Volví a ver a Guy de Vere por última vez muchos años después. En la calle en cuesta que baja hacia L’Odéon, se detiene un coche a mi altura y oigo que alguien me llama por mi nombre de hace años. Reconozco la voz antes de volverme. Asoma la cabeza por encima del cristal bajado de la ventanilla. Me sonríe. No ha cambiado. Salvo en que lleva el pelo algo más corto.

Era en julio, a las cinco de la tarde, hacía calor. Nos sentamos los dos en el capó del coche para charlar. No me atreví a decirle que estábamos a pocos metros de Le Condé y de la puerta por la que entraba siempre Louki, la de la sombra. Pero esa puerta no existía ya. Ahora, en ese mismo lado, había un escaparate con bolsos de cocodrilo, botas e incluso una silla de montar y fustas. Au Prince de Condé. Marroquinería.

—Bueno, Roland, ¿qué es de su vida?

Seguía teniendo la misma voz clara, aquella que nos convertía en accesibles los textos más herméticos cuando nos los leía. Me halagaba que aún se acordase de mí y del nombre que usaba por entonces. Asistía tanta gente a las reuniones de la glorieta de Lowendal… Había quien iba una vez nada más, por curiosidad; y los había asiduos. Louki estaba entre ellos. Y yo también. Y eso que Guy de Vere no buscaba discípulos. No se consideraba en absoluto un maestro que enseñase a pensar y se negaba a ejercer dominio alguno sobre los demás. Eran ellos quienes acudían a él sin que se lo pidiera. A veces, se intuía que habría preferido quedarse a solas con sus ensoñaciones, pero no podía negarles nada y, sobre todo, no podía negarles su ayuda para que vieran dentro de sí mismos con mayor claridad.

—¿Y usted está ya de vuelta en París?

De Vere sonrió y me miró con ojos irónicos.

—Siempre el mismo, Roland… Contesta a las preguntas con otra pregunta…

Eso tampoco se le había olvidado. Muchas veces me gastaba bromas por eso. Me decía que, si hubiese sido boxeador, habría sido un genio esquivando.

—Hace ya mucho que no vivo en París, Roland… Ahora vivo en México… Tengo que darle mis señas…

El día en que fui a comprobar si efectivamente había hiedra en la planta baja del edificio en que vivía antes, le pregunté a la portera, por si las sabía, las nuevas señas de Guy de Vere. Me dijo sencillamente: «Se fue sin dejar señas.» Le conté aquella peregrinación a la glorieta de Lowendal.

—Es usted incorregible, Roland, con esa historia suya de la hiedra… Lo conocí de muy joven, ¿no? ¿Qué edad tenía?

—Veinte años.

—Bueno, pues me parece que ya a esa edad andaba en busca de la hiedra perdida. ¿Me equivoco?

No me quitaba la vista de encima y se le velaba la mirada con una sombra de tristeza. A lo mejor estábamos pensando en lo mismo, pero no me atrevía a pronunciar el nombre de Louki.

—Tiene gracia —le dije—. En la época de las reuniones, venía mucho a este café que ahora ya no es un café.

Y le señalé, a pocos metros de nosotros, la marroquinería Au Prince de Condé.

—Pues claro —me dijo—. París ha cambiado mucho en estos últimos años.

Me miraba fijamente con el ceño fruncido, como si quisiera traer a la memoria un recuerdo lejano.

—¿Sigue trabajando en lo de las zonas neutras?

La pregunta llegó de forma tan abrupta que, de entrada, no me di cuenta de a qué se refería.

—Era bastante interesante aquel texto suyo sobre las zonas neutras…

¡Dios mío, qué memoria! Se me había olvidado que le di aquel texto para que lo leyese. Una noche, al final de alguna de las reuniones en su casa, nos quedamos los últimos, Louki y yo. Le pregunté si no tendría un libro sobre el Eterno Retorno. Estábamos en su despacho y él echó una ojeada a unas cuantas baldas de su biblioteca. Por fin localizó una obra con las tapas en blanco y negro: Nietzsche: filosofía del Eterno Retorno de lo mismo; me lo dio y me pasé los días siguientes leyéndolo con mucha atención. En el bolsillo de la chaqueta, las pocas hojas a máquina acerca de las zonas neutras. Quería dárselas para ver qué le parecían, pero no sabía qué hacer. Hasta que no estábamos ya a punto de irnos, en el descansillo, no me decidí a darle, con ademán brusco, aquellas hojas, sin decirle ni palabra.

—También le interesaba mucho —me dijo— la astronomía. Y, sobre todo, la materia oscura…

Nunca habría podido imaginarme que se acordara de eso. En el fondo, siempre había estado muy pendiente de los demás, pero, sobre la marcha, uno no se daba cuenta.

—Qué lástima —le dije— que no haya esta noche una reunión en la glorieta de Lowendal, como las de antes…

Parecieron sorprenderle mis palabras. Me sonrió.

—Siempre esa obsesión suya por el Eterno Retorno…

Ahora recorríamos, arriba y abajo, la acera y, una y otra vez, nuestros pasos volvían a conducirnos ante la marroquinería Au Prince de Condé.

—¿Recuerda aquella noche, en su casa, en que se fue la luz y usted nos hablaba en la oscuridad? —le pregunté.

—No.

—Voy a confesarle algo. Aquella noche casi me da un ataque de risa.

—Debería haberse dejado ir y reírse —me dijo, con tono de reproche—. La risa es comunicativa. Nos habríamos reído todos en la oscuridad.

Miró el reloj.

—No me va a quedar más remedio que dejarlo. Tengo que hacer las maletas. Me marcho otra vez mañana. Y ni siquiera me ha dado tiempo a preguntarle a qué se dedica ahora.

Sacó una agenda del bolsillo interior de la chaqueta y arrancó una hoja.

—Aquí tiene mi dirección en México. Debería venir a verme.

De pronto, tenía tono imperativo, como si quisiera llevarme a la fuerza consigo y salvarme de mí mismo. Y del presente.

—Y, además, allí sigo haciendo reuniones. Venga. Cuento con usted.

Y me alargaba la hoja.

—Le he puesto también mi número de teléfono. A ver si no volvemos a perdernos de vista.

Ya dentro del coche, volvió a asomar la cabeza por encima del cristal bajado de la ventanilla.

—Por cierto… Me acuerdo muchas veces de Louki… Sigo sin entender por qué…

Estaba conmovido. Él, que siempre hablaba sin titubear y con tanta claridad, andaba buscando las palabras.

—Menuda tontería le estoy diciendo… No hay nada que entender… Cuando de verdad queremos a una persona, hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella… Porque por eso es por lo que la queremos, ¿verdad, Roland?

Arrancó de repente, seguramente para no emocionarse más. Le dio tiempo a decirme:

—Hasta dentro de nada, Roland.

Me quedé solo delante de la marroquinería Au Prince de Condé. Pegué la frente al cristal del escaparate para ver si había aún un vestigio cualquiera del café: un lienzo de pared, la puerta del fondo, que daba al teléfono de pared, la escalera de caracol que subía al pisito de la señora Chadly. Nada. Todo era liso y estaba tapizado con un tejido naranja. Y lo mismo pasaba por todo el barrio. Al menos, no corría uno el riesgo de toparse con fantasmas. Hasta los fantasmas se habían muerto. Nada que temer según se salía de la boca de metro de Mabillon. Ni más Pergola ni más Mocellini detrás de la cristalera.

Iba caminando deprisa, como si hubiese llegado a última hora de una tarde de julio a una ciudad extranjera. Empecé a silbar una canción mexicana. Pero no me duró mucho aquella despreocupación ficticia. Iba siguiendo las verjas del Luxembourg y el estribillo de Ay, Jalisco, no te rajes se me apagó en los labios. Había un cartel pegado al tronco de uno de esos árboles grandes que nos cobijan con sus frondas hasta la entrada de los jardines, allá, más arriba, en Saint Michel. «Peligro. En breve se talará este árbol. Se sustituirá este mismo invierno.» Durante unos instantes, creí que era un mal sueño. Me quedé allí, petrificado, leyendo y volviendo a leer aquella sentencia de muerte. Un transeúnte se acercó para decirme: «¿Se encuentra mal?» Y, luego, se alejó, chasqueado seguramente ante mi mirada fija. En el mundo aquel, en donde cada vez me sentía más como si fuera un superviviente, también decapitaban a los árboles. Seguí andando, intentando pensar en otra cosa, pero me resultaba difícil. No podía olvidarme de aquel cartel ni de aquel árbol condenado a muerte. Me preguntaba qué soñaban los componentes de los tribunales y los verdugos. Me tranquilicé. Para reconfortarme, me imaginé que Guy de Vere andaba a mi lado y que me repetía con aquella voz suave que tenía: «… Que no, Roland, que es un mal sueño…, a los árboles no los decapitan.»

Ya había dejado atrás la verja de la entrada de los jardines e iba por esa parte del bulevar que lleva a Port-Royal. Una noche, acompañamos Louki y yo, por esta zona, a un chico de nuestra edad a quien habíamos conocido en Le Condé. Nos indicó, a la derecha, el edificio de la Escuela de Minas y nos informó con voz melancólica de que estudiaba en esa escuela.

—¿Os parece que debo seguir?

Me percaté de que estaba al acecho de que lo animásemos y eso lo ayudara a tomar una decisión drástica. Le dije: «Pues claro que no, chico… Corta amarras…»

Se volvió hacia Louki. También quería saber qué opinaba ella. Louki le explicó que, desde que no la admitieron en el liceo Jules-Ferry, no se fiaba nada de las escuelas. Creo que eso acabó de convencerlo. Al día siguiente, en Le Condé, nos dijo que la Escuela de Minas y él no tenían ya nada que ver.

Louki y yo íbamos con frecuencia por este mismo camino para volver al hotel de ella. Se daba un rodeo, pero estábamos acostumbrados a andar. ¿Era un rodeo, en realidad? No, bien pensado, creo que era una línea recta que iba tierra adentro. De noche, por la avenida de Denfert-Rochereau, estábamos en una ciudad de provincias, porque había silencio y muchos hospicios de órdenes religiosas, un portal tras otro. El otro día, fui a pie por la calle bordeada de plátanos y de tapias altas que divide en dos el cementerio de Montparnasse. Por ahí también se llegaba al hotel. Me acuerdo de que Louki prefería no pasar por allí, y por eso íbamos por Denfert-Rochereau. Pero, en los últimos tiempos, ya no le teníamos miedo a nada y nos parecía que esa calle que parte el cementerio en dos no dejaba de tener su encanto, de noche, con aquella bóveda de hojas. No pasaba ningún coche a aquellas horas y nunca nos cruzábamos con nadie. Se me había olvidado meter aquella calle en la lista de las zonas neutras. Era más bien una frontera. Cuando llegábamos al final, entrábamos en una comarca en que estábamos al resguardo de todo. La semana pasada no pasé por allí de noche, sino a media tarde. No había vuelto desde que la recorríamos juntos o iba a reunirme contigo al hotel. Por un momento, tuve la ilusión de que, pasado el cementerio, te encontraría. Estaríamos en el Eterno Retorno. El mismo ademán de entonces para coger, en recepción, la llave de tu cuarto. La misma escalera empinada. La misma puerta blanca con su número: 11. La misma espera. Y, luego, los mismos labios, el mismo perfume, la misma melena que se suelta y cae en cascada.

Todavía estaba oyendo a De Vere decir, hablando de Louki: «Sigo sin entender por qué… Cuando de verdad queremos a una persona, hay que aceptar la parte de misterio que hay en ella…»

¿Qué misterio? Yo estaba convencido de que nos parecíamos, puesto que con frecuencia nos transmitíamos el pensamiento. Estábamos en la misma longitud de onda. Habíamos nacido el mismo año y el mismo mes. Pero, sin embargo, no queda más remedio que pensar que había una diferencia entre nosotros.

No, yo tampoco consigo entenderlo… Sobre todo cuando recuerdo las últimas semanas. El mes de noviembre, los días que van menguando, las lluvias otoñales, nada de todo aquello parecía quitarnos bríos. Hacíamos los mismos proyectos de viaje. Y, además, en Le Condé había un ambiente jubiloso. No sé ya quién había sumado a la clientela habitual a aquel Bob Storms, que se decía de Anvers[2] y poeta y director de teatro. ¿Adamov quizá? ¿O fue Maurice Raphaël? Cuánto nos reímos con aquel Bob Storms. Nos tenía una simpatía especial a Louki y a mí. Quería que pasásemos los dos el verano en la casa enorme que tenía en Mallorca. Aparentemente, no pasaba por ningún agobio material… Decían que era coleccionista de pintura… Se dicen tantas cosas… Y, luego, las personas desaparecen un buen día y te das cuenta de que no sabías nada de ellas, ni siquiera su auténtica identidad.

¿Por qué me vuelve con tanta fuerza a la memoria la silueta fornida de Bob Storms? En los momentos más tristes de la vida aparece con frecuencia una nota discordante y liviana, una cara de bufón flamenco, un Bob Storms que pasaba por allí y habría podido conjurar la desdicha. Se quedaba de pie, junto a la barra, como si hubiera peligro de que las sillas de madera se rompieran con su peso. Era tan alto que no se le notaba la corpulencia. Siempre vestido con algo así como un jubón de terciopelo cuyo color negro contrastaba con la barba y el pelo rojos. Y con una capa de ese mismo color. La noche en que nos fijamos en él por primera vez, se acercó a nuestra mesa y se nos quedó mirando a Louki y a mí. Luego sonrió y cuchicheó, inclinándose hacia nosotros: «Compagnons des mauvais jours, je vous souhaite une bonne nuit.»[3] Cuando se enteró de que yo me sabía muchos versos, quiso hacer un concurso conmigo. A ver quién tenía la última palabra. Él me decía un verso, yo tenía que decirle otro, y así sin parar. La cosa duraba mucho rato. Lo mío no tenía ningún mérito. Era algo así como analfabeto, sin cultura general alguna, pero se me habían quedado versos, como les pasa a esos que saben tocar cualquier fragmento de música al piano sin tener ni idea de solfeo. Bob Storms me llevaba una ventaja: se sabía también todo el repertorio de poesía inglesa, española y flamenca. De pie junto a la barra, me soltaba con expresión desafiante:

I hear the Shadowy Horses, their long manes a-shake

o bien:

Como todos los muertos que se olvidan

en un montón de perros apagados,

o si no:

De burgemeester heeft ons iets misdaan,

Wij leerden, door zijn schuld, het leven haten.

Me agobiaba un poco, pero era muy buena persona, mucho mayor que nosotros. Me habría gustado que me contase sus vidas anteriores. Siempre me contestaba a las preguntas con evasivas. Cuando notaba que alguien sentía por él demasiada curiosidad, se le desinflaba de repente la exuberancia, como si tuviera algo que ocultar o quisiese embrollar las pistas. No contestaba y, al final, quebraba el silencio con una carcajada.

Bob Storms organizó una velada en su casa. Nos invitó a Louki y a mí, y a los demás: a Annet, Don Carlos, Bowing, Zacharias, Mireille, la Houpa, Ali Cherif y al chico a quien habíamos convencido para que no volviese por la Escuela de Minas. Y había más convidados, pero yo no los conocía. Vivía en el muelle de Anjou, en un piso en cuya segunda planta había un estudio gigantesco. La recepción la daba para la lectura de una obra que quería montar: Hop Signor! Louki y yo llegamos antes que los demás y me llamaron la atención los candelabros que iluminaban el estudio, las marionetas sicilianas y flamencas colgadas de las vigas, los espejos y los muebles Renacimiento. Bob Storms iba con su jubón de terciopelo negro. Un ventanal muy grande daba al Sena. Con ademán protector, nos rodeó a Louki y a mí los hombros con los brazos y nos dijo la frase ritual:

Compagnons des mauvais jours,

je vous souhaite une bonne nuit.

Se sacó luego del bolsillo un sobre y me lo alargó. Nos dijo que eran las llaves de su casa de Mallorca y que teníamos que irnos allí lo antes posible. Y quedarnos hasta septiembre. Le parecía que teníamos mala cara. Qué velada más extraña… La obra sólo tenía un acto y los actores la leyeron bastante deprisa. Estábamos sentados a su alrededor. De vez en cuando, cada vez que Bob Storms nos hacía una señal, teníamos que gritar todos, como si fuéramos un coro: «Hop Signor!»… Circulaba el alcohol generosamente. Y también otras sustancias venenosas. En medio del salón grande, en la planta de abajo, habían puesto un bufé. El propio Bob servía las bebidas en copas metálicas y en otras copas de cristal. Cada vez había más gente. En un momento dado, Storms me presentó a un hombre de su misma edad, pero mucho más bajo, un escritor americano, un tal James Jones, al que llamaba «su vecino de rellano». Al final Louki y yo no sabíamos ya demasiado bien qué hacíamos entre todos aquellos desconocidos. Tantas personas con las que nos cruzamos cuando estábamos empezando a vivir, que no lo sabrán nunca y a las que nunca reconoceremos.

Nos escurrimos hacia la salida. Estábamos seguros de que nadie se había fijado, entre tanto barullo, en que nos íbamos. Pero acabábamos de cruzar la puerta del salón cuando Bob Storms nos alcanzó.

—¿Qué, chicos? ¿Me dejáis plantado?

Tenía la sonrisa de costumbre, una sonrisa ancha que le daba un parecido, con aquella barba y aquella estatura tan alta, a algún personaje del Renacimiento o del Gran Siglo, a Rubens o a Buckingham. Y, no obstante, le asomaba a la mirada cierta intranquilidad.

—¿No os habéis aburrido demasiado?

—Claro que no —le dije—. Ha estado muy bien. Hop Signor

Nos rodeó los hombros a Louki y a mí con ambos brazos, como había hecho ya en el estudio.

—Bueno, pues espero veros mañana…

Nos llevaba hacia la puerta sin soltarnos los hombros.

—Y, sobre todo, marchaos enseguida a Mallorca para que os dé el aire… Lo estáis necesitando… Ya os he dado las llaves de la casa…

En el descansillo, se nos quedó mirando a los dos un buen rato. Y luego me recitó:

Le ciel est comme la tente déchirée d’un cirque pauvre.

Mientras Louki y yo bajábamos las escaleras se quedó asomado a la barandilla. Esperaba que le dijera un verso, para responder al suyo, como solíamos hacer. Pero no se me ocurría nada.

Me da la impresión de que confundo las estaciones. Pocos días después de esa velada, acompañé a Louki a Auteuil. Me parece que era verano, o quizá invierno, pero una de esas mañanas límpidas con frío, sol y cielo azul. Quería ir a ver a Guy Lavigne, aquel que había sido amigo de su madre. Preferí esperarla. Quedamos «dentro de una hora» en la esquina de la calle del taller. Me parece que teníamos intención de irnos de París por lo de las llaves que nos había dado Bob Storms. A veces se te oprime el corazón cuando piensas en las cosas que habrían podido ser y que no fueron, pero me digo que incluso ahora la casa sigue vacía y esperándonos. Yo era feliz aquella mañana. Y me sentía ligero. Y notaba cierta embriaguez. Teníamos por delante y a distancia la línea del horizonte, allá, hacia el infinito. Un taller de automóviles al fondo de una calle tranquila. Lamentaba no haber acompañado a Louki a ver al tal Lavigne. A lo mejor nos prestaba un coche para irnos hacia el sur.

La vi salir por la puerta pequeña del taller. Me hizo una señal con el brazo, el mismo que el de la otra vez, cuando las estaba esperando a ella y a Jeannette Gaul, aquel verano, en los muelles. Camina delante de mí con ese mismo paso indolente y parece que acorta el ritmo, como si el tiempo no contase ya. Me coge del brazo y paseamos por el barrio. Aquí viviremos algún día. Además, siempre he vivido aquí. Vamos por callecitas, cruzamos una rotonda desierta. El pueblo de Auteuil se desgaja despacio de París. Esos edificios ocres o beiges podrían estar en la Costa Azul; y esas tapias, uno se pregunta si ocultan un jardín o las lindes de un bosque. Hemos llegado a la plaza, la Place de l’Église, ante la estación de metro. Y allí, puedo decirlo ahora que ya no tengo nada que perder, fue la única vez en mi vida que noté lo que era el Eterno Retorno. Hasta aquel momento, me esforzaba en leer obras sobre ese tema, con la buena voluntad del autodidacta. Fue inmediatamente antes de bajar las escaleras de la estación de metro Église-Auteuil. ¿Por qué en aquel sitio? No lo sé y da lo mismo. Me quedé un momento inmóvil y le apreté el brazo. Estábamos allí, juntos, en la misma plaza, desde toda la eternidad, y aquel paseo por Auteuil ya lo habíamos dado en miles y miles de vidas anteriores. No me hacía falta mirar el reloj. Sabía que era mediodía.

Sucedió en noviembre. Un sábado. Por la mañana y por la tarde me quedé en la calle de Argentine, dedicado a las zonas neutras. Quería dar más cuerpo a aquellas cuatro páginas y escribir treinta por lo menos. Y sería como una bola de nieve, podría llegar a las cien. Había quedado con Louki en Le Condé a las cinco. Tenía decidido irme en los días inmediatos de la calle de Argentine. Me parecía que me había curado definitivamente de las llagas de mi infancia y de mi adolescencia y que, en adelante, no tenía ya razón alguna para quedarme escondido en una zona neutra.

Fui andando hasta la boca de metro de L’Étoile. Era la línea que habíamos cogido muchas veces Louki y yo para ir a las reuniones de Guy de Vere, la línea cuyo trayecto fuimos siguiendo a pie la primera vez. Al cruzar el Sena, me fijé en que había mucha gente paseando por el paseo de Les Cygnes. Hice transbordo en La Motte-Picquet-Grenelle.

Me bajé en Mabillon y le eché una ojeada a La Pergola, como hacíamos siempre. Mocellini no estaba sentado detrás de la cristalera.

Cuando entré en Le Condé, las agujas del reloj redondo que había en la pared del fondo marcaban las cinco en punto. Por lo general, era una hora baja. Las mesas estaban vacías, menos la de al lado de la puerta, en donde se sentaban Zacharias, Annet y Jean-Michel. Los tres me lanzaban unas miradas muy raras. No decían nada. Zacharias y Annet tenían la cara lívida, seguramente por la luz que entraba por la cristalera. No me contestaron cuando les dije hola. Me clavaban unas miradas extrañas, como si hubiese hecho algo malo. Jean-Michel contrajo los labios y me di cuenta de que quería decirme algo. Una mosca se posó en la mano de Zacharias, y él la espantó con un gesto nervioso. Luego cogió el vaso y se lo bebió de un tirón. Se puso de pie y se me acercó. Me dijo con voz inexpresiva: «Louki. Se ha tirado por la ventana.»

Me daba miedo confundirme de camino. Fui por Raspail y por la calle que corta el cementerio. Al llegar al final, no sabía ya si tenía que seguir recto o si tenía que tirar por la calle de Froidevaux. Tiré por la calle de Froidevaux. A partir de ese momento, hubo un hueco en mi vida, un blanco, que no es que diera una sensación de vacío, sin más, sino que la vista no lo podía soportar. Toda aquella blancura me deslumbraba con una luz fuerte, que irradiaba. Y así seguirá siendo hasta el final.

Mucho rato después, en el hospital Broussais, estaba en una sala de espera. Un hombre de unos cincuenta años, con el pelo gris cortado a cepillo y que llevaba un abrigo de espiga, también estaba esperando en uno de los bancos corridos, en la otra punta de la sala. Sólo estábamos él y yo. La enfermera vino a decirme que había muerto. Se acercó como si la cosa fuera con él. Pensé que sería Guy Lavigne, el amigo de su madre, a quien iba a ver a Auteuil, a su taller. Le pregunté:

—¿Es usted Guy Lavigne?

Negó con la cabeza.

—No. Me llamo Pierre Caisley.

Salimos a un tiempo de Broussais. Era de noche. Andábamos juntos por la calle de Didot.

—Y usted supongo que es Roland.

¿Cómo podía saber mi nombre? Me costaba andar. Aquella blancura, aquella luz que irradiaba delante de mí…

—¿No dejó ninguna carta? —le pregunté.

—No. Nada.

Fue él quien me lo contó todo. Estaba en su habitación con una tal Jeannette Gaul, a la que apodaban Calavera. Pero ¿cómo sabía él el mote de Jeannette? Salió al balcón. Pasó una pierna por encima de la barandilla. La otra intentó sujetarla por un faldón de la bata. Pero ya era demasiado tarde. Le dio tiempo a decir unas pocas palabras, como si hablase consigo misma para darse ánimos:

Ya está. Déjate ir.