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Cualquier forma de reproducción,
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algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 /
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.
A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Citas en las páginas 176, 177, 178, 184,
188, 189, 190, 191, 193, 207, 208, 209 y 212 de la edición en
papel, correspondientes a los capítulos 12 y 13, extraídas
de:
EL LIBRO TIBETANO DE LA VIDA Y DE LA
MUERTE
©2002 by Rigpa Fellowship
©2021, Ediciones Urano, SAU
Traducción de Jorge Luis Mustieles.
Las citas de la AECC (Asociación Española
Contra el Cáncer) han sido extraídas de www.aecc.es
Las menciones a Rafael Santandreu han sido
autorizadas por el propio autor.
Las menciones a Enric Benito y a www.alfinaldelavida.org han sido autorizadas por el propio
autor.
El humor de mi vida
© 2021, Paz Padilla Díaz
© 2021, para esta edición HarperCollins
Ibérica, S. A.
© 2021del prólogo «Vivir, reír y aprender a
morir», Enric Benito
© 2021del prólogo «Convertir nuestra mente
en un Ferrari», Rafael Santandreu
© 2021del prólogo «Caminar desde el
corazón», Verónica Cantero
Todos los derechos están reservados,
incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato
o soporte.
ISBN: 978-84-9139-623-9
Conversión a ebook: MT Color & Diseño,
S.L.
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Índice
Créditos
Dedicatoria
Prólogo: Vivir, reír y aprender a morir por
Enric Benito
Prólogo: Convertir nuestra mente en un
Ferrari por Rafael Santandreu
Prólogo: Caminar desde el corazón por
Verónica Cantero
El humor de mi vida
Introducción. Amor, muerte y humor
1. El largo y la larga
2. Veinte años no es nada
3. Sodoma y Maldivas
4. Con papeles
5. ¿Has oído lo mismo que yo?
6. No estamos preparados para morir
7. Primeros contactos
8. Solo sé que no sé nada
9. Mzungu
10. Tarzán
11. Negacionismo
12. El arte del buen morir
13. La nueva percepción
14. Doña Lola
15. ¡Qué lástima de ella!
16. Tes quiero may lof
Agradecimientos
Paz Padilla
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A mi Antonio,
por su generosidad, su bondad,
su honestidad, su integridad,
su fuerza, su luz,
por hacerme sentir única,
por amarme tanto.
Contigo no le faltaba ninguna pieza al
puzle,
eras perfecto.
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L a vida es una caja de sorpresas. En julio
de 2020 me llamaron de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos
pidiendo permiso para dar mi teléfono a alguien que insistía en
querer hablar conmigo. Se trataba de una actriz que hacía pocos
días acababa de perder a su marido, y conocía mis vídeos en
YouTube. La intermediaria añadió de su cosecha que la pobre debía
de estar muy afectada y suponía que pedía apoyo para su
desconsuelo.
Se trataba de Paz, que me llamó al cabo de
unas horas, y desde el primer instante desmontó la falsa alarma de
«posible viuda desconsolada pidiendo apoyo para un duelo
complicado». Con su voz cantarina, llena de energía y entusiasmo,
lo primero que me dijo —acentuando y alargando la i— fue:
—¡ENRÍÍÍÍC!, cuántas ganas tenía de darte
las gracias por lo muxo que m’has ayudado con tus vídeos pa podé
acompañá a mi Antonio.
Me sorprendió su madurez, su vitalidad y
coraje, y me alegré del cambio de perspectiva de «ayudar a alguien
que estaba sufriendo» por la de poder compartir la experiencia que
se da en estos momentos y que pocos llegan a descubrir.
Tuvimos una larga conversación en la que
comprobé que Paz, acompañando a su amor hasta el borde del misterio
que es el morir, había hecho un proceso personal que había cambiado
su mirada sobre la vida. Estaba conmovida por ello e interesada en
hablarlo con alguien que pudiera entenderlo.
Tras años viviendo estas experiencias a pie
de cama, algunos hemos comprobado que el amor es más fuerte que la
muerte, y que quien se acerca sin miedo y con amor a acompañar el
proceso de alguien querido, a menudo se encuentra con el regalo de
aprender directamente que la muerte no existe y sale transformado.
Sufre lo que se ha llamado una metanoia, un cambio de
perspectiva.
Cuando el que se va lo hace en paz, en la
medida que estás conectado con él, puedes recibir esta herencia de
sentir la continuidad de lo importante, la solidez de lo sutil y la
inefabilidad de lo trascendente, y esta experiencia te cambia la
vida.
Me pareció una maravilla que alguien con la
energía, sensibilidad y potencial impacto social de Paz pudiera
haber vivido este proceso. Y me alegré de haber podido ser de
alguna ayuda.
Desde el principio, Paz ha tenido claro que
lo que ha vivido y aprendido con esta experiencia no es algo que
quiera quedarse solo para ella, y que lo quiere compartir, quizás
por darse cuenta del sufrimiento que se asocia a la ignorancia tan
extendida de algo tan importante como que la vida no tiene
final.
Después de esta primera conversación tuvimos
otras y en una de ellas me pidió algo que me volvió a sacar de mi
zona de confort: me invitó a acompañarla en un programa de
televisión que nunca veo, y traté de escabullirme diciéndole que mi
hija no me lo perdonaría, ya que en casa somos más bien del ámbito
académico y los programas de telerrealidad no tienen ningún
prestigio. Su perseverancia me hizo ver que había algo en lo que
ambos, Paz y yo, coincidíamos: en la necesidad de mostrar a la
gente una nueva perspectiva del morir que nos llevará a una mayor
comprensión del vivir. Y pasando por encima de mis reservas, acabé
apareciendo en Sálvame Deluxe para apoyar a esta mujer —ya amiga—,
cuyo coraje la llevó a mostrar públicamente, a los pocos meses de
haber fallecido su marido, una manera sana, realista, constructiva
y sin titubeos —a pesar del entorno en que se movía— de cómo
afrontar una pérdida y salir con mayor sabiduría.
En otra de nuestras charlas, Paz me
dijo:
—Quiero escribir un libro sobre mi
experiencia.
Y supe —la intuición es la forma en la que
me llega la verdad— enseguida que sería algo que valdría la pena y
me aboné a hacerle el prólogo, y aquí me tenéis.
Vamos al libro. En primer lugar, gracias,
Paz, por tu generosidad y tu coraje para mostrar al mundo tus
recuerdos, reflexiones y experiencias, frecuentemente íntimas y
siempre cercanas, auténticas y a menudo conmovedoras. Lo he leído
casi de un tirón y me he conmovido, he sentido ternura —¡cómo me
hubiera gustado conocer a tu madre!— y a veces se me ha puesto un
nudo en la garganta, pero sobre todo he reído muchísimo.
Dicho esto, que es lo importante, pasando de
lector a prologuista se supone que debo decir algo menos personal o
más profesional sobre el libro y añadiré un par de cosas en este
sentido.
Mari Paz: el relato es una de las formas de
liberación de la tensión, y la descripción elaborada de una
experiencia como esta, además de dar sentido a lo vivido, también
muestra un camino —el que has transitado a través del dolor, el
amor y el humor— que puede servir de guía para que otros aprovechen
tu vivencia y que les va a llegar fácil y hondamente.
En el morir, como en otras situaciones
graves de la vida, hay dos cosas que resultan útiles: el sentido
común y el sentido del humor. El humor ayuda a aliviar la
atmósfera, a situar el proceso de morir en su auténtica perspectiva
y a desmontar la intensa seriedad de la situación.
Creo que el humor en la medida que es sabio
y surge del amor nos transporta a un nivel de conciencia que
relativiza la realidad, y supone una forma de inteligencia amorosa
que nos conecta rápidamente con lo más íntimo de nosotros y nos
abre para, suavemente, integrar el dolor, aceptar la pérdida y
mantener la perspectiva de que somos más que nuestro sufrimiento. A
través del humor, en los momentos difíciles, este nos ayuda a
percibir que la vida que nos sostiene no se cierra con lo que ahora
parece que nos arrastra o nos golpea, hay otra forma de ver y esta
mirada se abre con la puerta de la risa, de la alegría, que no es
incompatible, como bien dice Paz, con la tristeza propia del
duelo.
Entre risas, bromas y cachondeo, Paz va
colando pistas de cómo mantener el coraje y la confianza en mitad
del aparente caos. Muestra cómo el sentido común y el sentido del
humor son importantes, pero no son los únicos, y nos explica su
atracción e interés por la meditación o nos deja perlas de
sabiduría como: «La tristeza no es un antónimo de felicidad. No son
incompatibles, no por estar triste no puede una ser feliz. La
tristeza es parte natural del proceso del duelo y, como parte
natural, debemos aceptarla, dejar de resistirnos».
Hay capítulos que me han parecido sublimes,
no os perdáis el maravilloso discurso de Paz en el funeral de
Antonio, ¡no me extraña que desde el otro barrio le mande su
perfume! —¡Ya lo entenderéis cuando lo leáis!—.
Y nos comparte cosas que, desde una
perspectiva estándar, es decir, de la de alguien que no ha sufrido
o que no ha sabido integrar y trascender el sufrimiento, pueden
parecer afirmaciones insólitas, como cuando dice: «Y este año he
aprendido a celebrar la muerte. A no tenerle el más mínimo miedo. A
aceptar el inevitable curso de la vida. A acompañar en su viaje a
los seres queridos con amor. Un amor puro, blanco, inagotable. A
quererme y cuidarme. A disfrutar del mínimo detalle de belleza y de
bondad del presente inmediato. Y lo que la experiencia me ha
enseñado es que, para aprender tanto, lo único que no puedes
olvidar es reír».
Esto lo tenéis garantizado si empezáis el
libro, espero, como desea Paz, que también os sirva para
«reflexionar sobre la importancia de vivir, de lo efímero de
nuestro paso por este mundo»; aceptar «que debemos prepararnos para
nuestras venideras muertes».
A menudo me piden algún libro para alguien
que ha sufrido una pérdida reciente sobre cómo elaborar el duelo, y
lo que conozco y solía recomendar son del estilo de autoayuda, que
estando bien no acaban de cumplir mis expectativas. Ahora sé qué
libro les voy a recomendar: ¡¡ESTE!!
¡GRACIAS, PAZ, en nombre de todos los que
vamos a disfrutar y aprender de esta experiencia que nos
regalas!
DR. ENRIC BENITO
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D esde niño he querido ser científico. Por
lo menos desde que leí El origen de las especies, de Charles
Darwin, a los catorce años de edad. Y nunca he creído en
supersticiones, fantasmas ni milagros. Solo en lo que mis ojos
pueden ver y mis sentidos, comprobar. Sin embargo, he tenido en mi
vida la increíble oportunidad de saber que la magia existe. O algo
muy parecido a la magia: el poder del pensamiento para modelar
nuestra mente, nuestra vida emocional, nuestra felicidad.
El filósofo Epicteto, en el siglo I de esta
era, nació esclavo. Sus padres eran esclavos y él fue vendido,
siendo un bebé, a un nuevo amo que se lo llevó lejos, a la capital
del imperio, Roma.
Enseguida se constató que el pequeño era
superdotado. Aprendió a leer y escribir, solo, antes de los cuatro
años y no dejó de dar muestras de genialidad nunca. Pero su mayor
hazaña fue que, aunque esclavo, él estaba decidido a ser
feliz.
Y así el pequeño Epicteto descubrió que la
felicidad está en la mente y no en los hechos que nos acaecen. Suya
es la frase: «No nos afecta lo que nos sucede, sino lo que nos
decimos acerca de lo que nos sucede». Yo me dedico desde hace más
de veinte años a ayudar a la gente a hacer ese mismo
descubrimiento. A darse cuenta de que si le deja su esposa y se
deprime no es porque le haya dejado, sino por lo que se dice
después: «¡Dios, nunca volveré a ser feliz! ¡Qué horror, estoy
solo!», etc.
Aunque parezca mentira, he visto, una y otra
vez, que todo depende de nuestro diálogo interno, de nuestra
valoración de lo que nos pasa. Y las personas más fuertes y
felices, como Epicteto, saben que suceda lo que suceda, ellos
podrán hacer cosas valiosas por sí mismos y por los demás. Su
filosofía les hace inmensamente fuertes; muy armónicos;
supercapaces de amar.
Cuando era joven, yo también —como muchos—
me agobiaba por pequeñeces, tenía miedos irracionales y me quejaba
sin parar. Pero tuve la fortuna de descubrir la psicología
cognitiva —o del pensamiento— y desde entonces mi vida emocional no
ha dejado de mejorar.
El año pasado, como Paz, tuve una pérdida
importante. Falleció mi padre después de una larga enfermedad. Y
durante tres días sentí una enorme pena: la mayor tristeza que he
experimentado nunca. Pero al mismo tiempo fue una experiencia
hermosa. Mis cuatro hermanos y mi madre estuvimos especialmente
unidos. Mis amigos y familiares estuvieron allí. Y, dentro de mi
corazón, sabía que a mi padre no le había sucedido nada malo.
Juntos honramos su memoria y nos emplazamos para amarnos con el
mismo amor que aprendimos de él. Y le dijimos un «hasta pronto»
porque sabíamos que la vida pasa tan rápido que, en nada,
estaríamos todos juntos otra vez.
Pasaron esos días y mi corazón estuvo de
nuevo en forma y plenamente feliz. Pienso en mi padre muchas veces
y hablo con él, y no siento pena ninguna. Al revés, alegría por
haberlo tenido cerca tanto tiempo. Sé que de no haber sido por mi
autoeducación emocional con psicología cognitiva no hubiese llevado
tan bien su pérdida. Y esa es solo una de las maravillas que se
consigue con esta magia llamada inteligencia emocional.
Y no solo es algo que me ha sucedido a mí.
He recibido cientos de cartas de lectores de mis libros que me han
relatado experiencias similares; personas que, tras educarse
mentalmente, han visto un poco asombradas cómo enfrentaban la vida
—y la muerte— de otra forma.
Con la filosofía personal correcta, la vida
es muy fácil. Con los pensamientos adecuados, solo vemos abundancia
y oportunidades. Con la actitud propia de los más fuertes y
felices, todo es un juego apasionante. Pero antes hay que estudiar,
conocer bien la mente y entrenarse para que funcione como un
Ferrari.
Paz es una de esas personas que tiene un
motor Ferrari en la cabeza. Tuvo una gran maestra, su madre, que le
dio su primera licenciatura en inteligencia emocional. Pero luego
supo inscribirse en todos los másteres que le ofreció la
vida.
Ahora, en esta nueva etapa que le ha tocado
vivir, Paz no se ha quedado atrás. Y ha aprovechado lo que el
universo le ha enviado para aprender a amar todavía más.
Paz me encanta. Es inteligente, divertida,
positiva, amorosa, bella y, encima, generosa. Tanto que no puede
aguantarse de querer transmitir su alegría de vivir a los cuatro
vientos. Y desde hace un tiempo, no deja de repartir el mejor
regalo que podemos dar a los demás: una visión pletórica y radiante
de la vida, una maravillosa filosofía del buen vivir.
Brindo por ella.
RAFAEL SANTANDREU Psicólogo y autor de Nada
es tan terrible
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M ari Paz Padilla nos está regalando un
maravilloso tesoro, su experiencia de conexión profunda con el amor
desde uno de los grados más elevados, el humor y la
compasión.
Cuando conocí a Antonio en mi consulta era
un hombre incrédulo y lleno de dudas con respecto a lo que le
ocurría; eso sí, sabía perfectamente que a pesar de no estar muy
convencido de lo que esas sesiones podrían influir en él, estaba
dispuesto a hacer lo que Mari Paz le había dicho que hiciera, y por
ese amor que sentían el uno hacia el otro aceptó comenzar conmigo
un viaje que no sabíamos dónde iba a llegar y hasta cuándo
sería.
Después de llevar un tiempo conmigo tratando
su experiencia de vida, me dijo:
—Verónica, yo no sé muy bien cómo va esto,
pero sé que me siento en paz, me siento tranquilo. —Ese fue un
hermoso regalo, eso y la sonrisa que lo acompañaba.
Mari Paz Padilla ha conocido el dolor de ver
cómo «el amor de su vida» se iba sin previo aviso, y también ha
conocido el dolor de despedir a una madre, ha respetado ese dolor y
lo ha aceptado de la forma más hermosa: abrazando el momento sin
juicios, ni temores, sin comparaciones, ni deseos de que termine,
simplemente ha permitido que ese dolor, al ser aceptado y
escuchado, tomara la forma más elevada, AMOR, un amor que no se
puede explicar, pero que te invita a celebrar la vida, te invita a
reír, te invita a entender, te invita a compartir con otros para
poder ayudarlos con su experiencia, te invita a la calma, pero,
sobre todo, te invita a transformarte y continuar la vida desde una
visión diferente, una visión más amorosa y plena, una visión de
gratitud y paz.
Es para mí un honor y un regalo haber estado
en la vida de Antonio, es para mí una bendición estar compartiendo
camino con Mari Paz y haber sido testigo en palco principal de todo
el proceso que ha vivido.
Lo que vais a encontrar aquí son lágrimas de
amor, humor y valentía, así que preparaos el mejor sillón de casa
para disfrutar de cada página de este libro.
VERÓNICA CANTERO
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I sabel Allende nos dejó para la posteridad
una entrevista realizada en la primavera de 2020, al inicio de la
vorágine pandémica. En ella reconocía que uno venía al mundo a
perderlo todo, y que cuanto más se vivía, más se perdía. Se perdía
el miedo a ver morir a los padres y a la gente querida. También
aseguraba que era un error vivir con temor por algo que aún no
había ocurrido y que lo que debíamos hacer era gozar de lo que
tenemos y vivir el presente.
La escritora chilena afirmó que cuando
falleció su hija Paula, hace veintisiete años, le perdió el miedo a
la muerte para siempre. Al verla morir en sus brazos se dio cuenta
de que era como el nacimiento, una transición.
Algo tan obvio como difícil de aceptar. Dice
la letra del famoso bolero que veinte años no es nada; sin embargo,
dos mil veinte años —después de ver cómo fue 2020— algo sí que
es.
El 2020 fue un año de pérdidas. Sin previo
aviso, perdimos contacto físico, sufrimos pérdidas económicas,
perdimos libertades de algún modo, perdimos trabajos, sin darnos
cuenta, perdimos derechos, perdimos el tiempo, perdimos vidas
humanas y estuvimos a punto de perder los papeles. Todo menos el
miedo. Este no solo no se perdió, sino que parece haberse
convertido en una epidemia paralela con una curva en pleno
crecimiento exponencial, para la que no existe una vacuna antimiedo
ni se la espera.
En cualquier medio de comunicación o reunión
hemos oído cómo se catalogó el 2020, como un «año bisagra». Un año
de profundos cambios en nuestras vidas. En mi caso, si hay que
apodarlo como año bisagra, la bisagra es del tamaño de las que
articulan la puerta de la catedral de Santiago de Compostela. Se
hace constante referencia a la importancia de este «punto de
inflexión» en nuestras vidas. Sin embargo, no nos hemos parado a
pensar en la nula utilidad de un punto de inflexión si no va
acompañado de un punto de reflexión. De una pausa, de un análisis,
de una introspección.
Al principio no dejaba de oír «de esta
saldremos mejores». La pandemia ha puesto de manifiesto el deseo
latente generalizado de modificar un modelo socioeconómico injusto
e insostenible, al que se le han visto las vergüenzas a las
primeras de cambio. Si salir mejores como sociedad implica
desarrollar una mayor consciencia colectiva y solidaridad con el
prójimo, de momento vamos de culo. Una cosa es el deseo de cambio y
otra la voluntad de cambio. Para que se produzca un cambio debe
existir una voluntad de cambio real. Aparte del intento de
anulación que el sistema convenientemente ejerce sobre nosotros por
sistema —valga la redundancia—, el principal impedimento para el
cambio individual sigue siendo el miedo. Vivimos con miedo.
Como algunas y algunos sabréis, en un breve
espacio de tiempo de ese maldito año me tocó asumir dos enormes
pérdidas imposibles de reemplazar: mi madre y el amor de mi vida,
Antonio. No sé si por azar del destino o por la gracia de Dios —que
está sembrao— tuve que enfrentarme al miedo más ancestral del ser
humano: el miedo a la muerte.
En la conmovedora novela Paula, donde Isabel
Allende relata su vivencia acompañando a su hija en su enfermedad
hasta la muerte en sus brazos, escribió que lo que no dejaba para
la eternidad escrito en el papel se diluía en sus recuerdos.
Comparto con ella una idéntica desconfianza en la memoria. Han
bastado solo más de cuarenta años de constantes despistes. Así que,
debido al deseo, o mejor dicho, a la necesidad de salvaguardar este
fragmento de mi vida, he decidido aplicarme su misma terapia y
protegerlo del paso del tiempo sobre el papel. Para siempre, para
mí y para quien lo requiera.
Amor, muerte y humor. De eso trata este
libro. Tres palabras que escapan a las alambradas que los seres
humanos nos empeñamos en construir en torno a ellas. Tres palabras
destinadas a coexistir. Uno no se muere de amor, como se suele
decir, se muere si no ama, y para poder morir sin miedo, es
necesario amar la vida.
Tampoco puede negar nadie que el arma de
seducción masiva más potente es la comedia. Nada genera un vínculo
tan fuerte entre dos personas como reírse juntas de cualquier cosa,
por estúpida que sea. De la misma manera que no se hace humor sin
amar al ser humano, sin querer hacer feliz a otras personas, ni es
posible hacerlo con miedo. No se puede reír con miedo. La
manifestación del humor es una consecuencia directa de la
inteligencia. Parte de una idea u ocurrencia del cerebro que
provoca placer al mismo. Un sofisticado mecanismo evolutivo que el
hombre ha desarrollado para esquivar los miedos instintivos. Cuando
logramos racionalmente reírnos de nuestros miedos, estos
desaparecen. Por tanto, amor y humor son los dos únicos mecanismos
que conozco para perder el miedo a la muerte, y, sin la muerte,
quién sabe si merecería la pena todo lo demás. Para crecer
necesitamos conocer, investigar, profundizar y hablar sin tabúes
con más frecuencia en nuestra vida diaria sobre estas tres
palabras.
En las siguientes páginas, que en el momento
de escribir esto no sé cuántas serán al final, no esperéis
encontrar, queridas y queridos lectores, una morbosa tragedia
romántica de sufrimiento y dolor. Si era justo lo deseado, soltadlo
de inmediato. Shakespeare está al fondo del tercer pasillo, en el
segundo estante a mano derecha. Aquí encontraréis una historia de
amor contada con humor, sin pelos en la lengua, sin tapujos y, lo
más importante, sin miedo. Un viaje en el que he aprendido sobre la
vida, el amor, el acompañamiento a un paciente moribundo, la muerte
y sobre mí misma más de lo que nunca imaginé. Espero que lo
disfrutéis y que, llegado el caso, os sirva de ayuda.
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T enía catorce años, la edad en la que las
niñas contemplamos cómo se producen una serie de cambios en
nuestros pueriles cuerpos para convertirnos en las bonitas, finas,
correctas y complacientes mujeres que seremos el día de mañana. La
edad en la que solo pensamos en encontrar un príncipe azul que nos
haga felices y nos complete; porque las mujeres venimos de fábrica
como un puzle del mercadillo al que le falta una pieza cuando lo
compras. O eso era lo que, para mi asombro, me inculcaban que
debíamos ser. Digo para mi asombro porque yo era totalmente lo
contrario al anticuado estereotipo de adolescente. Era una niña en
proceso de colonización por una legión de hormonas, sin piedad ni
oposición, que disfrutaba riéndose a carcajada limpia con palmas
incluidas y jugando al escondite, al matar o a cualquier otro juego
que implicase cierta probabilidad de acabar lesionada o con las
gafas rotas. Era lo que en mi Cádiz natal se conoce como un manojo
de nervios o un culo inquieto: me escapé de casa con una barra de
pan y otra de mortadela y casi mato a mi madre del susto, prendí
fuego a mi casa jugando con una caja de cerillas bajo la cama.
Cosas de críos.
Con respecto a mi apariencia física, solo
comentar que a pesar de las enormes gafas redondas que reposaban
sobre mi pronunciada nariz, me decían la Larga. Así sería de
desgarbada para que primara ese apodo sobre las demás
peculiaridades aspirantes al trono.
Eran los años ochenta. Una década que se
recuerda por sus importantes avances y cambios, tanto sociales como
culturales, pero también por la llegada al país de nuevas drogas
que se acompañaron de un repunte en el índice de delincuencia. Mi
hermano mayor, Luis, viendo que me pasaba las horas jugando en la
calle y mi propensión a meterme en líos, me intentaba
proteger.
—Paz, tienes que apuntarte con nosotros a
los scouts que si no te vas a perder. Que allí la gente es sana, no
fuma y en la calle no hay nada bueno…
Luis era igual de bullanguero que yo, o
peor. Era yo con dos años más de experiencia. No obstante, sentía
cierta obligación de protegerme como hermano mayor y se repetía
como un mantra budista «tengo que salvar a mi hermana, tengo que
salvar a mi hermana…». Y como dice un dicho, que si no es budista,
da el pego: «La gota de agua perfora la roca, no por su fuerza,
sino por su constancia». Me apunté en los scouts por no
escucharlo.
El primer día que lo acompañé a la sede de
su grupo Cruz del Sur nos pusieron en corro para iniciar una ronda
de presentaciones al más puro estilo Alcohólicos Anónimos. Me
sorprendió ver algunas caras conocidas que no sabía que estaban
allí —como en Alcohólicos Anónimos— y decidí colocarme junto a una
amiga del colegio. Inspeccioné de reojo a todas y todos, pero mi
mirada se detuvo en él. Un chaval moreno con vaquero ajustado y
camisa de cuadros metida por dentro del pantalón. «Qué guapo. Qué
alto. Qué fuerte», me dije. Si no era mi alma gemela, era melliza
por lo menos, porque hasta se parecía un poco a mí con las gafas y
la cara afilada. Pero qué guapo. Y qué alto. Y qué fuerte. El Largo
y la Larga. ¡Pegábamos un montón!
—Ese pa mí —le dije a mi amiga.
Con el paso de los años Antonio me confesó
un día que recordaba perfectamente ese momento porque al verme
pensó: «¡Hostia! ¿Quién es esa loca?».
Durante los meses de verano los grupos
scouts suelen hacer un campamento en el bosque donde se realizan
rutas de senderismo, juegos, talleres y todo tipo de actividades
colectivas. Una de las noches de mi primer campamento los monitores
programaron un juego que simulaba el programa de televisión de la
época Lo que necesitas es amor. En él, una concursante con los ojos
vendados tenía que realizar varias pruebas a ciegas a cinco
candidatos y escoger a uno al final. ¿A que no adivináis quién fue
elegida concursante de todo el campamento? Mejor dicho, ¿a que no
adivináis quién dio la tabarra al monitor hasta que la eligieron
concursante por pesada? Y a que no adivináis quién presionó
insistentemente al monitor hasta que consiguió que uno de los
candidatos fuera Antonio, diciéndole:
—Por favor, que esté él. El resto me da
igual, pero que esté él.
Correcto. Sobra decir el nombre de la
azarosa elegida. Mientras me colocaban la venda yo le preguntaba al
monitor:
—¿Qué número es? —susurraba casi sin mover
los labios.
—¿Quién? —respondió en el mismo tono.
—Antonio, ¿quién va a ser?
—Ah, el tres.
—Muchas gracias, muchas gracias, de
verdad.
Y empezó el juego. Tiré de dotes
interpretativas fingiendo no saber las identidades durante las
pruebas, aunque aprovechaba la información para hacer coincidir mis
gustos con los del número tres o para palparle más de la
cuenta.
—Finalmente, ¿a qué candidato vas a escoger,
Paz? —preguntó el monitor que hacía las veces de presentador.
—¡El tercero!
—¡Has elegido a Antonio!
—¡Anda, no me lo esperaba! ¡Qué bien!
El premio que con tanto esfuerzo gané era
una cena juntos en una mesita ligeramente apartada del resto del
grupo, adornada con flores silvestres y velas. Eso sí, para cenar
teníamos el mismo menú que los demás: espaguetis con tomate de
bote. Pero yo me sentía la protagonista de La dama y el vagabundo.
Estaba loca porque fuésemos comiendo, sin darnos cuenta, el mismo
espagueti hasta acabar besándonos. Aunque me llenara la cara entera
de tomate. Para disimular, yo decía:
—Hay que ver cómo es el destino… Está claro
que el destino nos ha unido…
Y en cierto modo quién sabe si no hay algo
de verdad en esa frase. Quién sabe si nos unió el destino o si eso
que llamamos destino no es más que una expresión de la voluntad
propia que no terminamos de comprender. La manifestación de que
anhelamos tanto algo que ponemos de nuestra parte para conseguirlo
de manera inconsciente. O consciente en este caso, que soy una
tramposa. Así que varios días después lo busqué, o acorralé, como
prefiráis, y le pregunté:
—Escucha, ¿tú quieres salir conmigo?
—Bueno… Vale —respondió dudando unos
segundos.
Me hizo la persona más feliz del mundo. De
repente me encontraba flotando en una nube. ¡Tenía novio! ¡Y qué
guapo, qué alto, qué fuerte! Hoy todavía le agradezco que en ese
momento me ocultara lo que pensó. Sería también años más tarde
cuando me contó que al oír mi pregunta su pensamiento fue: «Puf…
Por algún lado hay que empezar. No voy a pretender comenzar por
Michelle Pfeiffer».
Haciendo memoria, si tengo que resaltar algo
del inicio de nuestra relación, no fueron los paseos por la playa
viendo las puestas de sol agarrados, precisamente. La imagen que se
me viene a la cabeza es los dos dándonos el lote horas y horas. En
el parque, en la casa, en un autobús, en la calle. Donde fuera. Qué
dolor de mandíbulas al día siguiente. No teníamos dos bocas, eran
dos lavadoras centrifugando. No estoy exagerando. Una vez estuvimos
enrollándonos con ferocidad en la Alameda, en Cádiz, un bello paseo
con jardines rodeado por el mar de la bahía. Como entre las gafas y
el tamaño de nuestras narices aquello se convertía en deporte
peligroso con riesgo de causarnos cortes y heridas, dejamos los dos
pares de gafas en la balaustrada que da al mar. Después de horas,
cuando palpamos la balaustrada a tientas, nos dimos cuenta de que
debíamos haberlas tirado al agua de un pasional codazo. Entre mis
veinte dioptrías y las pocas que él tuviera por aquel entonces, se
puede imaginar el tiempo que nos costó llegar a casa tanteando las
aceras, bordillos, paredes, escaparates y cuantos obstáculos
existen en una ciudad. Nos consolábamos pensando que les habíamos
curado la miopía a dos mojarras.
Crecimos juntos. Descubrimos juntos la
sexualidad de la manera más sana que existe. Con muchísimo amor,
cariño y respeto. Aprendimos todo, cada uno de la mano del otro. De
la mano o de lo que hiciera falta, no sé si me explico.
Antonio comenzó a estudiar la carrera de
Derecho algunos años después. Me dijo que había estudiado en
Derecho Canónico que, hace siglos, para unir en matrimonio a dos
personas —de distinto sexo, por supuesto, ¡faltaría más!— solo era
necesario hacer el casamiento ante los ojos de Dios. Más tarde fue
la Iglesia católica la que se encargó de realizar el censo del
número de matrimonios y regularizar el procedimiento para tener
controlado al personal. O algo así entendí yo. Entenderle cuando
hablaba de asignaturas o de algún problema que le rondara la cabeza
relacionado con su carrera era igual de difícil que descifrar a la
primera un discurso de Mariano Rajoy. Cuando supimos que había una
opción de casarse sin necesidad de consentimientos paternos,
papeles o dinero, no nos lo pensamos dos veces.
El siguiente domingo por la mañana fuimos a
misa en la iglesia de San Antonio, en misión secreta especial como
dos espías del KGB, dispuestos a casarnos en secreto. Nos
arrodillamos en los bancos, nos tomamos de la mano y, con cuidado
de no ser expulsados del templo, nos susurramos:
—Antonio, ¿quieres recibir a Mari Paz
Padilla Díaz como esposa, y prometes serle fiel en la prosperidad y
en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarla y
respetarla todos los días de tu vida?
—Sí, quiero. Y tú, Mari Paz, ¿quieres
recibir a Antonio Juan Vidal Agarrado como esposo y prometes serle
fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la
enfermedad, y así amarlo y respetarlo todos los días de tu
vida?
—Sí, quiero. ¿Ya?
—Eso creo… Ah, no. Puedes besar a la
novia.
Y nos besamos a escondidas.
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E sa fue la primera de nuestras cuatro
bodas. Ante Dios. Quién me lo iba a decir. Antonio se había criado
en una familia creyente, de corte más bien conservador. Sus padres
eran bastante más religiosos que los míos e infinitamente más
religiosos que yo. De hecho, no sé si por aquel entonces veían con
buenos ojos que su hijo saliera conmigo: un torbellino deslenguado,
sin ningún tipo de vergüenza ni pudor, para hacer payasadas por
donde quiera que iba.
Recuerdo que la comunicación con su padre no
se extendía más allá de unos cordiales «buenos días», «buenas
tardes», «adiós» o un «¿quiere usted leer el periódico?». Yo, por
hacer tiempo hasta que Antonio terminaba de arreglarse, cogía un
ejemplar de la mesa camilla y me dedicaba a pasar las páginas
asintiendo con la cabeza o soltando expresiones genéricas en voz
baja como «puaj, siempre igual…», «se veía venir…».
En aquella época, aunque no lo expresara, en
más de una ocasión lo noté cohibido por mi alocada forma de ser,
incluso algo avergonzado delante de amigos o familiares. Con los
conocimientos actuales comprendo —que no justifico— que hemos sido
educadas y educados en los valores de una sociedad
heteropatriarcal. Valores grabados desde la cuna que requieren de
una educación, voluntad de mejora y autoevaluación constante.
Valores sobre los que chirriaba mi manera de ser en ocasiones. Si
empezaba a llover, yo abría el paraguas y bailaba a su alrededor
cantando una macarrónica versión de I´m singing in the rain sin
importar que todos me miraran en mitad de la calle. Me dedicaba a
ser feliz sin afectarme mucho lo que pudieran pensar. Explico esto
para que pueda comprenderse mejor el motivo principal de nuestra
ruptura tras doce años de puro amor.
Como ya he aclarado en alguna otra ocasión,
mi salto a la fama se produjo de casualidad. En 1994 me
seleccionaron para participar en Genio y figura, un programa de
humor de televisión de nueva creación que se emitiría en Antena 3.
Por aquel entonces yo trabajaba como auxiliar de enfermería en el
Hospital Puerta del Mar de Cádiz, y en una tarde libre acompañé a
un casting en Sevilla a mi cuñado, el Gran Malakatín, mago de
profesión. Por hacer tiempo me metí en el casting de al lado. Se
trataba de contar un par de chistes y yo me sabía millones.
A las semanas me comunicaron que había sido
escogida entre no sé cuántos participantes y decidí probar suerte,
más por vivir la experiencia que por tener intención de terminar
dedicándome al mundo del espectáculo. Quién iba a imaginar que el
programa acabaría siendo un rotundo éxito de audiencia y que mi
sentido del humor conectaría con cientos de miles de espectadores
cada noche. Comenzaron a llamarme para realizar intervenciones en
otros programas y actuaciones por todo el país. De un trabajo salía
otro y así sucesivamente. Me sabía el trayecto del tren
Cádiz-Madrid mejor que el maquinista.
Aparte de enfrentarme al mayor reto personal
y profesional de mi vida y a las barreras que existían en el mundo
del espectáculo para la mujer —y las que quedan—, tuve que lidiar
con una que nunca esperé encontrar: la desaprobación de mi pareja.
No quería venir conmigo a Madrid porque no entraba en sus planes de
futuro, algo totalmente comprensible; sin embargo, tampoco quería
que yo lo hiciera porque «esa profesión es pan para hoy y hambre
para mañana». No sé en qué proporción se mezclaban el intento de
protección y el egoísmo. Como cualquier relación a punto de
romperse, las llamadas de teléfono y el tiempo que pasábamos juntos
fueron convirtiéndose en una sucesión de discusiones en torno al
tema central. El resultado fue que me vi obligada a decidir:
quedarme en Cádiz por amor y renunciar a una arriesgada pero
atrayente oportunidad profesional, o armarme de valor, lanzarme a
la piscina y dedicarme exclusivamente a lo que mi madre llamaba «el
artisteo».
Con todo el dolor de nuestros corazones y el
sentimiento mutuo de incomprensión por la otra parte, nuestros
caminos se separaron. Resultaba inevitable la ruptura. No obstante,
a pesar de perder casi el contacto del todo, tras la separación
siempre hubo cordialidad y cariño. En ocasiones nos llamábamos para
saber cómo nos iba, incluso para felicitarnos cuando nos
enterábamos que el otro se casaba o que había tenido una hija.
Habíamos rehecho nuestras vidas. Los dos nos habíamos casado y
divorciado posteriormente. Pa to iguales. El Largo y la
Larga.
Veinte años más tarde recibí una llamada
suya. No sé si bajo los efectos de la anestesia porque estaba
saliendo del dentista, me preguntó:
—¿Qué hice mal en nuestra relación?
Me contó que se había divorciado y no
conseguía comprender qué había fallado en su matrimonio, si cometía
algún tipo de error por sistema. Pensaba que si averiguaba dónde se
había equivocado en nuestra relación, quizás comprendiera qué había
salido mal en la actual. Lógicamente mi respuesta fue que no
entendía qué clase de vínculo guardaban las dos rupturas. Eran
edades diferentes, personas diferentes… El tocino y la
velocidad.
A partir de ahí empezamos a llamarnos y a
interesarnos el uno por el otro con más frecuencia. ¿Cómo estás?,
¿qué tal te va?, ¿todo bien? Hasta que cierto día, algún tiempo
después, le conté que iba a Cádiz y me propuso cenar juntos para
«hablar en persona, que es mejor que por el móvil». La clásica. No
hay nadie en la breve historia del teléfono móvil que no haya dicho
esa frase sin intención de ligar. Seguro que si hubiesen tenido
móviles, Isabel la Católica le habría dicho a Fernando:
—Holiiiiii, Fer, q de tiempoooooo! A ver si
nos vemos, no? q me tienes abandonaitaaaa (icono carita sonriente,
icono guiño, icono carita con besito).
—T apetece qdar mañana y tomarnos un café
—ah, no, que no había—, pues no sé, mmm… ir a misa, q es lo q está
de moda (icono iglesia, icono manitas rezando, icono cura
calvo).
—Sí, claro… Siempre m dices lo mismo y
quieres hincar la rodilla en el banco xra rezar primero y acabar
hincando… hincándola xra unificar los reinos de Castilla y Aragón
(icono carita roja enfadada).
—Q no, tonta!! Si somos primos segundos, cmo
voy a hacer eso??? Solo quiero que hablemos en persona, q es mejor
que por el móvil (carita sonriente).
—Venga, va, xro recógeme después de mi baño.
Para uno que me doy cada nueve meses, no voy a faltar encima (icono
de baño, icono de carita a punto de vomitar).
En definitiva, había tonteo previo por ambas
partes y decidimos ponernos al día o como hubiera que ponerse. Le
había sido directa días atrás a mi hermana.
—Sole, tú no has visto a Antonio. Se ha
puesto buenísimo y si puedo me lo follo antes de volver a Madrid.
No te preocupes, que será echar una canita al aire por los viejos
tiempos y se acabó.
Él me propuso ir a un sitio chulo en la
playa que conocía y yo le lancé una contraoferta que no pudo
rechazar.
—Vale, pero tú invitas.
Difícilmente podré olvidar aquella noche por
varios motivos. El primero, el sitio. Una venta cutre con vatios de
luz blanca como para dos o tres quirófanos, pringue hasta en el
servilletero y un camarero con más pringue que el servilletero
peinado a la cortinilla. Más que un gastrobar era un escobar. Eso
sí, junto a una playa de la costa de Cádiz, de cuyo nombre no
quiero acordarme para no herir sensibilidades. Hoy con dos detalles
se encuentra en Google Maps hasta al que se comió la sopa de
murciélago con coronavirus.
A lo que íbamos, una vez que terminamos de
cenar en el escobar, donde no comimos sopa de murciélago por poco,
bajamos a la playa a dar un paseo. Al oler el penetrante aroma del
mar y las rocas con verdín de la escollera recordé lo mucho que
echaba de menos mi tierra y el atracón de marisco que me podía
haber dado esa noche si hubiera elegido yo el restaurante.
Antonio me detuvo un instante para mostrarme
una aplicación de su móvil que, al apuntar hacia el cielo,
distinguía las constelaciones, intuyo que por algún sistema GPS.
Aprovechando su envergadura, se colocó detrás de mí y me rodeó con
los brazos para vacilar enseñándome en la pantalla dónde estaba la
Osa Mayor, Orión y Venus. Yo no me enteré de nada. Decía:
—Ay, Antonio, qué cosa más bonita.
Pero porque miraba sus bíceps. De repente,
una tenue ráfaga de aire me dejó petrificada, sin habla. Su olor me
había pasado por encima como un camión. Su olor, no su perfume.
Volvía a tener catorce años. Esas horas y horas besándonos en la
Alameda se sucedían a toda velocidad ante mis ojos como fotogramas
de una película de amor de cine clásico. El reloj perfectamente
engranado de labios, dientes y lenguas volvía a funcionar veinte
años después. En esta ocasión, sin gafas que tirar de un codazo a
los peces. En veinte años nos dio tiempo a acostumbrarnos a las
lentillas. Mi cabeza estaba ocupada por un único pensamiento: estoy
en casa.
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L as cosas no salen nunca como una las
planea. Ni para mal ni para bien. Aquello no acabó siendo un aquí
te pillo, aquí te mato y rebujina, rebujina, cada uno pa su
esquina. Nos sentíamos en casa, ¿sabéis lo difícil que es encontrar
eso? ¿Lo que cuesta dar con una persona de mi edad, soltera como yo
y que no tenga alguna tarita mental grande? ¿Una persona con
conversación, que te divierta, que te haga sentir cómoda, tranquila
y que, mientras te hable, solo estés pensando en arrancarle la ropa
como si fuera un regalo envuelto de Navidad? ¡Que te haga sentir en
casa! Quizás si eres joven —y, por tanto, ingenua a la par que
descreída— restes importancia a la épica hazaña que acabábamos de
conseguir sin pretenderlo.
No os preocupéis, como dijo el dramaturgo
George Bernard Shaw, «la juventud es una enfermedad que se cura con
los años». Puede que en un tiempo, cuando, con probabilidad,
tengáis que emigrar para encontrar trabajo, empecéis a entender lo
que significa «sentirse en casa» y lo a gusto que se está en ella,
y es que, como dice una coplilla de carnaval «como se caga en casa
no se hace caca en ninguna parte».
Empezamos a vernos cada vez con más
frecuencia, en Cádiz, en Madrid o donde se pudiera. Nos ocurría eso
que siempre ocurre cuando inicias una relación, eso que todas y
todos estáis pensando… Exacto. No parábamos de contarnos las
experiencias vividas durante los veinte años que nuestras vidas
habían recorrido diferentes caminos. Qué mal pensadas y mal
pensados sois. Seguro que esperabais que hablara de lo otro. Bueno,
como escribo un libro y hay que ser fina diré que sí, que es cierto
que me sentía presa de una incesante libidinosidad desmedida.
Vamos, que tenía aquello como el pebetero de la llama olímpica. Por
el fuego y por el tamaño. Contribuí más en unos meses al deshielo
de los polos que los cuatro años de mandato de Donald Trump.
Como podéis comprobar, sigo siendo igual de
refinada que siempre. No creo que la fama me haya cambiado. Pienso
que soy como antes de ser conocida, igual de sencilla, igual de
ahorrativa. Por ejemplo, en casa siempre reutilizo el agua usada de
mi jacuzzi para regar alguno de los hoyos de mi campo de golf
privado.
Antonio seguía detestando las cámaras que me
rodean cada día, pero encontrarse con una Paz tan alocada como
veinte años atrás decantó la balanza a favor de un segundo intento
de relación con una artista. Comprobó de primera mano que en mi
entorno no todos consumían cocaína como se olía. Esto no es un
juego de palabras. Me refiero a que cuando me mudé a Madrid me
malinterpretó cuando le dije que yo aspiraba a lo más alto. Esto
sí. Antonio, si yo hubiera probado la cocaína alguna vez en mi
vida, te habrías enterado, te lo garantizo. Con la nariz que tengo,
con una raya, dejo sin cocaína a todo Wall Street, lo que habría
provocado un desplome de la bolsa mundial.
Semana a semana fue derribando ese montón de
miedos que revoloteaban en su cabeza en torno a la figura que de mí
tenía creada. En esos primeros meses de conocernos —o
re-conocernos— me sorprendió lo poco que había viajado. Puntualizo,
lo poco que le atraía viajar. Decía que, simplemente, no le
gustaba, pero yo sabía que era por miedo. A lo desconocido, a no
controlar la situación. Sin embargo, escuchaba con el entusiasmo de
un niño mis historias de viajes exóticos. Como cuando unos piratas
nos persiguieron metralleta en mano por una playa de Cabo Verde,
con vete tú a saber qué intención. O cuando, por error, vino un
señor gritándome que el agua caliente donde me estaba bañando no
era porque se me escapara el pipí, sino que se trataba de la boca
de un volcán que escupía lava cada cierto tiempo sin avisar. Las
típicas anecdotillas. Yo percibía tal asombro en cada batallita que
contaba, que descubrir el mundo con él se convirtió en mi mayor
deseo. Sin previo aviso le dije:
—Antonio, yo no trabajo de tal a tal día,
¿tú puedes cogértelos libres? ¿Sí? Pues prepara la maleta que te
convido a ir a las islas Maldivas.
No fue una idea surgida de la nada. Había
sufrido un cuidadoso lavado de cerebro durante años. Cuando una
persona se adentra en el inframundo del espectáculo, en las
entrañas del show business, además de soportar el pesado peso de la
fama, debe soportar a pesados de diversa índole. Pesados con la
obligación moral de decirte lo que debes hacer, de comunicarte el
giro que le conviene a tu carrera artística y la decisión que
marcará tu vida personal in aeternum. Este espécimen que habita
cualquier rincón del ecosistema artístico no cejará en su empeño de
que sigas sus sabios consejos cada vez que os encontréis como si de
una divina misión se tratara. Si me dedico a enumerar ejemplos,
termino escribiendo una saga más larga que la de Harry Potter: Paz
Padilla y los que opinan de su físico, Paz Padilla y deberías
perder el acento andaluz, etc.
Muchos de esos altruistas consejos son fruto
de un vano intento de demostrarte «estar a la moda» para que tú te
sientas una anticuada por no estarlo. Son agentes comerciales
vocacionales. Quieren hacerte ver lo equivocada que estás si no
tienes el iPhone que ha salido hoy y se quedará antiguo antes de
acabar esta frase; o si no luces esa prenda de vestir que fue «el
último chillido» en la passerella di Milano —me la agarras con la
mano—.
En mi caso, cuando gracias a mi trabajo
dispuse de dinero para permitírmelo, comencé a recorrer el mundo.
Viajar se convirtió en mi principal adicción, me encantaba. Incluso
en la época en la que se viajaba por el placer de descubrir una
cultura diferente en lugar de por subir una foto para conseguir
likes. Tenía el pasaporte con más tinta que el cuerpo de Sergio
Ramos. Eso sí, a la vuelta, regresara del destino que regresara,
cuando terminaba de hacerles el pequeño resumen de rigor, todas las
compañeras me decían lo mismo:
—Ay, Paz, tienes que ir a Maldivas.
Por supuesto, para ser cool no puedes decir
las islas Maldivas, hay que decir Maldivas. Sin determinante ni
nada, que se note que hay ya confianza, como el que va un fin de
semana sí y uno no. No sé por qué solo con Maldivas, será que
incluye la palabra «divas» y les hace sentir especiales. Porque
cuando van a Estados Unidos no dicen «vengo en avión desde Unidos»
o en el caso de visitar un pueblo con menos glamur como
Despeñapiedras de Arriba, «vengo de Arriba», que parece que vienes
de tender en la azotea.
No digo que no me pareciera un lugar
atractivo, al contrario, cuando veía fotos de ese paraíso de
cabañas de madera construidas directamente sobre un mar de aguas
turquesas, solo podía pensar una cosa: «Si voy algún día a las
islas Maldivas, voy enamorada». Es decir, a hacerlo a todas horas
como los monos. No voy a gastarme un dineral en estar en una playa
bajo la sombrilla haciendo un sudoku.
Y ese día había llegado. No lo he hecho más
veces en mi vida. Pido perdón por la grotesca imagen que os haya
podido ocasionar. Desde que nos despertábamos. Antes de poner un
pie en el suelo ya lo estaba poniendo en el ropero para hacer el
salto de la tigresa. Eso sí que eran polvos instantáneos para
desayunar y no el Cola Cao. Y en cualquier parte, hasta en la
ducha. Con lo incómodo y sobrevalorado que está hacerlo en la
ducha… Mientras que está una, el otro está fuera pasando frío, con
aquello encogido. Si me cambio, se me corta el cuerpo. Si abro la
boca, me ahogo literalmente con el agua; si la cierro, no hago
nada. La mitad del tiempo estás quitándote agua de los ojos para
ver un poco, y, por último, después de media hora sin poder abrazar
a la otra persona porque se resbala como una pastilla de jabón,
cuando consigues empezar, solo piensas en que te va a tocar recoger
con la fregona el charco que habéis formado.
Esas islas parecen diseñadas para el
fornicio. Lo de Sodoma y Gomorra era vicio, lo de allí es
necesidad. Te lo pide el cuerpo. La puesta de sol es posible que no
sea ni real, que se trate de una proyección digital de algún tipo
de algoritmo informático creado para que te entren ganas
inmediatamente.
—Por favor, señores, compórtense, este no es
el lugar apropiado para fornicar.
—Uy, perdón, nos hemos dejado llevar por esa
bella puesta de sol y…
—Ya, ya, lo sé, pero está a punto de
aterrizar el avión en el aeropuerto y deben permanecer cada uno en
su asiento con el cinturón puesto. Ya tendrán tiempo de hacerlo
durante los próximos días en la isla…
Seguro que los nativos lo tienen asimilado
como una característica autóctona más de su país. Lo interiorizan
desde pequeños. Me imagino a los guías realizando las rutas
turísticas y explicando a las familias:
—A continuación, si miran a su derecha,
posados en la rama del árbol, podrán contemplar unos ejemplares de
guacamayos endémicos, y abajo, justo al pie del árbol, la clásica
pareja de cuarentones europeos practicando el coito en el primer
rincón que han encontrado. ¡Oh, cielos! Estamos de suerte. Llegamos
a tiempo para ver un maravilloso espectáculo de la naturaleza que
solo puede verse en las islas Maldivas. Miren las decenas de
mujeres que acuden caminando como cangrejos a remojar en la orilla
sus ardientes partes bajas tras un intenso día de sexo. Fenómeno
que está destruyendo nuestro arrecife de coral al provocar un
drástico cambio en el agua de varios grados de temperatura entre la
noche y el día.
Recuerdo especialmente una tarde en la que
estuvimos debatiendo sobre la impía crítica de Kierkegaard a la
metafísica hegeliana como ciencia que describe la realidad al
completo, no ya por su carácter ideal y abstracto, sino por su
encubrimiento de lo ético. Vale, igual no fue así del todo, igual
estábamos revoleados en la playa haciendo manitas cachondos
perdidos para variar. Sea como fuese, vimos a lo lejos un numeroso
grupo de personas caminando —demasiado arregladas para ir
voluntariamente así vestidas a la playa— que se dirigían a una
estructura de madera con flores que había en la orilla a unos cien
metros de nosotros.
—Uy, mira, Antonio, qué pedazos de pingüinos
hay en las Maldivas —dije de broma.
—¿Eso qué es? ¿Una boda? ¿Con este
calor?
—Sí, eso parece, ¿no? Hombre, el sitio es
precioso… ¿Te imaginas casarte aquí?
La boda que celebramos en nuestra
adolescencia, ante los ojos de Dios, no tenía ningún tipo de
validez. Bueno, sí, era una excusa para poder acostarnos sin estar
en pecado. Lo único que nos importaba y que importa al mundo. A
veces pienso que es el instinto de copular el que lo mueve de
manera literal: que la Tierra rota sobre sí misma porque alguien
corre en busca de otro alguien para acostarse, y este a su vez a
otra persona, logrando que nunca deje de dar vueltas. Siendo el
coito el motor central de todo, la teoría coitocéntrica. Me imagino
que cuando se escribió la Biblia dejaron aposta esos pequeños
vacíos legales para el pecado como el «no levantarás falsos
testimonios, ni mentirás… salvo para proteger a otro eclesiástico
acusado de pederastia en un juicio».
Por unos momentos fantaseamos con casarnos
en aquel florido altar en una de esas perfectas puestas de sol
algorítmicas, pero pronto la realidad se coló en nuestros sueños.
En primer lugar, era demasiado caro. Si el viaje había salido por
un pastón, no me quiero ni imaginar a cuánto ascendería la factura
si nos casábamos. No tanto por el alquiler del espacio, sino por
invitar a mi familia, que son los que más comen y beben del mundo.
Se puede decir que mi familia, literalmente, tiene muy buen fondo.
Ya no podía imaginar la elegante ceremonia sin que se colara en mi
cabeza mi hermano diciéndole a un camarero que se había acabado el
barril de cerveza, que trajeran otro, que él lo cambiaba si hacía
falta.
Para que os hagáis una idea, en 1998 tuve el
honor de pregonar el Carnaval de Cádiz. Ser nombrada pregonera es
un motivo de orgullo para cualquier gaditano aficionado al
carnaval. Una de las mayores distinciones que se pueden tener, por
lo que se hace gratis. Mi caché por aquel entonces era elevado,
estaba en pleno ascenso de mi carrera, pero como ya os digo, se
hace de manera desinteresada. La alcaldesa me dijo que, a pesar de
ser gratuito, invitaba a familiares y amigos a la cena posterior al
pregón, y para seguir con la fiesta, nos daría vales de copas para
una gran carpa que se instala en la ciudad durante esa semana. A
las dos horas de estar en la carpa, ya me buscaban para avisarme de
que nos cortaban el grifo porque mi familia se había bebido mi
caché de sobra. Así que, comprendedme, yo solo me preguntaba que a
cuántos pregones equivaldría una boda.
Cuando finalizó la ceremonia que seguimos de
reojo, el personal condujo a los invitados a unos jardines de un
hotel cercano para continuar con la celebración.
—¡Antonio, esta es la nuestra, corre, que se
han dejado el altar! ¡Vamos a casarnos! ¡Y sin gastarnos un duro!
—le dije jalándole del brazo para que se levantara de la
arena.
Él no era nunca el instigador de las
locuras, pero se apuntaba a las que se me ocurrían. Habían dejado
todo perfectamente decorado: altar con una alfombra hasta él,
sillas, flores… Todo preparado para que nos dijésemos —llorando de
risa por lo surrealista del momento— que queríamos pasar el resto
de nuestras vidas juntos. Después del «sí, quiero» nos fuimos
directamente a nuestra habitación sin cenar ni nada a hablar de
metafísica dos o tres veces más.
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A ntonio no supo que en las Maldivas, aparte
de cometer todos los pecados habidos y por haber —incluido el de
matar, porque me mató de gusto—, cometió el peor error de su vida:
reírme una gracia.
En el siguiente viaje que hicimos, a la
India, decidí repetir la bromita de casarnos, solo que llevándola
un pelín más lejos. Organicé una boda sorpresa por el rito hindú.
En mi cabeza al principio, como siempre, todo tenía sentido.
Llegamos enamorados a Rajastán, empezamos a ver un templo por aquí,
un palacio por allá, que si incienso, que si Ganesha, que si
espiritualidad, y cuando menos se lo esperaba estaba en los hombros
de dos indios cantando, recién casado con un turbante con plumas y
gritando namasté. En este viaje la misma palabra lo dice na-más-té.
Na más que bebimos té. ¡Qué pechá de té! Y de hacer yoga. Igualito
el saludo al sol que hacíamos en la India al que hacíamos en las
Maldivas…
Cuando se dice que el amor lo puede todo,
debe ser cierto. Hoy todavía no entiendo ni cómo Antonio no se
enteró ni cómo Manik, nuestro guía, no me asesinó en el mismo
aeropuerto al preguntarme:
—¿Cuándo queréis realizar la bod…?
—¡Shhhh, calla! —le susurré—. Que el novio
no sabe nada…
—¿Cómo que no sabe…?
—Que no sabe nada, que es una
sorpresa.
—¿Y cuándo lo va a saber?
—Dos horas antes. Calla —le insistí, viendo
cómo su cara cambiaba de un tono azúcar moreno a blanco
sacarina.
El caso es que entre susurros y gestos
entendió que yo quería una boda hindú con tos sus avíos: elefantes,
trajes de colores, pinturas, anillos y hasta una tarta de novios de
pollo al curry picante si es tradición.
Y una vez llegado el día D a la hora H o H y
cuarto, tras el correspondiente «buenos días, mi amor» le
dije:
—Antonio, en dos horas viene un elefante por
ti y nos casamos.
Si uno ya suda de por sí al oír que en dos
horas lo obligan a casarse o que viene un elefante a recogerlo,
imaginad en la India a cincuenta grados con sensación térmica de
precalentar a doscientos veinte durante media hora. Empezó a sudar
como si lo acabara de zambullir en el Ganges.
—Paz, dime que es broma, por favor.
—Que nos casamos. Lo he preparado todo: el
elefante, el maestro de ceremonias, los trajes, el embajador…
—Que no, que yo no quiero —replicaba apurado
viendo que iba en serio.
—Por favor, que yo estoy enamorada de ti,
que quiero que sea para toda la vida, que no vas a ir vestido como
Gandhi…
Así durante hora y media.
—Antonio, que mira qué romántico, que la
India va a nacer en nosotros, que está el Manik con el elefante en
la puerta ya esperando.
—Pero ¿cómo voy a casarme sin mi madre, sin
mi hija? ¿Tú estás loca?
—Vale. Pues nos casamos en Cádiz
también.
—Vale —dijo tras meditar la oferta unos
segundos.
No tuvo más remedio. Mientras nos vestíamos
a la bulla le escuchaba decir entre dientes:
—Me cago en sus castas… Siempre igual… Con
el calor que hace…
Si el novio y la novia no se pueden ver el
día de su boda, en este caso era Antonio el único que no me podía
ver a mí.
Bajamos a la recepción con Manik, que se lo
llevó en el elefante para vestirlo para la ceremonia con un traje
blanco de seda. Menos mal que era blanco, si es negro de franela se
divorcia el mismo día. Y le aplicaron en la cara un tratamiento
exfoliante durante media hora que se la dejaron más blanca que la
de Manik en el aeropuerto. Le lijaron tanto la epidermis, la dermis
y el hueso frontal que se le podían ver los pensamientos. Y ninguno
me dejaba en buen lugar.
A mí me condujeron por otro camino un grupo
de mujeres para bañarme con delicadeza —sin lijado—, pintarme
cuidadosamente los brazos con henna desde los sobacos a las uñas y
colocarme el sari. El sari, aunque tenga nombre de amigo del
Vaquilla, es el traje típico que llevan las mujeres allí ese mal
llamado «día más feliz de su vida». Digo esto porque después de
ponerse el sari dudo que vuelvan a casarse. Es parecido a un pareo
de los que los hippies te venden en la playa, pero con dos millones
de perlas encima y de seda fina, fina, fina y segura. Bueno, de
segura el momento de la foto. En cuanto empiezas a caminar es como
llevar un lenguado. Se te cae por aquí, ahora levantas y se cae por
allá, te recoges y te lo pisas por detrás… Eso por no hablar del
peinado. Un moño recogido que pesaba más que el de la Dama de
Elche. Seguro que si a Jesucristo le dan a escoger entre la corona
de espinas y el moño ese, escoge otra vez la corona.
Y por fin vi al novio, con la cara encalada
y unos adornos de oro colgándole por la cara como patitas de un
pulpo. Y el novio me vio a mí con el moño ese tirando de cada
músculo de mi rostro. Y no podíamos ni reírnos el uno del otro de
lo incómodos que estábamos, qué digo, lo enamorados que
estábamos.
Lo siguiente fue subirnos al elefante que
nos llevaría al altar en un paseo romántico. Sé que a veces tiendo
a exagerar, pero os aseguro que no he tenido tanto mareo ni en el
Dragon Khan recién comida. Lo que no sé es por qué no se llama
Elephant Khan. Y a un lado. Y al otro. Y venga a caerse el
lenguado, y venga a caerse mi cabeza para atrás… Pero no podía
mostrar debilidad ante Antonio con la que le había dado… Y en cada
ir y venir del elefante yo soltaba un «te quiero», «¿qué bonito,
verdad?», «te amo»; y él:
—¡Ya te cogeré! ¡Ya te cogeré!
La ceremonia hindú es un ritual cargado de
misticismo y simbología, y el primer símbolo que nos plantaron
delante fue la hoguera purificadora. Se llama purificadora porque
la hoguera hija de la gran puta no tenía tanto misticismo. Como
símbolo está muy bien, pero no hubiera quedado mal tampoco como
símbolo una nevera con hielo y quintos de cerveza fresquitos. Y
venga símbolos: tú me das la mano y te la doy yo, damos la vuelta,
te la doy yo, ahora se le cae el gorro un poco y Manik se lo
aplasta de un golpe con el puño, ahora da otra vuelta
gritando:
—Ay, ay, las orejas, las orejas…
Después de este apacible ritual vino lo
importante. Hoy no sé todavía cuánto, porque no entendía ni una
palabra, pero parecía importante. El maestro de ceremonias nos
decía algo en indio que nosotros repetíamos y nos indicaba que
fuéramos de un lado a otro a empujones, enfadado porque no lo
entendíamos. Por último, aburrido de nosotros ya, sacó los papeles
para firmarlos. Ahí Antonio se descompuso:
—¡Cómo voy a firmar estos papeles que están
en indio!
—Da igual, chiquillo, tú fírmalos… —le decía
mientras le colocaba el bolígrafo en la mano.
—Pero, Paz… ¡Que soy abogado! ¡Cómo voy a
firmar algo que no sé lo que pone!
—¡Firma ya, Antonio, que están
esperando!
—¡Que va contra mi ética profesional!
—¡Antonio, firma! Además, seguro que es con
gananciales.
—Entonces sí —dijo sin pensárselo dos
veces.
Un año después celebramos nuestra cuarta y
última boda. Con nuestras hijas, nuestros familiares, nuestras
amigas y nuestros amigos, en nuestra playa de Zahara de los Atunes
y en nuestro idioma. Sabiendo lo que firmábamos. Paradójicamente,
era tan inmenso el éxtasis de plena felicidad que nuestro campo de
visión se había reducido a los ojos del otro. Hubiésemos firmado
los papeles en árabe, en chino y hasta un cheque en blanco al cura
de la parroquia si nos lo ponen por delante. Estábamos en otro
planeta. Estábamos en casa.
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L unes por la mañana. Estoy recién duchada,
vestida y dispuesta a coger el coche para salir de casa. He
invertido media hora en elegir conjunto y arreglarme como nunca.
Tengo que grabar un programa de Pasapalabra al que acudo como
invitada. Me veo especialmente guapa, imparable. De estas veces que
una piensa que se va a comer el mundo y se resquebrajarán las
aceras a cada paso que dé. Suena el teléfono. Es Antonio. Me dice
que no sabe qué le ocurre, que tiene miedo. Está muy asustado. En
el descanso de su trabajo en el ayuntamiento ha salido a tomar un
café a media mañana y ha empezado a encontrarse mal. Le digo que
seguramente se trata de un episodio de ansiedad por la carga de
trabajo del lunes, el exceso de estrés general al que estamos
sometidos o un cúmulo de factores a los que el expreso sin azúcar
les ha puesto la guinda. Se reafirma en que no se encuentra en
plenas facultades, que tiene una sensación extraña. Ha decidido ir
al centro de salud, dice que necesita atención médica. Le comento
que en ese caso, si quiere hacerse un estudio más a fondo para
quedarse tranquilo, avise en el trabajo, venga a casa y vamos mejor
a la Clínica Quirón. No por desconfianza de los profesionales del
ambulatorio, sino por disponer de un mayor número de medios o
personal en caso de necesitarlo y que, a juzgar por su tono de voz,
es más que posible. Acepta después de mi insistencia.
Lo llamo.
—Ya voy para allá, voy en el coche
—contesta.
Su trabajo está a cinco minutos de casa.
Pasa un cuarto de hora y aún no ha llegado. Me empiezo a preocupar
y salgo a la esquina para ver si viene al final de la calle de la
urbanización. Veo llegar el coche a lo lejos. Cuando se acerca le
hago señas para que frene, viene demasiado rápido, como si no me
hubiera visto a plena luz del día. Por fin comienza a frenar
bruscamente, sin una progresión suave hasta dejarlo casi parado.
Con el vehículo manteniendo cierta inercia intenta bajarse sin
darse cuenta de que aún no está quieto. Parece que una mitad de su
cuerpo trata de salir, pero es lastrada por la otra mitad que
permanece dentro. ¿Qué pasa? Actúo rápidamente intentando frenar
con mi cuerpo el coche, ya que él no es consciente de lo que ocurre
y yo no puedo entrar para echar el freno de mano. A punto de chocar
con un autobús consigo detenerlo. Estoy muy asustada, no entiendo
qué está sucediendo. «Se ha intentado bajar en marcha…», pienso sin
terminar de creerme lo que veo.
Está desorientado. En apariencia sano, pero
incapaz de controlar su cuerpo ni el habla por completo. Dejo el
coche en doble fila. Llamo a mi mánager para contarle lo que ha
pasado y decirle que voy de camino al hospital. Le pido que me
excuse ante el equipo por no poder asistir a la grabación debido a
una urgencia médica. Llegamos a la clínica. En la cola para dar los
datos del paciente lo noto más desorientado y con mayor falta de
coordinación.
—¿Yo cómo me llamo? ¿Cómo me llamo, Antonio?
¿Yo cómo me llamo?
No sabe responderme. No sabe decir mi
nombre. Ni el suyo, ni dónde vive, ni qué hace allí. Me entra el
pánico y me adelanto en la cola para pedir ayuda.
—Por favor, disculpe, que alguien me ayude,
mi marido no sabe quién soy, ni sabe hablar —les comento
atropelladamente.
Un médico nos acompaña a un box apartado
donde, tras realizar la correspondiente exploración neurológica en
una camilla, considera que deben hacerle analíticas, radiografías y
un TAC a la mayor brevedad posible. Se lo llevan en la camilla. Le
digo que no se preocupe, que todo va a ir bien. Llega Arturo, mi
mánager. La relación que tengo con él va más allá de lo laboral e
incluso si me apuráis de la amistad. Es un hermano de otra madre.
Jamás podré agradecerle el amor que me ha dado durante tantos años.
Después de unos escasos veinte minutos dando paseos de un lado a
otro en la sala de espera, llega el médico y nos conduce a Arturo y
a mí a una consulta en esta ocasión. Una vez dentro, nos dice sin
preámbulos:
—Antonio tiene un tumor cerebral maligno. No
sabemos si se trata de un tumor primario o de uno secundario, una
metástasis. En estos casos no se puede hacer una estimación con
exactitud, pero puede que le quede poco tiempo de vida. Bueno, os
dejo aquí para que lo proceséis, lloréis o gritéis… Lo único que os
pido es que no lo hagáis delante de él cuando lo traigamos.
—¿Has oído lo que yo?
—Sí —me contesta Arturo con mi misma
incredulidad.
—¿Ha dicho que no sabe cuánto le queda de
vida, que se va a morir? —sigo preguntando, intentando obtener una
respuesta diferente.
—Eso parece…
Tiene que ser un error. ¿Cómo va a ser?
¿Cómo me lo puede decir así? ¿Estamos locos? No doy crédito. No me
puede estar contando eso. No me lo puede estar diciendo así.
«Quédate aquí, grita y llora, pero en la habitación no». No
entiendo nada. Estoy en estado de shock, soy incapaz de llorar.
Arturo intenta tranquilizarme pidiéndome que no adelantemos
acontecimientos, que mantengamos la cabeza despejada. Es un médico
de Urgencias, puede que no esté en lo cierto. Puede que se haya
precipitado. Por mucho que lo intenta Arturo, el daño ya es
irreparable. Siento las palabras de aquel doctor como un hachazo
limpio, seco en el esternón.
Veo llegar caminando a lo lejos a mi hija
Anna, tan preciosa y elegante como cada día. Le pido que me
acompañe a un lugar apartado mientras, insistentemente, me pregunta
qué sucede. Entramos en un cuarto de baño, le explico desde la
llamada telefónica hasta la abrupta noticia. Su reacción es la
misma que la mía. La misma que la de cualquiera. La única que el
cerebro es capaz de ejecutar cuando comprende que, desde este mismo
instante, la vida nunca volverá a ser igual. El estado de shock
nervioso no es patológico. Se trata de una percepción propia de un
suceso. No tiene que ver con un funcionamiento anormal del cuerpo.
Simplemente el cerebro ha sido sometido a una compleja situación
inesperada que percibe como dolorosa o dañina a la vez que
incontrolable por su parte. Una reacción de incredulidad que puede
durar desde minutos hasta meses.
En este estado, mi cuerpo decide que debo
llamar a mi hermana Ana. Un gran pilar para mí a pesar de la
distancia que nos separa.
—¡Dime, Maripili! —me dice con su
característico tono alegre al descolgar el teléfono.
—Ana, Ana, que Antonio se muere… Ana…
—¿Qué?
Al oír su voz, un desgarrador llanto sale
del mismo sitio donde he sufrido el hachazo, como la hemorragia
incontenible que emana tras dejar de comprimir una profunda herida.
De mi temblorosa boca salen las palabras que me ha repetido el
médico de urgencias, pero yo he asimilado un mensaje completamente
distinto. Parece que me acaban de notificar que Antonio ha muerto
en un accidente de tráfico y traen su cuerpo de camino. Lloro como
nunca he llorado. Un dolor inexplicable con palabras que solo puede
comprender quien ha pasado por una situación similar. La expresión
«morirse de pena» lo describe a la perfección. Parece que se te
acaba la vida. Grito, lloro, grito y lloro sin parar. Y cuando ya
no me quedan más fuerzas, cuando estoy hueca, vacía, voy a la que
va a ser la habitación de Antonio.
Allí conozco a una nueva doctora,
especialista en neurocirugía, que se encarga de tranquilizarme y
aclararme las posibilidades terapéuticas. Me sale preguntar de
inmediato si se va a morir. Necesito desmentir la información que
tengo. Con calma, me explica que es pronto para emitir un
diagnóstico de certeza. Con unas pruebas realizadas de urgencia es
un enorme atrevimiento hablar de alcance de la enfermedad o de
meses de vida en una patología como esta. Por lo que saben hasta el
momento es necesario que sea ingresado para un estudio en
profundidad, y que, muy probablemente, haya que realizar una
intervención, la cual, por la zona en la que se encuentra el tumor,
puede dejar una serie de secuelas. Me aclara con paciencia
síntomas, procedimientos, probabilidades estimadas de los
tratamientos, pasos a seguir, posibles secuelas… Todo lo que puede
y más. Su empatía a la hora de traducir a mi idioma las palabrejas
de los cientos de libros y artículos científicos que almacena en su
cabeza me conmueve a la par que me tranquiliza. Ella quizás en dos
meses no recuerde esta conversación. No creo que sea consciente de
que este tiempo que está empleando en mí es el empujoncito inicial
para dar el primer paso de un largo camino que, posiblemente, me
queda por andar.
Traen a Antonio en una cama. Parece que el
tratamiento con corticoides intravenosos de su gotero ha comenzado
a hacer efecto. Ya recuerda mi nombre. Ya vuelve a decirme «te
quiero». Me tranquiliza él a mí. ¿Tanto se me nota? Tengo que
disimular mejor. ¡Paz, coño, que eres actriz, no de método, pero
actriz!
A partir de ese primer contacto cambio de
manera radical. Se acabó transmitir miedo, inseguridad, tristeza.
Entiendo lo que quería decir el primer médico con que él no te vea
llorar. Aunque no comparto sus formas, mi cuerpo sabe que si él
tiene enfrente a una persona sosegada, atenta y cariñosa, lo estoy
ayudando.
Nuestras vidas han cambiado de un día para
otro. Durante la noche no paro de darle vueltas a lo sucedido,
sentada en un sillón de la habitación donde, por primera vez, no
estoy despierta hasta el amanecer a causa de la incomodidad del
asiento. Empiezo a asimilarlo en el más absoluto silencio para
evitar que se despierte y vea a una Paz tan vulnerable, tan
asustada, tan desolada como estoy. Las lágrimas recorren mis
mejillas sin cesar como un grifo antiguo cuya palanca se ha roto al
abrirlo. Así paso las siete horas que faltan para ver los primeros
rayos de sol. Quizás mi círculo más cercano lleva razón diciéndome
que me precipito, que debemos esperar el resultado de la
intervención, los tratamientos, etc. Pero desde la primera noche me
ronda un único pensamiento: es cuestión de tiempo, se va a
morir.
Dest-13" class="img" aid="Q2"

–A ntonio, ¿a la madre de quién hay que
matar? ¡Al ataque!
Ese era mi grito de guerra desde aquella
tarde en la habitación de la clínica. Mi forma de decirle que me
tendría siempre a su lado. Una proyección de la esperanza que una
alberga cuando existe la posibilidad, por muy pequeña que sea, de
que las cosas salgan bien. No me permití que me viera triste.
Lloraba cada día, a todas horas, pero nunca delante de él. Había
veces que lloraba sin darme cuenta. Estaba trabajando en mi
escritorio, notaba húmeda la mejilla, la tocaba con mi mano y
aparecía empapada.
La palabra «persona» proviene del etrusco,
cuyo origen tiene raíz en la palabra griega próōpon. Significa
máscara de actor, personaje teatral. Me parece uno de los orígenes
etimológicos más bellos de nuestro idioma.
En el teatro clásico griego los actores
llevaban máscaras con muecas para expresar cómo se sentía el
personaje a un espectador que se encontraba a decenas de metros de
distancia. Además, tenían un orificio en la boca que permitía
amplificar el sonido. Cabe recordar que en el siglo V a. C. aún no
estaban inventadas las pantallas gigantes ni los micrófonos, por lo
que el invento era redondo. La metáfora es total: somos un conjunto
de máscaras superpuestas para amplificar nuestra voz, nuestros
pensamientos, sin miedo, y ser quienes elegimos ser ante los demás.
Todos decidimos la máscara que llevamos en cada momento. Y ahora
que caigo, qué máscara más fea he elegido yo en esta vida, parezco
los médicos que trataban a los enfermos de la peste negra.
Me gustaría matizar, por si no me he
explicado bien, que la metáfora de la máscara no quiere decir que
seamos todos unos hipócritas para conseguir una aceptación —como
ese compañero vuestro del trabajo con el jefe—, sino que somos
tantas personas como situaciones vivimos. En mi caso en concreto,
sin premeditarlo, me salía ser de esa forma con Antonio delante:
optimista, enérgica, con sentido del humor. Sin embargo, me
resultaba inevitable pensar en la fatal posibilidad de
perderlo.
Empezó a obsesionarme la muerte como
concepto en general. No me la podía sacar de la cabeza, me
perseguía, me atraía. De pequeña me decían que si se nombraba, se
atraía. Otro de los mitos absurdos que contienen más miedo que
verdad. Es lo único que sé, que me aterra y que no sé nada de ella,
excepto que es peor que la Agencia Tributaria, no hay forma de
escapar. La realidad era que al enfrentarme de golpe a la posible
muerte inminente de Antonio, en cierto modo me estaba teniendo que
enfrentar a la mía.
Somos incapaces de averiguar cómo es la
muerte, qué se siente o si hay algo después, no digo ya un paraíso,
pero una pequeña sala de estar con un mísero sofá donde recostarse
toda la eternidad al menos. Lo más parecido que podemos
experimentar es acompañar en su muerte a alguien que amamos.
Desde que nos descubren la muerte de niños y
nos revelan el final de esta película, tratamos de apartarlo por
ver si así desaparece. Igual que hacemos de pequeños cuando nos
dicen nuestros padres que recojamos el cuarto y, para evitar esa
tediosa tarea, metemos ropa y todo lo que hay por en medio bajo la
cama, en el armario o en cualquier lugar fuera del alcance de la
vista. Bueno, puede que solo lo hiciera yo y no vosotros, pero
espero que haya quedado claro el paralelismo. Lo que no se ve, lo
que no se nombra, lo que no se piensa, no existe.
Lo reconozco, no tenía ni idea de cómo
abordar la posible muerte de mi pareja, ni mucho menos, la mía
propia. Echarle toda la culpa a unas carencias en la educación que
recibí por parte de mis padres sería bastante injusto. Es la
sociedad, en general, la que no quiere educarse para morir. Tanto
el sistema educativo en su totalidad, desde profesores hasta
gobiernos, como los propios padres, no consideran esencial una
educación emocional de los pequeños, acorde a las capacidades
específicas de cada edad, para afrontar la pérdida de un ser
querido, lo finito de la vida o, sin ir más lejos, la derrota a
cualquier escala.
Nadie nace con las herramientas necesarias
para ello. Te las deben dar. El ser humano no ha evolucionado
genéticamente a esa velocidad. Hemos avanzado rapidísimo, tenemos
una capacidad de análisis prodigiosa para el poco tiempo que
llevamos existiendo como especie, pero tenemos nuestras
limitaciones de fábrica. El cerebro no está diseñado primitivamente
para ser consciente de nuestra muerte o nuestro envejecimiento, y
evita así que nos atormentemos y no nos reproduzcamos. Lo que pasa
es que hemos sido capaces de inventar artilugios, como los espejos
o las cámaras fotográficas, para engañarle y comprobar el paso del
tiempo por nuestro físico. Por muchas operaciones estéticas que nos
hagamos, llegará un día en el que seremos una arrugada y vieja pasa
poco atractiva. Eso si tenemos suerte. La otra es no darnos nunca
por vencidos en nuestra cruzada, continuar haciéndonos retoquitos y
acabar frustrados, tristes, y con la piel de una pelota de gimnasia
rítmica derretida. Vestir como adolescentes y decir que nos gusta
la música trap y el reguetón con cincuenta años no nos da un aire
juvenil, nos convierte en unos viejos absurdos. Necesitamos aceptar
que envejecemos y necesitamos aceptar que vamos a morir.
La Real Academia Española, la RAE para los
amigos, el único organismo oficial con nombre de choni,
conceptualiza la muerte como «cesación de la vida» y se quedan tan
panchos en sus sillones los señorones. Como si estuviesen
describiendo un fenómeno atmosférico. Lluvia: Agua que cae de las
nubes. Acción de llover. Muerte: Acción de morir. ¿La quieres más
completa? Sustantivo femenino singular. Fin. Ah, esa es otra, y en
femenino siempre. Lo bonito, masculino; lo terrorífico, femenino.
Todo lo negativo siempre asociado al género femenino: la muerte, la
parca, la hipoteca, la declaración de la renta, la presidenta de la
Comunidad de Madrid. Nada que ver con el parto o el alumbramiento.
Aunque la visibilización del género en el lenguaje es importante,
aquí estoy bromeando, ¿eh? Pero lo cierto es que la vida se asocia
a la luz y la muerte a la oscuridad. Eso es así por muchos infartos
mortales que ocasione ver la factura de la luz.
sinserifa" aid="QV"Para morir nadie nos
prepara, pero para dar la vida nos preparan desde que nacemos.
Sobre todo, a las mujeres. ¿A qué edad os regalaron vuestro primer
bebé para que lo cuidarais? ¿Cuándo os empezaron a explicar que
papá le pone una semillita a mamá? ¿En qué curso estudiasteis en el
colegio la reproducción sexual y cuándo se habló del duelo o de la
aceptación de la pérdida? Existe toda clase de información al
alcance de la mano para los posibles partos existentes. Sea cual
sea su peculiaridad, está estudiado al milímetro y desde el
instante en que te quedas embarazada jamás te va a faltar
información ni ayuda para afrontarlo. Para todo hay un especialista
en cada momento. Si no os podéis quedar embarazadas, si el problema
es de ellos, si queréis adoptar, si necesitáis un psicólogo,
psiquiatra, centro de planificación familiar, cardiólogos,
nutricionistas, fisioterapeutas, matronas, ginecólogos. Falta
únicamente el mamporrero que ayude a metérosla y le grite mientras
lo hacéis:
—¡Vamos, Rafa! —como si fuera Nadal en
Roland Garros.
Eso por no hablar de los verdaderos expertos
en la materia. No me refiero a los ginecólogos, sino a esas
personas que ya han tenido un hijo… Desde vuestras propias madres
hasta una amiga que os encontráis por la calle después de veinte
años sin verla.
—No tomes café que te sale el niño nervioso
y te dan ardentías… Para las ardentías lo mejor es comer regaliz…
Si tienes ardentías es que el niño va a tener mucho pelo… Uy, y si
te pones muy fea es que va a ser niña porque las niñas te roban la
belleza… Si te empieza a caer mal el padre de la criatura es que se
va a parecer a él… No, que igual deberías plantearte el divorcio,
no, que se va a parecer a él…
Tócate… Todas y todos dan consejos. Mejor
dicho, juzgan y ordenan lo que debéis o no debéis hacer en esta
etapa concreta del embarazo por la autoridad que les otorga el
haber traído un niño al mundo. Además, ya no sabéis a cuál de los
ciento cincuenta consejos sobre cómo combatir la lumbalgia hacer
caso, si la mitad se contradicen entre ellos. Es desinformación en
estado puro. Dicen que le pongáis al bebé música clásica porque es
capaz de oír a través de la barriga, pero no que lo protejáis de
las primeras fake news de su vida.
¡Hasta los tíos saben mejor que vosotras lo
que os pasa!
—¿Eso? Eso es normal en el mes que estás. A
mi mujer le sucedía una cosa parecida. Mira, para que se te pase
ese dolor te colocas en la cama así de lado y te das unos
golpecitos en la espalda porque si no el bebé…
¿Cómo que darme golpecitos? ¡Pero qué sabrás
si eres frutero! ¡Que no soy una sandía! ¡Pero si tú lo único que
has hecho ha sido aguantarle la mano y soplar con ella como un
tonto en las clases preparto! ¡Y lo hacías a destiempo
seguro!
Esa es otra, hay clases de preparación al
parto para todo. Yo, si no fui a veinte diferentes, no fui a
ninguna. He ido a más clases de preparto que de instituto. Las que
más me sorprendieron fueron las de fortalecer el suelo pélvico. Yo
no sabía ni lo que era el suelo pélvico. Por lo visto, es el
conjunto de músculos y tendones que sostienen los órganos de
nuestro cuerpo: vagina, vejiga, útero… Vamos, lo que impide que
aquello te dé la vuelta como un calcetín. Y de no conocer eso, a
priori tan importante, a tener libros con ejercicios Kegel, pelotas
y artilugios para su fortalecimiento. A lo que me refiero es con el
dineral que me dejé en el suelo pélvico, tendrían que habérmelo
puesto de mármol italiano por lo menos.
¡Qué pormenorizado y milimetrado todo
durante esos nueve meses! A partir del cuarto tienes que comer cada
tres horas cincuenta gramos de fruta, andar mínimo cuarenta y cinco
minutos diarios, con ropa deportiva que no apriete el abdomen con
una fuerza superior a… Parece que en lugar de tener a un niño vamos
a clonarlo en un laboratorio. Y las ecografías han avanzado en
veinte años a una velocidad que ya sale el bebé haciéndose un
selfie a sí mismo.
Me dijo una compañera que se acababa de
quedar embarazada que ella iba a un especialista en pruebas de
imagen del embarazo —sí, también hay de esos— para hacerse una
ecografía 4D o 5D. ¿Qué más quieres que una ecografía en 3D? Si la
realidad, lo que vemos, el mundo, solo tiene tres dimensiones. ¿En
la 5D qué pasa, que el niño que ves es una proyección suya en un
universo paralelo? ¿Se consigue aplicar la teoría de cuerdas y
plegar el espacio tiempo para ver si ha salido con los ojos de su
madre? ¡Qué marketing, por favor! Se les está yendo la mano
añadiendo D más que a los anunciantes de Gillette añadiendo
cuchillas, que ya van por seis o siete. Si con tres ya afeitaba
bien, para qué quieres siete. Eso bueno para la piel no puede ser,
a menos que quieras cortarte la papada a tiras y hacerte un
kebab.
Resumiendo, que hay una concienzuda
planificación para dar vida en el parto, pero no para morir.
Resulta paradójico este extremado plan general de un evento que, al
igual que la muerte, no sabes con exactitud cuándo se va a
producir. O al menos eso me dice mi experiencia.
Se me ocurrió hacer una fiesta con amigos y
familiares para celebrar el parto de mi hija en mi casa de
entonces. No el nacimiento, el parto, así, como suena. Decidimos
hacerla uno o dos días antes de la fecha prevista del nacimiento,
no el mismo día, pero cuanto más cerca estuviera, mejor. Mi hermana
Lola me ayudó a colocar un cartel de bienvenida en la puerta que
rezaba: «FIESTA DE LA DILATACIÓN. ¡AYÚDAME A EMPUJAR!». Por si
acaso, por la parte de atrás había escrito: «NOS VAMOS A LA
ZARZUELA», que era el nombre del hospital donde estaban siguiendo
mi embarazo. En caso de ponerme de parto, solo había que darle la
vuelta al cartel y se acababa la velada. Tengo que aclarar que no
tuve un buen embarazo. Sufrí un trastorno depresivo durante los
meses previos a raíz de ver embarazada a mi cuñada. No sé por qué,
me entró pánico y rechacé mi situación.
Invité a gente que armara jaleo, que le
gustara la juerga y fuera garantía de un día de diversión. Y allí
que se colaron con las guitarras artistas de todo tipo, entre ellos
los componentes del grupo de flamenco Navajita Plateá. La fiesta,
pues, imaginaos: más de treinta personas comiendo, cantando y
bebiendo como si no hubiera un mañana. Me figuro que fue, bien
porque no hay nada más bonito que celebrar que llega una vida nueva
al mundo, bien porque invité a un elenco de golfos con mucho
arte.
Si sois mujeres y habéis parido —o si sois
los maridos fruteros de mi amiga— sabréis que las contracciones
previas al parto que indican que eso está empezando a dilatarse son
muy parecidas a otras que habéis tenido antes e incluso a un dolor
de gases en un momento dado.
Desde que me desperté ese día había empezado
a tener contracciones. Lo intuía, pero confiaba en que fuera una
señal de la proximidad del parto y pariese al día siguiente. Al
menos que nos diera tiempo a recoger la casa de la fiesta.
—Creo que estoy empezando a dilatar —dije en
medio del jolgorio, medio en broma, medio preocupada, pero la
inercia de la propia fiesta era imparable. Los Navajita empezaron a
cantar por rumbas lo que se les iba ocurriendo.
—¡Que ya está aquí! ¡Que ya está aquí!
¡Vámonos pal hospital! ¡A empujar, a empujar, a empujar!…
Cada media hora anunciaba contracciones y
surgía una nueva rumba mientras varios invitados salían a bailar al
centro del corro que se había formado. Cada vez eran más seguidas
las contracciones, estaban más borrachos todos y mayor era la
juerga.
Mi ginecóloga me explicó que cuando el
intervalo entre ellas fuera de cinco minutos, me fuera corriendo
para el hospital. Con tanto jaleo yo no sabía cada cuánto las
estaba teniendo. Ya se sabe que en una fiesta el tiempo pasa como
si estuviera en un reloj pintado por Dalí. Tres horas pueden ser
cinco minutos y viceversa. A mí me daba una contracción y yo me iba
al baño a abstraerme del ruido. Sentada en la taza miraba el reloj,
intentaba adivinar sin éxito cuándo había sido la última, me
agobiaba por el dolor y preguntaba por la ventana si sabían cuánto
había pasado desde la anterior.
—¡Siete minutos! —gritaba alguien.
—¡Siete minutos, siete minutos, siete
minutos! —cantaban los Navajita.
Me cago en sus castas. Estaba confundida. Me
dolía a rabiar, pero me partía de risa. No podía enfadarme.
A la fiesta seguían llegando personas que ya
ni conocía. Las contracciones habían empezado a ser cada cinco
minutos, así que cogí al padre de mi hija por la solapa y le dije
que debíamos cortar ya si no quería que su hija naciera al ritmo de
Volando voy y con las pinzas de la barbacoa a modo de fórceps. Nos
costó la misma vida terminar la fiesta. Como último recurso
intentaron negociar acompañarnos todos al hospital. Me negué en
rotundo. Les prometí otra jarana igual pero después del parto. No
sé si ha prescrito ya lo que voy a contar, pero mi exmarido, por
seguir con el símil flamenco, iba un poco «ahora que estamos tan a
gustito».
Nos perdimos en el coche yendo para el
hospital. Madrid es horroroso, si te equivocas cogiendo una salida,
puedes acabar en Burgos.
Recuerdo una vez que iba con Chiquito de la
Calzada en coche a un bolo y el chófer que nos llevaba se había
perdido. Chiquito le estaba dando una impresionante:
—¡Pero adónde nos lleva este fistro pecador!
¡Que estamos en Transilvania, nos lleva a ver al conde
Drácula!
Volviendo al día del nacimiento de mi hija.
Yo estaba ya con el cuello uterino como la manga de un albornoz, y
no sé de qué forma acabamos con el coche en un hipódromo.
—Vale, que tengo cara de caballo, pero esto
ya es pasarse… —le decía a mi exmarido.
Después de siete salidas equivocadas, ocho
rotondas que no eran y cientos de puñaladas en el útero llegamos al
hospital. Íbamos muy tarde, dichosa fiestecita. Nos recibió un
ginecólogo gangoso que nos dijo con esfuerzo:
—Está muy dilatada, la niña va a
salir.
Mi vida es un capítulo de una sitcom. Entré
rápido en el paritorio y me pusieron la epidural. No sé si por el
estrés o por la anestesia, pero me quedé dormida en medio del
parto. Esto provocó que se me movieran las lentillas por la
sequedad del ojo y regresé a mi estado natural de catorce y seis
dioptrías, respectivamente, en cada ojo.
Con las prisas no me las había quitado y
ahora tenía una masa de carne rosa desenfocada que decían que era
mi hija. Me las coloqué bien como pude con los dedos y conseguí
definir la imagen más bella que había visto nunca. Se la llevó la
enfermera para limpiarla y le pedí al doctor gangoso mi última
voluntad:
—Dame un cigarro, por favor, que prefiero
morirme que pasar por otro día como el de hoy.
est-14" class="img" aid="U2"

M i cabeza era un hormiguero al que se le
había pegado con un palo: habitualmente concurrido, en apariencia
desordenado y trabajando a mil por hora, pero tras el golpe, un
completo caos de emociones y elucubraciones sobre posibles futuros
próximos. De tanto pensar en la muerte, era inevitable la aparición
intermitente de recuerdos donde me crucé con ella, predominando
nuestros primeros encuentros.
Con frecuencia, el primer contacto que
tenemos con la muerte es rememorado hasta que llega la nuestra. No
se olvida con facilidad. La primera vez que yo tuve que reparar en
su existencia tendría poco menos de ocho años. En este caso, no
tuve que afrontar la muerte de un ser humano, pero sí de un ser
querido.
En el mercado de abastos de Cádiz, todos los
domingos se colocaba en una esquina un hombre que vendía pollitos
de colores. Cada fin de semana nos acercábamos corriendo al oír el
centenar de píos que salían de una caja de cartón en el otro
extremo de la plaza. Bueno, no eran exactamente de colores. Estaban
teñidos con un tinte, espray o cualquier otra sustancia idónea para
ser repudiada hoy en día, de forma unánime, en un vídeo viral.
Verdes, rosas, naranjas, azules… Unos pompones adorables hasta que
pasados unos meses crecían de tamaño y salía a relucir su verdadero
plumaje, quedando el cantoso color inicial reducido a un flequillo
mal teñido, como el del cantante de un grupo de pop coreano.
Imposible adivinar su género, como el del cantante coreano.
Mi madre, situada en la gruesa línea entre
el veganismo y el maltrato animal, consideró buena opción comprarme
uno de esos pollitos —bueno, comprarnos uno para todos los
hermanos—, más como una inversión en un puchero a largo plazo que a
modo de regalo. Ninguno de nosotros contaba con esa etapa,
pospollito y precaldo en la que el animal se dedica exclusivamente
a comer, cagar y hacer ruido, así que fue condenado al destierro
más injusto posible por una aplastante mayoría de un voto a
favor.
—El pollo este, para Zahara con la abuela
—sentenció mi madre de manera dictatorial y no hubo más que
hablar.
El primer fin de semana que mi padre tuvo
libre, sin pensárselo dos veces nos montó en el Renault 5 a los
siete niños, su santa esposa, mudas limpias, mantas, comida y aquel
pollito celeste en edad de empezar a cambiarle la voz y salirle sus
primeros granos.
Mi madre lo guardó en una bolsa de plástico,
dentro de un bolso de escay negro, para que no ensuciara el coche.
Era una verdadera máquina de echar mierda. Como tenía sentimientos
—el pollito, no mi madre—, decidió dejarle la celeste cabecita
anudada con la bolsa y atrapada con la cremallera del bolso para
que sobresaliera por fuera. De modo que durante el viaje podía
respirar y lo dejaba afónico durante el trayecto. Mataba dos
pájaros de un tiro. Perdón por la desafortunada expresión. Nosotros
tampoco es que fuéramos cómodos precisamente. Mis padres no serían
muy animalistas, pero eran unas personas justas. Por ser la más
pequeña, yo iba agachada a los pies de mi hermano deseando haber
nacido pollito.
De camino a Zahara, antes de llegar a
Barbate, mi padre se dio cuenta de que el pollito tenía la cabeza
en peso muerto hacia abajo y no reaccionaba demasiado a ningún
estímulo. Él empatizaba más que mi madre con los animales. Lo veía
tan tierno como uno de esos rosas de la caja de cartón.
—¡Lola, Lola! ¡El pollo! ¡Sácale la cabeza
de ahí que se va a ahogar!
—¿Qué hago, Luis? ¿Dónde lo meto?
—¡Hazle el boca a boca!
—¿Cómo le voy a hacer el…? ¡Mira para
adelante que nos vamos a matar!
Ya era tarde, no había vuelta atrás. El caos
se había apoderado de un ya caótico coche de por sí. Los siete
hermanos reprochábamos gritando y pataleando a mi madre que sacara
un desfibrilador o lo operase a corazón abierto en el salpicadero.
Mi padre desaceleró, aparcó el coche en la cuneta, corrió hacia el
lado del copiloto, abrió la cremallera del bolso, sacó con
delicadeza al pollito y comenzó a hacerle la respiración boca a
boca con la heroicidad de David Hasselhoff en el punto álgido de un
capítulo de Los vigilantes de la playa.
—¡Vamos, papá! ¡Tú puedes! ¡No dejes que se
muera, papá! —gritábamos animando al reanimador.
A cada soplido de aire que insuflaba, le
seguía una inspiración profunda con un comentario de desaprobación
a mi madre.
—Hay que ver, Lola… ¡Fiu! Mira que ahogarlo…
¡Fiu! No tienes sentimientos, de verdad… ¡Fiu!
Tarde. Había fallecido. Se hizo el silencio
en el coche hasta llegar a Zahara. Construimos una cruz con palitos
de madera y cavamos un hoyo pequeño en el patio trasero dispuestos
a darle un entierro digno por la tarde. Tras almorzar un puchero
sin apenas cruzar palabras unos con otros, me dispuse a recoger mi
plato de la mesa. Y al ir a tirar a la basura los cuatro garbanzos
y el trozo de tocino que no me había comido, vi entre los restos un
pequeño flequillo azul celeste.
—¡El pollo! ¡Mamá ha tirado el pollo a la
basura! ¡Mamá ha tirado el pollo! —grité dando la voz de alarma al
mismo tiempo que derramaba el poco caldo que quedaba en mi
plato.
Al caerle en la cara al pollito, abrió los
ojos y empezó a mover el cuello intentando escapar.
—¡Mamá, que el pollo está vivo! ¡Que está
vivo! —les dije a todos, que vinieron a contemplar el
milagro.
Mi madre al verlo aseguró:
—¿Veis? De ahí viene la expresión que un
caldo revive a un muerto.
No tuve contacto con la muerte de nuevo
hasta pasados los veinte años. Yo estaba trabajando de auxiliar de
enfermería en el Puerta del Mar. Un hospital que ya parecía viejo
hace treinta años, pero que aún hoy sigue dando cobertura a Cádiz
capital y a parte de la provincia.
inserifa" aid="VK"Eran mis primeros días
como empleada y mi compañera me comunicó que teníamos que amortajar
a un hombre que había fallecido. Se trataba de un cura. Un cura
clásico, canónico, de aquellos que conocía todo el barrio y era
obsequiado por sus parroquianos con chorizos, quesos y vinos. Sin
exagerar, pesaba unos ciento cincuenta kilos. No se podía decir que
había llevado una vida austera y franciscana. Había vivido como
Dios, que no es lo mismo.
La habitación en la que se encontraba era
compartida con otro señor. Solamente un biombo abatible de tela
blanca separaba ambas camas. Tuvimos que pedir ayuda para trasladar
al padre de la cama a la camilla. Era imposible levantar tanto peso
entre dos personas. Y menos si una era tan canija que podía
esconderse detrás del biombo incluso si se colocaba de canto.
Mientras esperábamos a los refuerzos, el compañero de habitación
preguntó detrás del biombo:
—¿Se ha muerto el padre?, ¿no me digas que
se ha muerto el padre?
No sé si por no saber dar una noticia que,
por su tono, parecía que le iba a afectar o por no tener muchas
ganas de consolarlo, decidí mentirle.
—Anda ya, qué va a morirse ni morirse,
¿verdad? —comentaba mientras le colocábamos algodones en las fosas
nasales.
Menos mal que no nos podía ver. Es la prueba
irrefutable de que alguien está muerto. De ahí la expresión «el
algodón no engaña».
Cuando llegó la pareja de celadores
decidimos sujetar al cura cada uno por una extremidad y pasarlo a
la camilla a la de tres. Una, dos y tres. ¡Pum! Se nos cayó al
suelo. Gran batacazo de 5,3 en la escala Richter.
—Este no ha dado una hostia en su vida como
la que se acaba de pegar —se me escapó.
—¡Shhh, calla, Paz! —me dijo mi
compañera.
—Uy, perdón. Dios te salve María, llena eres
de gracia….
—¿Qué haces?
—No sé, rezar. ¡Yo que sé, me ha dado por
ahí! Si hubiese sido Georgie Dann, pues lo mismo canto La barbacoa,
pero al ser cura…
—¡Calla!
—¿Qué ha pasado? ¿Está muerto el padre?
—preguntó de nuevo el hombre de la cama de al lado.
—¡No, no! —respondimos todos.
—¿Seguro que no está muerto?
—¡Que no!
—Entonces lo habéis matado vosotras con el
porrazo que se ha dado.
Levantamos al hombre como pudimos y
condujimos la camilla hasta la sala de autopsias del hospital donde
acompañé al tanatopráctico en su función de acondicionar el cuerpo
antes de amortajarlo. Fue una experiencia impactante más que
perturbadora. Una sensación parecida a cuando, en una película de
miedo, te tapas los ojos con las manos para no mirar una escena
desagradable, pero entreabres los dedos para continuar viéndola. Tú
que siempre te habías considerado una mujer fuerte, a la que le
gustaba lo escatológico, hablar de guarrerías, ensuciarse, de
repente, te observas frágil y asustada al enfrentarte a un cuerpo
humano sin vida.
Después de diez minutos horrorizada por la
frialdad con la que ese señor asistía el cuerpo, me di cuenta de
que era eso, un cuerpo. Entendí que se trataba de un trozo inerte
de materia, un tronco desvencijado en el bosque, una mera funda
que, en su día, por una serie de reacciones bioquímicas, tenía
consciencia, pensaba, hablaba, caminaba o soñaba como yo.
st-15" class="img" aid="112"

L a muerte es un asunto de vital
importancia, y yo, al igual que Sócrates, solo sabía que no sabía
nada acerca de ella más allá de lo que se nos ha inculcado desde
pequeños. Es algo tétrico, angustioso, triste. Lo primero de todo:
¿por qué tenemos que morir? ¿Qué ocurre al morir? ¿Cuál es el
sentido de nuestra existencia? Nacemos, crecemos, algunos nos
reproducimos, asistimos a un montón de sitios por compromiso a los
que no queremos ir y nos morimos. Dentro de los grandes dilemas
filosóficos, la muerte siempre ha ocupado un lugar
privilegiado.
En el siglo V a. C. el griego Platón, de la
misma época que Sócrates, dijo:
—Yo sí sé un poquito.
Y enunció que la muerte era la manera de
liberación del alma de su cárcel, el cuerpo. Depende qué cuerpos,
si llega a ver el de Beyoncé en lugar del suyo, quizás no lo llama
cárcel, lo llama palacio.
Para Platón, saber que vamos a morir es lo
que hace que la vida sea única e irrepetible. Para él ser inmortal
era un continuo «bah, paso» y «para qué». Una adolescencia, pero
sin esas ganas compulsivas de sexo.
En esta filosofía de vida la mejor santa
Teresa de Jesús, escritora, filósofa y la primera gótica de España.
Un día dijo:
—Vivo sin vivir en mí y tan alta vida
espero, que muero porque no muero.
Muero porque no muero… ¡Qué ansias con
morir, por favor! Esa ni se quería morir ni nada, lo que le gustaba
era llamar la atención. A saber qué se había tomado, ahora entiendo
lo del éxtasis de santa Teresa…
Aristóteles, discípulo de Platón,
consideraba como este que la muerte significaba la separación del
cuerpo y el alma. Especificaba, además, que todos los seres vivos
tenían alma, incluidos los vegetales. De lo que se deduce,
siguiendo una lógica aristotélica, que este no comía de na, tenía
que estar muerto de hambre.
Por otra parte, Epicuro opinaba que «no
debemos asustarnos al pensar en la muerte porque nunca vamos a
coexistir con ella, si estamos nosotros, no puede estar la muerte y
al contrario». Imagino que esto lo afirmó antes de apagar el
canuto. De lo que se deduce que Epicuro se comía todo lo que no
quería Aristóteles, después de fumarse un cigarrito de los
suyos.
Lo cierto es que, salvo los cuatro filósofos
que sí pretendían resolver el misterio de la muerte —eso sí, a base
de pensar, sin moverse mucho—, la población griega no celebró
ceremonias mortuorias hasta varios siglos más tarde, en parte
porque, en sus inicios, su religión politeísta pasaba un poco de
enseñanzas espirituales y libros sagrados. Como gran parte de su
cultura, sus rituales religiosos más famosos, los Misterios de
Eleusis, también fueron copiados por los romanos. Roma no se hizo
en un día, poquito a poco lo plagió y colonizó todo. Eran los
chinos de la época. La parte más importante de la fiesta era la
iniciación de los participantes en doctrinas religiosas secretas
relacionadas con la inspiración de la vida después de la
muerte.
El romano Cicerón decía que filosofar no era
otra cosa que prepararse para morir, cada uno se prepara como
puede, cada uno llega a sus conclusiones. Cicerón no era ni
filósofo, ni jurista, ni político, ni escritor ni orador, era
equidistante. Él no se mojaba con nada.
—Cicerón, ¿qué opinas de la dictadura de
Julio César?
—Hombre, bien no está, pero tampoco es el
momento de reabrir viejas heridas…
Sin embargo, Tito Lucrecio sí se mojaba.
Tito Lucrecio, que tiene nombre de cantante de salsa, dijo de la
muerte que «ni antes nos dolió ni después nos dolerá». Que ahora
que lo pienso, perfectamente puede ser el estribillo de una salsa o
bolero.
El romano que terminó por resumir esta
canción con dos palabras fue Horacio, carpe diem, que para los que
no saben latín, traducido resulta hakuna matata. Ahora sí lo
entendemos todos y todas. Vive la vida, disfruta el presente,
siente el momento. Más que versos de un bolero, bien parecen frases
soltadas al azar de una canción de tecno de la Ruta del Bakalao de
los noventa. Una vez más, vemos cómo la historia es algo cíclico y
se repite la decadencia del imperio occidental.
La muerte se ve de manera distinta
dependiendo no solo de la época, sino de la cultura. La muerte
europea no tenía nada que ver con la visión en Sudamérica de las
culturas precolombinas, ni esta con Oriente Medio ni con el lejano
oriente, que era lejano por algo.
Los pueblos precolombinos —incas, mayas,
aztecas…—, debido a que su religión era eminentemente guerrera,
realizaban sacrificios humanos para congratular a los dioses: el
señor y la señora de los infiernos Mictlantecuhtli y
Mictlancihuatl. Famosos por su sed de sangre insaciable y porque
sus nombres no cabían en el buzón de su casa. Para ello utilizaban
a prisioneros de guerra o esclavos sin distinción —aquí los de raza
negra no tenían más papeletas de ir a la silla eléctrica, como en
Estados Unidos—. Aunque se cree que también existían voluntarios,
no solo era un acto de salvajismo, ya que la víctima se unía a las
deidades; algo bueno debía de tener. Los que morían de un modo
diferente eran cubiertos con banderas, maíz y agua para su viaje
hacia el otro mundo antes de ser incinerados o enterrados. El
sacerdote se acercaba antes de prender fuego y les daba un último
consejo del tipo «llévate una rebequita, que allí refresca por la
noche». El mismo sacerdote que era encargado de realizar los
sacrificios en la terraza de las pirámides.
Aún no sabemos cómo, a miles de kilómetros,
en el antiguo Egipto, las pirámides también se construían con fines
funerarios. En esta ocasión los únicos seres humanos sacrificados
eran los esclavos que las construían. Las pirámides en Egipto eran
auténticas tumbas, utilizadas por faraones e individuos con poder
económico suficiente para correr con el gasto de las
infraestructuras. Contaban con numerosos pasadizos y dispositivos
para evitar el saqueo de la cámara principal. En los sarcófagos,
saturados de jeroglíficos, se introducía el ataúd y dentro el
cuerpo de aquel que aspiraba a vencer a la muerte y vivir en el más
allá. Para conservar el cuerpo del difunto se usaba la técnica de
embalsamamiento conocida como momificación. Si no era reconocible,
corría el riesgo de no ser admitido en el más allá. Para los más
jóvenes, era como un portero de discoteca que no os deja pasar
porque no os parecéis al de la foto de carné y piensa que sois
menores de edad y lo habéis falsificado.
Se trata de un embalsamamiento tan preciso
que todavía hoy no se conocen los productos y la técnica empleada
con exactitud. Las momias se introducían con un ajuar de objetos
valiosos que poseyeron en vida para que pudieran llevarlos consigo.
Fuera del ataúd dejaban los llamados vasos canopos con sus órganos
dentro. Parece que a aquella discoteca tampoco dejaban entrar con
los vasos de bebidas de la calle. En ocasiones, tanto en Egipto
como en China, se enterraba a los esclavos con sus amos por si en
la otra vida seguían necesitando sus servicios. De hasta que la
muerte nos separe nada, lo siento.
En China, sin ir más lejos, bueno, a unos
nueve mil kilómetros de aquí, también se le daba especial
importancia a la tradición fúnebre. Como son ordenados para todo,
su población tenía —y aún conserva— actos para llevarse a cabo
antes y después de la muerte. Cuando la persona se encuentra en el
umbral de la muerte, se acostumbra a trasladarla fuera de casa para
«evitar que los espíritus acechen el cuerpo y pueda irse en paz».
No que llevamos años queriendo convertir el cuarto del abuelo en un
despacho… Por si fuera poco, se le quita la almohada y se tira al
techo de la vivienda. Que digo yo, sin ánimo de ofender, que el
techo de las residencias de ancianos parecerá la fábrica de
Pikolin. Una vez fallecido, en el velatorio se reúnen los
familiares de acuerdo a su posición en la familia y el que llegue
tarde, tortura china, tiene que pasar el velatorio de rodillas en
el suelo. Ese día nadie puede ir de color rojo, ya que el rojo
significa alegría y eso puede provocar que el difunto se convierta
en fantasma —de esto mejor no opino, que yo nunca actúo de amarillo
por si acaso—. Una vez allí se juega a juegos de azar. Me imagino
la conversación entre la madre y el hijo:
—Hijo, el abuelo ha fallecido.
—¿De verdad? ¡Me pido el verde en el
parchís!
Concluida la ceremonia se atornilla el ataúd
—por si acaso— y se dirigen en procesión cortejando el féretro
hasta el cementerio, ubicado siempre en las laderas de las montañas
por mejorar el feng shui. Se cree que a los siete días el alma del
espíritu retorna a visitar a los miembros de la familia, por lo que
es tradición hacer una línea de harina o talco en la entrada de la
casa. Si a la mañana siguiente permanece intacta, significa que no
ha entrado; si se ha esparcido, es señal de que ha entrado en el
hogar; y si no hay nada, es que ha entrado el espíritu de Amy
Winehouse y se la ha esnifado.
El miedo a la muerte ha sido una constante a
lo largo de la historia en la mayoría de las culturas. Sean
asiáticas, europeas o sudamericanas, siempre iba asociada a
símbolos y tradiciones profundamente tristes. En Grecia y Roma se
representaba con el símbolo de una antorcha apagada, la oscuridad
total. Siglos después, el cristianismo la simbolizó con una
guadaña. Y es que desde la aparición del hombre en la tierra la
naturaleza de la muerte se ha relacionado de manera directa con las
creencias religiosas sobre la existencia de la vida después de
ella.
Tanto cristianismo como islamismo suelen
señalar la muerte como una separación del cuerpo y del alma. El fin
de la vida física pero no de la existencia. En el judaísmo
recibiremos la verdadera recompensa en un futuro próximo
—resurrección de los muertos—. El alma viene de la esencia más
íntima de Dios. Está formada por tres partes, como una tarta de
tres chocolates, y tras la muerte no tiene un lugar de descanso los
primeros doce meses, viendo el propio cuerpo descomponerse durante
ese año.
En el cristianismo, el alma son nuestros
sentimientos y pensamientos. No vienen a visitarnos, sino que
marchan al morir el cuerpo para ser sometidos a juicios. Si has
vivido conforme a los preceptos de Dios irás al cielo, o de lo
contrario, al infierno. Es decir, es más difícil entrar en el cielo
que aprobar unas oposiciones para jueza. El resto ya lo sabéis, el
infierno es donde está el demonio y sufriremos un castigo eterno
por nuestra vida pecaminosa. El cielo es esa inmensidad celeste con
nubes, pero con mucho sol, en algún sitio entre la estratosfera y
la troposfera, a la que se accede por una escalera mecánica como la
de El Corte Inglés, pero dorada. En la religión cristiana importa
la forma en la que has vivido, no cómo has muerto, y para judíos e
islamistas sí que importa y mucho. Para los primeros, si tienes una
muerte abrupta, el alma estará vagando fuera del cuerpo más tiempo;
y para los islamistas, dependiendo de cómo hayas fallecido irás o
no al paraíso, al jardín, en vez de al infierno. El paraíso
especial es reservado para los que dan su vida por Alá en el
combate de la yihad, la guerra santa. Si es hombre, será obsequiado
con setenta y dos mujeres vírgenes. Por el contrario, la mujer solo
con un hombre, pero con todas las cualidades físicas posibles. Yo,
qué queréis que os diga, prefiero un tío que esté cañón que setenta
y dos jóvenes vírgenes inmaduros con acné, inseguridades y
continuos gallos en la voz.
A Antonio y a mí nos encantaba la serie
Vikingos, siempre lo llamaba mi vikingo y le decía, de broma, que
sus besos me hacían llegar al Valhala, el paraíso en la mitología
nórdica. El Valhala suena muy bonito y exótico, pero tenía que ser
un coñazo. Cuando me dio por buscarlo para fantasear, resulta que
era un salón muy grande al que iban los mejores guerreros que
habían muerto en batalla, no para beber vino o fornicar, sino para
seguir preparándose para la contienda final. Hay que ver, todos
esos vikingos musculados y sudorosos, haciendo pesas ahí… Bueno, me
gustaría ir, pero ser una de las que trabaja en el catering del
Valhala, por si cae alguno en un ratito de descanso.
En España, la religión católica, la más
practicada desde que Isabel y Fernando culminaran la Reconquista,
ha sido la base de nuestra relación con la muerte por los siglos de
los siglos. Amén. Fundamentada en el miedo que infundía no
conseguir la salvación divina y representada con el color negro, el
silencio, el llanto y la tristeza autoimpuesta. ¡Como si no fuera
triste una pérdida de por sí! Esto se observa hasta en las
tradiciones del 1 de noviembre, Día de los Difuntos o Día de Todos
los Santos en nuestro país. A cuál más aburrida. Cabe la excepción
de Cádiz, que en la plaza de abastos, en la fiesta de los Tosantos,
los comer- ciantes parodian escenas satíricas con los productos de
su tienda. Se puede ver un Pablo Iglesias y un Pedro Sánchez con la
cabeza de un cazón y de una pescadilla con coleta o la plantilla
del equipo de fútbol del Cádiz con los cuerpos fabricados con
calabacines.
En el resto de España se practican
actividades tan divertidas como la Castanyada, en Catalunya, que
consiste en comer castañas asadas; el Gaztañarre Eguna, donde los
familiares se reúnen para realizar una comida juntos, y no pueden
faltar castañas asadas o la Noche de los Finaos, en Canarias, donde
los miembros de la familia se reúnen para contar anécdotas de los
finados, ah, y para comer castañas asadas.
Leyendo sobre la forma de festejar el Día de
los Difuntos, me ha llamado profundamente la atención la manera tan
distinta que tienen en México de concebir esta celebración. Sí, una
verdadera celebración de la muerte, un recordatorio con alegría de
sus seres queridos. Los cementerios se llenan de familias que
llevan comida, bebida y equipos de música para pasar el día o los
días que se encarten de fiesta. En los hogares se realizan altares
con fotografías de los difuntos, donde se colocan platos de aquello
que les gustaba comer y beber o calaveritas literarias, versos
relacionados con la muerte y dedicados al difunto.
Al buscar más ejemplos de la muerte como
celebración, aparece, además, la región de Tana Toraja en
Indonesia. Donde se preparan para la muerte como un viaje que
realizarán los difuntos, y el día de su funeral se celebra en todo
el pueblo. Se hacen vacas a la brasa para dar de comer gratis, los
vecinos llevan regalos a la familia del fallecido y el colmo es el
día del Ma’Neme. Una ceremonia que consiste en sacar a los difuntos
de sus tumbas cada tres años, y luego se les limpia, se cambian las
ropas y se pasea con ellos por el pueblo.
Pero Ghana, en la costa oeste africana, se
lleva la palma en cuanto a celebrar el fallecimiento de alguien,
hasta el punto de gastarse mucho más dinero que en una boda. Son
eventos sociales que se anuncian hasta en las vallas publicitarias
de las carreteras y a los que asisten cientos de invitados. A mayor
número de asistentes, más apreciada era la persona fallecida. Esta
ritualización del duelo como una fiesta con comida, bebida, música,
bailes y color parece ayudar psicológicamente a sobrellevar el
duelo a los familiares. Es llamativa la decoración del ataúd con
motivos que recuerden a la persona difunta: si era piloto, la caja
se hace con forma de avión; si era pescadero, con forma de pez; y
si era actor porno, con forma de DVD.
Yo recuerdo cuando estuve en Benín, el país
del vudú, y fui a un… Mierda, la muñeca.
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–B uenas, ¿Paz Padilla?
—Sí, la misma. ¿Con quién hablo?
—¡Hola, Paz! Soy Jesús Calleja. Vamos a
hacer un reportaje de Planeta Calleja en Benín, en África, y te
llamaba para preguntarte si te gustaría venir con nosotros de
invitada.
—¡Qué pasa, Jesús! Una preguntita, ¿puede
venir también mi pareja?
—Por supuesto, faltaría más.
—Entonces, cochino el último.
¡Qué trabajo me costó convencerlo! Antonio
solo me exigió dos condiciones: no ser grabado por las cámaras para
no aparecer en pantalla en ningún momento y que no me cachondeara
de él.
—Paz, por lo que tú más quieras, que a mí me
da miedo esa clase de viajes y lo paso mal, déjate de cachondeo
conmigo, por favor —me rogaba.
—Que no, Antonio, viaje de enamorados. Nada
de cachondeo, de verdad. Palabra de scout.
Yo quería que viera con sus propios ojos lo
diverso que es el mundo y lo afortunados que somos de vivir como
vivimos. A eso se llama estrenarse por todo lo alto. De Cádiz, cuna
del arte y la sal a Benín, cuna del vudú. Uno de los países con
menos recursos de África. Benín. ¡Qué hambre más mala! Si pasamos
hambre nosotros que teníamos dinero… Nuestra dieta era arroz de
primero, arroz para empujar y arroz de postre, y si hubiesen puesto
un cafelito, sería café con arroz.
Un día nos dijo Jesús:
—Hoy dicen que hay pollo.
Y nos levantamos como si hubiera marcado un
gol tu equipo: «¡Pollo, pollo! ¡Sí! ¡Arroz, arroz, arroz / hemos
venido a por el pollo / el resultado nos da igual!». Y cuando nos
lo pusieron, era como una medalla de oro en halterofilia. ¡Qué cosa
más dura de carne! Parecía que le daban de comer piedras en vez de
pienso. Era como si el cocinero trabajara de dentista por la tarde
y quisiera que se nos cayeran dos o tres dientes a cada uno.
Acabamos chupándolo como si fuera una piruleta porque no podíamos
darle ni un bocado.
Veintitrés platos de arroz después, es
decir, varios días después, Calleja nos tranquilizó diciéndonos que
teníamos programado un banquete en el palacio real con el mismísimo
rey de Benín, a la hora que le diera la real gana a él. Me acordé
de cuando mi madre nos decía a mis hermanos y a mí:
—No comáis, que luego vamos a una comunión y
os hartáis allí.
De esa forma nosotros arrasábamos como el
huno Atila con todo sándwich habido y por haber, y mi madre se
ahorraba dos comidas para siete hijos. Lo que al cambio en Benín
vendría a ser unos diez platos de arroz.
Si estáis pensando al leer esto en un
palacio recargado hasta el último milímetro como el de Versalles o
incluso algo un pelín más discreto como el de la Zarzuela os invito
a buscar en Google «Imágenes palacios reales de Abomey». Además de
patrimonio de la humanidad, es un conjunto de viviendas de
trescientos años de antigüedad fabricadas con muros de arcilla roja
—único material que se ve en kilómetros a la redonda— y tejados de
uralita dispuestas en torno a una serie de patios centrales,
también de arcilla roja, con algún arbolucho suelto. Ya está. A
este particular palacio nos acompañó haciendo las veces de
embajador, al igual que a otros muchos puntos de nuestro viaje, el
encantador príncipe de Benín, que, aunque suene parecido, no tiene
nada que ver con el que encarnó Will Smith.
—Laaaa sigüeñaaaa babaguitsi babá. —Se oía
gritar a lo lejos en el patio central, como el que vende cangrejos,
camarones y bocas.
Exactamente eso no fue, seguro, pero la
introducción de El ciclo sin fin de El Rey León, escrita de aquella
manera, es lo único que se me ocurre para tratar de describir mis
impresiones de la forma más fidedigna posible. Todo esto sin un
ápice de racismo, con el mayor de los respetos al hospitalario
pueblo de Benín y su milenaria cultura, que es lo que se suele
decir cuando una no está del todo segura de si la ha cagado o no.
Suele ser que sí, de ahí la duda, pero aliviamos de inmediato
nuestra conciencia soltando esa frase. Si colocamos delante de la
frase ofensiva en cuestión «con todos mis respetos» o «sin ánimo de
ofender», nos exime de cualquier compromiso con la burrada que
soltemos después. Así que, sin ánimo de ofender, entre el polvo de
la arcilla y el calor, el ambiente era tan infernal como una caseta
de la Feria de Sevilla, con todos mis respetos. Tras el grito que
no sé emular de una manera que no sea levemente racista, apareció
un grupo de mujeres con faldas, brazaletes y collares de coloridos
flecos, danzando al son de decenas de tambores una preciosa
coreografía de bienvenida.
Al baile, plagado de tambores, gritos y
palmas, lo siguió uno nuevo plagado de tambores, gritos y palmas.
Ellos son muy de bailes y tambores, pero este era diferente. Había
dado comienzo el impactante rito vudú.
—Tum tucutucutúm tucututucutúm…
Vale, paro ya de describir sonidos,
describiré la sensación general que me produjo. La alegría, las
sonrisas y los colores dieron paso a la seriedad y la solemnidad.
Fue similar a pasar de carnaval a Semana Santa en cinco minutos.
Decenas de mujeres bailaban con el rostro sobrio pintado de blanco,
unos culos enormes con faldas de plumas, máscaras hechas con
cráneos de vacas y antílopes, y toda clase de huesos, colmillos y
cuernos a modo de complementos. Precioso e impactante a partes
iguales. No sé qué se le pasó por la cabeza a Jesús al ver aquello
que rápido me dijo:
—No se te vaya a ocurrir reírte de ellas,
Paz, quédate aquí conmigo, que el rey puede ofenderse.
—Lo siento, Jesús, no puedo contenerme.
Luego le decimos al traductor que le diga «con todo mi respeto» en
su idioma.
Ya eran muchas personas bailando disfrazadas
para que yo me quedara quieta. Me acerqué corriendo a un grupo de
bailarinas santeras para retarlas a un duelo por ver quién perreaba
más cerca del suelo. A este duelo se sumó Antonio y nos ganó a
todas. Es broma, pero no me negaréis que no hubiese sido un bonito
giro de guion para el libro. Es broma también lo de que Antonio se
metiera en el corro a bailar, pero sí es cierto que las santeras se
meaban de risa porque no habían visto bailar así en sus vidas a una
mzungu —persona de ascendencia europea en idioma bantú—.
Más que de mi waka waka se enamoraron de mis
tetas. Todas contemplaban atónitas cómo se mantenían en el aire sin
que la gravedad hubiera hecho su debido efecto. La silicona sí que
era magia negra para ellas que, con todos mis respetos, les
colgaban como dos calcetines llenos de arena.
La jefa de las santeras me las apretaba más
que la máquina de las mamografías para intentar comprender lo que
sus ojos estaban viendo.
—¡Ya está, que me las vas a poner de joroba
como un camello! —le tuve que decir.
Con la excusa de la curiosidad se puso fina.
Entre eso y que se saludan con dos besos en las mejillas y uno en
la boca, me faltaron dos ceremonias más para que me llevara al
huerto o adónde sea que te lleven allí.
Y mientras una santera con el culo como dos
sandías le quitaba a su novia, Antonio estaba más preocupado por
las posibles enfermedades contagiosas que pudiéramos coger por la
falta de higiene, echándome gel hidroalcohólico después de cada
cosa que tocaba. Todo un visionario.
Nos condujeron a unas humildes salas para
colocarnos una indumentaria adecuada para nuestro encuentro con el
rey. Collares de cuentas de colores, túnica con estampado étnico
rosa fucsia y verde limón y turbante a juego con lo que le sobraba
de tela. Allí no se tira nada, la familia entera se viste con la
misma tela hasta que se acaba, y, si sobra, se utiliza para un
mantel o unas cortinas.
El príncipe, Romeo, que más que un guía lo
recordamos como un amigo, nos explicó el protocolo pertinente para
saludar a su majestad mientras nos conducía a la sala por aquellos
mal iluminados pasillos. Y cuando vimos al rey en el trono, me tuvo
que tirar Jesús con disimulo porque ya se me había escapado un
leve:
—Uy, el rey…
Era una mezcla entre Eddie Murphy en El
príncipe de Zamunda y un rey Baltasar cutre de una cabalgata de
pueblo. La corona directamente era la de un roscón de Reyes, pero
de oro macizo y de unos dos dedos de grosor. Lo que ahorraba en
telas lo invertía en el Compro Oro. No recuerdo si tenía piedras
incrustadas, pero sí tenía incrustada una cabeza de lo que pesaba.
Además, entre su túnica de terciopelo gorda tipo cortina de teatro
y los 50 °C que hacía, poco a poco se le iba encajando más debido a
las gotas de sudor que lubricaban su real calva. Eso sí que es
soportar el peso de la corona y no lo que hacen los Borbones.
Bueno, menos Sofía, que la pobre, aparte de soportar el peso de la
corona, soporta el peso de otras dos cositas en la frente.
Postradas delante de él, cuatro mujeres
arrodilladas realizando unos rezos, agachándose y levantándose,
agachándose y levantándose con una mano llevada a la boca en
posición propia de toser. Tocaba saludar al rey. Teníamos que
comunicarnos con el príncipe, que sabía nuestro idioma, para que le
tradujera el mensaje al secretario y este decirle lo que fuera al
rey.
—Ahora tenemos que comunicarle al príncipe,
que hará de traductor para el secretario del rey, que venimos de
España, con respeto por sus tradiciones y lo que simbolizan… —me
dijo Jesús.
—Vale, vale, ¿le decimos que esas cuatro
parece que están simbolizando una mamada o eso no?
—Paz, por favor. Venimos en calidad de
embajadores desde nuestro país, España, y le traemos estas botellas
de whisky con la mejor de nuestras intenciones —dijo dirigiéndose
al rey.
—Mmmm… —Nos miró con desaprobación, lo que
venía a equivaler a «valiente mierda».
—Asumbu kajumbu tzungo kalumba —decía el
príncipe al traductor y este, a su vez, a su majestad.
El monarca seguía recto, impertérrito y
sudando como un pollo asado.
Pasados unos segundos de silencio, el
secretario le anunciaba al príncipe:
—Bunga mobingui zantu mumuganbi.
—Dice mi padre que está muy feliz con
vuestra presencia, que es un placer y todo un honor que hayáis
venido desde tan lejos y poder recibiros.
—¿Cómo se lo ha dicho? ¿Por telepatía? —me
preguntó Jesús.
Lo interpreté como «vía libre para el
cachondeo».
—Nos sentimos muy agradecidos por ser
recibidos, su majestad. Nosotros venimos para aprender de su
cultura y compartir experiencias, amistad y conocimientos.
Volvió a sucederse la cadena de
traducciones, sin esgrimir el rey cualquier tipo de respuesta
verbal o física, hasta que se dirigió de nuevo el príncipe a
nosotros:
—Dice mi padre que podéis tocarle.
—Tócalo, Paz —dijo Jesús.
—Qué dices, tócalo tú.
—¿Yo? Tócalo tú, que eres la invitada.
Tócale la carita…
—Que no, ¿tú has visto lo que suda esta
criatura?
—Bueno, acaríciale el hombro o algo.
—¿Como a un gato?
—Sí, no sé.
Comencé a tocarlo con cuidado hasta que poco
a poco fui subiendo, le toqué la cara y empecé a darle besitos en
la sudada mejilla mientras que al rey se le escapaban soniditos
guturales y alguna que otra sonrisa. Me vine arriba, ni protocolo
ni na.
—Paz, por favor, para ya, que esta gente a
saber cómo se toma eso —me pedía Jesús intentando aparentar
tranquilidad.
—¡Mira, si le está gustando! Mmm, qué guapo.
¿Qué?, ¿te gusta?, ¿te hago una pajita?, ¿tú quieres una pajita,
rey mío? —le dije.
—¡Paz, que nos secuestran, o nos encarcelan
o algo!
Nos pasaron a la sala donde se iba a
celebrar el banquete, decorada al estilo comedor social con
cubertería y vajilla de plástico incluida. Una vez sentados,
alguien gritó algo, se abrieron las puertas y empezaron a entrar
personas como un banco de peces. Y venga gente. Parecía que no
acababa nunca. Qué de gentío comiendo de la olla grande. Bueno, lo
de olla grande… Igual el número de gente viviendo de la política y
de la realeza es un buen indicador para determinar el grado de
ruinazo que tiene un país.
De repente, otro grito y entraron unas
mujeres del personal de servicio con unas bandejas con cochinillos
asados. Casi lloramos al verlo. Por primera vez en mi vida no me
daba ni una pizca de pena comerme a Babe, el cerdito valiente. Babe
ni Babe: baba, es lo que se nos caía al verlo venir. Nos dieron un
cuchillo para que lo cortáramos de manera honorífica. Bromeamos un
poco haciendo como los novios que cortan la tarta de bodas, y
cuando hincamos el cuchillo se desinfló como un globo. ¡Estaba
hueco, solo era la piel! ¿Y sabéis qué había dentro? ¡Arroz!
Por supuesto, nos quitaron el plato nada más
cortarlo para servirse ellos, los trescientos que había sentados.
El hambre que no tendrían. Esos trescientos por un cochinillo ganan
la batalla de las Termópilas en un cuarto de hora. Nos dejaron una
tapita a cada uno y nos obligaron a comer con whisky. A mí, que
apenas bebo y menos whisky. Acabé bailando de nuevo con la jefa de
las santeras y al fijarme que no tenía dientes, invité a Antonio a
bailar con ella, sin que lo supiera, por supuesto. En pleno baile,
más por efecto del alcohol que por la posesión de alguna divinidad,
le plantó un beso en cada mejilla y el último en la boca. Cuando
esta le sonrió, casi le da un infarto.
—¡El gel hidroalcóholico, por favor! ¡El
gel, Paz, que me muero, cabrona! ¡Vamos a morir aquí!
Después de la comilona nos llevaron a un
templo con miles de años de historia donde se hacían ritos vudús.
Antes de entrar en él, acompañamos a una familia a realizar una
ceremonia vudú que, por si nos habíamos quedado con hambre, empezó
con unas ofrendas a los dioses y el sacrificio de una gallina en
vivo y en directo. A los dioses sí, a los dioses les ofrecemos
gallinas, pero a nosotros arroz.
A pesar de que durante la entrevista nos
dijeron que el vudú no se hacía para hacer daño, sino para la paz,
acojonaba igualmente. Como todo lo que se hace allí, iba precedido
de un baile acompañado de percusión. Estoy segura de que si algún
día tienen que ir a entregar un papel a Hacienda, van bailando y
tocando tambores.
En un momento determinado aparecieron unos
matojos de paja de dos metros que, imaginábamos, se movían de un
lado a otro porque alguien en su interior los manejaba. Rociaron
con la sangre de la gallina uno de los matojos y comenzó a correr
despavorido con el crescendo de los tambores. Cuando se paró, lo
destaparon y salió una serpiente pitón de dos metros. Os prometo
que no había nadie. Pa cagarse en sus castas. Tratábamos de darle
una explicación lógica a lo que veíamos, pero no la tenía. Unos
oráculos entraban en una especie de trance después de haber tomado
vete tú a saber qué sustancia; eso sí, pura y sin cortar, desde
luego.
Calleja vio mi cara de pavor observando a un
hombre convulsionar en el suelo y me tranquilizó:
—Solo están escenificando una historia, es
una obra de teatro —dijo.
En un intento de aliviar la tensión, imité
al intérprete revolviéndome en el suelo como él. La broma duró
hasta que se llevaron al hombre por las extremidades entre seis. Me
dijo Calleja que estaba sufriendo un ataque epiléptico.
Al corazón del templo solo me dejaban pasar
a mí, por lo que me dieron una cámara de mano para entrar. El
interior lo recuerdo bastante oscuro, iluminado por velas, todo
decorado de cabezas humanas, manos, velas, sangre, plumas, huesos…
El paraíso de Iker Jiménez. Temblaba a cada paso que daba cagada de
miedo. No digo que no sea cierto lo de que usen el vudú para buscar
soluciones a problemas y no para el mal, pero como método para
resolver conflictos prefiero ir al psicólogo, que, aunque termine
con la cabeza embotada, al menos no acabo clavada en un palo. Como
mucho te dan un leve clavazo en el cuello a la hora de salir. En
definitiva, los documentales de África te invitan a la siesta si
estás en tu sofá, con tu aire acondicionado a 22 °C. Si los vives
en persona como los vivimos nosotros, no duermes más en tu
vida.
Es curioso cómo nos aterra el vudú a
cualquier mzungu, porque lo asociamos al concepto de la muerte por
su simbología similar a la que utilizamos aquí para describir el
infierno o cuando representamos la imagen mental de una tenebrosa
secta satánica asesina.