PRÓLOGO
de Federico Schopf
Esta edición de Residencia en la tierra —destinada a un lector no especialista y provista de notas que podrían ayudar en una lectura con frecuencia difícil— surge en un momento en que la atención pública en torno a la obra nerudiana se ha ido desplazando desde los textos que escenifican un poeta fundamentalmente político, afirmativo, hasta aquellos poemas en que se hace visible más bien una actitud de indagación, de recuperación de experiencias que promueven visiones no ideologizadas de la existencia. Incluso la lectura de obras como Canto General tiende actualmente a sorprender dimensiones que entran en conflicto con su lectura canónica y totalizante.
En este sentido, resultaría productivo —atrayente, magnetizado por la propia escritura nerudiana— articular Residencia en la tierra en un desarrollo que —desde el erotismo trágico de Veinte poemas de amor y una canción desesperada— conduzca a las interrogaciones e imágenes de «Alturas de Macchu Picchu» y desde allí, pasando por la retórica veladamente crítica de Estravagario, acceda a las melancólicas incertidumbres de Memorial de Isla Negra, a sus recuerdos que evitan cautelosamente caer en los abismos y se reanude en parte de su poesía póstumamente publicada, en su lúcido, resignado reencuentro con la intimidad y extrañeza de la tierra y de sí mismo, base material para un (im)posible recomienzo de la historia. Perseguiríamos, así, un movimiento que parece circular, pero que puede imaginarse mejor como una espiral en que la reiteración de preguntas que, por lo demás, nunca son idénticas —«nosotros los de entonces ya no somos los mismos»— y la acumulación de experiencias en una (des)orientación análoga van produciendo el espacio en que un sujeto —sin unidad, deshilachado, disperso— sigue reteniendo un contacto discontinuo con una exterioridad también dispersa, una especie de no-yo relacionado con un no-mundo.
Este movimiento —uno de los que puede leerse, creo, en la obra nerudiana— se contrapone violenta, corrosivamente con el desarrollo construido —por cierta crítica y por voluntad del poeta mismo— desde una subjetividad alienada hasta la asumpción del ser social y la representación totalizante de la naturaleza y la historia[1].
Primeras recepciones
Residencia en la tierra —publicada por primera vez completa en 1935 en Madrid— nunca dejó de ser considerada, en los círculos de avanzada literaria, como uno de los textos decisivos de Neruda y, paulatinamente, de la poesía de nuestro tiempo. Baste recordar la tirada aparte de «Tres Cantos Materiales» que, como homenaje a Neruda, realizaron los más relevantes poetas españoles de la Generación del 27 —entre ellos, Aleixandre, Alberti, García Lorca, Cernuda— y las palabras con que Gabriela Mistral —que estaba fuera de Chile— recibió la aparición de Residencia en la tierra: «La poesía última… de la América debe a Neruda cosa tan importante como una justificación de sus hazañas parciales. Neruda viene detrás de varios oleajes poéticos de ensayo, como una marejada mayor que arroja en la costa la entraña entera del mar, que las otras dieron en brazada pequeña o resaca incompleta»[2].
En Chile —donde la vanguardia se dio más en una práctica poética dispersa que en la formación de grupos en torno a manifiestos— uno de los defensores de la poesía nueva, Arturo Aldunate Phillips, llegó incluso a extrañarse de que los poemas de este libro no fueran considerados «al mismo tiempo sencillos y fáciles de asimilar desde el primer momento». Para este ingeniero y lector entusiasta de las vanguardias «sobre la tierra ferozmente removida (por la primera guerra mundial, la revolución rusa, la mexicana, la crisis económica de 1929) han nacido los valores artísticos definitivos de la época, que han captado lo real que existía en esas inquietudes y angustias y han creado obras de arte verdaderas»[3].
Distinta fue la reacción de la crítica literaria oficial, retenida en modelos institucionalizados de hacer y leer poesía. Alone —admirador de Crepusculario y todavía, aunque ya con reservas, de los Veinte poemas— exclamaba ante Residencias: «La verdad, el bien, la belleza. Antes se sabía lo que eran, antes había normas inmortales y arquetipos. Antes se sabía y se creía. Ahora…», pero no dejaba de percibir —sombríamente inquieto— de que en esta escritura se producía la dispersión del yo y se alcanzaba a divisar «el caos poético —o antipoético— en que el mundo se sumergió después de la Gran Guerra»[4].
Años de producción
Los poemas de Residencia en la tierra fueron escritos entre 1925 y 1935 en diversas y alejadas regiones de la Tierra: en Chile, en algunas colonias europeas del Lejano Oriente, en Argentina, en España, es decir, en las periferias de la sociedad moderna.
La vida de Neruda era particularmente difícil en ese entonces. Pese al triunfo literario de Veinte poemas de amor y una canción desesperada —en que no sólo la juventud reconocía la expresión de su erotismo— el poeta pasaba por graves problemas económicos y sobre todo afectivos. El último verso de «Una canción desesperada» representaba emblemáticamente su situación: era «la hora de partir. ¡Oh abandonado!».
Pero su puesto de cónsul honorario no estaba en París —capital del siglo XIX y, en esos momentos, centro de renovación artística internacional—, sino en el otro extremo del mundo: en Rangún, Colombo, Batavia, Singapur. Desde la bahía de Bengala escribe a un amigo: «Tengo que decirle, huyo de Birmania y espero que sea para siempre. No voy muy lejos: Ceylán, distante para usted, para mí la misma latitud, el mismo clima, la misma suerte… Ahora, preparémonos al horror de estas colonias de abandono, tomemos el primer whisky and soda o chota pegg… Beber con ferocidad, el calor, olas, fiebres. Enfermos y alcohólicos por todas partes»[5]. Más tarde —hacia 1962— el poeta recuerda en sus Memorias: «La verdadera soledad la conocí en aquellos días y años de Wellawatha… Entre los ingleses vestidos de smoking todas las noches y los hindúes inalcanzables en su fabulosa inmensidad, yo no podía elegir sino la soledad, y de ese modo aquella época ha sido la más solitaria de mi vida»[6].
Pero la escritura poética no es mera ilustración de la vida del poeta ni de su época. No es un simple reflejo o representación pasiva de experiencias o ideas anteriores a la escritura. Parece más bien producción de (no) sentido —conocimiento, desconocimiento, conocimiento de una ilusión, ilusión de un conocimiento—, trabajo con los materiales de la experiencia y con los signos.
Conciencia crítica
Paralelamente a la elaboración de los poemas de Residencia en la tierra sostuvo Neruda correspondencia con un escritor argentino: Héctor Eandi. Gracias a ella, podemos tener indicios suplementarios del alto grado de conciencia crítica que tuvo el joven Neruda respecto a su trabajo poético en esos años.
Una de sus sensaciones —que arrastra desde antes de llegar a esta situación de extrema soledad— es la de su dificultad de comunicación: «sufro una verdadera angustia por decir algo, aún solo conmigo mismo, como si ninguna palabra me representara, sufriendo enormemente por ello. Hallo banales todas mis frases, desprovistas de mi propio ser»[7]. No sólo no se siente expresado en la comunicación por medio del uso normal —normalizado, reducido a los significados y representaciones establecidas, dirigido a confirmar las certezas cotidianas— del lenguaje: en una carta anterior —del 11 de mayo de 1928, Neruda tiene 24 años— confiesa que «la disposición poética» le conduce a una «vía más inaccesible» y agrega —reteniendo cierta relación con la exterioridad o creyendo que la tiene—: «de modo que gran parte de mi labor se cumple con sufrimiento, por la necesidad de ocupar un dominio un poco remoto con una fuerza seguramente demasiado débil»[8]. Esta fuerza es, en cierto modo, una contrafuerza, desgastada en combatir falsas representaciones —en todos los sentidos de este término— y ocupada en reorientar las palabras, en reimprimirles o descubrirles otras capacidades significantes. El hilo precario que sostiene a esta fuerza es el contacto con una exterioridad que no es sólo recubierta o inalcanzable, sino que rehúye entregar un sentido, lo difiere persistentemente.
En otra carta del mismo año Neruda pregunta —con entusiasmo delirante— respecto a ese exterior que es, en cierta medida, también su interioridad: «Pero, verdaderamente, ¿no se halla usted rodeado de destrucciones, de muertes, de cosas aniquiladas? ¿En su trabajo, no se siente obstruido por dificultades e imposibilidades? ¿Verdad que sí? Bueno, yo he decidido formar mi fuerza en este peligro, sacar provecho de esta lucha, utilizar estas debilidades»[9].
Su largo, paciente trabajo —«¿quién puede jactarse de paciencia más sólida?»— se precipita en una escritura que alcanza a traspasar un límite —que no sólo lo hace retroceder alejando su impenetrabilidad opaca, que no sólo lo contamina de subjetividad esperanzada, no sólo transforma el exterior en superficie de la proyección sentimental— e instala al sujeto en la relación misma, en el descentramiento, en la ausencia de ser de lo que «durando se destruye». Así, escribe a J. S. González Vera: «Ahora bien, mis escasos trabajos últimos, desde hace un año, han alcanzado gran perfección (o imperfección), pero dentro de lo ambicionado. Es decir, he pasado un límite literario que nunca creí capaz de sobrepasar, y en verdad mis resultados me sorprenden y me consuelan. Mi nuevo libro se llamará Residencia en la tierra… Todo tiene igual movimiento, igual presión… como una misma clase de insistentes olas. Ya verá usted en qué equidistancia de lo abstracto y lo viviente consigo mantenerme y qué lenguaje tan agudamente adecuado utilizo»[10].
Algunas observaciones sobre Galope Muerto
Galope muerto —hermético, de dificultad expresiva, oscuro de sentido, metafísico— es el poema que abre el conjunto y en varios sentidos lo representa. Ya su título nos introduce en el estilo antitético, paradójico, intensamente figurado que caracteriza la escritura residenciaria y su ambición de penetrar más allá de las visiones establecidas del mundo y el sujeto. La anormalidad sintáctica es otro recurso extremo de expresión: aquello de lo cual se habla —y que motiva la escritura— no aparece mencionado en el poema. Podría pensarse que al nombrarlo no aparece o más bien aparece representado, mediado, interferido, recubierto, sustituido. Aquello es
Como cenizas, como mares poblándose,
en la sumergida lentitud, en lo informe,
o como se oyen desde el alto de los caminos
cruzar las campanadas en cruz,
teniendo ese sonido ya aparte del metal,
confuso, pesando, haciéndose polvo,
en el mismo molino de las formas demasiado lejos,
o recordadas o no vistas…
Lo no mencionado es como la germinación en el agua o los restos consumidos por el fuego, reúne la superficie, lo alto y lo bajo, es un movimiento que parece vertical, de hundimiento y elevación, pero que se revela circular y —en las imágenes de las comparaciones— atrae varios sentidos: el oído, el tacto: pesando, la vista, el olfato:
y el perfume de las ciruelas que rodando a tierra
se pudren en el tiempo, infinitamente verdes.
La imagen de la molienda sobrepasa al presente y al alcance de la percepción: las formas se deshacen también en la lejanía, en el pasado, en la ausencia, en otros tiempos. La rueda del molino sugiere un movimiento circular, la rueda del tiempo, el ciclo de la naturaleza desde la germinación a la muerte, la sucesión de las estaciones del año, el tiempo como repetición en la naturaleza y como ruptura y conciencia de pérdida, de finitud en el sujeto instalado en el presente, en el límite, en la experiencia de corte, la separación, la discontinuidad:
la espesa rueda de la tierra
su llanta húmeda de olvido
hace rodar, cortando el tiempo
en mitades inaccesibles[11].
Pero la aparente regularidad del desarrollo cíclico de la naturaleza aparece también interferida: el sujeto residenciario accede a una visión catastrófica de esa regularidad: «las ciruelas… rodando a tierra / se pudren en el tiempo, infinitamente verdes», esto es, antes de su maduración, antes del tiempo de su proceso propio. No sólo la repetición no repite necesariamente lo mismo, no sólo se acumulan los efectos anteriores del tiempo: además en la repetición se interpone una especie de imprevisibilidad que puede conducirnos a la representación de una especie de historia de la naturaleza, de una temporalidad natural irrepetible.
La estrofa siguiente reconoce el movimiento en la inmovilidad: parece reiterar un centro, pero las comparaciones lo pluralizan, proponen no tanto un equilibrio, una afirmación de ese centro, sino más bien una tendencia centrífuga, una tendencia que descentra el movimiento, mezcla y atrae los extremos:
Aquello todo tan rápido, tan viviente,
inmóvil sin embargo, como la polea loca en sí misma,
esas ruedas de los motores, en fin.
Existiendo como las puntadas secas en las costuras del árbol,
callado, por alrededor, de tal modo,
mezclando todos los limbos sus colas.
Aquello de que se habla y se alude de modo indirecto, no estaría sólo en el centro; es además lo que rodea al sujeto y está también afuera del horizonte de sus experiencias, más afuera y más adentro del límite de sus percepciones. El sujeto reconoce sus huellas —las marcas de su paso— en la corteza del árbol y en la madera misma: son las costuras que relacionan las «mitades inaccesibles», la que aparece y la que no aparece en el presente y en el pasado.
El sujeto tampoco se siente instalado en el centro de una exterioridad que lo sobrepasa. La posición fija, la perspectiva central que organiza la exterioridad en un espacio cerrado, que unifica el espacio, lo delimita y lo instala en el instante —lo eterniza en el ser de su apariencia—, que produce la ilusión de dominio de la totalidad en el acceso a su fundamento, le es ya insuficiente. Su detención en lo inmóvil le entrega la experiencia de una totalidad que no puede aprehender y le resulta inabarcable. Los fragmentos representados fragmentariamente —también porque retienen las huellas de lo no presente— exceden alegóricamente a su propia apariencia. No representan sólo la lenta descomposición de todo lo existente[12]. El sujeto residenciario no sólo afirma el devenir, la desintegración: afirma el no ser del devenir, el (no) fundamento del devenir como el (no) ser que no es estático; es —para decirlo negativamente— la diferencia irrepresentable en el puro presente, la hendidura del tiempo, su entrevisión en una perspectiva quebrada que, en el acto de torcerse, de hacerse cóncava, convexa, elíptica, abre escorzos más allá del instante y la pura presencia.
La última estrofa produce el efecto de un agregado, de un suplemento. El sujeto atravesado por la angustia —y que ha sido presa súbita del júbilo al hablar de la actividad poética— se retrotrae a la distancia de quien da testimonio. Contempla exteriormente la relación (que siente) interna a la naturaleza entre la presencia y «eso» que, en cierto sentido, la completa, la plenifica oscuramente, la hace devenir, movimiento, desarrollo:
Adentro del anillo del verano
una vez los grandes zapallos escuchan,
estirando sus plantas conmovedoras,
de eso, de lo que solicitándose mucho,
de lo lleno, oscuros de pesadas gotas.
Al revés de Amado Alonso, creo que «la contorsión sintáctica no practicada siquiera por Góngora en su extremado hipérbaton» —y que corresponde a una de las lecturas de este ambiguo texto— conduce con gran eficacia expresiva en la dirección señalada por el propio Neruda en una paráfrasis: «oscuros de eso, de lo que solicitándose mucho, de lo lleno, oscuros de pesadas gotas»[13].
En el poema no hay —como concluye Alonso— «un fracaso de la poetización»[14]; por el contrario, existe un trabajo con la lengua y sus contextos que traspasa los límites de las significaciones y las imágenes establecidas. La unidad del poema es externa a la relación del sujeto con la exterioridad y consigo mismo. La adjunción mecánica de la última estrofa es una forma de leer la opacidad de los signos y la materia, de medir la distancia entre la presencia, el no ser y la temporalidad de lo existente.
Residencia revisitada
La variedad de interpretaciones de que ha sido objeto Residencia en la tierra —una variedad que no produce sólo una acumulación progresiva de conocimiento y que no sólo conduce a una comprensión cada vez más perfecta de ella— es ya un indicio de lo adecuada que estuvo, por parte de Amado Alonso, la calificación de su estudio como «introducción a una poesía hermética».
Por cierto, la escritura de Residencia no es hermética en el sentido —semejante al trovar clus de la literatura provenzal— de que haya sido elaborada a partir de un código secreto, cuyo conocimiento permitiría, a los iniciados, descifrarla. Es claro que las dificultades que esta escritura opone a su lectura no provienen de una intención de ocultar el mensaje comunicado. Todo lo contrario, la voluntad, el deseo, la necesidad del sujeto es la de penetrar la oscuridad con que se le aparece la realidad externa y su propia subjetividad, mediadas además, y no sólo suplementariamente, por un sistema de significaciones e imágenes que le parece que encubren o tergiversan el sentido que presiente o anhela en sus experiencias. La (des)orientación de esta escritura, arraigada y promovida en experiencias que resisten las formalizaciones heredadas, obstaculiza reiterada, persistentemente la ilusión de acceder a una lectura unívoca que sirva de base a una variedad acotada de interpretaciones.
Mi impresión es que incluso en contra de la voluntad misma del sujeto de esta escritura —y de la obra entera de Neruda—, ella no conduce a una comprensión acabada, totalizadora, de las experiencias, que las interprete o comprenda en una totalidad o en una substancia fundante, sino que, más bien, paradójicamente, rompe los límites de la totalidad que niega, parece alcanzarla, pero la difiere (dis)continuamente.
Con cierta cautela —o audacia— podría decirse que la totalidad a que la escritura tiende —al margen o junto a la intención de su sujeto— es una totalidad diferente a las que promueven las herencias acumuladas en la lengua y en las figuras ya codificadas. Así, una desviación peligrosa —a mi juicio erróneamente reductora en tanto acorta el camino— sería aquella que recondujera esta escritura a la simbología heredada, de la que sin duda hace uso, aunque no siempre, más bien casi nunca, directo. La escritura de Residencia quiere alcanzar sus referencias por medio, entre otros medios, de la reorientación, la mezcla, la contracción, la retracción, la agudeza —no sé si sistemática— de la retórica, la tópica, la simbología literaria.
Hernán Loyola —con seguridad el estudioso más autorizado de la obra nerudiana— ha propuesto en uno de sus últimos ensayos: «Residencia revisitada» (1985) una interpretación y una lectura que continúa, pero a la vez reajusta en parte sus trabajos anteriores[15].
Una de sus sugerencias más productivas se refiere a la (dis)posición del sujeto de la escritura residenciaria y a la evolución que le registra desde la primera Residencia (1925-1931) hasta la segunda (1931-1935).
Caracteriza la disposición del sujeto su «afirmación apasionada de un afuera». La experiencia simultánea de alienación y dependencia —respecto de la exterioridad y de sí mismo— le conduce a una actitud «similar a la fervorosa porfía de un amante tenazmente rechazado» que, apoyado en una «desolada confianza», aspira a (re)descubrir la relación con el afuera —el sentido de la existencia— y a integrarla prácticamente a su propia vida.
Degradado por el «largo rechazo», su autorrepresentación se retrotrae a la posición de un testigo que —como agudamente señala Loyola— no sería un «simple espectador, neutro y pasivo, de su propio drama», sino, más bien, alguien que ha sujetado por necesidad sus anhelos de conocimiento y relación a una ardiente y vigilante espera, obediente a los signos de la realidad externa.
Pero esta profunda degradación —en que el sujeto se siente aislado, humillado, desprovisto de forma, innecesario— retiene todavía el recuerdo de un sentido profético: el autorretrato —dice Loyola— «se caracteriza y define, en Residencia I, precisamente por esta dialéctica coexistencia de Degradación y Profecía. Cada vez que se explora o describe en términos de impotencia, debilidad, alienación o esclavitud (en el sentido recién explicado), el sujeto termina por reintroducir en su discurso, sin negar lo anterior… la dignidad y el orgullo de la propia figura, y en particular la razón misma de toda la operación. No hay antagonismo ni exclusión, entonces, en este contrapunto degradación/profecía, antes bien hay un mutuo reforzamiento al interior de los textos»[16].
La degradación —que contamina a todos, que es generalizada— ocurre en un tiempo social en que el poeta, pese a su aislamiento, sigue sintiendo que «un poco de cada oficio, un resto humillado / quiere trabajar su parte en nuestro interior» («Colección nocturna»). Los días son de una «uniformidad mortal», son el espacio del «olvido y de la discontinuidad homogeneizantes… como repetición discontinua… son la negación del aumento, del crecimiento, de la acumulación que rige la vida en la naturaleza»[17].
Para Loyola, ya en la primera Residencia el sujeto en el fondo se obstina en sostener que «no es la muerte (discontinuidad y olvido) quien reina en el tiempo humano». Un día especial, elegido —«¡Qué día ha sobrevenido!»— se contrapone al resto, es decir, a la mayoría de los días y muestra que «es su verdadero rostro, que ellos, por misteriosas razones, persisten en esconder»[18].
También ya en la primera Residencia, el fantasma —de «El fantasma del buque de carga»— sería el tiempo objetivado en las cosas y simultáneamente «una representación del poeta mismo y de su relación con el propio tiempo progresivo, que no le consiente vivirlo sino sólo percibirlo y registrarlo»[19].
En los poemas de la segunda Residencia, la autorrepresentación del poeta se va despojando de dimensiones y esperanzas —en el regreso al Sur, por ejemplo, experimenta la pérdida de la provincia de infancia como refugio: ahora es «muros de ceniza», «orilla donde el mar azota con furia»— hasta desembocar en la más intensa sensación de vacío, innecesariedad, despertenencia, aislamiento, sórdida circulación improductiva.
Paradójicamente, sin embargo —en una estructura de quiasmo—, esta misma mengua del sujeto, que no retiene ilusiones y que ha perdido su carga profética, lo reduce a la más nuda percepción de lo otro, la exterioridad, y la interioridad que, hasta el momento, se han experimentado como ajenos e inalcanzables. El poeta mira, «como un párpado atrozmente levantado a la fuerza», la fuerza de lo otro en sí mismo. En este poema —«Agua sexual»— «veo no implica separación entre el yo que ve y lo visto, sino un movimiento recíproco entre ambos. De modo que este ver significa una inmersión en (una zona profunda de) el mundo inmediato y simultáneamente una entrada en sí mismo (en una zona profunda del yo)»[20]. La sexualidad, el propio cuerpo, el propio pasado comienzan a ser recuperados como partes substanciales del yo actual. Los «Tres cantos materiales» permiten —luego de la inmersión en la naturaleza del hombre que es el sexo, señala Loyola— el descenso del poeta «a la profundidad secreta de la materia (ámbito de la naturaleza), como si el esfuerzo realizado para reconocer el núcleo natural de la vida en el espacio social hubiese desbloqueado el acceso a una clave descifratoria del misterio mismo de la naturaleza, poniendo en nueva conexión los dos ámbitos»[21].
La (re)integración del yo en la continuidad fecunda del orden natural sería un resultado de la reconquista, por parte del sujeto, de su sentido profético (al través, por cierto, de su trabajo consigo mismo y con la exterioridad), pero también de su tendencia obstaculizada a encontrarse, a ser más plenamente en la naturaleza y en el prójimo: «recuperar la destrucción significa reconocer en la naturaleza un modo satisfactorio y pleno de continuidad temporal… significa, en definitiva, la admisión de un tiempo objetivo para el existir en la naturaleza —paso que precede al inminente encuentro de la poesía de Neruda con la historia, esto es, con el tiempo objetivo del hombre»[22].
En virtud de este reconocimiento, el sujeto accede —según Loyola— a «una autorrepresentación totalizante y central» en que se reintegraría a la naturaleza y los otros —en «Estatuto del vino»— afirmando un nuevo yo, un «soy yo» que anticiparía, desde su precariedad, desde su anhelo y su súplica, al «yo soy» de Canto General (1950)[23]. Intermedia es la expresión de este cambio contenida en «Reunión bajo las nuevas banderas» (1940) —incluida más tarde en Tercera Residencia—:
Y así, reunido,
duramente central, no busco asilo
en los huecos del llanto, muestro
la cepa de la abeja…
Sólo que el propio Loyola nos advierte —al final de su ensayo y al margen de una ambigua cita de la «Oda a Federico García Lorca»— que «cada salto en la maduración del sujeto supone experiencias o revelaciones que atraen la reflexión (= pasado) sobre estratos profundos más o menos reprimidos, escondidos, oscuros, estratos que la habitual necesidad de acción (= presente) tiende a dejar dormir en los sótanos de la memoria. Las cosas no resueltas o no comprendidas del ayer disturban la tarea de fundar el yo en el presente, por eso Pablo procura no removerlas hasta que un nuevo orden de experiencias autoriza su integración al hoy»[24]. Y termina con una cita de «No hay olvido»:
Pero no penetremos más allá de esos dientes,
no mordamos las cáscaras que el silencio acumula,
A la que podemos agregar un fragmento de «Alturas de Macchu Picchu», que emerge en medio del ascenso —que es simultáneamente un descenso— al descubrimiento del ser americano:
Amor, amor, no toques la frontera,
ni adores la cabeza sumergida:
deja que el tiempo cumpla su estatura
en su salón de manantiales rotos.
El sujeto residenciario
Me parece que hay reiterados indicios de que la vocación profética que siente el poeta residenciario —y que motiva y, en parte, legitima su escritura— no está vinculada a ninguna disposición meramente pasiva, de medium iluminado, y mucho menos a alguna trascendencia desde la que descendería una revelación (in)esperada. La voz (la escritura) del poeta no representa ninguna voz o silencio que provenga de las alturas. La trascendencia como dominio más allá de la experiencia, como origen o fundamento o fin de la vida, no existe para (el deseo, la desesperanza de) el poeta. El ámbito de referencias de esta escritura, las orientaciones de su búsqueda, los límites con que topa y pugna por penetrar —el más allá o más acá de esos límites— la excluyen. El sentido profético que retiene aún el poeta residenciado y procura plenificar con todas sus fuerzas empalma más bien con el proyecto de Rimbaud de hacer un poeta vidente, de transformarse él mismo en este poeta por medio, como se sabe, «de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos»[25]. Es en esta dirección —en esta tradición de la ruptura— que hay que articular el esfuerzo del sujeto residenciario por «penetrar la vida y hacerla profética», según declara Neruda en una de sus cartas de esos años[26]. Los versos finales de «Arte poética» nos indican que se trata de un trabajo —con los signos y con la experiencia— solicitado desde la exterioridad vasta y espesa que rodea al poeta, pero que también está instalada en su interior mismo:
pero, la verdad, de pronto, el viento que azota mi pecho,
las noches de substancia infinita caídas en mi dormitorio,
el ruido de un día que arde con sacrificio,
me piden lo profético que hay en mí, con melancolía,
y un golpe de objetos que llaman sin ser respondidos hay, y
un movimiento sin tregua, y un nombre confuso.
No obstante, su voluntad de ejercer —en la escritura— su vocación profética encuentra dificultades que parecen insuperables, pero que, a la vez —y él lo sabe— son las condiciones que legitiman su esfuerzo. Ellas se refieren no sólo a la apariencia impenetrable de una realidad en continua disgregación, que se resiste o más bien rehúye sus intentos de conocimiento o reconocimiento, de iluminación con una luz —la de la palabra— que no alcanza directamente a sus objetos y que, además, en el camino se va ella misma disgregando, sino también, lo que es decisivo, a la experiencia de sí mismo como un sujeto descentrado, carente de identidad estable, un punto de vista que pierde en cada momento la fijeza de su posición y que, de esta manera, se siente engañado por el lenguaje, sostenido artificialmente por él en un lugar del que ya ha sido arrastrado y debajo del cual no había fundamento. Desde esta condición de extrema precariedad respecto de sí mismo —desde un presente al que le es constantemente arrebatada su continuidad con un pasado y con un futuro— el sujeto residenciario decide retrotraerse a la (dis)posición de un testigo:
Así, pues, como un vigía tornado insensible y ciego,
incrédulo y condenado a un doloroso acecho,
frente a la pared en que cada día del tiempo se une,
mis rostros diferentes se arriman y encadenan
como grandes flores pálidas y pesadas
tenazmente sustituidas y difuntas[27].
Pero su figura —apenas delimitada, apenas sostenida por un yo que se va sustituyendo— es la de un testigo mutilado, carente de capacidades para la observación, tornado insensible y ciego, esto es, que ya no ve ni siente con el resto desarreglado de sus sentidos. En continua disgregación nunca es el mismo, salvo en la difícil medida que mantiene su relación con la exterioridad. La disgregación —la despertenencia, la expropiación, el aislamiento, la separación— obra sobre el sujeto: lo corroe, lo deshace, le quita arrogancia y pretensiones. Pero el sujeto, a su vez, obra sobre ella, la hace base fugaz de su trabajo por retener la relación con la exterioridad —su presencia o su recuerdo perturbado— y por penetrarla, descubrir o (re)producir su sentido. «Significa sombras» —el último poema de la primera Residencia— concluye con un reconocimiento de la instalación del sujeto en una temporalidad (un no ser) que excede a la pura presencia (a un ser que desaparece):
Sea, pues, lo que soy, en alguna parte y en todo tiempo,
establecido y asegurado y ardiente testigo,
cuidadosamente destruyéndose y preservándose incesantemente,
evidentemente empeñado en su deber original.
La autorrepresentación del poeta residenciario —que no coincide con todo lo que de él muestra ni con todo lo que oculta— retiene cierto resplandor aurático que, por lo demás, reaparece intermitentemente, pero con reiteración, cada cierto tiempo en la escritura. De ello tenía conciencia —y deseo— el propio Neruda cuando le escribía a Eandi que su libro «es un montón de versos de gran monotonía, casi rituales, con misterio y dolores como lo hacían los viejos poetas. Es algo muy uniforme, como una sola cosa comenzada y recomenzada, como eternamente ensayada sin éxito»[28]. Este resplandor —este fuego fatuo que surge de la antigüedad removida de las palabras y el oficio no es necesariamente excluyente con la situación desmedrada del sujeto residenciario; al contrario, parece confluir con ella en la mostración y representación —incluso alegórica— de la existencia (histórica) misma.
Exigencias al lector
A más de medio siglo de su publicación —y en un momento ya diverso al de las vanguardias heroicas de entreguerra— la lectura de los poemas de Residencia en la tierra sigue siendo difícil (como la lectura de Lautréamont o Montale o, por otros motivos, la lectura de Góngora). Es ya claro que esta escritura no es intencionalmente hermética, que su oscuridad no es deliberada, es más bien terminal, quiero decir, resultado del trabajo de clarificación a que la impulsan los deseos y carencias del sujeto. Su apariencia impenetrable o errática —de materiales que se habrían liberado de toda forma— exige del lector una extrema concentración para advertir las huellas de su diferencia, las formas que produce el desarreglo y mezcla de los sentidos, las cuales le conducirán a percibir los resplandores de esa oscuridad y desde ellos —desde esa sombra hecha luz— las dimensiones de lo existente, las dimensiones del tiempo y del espacio, a que esas formas se refieren.
El fantasma del buque de carga
El barco que aparece en este poema —en una de sus lecturas— se transforma en una especie de alegoría del mundo histórico del que forma parte, la sociedad en cuyos bordes sobrevive el sujeto residenciario. El viejo barco en trabajosa travesía contiene —reproduce, simula— el mundo implantado por la sociedad moderna en la tierra todavía firme de sus colonias, sus utensilios y espacios sociales ya desgastados por el uso y entregados al abandono en el desvencijado buque de carga. La relación del sujeto de la escritura con este mundo es de incomodidad, inadecuación, extrañeza. Su subjetividad parece rechazada, reprimida, sustituida por las formas de vida que —de manera ya degradada— emblematizan los decaídos espacios públicos y privados del barco. Ingrávido, vacío, sin vida propia, deambula por ellos y accede a contemplarlos en su carácter de naturaleza muerta. Aparece entonces el tiempo «inmóvil y visible como una gran desgracia». La derrota, la frustración, el malestar del sujeto residenciario no están aquí directamente tematizados —como en algunos poemas de la segunda Residencia—: son sus efectos los que el lector puede advertir en la disposición anímica y física del poeta, en su desolación, en su falta de gravedad que, no obstante, está embargada por cierto cansancio o pesadumbre que imprime un ritmo lento a sus desplazamientos. Creo que este estado de ánimo se origina en la desconexión del poeta con el medio social —y, desde éste, con la naturaleza—, en su resistencia a las formas de vida alienadas que esta sociedad introyecta e impone, en la improductividad que ve y experimenta en ella, en su sensación de tiempo repetido o muerto. La perspectiva extrañamente inhabitual de la mirada que despliega esta escritura —y que ve el tiempo en las cosas y las cosas en el tiempo— se abre a partir de esta experiencia de distancia, vacío, extrema despertenencia. La mirada del sujeto se hace anterior y posterior a los objetos en que concluye la mirada habitual y se satisface en apariencia. En este sentido —si se quiere— la mirada penetra más allá de la objetividad y alcanza a su fundamento, supuestamente situado fuera del tiempo.
La escritura nos comunica una negación del ser separado del tiempo y una negación de la percepción separada de la historia que ella misma y sus objetos contienen. El transcurso pasado asume la forma de un fantasma que no tiene presencia positiva y —lo que es decisivo— no tiene nombre. El tiempo —no solo el pasado— no es presencia (positiva), sino una merma, una diferencia que ha de ser mencionada negativamente. La sinonimia y la antítesis —dos formas de impropiedad lingüística— son procedimientos a que adviene esta escritura para descentrar los significados y significantes (im)positivos de la lengua. La temporalidad transcurrida —y presente negativamente— es figurada como esa fantasmagoría que la mirada del poeta hace visible en las cosas. Estas no se muestran totalmente en su pura presencia, pero tampoco en la suma de esta presencia y el resto que indican las huellas desde las que el poeta (la escritura, la mirada, la relación) hace visible lo ausente. El origen (para nosotros) del fantasma está en las cosas:
olor de alguien sin nombre
que baja como una ola de aire las escalas,
y cruza corredores con su cuerpo ausente
y observa con sus ojos que la muerte preserva.
Observa con sus ojos sin color, sin mirada,
lento, y pasa temblando, sin presencia ni sombra
los sonidos lo arrugan, las cosas lo traspasan,
su transparencia hace brillar las sillas sucias.
¿Quién es ese fantasma sin cuerpo de fantasma,
con sus pasos livianos como harina nocturna
y su voz que sólo las cosas patrocinan?
La enumeración de seres y objetos refiere a lo que en ellos está disperso, pero los unifica: el tiempo que es su (falta de) base. La voz del tiempo —que es el silencio— es su exhibición en las cosas.
Sólo las aguas —aquí, las del océano— rechazan su influencia. Así lo percibe el poeta desde su perspectiva. No permanecen en ellas rastros de ningún pasado. Frente al deterioro del mundo histórico —representado por el buque de carga— despliegan su resistencia, su integridad: unidas y reunidas —reuniendo contrarios, como «vidas de fuego»— tienen el efecto del tiempo sobre el barco: lo corroen, lo traspasan, lo rodean de su inmenso y agitado continente. El viejo buque las atraviesa y, transitoriamente, las separa, pero ellas tornan a reunirse y siguen penetrando su substancia y destruyendo su forma.
La frontera —la fisura— entre las formas históricas y la naturaleza no es estática. En uno de sus sentidos, las aguas del océano alegorizan la eficacia del tiempo, su capacidad corrosiva «traficando sus largas banderas de espuma / y sus dientes de sal volando en gotas». Son representación alegórica —indirecta, que recurre a la vastedad material del océano, que continúa más allá del horizonte— de la presencia inconmensurable, inabarcable del tiempo. Pero no siempre borran o disuelven las huellas, las marcas del pasado. La historia —la agitación humana— contamina las «viejas aguas» del puerto. La travesía va dejando un rastro transitorio, una estela, «un mar amargo que huye detrás del buque» —fuerte concentración de la fugacidad de los hechos y los signos. El agua detenida, «depositada y verde» —de «El reloj caído en el mar»— se hace, para el sujeto de la escritura ciego signo del tiempo acumulado. En «Ausencia de Joaquín» —de la primera Residencia— el cuerpo del amigo muerto cae en «cierto océano» y sobre el poeta lejano «salpican estas aguas, y viven como ácidos».
El trabajo con sus circunstancias —con su acción y pasión de sujeto degradado y ardiente testigo— ha conducido al poeta a hacer durar, precaria, difícilmente, una perspectiva o relación en que las apariciones discontinuas de sí mismo y la exterioridad alcanzan a revelar su diferencia, las huellas de una temporalidad que excede al puro presente y niegan al ser y a la trascendencia como fundamento, los hacen innecesarios.
Instalado en el lugar del fantasma —que no es sólo la posición del tiempo transcurrido— el sujeto de la escritura introduce una medida que no tiene un punto fijo y que, en su movimiento, no puede abarcar la totalidad desmedida del tiempo y del espacio. La visión del «círculo del día» establece los límites de una totalidad que a cada instante deviene otra, en una interminable operación de resta (desapariciones) y suma (apariciones) que, de esta manera, se niega a sí misma y difiere permanentemente su imposible aparición total.
El amor y la muerte
A la medida que sí parece advenir el poeta residenciario es a la de su muerte como fin de su existencia disgregada, pura sucesión de presentes que se sustituyen sin vínculos de continuidad y en la que, sin embargo, aún retiene el recuerdo o la presencia fugaz de sus relaciones con la exterioridad (en la que está incluido él mismo). En este sentido, la experiencia contenida en Residencias no es sólo expresión o reflejo de la alienación de las formas de vida en la sociedad moderna, tanto en su centro como en sus márgenes (entre cuyos extremos se desplazaba el poeta).
La sensación de extrañeza respecto a sí mismo, la naturaleza y el prójimo está en la base, en el origen de esta escritura. Poemas como «Walking around» o «Desespediente» —pero ya antes «Caballo de los sueños» o «Un día sobresale»— representan una cotidianidad en que el tiempo se vive como presente dilatado o tiempo repetido, transcurrido, improductivo, muerto.
Pero la experiencia del tiempo (re)producida en los poemas de Residencia en la tierra —como ha tratado de mostrarlo nuestra lectura de «El fantasma del buque de carga»— excede metafísicamente a la representación del tiempo de la cotidianidad alienada y su correspondiente superación: es, más a fondo, el no fundamento de los seres y las cosas, un fundamento de resta o resta de fundamento que, todavía más, resulta oscuramente anunciado por el sujeto residenciario, en su práctica dispersa, como el horizonte, el límite que percibe para su existencia y su persistente anhelo de sentido y realización. Aunque acaso esta última toma de conciencia no se manifieste en los poemas de Residencia en la tierra con la nitidez y tajancia con que la rememoran o (re)producen los primeros cantos de «Alturas de Macchu Picchu» (1946), que constituyen —ya desde otra posición pública del poeta, desde el cambio o supuesta superación de la posición anterior— una especie de mirada retrospectiva y crítica sobre la experiencia contenida en Residencias, en la que, desde el ahora de la revisión, la muerte
era como mitades de hundimiento y altura
o vastas construcciones de viento y ventisquero[29].
En efecto, parece extraordinariamente difícil que un sujeto en continua dispersión —apenas sostenido en su relación discontinua con la exterioridad y en su fuga de sí mismo— alcance a mantener como un marco de referencia fijo para la realización y sentido de su vida la evidencia de su muerte por venir. Pero sí accede a la conciencia de su temporalidad esencial —que no es la de la muerte diaria susceptible de superación— y que se muestra, por ejemplo, en la dramática apelación a la amada que el poeta lleva a cabo en su «Oda con un lamento» de la segunda Residencia. Allí su figura se recorta y aparece ante los ojos de ella contra el fondo tempestuoso de las olas, o mientras nada contra el río de los muertos —«y la sal golpea y la espuma devora»[30]—, potenciando aún más la urgencia de la relación amorosa, la comunicación, el sustento, la consumación ante la muerte.
Addenda
Esta lectura ha tenido lugar en un contexto de (in)seguridades diverso al de las interpretaciones canónicas y que es, por cierto, posterior a la caída del socialismo real, posterior a la dictadura de Pinochet (Neruda murió en Chile al comienzo de esa dictadura) y posterior al llamado «crepúsculo de las ideologías», esto es, al predominio, espero que temporal, de una de ellas. Se ha dejado guiar —pasiva y activamente— más por la fuerza del deseo, por la intencionalidad soterrada que (des)orienta a la escritura residenciaria que por la voluntad explícita, el querer decir programático del poeta, antes y después de esta obra. Las dimensiones, los correlatos de experiencia que abre o muestra esta escritura parecen no reductibles al movimiento de superación —de perfeccionamiento, de desarrollo progresivo, más o menos dialéctico— que eminentes críticos ven en el conjunto de la obra y vida nerudianas. Por el contrario, creo más bien que esta experiencia de la subjetividad, de lo exterior a ella y, sobre todo, de la temporalidad como resta de fundamento —«¿de qué materia desposeer?» se pregunta el materialista sujeto de esta escritura y nos lo pregunta, sugiriendo un concepto diferente a los habituales o repetidos— reaparece irregularmente en medio de las seguridades que proclama el poeta programático, desestabilizando o quitando base a las afirmaciones y totalizaciones que (mal)tratan a la poesía como mero vehículo, medio de comunicación de lo ya dicho, ilustración o reflejo, puro «contenido de un continente exterior a ella», según denunciaba, a contracorriente, Enrique Lihn en los años difíciles[31]. Es en el antagonismo —en el trabajo negativo— con la lengua y la experiencia que se despliega la escritura residenciaria y, desfondando la metafísica tradicional, (re)presenta al sujeto en la legitimidad de sus deseos de ser otro, es decir, él mismo en la plenitud histórica de sus relaciones.