos de la circunvalación de la ciudad.
Primero vio a Mateusz, quien intentó envenenarlo. Al volante de su coche, bajo el tintín de esa maldita emisora, estacionado en el semáforo opuesto. A la derecha de León, un autobús urbano en el que se encontraba Zofia. León tuvo varias regresiones de sí mismo corriendo como un idiota por las calles, intentando alcanzar a la chica.
Después, recobró el sentido.
Los bloques teñidos de banderas patriotas que decoraban las fachadas y los balcones. Todo apestaba a rancio chauvinismo y orgullo postizo.
Al alcanzar Plac Konstytucji, comprobó que los viejos monumentos del período socialista, habían sido reemplazados. Varsovia siempre fue una ciudad de contrastes, de historia, y proteger los símbolos de su historia, siempre recordaría los errores y aciertos del pasado.
Sumido en un odio irreconciliable con el pasado y su propia patria, Komarnicki parecía haber arrasado con todo, borrando de un brochazo lo que no le interesaba que las siguientes generaciones supieran. El olvido consumiría a los más viejos, y la ignorancia se fortalecería en las nuevas generaciones. No resultaba extraño que un grupo de obreros tirara abajo símbolos de la democracia y ningún ciudadano alzara la voz en forma de protesta.
Se dirigieron a Pole Mokotowskie y entraron por un camino que comunicaba el parque con el principio del barrio de Ochota. Una estrecha calle de asfalto unía al parque con la entrada a un jardín botánico privado. En el pasado, el jardín botánico había sido terreno de prácticas para los ingenieros agrónomos, que utilizaban la tierra fértil para probar nuevos métodos de cultivo. Con la caída del Socialismo y la compra de terrenos, los propietarios decidieron mantener sus parcelas cuidadas a cambio de ayudas gubernamentales. León recordaba todo aquello de otra manera, más limpio y más bello. Ahora, era un basurero de drogadictos, mendigos y tránsfugas.
—¿A dónde me lleváis? —preguntó León.
—Tranquilo. Estamos llegando… —dijo Wiktoria—. Es un atajo.
Helena detuvo el coche.
—Bájate —dijo Wiktoria.
León miró a las chicas, que se comportaban con complicidad.
Sin preguntas, accedió y fue el primero en salir. Escuchó el crujir de las hojas secas bajo sus zapatos, metió la mano en el interior de su chaqueta y sacó un cigarrillo.
Las pisadas de Wiktoria lo siguieron.
Escuchó cómo las puertas delanteras se cerraban a su espalda.
León miró al bosque, dándoles la espalda.
—No hemos tomado ningún atajo… —dijo reparando en la trampa.
Sin tiempo para rematar la frase, las chicas se abalanzaron sobre él con un paño mojado que le tapó parte del rostro. Wiktoria le sujetó los brazos mientras Helena lo durmió. Intentó defenderse, moviendo la cabeza, pero su cuerpo no logró reaccionar.
Los músculos se habían relajado y, con ellos, su consciencia se fue apagando, arrastrándolo como un azote de mar hasta un sueño oscuro y profundo.
El ligero zumbido lo despertó.
Una baja frecuencia se amplificaba cada vez más. Abrió los párpados lentamente y olió la humedad que procedía de la habitación. Se encontraba en una habitación cerrada, tumbado sobre un colchón que, a su vez, se encontraba sobre un camastro de piedra, le costaba mover los músculos, resentidos por el viaje. Tardó varios segundos en darse cuenta de que tenía unos auriculares colocados en sus oídos.
Había dormido con ellos.
Los dejó a un lado e identificó la procedencia del zumbido.
Junto a él, una mesa de madera, un vaso de agua y un emparedado de jamón. Un pequeño hilo de luz se colaba por una rendija de ventilación dando calidez al reducto.
¿Qué era todo aquello? ¿Un secuestro? Lo último que recordaba era el rostro de aquel francotirador y a las dos chicas en el coche.
—Hijas de perra —dijo en español. Se meció el pelo hacia atrás, no tenía mucho que hacer, así que decidió esperar mientras se terminaba la comida. Mirando a los alrededores del habitáculo, se dio cuenta de que su chaqueta no estaba allí. Buscó por los rincones como un roedor, pero no encontró rastro de ella.
Desde el exterior, alguien se acercó, introdujo una llave y abrió la puerta.
—Está despierto —dijo Helena. El resplandor iluminó un cuarto de la habitación. Tras Helena, aparecieron Wiktoria y un hombre de mediana edad, con tupé largo engominado hacia atrás y los laterales afeitados—: Espero que hayas descansado.
—Nadie va a pagar por el rescate —dijo León.
—No es un secuestro —dijo Wiktoria—. Medidas de seguridad.
—Es muy arriesgado mostrarte el camino —dijo Helena.
—Solo teníais que pedírmelo.
—No te lo tomes como algo personal —dijo Helena.
—¿Quién es él? —dijo León señalando al hombre que escoltaba a las chicas—. ¿Es el que me va a dar una paliza?
—Konrad, te presento a León —dijo Wiktoria introduciéndolos. El tipo hizo una mueca, manteniéndose erguido, sin acercarse al español.
—Quiero que me devolváis mis cosas —dijo él—. Me falta la chaqueta.
Wiktoria hizo un gesto y Helena salió del cuarto. Segundos después regresó con su abrigo y se lo lanzó sobre las piernas.
—León, tienes que ayudarnos —dijo Wiktoria.
Se levantó y se puso la chaqueta. Después miró al suelo y dio largo suspiro con los brazos en jarras.
—Está bien —murmuró caminando en círculos—. Me tomáis por alguien que no soy.
León dio varios pasos en dirección al conducto de ventilación, dándole la espalda a los tres polacos. Después se giró:
—Pero siéndoos sincero… Os recomiendo que me dejéis en paz y os vayáis a joder a otra parte.
Nadie dijo nada.
Wiktoria dio varios pasos hacia León y lo miró a los ojos.
León sonrió.
—Lo siento —contestó.
Nada más pronunciar sus palabras, Wiktoria lo agarró con una mano del hombro y, con la otra, le asestó un puñetazo en la boca del estómago. Y después otro, así hasta cuatro golpes que el español recibió sin defensa alguna.
Se desmoronó contra la pared, intentando recuperar el aliento.
La chica dio media vuelta y caminó hacia los otros.
—Cambiará de opinión —dijo—. Mientras tanto, se quedará aquí.
—Sabes… —dijo León arrastrándose al camastro, dolorido por los golpes. Se acostó y levantó un brazo—. Estáis perdiendo el tiempo conmigo.
Wiktoria cerró la puerta de un golpe y dejó al español tirado en la oscuridad.
Seis horas más tarde, León salió del zulo en el que se encontraba. Una ducha caliente, ropa limpia y productos de aseo personal para recuperar la dignidad que algún día había tenido. Todo un detalle de las chicas, pensó el español, después del trato que habían recibido de él. ¿Sería así como trataban a los secuestrados? ¿Por qué se mostraban tan insistentes? Frente al espejo, con la mirada clavada en sí mismo, vaciló en afeitar el largo bigote.
No se reconocía.
Hacía tiempo que había dejado de pararse frente a los espejos y los cristales de las ventanas. Hacía tiempo que no era el chico sonriente que regresaba a casa con una chica bajo el brazo, borracho de euforia y burbujas de la noche, perdido entre las sirenas varsovianas y el ritmo acelerado de la música de club. Las noches correteando Nowy Świat quedaban tan atrás, que todas las fachadas de los edificios eran similares en sus recuerdos.
Acarició de nuevo si bigote, negro, largo y tieso, como el de un pirata. ¿Por qué lo había hecho? Se preguntó varias veces aún conociendo la respuesta. Así que decidió afeitarse la barba, recortar la cabellera con unas tijeras viejas y dejar el bigote en su sitio. No le quedaba tan mal. Le daba carácter y fuerza, y con suerte, algo de respeto frente al grupo de jóvenes que lo esperaban al otro lado del cuarto de baño.
Mientras se vestía, le preguntó a Dios si aquella era parte del mismo plan que tenía él. Los polacos le habían salvado el cuello una vez más pero, tras diez años de espera, la carambola había derivado en un trágico infortunio.
León apoyó las manos en el lavabo y se miró, entonces vestido, como una persona totalmente nueva. Vestía una camisa azul claro algo desgastada y unos vaqueros. Distaba mucho de ser el León que se sentaba frente al grupo de adolescentes hormonadas en las aulas del Liceum Copernicus, aunque todavía quedaba algún rastro de su brillo.
—Vaya lugar de mierda, ¿eh? ¿Amigo? —se dijo al espejo y levantó la mirada al cielo—. Y tú, si me escuchas, haz justicia de una maldita vez… ¿No? Después de todo, no te pido más que eso… justicia.
—¿Cuántas veces te has arrepentido? —dijo una voz desde la puerta. Era Wiktoria. La chica lo observaba apoyada en el marco. León había olvidado pasar el cerrojo.
—¿Qué importa lo que te diga? —contestó el español—. Jamás lo entenderías.
—No me subestimes —contestó la chica—. ¿Crees que eres el único que se arrepiente de sus actos?
León la miró con cierto desprecio. No buscaba misericordia ni habladurías. Le importaba más bien poco lo que la chica sintiera.
—Créeme —dijo él—. Para entenderme, tendrías que estar atrapada en este cuerpo, y como eso no parece posible, mejor te ahorras la camaradería.
—Basta ya, ¿sabes? —dijo Wiktoria ofendida por el comentario del español—. Deberías de estar más agradecido. De otro modo, ahora estarían enterrando tu cuerpo en cal viva después de haberte metido dos balas en el cráneo. Puede que tengas tus intereses y que sean dispares a los nuestros, pero mejor, no me calientes si no quieres salir malparado.
—A mí, no me amenaces.
—A partir de ahora —dijo Wiktoria con seriedad señalándole con el índice—, hay unas normas que tendrás que respetar. Yo estoy al cargo de esto. Harás lo que se te pida, de lo contrario, no me dejarás opción.
—Todo lo que tú digas, chica… —dijo León abrochándose el último botón de su camisa. Después dio un paso hacia la puerta—: Si hago lo que me pedís, me llevaréis hasta él.
—¿Komarnicki? Olvídate —preguntó Wiktoria—. Me estás pidiendo un milagro. Está blindado de seguridad.
—No —contestó—. El niño, su nieto… mi hijo.
—Peor todavía —dijo Wiktoria—. Es imposible.
—En absoluto —contestó León—. Es mi hijo.
—Eso es… —dijo la chica y se rascó la cabeza—. Imposible.
—Que no, no lo es —contestó León—. ¿Por qué te crees que estoy aquí? Menuda panda de listos. Pensé que vosotros lo sabíais.
—El único hijo de Zofia, es fruto de su único matrimonio —dijo Wiktoria.
—¿Le habéis hecho la prueba del ADN? —preguntó León con sarcasmo—. ¡Venga ya! No me toques las narices. Es mi hijo. Nadie encierra diez años a una persona por acostarse con su hija, ¿no crees?
—¿Cómo es que mi madre no mencionó nada?
—Tu madre sería una buena mujer —contestó León—. Por eso, supongo que quiso dejar al niño al margen.
—Pero yo no soy mi madre…
—Ni Zofia es una buena mujer tampoco —añadió León—. El niño es mío y punto. Yo soy su padre y tiene que saber la verdad.
—Eso está muy bien —contestó—. Y después, ¿qué? ¿Qué esperas?
—No sé —dijo León—. Le daré un abrazo. Es lo justo.
Wiktoria sopesó las palabras del español. Él estaba convencido de que el niño reaccionaría de una forma adulta, aunque ella no lo tenía tan claro. Había ignorado por completo la información que León le había dado, pero entonces, todo cambiaba. Si aquel niño era el hijo bastardo de Zofia Komarnicka, por muy severo que pareciera, el castigo no era otro que acabar con su vida. Pensar con el corazón o con la cabeza. Doloroso dilema. Y si mataba al hijo, tendría que terminar con el padre, o jamás se lo perdonaría. Doble dilema. No era más que un niño, un niño que tarde o temprano se convertiría en adulto, formado bajo el semblante serio del clan familiar y las ideas retrógradas de su abuelo. Un niño que representaba el fin y la esperanza del pueblo polaco, pero que al fin y al cabo, no dejaba de ser un niño. Wiktoria se preguntó si León sería capaz de cambiar el destino de aquella criatura con su corazón o tendría que hacerlo ella con una bala. Deseó desconocer aquella información, se odió a sí misma por haberla escuchado. Era demasiado tarde, la idea comenzaba a germinar en su sesera:
—Eh, ¿estás ahí?
—Tenemos poco tiempo —dijo Wiktoria mirando a León, que chasqueaba los dedos delante de su rostro—. Quiero que leas algunos documentos sobre la operación y que aprendas algunas cosas básicas de supervivencia. De paso, lávate los dientes. Harás un favor al resto.
—Cuéntame algo que no sepa —dijo León—. Tengo un grado superior en eso.
—Deja tu insolencia a un lado —dijo Wiktoria—. Quiero que te familiarices con la fabricación de explosivos caseros, el uso de armas de diferente calibre y algunos métodos de suplantación de identidad en la red.
—Puedo defenderme con la informática y la encriptación de datos —dijo León inflándose como un pavo—. Digamos que soy un pirata autodidacta. Aprendí mucho en Pastavy.
Wiktoria se rio con dulzura sin ánimo de ofender al veterano.
—No sé cómo eran las cosas en Pastavy, pero han pasado diez años desde que te fuiste, León —explicó la chica con suavidad—. No te ofendas, pero tus habilidades tecnológicas, no sirven de mucho. Es conocimiento obsoleto, como una pieza de museo en tu cerebro.
—Vaya —dijo León.
—A partir de ahora, serás mi aprendiz —contestó Wiktoria guiñándole un ojo.
—Tu padawan.
—¿Qué? —dijo la chica—. A veces, hablas como un extraterrestre.
Aunque la chica tenía razón, se sintió igualmente ofendido por el comentario.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó León.
—Seis días.
—Tendréis un plan, ¿no?
—Sí —dijo Wiktoria—. Me gustaría conocer tu opinión. ¿Has terminado de asearte?
—Digamos que sí —dijo León—. Estoy listo.
—¿Alguna pregunta más?
—Sí —contestó León con firmeza—. ¿Cómo se llama el niño?
—Marcin —dijo—. Se llama Marcin.
León asintió y pronunció tres veces el nombre del niño en silencio.
Wiktoria giró el rostro y caminó al frente.
Sintió lástima por el español y amargura en su pecho. A lo lejos, aparentaba ser más viejo de lo que era. Su rostro desprendía odio, ilusión, esperanza y derrotismo, todo a partes iguales.
El corazón le latía con fuerza, lo podía sentir en la garganta.
Wikoria tenía miedo, debía elegir qué hacer, si llevar su plan adelante u ocultárselo al español. No podía permitir que León se entrometiera y al mismo tiempo lo veía tan convencido, que deseaba ayudarle. Si algo le dijo su madre fue que no mirara jamás atrás. Todavía recordaba las palabras, antes de despedirse inesperadamente de ella para siempre. No mires atrás, Wika, repetía. Y eso hizo, dejando a León tras su sombra, marchándose con la decisión tomada.