22
Una corriente de aire golpeó la ventana contra el marco. Interrumpió la concentración de la mujer, que miraba atenta el televisor. El pueblo salía en las noticias. Nunca antes había ocupado siquiera un minuto de emisión, pero hacía diez días que los informativos de todas las cadenas conectaban con sus respectivos corresponsales trasladados a la isla. Sentada a la mesa de la cocina, la mujer se resistió a apartar los ojos de la pantalla. El portavoz de la familia de la niña desaparecida estaba a punto de emitir un nuevo comunicado.
—Pero si seguro que se ha caído en las rocas —murmuró la mujer a la pantalla.
La ventana golpeó otra vez el marco. La mujer siguió cortando zanahorias sin despegar la mirada del televisor. Al tercer golpe, se limpió los dedos en el trapo que descansaba sobre sus rodillas y se acercó al fregadero. Cerró la ventana. A través del cristal descubrió en el horizonte los oscuros nubarrones de una tormenta segura. La cercanía del anochecer, y la amenaza de tempestad, habían oscurecido tanto el paisaje que el camino de grava que atravesaba la parcela lucía del mismo gris que el asfalto de la calle que bajaba hasta el pueblo. En una de las curvas del camino, junto al viejo pozo ciego, la colada se sacudía a merced del viento. Una pinza se destrabó con uno de los tirones y la camisa blanca que sujetaba salió volando. Rodó por el suelo convertida en un rizo de tela. La lámina metálica ondulada que cubría el pozo alzó el vuelo también.
La mujer empujó la puerta abatible de la cocina, cruzó el salón en dirección a la puerta de entrada, y salió corriendo en busca de la prenda. No la encontró ni en el camino de tierra, ni en el terreno que se extendía a ambos lados. Tampoco había rodado hasta la fachada de la casa. Se volvió en dirección al acantilado y allí la vio. La camisa ondeaba como una bandera a media asta enganchada en una mala hierba. La mujer atravesó la parcela. Antes de alcanzar la prenda, se arrodilló para completar a gatas el último tramo de recorrido. El vértigo disminuía si mantenía cuatro apoyos en el suelo. En lugar de mirar hacia abajo, fijó la vista en el horizonte plomizo en que terminaba el mar. Estiró la mano a toda prisa, agarrando la camisa por el cuello. Al tirar de ella, el cardo que la atrapaba rasgó un lateral del bolsillo.
El aire infló la falda de la mujer. La trenza en que anudaba cada mañana su cabello negro viajó sobre su hombro. Cayó delante de su cara como una soga. Aún de rodillas, marchó hacia atrás para separarse del borde del acantilado. No se levantó hasta que las rocas quedaron a más de cinco palmos. Sacudió el polvo y la tierra de su vestimenta con la mano abierta. Sobre las cuerdas del tendedero, el resto de la colada amenazaba con echar a volar. La mujer corrió a casa.
En el televisor de la cocina ya no hablaban del pueblo, ni de la niña desaparecida. El informativo cubría otra noticia. La mujer dejó la camisa que había rescatado sobre la mesa. Cogió una lata de galletas danesas que utilizaba como caja de costura y la colocó sobre la tela para no olvidarse de que tenía que remendar el bolsillo. Buscó el barreño grande de color granate. El mismo en el que bañó los primeros veranos a su hija mayor cuando aún era un bebé. Lo encontró bajo el fregadero. El cristal de la ventana vibró con el aire de fuera. Las prendas tendidas se sacudieron, a punto de desprenderse.
Llegó hasta ellas con el barreño apoyado en la cadera. Varias pinzas salieron disparadas cuando tiró de la ropa colgada. Otra camisa blanca de su marido. Las enaguas de la abuela. El pantalón de pana del abuelo. Los sujetadores de la hija. La decena de calzoncillos que manchaba cada semana el hermano menor. Y las sábanas que había que cambiarle a diario. Un único calcetín, desparejado, quedó colgando al final. La mujer recorrió las cuerdas con la mirada. Comprobó el suelo. Giró sobre sí misma buscando el que faltaba por los alrededores de la casa. Entonces su mirada se topó con una figura humana que la observaba desde el camino de grava. Una silueta sin rostro. Tardó unos segundos en recuperarse del susto. Después gritó a su hija:
—Me has asustado con el pelo así.
—Eso pretendía —respondió ella. Con un movimiento de cabeza repetido durante años, la hija se apartó el pelo de la cara. Lo atrapó detrás de su nuca con ambas manos descubriendo el rostro—. Hemos tenido que parar —explicó. Levantó el brazo para enseñar a su madre el montón de carteles enrollados—. No podíamos seguir pegándolos —continuó la hija—. Va a llover.
—No me digas.
La mujer tiró del calcetín solitario que colgaba frente a su nariz. La pinza se retorció en lugar de desprenderse. El muelle se deformó pellizcando aún más el tejido.
Oyó a su hija reírse a sus espaldas mientras corría hacia la casa.
—¡No me cierres! —gritó.
Un portazo fue la respuesta que obtuvo. La mujer tiró con tanta rabia del calcetín que lo desgarró. Parte del elástico permaneció atrapado por la pinza. La mujer examinó los restos deshilachados que sujetaba en la mano. Los lanzó al aire. La prenda voló, sostenida por el viento, en dirección a las rocas. Elevó su trayectoria pasando frente a la torre del faro. Se precipitó al vacío del acantilado hasta desaparecer.
Una corriente de aire mojó a la mujer como un repentino pulverizador gigante. Encorvada, huyó de la lluvia, cargando con el barreño lleno de ropa. Incapaz de tocar el timbre, se colocó de espaldas a la puerta y llamó con el talón. Podía olvidarse de contar con la atención de su hija. Su marido, en lo alto de la torre, seguro que leyendo otro de esos libros de medicina que no entendía, tampoco oiría los golpes. Y con su hijo no podía contar para gran cosa desde el incidente de las escaleras. Un retortijón de culpa dolió en el estómago al pensar aquello.
Taconeó contra la puerta. Las rachas de viento escupían el agua bajo el techado del porche. El cielo se iluminó con el fogonazo de un relámpago. El trueno estalló sobre ella y bajo sus pies casi a la vez. Podía oír las olas enfurecidas golpear contras las rocas. La lámina metálica que se despegó del pozo resistía el embiste atrapada contra el tronco de un árbol. La mujer apoyó la espalda para descansar los hombros, el barreño apoyado en los muslos. A punto estuvo de perder el equilibrio cuando la puerta se abrió.
—¿Es que no me abre nadie o qué?
—Te estoy abriendo yo —respondió la abuela.
—A esa nieta tuya no hay quien la aguante. Me ha cerrado la puerta a propósito.
—Dirás tu hija.
—Parece mentira que tenga dieciocho años —continuó la mujer—, y siga comportándose como una niña.
La abuela arrancó el barreño de las manos de su nuera. Ella se dejó hacer. Se sacudió parte de las gotas que perlaban su chaqueta de lana. Secó también su frente, sus lisas mejillas y repasó los nudos de su trenza.
La abuela embestía de costado la puerta de la cocina.
—Se ha vuelto a mojar todo —informó la mujer—. ¿Dónde vas a tenderlo?
—En el sótano —contestó la abuela—. Que sirva para algo todo ese espacio.
Atravesó la hoja abatible.
La mujer se quitó la chaqueta. La colgó en la barandilla de la escalera que llevaba a la primera planta. Allí había dejado también su hija un chubasquero de color negro. Y en el suelo, apoyado contra la pared, el rollo de carteles sujeto con una goma elástica, las esquinas rizadas por efecto de la humedad. Una imagen parcial dentro de aquel cilindro mostraba los ojos azules de la niña desaparecida en la isla. Como casi todo el pueblo, su hija colaboraba desde hacía días con la familia. Formando cuadrillas de búsqueda para peinar la escarpada orografía rocosa de la costa. Reuniéndose frente al ayuntamiento para exigir responsabilidades. Ayudando a controlar la entrada y la salida de embarcaciones en el puerto principal. O pegando en las calles carteles con la foto de la niña. La que la mostraba subida a una bicicleta, vestida con una rebeca de color rosa, sonriendo a la cámara que capturó esa imagen sin sospechar nunca el uso que se le acabaría dando.
La mujer apartó la mirada de los carteles. Agarrada a la barandilla, reprendió a gritos a su hija por haberle cerrado la puerta de entrada. Ella respondió con otro portazo, esta vez refugiándose en el baño. Además de ese baño, la primera planta de la casa alojaba cuatro habitaciones. Y una puerta enrejada controlaba el acceso a otra escalera: la de caracol que ascendía a lo alto del faro. La escalera que ella no había vuelto a subir ni bajar desde lo que ocurrió con el niño. Por la que subía cada tarde su marido para refugiarse en la linterna. Él había vivido en el faro en los tiempos en que su luz aún era útil. Y aunque lograron conservar la construcción como residencia familiar cuando los nuevos tiempos hicieron innecesario el oficio de farero, nunca pudo dedicarse a girar la luz como había visto hacer a su padre.
La mujer subió dos escalones para proyectar mejor la voz hacia el hueco de la escalera.
—El aire se ha llevado la lámina del pozo —gritó a su marido—. Hay que taparlo. Que ya ha empezado a llover.
Los escalones metálicos crujieron cuando su marido comenzó a bajarlos.
—Echa un ojo al niño, ya que estás —dijo ella.
—¿Arreglo el pozo o vigilo al niño? —se quejó él—. Todo no puedo hacerlo.
Una corriente de aire penetró en la casa por la rendija inferior de la puerta de entrada. Y por las hendiduras mal aisladas alrededor de las ventanas. La madera de la casa crujió. El viento ululó allá fuera.
—Arregla el pozo —decidió la mujer—. Antes de que la lámina acabe en el mar. Ya subo yo a ver al niño.
Apostado junto a la ventana adyacente a la puerta de entrada, el hombre estudió la intensidad de la tempestad. La altura del faro lo distanciaba a uno de la realidad de una tormenta. Pequeños charcos comenzaban a llenar las irregularidades del terreno. En el tendedero, el resto de un calcetín deshilachado colgaba de una pinza retorcida. Comprobó que el pozo estaba al descubierto. Pegó la cara al cristal anulando los reflejos con una mano alrededor de los ojos. Buscó la lámina metálica por la parcela. La encontró anclada al tronco del pino. El viento la sacudía sin lograr arrancarla del obstáculo que servía de tope. Un relámpago iluminó el paisaje como en una fotografía sobreexpuesta.
Nada más salir, el hombre patinó en la superficie arcillosa del terreno. La lluvia le atacó los ojos. Alcanzó la lámina en el mismo instante en que un remolino invisible lograba arrebatársela al árbol. La apresó bajo un brazo. Un golpe de aire empujó el falso alerón, desequilibrando al hombre en mitad de un paso. Evitó la caída con un giro que hubiera resultado cómico en una película muda. De camino al pozo, buscó entre las piedras blancas que delimitaban la senda de grava que conducía hasta la calle. Levantó una de las más pesadas. La utilizó para aprisionar el cuadrado de techo ondulado sobre el pozo, colocándola a ojo en el centro común del agujero y la lámina. Comprobó que resistiría el embiste del viento tirando hacia arriba desde una esquina.
Alguien gritó dentro de la casa.
El filo del metal le abrió un corte en el pulgar.
Un segundo alarido le permitió reconocer su nombre y el timbre alarmado en la voz de su mujer. La rapidez con que inició la carrera de vuelta lo hizo patinar de nuevo. Encontró cerrada la puerta de entrada. Llamó al timbre sin descanso, convirtiendo la habitual melodía de tres notas en un trémolo continuo.
Fue la abuela quien abrió.
—¿Qué ocurre? —preguntó el hombre.
—No sé, acabo de oír los gritos también. Estaba en el sótano.
Una corriente de aire cerró la puerta. La mujer bajó las escaleras de dos en dos.
—No está el niño —dijo—. No está en su cama.
—¿Y dónde está? —preguntó su marido.
—¿Crees que gritaría si lo supiera?
Al alcanzar el final de la escalera, golpeó con el pie el rollo de carteles de la niña desaparecida. Los ojos azules rodaron por el suelo.
—Vamos fuera a buscarlo.
—¿Cómo va a estar fuera con la que está cayendo?
—Pues no lo sé —contestó la mujer. Descolgó de la barandilla el chubasquero aún mojado de su hija—. Pero no está en la casa. Y no quiero que acabe en las rocas como esa niña —añadió, arrepintiéndose ahora de las palabras que había dirigido al televisor.
—No digas eso —intervino su hija. Hablaba desde el piso de arriba, las manos agarradas a la toalla que colgaba de su cuello, con la que acababa de secarse el pelo—. La mitad del pueblo todavía esperamos encontrarla con vida.
—Ahora mismo a quien espero encontrar es a tu hermano. —Colocó la trenza por encima del cuello del impermeable—. Porque como le pase algo… Me voy a callar. Pero si le pasa algo, también será culpa tuya.
—¿Mía? ¿Esto también? ¿Cómo puede ser esto culpa mía?
—A un niño de trece años no tendríamos que vigilarlo como si tuviera seis. Y todos sabemos quién tiene la culpa de que sea así.
La abuela acarició su rosario al escuchar el ataque.
Uno más en la infinita retahíla de reproches que se sucedieron desde el incidente de las escaleras. Desde una tarde hacía cuatro años en que la hija quedó al cargo de cuidar a su hermano menor. De vigilar, sobre todo, que no intentara subir a lo alto del faro porque, como siempre creyó la madre de ambos, cada peldaño de la escalera que ascendía hasta la linterna era un arma de esas que dicen que carga el diablo, sobre todo para un niño que no había cumplido los diez. En cuanto los padres salieron de casa, la hija hizo justo lo contrario, y animó a su hermano a que subiera solo a lo alto de la torre. Al lugar plagado de misterios y mitologías domésticas de las que siempre hablaba el abuelo, un lugar al que pocas veces le habían permitido subir, y siempre acompañado. Allí arriba, descubrió con la boca abierta un sol que a esa hora de la tarde sangraba en rojo sobre un mar oscuro. Acarició con asombro las mamparas de cristal que cubrían el enorme foco. Se imaginó navegando en alguno de los barcos a los que antaño guiaba esa luz. Respiró lentamente, para recordarlo siempre, el aire mágico que parecía flotar en aquel lugar encantado. Pero cuando su hermana lo arengó a que bajara para celebrar juntos la inyección de adrenalina que proporcionaba rebelarse contra las normas paternas, el niño resbaló y se precipitó escaleras abajo, buscando con los dedos un agarre que no encontró en la superficie enladrillada del interior de la torre. Aterrizó a los pies de su hermana, que aún lo pateó suavemente en un costado instándole a abandonar un supuesto teatro. Ella se arrodilló para comprobar que respiraba. Colocó una mano en su pecho y percibió el latir del corazón. Pudo haber pedido ayuda entonces. Haber levantado el teléfono color crema de la mesita del salón para solicitar una ambulancia. Pero eso le hubiera obligado a admitir su culpa, a reconocer su desobediencia. Y no quería ni imaginar la cara de papá si regresaba a casa y encontraba las sirenas luminosas de una ambulancia aullando en la puerta de entrada. Además, el niño respiraba con normalidad. Su corazón latía a un ritmo adecuado. La caída no podía ser tan grave. Por ello consideró oportuno mover el cuerpo herido de su hermano, convenciéndose a sí misma de que el silencio del niño, la ausencia de gemidos, debía de ser una buena señal. Tan mal no se encontraría si ni siquiera se quejaba. Así que lo llevó a la litera. Cuando empezó a temblar, simplemente lo arropó con las sábanas, culpando al frío de unos espasmos que hubieran requerido mayor atención. Aún llegó a hablar al oído de su hermano, pidiéndole por favor que no la delatara. Que ya se encargaría ella de inventar alguna excusa para sus padres, y que la travesura de esa tarde debía convertirse en el secreto de ambos. Dejó al niño en la habitación obligándose a no escuchar algunas voces que gritaron en su cabeza. Cuando los padres regresaron a casa, tan sólo les dijo que el niño se había sentido mal y ella lo había metido en la cama. Pero el grito de su madre al subir a saludarlo delató la realidad. Las ambulancias, y sus sirenas luminosas, llegaron finalmente a la casa. Mucho más tarde de lo que hubiera resultado aconsejable. El niño que se llevaron en la camilla ya no era el mismo que unas horas antes había disfrutado boquiabierto de un atardecer que supuso el ocaso de aquel día y el de su vida hasta entonces. Tampoco era el mismo niño que respiró, para recordarlo siempre, el aire mágico de aquel lugar encantado en lo alto del faro. Una sensación que nunca recordó porque quedó distorsionada en la maraña de conexiones cerebrales que se desajustaron tras el impacto contra la esquina del escalón que le rompió el cráneo. El hueso quedó tan fracturado como la relación de la hija con sus padres y sus abuelos, que la convirtieron desde entonces en la extremidad gangrenada del cuerpo que formaban los seis miembros de esa familia.
La hija tiró la toalla desde arriba. Impactó contra el rostro de la mujer.
—No tienes que recordarle el accidente cada día —intervino la abuela.
—Claro que no hace falta que yo lo haga. —La mujer entregó a su suegra la toalla húmeda—. Sólo tiene que mirar a la cara de su hermano para recordarlo.
Ajustó la cremallera del chubasquero con un enérgico tirón.
—Vamos —intervino su marido, que la agarró de la muñeca—. Antes de que se haga de noche.
Tiró de ella en el mismo momento en que sonó el timbre de la casa.
—Ahí tenéis al niño —gritó la hija desde el primer piso—. Abrazad a vuestro hijo favorito.
En albornoz, huyó a su cuarto y lo cerró de un portazo.
El timbre sonó otra vez.
—Por lo menos hoy ha vuelto por su propio pie —dijo la mujer.
—¿No te lo dije? Nuestro niño va a estar cada vez mejor —apuntó el hombre con optimismo.
Durante el primer año tras la caída, el niño gritaba cuando intentaban sacarlo de su habitación, pero las últimas semanas había progresado hasta el punto de querer salir de casa siempre que fuera posible. Ya se había extraviado en dos ocasiones. En ambas, lo habían rescatado de camino al pueblo. Empapado en agua de mar para desesperación de su madre, que sentía que le faltaba el aire cada vez que imaginaba a su hijo merodeando por las rocas del acantilado. Cuando lo regañaban, el niño huía hasta terminar sentado en algún rincón de la parcela, con las manos retorcidas a la altura del pecho, llorando con la boca muy abierta, golpeándose los oídos para no escuchar su propio berrinche. Y pidiendo, con la voz gutural que resultó de la caída, que alguien hiciera callar al mar.
El timbre volvió a sonar.
Un escalofrío recorrió la espalda de la mujer al escuchar la forma en que vibró la última de las tres notas. Porque hubo algo incorrecto en aquel tono. Una cualidad sobrecogedora que flotó en el aire del salón hasta que la nota dejó de oírse.
—Ya voy yo —dijo su marido.
De la garganta de la mujer emanó una súplica:
—No abras.
Flanqueada por su marido y por la abuela, ella se extrañó casi tanto como ellos al escuchar su ruego.
—Qué dices —respondió el hombre—. Bastante mojado debe de estar el crío ya.
Y cuando el hombre dio el primer paso en dirección a la entrada, la mujer tuvo la certeza de que aparecerían dos policías tras la puerta, de pie en el felpudo. Bajando la cabeza en una muestra de respeto antes de comunicarles la noticia que ese maldito acantilado estaba deseando protagonizar. La mujer se recordó a sí misma murmurando al televisor su fatídica sentencia mientras cortaba zanahorias.
—¡Mi hijo! —gritó la mujer.
Adelantó a su marido en una repentina carrera a través del salón. Sin quererlo, asestó un puntapié a los carteles de la niña que su hija había estado pegando por las paredes del pueblo. El rollo rodó hasta la puerta de entrada. La mujer se agachó para recogerlo. Diminutas gotas de lluvia habían alcanzado el papel satinado a través de la rendija inferior de la puerta.
Una lúgubre armonía matizó las notas del timbre cuando sonó por cuarta vez.
—Mi hijo —murmuró la mujer.
Aun temiendo que fuera real lo que presagiaba el frío en su nuca, empujó la manilla. La puerta se abrió frente a ella, atizada por una corriente del aire exterior. Antes de que pudiera registrar lo que estaba viendo, la abuela gritó a sus espaldas.
—Pero ¿qué…? —fue lo único que pudo vocalizar el hombre.
La mujer no encontró en sus pulmones el aire suficiente para poder gritar. Se quedó allí de pie, sintiendo cómo las gotas de lluvia perlaban su rostro desencajado. Oyéndolas impactar contra la tela impermeable del chubasquero. Notó un creciente hormigueo en la mano con la que sujetaba los carteles enrollados. Cuando los dedos quedaron entumecidos del todo, el rollo cayó al suelo. El viento lo empujó dentro de la casa como si quisiera arrancarlo de la escena que acontecía bajo el umbral. Para que los ojos de la niña en la fotografía no tuvieran que ver lo que había aparecido en la puerta.