CAPÍTULO 8
—Un caballero desea ver a la señorita Williams —dijo la doncella.
—¿Quién es, Peggy?
—Creo que es el doctor Maturin, señorita.
—Voy enseguida —dijo Sophia, tirando en un rincón su labor de aguja y mirándose distraídamente en el espejo.
—Debe de ser para mí —dijo Cecilia—. El doctor Maturin es mi novio.
—¡Oh, Cissy, qué tontería! —dijo Sophia, y se apresuró a bajar las escaleras.
—Tú tienes uno; no, dos. No puedes tener tres —murmuró Cecilia, alcanzándola cuando salía al pasillo y cerraba la puerta—. ¡Es tan injusto!
Sophia entró en la sala con gran compostura.
—¡Cuánto me alegro de verle! —dijeron los dos a la vez, con una expresión tan complacida que cualquier observador habría jurado que eran amantes, o al menos que había una relación especial entre ellos.
—Mamá se sentirá muy decepcionada por no haberle visto —dijo Sophia—. Ha llevado a Frankie a la ciudad para que le limaran los dientes, pobrecita.
—Espero que la señora Williams esté bien, y también la señorita Cecilia. ¿Cómo está la señora Villiers?
—Diana no está aquí, pero las demás están muy bien, gracias. ¿Cómo está usted y cómo está el capitán Aubrey?
—Estupendamente, estupendamente, gracias, querida. Es decir, yo estoy estupendamente; el pobre Jack tiene algunas complicaciones con este nuevo mando y una tripulación de torpes desgraciados que proceden de la mitad de las cárceles del reino.
—¡Oh! —exclamó Sophie, juntando las manos—. Seguro que trabaja demasiado duro. Pídale que no trabaje demasiado duro, doctor Maturin. Él le escuchará; a veces pienso que es a usted a la única persona que escucha. Pero seguramente los hombres le quieren. Recuerdo cómo los amables marineros de Melbury corrían a hacer todo lo que decía, y muy alegremente. ¡Y era tan bueno con ellos! Nunca era brusco ni exigente, como lo son algunas personas con sus sirvientes.
—Me parece que llegarán a quererle enseguida, cuando aprecien sus virtudes —dijo Stephen—, pero por el momento hay mucha confusión. Sin embargo, tenemos a bordo a cuatro antiguos tripulantes de la Sophie —su timonel vino como voluntario— y esto es un gran alivio.
—Creo que le seguirán a cualquier parte del mundo —dijo Sophia—. Encantadoras criaturas, con sus coletas y sus zapatos de hebilla. Pero dígame, ¿es el Polychrest tan…? El almirante Haddock dice que nunca podrá flotar, pero a él le gusta ponernos la carne de gallina, lo cual es una maldad por su parte. Dice que tiene dos vergas para gavia mayor en un tono burlón, despectivo. No tengo paciencia con él. No es que trate de ser desagradable, desde luego, pero, sin duda, es totalmente incorrecto hablar a la ligera de cosas tan importantes y decir que el barco se irá a pique. Eso no es cierto, ¿verdad, doctor Maturin? Y seguro que dos vergas para gavia mayor son mejores que una.
—No soy marinero, como usted sabe, querida, pero también pensaría eso. Es un barco raro, práctico, y tiene el don de ir hacia atrás cuando quieren que vaya hacia delante. En otros barcos encuentran esto divertido, pero a nuestros oficiales y a nuestros marineros no parece gustarles. Y en cuanto a que no flota, puede usted estar tranquila. Durante nueve días soportamos una tormenta que nos llevó a la entrada del Canal y el embate de un mar furioso que nos hizo sumergirnos parcialmente e hizo estremecerse palos, botavaras y cabos; y el barco sobrevivió a esto. No creo que Jack abandonara la cubierta más de tres horas seguidas. Recuerdo que una vez le vi atado a las bitas, con el agua hasta la cintura, ordenando al timonel que abatiera el barco cuando las olas rompían contra él, y al verme me dijo: «Sobrevivirá». Así que puede usted estar muy tranquila.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —dijo Sophia en voz baja—. Por lo menos espero que coma bien, para mantenerse fuerte.
—No —dijo Stephen con gran satisfacción—, no es así. Me complace decir que no come nada bien. Le decía una y otra vez cuando tenía a Louis Durand de cocinero que se estaba cavando su tumba con los dientes; comía demasiado abundantemente y tres veces al día. Ahora no tiene cocinero; ahora se las arregla con una comida normal como la nuestra y le va mucho mejor, pues ha perdido unas treinta libras por lo menos. Es muy pobre ahora, como usted sabe, y no puede permitirse envenenarse a sí mismo, arruinar su organismo; y en verdad, tampoco puede permitirse envenenar a sus invitados, lo cual le apena. Ya no invita a nadie a comer. Pero usted, querida, ¿cómo está? Me parece que necesita usted mayor atención que nuestro buen marino.
La había estado mirando todo el tiempo, y aunque su piel seguía siendo increíblemente hermosa, lo era un poco menos ahora que su tono rosa, debido a la sorpresa, se había desvanecido. Tenía una mirada apagada, cansada, triste, y había perdido algo de su frescura juvenil.
—Déjeme ver su lengua, querida —continuó, cogiéndole la muñeca y contando automáticamente—. Me encanta el olor de esta casa. Es de tallo de lirio, ¿verdad? En la casa donde pasé mi niñez había tallos de lirio por todas partes; podían olerse en cuanto uno abría la puerta. Sí, sí. Exactamente como pensaba. No come usted lo suficiente. ¿Cuánto pesa?
—Ciento diecisiete libras —dijo Sophia, inclinando la cabeza.
—Tiene una buena complexión, sin duda; pero para una mujer joven y robusta como usted esto no es bastante. Tiene que tomar cerveza negra con la comida. Se lo diré a su madre. Una pinta de cerveza negra y fuerte proporcionará todo lo que se requiere, o casi todo.
—Un caballero desea ver a la señorita Williams —dijo la doncella.
Y añadió con una expresiva mirada:
—El señor Bowles.
—No estoy en casa, Peggy. Pídale a la señorita Cecilia que le reciba en el salón. He dicho una mentira —dijo Sophie mordiéndose un labio—. ¡Qué espantoso! Doctor Maturin, ¿le gustaría venir a dar un paseo por el parque? Así lo que he dicho sería verdad.
—Con sumo placer, cielo —dijo Stephen.
Ella le cogió por el brazo y le condujo rápidamente entre los arbustos hasta el portillo de entrada al parque. Entonces le dijo:
—Soy tremendamente desgraciada, ¿sabe?
Stephen apretó su brazo, pero no dijo nada.
—Es ese señor Bowles. Quieren que me case con él.
—¿Le resulta antipático?
—Me resulta completamente odioso. Bueno, no quiero decir que sea grosero o poco amable o siquiera irrespetuoso. No, no; es un joven muy rico y muy respetable, pero es un verdadero pelmazo y tiene las manos húmedas. Se sienta y suspira —me parece que cree que debe suspirar—, se sienta conmigo durante horas y horas, y a veces pienso que si volviera a suspirar una vez más le clavaría las tijeras.
Hablaba muy rápidamente, y la indignación le daba color de nuevo.
—Siempre trato de que Cissy se quede en la habitación —continuó—, pero ella se escabulle. Mamá la llama. Y entonces él trata de cogerme la mano. Rodeamos lentamente la mesa una y otra vez; es algo sumamente ridículo. Mamá —nadie trataría de ser más bueno conmigo que mi querida mamá, estoy segura— me obliga a verle. Se molestará mucho cuando sepa que le he dicho que no estaba en casa. Además, tengo que ocuparme de la escuela dominical, con esos odiosos opúsculos. No me molestan los niños, no mucho —pobres criaturas, se les estropea el domingo, después de un largo rato en la iglesia—, pero visitar a los campesinos me hace sentirme muy mal y muy avergonzada; tengo que enseñar a mujeres que me doblan la edad, con familia, que saben cien veces más que yo de la vida, cómo economizar y ser limpias, que no deben comprar las mejores piezas de carne para sus maridos porque eso es un lujo y Dios quiere que vivan como pobres. Son muy atentas, pero estoy segura de que pensarán que soy muy presumida y estúpida. Sé coser un poco y sé hacer una mouse de chocolate, pero con un marido e hijos pequeños no podría llevar una casa en el campo con diez chelines a la semana mejor de lo que gobernaría un navío de primera clase. ¿Quiénes se creen ellos que son? Sólo porque saben leer y escribir.
—A menudo me lo he preguntado —dijo Stephen—. Ese caballero es un pastor, según creo.
—Sí. Su padre es el obispo. Y no me casaré con él, no, ni aunque vaya con los descarriados al infierno. Hay un hombre en el mundo con el que me casaría si él quisiera hacerme suya; le tenía y le alejé de mí.
Las lágrimas que llenaban sus ojos comenzaron a rodar por sus mejillas, y Stephen, en silencio, le alcanzó un pañuelo limpio.
Caminaron en silencio; hojas muertas, hierba seca y helada, árboles desnudos. Pasaron las mismas estacadas dos, tres veces.
—¿No podría usted hacerle saber esto? —preguntó Stephen—. Él no puede dar un paso en este sentido. Usted sabe muy bien lo que el mundo piensa de un hombre sin dinero, sin futuro y con un montón de deudas que pide en matrimonio a una rica heredera.
—Usted sabe muy bien lo que su madre pensaría de una proposición semejante; además, tiene mucho amor propio.
—Le escribí, le dije todo lo que podía dentro de los límites de la decencia; pero creo que, en verdad, fue algo atrevido, espantoso. No fue nada decente.
—Llegó demasiado tarde…
—Demasiado tarde. ¡Oh, cuan a menudo me he dicho a mí misma eso, y con cuánta pena! Si él hubiera venido a Bath sólo una vez más, sé que nos habríamos puesto de acuerdo.
—¿Un compromiso secreto?
—No. Yo nunca hubiera consentido eso. No habría sido un acuerdo para comprometerle, ¿comprende?, sino sólo para decirle que siempre le esperaría. De todos modos, acepté ese acuerdo en mi interior; pero él nunca volvió. Sin embargo, puesto que lo acepté, me siento moralmente obligada a cumplirlo, pase lo que pase, a menos que se case con otra. Esperaré y esperaré, aunque eso signifique renunciar a los hijos, y me encantaría tener hijos. Bueno, no soy una joven romántica; casi tengo treinta años y sé de lo que hablo.
—Pero seguramente usted podría hacerle saber lo que piensa.
—No vino a Londres. No puedo perseguirle y tal vez angustiarle y molestarle. Puede tener otros compromisos, aunque no intento culparle, pues estas cosas son muy diferentes para los hombres, lo sé.
—Hubo aquella lamentable historia sobre su compromiso matrimonial con el señor Alien.
—Lo sé. (Una larga pausa.) Eso es lo que me pone tan indignada y furiosa —dijo Sophia por fin—. Cuando pienso que si no hubiera sido tan mentecata, tan celosa, ahora podría estar… Pero no deben pensar que me casaré con el señor Bowles, porque no lo haré.
—¿Se casaría usted sin el consentimiento de su madre?
—¡Oh, no! Nunca. Eso estaría muy mal. Además, aparte de que sería algo espantoso —y nunca lo haría—, si huyera no tendría ni un penique, y a mí me gustaría ser una ayuda para mi esposo, no una carga. Pero casarse con quien a uno le dicen, sólo porque es algo conveniente e inmejorable, es muy distinto. Muy distinto. ¡Rápido, por aquí! Ahí está el almirante Haddock, detrás de esos laureles. No nos ha visto; iremos hasta el lago, allí no va nadie. A propósito, ¿sabe que va a hacerse a la mar otra vez? —preguntó en un tono muy diferente.
—¿Con un mando? —dijo Stephen con asombro.
—No. Para hacer algo en Plymouth, en el Servicio de defensa de puertos o el de leva, no le presté atención. Pero se hará a la mar. Un viejo amigo le llevará hasta allí en el Généreux.
—Ese es el navío que Jack llevó hasta Mahón cuando la escuadra de lord Nelson lo apresó.
—Sí, lo sé; era entonces segundo de a bordo del Foudroyant. El almirante está muy excitado, vaciando los cajones de los viejos uniformes y empaquetando sus chaquetas con galones. Nos ha pedido a Cissy y a mí que le visitemos en verano, pues tiene una residencia oficial allí. Cissy está loca por ir. Aquí es donde vengo a sentarme cuando no puedo aguantar más en la casa —dijo, señalando un pequeño templo griego cubierto de moho, ruinoso y desconchado—. Y allí fue donde Diana y yo tuvimos la riña.
—No sabía que ustedes habían reñido.
—Me parecía que podían habernos oído en todo el condado, como mínimo. Fue culpa mía. Tenía un horrible humor aquel día; había tenido que soportar al señor Bowles toda la tarde, me sentía como si me hubieran desollado, así que fui hasta Gatacre dando un paseo y luego regresé aquí. Pero ella no debería haberme provocado con lo de Londres, con que podía verle cuando quería y que él no se fue a Portsmouth al día siguiente. Fue algo odioso, incluso si me lo hubiera merecido. Así que le dije que era una mujer malvada y ella me dijo algo peor, y de repente estábamos insultándonos y gritándonos la una a la otra como dos verduleras. ¡Oh, es tan humillante recordarlo! Entonces, con crueldad, me habló de las cartas y de que podría casarse con él cuando quisiera pero que no le gustaba un capitán de media paga ni las sobras de otra mujer, y perdí los estribos y juré que la azotaría con mi fusta si seguía hablándome así. Y lo hubiera hecho, sin duda, pero llegó mamá, terriblemente asustada, y trató de que nos diéramos un beso y nos reconciliáramos. Sin embargo, no lo hice; ni al día siguiente tampoco. Y al final Diana se fue a casa del señor Lowndes, ese primo que vive en Dover.
—Sophie —dijo Stephen—, usted ha confiado tanto en mí, y me ha hablado con tanta franqueza…
—¡No sabe usted qué alivio he sentido Esto ha sido una liberación para mí.
—… que sería una monstruosidad no ser igualmente sincero con usted. Siento un gran cariño por Diana.
—¡Oh! —exclamó Sophia—. ¡Oh! Espero no haberle lastimado. Pensé que era Jack. ¡Oh! ¿Qué he dicho?
—No se aflija, cielo. Conozco las faltas de ella como cualquier otro hombre.
—Desde luego, es muy hermosa —dijo Sophia, mirándole tímidamente.
—Sí. Y dígame, ¿está Diana muy enamorada de Jack?
—Puede que me equivoque —dijo, tras una pausa—, y sé muy poco de estas cosas y de otras, pero no creo que Diana sepa lo que es el amor.
* * *
—Este caballero quiere saber si la señorita Villiers está en casa —dijo el mayordomo de la Tetera, llevando una bandeja con una tarjeta.
—Hágale pasar a la sala de recibir —dijo Diana, y corrió a su habitación.
Se cambió de vestido, se recogió el pelo, se miró detenidamente la cara en el espejo y descendió las escaleras.
—Buenos días, Villiers —dijo Stephen—. Nadie en el mundo podría decir que eres una mujer rápida. He leído el periódico dos veces: flotilla invasora, discursos leales, el precio de los bonos del Estado y la lista de quiebras. Aquí tienes un frasco de perfume.
—¡Oh, gracias, gracias, Stephen! —exclamó, besándole—. ¡Es el auténtico Marcillac! ¿Dónde diablos lo encontraste?
—Se lo compré a un contrabandista en Deal.
—¡Qué criatura más buena e indulgente eres, Maturin! Este olor es como el del harén del Gran Mogol. Pensaba que no volvería a verte nunca. Lamento haber estado tan antipática en Londres. ¿Cómo me has encontrado? ¿Dónde vives? ¿Qué has estado haciendo? Tienes muy buen aspecto. Me encanta tu abrigo azul.
—Vengo de Mapes. Me dijeron que estabas aquí.
—¿Te contaron que me peleé con Sophia?
—Sé que hubo un altercado.
—Me ponía furiosa verla junto al lago mirando a las musarañas y con un aire trágico. Si le quería, ¿por qué no le consiguió cuando podía? Aborrezco y desprecio la falta de decisión, la vacilación. Y de todos modos, ella tiene un admirador muy conveniente, un pastor evangélico que hace infinidad de buenas obras y tiene también buenas conexiones y mucho dinero. Apuesto a que será obispo. Pero te aseguro, Maturin, que nunca creí que tuviera tanto carácter. Me atacó como una tigresa, con enorme rabia, aunque sólo había bromeado un poco con ella acerca de Jack Aubrey. ¡Qué pelea! Estuvimos vociferando junto al pequeño puente de piedra… no me acuerdo cuánto tiempo… alrededor de quince minutos; y su yegua, amarrada a una estaca, trataba de retroceder, asustada. ¡Cómo te hubieras reído! Nos lo tomamos muy en serio. ¡Y con qué energía! Estuve ronca una semana. Pero ella estuvo peor que yo; gritaba como un cerdo en el matadero y sus palabras salían en torrente, con una terrible furia. Pero te diré una cosa, Maturin, si realmente quieres asustar a una mujer, dile que le cruzarás la cara con tu fusta y pon una expresión como si hablaras en serio. Me sentí muy contenta cuando mi tía Williams apareció, llamándonos y chillando tan alto que ahogaba nuestros gritos. Y por otra parte, ella se sentía igualmente contenta de mandarme a hacer mi equipaje, porque temía por el pastor, aunque yo nunca hubiera puesto un dedo sobre ese baboso zoquete. Así que estoy aquí otra vez, como una especie de ama de llaves o de sirvienta de categoría de la Tetera. ¿Te apetece un poco del jerez de Su Señoría? Tienes una expresión muy triste, Maturin. No estés tan callado, sé buen chico. No he dicho nada desagradable desde que has aparecido, así que es tu deber estar alegre y divertido. Pero volviendo a lo anterior, me alegré mucho de poder irme con la cara intacta; esa es mi fortuna, ¿sabes? No le has dedicado ni un cumplido, aunque he sido lo bastante liberal contigo. Tranquilízame, Maturin; cumpliré treinta años dentro de poco y no me atrevo a confiar en el espejo.
—Es un rostro hermoso —dijo Stephen, mirándolo con detenimiento.
Diana tenía la cabeza erguida, iluminada por la luz fría y penetrante del sol invernal, y ahora por primera vez él veía a la mujer madura. India no había sido generosa con su piel, que aunque tenía buen aspecto no podía compararse con la de Sophia. Aquellas sutiles líneas junto a los ojos se extenderían y las sombras provocadas por la tensión y la fuerza se harían más pronunciadas hasta convertirse en ojeras; dentro de algunos años los demás verían que Sophie había marcado aquel rostro profundamente. Al hacer este descubrimiento, se controló lo más que pudo para disimularlo y continuó:
—Un rostro asombroso. Un mascarón de proa condenadamente hermoso, como decimos en la marina. Y ha atraído a un barco por lo menos.
—Un mascarón de proa condenadamente hermoso —dijo ella con amargura.
Él pensó: «Un barco ahora en la grada».
—Y después de todo —dijo ella, sirviendo el vino—, ¿por qué me persigues así? No te doy esperanzas. Nunca te las he dado. Te dije claramente en la calle Bruton que me gustabas como amigo pero que no me servías como amante. ¿Por qué me acosas? ¿Qué quieres de mí? Si piensas conseguir tu objetivo agotándome, has calculado mal; y si acaso tuvieras éxito, no harías más que lamentarlo. No sabes cómo soy en absoluto; todo lo demuestra.
—Tengo que irme —dijo él, levantándose.
Ella se paseaba nerviosamente de un lado a otro del salón.
—Entonces, vete —gritó—, y dile a tu amo y señor que no quiero volver a verle nunca a él tampoco. Es un cobarde.
El señor Lowndes entró en la sala de recibir. Era un caballero alto, fuerte y alegre, de unos sesenta años. Llevaba una bata de seda floreada, los calzones desabrochados por la parte de las rodillas y un cubretetera en lugar de una peluca o un gorro de dormir. Levantó el cubretetera e hizo una inclinación de cabeza.
—Doctor Maturin, el señor Lowndes —dijo Diana, lanzándole a Stephen una rápida mirada suplicante, mezcla de reproche, inquietud, irritación y reminiscencias de cólera.
—Me alegro de verle, señor. Creo que no he tenido antes el placer. Es un honor —dijo el señor Lowndes, mirando a Stephen con suma atención—. Por su abrigo, creo que no es usted médico de locos, señor. A menos que esto sea, en realidad, un inocente engaño.
—No, señor. Soy cirujano naval.
—Muy bien. Usted está sobre el mar, pero no dentro de él; no es un partidario de los baños fríos. ¡El mar, el mar! ¿Dónde estaríamos sin él? Quemados como una simple tostada, señor, abrasados, deshidratados por el simún, el espantoso simún. Al doctor Maturin le apetecerá una taza de té, querida, para evitar la deshidratación. Puedo ofrecerle una taza de un excelente té, señor.
—El doctor Maturin está bebiendo vino, primo Edward.
—Sería mejor que se tomara una taza de té. Sin embargo, no pretendo dar órdenes a mis invitados —dijo el señor Lowndes, con una mirada profundamente desencantada, y bajó la cabeza.
—Me tomaré con mucho gusto una taza de té, señor, cuando acabe de beberme el vino —dijo Stephen.
—¡Sí, sí! —dijo el señor Lowndes, animándose enseguida—. Y le daré la tetera para que la lleve en sus viajes. Molly, Sue, Diana, por favor, hacedlo en la pequeña tetera que la reina Ana le dio a mi abuela; en ella se hace el mejor té de la casa. Y mientras se hace, señor, le recitaré un pequeño poema. Usted es un hombre de letras, lo sé.
Entonces se puso a dar unos pasos de baile y a mover la cabeza a la derecha y a la izquierda.
El mayordomo trajo la bandeja y lanzó una rápida mirada al señor Lowndes y luego a Diana. Ella movió ligeramente la cabeza, condujo a su primo hasta un sillón de orejas, le acomodó, le ató una servilleta al cuello y, cuando la lámpara de alcohol hizo hervir el agua de la tetera, midió el té, lo añadió y lo dejó reposar.
—Ahora mi poema —dijo el señor Lowndes—. ¡Atended! ¡Atended! Arma virumque cano… ¡Vaya! ¿No es estupendo?
—Admirable, señor. Muchas gracias.
—¡Ja, ja, ja! —reía el señor Lowndes con la boca llena de tarta, enrojecido por la repentina satisfacción—. Sabía que era usted un hombre de exquisita sensibilidad. ¡Coja el bollo!
Le tiró un bollo a la cabeza a Stephen y añadió:
—Tengo aptitudes para la poesía. A veces me gusta hacer versos sáficos, otras versos catalécticos. Y versos a Príapo, señor. ¿Es usted un helenista? ¿Le gustaría oír algunas de mis odas a Príapo?
—¿En griego, señor?
—No, señor, en nuestra lengua.
—Tal vez en otro momento, señor, cuando estemos solos, cuando no haya señoras presentes. Me encantaría.
—Se ha fijado usted en esa joven, ¿eh? Es usted agudo. Claro, es usted un hombre joven. También yo fui un hombre joven. Como médico, señor, ¿cree usted realmente que el incesto es indeseable?
—Primo Edward, es la hora del baño —le dijo Diana.
Su primo se sintió muy infeliz y desconcertado. Estaba seguro de que no convenía dejar a aquel tipo solo con una tetera valiosa, pero era demasiado educado para decirlo. La velada alusión a ello como «el espantoso simún» no fue comprendida, y Diana estuvo cinco minutos engatusándole para lograr llevárselo de la sala.
* * *
—¿Qué noticias traes de Mapes, compañero? —preguntó Jack.
—¿Qué? No puedo oír con todos esos gritos y chirridos sobre nuestras cabezas.
—Estás tan mal como Parker —dijo Jack.
Sacó la cabeza de la cabina y gritó:
—¡Dejad de mover las carronadas de popa! ¡Señor Pullings, que esos marineros vayan a hacer rizos en las gavias! Te pregunté qué noticias traías de Mapes.
—Muy diversas. Estuve a solas con Sophie; ella y Diana se han separado en malos términos. Diana está cuidando de su primo en Dover. Fui a visitarla. Nos invitó a cenar el viernes, nos preparará una receta de lenguado de Dover. Por mi parte, acepté, pero le dije que no podía responder por ti, pues tal vez no te fuera posible bajar a tierra.
—¿Me invitó a mí? —dijo Jack—. ¿Estás seguro? ¿Qué pasa, Babbington?
—Disculpe, señor, pero el buque insignia está haciendo señales llamando a todos los capitanes.
—Muy bien. Avíseme cuando el falucho del Melpomène toque el agua. Stephen, tírame los calzones, ¿quieres?
Vestía ropa de trabajo —pantalones de lona, un jersey de Guernesey y una chaqueta de frisa—, y al desvestirse dejó al descubierto una maraña de heridas producidas por balas, astillas y alfanjes, una provocada por un hacha de abordaje, y una profunda causada por una pica, la última recibida, que todavía tenía los bordes rojos.
—Media pulgada más a la izquierda, si esa pica hubiera entrado media pulgada más a la izquierda, serías hombre muerto —dijo Stephen.
—¡Dios mío! Hay momentos en que deseo… pero no debo quejarme. ¿Cómo está Sophie? —preguntó Jack, con la cabeza bajo la camisa blanca limpia.
—Desanimada. Es objeto de las atenciones de un pastor adinerado.
No hubo respuesta. No apareció la cabeza. Entonces continuó:
—También fui a ver cómo iba todo en Melbury; todo está bien, aunque los policías han estado rondando por allí. Preserved Killick me preguntó si podía venir al barco. Le dije que debía venir y preguntártelo él mismo. Te hará bien tener la esmerada atención de Preserved Killick. Restablecí la posición del fémur en el hospital; la pierna probablemente se salvará. He dejado al loco con ellos; le di una poción viscosa para calmarlo. También te he comprado el hilo, el papel pautado y las cuerdas; las encontré en una tienda de Folkestone.
—Gracias, Stephen. Te estoy muy agradecido. Debes de haber hecho un recorrido terriblemente largo. En verdad, pareces estar muy cansado, exhausto. Sé buen chico y átame el pelo, luego ve a acostarte. Tengo que buscarte un asistente, un ayudante de cirujano, trabajas demasiado duro.
—Tienes algunos cabellos grises —dijo Stephen, atando la rubia coleta.
—¿Te extraña? —dijo Jack, y tras ceñirse el sable se sentó en la taquilla—. Casi me había olvidado. Hoy he tenido una agradable sorpresa. ¡Canning subió a bordo! ¿Te acuerdas de Canning, ese tipo estupendo de la ciudad que me era tan simpático y que me ofreció su barco corsario? Tiene un par de mercantes en la rada y ha venido desde Nore a despedirlos. Le he invitado a cenar mañana, y eso me recuerda…
Eso le recordaba que no tenía dinero y que tendría que pedirlo prestado. Había recibido la paga de tres meses lunares al ponerse al mando del barco, pero sus gastos en Portsmouth —regalos habituales, propinas, un equipo mínimo— se habían tragado más de veinticinco guineas en una semana, aparte del préstamo de Stephen. No le había alcanzado para comprar provisiones. Y había otro problema en relación con el mando del Polychrest, apenas había tratado a sus oficiales, a excepción de cuando estaban de servicio. Había invitado a Parker una vez y había comido en la sala de oficiales en una ocasión durante el largo periodo de calma en que navegaban con la marea por el Canal, pero había intercambiado escasamente media docena de palabras con Macdonald y Alien, por ejemplo, fuera de las relacionadas con el servicio. Y sin embargo, de esos hombres dependían el barco, su propia vida y su reputación. Parker y Macdonald tenían medios económicos propios y le habían agasajado; en cambio, él casi no les había agasajado a ellos. No demostraba tener la dignidad de un capitán; la dignidad de un capitán dependía hasta cierto punto del estado de su despensa —un capitán no debía parecer un don nadie— y su despensero provisional, tonto y parlanchín, no dejaba de entrometerse y decirle que en la suya no había más que un quintal de mermelada de naranja, un regalo de la señora Babbington, y de preguntarle: «Dónde debo colocar el vino, señor? ¿Qué haré con el ganado? ¿Cuándo llegan las ovejas? ¿Qué quiere Su Señoría que haga con los gallineros?». Además, dentro de poco tendría que invitar al almirante y a los demás capitanes de la escuadra; y al día siguiente vendría Canning. Como era habitual, iba a acudir a Stephen enseguida, pues éste, a pesar de ser un hombre sobrio, a quien no le importaba el dinero más que para cubrir las necesidades mínimas para vivir, y a pesar de su incompleta información e incluso su escasa comprensión de la disciplina, los mínimos detalles de las ceremonias, la complejidad de la Marina y la importancia de los agasajos, siempre cedía rápidamente cuando se le explicaba que la tradición exigía hacer gastos. Stephen sacaría dinero de los diversos cajones y ollas donde lo tenía depositado; lo haría despreocupadamente, como si Jack le hiciera un favor pidiéndoselo prestado; en otras manos Stephen sería el medio más fácil para conseguir dinero. Estos pensamientos cruzaron por la mente de Jack, mientras estaba allí sentado, acariciando la cabeza de león de la empuñadura de su sable; pero algo en el ambiente, o tal vez cierto desánimo o reserva o escrúpulo, le impidió completar la frase antes de que le avisaran que el falucho del Melpomène estaba en el agua.
No era una tarde de domingo, con botes que llevaban visitantes a los barcos y hombres de permiso pasando de un lado a otro entre la escuadra. Era un día normal de trabajo; los marineros trepaban y bajaban deslizándose por la jarcia o se adiestraban en el manejo de los grandes cañones. Sólo un barco de aprovisionamiento de Dover y un remolcador de Deal se acercaron al Polychrest, y sin embargo, mucho antes de que Jack volviera, se sabía en todo el barco que zarparían en breve. Nadie podía decir con certeza adonde se dirigirían, pero lo intentaban (al oeste, a la bahía Botany, al Mediterráneo para llevarle regalos al dey de Argel y conseguir que liberara a los esclavos cristianos). Pero el rumor era tan insistente que el señor Parker hizo limpiar el escobén, viró un poco y, con el mal recuerdo de la maniobra de desamarre en Spithead, mandó a la tripulación a hacer esta maniobra una y otra vez, hasta que incluso el más torpe podía encontrar el cabrestante y su lugar en la barra. Jack regresó a bordo y él le recibió con un aire serio y circunspecto y una mirada inquisitiva. Jack, que había visto los preparativos, dijo:
—No, no, señor Parker. Puede usted virar a popa; no será hoy. Dígale al señor Babbington que venga a mi cabina, por favor.
—Señor Babbington —dijo Jack—. Está usted tan sucio que da asco.
—Sí, señor. Perdone, señor —dijo Babbington.
Había pasado la guardia de cuartillo en la cofa del mayor enseñando a un tejedor, dos techadores (dos hermanos a quienes gustaba cazar furtivamente) y un finlandés monolingüe cómo engrasar los mástiles, las escotas y, en general, la jarcia móvil, con agua grasienta de la cocina que había llevado allí en dos cubos. Y estaba completamente cubierto de mantequilla de contrabando y de la grasa de las cazuelas donde se había hervido la carne de cerdo salada.
Tenga la amabilidad dé cepillarse de pies a cabeza, afeitarse —puede usted pedirle prestada la navaja al señor Parslow, sin duda—, ponerse su mejor uniforme y presentarse de nuevo aquí. Presente mis respetos al señor Parker, y dígale que usted, Bonden y seis marineros fiables que merezcan un permiso hasta el cañonazo de la noche, tomarán el cúter azul para ir a Dover. Lo mismo para el doctor Maturin, y dígale que me gustaría verle.
—Sí, sí, señor. ¡Oh, gracias, señor!
Jack fue hasta su escritorio.
«Polychrest
Frente a los downs.
El capitán Aubrey presenta sus respetos a la señora Villiers y lamenta mucho que el deber le impida aceptar su gentilísima invitación a cenar el viernes. Sin embargo, espera tener el honor, y el placer, de visitarla a su regreso.»
—Stephen —dijo, levantando la vista—, estoy escribiéndole a Diana declinando su invitación. ¿Quieres añadir algo o enviarle un mensaje? Babbington le presentará nuestras excusas.
—Quiero que Babbington le dé las mías de viva voz, por favor. Me alegra mucho que no bajes a tierra. Habría sido una terrible locura, pues se sabe que el Polychrest está en el puerto.
Llegó Babbington, tan limpio que resplandecía, con una camisa con chorrera y magníficos calzones blancos.
—¿Recuerda usted a la señora Villiers? —dijo Jack.
—¡Oh, sí, señor! Además, la llevé al baile.
—Está en Dover, en la casa donde usted la recogió, New Place. Tenga la amabilidad de entregarle esta nota, y creo que el doctor Maturin tiene un mensaje.
—Saludos; excusas —dijo Stephen.
—Ahora vacíe sus bolsillos —dijo Jack.
Babbington tenía un aire desanimado. Apareció un pequeño montón de objetos, algunas cosas a medio comer y un sorprendente número de monedas, algunas de plata y una de oro.
Jack le devolvió cuatro peniques, diciéndole que con eso podría conseguir un generoso trozo de tarta de queso, le recomendó que trajera de vuelta a todos los hombres o de lo contrario respondería por su cuenta y riesgo y le deseó que todo le fuera viento en popa.
—Es la única forma de mantenerle casto en cierta medida —le dijo a Stephen—. Me temo que habrá muchísimas mujeres fáciles en Dover.
—Perdone, señor —dijo el señor Parker—, pero un hombre llamado Killick pide permiso para subir a bordo.
—Sí, señor Parker. Es mi despensero —dijo Jack, y subió a cubierta—. ¡Ah, está usted ahí, Killick! Me alegro de verle. ¿Qué trae ahí?
—Canastas, señor —dijo Killick, contento de ver a su capitán, pero incapaz de evitar recorrer el Polychrest con una mirada extrañada—. Una es del almirante Haddock. La otra es de las señoras de Mapes o, mejor dicho, de la señorita Sophie, hablando con propiedad. Los cerdos, los quesos, la mantequilla, la nata, las aves y eso son de Mapes. Las piezas de caza son de al lado; el almirante está dejando vacío su terreno, señor. Hay un enorme y estupendo corzo, señor, que colgaron hace siete días, y muchísimas liebres y eso.
—¡Señor Malloch, una polea… no, una polea doble en la verga mayor! ¡Cuidado con esas canastas! ¿Qué hay en el tercer bulto?
—Otro corzo, señor.
—¿De dónde?
—Es que chocó contra las ruedas del carro en que venía y se lastimó una pata, señor —dijo Killick, mirando hacia el distante buque insignia con aire asombrado—. Justo media milla después de doblar hacia el puente Provender. No, miento, tal vez a una distancia de un estadio de Newton Priors. Así que lo liberé de su sufrimiento, señor.
—¡Ah! —dijo Jack—. Veo que la canasta de Mapes viene dirigida al doctor Maturin.
—Es lo mismo, señor —dijo Killick—. La señorita me dijo que le dijera que el cerdo pesa veintisiete libras y media el cuarto y que en cuanto subiera a bordo pusiera los jamones a adobar; el adobo lo puso en un tarro grueso, sabe que a usted le gusta. Los puddings son para el desayuno del doctor.
—Muy bien, Killick, muy bien —dijo Jack—. ¡Guardad todo esto! Cuidado con ese corzo, no le hagáis magulladuras bajo ningún concepto.
Mientras fingía examinar las piezas de caza del almirante —perdices, faisanes, becadas, agachadizas, lavancos, silbones, cercetas, liebres—, reflexionaba: «¡Y pensar que el corazón de un hombre puede rendirse ante un morro de cerdo adobado!».
—¿Has traído el vino que quedaba, Killick? —dijo.
—Es que las botellas se rompieron, señor; todas menos media docena de las de borgoña.
Jack le lanzó una expresiva mirada y suspiró, pero no dijo nada. Seis botellas vendrían muy bien, más el que quedaba del que había conseguido gracias a la corrupción del astillero.
—Señor Parker, señor Macdonald, espero que me hagan el honor de venir a cenar a mi cabina mañana. Espero a un invitado.
Ambos hicieron una inclinación de cabeza, sonrieron y dijeron que les encantaría. Sentían verdaderamente una gran satisfacción, pues Jack había declinado la última invitación de la sala de oficiales y esto les había desasosegado; era un desagradable comienzo para una misión.
Stephen respondió lo mismo cuando llegó a entenderlo.
—Sí, sí, por supuesto, muchas gracias. No entendía lo que querías decir.
—Y sin embargo, estaba lo suficientemente claro, sin duda —dijo Jack—, y comprensible para la más mínima capacidad de razonamiento. Dije: «¿Cenarás conmigo mañana?» Canning vendrá, y también he invitado a Parker, Macdonald y Pullings.
—Tengo la mente absorbida por una verdadera preocupación, una preocupación que podría calificar de curiosa y algo vulgar, sobre el estado en que quedará el corazón de Mamá Williams cuando encuentre completamente peladas su vaquería, su corral, su pocilga y su despensa. ¿Estallará? ¿Dejará por completo de latir? ¿Irá agotándose hasta llegar a la desecación total en poco tiempo? ¿Cuál será el efecto sobre los humores de las vísceras? ¿Cómo responderá Sophie? ¿Intentará ocultarlo, dará respuestas evasivas? Ella miente tan hábilmente como Preserved Killick, con una mirada desesperada y ese color rosa de Damasco en su rostro perfecto. Mi mente, como digo, vaga perdida por esa zona. No conozco cómo es la vida de la familia inglesa, de la familia femenina inglesa; esa es para mí una zona desconocida.
En esa zona a Jack no le gustaba detenerse; sintió de repente una profunda pena y trató de apartar su mente de allí. Entonces dijo para sí: «¡Dios mío! ¡Cuánto amo a Sophie!». Se dirigió rápidamente a proa, y allí acarició la parte posterior del bauprés; esa era una secreta forma de consolarse desde sus primeros días en la mar. Luego, al regresar, dijo:
—Me acaba de venir a la mente una idea de lo más horrible. Sé que no debo ofrecerle a Canning carne de cerdo, porque es judío. Pero, ¿puede comer corzo? ¿Es impuro el corzo? Y la liebre tampoco servirá, porque creo que está considerada igual que el conejo y su especie.
—No lo sé. Me imagino que no tendrás una Biblia.
—Sí que tengo una Biblia. La usaba para descifrar los mensajes de Heneage. «Al Señor no le produce satisfacción la fuerza de un caballo». ¿Te acuerdas? No era demasiado ingenioso ni original, porque al fin y al cabo, todo el mundo sabe que al Señor no le produce satisfacción la fuerza de un caballo; creo que cruzó los guardines. Pero también la he estado leyendo en estos días.
—¡Ah!
—Sí. Voy a pronunciar un sermón ante la tripulación el próximo domingo.
—¿Tú? ¿Pronunciar un sermón?
—Naturalmente. Los capitanes lo hacen a menudo cuando no llevan capellán a bordo. Siempre me las arreglaba con las Ordenanzas militares en la Sophie, pero ahora creo que les ofreceré uno claro, bien razonado… ¡Vamos! ¿Qué pasa? ¿Qué tiene de divertido que pronuncie un sermón? Vete al diablo, Stephen.
Stephen estaba doblado sobre sí mismo en la silla, y su tronco se movía hacia delante y hacia atrás; lanzaba agudos chillidos y las lágrimas corrían por su cara.
—Es un espectáculo verte así. Y ahora que lo pienso, me parece que nunca te había oído reír. Este maldito estruendo es intolerable, te lo aseguro; no te pega en absoluto. Chilla, chilla. Muy bien; revienta de risa.
Se volvió diciendo algo sobre «dársela de gracioso, tener una risa tonta, reírse con disimulo» y aparentó que hojeaba la Biblia despreocupadamente. Pero son pocas las personas que al advertir que han provocado una risa franca, divertida, estruendosa, desbordante, no se sienten desconcertadas, y Jack no estaba entre esas pocas. Sin embargo, la risa de Stephen fue apagándose con el tiempo; y tras algunos gritos inarticulados cesó. Se puso de pie y, pasándose un pañuelo por la cara, cogió la mano de Jack y le dijo:
—Lo siento. Perdóname. No hubiera querido molestarte por nada del mundo, pero hay algo tan ridículo, tan cómico… es decir, tuve una asociación de ideas tan divertida… Por favor, no te lo tomes como algo personal. Naturalmente que dirás un sermón a los hombres, y estoy convencido de que tendrá un notable efecto sobre ellos.
—Bueno —dijo Jack, con una mirada recelosa—, me alegro de que esto te haya proporcionado una enorme y sana alegría, después de todo. Aunque lo que a ti te parece…
—Dime, por favor, ¿qué pasaje es?
—¿Vas a burlarte de mí, Stephen?
—No, te doy mi palabra. Nunca me reiría de eso.
—Bueno, es el que empieza: «Digo ven y él viene»; soy un centurión. Quiero que ellos entiendan que esa es la voluntad de Dios y debe ser así, que debe haber disciplina, está en el libro sagrado, y que cualquier maldito bastardo que desobedezca es, por tanto, un blasfemo y será condenado irremediablemente. Que entiendan que no está bien oponerse a la autoridad, pues eso también, como voy a señalar, lo dice la Biblia.
—¿Crees que será más fácil para ellos aceptar su situación cuando sepan que así lo quiere la Providencia?
—Sí, sí, eso es. Todo está aquí, ¿sabes? —dijo, dando palmaditas a la Biblia y mirando luego apaciblemente por la escotilla—. Hay un asombroso número de cosas útiles en ella. No tenía ni la más mínima idea. Y, a propósito, parece que el corzo no es impuro, lo cual es un alivio, y muy grande, te lo aseguro. Estaba muy angustiado por esa comida.
Al día siguiente las tareas fueron innumerables —la inclinación de los mástiles del Polychrest, la recolocación del lastre que aún tenía, la reparación de una bomba de cangilones—, pero la angustia siguió acompañándole y llegó a su punto culminante un cuarto de hora antes de que llegaran los invitados. Jack estaba en su comedor, muy nervioso, dando bruscos tirones al mantel, avivando la lumbre hasta que tomaba un color rojo cereza, molestando a Killick y a sus ayudantes, preguntándose si, después de todo, no hubiera sido mejor poner la mesa de través, y considerando la posibilidad de algún cambio de última hora. ¿Podrían, en realidad, sentarse allí seis medianamente cómodos? El Polychrest era un barco más amplio que la Sophie, la última embarcación que había estado bajo su mando, pero debido a su particular construcción, la cabina carecía de mirador, no tenía aquella hilera de ventanas formando una curva que la llenaban de luz y aire y daban un toque de magnificencia incluso a un pequeño espacio; y aunque ésta era más grande y de una altura tal que él podía estar de pie inclinando apenas la cabeza, era mucho más larga que ancha y por la parte de popa iba estrechándose hasta reducirse casi a un punto; además, la única luz que había en ella entraba por una claraboya y dos pequeñas escotillas. Delante de esta habitación en forma de escudo, había un corto pasillo con su dormitorio a un lado y su jardín al otro; aunque este jardín del Polychrest no era propiamente tal, no estaba proyectado hacia el exterior ni situado exactamente en la aleta, pero servía de retrete lo mismo que si tuviera ambas características. Además del necesario orinal, había en el jardín una carronada de treinta y dos libras y un pequeño farol colgante, por si acaso el ojo de buey en la porta no bastaba para indicarle al incauto invitado las consecuencias que tendría un paso en falso. Jack entró para ver si todo estaba brillante y luego salió al pasillo justo en el momento en que el centinela le abría la puerta al guardiamarina de guardia, que traía el mensaje: «El caballero está abordado con nosotros, con su permiso, señor».
En cuanto Jack vio a Canning subir a bordo, supo que su cena sería un éxito. Canning vestía una sencilla chaqueta de ante, y aunque no tenía apariencia de marinero, subía por el costado como uno auténtico, moviendo su corpulento cuerpo con gran agilidad, calculando exactamente el balanceo del barco. Asomó su alegre rostro por el portalón, mirando a derecha e izquierda inquisitivamente; luego pasó el resto del cuerpo y quedó allí de pie, llenando todo el espacio, sin sombrero y con la coronilla calva brillando bajo la lluvia.
El primer oficial le recibió y le condujo hasta Jack, a tres pasos de allí. Éste le estrechó la mano muy afectuosamente, hizo las necesarias presentaciones y enseguida guió al grupo a su cabina, pues tenía pocas ganas de quedarse bajo la helada llovizna y ninguna en absoluto de enseñar el Polychrest en su estado actual a un observador tan astuto y perspicaz.
La cena comenzó de una forma bastante discreta, con bacalao que ellos mismos habían capturado esa mañana y muy poca conversación, aparte de las banalidades, comentarios sobre el tiempo, por supuesto, y preguntas sobre amigos comunes: «¿Cómo está lady Keith? ¿Cuándo la vio por última vez? ¿Qué noticias tiene de Villiers? ¿Le gusta Dover? ¿Está bien el capitán Dundas, está contento con su nuevo mando? ¿Ha oído buena música últimamente? Sí, un espléndido Fígaro en el teatro de la Opera, he ido tres veces». Parker, Macdonald y Pullings eran simplemente lastre, y vinculados por la convención que equiparaba al capitán, en su propia mesa, a un miembro de la realeza, se limitaban a seguir los temas que él proponía tratar. Sin embargo, Stephen desconocía esta convención, y les habló del óxido nitroso, el denominado gas hilarante, risa embotellada, dulce alegría, un tema nada apropiado para Canning. Jack se esforzó por desarrollar una incipiente conversación; y ahora el lastre comenzaba a moverse. Canning no hizo ninguna referencia al Polychrest (Jack se dio cuenta de esto y le dolió, pero también sintió gratitud) aparte de decir que debería de ser un barco muy interesante, de extraordinarias características, que nunca había visto otro pintado con tanto gusto, tan elegante, tan perfecto, y que uno pensaría que era un barco real. Sin embargo, habló de la Marina en general con evidente conocimiento y profundo aprecio. Y puesto que pocos marinos pueden oír sinceros y rotundos elogios de la Armada sin experimentar satisfacción, la reservada atmósfera de la cabina se hizo más relajada y fue animándose hasta llegar a ser verdaderamente alegre.
Al bacalao le siguieron perdices, y Jack sustituyó el trinchado por el simple proceso de colocar una en cada plato. El clarete fruto de la corrupción empezó a circular, la alegría aumentaba, la conversación se generalizaba, y los hombres de guardia en cubierta oían las risas que salían ininterrumpidamente de la cabina.
Después de las perdices vinieron nada menos que cuatro platos de caza, culminando con una pierna de corzo que trajeron Killick y el despensero de los oficiales sobre un escotillón bien limpio, al que le habían hecho un canalillo con un formón para la salsa.
—El borgoña, Killick —susurró Jack, poniéndose de pie para trinchar la carne.
Ellos observaron atentamente cómo lo hacía, y la conversación fue cesando poco a poco; luego se ocuparon de sus platos con la misma atención.
—A fe mía, caballeros —dijo Canning, dejando sobre la mesa el tenedor y el cuchillo—, que ustedes en la Armada no se privan de nada. ¡Qué festín! No tiene ni comparación con el de la casa de un noble. Capitán Aubrey, señor, éste es el mejor corzo que he comido en mi vida; es un plato magnífico, ¡Y qué borgoña! Es Musigny, ¿no?
—Chambolles—Musigny, señor, del 85. Me temo que ya no se encuentra en su mejor momento; sólo me quedan estas pocas botellas, y por suerte a mi despensero no le gusta el borgoña. Señor Pullings, ¿quiere un poco más de esta parte dorada?
Era verdaderamente un excelente corzo, tierno, jugoso, de marcado sabor. Jack, sintiendo por fin tranquilidad, volvió a meterse en su propio mundo. Casi todos los demás conversaban; Pullings y Parker le hablaban a Canning de las intenciones de Bonaparte, las nuevas cañoneras francesas y las embarcaciones con aparejo de navío de la flotilla invasora; Stephen y Macdonald, muy inclinados sobre sus platos para oírse el uno al otro o, mejor dicho, ser oídos, mantenían una discusión que todavía no era muy fuerte pero amenazaba con llegar a ser acalorada.
—Ossian —dijo Jack en un momento en que ambos tenían la boca llena—. ¿No era ese el caballero a quien el doctor Johnson atacó tanto?
—No, señor —prosiguió Macdonald, tragando más rápidamente que Stephen—. El doctor Johnson era un hombre de cierta respetabilidad, sin duda, pero no tenía absolutamente ninguna relación con los Johnston de Ballintuber; sin embargo, por alguna razón estaba algo predispuesto en contra de Escocia. No distinguía lo sublime, por eso no apreciaba a Ossian.
—Nunca he leído a Ossian —dijo Jack— ni entiendo mucho de poesía. No obstante, recuerdo que lady Keith dijo que ese doctor Johnson había hecho algunas objeciones serias y convincentes.
—¿Dónde están sus manuscritos?
—¿Esperaba usted que un caballero de la región de Highland enseñara sus manuscritos por coacción? —le dijo Macdonald a Stephen, y también a Jack—. El doctor Johnson, señor, hacía afirmaciones sumamente inexactas. Fingió no ver árboles en su viaje por el reino; pues bien, he pasado por los mismos caminos que él muchas veces y he visto algunos árboles a cien yardas de ellos, diez o incluso más. No le considero una autoridad en ninguna materia. Apelo a su buen juicio, señor, ¿qué diría de un hombre que define la escota de la mayor como la vela más grande de un barco o el seno de un cabo como su circunferencia y dice que amarrar es ayustar? Y todo eso en un libro que pretende ser un diccionario de nuestra lengua. ¡Bah!
—¿De verdad dijo eso? —preguntó Jack—. Nunca volveré a tener de él la misma opinión que hasta ahora. No dudo que su Ossian fuera un tipo muy honesto.
—Lo dijo, señor, le doy mi palabra —afirmó Macdonald, poniendo la palma de la mano derecha sobre la mesa—. Y, sin duda, falsum in uno, falsum in omnibus.
—Claro que sí —dijo Jack, tan familiarizado con la palabreja omnibus como cualquier otro de los presentes—. Falsum in omnibus. ¿Qué tienes que decir a omnibus, Stephen?
—Le concedo la victoria —dijo Stephen sonriente—. Omnibus me ha derrotado.
—Un vaso de vino por el doctor —dijo Macdonald.
—Deja que te sirva un poco más de la parte de abajo —dijo Jack—. ¡Killick, el plato del doctor!
—¿Más botellas vacías, Joe? —preguntó el centinela de la puerta, mirando dentro de la cesta.
—¡Dios mío! ¡Cuánta comida se zampan! —dijo Joe, riéndose entre dientes—. A ese tipo grande, el civil, es un placer verle comer. Y aún faltan por traer el pastel de higo y las becadas asadas, y luego el ponche.
—No te habrás olvidado de mí, ¿verdad Joe? —dijo el centinela.
—La botella con el sello de color amarillo. Se pondrán a cantar de un momento a otro.
El centinela se llevó la botella a los labios y fue inclinándola cada vez más y más hacia arriba, luego se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo:
—¡Vaya ron que beben en la cabina! Se parece al aguardiente, pero es menos fuerte. ¿Cómo está mi caballero?
—Tendrás que meterlo en la cama, compañero; cada vez se anima más, está como una cuba. Y lo mismo el de la chaqueta de ante. Para él hará falta una guindola.
—Ahora, señor —le dijo Jack a Canning—, tenemos un plato marinero que he pensado que le gustaría. Es un pastel de higos. No tiene que comerlo si no quiere, aquí hay total libertad. A mí me parece que es bueno para terminar una comida, pero tal vez haya que estar acostumbrado a su sabor.
Canning miró la masa amorfa, de color claro, brillante y ligeramente traslúcida, y preguntó cómo se hacía; parecía que nunca había visto nada igual.
—Cogemos galletas de barco, las metemos en una bolsa de lienzo resistente… —dijo Jack.
—Les damos golpes con un pasador durante media hora… —dijo Pullings.
—Añadimos trozos de manteca de cerdo, ciruelas, higos, grosellas, ron… —dijo Parker.
—Lo mandamos a la cocina y luego lo servimos con grog —dijo Macdonald.
Canning dijo que estaría encantado… sería una nueva experiencia… nunca había tenido el honor de cenar en un navío de guerra… estaba contento de probar algún plato marinero.
—Y es realmente excelente —dijo—. Y también el grog. Me gustaría beberme otro vaso. Estupendo, estupendo. Le decía, señor —inclinándose hacia Jack, en actitud confidencial—, le decía antes, diez o veinte platos han pasado desde entonces, que he oído un magnífico Fígaro en el teatro de la ópera. Debe ir a verlo si le es posible. Hay una nueva señora, la Colonna, que hace una interpretación de Susana con tanta gracia y pureza como nunca en mi vida había oído, es una revelación. Ella se abandona en medio de la nota y ésta sube, sube… Ottoboni es el conde. Su diálogo hace que a uno se le humedezcan los ojos. He olvidado las palabras, pero usted las conoce, por supuesto.
Se puso a tararear, y su voz de bajo hizo temblar los vasos. Jack marcó el tiempo con la cuchara y empezó a cantar:
—Sotto i pini…
Lo cantaron una vez, y luego otra. Los demás les miraban con cierta perplejidad, aunque con aire satisfecho. En aquel momento ya parecía normal que su capitán hiciera el papel de una doncella española e incluso que después cantara la canción de los tres ratones ciegos.
Antes de los ratones, sin embargo, sucedió algo que demostró la simpatía que le tenían a Canning. El oporto comenzó a circular, pues había sido propuesto un brindis por el Rey, y Canning se puso de pie, dándose un golpe en la cabeza con un bao y cayendo luego en la silla como si le hubieran pegado con una hachuela. Sabían que eso siempre le podía ocurrir a un soldado o a un civil, aunque nunca lo habían presenciado, y se alegraron mucho de que no se hubiera hecho una gran herida. Se pusieron alrededor de él y trataron de aliviarle poniéndole ron en el chichón, asegurándole que no era nada… se le pasaría pronto… ellos a menudo se daban golpes en la cabeza… no tenía importancia… no había huesos rotos. Jack mandó traer el ponche y le dijo en voz baja al despensero que había que preparar una guindola rápidamente, luego repartió una pequeña cantidad, como si se tratara de una medicina, y dijo:
—Es un honor para los miembros de la Armada beber a la salud del Rey, señor; lo hacemos con el mayor respeto. Sin embargo, recientemente ha ocurrido algo que demuestra que pocos lo saben; debe de parecer muy extraño.
—Sí, sí —dijo Canning, mirando fijamente a Pullings—. Sí, ahora lo recuerdo.
El ponche iba llegando a todos los órganos vitales de Canning, dándole nuevos bríos. Entonces, sonriendo, paseó la vista alrededor de la mesa y dijo:
—¡Qué marinero tan inexperto debo de parecerles a todos ustedes, caballeros!
Aquello se le pasó, como le habían dicho, y un poco más tarde se les unió con su voz potente en la canción de los ratones, el golfo de Vizcaya, las gotas de coñac, la mujer teniente, destacándose en el fragmento que hablaba de los jóvenes inocentes:
Tres, tres rivales
dos, dos jóvenes inocentes, en plena lozanía,
pero uno está solo
y por siempre lo estará.
Y terminó con una potencia y un tono grave que ninguno de ellos podía alcanzar, como los de un exaltado predicador.
—Ahí hay un simbolismo que no entiendo —dijo Stephen, sentado a su derecha, cuando los alegres y confusos gritos habían cesado.
—¿No se refiere a…? —empezó a decir Canning.
Pero los otros habían vuelto a comenzar con los ratones, cantando tan alto como si quisieran alcanzar con su voz la cofa del trinquete en medio de una tempestad del Atlántico, todos excepto Parker, que no podía distinguir una melodía de otra y únicamente abría y cerraba la boca con una expresión benévola y amistosa, aunque sentía un profundo aburrimiento. Canning se interrumpió para unirse a ellos.
Todavía estaba con los ratones cuando le llevaron a la guindola y le bajaron despacio hasta su bote; todavía estaba con ellos cuando, en la penumbra, le conducían en el bote hacia el gran conjunto de barcos frente a los bancos de arena de Goodwin. Y Jack, inclinado sobre el pasamanos, oía su voz cada vez más débil —mira cómo corren, mira cómo corren—, hasta que por fin, al llegar de nuevo a Tres, tres rivales, ésta se apagó.
—De todas las cenas de a bordo que recuerdo, ésta ha sido la de más éxito —dijo Stephen, a su lado—. Te doy las gracias por haber podido asistir.
—¿De verdad lo crees? —dijo Jack—. Estoy muy contento de que te haya gustado. Deseaba, sobre todo, agasajar a Canning, porque aparte de otras cosas, es un hombre muy rico, y no quería dar la impresión de que pasamos estrecheces en este barco. Siento haberle puesto fin tan pronto, pero necesitaba un poco de luz para las maniobras. ¡Señor Goodridge! ¡Señor Goodridge! ¿Cómo está la marea?
—Seguirá creciendo una hora más, señor.
—¿Están preparados los hombres con las defensas?
—Preparados, todos preparados, señor.
Había bastante viento, pero tenían que desatracar en aguas muertas y pasar entre la escuadra y el convoy, y Jack tenía un miedo terrible de que el Polychrest chocara con uno de los navíos de guerra o con la mitad del desordenado convoy; por eso había ordenado a una brigada que se armara de largos palos para desatracar.
—Entonces vayamos a su cabina.
Cuando ya estaban abajo, dijo:
—Veo que tiene usted desplegadas las cartas marinas. Ha sido usted oficial de derrota en el Canal, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Menos mal; yo conozco mejor el Mar de las Antillas y el Mediterráneo que estas aguas. Quiero que sitúe la corbeta a la altura del cabo Gris Nez, a media milla de distancia, a las tres de la madrugada, teniendo el campanario al norte cincuenta siete grados este y la torre del acantilado al sur sesenta y tres grados este.
* * *
Cuando iban a sonar las cuatro campanadas en la guardia de media, Jack subió a cubierta. El Polychrest estaba al pairo con el velacho y la vela de mesana tendidas, cabeceando entre las olas con sus extraños y nerviosos tirones. La noche era fría y muy clara por la brillante luz de la luna; al este se veían multitud de blancas estrellas, y Altaír se destacaba sobre la oscura masa del cabo Gris Nez, por la aleta de estribor. Continuaba soplando el mismo viento cortante del noroeste. Pero a lo lejos, por la amura de babor, la situación comenzaba a empeorar; no había estrellas por encima de Castor y Pólux, y la luna se hundía en una negra franja por encima del horizonte. Tal vez esto podría significar que llegaría una tormenta por ese mismo lado, por tanto su situación era difícil, teniendo tan cercana la costa a barlovento. Había recibido las órdenes de estar a la altura del cabo Gris Nez a las tres de la madrugada, hacer una señal luminosa azul, recibir a un pasajero de un bote que debería responder a su llamada con la palabra Borbón y luego dirigirse a Dover con la mayor rapidez posible. En el caso de que no apareciera ningún bote o si cambiaba de posición a causa de un temporal, debía repetir la operación las tres noches siguientes, permaneciendo durante el día donde no pudiera ser visto.
Pullings era el encargado de la guardia, pero el segundo oficial también estaba en cubierta, de pie junto al saltillo del alcázar, sin perder de vista las marcas; y mientras en el barco todo seguía tranquilamente su marcha. Pullings orientó varias veces las velas para mantenerlas perfectamente balanceadas; el ayudante del carpintero informó sobre la cantidad de agua en la sentina (dieciocho pulgadas, lo cual era más de lo adecuado); el sargento de marina hizo sus rondas; se dio la vuelta al reloj de arena, la campana sonó, los centinelas gritaron «¡Todo bien!» desde sus diversos puestos, el serviola y el timonel fueron relevados; los hombres de guardia tomaron el relevo en las bombas. Y mientras tanto, la brisa canturreaba en la jarcia y el tono de las notas iba subiendo y bajando de una punta a otra de la escala a medida que el barco se balanceaba, y los mástiles hacían estirarse los obenques y las brazas ora hacia un lado, ora hacia el otro.
—¡Serviola de proa, atención! —gritó Pullings.
—¡Zí, zí, zeñor! —llegó la distante voz de Bolton.
Era uno de los hombres reclutados en el barco que hacía el servicio de las Indias, un tipo horrible, de fuerza descomunal, hosco e iracundo. No tenía dientes delanteros y sólo le quedaban los amarillentos colmillos a ambos lados de la abertura por la que ceceaba; sin embargo, era un buen marino.
Jack miró su reloj a la luz de la luna; todavía faltaba mucho tiempo, y ahora la oscura franja en el noroeste se había tragado a Cápela. Estaba pensando en mandar a un par de hombres al tope cuando el serviola gritó:
—¡Cubierta! ¡Zeñor! ¡Un bote por la aleta de eztribor!
Jack subió por los obenques y se inclinó sobre el pasamanos escrutando el oscuro mar. Nada.
—¿Dónde? —dijo.
—Juzto por la aleta. Tal vez haya caído medio grado ahora. Remando como zi huyera del diablo, con trez a cada lado.
Jack lo vio cuando cruzó el sendero de la luna, a una milla de distancia aproximadamente. Era muy largo, muy bajo, muy estrecho, parecía una línea en el mar, y navegaba rápidamente en dirección a tierra. Ese no era el bote que esperaba: distinta forma, distinto momento, distinta dirección.
—¿Qué piensa usted de él, señor Goodridge? —preguntó.
—Bueno, señor, es una de esas yolas de Deal que se dedican al contrabando, y por el aspecto que tiene debe de llevar un cargamento muy pesado. Deben de haber visto un guardacostas o un crucero cerca, por eso han tenido que remar contra corriente con la marea menguante, y eso resulta muy duro frente al cabo. ¿Piensa usted atraparla, señor? Es ahora o nunca, pues está agotada por el esfuerzo en el cabo. ¡Qué suerte!
Jack no había visto ninguna antes, pero había oído hablar de ellas, por supuesto. Por su aspecto, parecían más adecuadas para navegar rápidamente por tranquilos ríos que para salir al mar, pues la seguridad se había sacrificado a la velocidad; sin embargo, los beneficios del contrabando de oro eran tan grandes que los hombres de Deal atravesaban en ellas el Canal sin dificultad. Podían huir de cualquier cosa navegando contra el viento. Sus hombres a veces se ahogaban, pero muy rara vez eran capturados, a menos que, como podría suceder, las yolas estuvieran por casualidad justo a sotavento de un navío que pudiera darles caza, entorpecidas por una marea menguante y con los hombres agotados por haber remado durante largo tiempo, o tropezaran con un navío de guerra al pairo.
Oro en paquetes muy pequeños; debería de haber quinientas o seiscientas libras para él en aquella frágil yola, y también siete marineros de primera, los mejores marineros de la costa; y sería una presa de ley, pues los salvoconductos no servirían de nada ahora. Jack tenía la ventaja. No tenía más que hinchar las gavias, abatirse, desplegar todas las velas que fuera posible y acercarse. Para huir de él, la yola tendría que remar totalmente contra corriente, y sus hombres no podrían hacerlo mucho tiempo. Él tardaría veinte minutos; tal vez media hora. Sí, pero entonces tendría que volver a su puesto, y desgraciadamente conocía la habilidad del Polychrest en ese aspecto.
—Todavía falta casi una hora para las tres, señor —dijo el segundo oficial, a su lado.
Jack miró su reloj, que el sargento de marina iluminaba con el farol, y en el expectante alcázar se hizo un extraño silencio. Todos los marinos allí en popa, e incluso el tejedor en el combés, sabían lo que pasaba.
—Sólo pasan siete minutos de la hora en punto, señor —dijo el segundo oficial.
No. No saldría bien.
—¡Atento con el timón! —dijo Jack cuando el Polychrest dio una guiñada, cayendo un grado completo a estribor—. Señor Pullings, prepare la señal luminosa azul —dijo, y reanudó su paseo.
Durante cinco minutos aquello fue difícil de soportar; cada vez que llegaba al coronamiento allí estaba el bote, acercándose cada vez más a tierra, pero todavía en gran peligro. Cuando Jack dio su enésimo paseo, el bote había cruzado una línea invisible tras la cual estaba seguro; la corbeta ya no podía llevárselo de allí, él ya no podía cambiar de idea.
Cinco campanadas. Comprobó su posición colocando el compás entre el campanario y la torre para determinar la marcación16. Los nubarrones del noroeste ahora cubrían la Osa Mayor. Seis campanadas. La luz azul se elevó de repente y luego se alejó por sotavento, iluminando los rostros vueltos hacia ella —bocas abiertas, ojos asombrados— con extraña intensidad.
—Señor Pullings, tenga la amabilidad de enviar a la cofa a un hombre fiable con un telescopio de noche —dijo Jack.
Y cinco minutos después gritó:
—¡Cofa del mayor! ¿Ve algún bote acercarse desde la costa?
Una pausa.
—No, señor. Tengo enfocado mi catalejo hacia el rompiente y ninguna embarcación ha salido de allí todavía.
Siete campanadas. Tres navíos bien alumbrados pasaron cerca, dirigiéndose a la salida del Canal; eran neutrales, desde luego. Ocho campanadas, el relevo de la guardia; el Polychrest seguía allí todavía.
—Llévelo a alta mar, señor Parker —dijo Jack—, hasta que deje de verse tierra por completo, desplazándolo lo más al sur posible. Tenemos que volver aquí mañana por la noche.
Pero el Polychrest pasó la noche siguiente al otro lado del Canal, cerca de Dungeness, surcando las aguas que Jack pensaba que era necesario cruzar para quedar al abrigo de la isla de Wight. Así que regresó con el rabo entre las piernas, con su misión incumplida, a dar parte al almirante. Pero el viento roló hacia el oeste al amanecer, y la corbeta, que llevaba todos los rizos en las gavias y se movía con dificultad, comenzó a retroceder por el encrespado mar, de olas tan cortas y altas que la hacían dar fuertes y repentinas sacudidas; y entretanto, en el comedor, ningún tope ni ningún esfuerzo por parte de los comensales podían hacer que sus platos se mantuvieran sobre la mesa.
El puesto del contador estaba vacío, como siempre después que se hacía el primer rizo en las velas, y Pullings estaba aturdido cuando tomó asiento.
—¿Sufre usted de mareo, señor? —le dijo Stephen a Macdonald.
—¡Oh, no, señor! Es que yo soy de las Hébridas, y subimos a un bote en cuanto llevamos calzones.
—Las Hébridas… las Hébridas. Había allí un señor de las islas, creo que con su apellido, señor. (Macdonald asintió con la cabeza.) Ese siempre me ha parecido el título más novelesco que existe. Nosotros tenemos al caballero blanco y al caballero de Glen, a los infanzones O'Connor y McCarthy y a otros nobles; pero el título de señor de las islas… tiene cierto aire de magnificencia. Eso me recuerda que hoy he tenido una impresión muy extraña, la impresión de haber vuelto a un tiempo pasado. Dos de sus hombres, ambos de apellido Macre, me parece, estaban hablando mientras sujetaban entre los dos un trozo de magnesita que pasaban por sus armas, y yo me encontraba cerca de ellos; no decían nada importante, ya sabe usted, sino que discutían por la magnesita, uno mandó a la mierda al otro y éste le mandó a él al infierno y continuaron diciéndose más cosas así. Lo entendí todo con facilidad, sin intentarlo deliberadamente o tener que pensar.
—¿Habla usted gaélico, señor? —dijo Macdonald.
—No, señor —dijo Stephen—, y eso es lo curioso. Ya no lo hablo y pensaba que ya no lo entendía. Y sin embargo, de repente, sin que haya hecho nada, he podido entenderlo perfectamente. No imaginaba que el gaélico y el irlandés estuvieran tan cercanos, creía que los dialectos célticos se habían diferenciado mucho. Dígame, ¿se entienden entre sí los hombres de las Hébridas y los de la región de Highland, y entienden a su vez, por ejemplo, a los del Ulster?
—¡Oh, sí, señor! Se entienden. Pueden hablar bastante bien sobre temas generales, sobre barcos, pesca y obscenidades. Algunas palabras son distintas, por supuesto, y hay grandes diferencias de entonación, pero a fuerza de repetir y tener perseverancia, se hacen entender muy bien y establecen una comunicación bastante buena. Hay algunos irlandeses entre los hombres de la leva, y les he oído hablar con mis infantes de marina.
—Si yo les hubiera oído, estarían en la lista de indisciplinados —dijo Parker, que acababa de bajar y parecía un terranova chorreando agua.
—¿Por qué, señor? —dijo Stephen.
—El irlandés está prohibido en la Armada —dijo Parker—. Es perjudicial para la disciplina; se supone que una lengua secreta es propicia para el amotinamiento.
—Otro balanceo como ese y nos quedaremos sin mástiles —dijo Pullings, cuando los platos y vasos que aún estaban sobre la mesa y todos los comensales de la sala de oficiales fueron lanzados a sotavento—. Primero perderemos el palo de mesana, doctor —mientras hablaba apartaba con cuidado a Stephen de los destrozos—, convirtiéndonos en un bergantín; luego perderemos el trinquete, transformándonos en una simple corbeta; y luego perderemos el palo mayor y nos habremos convertido en una balsa, lo que deberíamos haber sido al principio.
Por un milagro de destreza, Macdonald había sujetado y salvado la jarra, y con ella en la mano dijo:
—Si puede usted encontrar un vaso entero, doctor, tendré mucho gusto en beber un poquito de vino con usted y volver a hablar de Ossian. Por la forma elogiosa en que ha hablado usted de mi antepasado, está claro que su delicada sensibilidad le permite reconocer lo sublime; y lo sublime, señor, es la gran prueba de la autenticidad de Ossian.
* * *
Una vez más la luz azul iluminó la cubierta del Polychrest y los rostros de los hombres de guardia vueltos hacia ella. Sin embargo, esta vez se alejó por el noreste, pues el viento había rolado, trayendo una fina lluvia y el presagio de más; y esta vez recibió una inmediata respuesta, los disparos de mosquetes en la costa, con sus rojos destellos, y un lejano pop—pop—pop.
—¡Un bote alejándose de la costa, señor! —gritó el hombre que estaba en la cofa.
Y dos minutos más tarde, volvió a gritar:
—¡Cubierta! ¡Cubierta, atención! ¡Otro bote, señor, disparándole al primero!
—¡Todos los hombres maniobrando para zarpar! —gritó Jack, y el Polychrest cobró vida rápidamente—. ¡Castillo, atención! ¡Destrincad las carronadas dos y cuatro! ¡Señor Rolfe, dispare contra el segundo bote a medida que nos acerquemos a la costa! ¡Disparad con los cañones apuntados con la máxima elevación! ¡Señor Parker, gavias y mayores!
Los botes estaban a una milla, lejos del alcance de sus carronadas, pero si podía ganar velocidad acortaría rápidamente esa distancia. ¡Oh, cuánto daría por un cañón largo para perseguirlos…!
Las órdenes suplementarias, incesantes y rápidas, llegaban en un continuo, repetitivo y exasperado clamor: «¡Mover hacia arriba, rápido, izar, halar, halar! ¿Queréis halar ahí en la verga de la gavia mayor? ¡Dejar caer, maldita sea, dejar caer la sobremesana! ¡Atar las empuñiduras! ¡Izar con ganas, ahora, izar!
¡Dios! Aquello era una agonía. El barco parecía un mercante mal tripulado, un horrible pandemónium. Juntó las manos tras la espalda y se acercó al pasamanos, evitando correr a proa y poner fin a los confusos gritos en el castillo. Los botes venían directamente hacia ellos, y en el segundo hacían fuego dos o tres mosquetes y unas cuantas pistolas. Por fin el contramaestre ordenó amarrar, y el Polychrest comenzó a moverse de repente hacia delante, virando hacia donde venía el viento. Sin dejar de mirar los botes que se aproximaban, Jack dijo:
—Señor Goodridge, vire de forma que el condestable pueda disparar con precisión. Señor Macdonald, que sus tiradores vayan a la cofa y disparen al segundo bote.
Ahora la corbeta se movía bastante rápidamente, abriendo el ángulo que formaba con los dos botes, pero al mismo tiempo el primer bote viraba hacia ella, protegiendo de sus disparos al que lo perseguía.
—¡Eh, el bote! —gritó—. ¡Apártese de mi proa! ¡Vire a estribor!
Tal vez habían oído, habían entendido, o tal vez no, pero empezó a verse una separación entre los botes. Las carronadas de proa dispararon con gran estrépito, lanzando una larga lengua de fuego. No vio caer la bala, pero ésta no hizo ningún daño al segundo bote, que continuó disparando encarnizadamente. Otro disparo, y esta vez lo vio caer, como un penacho sobre el mar gris, muy lejos del bote, pero en la dirección correcta. El primer tiro de mosquete hizo un estruendo por encima de sus cabezas, seguido de otros tres o cuatro juntos. De nuevo una carronada, y ahora la bala fue lanzada con precisión al segundo bote, pues el Polychrest se había desplazado doscientas o trescientas yardas; ésta debía de haber rebotado por encima de sus cabezas, aplacando su furia. Ambos botes siguieron avanzando, pero después del siguiente disparo el segundo viró en redondo, hizo un último disparo de mosquete inútilmente y se puso fuera del alcance de la corbeta con rapidez.
—Póngalo en facha, señor Goodridge —dijo Jack—. Oriente adecuadamente la sobremesana. ¡Ah, el bote! ¿Quién va?
Se oyó un cuchicheo fuera del barco, a cincuenta yardas.
—¿Quién va? —volvió a gritar, inclinándose mucho sobre el pasamanos, con la lluvia golpeándole el rostro.
—Borbón —se oyó una voz muy baja.
Y siguió un fuerte grito que repitió:
—Borbón.
—Venga por sotavento —dijo Jack.
El Polychrest estaba detenido, y ahora cabeceaba y crujía. El bote se abordó con él, se enganchó a las cadenas principales, y a la luz de los faroles Jack vio un cuerpo hecho un ovillo en la popa del bote.
—Le monsieur est touché—dijo el hombre que tenía el bichero.
—¿Está muy herido? ¿Mauvaisement ble…ssay?
—Sais pas, commandant. Il parle plus; je crois bien que c'est un macchabbée à présent. Y à du sang partout. Vous voulez pas me faire passer une élingue, commandant?
—¿Eh? Parlez… Avisen al doctor.
Hasta que el paciente no estuvo en la cabina de Jack, Stephen no vio su cara. Era Jean Anquetil, un joven nervioso, indeciso, valiente pero tímido, y desafortunado; se estaba desangrando. La bala le había perforado la aorta y Stephen no podía hacer nada, nada por él; la sangre salía a borbotones.
—Todo habrá terminado dentro de pocos minutos —dijo, volviéndose hacia Jack.
—De modo que murió, señor, a los pocos minutos de ser traído a bordo —dijo Jack.
El almirante Harte emitió un gruñido y luego dijo:
—¿Eso es todo lo que llevaba encima?
—Sí, señor. Una chaqueta verde, botas, otras prendas de ropa y documentos; todo está muy ensangrentado, lo siento.
—Bien, éste es un asunto para el Almirantazgo. Pero, ¿qué me dice de ese bote de contrabando?
Así que era esa la razón de su malhumor.
—Vi el bote cuando ya estaba en mi puesto, señor. Faltaban cincuenta y tres minutos para la hora de la cita, y si me hubiera acercado a él, forzosamente habría llegado tarde a aquélla, no podría haber regresado a tiempo. Usted sabe cómo es el Polychrest navegando de bolina, señor.
—Y usted sabe que hay que jugarse el todo por el todo, capitán Aubrey. De todos modos, uno no debe ser demasiado escrupuloso. El tipo no fue puntual a la cita; estos extranjeros nunca lo son. Y en cualquier caso, media hora más o menos… e indudablemente no podía haber sido más, ni aunque la tripulación fuera un grupo de viejas. ¿Sabe usted, señor, que los botes de la Amethyst apresaron a ese cabrón de Deal cuando se apresuraba a entrar en Ambleteuse con mil cien guineas a bordo? Me pongo furioso cuando pienso en ello… todo se estropeó —dijo, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
La Amethyst iba de crucero a las órdenes del Almirantazgo, recordaba Jack. El oficial al mando del buque insignia no participaba en el reparto del botín. Harte había perdido alrededor de ciento cincuenta libras; no estaba contento.
—Pero bueno —continuó el almirante—, a lo hecho, pecho. Tan pronto como el viento deje de soplar del sur, me pondré en marcha con el convoy. Esperará usted aquí a que lleguen los barcos de Guinea y los de la lista que Spalding le dará, y los escoltará usted hasta el puerto de Lisboa. No dudo que en su viaje de regreso hará algo para mejorar esta desagradable situación. Spalding le dará las órdenes; no habrá ninguna cita inquebrantable.
Por la mañana, el viento había rolado al oestenoroeste, y la bandera de salida apareció en la punta de cien masteleros de velacho. Montones de botes zarpaban apresuradamente de Sandwich, Walmer, Deal y Dover llevando a capitanes mercantes, pilotos, pasajeros y parientes de éstos; y muchos tratos sucios con sumas desorbitantes de por medio fueron interrumpidos cuando las señales del buque insignia, reforzadas por los insistentes cañonazos, indicaron claramente que quedaba poco tiempo para la partida, que esta vez sería definitiva. Alrededor de las once, todo el grupo, menos los barcos que habían chocado entre sí, navegaban formando tres amplias divisiones o, mejor dicho, montones. Independientemente de que estuvieran ordenados o desordenados, formaban un hermoso cuadro: velas blancas extendiéndose a lo largo de cuatro o cinco millas por el mar gris, y el alto cielo, encapotado, a veces tan gris como éste y a veces tan blanco como aquéllas. También eran una muestra evidente de la enorme importancia del comercio para la isla, una muestra que podría servir para dar a los guardiamarinas del Polychrest una lección sobre economía política y, además, sobre la habilidad de los marineros para escapar a la leva, pues había varios miles de ellos navegando allí, a salvo, tras pasar por el mismo centro del Servicio de leva.
Pero los guardiamarinas, junto con el resto de la tripulación, estaban presenciando el castigo. El enjaretado estaba dispuesto y los ayudantes del contramaestre preparados. El sargento de marina trajo a los transgresores, en una larga fila, acusados de borrachera —la ginebra había estado llegando a bordo procedente de los barcos de aprovisionamiento, como siempre—, robo, desacato y negligencia en el cumplimiento del deber, y de fumar tabaco fuera de la cocina y jugar a los dados. En esas ocasiones, Jack siempre se sentía triste, molesto con todos a bordo, lo mismo con los inocentes que con los culpables; se mostraba altanero, frío, distante, y a todos los que estaban bajo su poder, su poder casi absoluto, les parecía un terrible salvaje, un tipo muy duro. Estaban al comienzo de su misión, y tenía que imponer una férrea disciplina, tenía que apoyar la autoridad de los oficiales. Al mismo tiempo, tenía que moverse con cuidado entre una severidad contraproducente y una indulgencia (aunque, en verdad, algunos cargos eran bastante leves, a pesar de lo que le había dicho a Parker) fatídica; y tenía que hacerlo sin conocer realmente las tres cuartas partes de su tripulación. Era una tarea difícil, y la expresión de su rostro era cada vez más furiosa. Ordenó tareas extra, suspendió el grog durante tres días… una semana… quince días, e impuso como castigo seis latigazos a cuatro hombres, nueve a otro, y una docena al ladrón. No eran muchos azotes; pero en su querida Sophie a veces habían estado dos meses sin sacar el látigo de su bolsa de fieltro rojo; no eran muchos, pero aun así tenía que hacerse una ceremonia con la lectura de los apropiados artículos de las ordenanzas militares, redoble de tambores y la solemnidad de cien hombres reunidos.
Los lampaceros limpiaron y pusieron todo en orden, y Stephen fue abajo para vendar o untar a los hombres que habían sido azotados, es decir, a los que acudían a él. Los hombres de mar se pusieron de nuevo la camisa y volvieron a sus tareas, confiando en que el rancho y el grog les harían ponerse bien, mientras que los campesinos, que nunca antes habían sido azotados a la manera de la Marina, estaban mucho más afectados y se sentían muy abatidos; y por otra parte, el látigo para castigar a los ladrones había golpeado horriblemente la espalda de Carlow, pues el ayudante del contramaestre era primo del hombre a quien había robado.
Volvió a subir a cubierta poco antes de que se diera la voz de rancho, y al ver al primer oficial paseándose de un lado a otro con aire complacido, le dijo:
—Señor Parker, ¿me permitiría usted usar un bote pequeño dentro de, digamos, una hora? Quisiera caminar sobre los bancos de arena de Goodwin con la marea baja. El mar está tranquilo; el día es propicio.
—Por supuesto, doctor —dijo el primer oficial, que siempre estaba de buen humor después de una azotaina—. Puede usar el cúter azul. Pero no se perderá usted el rancho, ¿verdad?
—Me llevaré pan y un pedazo de carne.
Así que allí estaba, en aquel extraño paraje totalmente silencioso, caminando sobre la arena firme y húmeda de los bancos, que el mar acariciaba y por cuyos extremos pasaban corrientes de agua; y mientras, se llevaba a la boca el pan con una mano y la carne con la otra. Se encontraba tan por debajo del nivel del mar que la parte de la costa donde estaba Deal no podía verse; el mar, gris y tranquilo, formaba un disco a su alrededor, y el bote, en una lejana cala al borde de la hilera de bancos, parecía estar a una gran distancia o en otro plano. La arena se extendía ante él, formando suaves ondas, con oscuros restos de barcos naufragados medio enterrados aquí y allá, a veces enormes armazones, otras simples cuadernas, en un cierto orden que no comprendía pero que podría llegar a entender, estaba seguro, si su mente usaba ciertos recursos, sería tan simple como empezar el alfabeto por la x, simple si pudiera encontrar la primera clave. Un aire distinto, una luz distinta; una grata sensación de estabilidad y, por tanto, de estar en otro tiempo, que no era diferente en absoluto a la producida por el láudano. Ondulaciones hechas en la arena por las olas; rastros de anélidos, navajas, almejas; una distante bandada de lavanderas pasaban volando, con rapidez, muy juntas, girando todas a la vez y cambiando de color al girar.
Su dominio se hacía más grande a medida que bajaba la marea; nuevos bancos de arena aparecían, extendiéndose más y más hacia el norte bajo la tenue luz; las islas se unían unas a otras, el agua cristalina desaparecía, y sólo allí a lo lejos, al borde de su mundo, había pequeños ruidos, el choque de las suaves olas y el distante grito de las gaviotas. Ahora iba disminuyendo, apenas perceptiblemente, grano a grano; por todas partes comenzó calladamente un movimiento del agua hacia el interior, que sólo se notaba por el ensanchamiento de los canales entre los bancos, adonde el agua llegaba ahora con fluidez desde el mar.
Los tripulantes del bote habían estado pescando platijas tranquilamente todo ese tiempo y habían llenado dos cestas con sus capturas.
—Ahí está el doctor —dijo Nehemiah Lee— moviendo los brazos. ¿Está hablando solo o trata de decirnos algo?
—Está hablando solo —dijo John Lakes, un ex tripulante de la Sophie—. Lo hace a menudo. Es un hombre muy sabio.
—Se quedará aislado si no se preocupa de salir de ahí —dijo Arthur Simmons, un marinero del castillo algo mayor y polémico—. A mí me parece casi tan extraño como un extranjero.
—Te vas a tragar eso, Art Simmons —dijo Plaice—, o te romperé la boca.
—¿Tú, con la ayuda de quién? —respondió Arthur Simmons, acercando la cara a la de su compañero.
—¿No tienes ningún respeto por la sabiduría? —dijo Plaice—. Cuatro libros a la vez le he visto leer. Sí, con estos ojos que ves aquí —los señalaba—, y le he visto abrir el cráneo de un hombre, sacarle los sesos, arreglárselos, volverlos a meter, clavarle una placa de plata, y después coserle el cuero cabelludo, que le caía por encima de una oreja y le tapaba la cara, con una aguja y un punzón; y cosía con tanta destreza como el velero de un navío del Rey.
—¿Y cuándo enterrasteis al pobre desgraciado? —preguntó Simmons, con una seguridad insultante.
—Pues se pasea por la cubierta de un navío de setenta y cuatro cañones en estos momentos, grandísimo ignorante —dijo Plaice—. Su apellido es Day, es el condestable del Elephant; está mejor que nunca y ha sido ascendido. Así que puedes meterte tus palabras por el culo, Art Simmons. ¡Vaya si tiene sabiduría! Le he visto coser el brazo de un hombre, que le colgaba sólo de un hilo, mientras hacía comentarios en griego.
—Y mis partes —dijo Lakey, mirando con turbación hacia la borda.
—Recuerdo cómo se enfrentó al viejo Parker cuando amordazó a ese pobre desgraciado de la guardia de babor —dijo Abraham Bates—. Esas eran palabras sabias, aunque no pude entender más de la mitad.
—Bueno —dijo Simmons, molesto por tanta devoción, ese sentimiento profundamente irritante—, pero ha perdido las botas, a pesar de toda su sabiduría.
Eso era verdad. Stephen volvió atrás sobre sus pasos, dirigiéndose hacia un trozo de mástil que sobresalía de la arena, sobre el que había dejado las botas y los calcetines, y con angustia comprobó que las huellas, aún bien visibles, partían directamente del mar. Las botas ya no estaban, sólo había agua y un calcetín flotando en un pequeño círculo de espuma a cien yardas de distancia. Durante unos instantes, hizo reflexiones sobre el fenómeno de la marea; poco a poco trajo su mente a la realidad, y entonces se quitó la peluca, la chaqueta, la corbata y el chaleco.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó Plaice—. ¡Se ha quitado la chaqueta! Nunca debimos dejarle solo en esos bancos de arena. El señor Babbington dijo: «No le deje pasearse por esos bancos de arena, Plaice, o le arrancaré la piel». ¡Eh! ¡Eh, doctor! ¡Señor! Vamos compañeros, deprisa. ¡Eh, ahí!
Stephen se quitó su larga bufanda de lana, la camisa y los calzoncillos, y comenzó a adentrarse en el mar, apretando los labios y mirando fijamente lo que creía que era el trozo de mástil, allí bajo la transparente superficie. Eran unas botas valiosas, de suela de plomo, y les tenía mucho cariño. En el fondo de su mente oyó los fuertes y desesperados gritos, pero no les prestó atención; cuando llegó a una determinada profundidad, se apretó la nariz con los dedos y se zambulló.
Un bichero se enganchó en su tobillo, un remo le golpeó en la nuca dejándole medio aturdido; su rostro se hundió profundamente en la arena y sus pies emergieron. Entonces le recogieron y le subieron al bote, aún con las botas bien agarradas.
Estaban furiosos. «¿No sabía que podría resfriarse? ¿Por qué no había respondido a sus gritos? De nada servía que les dijera que no había oído, pues sabían que no era así; él no era duro de oído. ¿Por qué no había esperado por ellos? ¿Para qué servía un bote? ¿Era ese el momento adecuado para nadar? ¿Creía que era pleno verano? ¿O acaso el día de Lammas17? Ya vería el frío que iba a pasar, con la piel azulada y temblando como la gelatina. ¿Un grumete recién llegado a un barco habría hecho algo tan malo? No, señor, no. ¿Qué dirían el capitán, el señor Pullings y el señor Babbington cuando se enteraran de sus disparates? Por Dios que nunca habían visto nada tan descabellado; y si no decían la verdad, que Él les castigara. ¿Dónde había dejado su sabiduría? ¿A bordo de la corbeta?» Le secaron con sus pañuelos, le vistieron a la fuerza y le llevaron rápidamente de regreso al Polychrest. «Tenía que irse directamente abajo, acostarse y envolverse con mantas —pero sin sábanas, claro— y tomarse una pinta de grog para sudar mucho. Ahora iba a subir por el costado, como un buen cristiano, y nadie lo notaría».
Plaice y Lakey, tal vez los hombres más fuertes del barco, con brazos de gorila, le subieron a bordo y le llevaron apresuradamente a su cabina sin pedir permiso; allí le dejaron a cargo de su sirviente, haciendo una serie de recomendaciones para su cuidado.
—¿Va todo bien, doctor? —preguntó Pullings, mirándole con expresión ansiosa.
—¡Oh, sí, gracias, señor Pullings! ¿Por qué me lo pregunta?
—Bien, señor, al ver flotando su peluca vuelta del revés y su bufanda suelta, pensé que tal vez le había ocurrido una desgracia.
—¡Oh, no, en absoluto! Muchas gracias. Las recobré, después de todo. Me precio de tener las mejores del reino: son de excelente piel de asno de Córdoba. No les causará ningún daño una irreflexiva inmersión de una hora. Y dígame, ¿qué ceremonia se celebraba cuando subía al barco?
—Era para el capitán. Estaba a una pequeña distancia detrás de usted, subió a bordo no hace ni cinco minutos.
—¡Ah, no sabía que había salido del barco!
* * *
Jack estaba de muy buen humor.
—Espero no molestarte —dijo—. Le dije a Killick: «No le moleste bajo ningún concepto si está ocupado». Pero pensé que con la noche desagradable que hace ahí fuera y con la estufa tirando tan bien aquí dentro, podríamos tocar un poco de música. Prueba antes este madeira y dime qué te parece. Canning me envió un barril entero. En mi opinión, es muy agradable al paladar.
Stephen reconoció el aroma que impregnaba a Jack y que llegó hasta él cuando le alcanzó el vino. Era el perfume francés que había comprado en Deal. Dejó a un lado el vaso con tranquilidad y dijo:
—Debes perdonarme esta noche, no me siento muy bien. Creo que debería meterme en la cama.
—¡Mi querido amigo, cuánto lo siento! —dijo Jack con expresión preocupada—. Espero que no hayas cogido frío. ¿Hay algo de verdad en esa tontería que me han dicho de ti, que intentabas nadar en la zona de los bancos de arena? Por supuesto que debes meterte en la cama enseguida. ¿No sería conveniente que tomaras alguna medicina? Déjame prepararte una fuerte…
Encerrado en su cabina, Stephen escribió:
«Es increíblemente pueril sentirse turbado por un aroma, pero estoy turbado y aumentaré la dosis a quinientas gotas». Se sirvió un vaso lleno de láudano y, cerrando un ojo, se lo bebió. «De todos los sentidos, el olfato es con mucho el más evocador, quizás porque al faltarnos un vocabulario para describir la vasta complejidad de olores —sólo unos pocos términos para hacer una imperfecta aproximación—, éstos, innominados e innominables, se mantienen libres de asociaciones. Después de aspirar un aroma una y otra vez, por una simple palabra uno no puede dejar de ser sensible a él; y siempre que ese aroma vuelve, trae consigo el recuerdo de las circunstancias en que fue percibido por primera vez, sobre todo cuando ha pasado desde entonces un considerable periodo de tiempo. El aroma de que hablo me ha traído el recuerdo de aquella Diana del baile en conmemoración de la victoria de San Vicente, llena de ímpetu, tal como la veía entonces, sin la grosería y la pérdida de atractivo que veo hoy. Y en cuanto a esa pérdida, esa mínima pérdida, la celebro y deseo que continúe. Siempre tendrá la cualidad de ser muy impetuosa, siempre tendrá empuje, dinamismo, valor y esa asombrosa gracia natural, espontánea, infinitamente conmovedora. Pero si, como ella dice, su rostro es su fortuna, entonces ya no es Creso, su riqueza está disminuyendo; y seguirá disminuyendo, de acuerdo con ese criterio, y antes de los fatídicos treinta años llegará a un nivel tal que ya no seré objeto de su desprecio. En todo caso, esa es mi única esperanza; y necesito tener esperanza. Su grosería es algo nuevo para mí, y no tengo palabras para expresar cuan dolorosa me resulta; antes ya había indicios de ella, incluso en ese baile, pero entonces era un acto de rebeldía o una reacción ante un tratamiento descortés, es decir, una grosería como reflejo de la de otros; ahora no. ¿Será quizás producto de su odio hacia Sophia? ¿O es eso demasiado sencillo? Y si aumenta, ¿destruirá su gracia? ¿Hasta qué punto soy responsable de su grosería? En una relación de esta clase, cada uno conforma al otro, hasta cierto punto. Nadie podría haberle dado mayor oportunidad que yo de ejercitar su lado malo. Pero hace falta mucho, mucho más que eso para la mutua destrucción. Esto me recuerda al contador, aunque apenas hay conexión entre ambas ideas. Antes de que llegáramos frente a los downs, vino a verme con gran secreto y me pidió un antiafrodisíaco.
Contador Jones: Soy un hombre casado, doctor.
S. M.: Sí.
Jones: Pero la señora J. es una mujer muy religiosa, una mujer muy virtuosa, y no le gusta hacerlo.
S. M.: Lamento oírlo.
Jones: Su mente no está preparada para eso. Y no es porque no sea amable y cariñosa, y atenta, y hermosa, todo lo que un hombre pueda desear. La cuestión es que soy un hombre muy vigoroso, doctor. Sólo tengo treinta y cinco años, aunque usted no lo crea, viéndome calvo y barrigón. A veces doy vueltas en la cama toda la noche, y me abraso, como dice la epístola; pero es en balde, y a veces pienso que voy a hacerle daño, es algo tan… Por eso me hice a la mar, señor, aunque no he nacido para marino, como usted bien sabe.
S. M.: Esto es muy grave, señor Jones. ¿Le explica usted a la señora Jones que…?
Jones: ¡Oh, sí, señor! Y llora y me promete que será una mejor esposa para mí, y afirma que no es una persona ingrata. Entonces, uno o dos días se acerca a mí, pero lo hace sólo por obligación, señor, sólo por obligación. Y al poco tiempo todo vuelve a ser igual otra vez. Un hombre no puede estar pidiendo eso todo el tiempo; y si lo que uno pide no se le da con voluntad… no es igual… es como del día a la noche. Un hombre no puede hacer de su propia mujer una puta.
Jones estaba pálido y sudoroso y hablaba con profunda franqueza. Dijo que siempre había querido irse lejos en un barco, aunque odiaba la mar y que ella vendría a encontrarse con él en Deal. Y puesto que había medicamentos para potenciar el deseo sexual, esperaba que hubiera alguno que lo quitara y que yo pudiera recetarle para que ellos se comportaran como novios. Dijo que era preferible que le castraran a seguir así y repitió que "un hombre no puede hacer de su propia mujer una puta".»
Algunos días después el diario continuó:
«Desde el miércoles J. A. ha sido su propio amo, y creo que está abusando de su posición. Por lo que sé, el convoy se completó ayer, si no antes; los capitanes vinieron a bordo para recibir instrucciones, el viento era favorable y la marea tenía un nivel adecuado, pero la salida fue aplazada. Corre grandes riesgos por la insensatez de bajar a tierra, y cualquier observación mía le parece de mala fe. Esta mañana el muy condenado sugirió que yo podría haber hecho que le apresaran, que no me habría sido difícil en absoluto. Hizo la sugerencia dando un montón de buenas razones, la mayoría de carácter altruista, y mencionó el honor y el deber; me sorprende que no haya mencionado también el patriotismo. Hasta cierto punto J. A. conoce mis sentimientos, y cuando me comunicó la invitación de ella para cenar, dijo que "casualmente se había encontrado con ella" y continuó dando detalles sobre esa coincidencia de una forma que provocó en mí benevolencia en vez de rabiosos celos. Es el mentiroso más inepto y más fácil de reconocer que he visto, pues es poco claro, complicado, demasiado minucioso. La cena fue agradable; creo que estando advertido puedo soportar más de lo que suponía. Hablamos amigablemente de tiempos pasados, comimos muy bien y tocamos música; por cierto que su primo es uno de los mejores flautistas que he oído. Conozco poco a D. V., pero me parece que su sentido de la hospitalidad (es sumamente generosa) anula sus otros sentimientos más turbios; también creo que siente algún afecto por nosotros dos, aunque, en ese caso, no entiendo cómo puede exigir tanto de J. A. Estaba hermosa como nunca; fue una noche deliciosa. Sin embargo, anhelo que llegue mañana y que el viento sea favorable. Si rola hacia el sur, si por su causa él permanece detenido una semana o diez días, está perdido: será atrapado.»