Bosmans llevaba tiempo pensando en algunos episodios de su juventud, episodios sin ilación, que se interrumpían en seco, rostros sin nombre, encuentros fugitivos. Todo pertenecía a un pasado remoto, pero, como esas breves secuencias no tenían relación con el resto de su vida, se quedaban en el aire, en un presente eterno. No iba a dejar de hacerse preguntas al respecto y nunca hallaría respuestas. Esos retazos siempre seguirían siendo enigmáticos. Empezó a hacer una lista, intentando pese a todo encontrar puntos de referencia: una fecha, un sitio concreto, un nombre con cuya ortografía no daba. Se compró una libreta Moleskine negra, que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, con lo cual podía tomar notas en cualquier momento del día, siempre que uno de aquellos recuerdos con eclipses le pasaba por la cabeza. Tenía la sensación de estar haciendo un rompecabezas. Pero, según iba remontando la corriente del tiempo, a veces se arrepentía:
¿Por qué tiró por ese camino mejor que por aquel otro? ¿Por qué dejó que este rostro, o aquella silueta tocada con un curioso gorro de piel y que llevaba un perrito atado con una correa, se perdiera en lo desconocido? Le entraban mareos al pensar en lo que habría podido ser y no había sido.
Tales fragmentos de recuerdos correspondían a esos años en que las encrucijadas nos salpican la vida y se nos abren tantas veredas que nos vemos en dificultades para decidirnos por una u otra. Las palabras con que llenaba la libreta le recordaban el artículo acerca de la «materia oscura» que había enviado a una revista de astronomía. Tras los acontecimientos concretos y los rostros familiares, era muy consciente de todo cuanto se había convertido en materia oscura: breves encuentros, citas fallidas, cartas perdidas, nombres y números de teléfono que aparecen en una agenda antigua y hemos olvidado, e incluso las personas con quienes nos cruzamos sin darnos cuenta siquiera. Igual que en astronomía, esa materia oscura era más dilatada que la parte visible de la vida de uno. Era infinita. Y él escribía en la libreta el repertorio de unos cuantos destellos en lo hondo de aquella oscuridad. Unos destellos tan débiles que cerraba los ojos y se concentraba, buscando un detalle evocador que le permitiese reconstruir el conjunto, pero no había conjunto, sólo fragmentos, partículas de polvo de estrellas. Le habría gustado sumergirse en esa materia oscura, empalmar uno a uno los hilos rotos, sí, ir hacia atrás para sujetar las sombras y saber más acerca de ellas. Imposible. Así que ya sólo le quedaba volver a dar con los apellidos. O incluso con los nombres. Hacían las veces de imanes. Traían a la superficie impresiones confusas que costaba ver con claridad. ¿Pertenecían al sueño o a la realidad?
Mérovée. ¿Nombre o mote? No debía concentrarse demasiado en eso por temor a que el destello se apagase del todo. No estaba ya nada mal el haberlo apuntado en la libreta. Mérovée. Hacer uno como si pensara en otra cosa, la única forma de que el recuerdo se concretase por sí solo, con naturalidad, sin forzarlo. Mérovée.
Bosmans iba caminando por la avenida de L’Opéra a eso de las siete de la tarde. ¿Era por la hora? ¿Por el barrio, cerca de Les Grands Boulevards y de la Bolsa? Ahora le veía la cara a Mérovée. Un joven de pelo rubio y rizado, con chaleco. Lo veía incluso vestido de botones, uno de esos botones que están a la entrada de los restaurantes o en la recepción de los grandes hoteles, con aspecto de niños prematuramente envejecidos. También este, este Mérovée, tenía la cara ajada, aunque fuera joven. Por lo visto se nos olvidan las voces. Y, no obstante, oía aún el timbre de aquella voz —un timbre metálico—, una entonación afectada para decir insolencias que pretendían ser las de un niño arrabalero o un dandy. Y luego, de repente, una risa de viejo. Era cerca de la Bolsa, a eso de las siete de la tarde, la hora de salida de las oficinas. Los empleados iban pasando en grupos compactos, y eran tantos que daban empujones por la acera y lo arrastraban a uno en la corriente. El Mérovée aquel y otras dos o tres personas del mismo grupo salían del edificio. Un joven grueso de piel blanca, inseparable de Mérovée, bebía siempre sus palabras con expresión a la vez ofuscada y admirativa. Un rubio de cara huesuda llevaba gafas de cristales tintados y un anillo de sello; y guardaba silencio las más de las veces. El mayor de los tres debía de andar por los treinta y cinco años. Bosmans recordaba su cara con mayor nitidez aún que la de Mérovée: una cara abotagada y una nariz corta que, bajo el remate del pelo moreno pegado y peinado hacia atrás, le daban expresión de bulldog. No sonreía nunca y se comportaba de forma muy autoritaria. A Bosmans le había parecido entender que era, en la oficina, el jefe de los otros. Les hablaba con severidad, como si tuviera a su cargo educarlos; y ellos lo escuchaban como alumnos aplicados. Mérovée apenas si se permitía de vez en cuando un comentario insolente. Bosmans no recordaba a los demás miembros del grupo. Sombras. Notaba de nuevo el malestar que le causaba ese nombre, Mérovée, al volverle a la memoria dos palabras: la «Alegre Pandilla».
Un día en que, a última hora de la tarde, Bosmans estaba esperando como de costumbre a Margaret Le Coz delante del edificio, Mérovée, el jefe y el rubio de gafas con cristales tintados salieron antes que ella y se le acercaron. El jefe le preguntó a bocajarro:
—¿Quiere entrar en la Alegre Pandilla?
Y Mérovée rio con su risa de viejo. Bosmans no sabía qué responder. El otro, con la misma cara severa y ojos duros, le dijo: «La Alegre Pandilla somos nosotros», y a Bosmans le pareció más bien cómico porque había adoptado una entonación lúgubre. Pero, al mirarlos a los tres aquella tarde, se los imaginó con unos bastones gruesos en la mano, por los bulevares, golpeando de vez en cuando a un transeúnte por sorpresa. Y, en todas esas ocasiones, se habría oído la risa quebradiza de Mérovée. Les dijo:
—Eso de la Alegre Pandilla… dejen que me lo piense.
Ellos parecían chasqueados. En realidad, apenas si llegó a conocerlos. Sólo había estado a solas con ellos en cinco o seis ocasiones. Trabajaban en la misma oficina que Margaret Le Coz y ella era quien se los había presentado. El moreno con cara de bulldog era su superior y tenía que ser amable con él. Un sábado por la tarde se encontró en el bulevar de Les Capucines a Mérovée, al jefe y al rubio de gafas tintadas. Salían de un gimnasio. Mérovée se empeñó en que fuera a tomar con ellos «una copa y una pasta». Acabaron en la acera de enfrente del bulevar, en una mesa del salón de té La Marquise de Sévigné.
Mérovée parecía encantado de la vida de habérselos llevado a ese local. Llamó a una de las camareras con tono de parroquiano y encargó con voz cortante «té y pastas». Los otros dos lo miraban con cierta indulgencia, lo que sorprendió a Bosmans en lo referido al jefe, tan severo habitualmente.
—¿Qué? ¿Y en lo de nuestra Alegre Pandilla…, ha tomado ya una decisión?
Mérovée le hizo la pregunta a Bosmans con tono seco. Y este buscaba un pretexto para levantarse de la mesa. Por ejemplo, decirles que tenía que ir a llamar por teléfono. Y dejarlos plantados. Pero pensaba en Margaret Le Coz, que era compañera suya en la oficina. Corría el riesgo de volver a encontrarse con ellos todas las tardes cuando fuera a buscarla.
—¿Qué? ¿No le apetece ser miembro de nuestra Alegre Pandilla?
Mérovée insistía, cada vez más agresivo, como si quisiera provocar a Bosmans. Era como si los otros dos se estuvieran preparando para presenciar un combate de boxeo; el moreno de cara de bulldog con una leve sonrisa; y el rubio, impasible tras las gafas tintadas.
—¿Saben? —manifestó Bosmans con voz sosegada—. Desde que salí del internado y del cuartel no me entusiasman las pandillas.
A Mérovée lo desconcertó la respuesta y rio con su risa de viejo. Cambiaron de tema. El jefe, con voz circunspecta, le explicó a Bosmans que iban dos o tres veces por semana al gimnasio. Allí practicaban varias artes, entre ellas el boxeo francés y el judo.
Y había incluso una sala de armas con un profesor de esgrima. Y los sábados se apuntaban a algún cross o a alguna carrera en pista de ceniza en el bosque de Vincennes.
—Debería venir a hacer deporte con nosotros…
A Bosmans le daba la impresión de que se lo estaban ordenando.
—Estoy seguro de que no hace suficiente deporte.
El jefe le clavaba la mirada en los ojos a Bosmans y a este le costaba sostenérsela.
—¿Qué? ¿Va a venir a hacer deporte con nosotros?
Le iluminaba la gruesa cara de bulldog una sonrisa.
—Un día de la semana que viene, ¿le parece? ¿Lo apunto en la calle de Caumartin?
Esta vez Bosmans no sabía ya qué contestar. Sí, aquella insistencia le recordaba los lejanos tiempos del internado y del cuartel.
—Hace un rato me dijo que no le gustaban las pandillas, ¿no? —le preguntó Mérovée con voz chillona—. Seguramente prefiere la compañía de la señorita Le Coz.
A los otros dos pareció darles apuro ese comentario. Mérovée seguía sonriente, pero pese a todo era como si temiera la reacción de Bosmans.
—Desde luego. No cabe duda de que está usted en lo cierto —respondió con suavidad Bosmans.
Se separó de ellos en la acera. Se alejaron entre la muchedumbre; el jefe y el rubio de gafas tintadas caminaban juntos. Mérovée, algo más atrás, se volvía para hacerle un gesto de despedida. ¿Y si lo estuviera engañando la memoria? A lo mejor fue otra tarde, a las siete, delante del edificio de la oficina, cuando estaba esperando a que saliera Margaret Le Coz.
Unos años después, a eso de las dos de la madrugada, pasaba en taxi por el cruce de la calle de Le Colisée con la avenida de Franklin-Roosevelt. El taxista se detuvo en el semáforo en rojo. Enfrente mismo, al filo de la acera, había alguien quieto, muy tieso, que llevaba abrigo de esclavina y sandalias de tiras sin calcetines. Bosmans reconoció a Mérovée. Tenía la cara más flaca y el pelo cortado al rape. Allí estaba, apostado, y cada vez que pasaba uno de los escasos coches que circulaban, esbozaba una sonrisa. Más bien un rictus. Hubiérase dicho que estaba haciendo la calle para clientes de ultratumba. Era una noche de enero particularmente cruda. A Bosmans le entraron ganas de acercársele y hablar con él, pero se dijo que no lo reconocería. Lo seguía viendo a través del cristal trasero y lo vio hasta que el coche giró en el Rond-Point. No podía apartar la vista de aquella silueta inmóvil con abrigo negro de esclavina y se acordó de pronto del joven grueso de piel blanca que iba con frecuencia con Mérovée y parecía admirarlo tanto. ¿Qué habría sido de él?
Bosmans tenía decenas y decenas de fantasmas así. Imposible ponerle nombre a la mayoría. En tales casos se contentaba con escribir una imprecisa indicación en la libreta. La chica morena de la cicatriz, que iba siempre a la misma hora en la línea de metro Porte d’Orléans-Porte de Clignancourt… Eran casi siempre una calle, una estación de metro, un café los que los ayudaban a resucitar del pasado. Se acordaba de la mendiga de la gabardina, con pinta de exmodelo de pasarela, con la que se había cruzado en varias ocasiones en diferentes barrios: calle de Le Cherche-Midi, calle de L’Alboni, calle de Corvisart…
Lo había dejado asombrado que, entre los millones de habitantes que hay en una gran ciudad como París, fuera posible toparse con la misma persona con largos intervalos de tiempo y, en todas las ocasiones, en un lugar muy distante del anterior. Le preguntó qué le parecía a un amigo que hacía cálculos de probabilidades consultando los ejemplares del periódico Paris-Turfác los últimos veinte años para apostar en las carreras. No, no había respuesta para eso. Bosmans pensó entonces que el destino a veces insiste. Te cruzas dos o tres veces con la misma persona. Y si no le dices nada, pues peor para ti.
¿La razón social de aquella oficina? Algo así como «Richelieu Interim». Sí, digamos: Richelieu Interim. Un edificio grande de la calle de Le Quatre-Septembre, sede antaño de un periódico. Una cafetería en la planta baja, en donde había quedado a veces con Margaret Le Coz porque aquel año el invierno fue crudo. Pero prefería esperarla en la calle.
La primera vez subió incluso a buscarla. Un ascensor enorme de madera clara. Fue por las escaleras. En todos los pisos, en las puertas de dos hojas, una placa con el nombre de una sociedad. Llamó en la que ponía Richelieu Interim. Se abrió automáticamente. Al fondo de la estancia, del otro lado de algo parecido a un mostrador en que se apoyaba una cristalera, estaba sentada Margaret Le Coz en uno de los escritorios, lo mismo que otras personas que tenía alrededor. Golpeó el cristal; ella alzó la cabeza y le indicó con un ademán que la esperase abajo.
Siempre se quedaba aparte, al filo de la acera, para que no lo atrapase la corriente de quienes salían del edificio a la misma hora mientras sonaba un timbre estridente. Al principio, le daba miedo no verla entre aquel gentío y le propuso que llevase ropa que le permitiese localizarla: un abrigo rojo. Le daba la impresión de estar acechando a alguien a la llegada de un tren, a alguien a quien intenta uno reconocer entre los viajeros que le pasan por delante. Cada vez son menos. Allá atrás, hay quienes se han retrasado y aún se están bajando del último vagón; y no ha perdido uno del todo la esperanza…
Margaret trabajó quince días en un anexo de Richelieu Interim no muy distante, por la zona de Notre-Dame-des-Victoires. También ahí la esperaba a las siete de la tarde en la esquina de la calle de Radziwill. Salía sola del primer edificio a la derecha y, al verla acercarse, Bosmans pensó que Margaret Le Coz no corría ya el riesgo de desaparecer entre el gentío, un temor que notaba a ratos desde la primera vez que se vieron.
Aquella tarde, en el terraplén de la plaza de L’Opéra, se habían concentrado unos manifestantes frente a una hilera de CRS[1] que formaban una cadena a lo largo del bulevar, en apariencia para guardar el paso de un cortejo oficial. Bosmans consiguió escurrirse entre el gentío hasta la boca del metro antes de que cargasen los CRS. Cuando apenas había bajado unos cuantos peldaños ya estaban retrocediendo a su espalda los manifestantes, empujando a quienes estaban ya en las escaleras. Perdió el equilibrio y arrastró consigo a una joven con gabardina que iba delante de él; y ambos, ante la presión de los demás, se pegaron a la pared. Se oían sirenas de policía. Cuando estaban a punto de asfixiarse, la presión aflojó. La corriente seguía bajando por las escaleras. La hora punta. Subieron juntos a un vagón. Ella se había lastimado antes contra la pared y le sangraba una ceja. Bajaron dos estaciones más allá y Bosmans la llevó a una farmacia. Caminaron juntos al salir de la farmacia. Ella llevaba un esparadrapo encima de la ceja y tenía una mancha de sangre en el cuello de la gabardina. Una calle tranquila. Eran los únicos transeúntes. Caía la noche. Rué Bleue, calle Azul, el nombre le pareció irreal a Bosmans. Se preguntaba si no estaría soñando. Muchos años después, se vio otra vez por casualidad en aquella calle Bleue y una idea lo dejó clavado en el suelo: ¿podemos estar realmente seguros de que las palabras que dos personas han cruzado durante su primer encuentro se hayan desvanecido en la nada como si nunca las hubiera pronunciado nadie? ¿Y ese susurro de voces, esas conversaciones telefónicas desde hace alrededor de cien años? ¿Esos miles de palabras cuchicheadas al oído? ¿Todos esos jirones de frases tan intrascendentes que están condenadas al olvido?
—Margaret Le Coz. Le Coz separado.
—¿Vive por el barrio?
—No, por la zona de Auteuil.
¿Y si todas esas palabras se quedasen colgadas en el aire hasta el final de los tiempos y bastase con algo de silencio y con fijarse un poco para captar sus ecos?
—¿Entonces trabaja por el barrio?
—Sí, en una oficina. ¿Y usted?
A Bosmans lo sorprendió aquella voz tranquila, aquella forma sosegada y lenta de caminar, como si fuera paseando, aquella aparente serenidad que contrastaba con el esparadrapo de encima de la ceja y con la mancha de sangre de la gabardina.
—Ah, yo…, pues yo trabajo en una librería…
—Debe de ser interesante…
El tono era educado, distante.
—¿Margaret Le Coz? ¿Es un apellido bretón?
—Sí.
—¿Así que nació en Bretaña?
—No, en Berlín.
Contestaba a las preguntas muy educadamente, pero Bosmans notaba que no iba a decir nada más. Berlín. Quince días después, estaba esperando a Margaret Le Coz en la acera, a las siete de la tarde. El primero en salir del edificio fue Mérovée. Llevaba el traje de los domingos, uno de esos trajes de hombros raquíticos que hacía un sastre de aquellos años que se llamaba Renoma.
—¿Viene con nosotros esta noche? —le dijo a Bosmans con su voz metálica—. Salimos… Vamos a una sala de fiestas de los Campos Elíseos… La sala Festival…
Dijo «Festival» con tono deferente, como si se tratase de un lugar emblemático de la vida nocturna y parisina. Bosmans rechazó la invitación. Entonces Mérovée se le plantó delante:
—Ya… Prefiere salir con esa cabeza cuadrada…
Bosmans tenía por principio no reaccionar nunca ante la agresividad de los demás ni ante los insultos ni las provocaciones. A no ser con una sonrisa pensativa. En vista de lo que medía y de lo que pesaba, el combate habría sido desigual la mayoría de las veces. Y además, a fin de cuentas, la gente no era tan mala.
Aquella primera noche siguieron andando ambos, él y Margaret Le Coz. Habían llegado a la avenida de Trudaine, una avenida que dicen que ni empieza ni acaba, quizá porque forma algo así como un enclave o un claro y muy pocos coches pasan por ella. Se sentaron en un banco.
—¿Qué hace en esa oficina suya?
—Trabajo de secretaria. Y traduzco la correspondencia al alemán.
—Ah, sí, es verdad… Nació usted en Berlín.
Le habría gustado saber por qué aquella bretona había nacido en Berlín, pero ella no decía nada. Había mirado el reloj.
—Estoy esperando a que pase la hora punta para volver a coger el metro.
Esperaron así, en un café enfrente del liceo Rollin. Bosmans había estado dos o tres años interno en ese liceo, y en otros muchos internados de París y de provincias. Por la noche, se escapaba del dormitorio y caminaba por la avenida silenciosa hasta las luces de Pigalle.
—¿Estudió algo?
¿Le había hecho esa pregunta por la proximidad del liceo Rollin?
—No. No tengo estudios.
—Yo tampoco.
Qué curiosa coincidencia esa de estar sentado frente a ella en aquel café de la avenida de Trudaine… Algo más allá, en la misma acera, la «Escuela de Comercio». Un compañero del liceo Rollin cuyo nombre había olvidado, un chico mofletudo y moreno que llevaba siempre botas après-ski lo convenció para que se matriculase en esa Escuela de Comercio. Bosmans se matriculó para alargar la prórroga que tenía para incorporarse al servicio militar, pero sólo asistió dos semanas.
—¿Usted cree que debo seguir con este esparadrapo puesto?
Se frotaba la ceja y el vendaje que la tapaba. Bosmans opinaba que debía dejarse el esparadrapo hasta el día siguiente. Le preguntó si le dolía. Ella se encogió de hombros.
—No, no mucho… Hace un rato creía que me asfixiaba.
Aquel gentío en la boca del metro, aquellos trenes atestados, todos los días, a la misma hora… Bosmans había leído en alguna parte que un primer encuentro entre dos personas es como una herida leve que ambos notan y que los despierta de su soledad y su embotamiento. Andando el tiempo, cuando pensaba en su primer encuentro con Margaret Le Coz, se decía que no habría podido ocurrir más que de aquella forma: allí, en aquella boca de metro, cuando los lanzaron uno contra otro. Y pensar que cualquier otra tarde, en el mismo lugar, habrían bajado por la misma escalera y habrían cogido el mismo metro sin verse… Pero ¿seguro que habría ocurrido así?
—A pesar de todo, me apetece quitarme el esparadrapo…
Intentaba tirar de una punta, agarrándola entre el pulgar y el índice, pero no lo conseguía. Bosmans se acercó más.
—Espere… La ayudo.
Tiraba del esparadrapo despacio, milímetro a milímetro. Tenía muy cerca de la suya la cara de Margaret Le Coz. Ella intentaba sonreír. Por fin consiguió quitárselo del todo de un tirón brusco. La señal de un hematoma encima de la ceja.
Bosmans no le había quitado la mano izquierda del hombro. Ella lo miraba fijamente con sus ojos claros.
—Mañana por la mañana en la oficina van a pensar que me he pegado con alguien…
Bosmans le preguntó si no podía pedir un permiso de unos cuantos días después de aquel «accidente». Ella le sonrió, aparentemente conmovida por tanta ingenuidad. En la oficina de Richelieu Interim a la mínima ausencia te quedabas en la calle.
Anduvieron hasta la plaza de Pigalle por el mismo camino que hacía Bosmans cuando se escapaba de los dormitorios del liceo Rollin. Delante de la boca del metro, se ofreció a acompañarla hasta su casa. ¿No le molestaba mucho la herida? No. Además, a aquella hora las escaleras, los pasillos y los trenes estaban vacíos y ya no corría riesgo alguno.
—Venga a buscarme alguna tarde a la salida de la oficina —le dijo con su voz sosegada, como si a partir de entonces aquello cayera por su propio peso—. Calle de Le Quatre-Septembre, 25.
No llevaba pluma ninguno de los dos, ni papel para apuntar las señas, pero Bosmans la tranquilizó: nunca se le olvidaban los nombres de las calles ni los números de las casas. Era la forma que tenía él de luchar contra la indiferencia y el anonimato de las grandes ciudades, y quizá también contra las incertidumbres de la vida.
La siguió con la mirada mientras ella bajaba los peldaños. ¿Y si la esperaba inútilmente por la tarde a la salida de la oficina? Lo invadía una angustia al pensar que podría no volver a encontrarse con ella nunca más. Intentaba en vano recordar en qué libro estaba escrito que cada primer encuentro es una herida. Debió de leerlo en la época del liceo Rollin.
La primera tarde en que Bosmans fue a buscarla a la salida de la oficina, ella le hizo una seña con el brazo entre la corriente de quienes salían por el portal. La acompañaban los demás, Mérovée, el moreno con cara de bulldog y el rubio de gafas tintadas. Se los presentó llamándolos «mis compañeros».
Mérovée les propuso que fueran a tomar algo un poco más allá, en Le Firmament; y a Bosmans le llamó la atención su voz metálica. Margaret Le Coz le lanzó una mirada furtiva a Bosmans antes de volverse hacia Mérovée. Le dijo:
—No puedo quedarme mucho… Tengo que volver a casa más temprano que de costumbre.
—¡Vaya! ¿De verdad?
Mérovée la miraba fijamente con insolencia. Se había plantado delante de Bosmans y había soltado su risa de insecto.
—Tengo la impresión de que quiere usted quitarnos a la señorita Le Coz.
Bosmans le contestó con expresión pensativa:
—¿Ah, sí? ¿Usted cree?
En el café se sentó al lado de ella y ambos estaban enfrente de los demás. El moreno de cara de bulldog parecía malhumorado. Se inclinó hacia Margaret Le Coz y le dijo:
—¿Le falta mucho para acabar la traducción del informe?
—No, señor. Mañana por la tarde.
Lo llamaba señor porque era mucho mayor que todos los demás. Sí, rondaba los treinta y cinco años.
—No estamos aquí para hablar de trabajo —dijo Mérovée, clavando la mirada en el moreno de cara de bulldog con la expresión de un niño malcriado que está esperando que le den una bofetada.
El otro no se inmutó, como si estuviera acostumbrado a semejantes comentarios y sintiera incluso cierta indulgencia hacia ese joven.
—¿Es usted quien se pegó con nuestra compañera?
Mérovée le hizo inesperadamente la pregunta a Bosmans, indicándole la ceja de Margaret Le Coz.
Esta seguía impasible. Bosmans hizo como que no había oído. Hubo un silencio. El camarero no venía a la mesa.
—¿Qué toman? —preguntó el rubio de gafas tintadas.
—Pide cinco cañas sin espuma —dijo Mérovée con tono seco.
El rubio se levantó y se fue a la barra para pedir las cervezas. Margaret Le Coz cruzó una mirada con Bosmans y a este le dio la impresión de que era una mirada de complicidad. Andaba buscando una frase para romper el silencio.
—¿Así que trabajan ustedes en la misma oficina?
No bien la hubo pronunciado, le pareció una frase estúpida. Y se prometió no volver a esforzarse por mantener una conversación. Nunca.
—En la misma oficina, pero no en el mismo despacho —dijo Mérovée—. El señor tiene un despacho para él solo.
Y señalaba al moreno con cara de bulldog que seguía con expresión severa. Otro silencio. Margaret Le Coz no tocaba la caña. Y tampoco Bosmans tenía ninguna gana de beber cerveza a aquella hora.
—¿Y usted a qué se dedica?
La pregunta se la había hecho el moreno con cara de bulldog, que le sonreía con una sonrisa peculiar que contrastaba con la dureza de la mirada.
A partir de ese momento, los rostros y las voces se pierden en la noche de los tiempos —salvo la cara de Margaret—; el disco se atasca primero y luego se interrumpe de pronto. Por lo demás, faltaba poco para que cerrase aquel café del que nunca sabría Bosmans por qué se llamaba Le Firmament.
Van andando hacia la estación de metro. Es esa noche cuando Margaret Le Coz le dice que le gustaría cambiar de trabajo y perder de vista definitivamente Richelieu Interim y a sus compañeros de hace un rato. Lee a diario los anuncios por palabras y espera todos los días una frase que le abra nuevos horizontes. En la plaza de L’Opéra son escasas las personas que se meten en la boca del metro. Ya no es hora punta. Ni los CRS acordonan ya el terraplén ni los lados del bulevar de Les Capucines, pero delante de la Ópera hay dos o tres hombres junto a sus potentes coches de alquiler, esperando a un cliente que no vendrá.
En el momento de bajar por las escaleras, Bosmans le rodeó los hombros con el brazo, como si quisiera protegerla de un tumulto tan violento como el de la otra tarde, pero van por pasillos desiertos y esperan el metro solos en el andén. Bosmans recuerda un trayecto de metro largo al cabo del cual se encuentra en la habitación de Margaret Le Coz, en Auteuil.
Quería saber por qué había tomado la decisión de alquilar una habitación en aquel barrio remoto.
—Es más seguro —dijo ella. Luego rectificó de inmediato—. Es más tranquilo…
Bosmans le sorprendió en la mirada una inquietud, como si corriera algún peligro. Y una tarde en que habían quedado, después del trabajo, en el bar de Jacques el Argelino, muy cerca de la casa de ella, él le preguntó si conocía a más gente en París además de a sus compañeros de la oficina. Elle titubeó un momento:
—No… A nadie… aparte de a ti…
Sólo llevaba viviendo en París desde el año anterior. Antes, había residido en provincias y en Suiza.
Bosmans recordaba los trayectos de metro interminables con Margaret Le Coz a horas punta. Y, desde que tomaba notas en la libreta negra, había tenido dos o tres sueños en que la veía entre el gentío, a la salida de la oficina. Y también un sueño en que volvía a aplastarlos contra la pared la presión de los que los empujaban por detrás en las escaleras. Se despertó sobresaltado. Se le vino a la cabeza un pensamiento y lo apuntó en la libreta a la mañana siguiente: «En aquella época, sensación de estar con Margaret, perdidos entre el gentío». Había encontrado dos cuadernos verdes de la marca Claire-Fontaine, cuyas páginas llenaba una letra menuda y prieta que acabó por reconocer: la suya. Un libro que estaba intentando escribir el año en que conoció a Margaret Le Coz, algo así como una novela. Según hojeaba los cuadernos, le fue llamando la atención aquella letra mucho más prieta que la suya habitual. Y, sobre todo, se fijaba en que usaba los márgenes y escribía sin poner nunca punto y aparte ni saltar a otra página y que no había en aquel manuscrito espacio alguno en blanco. Debía de ser seguramente su forma personal de expresar una sensación de asfixia.
Escribía a veces por las tardes en la habitación de Margaret Le Coz, en donde iba a refugiarse cuando ella no estaba. La ventana abuhardillada daba a un jardín descuidado en cuyo centro crecía un haya roja. Aquel invierno, una capa de nieve cubrió el jardín, pero, mucho antes de la fecha que indicaba el calendario como inicio de la primavera, las frondas del árbol llegaban casi al cristal de la ventana. ¿Por qué entonces, en aquella habitación apacible, apartado del mundo, era tan prieta la letra en las páginas de los cuadernos? ¿Por qué era tan negro y tan asfixiante lo que escribía? He aquí unas preguntas que nunca se hizo por entonces.
Uno se sentía alejado de todo en aquel barrio los sábados y los domingos. Ya desde la primera tarde en que fue a buscarla a la salida de la oficina y se encontraron con Mérovée y con los demás, le dijo Margaret Le Coz que prefería quedarse en el barrio los días libres. ¿Sus compañeros sabían sus señas? Claro que no. Cuando quisieron enterarse de dónde vivía, les habló de una residencia de estudiantes. Fuera de las horas de trabajo, no tenía trato con ellos. No tenía trato con nadie. Un sábado por la noche en que estaban los dos en Auteuil, en el bar de Jacques el Argelino, en una mesa del fondo, delante de la vidriera luminosa, Bosmans le dijo:
—Si lo he entendido bien, te andas escondiendo y vives aquí con un nombre falso…
Ella sonrió, pero con sonrisa apurada. En apariencia, no le gustaba gran cosa aquella clase de humor. Por el camino de vuelta, en la esquina de la calle de Les Perchamps, se detuvo, como si hubiera tomado la decisión de confesarle algo. ¿O como si temiera que alguien la estuviera esperando allá, ante la puerta cochera del edificio?
—Hay un individuo que me lleva buscando unos cuantos meses…
Bosmans le preguntó quién era aquel individuo. Ella se encogió de hombros. Quizá se arrepentía de haberle hecho aquella confidencia.
—Un individuo al que conocí…
—¿Y le tienes miedo?
—Sí.
Ahora parecía aliviada. Estaba quieta, mirando a Bosmans con sus ojos claros.
—¿Sabe tus señas?
—No.
Aquel individuo tampoco sabía dónde trabajaba. Bosmans intentaba tranquilizarla. París es grande. Es imposible encontrar a alguien en el barullo de las horas punta. Ninguno de los dos destacaba entre el gentío. Eran seres anónimos. ¿Cómo localizar a una Margaret Le Coz? ¿Y a un Jean Bosmans? La agarró por los hombros, iban siguiendo la calle de Les Perchamps. Era de noche y se esforzaban por no resbalar en las placas de escarcha. En torno a ellos, el silencio. Bosmans oía sonar la campana de una iglesia. Contó las campanadas en voz alta estrechándola más contra sí. Las once de la noche. A aquellas horas sólo seguía abierto en el barrio el bar de Jacques el Argelino, en la calle de Poussin. Bosmans se sentía muy lejos de París.
—No hay razón para que nadie te localice aquí.
—¿Tú crees?
Miraba, con expresión inquieta, la entrada del edificio, que tenía enfrente. Nadie. Otras noches, no se acordaba. Otros días, le pedía que no dejase de ir a buscarla a la salida del trabajo. Tenía miedo de que el «individuo» hubiera dado con su rastro. A Bosmans le habría gustado saber más, pero ella parecía reticente a darle más detalles. Y, en los momentos de despreocupación, Bosmans esperaba que acabase por olvidarlo todo.
Un sábado por la noche salían de un cine de Auteuil. Ella le dijo que le parecía que un hombre los iba siguiendo. Él se dio media vuelta, pero ella lo agarró del brazo y tiraba de él para que apretasen el paso. Era cierto que un hombre caminaba unos veinte metros por detrás de ellos, una silueta de mediana estatura con un abrigo de espiga.
—¿Lo esperamos? —preguntó Bosmans con tono animado.
Ella le apretaba el brazo y tiraba de él para que siguiera andando. Pero Bosmans no se movía. El otro hombre se acercaba. Pasó por delante de ellos sin hacerles caso. No, afortunadamente no era quien ella pensaba.
Ya en la habitación de la calle de Les Perchamps, le dijo él en tono de broma:
—Pues ese individuo… me gustaría saber cómo es… para reconocerlo por la calle…
Moreno, de alrededor de treinta años, bastante alto y de cara flaca. En resumidas cuentas, Margaret no concretaba al darle esas señas. Pero Bosmans seguía haciéndole preguntas. No, el hombre aquel no vivía en París. Lo conoció en provincias, o en Suiza, ya no se acordaba bien. Un mal encuentro. ¿Y en qué trabajaba? No estaba muy segura, algo así como un viajante de comercio, siempre moviéndose por hoteles de provincias y, de vez en cuando, por París. Margaret era cada vez más evasiva y Bosmans intuía que, para luchar contra el miedo que sentía, envolvía a aquel sujeto en una bruma, interponía entre ella y él algo parecido a un cristal esmerilado.
Aquella noche, en la habitación, Bosmans le dijo que no tenía mayor importancia. Bastaba sencillamente con hacer caso omiso de aquel sujeto si se presentaba un día, con pasar por delante de él sin echarle ni una mirada. Por lo demás, ella no era la única que quería evitar a alguien. Tampoco él podía cruzar por determinados barrios de París sin aprensión.
—Así que… ¿tú también tienes gente con la que te da miedo encontrarte?
—Imagínate una pareja de alrededor de cincuenta años —le dijo Bosmans—. Una mujer con el pelo rojo y la mirada dura, un hombre moreno, con pinta de cura que ha colgado los hábitos. La mujer de pelo rojo es mi madre, si me fío de lo que dice el registro civil.
En aquel período de su juventud, cada vez que Bosmans tenía la desdicha de encontrarse con la pareja si se arriesgaba a pasar por la calle de Seine y sus inmediaciones, sucedía lo mismo: su madre se le acercaba, con barbilla agresiva, y le pedía dinero con el tono autoritario con que se riñe a un niño. El hombre moreno se quedaba aparte, quieto, y lo miraba severamente como si quisiera avergonzarlo por el hecho de existir. Bosmans no sabía por qué aquellos dos seres le mostraban tanto desprecio. Se hurgaba en el bolsillo con la esperanza de encontrar unos cuantos billetes de banco. Se los alargaba a su madre, que se los guardaba con ademán brusco. Se alejaban ambos, muy tiesos y muy dignos, y el hombre se cimbreaba como un torero. A Bosmans ya no le quedaba ni para comprar un billete de metro.
—Pero ¿por qué les das dinero?
A Margaret parecía intrigarla de verdad lo que acababa de contarle Bosmans.
—¿De verdad que es tu madre? ¿Y no tienes más familia?
—No.
Se le había olvidado por un momento aquel hombre que temía que la estuviera esperando una noche delante de su casa.
—Ya ves que todo el mundo está expuesto a encuentros desagradables —dijo Bosmans.
Y añadió que la pareja había llamado en varias ocasiones a la puerta de su habitación, en el distrito catorce, para exigirle dinero. Sólo una vez no les abrió. Pero volvieron luego. El hombre se quedó esperando en la calle, siempre vestido de negro, con un porte de cabeza altanero. Su madre subió y le pidió dinero con tono seco, como si hablase con un inquilino que llevase mucho sin pagar el alquiler. Desde la ventana, vio cómo se alejaban por la calle, siempre tan tiesos y tan dignos.
—Menos mal que cambié de señas. Ya no pueden extorsionarme.
Aquella noche le siguió haciendo preguntas. Margaret no había vuelto a tener noticias del individuo desde que trabajaba en Richelieu Interim. Ella también había cambiado de señas para que le perdiera el rastro. Antes de irse a aquella habitación de Auteuil, había vivido en varios hoteles cerca de Étoile, uno de los cuales estaba en la calle de Brey. Y era ahí donde había acabado por localizarla. Salió huyendo de ese hotel en plena noche, sin hacer siquiera la maleta.
—Entonces no tienes nada que temer —le dijo Bosmans—. Debe de estar allí montando guardia por los siglos de los siglos.
Ella se echó a reír, lo que tranquilizó a Bosmans. Los otros dos a lo mejor lo estaban esperando también a él en sus antiguas señas, para pedirle más dinero. Se los imaginaba en la acera; la mujer de pelo rojo con la cabeza erguida, como un mascarón de proa; y el hombre siempre tan tieso, con su cimbreo de torero.
—¿Y cómo se llama el individuo ese? —preguntó Bosmans—. Dime el apellido por lo menos.
Ella titubeó por un momento. Le cruzó por los ojos una expresión de inquietud.
—Boyaval.
—¿No tiene nombre?
Margaret no contestaba. Parecía preocupada otra vez. Bosmans no insistió.
Aquella noche nevaba. Bastaba, le dijo Bosmans a Margaret, con convencerse de que estaba uno muy lejos de París, en la montaña, en algún lugar de Engadina. Aquellas cuatro sílabas eran dulces de pronunciar, lo calmaban a uno y le hacían olvidar todos los encuentros desagradables.
Boyaval. Se alegraba de haberle puesto un apellido a aquel individuo que tanto parecía preocupar a Margaret. Ya sabido el apellido, podías enfrentarte al peligro. Se proponía, sin que se enterase Margaret, neutralizar al Boyaval aquel igual que había neutralizado a la mujer de pelo rojo —su madre, al parecer— y al hombre vestido de negro del que no sabía decir si tenía pinta de cura que había colgado los hábitos o de torero de pega.
Con el tiempo… El otro día, iba por la calle de Seine. El barrio había cambiado desde la época remota de la mujer de pelo rojo y el cura que había colgado los hábitos. Y, no obstante, veía cómo se le acercaba por la acera por la que él iba una mujer alta con bastón. Reconoció desde lejos, aunque llevaban treinta años sin coincidir, a quien, según el registro civil, era su madre. Ya no tenía el pelo rojo, sino blanco. Llevaba una gabardina verde botella de corte militar, calzado de montaña y, cruzado por delante, algo parecido a un zurrón sujeto al hombro con una correa. Caminaba con paso firme. En apariencia, el bastón no le servía para nada; era un bastón que más bien parecía de alpinista.
Ella también lo reconoció. Bosmans se había detenido a la altura del antiguo Café Fraysse y la miraba a los ojos, petrificado, como si estuviera cara a cara con una gorgona. Ella lo miraba de hito en hito, con la barbilla sacada y expresión de desafío.
Le soltó un chorro de improperios en una lengua gutural que él no entendía. Levantó el bastón e intentó pegarle en la cabeza. Pero era demasiado alto; el bastón le dio en el hombro y notó un dolor bastante fuerte.
Retrocedió. La contera herrada le rozó el cuello. Ella se apoyaba ahora en el bastón, muy tiesa, sin que la barbilla perdiera arrogancia, y le clavaba los ojos, que a Bosmans le parecían mucho más pequeños y más duros que antes.
Se hizo a un lado cortésmente para cederle el paso.
—Señora…
Ella no se movía. Con ademán imperioso, le tendió la mano completamente abierta. Pero Bosmans no llevaba dinero.
Siguió andando. Había llegado a la altura de la glorieta de la calle Mazarine y se volvió. Ella seguía quieta, a distancia, y lo miraba con actitud altanera. Se pasó una mano por el cuello y se vio sangre en las yemas de los dedos. El bastón le había hecho una herida. Dios mío, qué irrisorias parecen con el paso del tiempo las cosas que nos hicieron sufrir antaño, y cómo se vuelven también irrisorias esas personas que el azar o la mala suerte nos impusieron durante la infancia o la adolescencia, y en el registro civil. Así que de todo aquello sólo quedaba algo parecido a una alpinista alemana vieja con su uniforme verde botella, su zurrón y su bastón de montaña, allá, en la acera. Bosmans se echó a reír. Cruzó el puente de Les Arts y entró en el patio del Louvre.
Allí se pasaba largas tardes jugando de niño. La comisaría de policía, a la derecha, al fondo del espacioso Patio Cuadrado, aquella comisaría que le daba tanto miedo, los agentes delante de la puerta de entrada, con pinta de aduaneros en el umbral de un puesto fronterizo, todo eso había dejado de existir. Caminaba recto, hacia delante. Había caído la noche. No tardó en llegar a la entrada de la callecita de Radziwill, al lugar en donde esperaba a Margaret Le Coz cuando trabajaba en un anexo de Richelieu Interim. Era la única que ocupaba la oficina de aquel anexo y le suponía un auténtico alivio no tener ya «a cuestas» —como decía ella— a Mérovée y a los demás. Desconfiaba de ellos, sobre todo de Mérovée y del jefe, el moreno con cara de bulldog. Un día en que Bosmans le preguntó en qué consistía exactamente el trabajo en Richelieu Interim, le dijo:
—¿Sabes, Jean? Son gente que tiene que ver con la dirección general de la policía.
Pero rectificó en el acto:
—Ah, es un trabajo administrativo… Algo parecido a la subcontratación…
Bosmans no se atrevía a confesarle que no sabía qué quería decir «subcontratación», y además notaba que ella quería quedarse en terreno inconcreto. Pese a todo, le preguntó:
—¿Por qué la dirección general de la policía?
—Creo que Mérovée y los demás hacen algo para la dirección general de la policía… Pero a mí no me incumbe… Me piden que escriba a máquina y que traduzca informes por seiscientos francos al mes… Lo demás…
A Bosmans le daba la impresión de que contaba aquellos pocos detalles como si quisiera justificarse. Hizo un último intento:
—Pero ¿qué es exactamente Richelieu Interim?
Ella se encogió de hombros.
—Ay…, una especie de asesoría jurídica.
Bosmans no estaba más enterado de lo que era una «asesoría jurídica» que de lo que quería decir «subcontratación». Y la verdad es que no le apetecía que Margaret se lo explicara. En cualquier caso, le había dicho ella, espero encontrar pronto otro trabajo. Así que Mérovée y los demás hacían «algo» para la dirección general de la policía… Lo cual recordaba una palabra en la que, pese al sonido acariciador, había algo siniestro: soplón. ¿Pero conocía Margaret esa palabra?
Bosmans la esperaba siempre a la misma hora a la entrada de la calle de Radziwill, una calle estrecha por la que no pasaba ningún coche y de la que se preguntaba si no sería un callejón sin salida. A aquellas horas, era de noche. Dos o tres veces fue incluso a buscarla a su despacho, porque hacía demasiado frío para esperar fuera. El primer edificio a la derecha. Se entraba por una puerta muy baja. Una escalera de doble revolución en la que quien subía nunca se cruzaba con el que bajaba. Y, además, el edificio tenía otra puerta cochera, en la calle de Valois. Le había dicho a Margaret en broma que no tenía nada que temer del tal Boyaval. Si la acechaba en la calle, podría escaparse por la otra salida. Y si Boyaval y ella coincidían por casualidad en la escalera doble, nunca se encontrarían y le daría tiempo a huir. Margaret lo escuchaba atentamente, pero aquellos consejos no parecían tranquilizarla de verdad.
Cuando Bosmans subía a buscarla, cruzaba por un vestíbulo con las paredes cubiertas de casilleros de metal y en cuyo centro había una mesa grande atestada de expedientes y archivadores. El teléfono sonaba sin que nadie lo cogiera. La habitación en que trabajaba Margaret era más pequeña y la ventana daba a la calle de Valois. La chimenea y el espejo que había encima indicaban que aquel despacho había sido antes un dormitorio. Las noches en que se encontraba allí con ella, antes de que bajasen la escalera doble y saliesen a la calle de Valois, Bosmans tenía la certidumbre de que estaban fuera del tiempo y apartados de todo, quizá más aún que en la habitación de Auteuil.
El silencio, el teléfono del vestíbulo que sonaba en vano, la máquina en la que Margaret estaba acabando de escribir un «informe», todo aquello dejaba en Bosmans una impresión de estar soñando despierto.
Iban a la estación de metro siguiendo los soportales desiertos del Palais-Royal. Bosmans recordaba la galería comercial de aquella estación de metro y se preguntaba si existía aún. Había en ella tiendas varias, una peluquería, una floristería, un comercio de alfombras, cabinas telefónicas, un escaparate de lencería femenina con fajas de otros tiempos y, al final del todo, una tarima en donde a unos hombres sentados en sillones de cuero les lustraban los zapatos unos norteafricanos, sentados a sus pies. Por lo demás, un cartel, a la entrada de la galería, mostraba esta inscripción, con una flecha, que intrigaba a Bosmans desde que era niño: W. C. - LIMPIABOTAS.
Una noche en que Margaret y él pasaban ante aquella tarima de «W. C. - LIMPIABOTAS», antes de bajar las escaleras que llevaban a los andenes del metro, ella tiró del brazo a Bosmans. Le dijo en voz baja que le había parecido reconocer, sentado en uno de los sillones, a Boyaval, a quien estaban lustrando los zapatos.
—Espera un momento —le dijo Bosmans.
La dejó al principio de las escaleras y fue con paso firme hacia «W. C. - LIMPIABOTAS». Sólo un cliente, sentado en uno de los sillones de la tarima, con un abrigo beige. Era un hombre moreno de unos treinta años con la cara flaca, pero de aspecto acomodado. Podría haber regentado un taller de automóviles por la zona de los Campos Elíseos, o incluso un restaurante en ese mismo barrio. Fumaba un cigarrillo mientras un hombre menudo de pelo blanco, arrodillado ante él, le lustraba los zapatos, y eso era algo que no le gustaba a Bosmans, que lo indignaba, incluso. Le daban a veces, a él, tan dulce y tan tímido habitualmente, arrebatos bruscos de ira y de rebeldía. Titubeó un momento, le puso al hombre una mano en el hombro y le clavó en él los dedos con fuerza. Este le lanzó una mirada estupefacta:
—¡Suélteme ahora mismo!
La voz era dura y amenazadora. Bosmans deseó con toda el alma que aquel sujeto fuera Boyaval. Le gustaba ver el peligro de cara. Aflojó la presión de los dedos.
—¿Es usted el señor Boyaval?
—Ni mucho menos.
El hombre se levantó y se le plantó delante a Bosmans con actitud defensiva.
—¿Está seguro? —le preguntó Bosmans con voz tranquila—. ¿No es Boyaval?
Le sacaba al hombre la cabeza y pesaba más que él. El otro parecía hacerse cargo. Se quedó callado.
—Pues qué se le va a hacer.
Fue a reunirse con Margaret al principio de las escaleras. Estaba muy pálida.
—¿Y bien?
—No es él.
Estaban sentados los dos en uno de los bancos, esperando el metro. Bosmans se fijó en que a Margaret le temblaban levemente las manos.
—Pero ¿por qué le tienes tanto miedo?
Ella no contestaba. Él lamentaba que aquel hombre no fuera Boyaval. Había albergado la esperanza de acabar con él de una vez por todas. Era una estupidez aquella amenaza en el aire, aquel individuo presente, pero invisible, que tenía aterrorizada a Margaret sin que ella le contase exactamente por qué. Él no le tenía miedo a nada. Al menos eso era lo que le repetía para tranquilizarla. Cuando uno ha tenido que vérselas desde la niñez con la mujer de pelo rojo y con el cura que había colgado los hábitos, ya no lo impresiona nadie. Se lo volvía a repetir a Margaret, ahí sentado en el banco del metro. Quería distraerla describiéndole a aquella pareja con la que aún tenía que verse cara a cara de vez en cuando al azar de alguna calle: el hombre con el pelo a cepillo, muy corto, las mejillas chupadas, la mirada de inquisidor; la mujer de barbilla trágica, siempre tan despectiva, con la chaqueta afgana… Margaret lo escuchaba y acababa por sonreír. Bosmans le decía que todo aquello no tenía gran importancia, ni aquellos dos sujetos que lo perseguían con su hostilidad sin que él supiera por qué y le pedían dinero siempre que se lo encontraban, ni Boyaval, ni nada. Podían irse de París de un día para otro, hacia nuevos horizontes. Eran libres. Ella asentía con la cabeza como si la hubiera convencido. Se quedaban sentados en el banco y dejaban pasar los metros.
Alguien le había cuchicheado una frase mientras dormía: lejano Auteuil, barrio encantador de mis grandes tristezas; y la anotó en la libreta, sabedor de que algunas palabras que oímos en sueños y que nos llaman la atención y nos prometemos no olvidar, no las recordamos al despertar, o no tienen ya ningún sentido.
Aquella noche había soñado con Margaret Le Coz, cosa que le sucedía muy pocas veces. Estaban los dos sentados en una mesa del bar de Jacques el Argelino, la mesa más próxima a la puerta de entrada, y esta estaba abierta a la calle, de par en par. Era media tarde, un día de verano, y a Bosmans le daba el sol en los ojos. Se preguntó si tenía la cara de ahora o la de los veintiún años. Seguramente la cara de los veintiún años, si no ella no lo habría reconocido. Todo estaba sumergido en una luz límpida, por la puerta abierta a la calle. Se le pasaron por la cabeza unas cuantas palabras, seguramente el título de un libro: Una puerta al verano. Sin embargo, a Margaret Le Coz la había conocido en invierno, un invierno muy frío que le había parecido interminable. El bar de Jacques el Argelino era un refugio en donde resguardarse de las tormentas de nieve y no recordaba que hubiera quedado nunca allí con Margaret en verano.
Comprobaba un fenómeno extraño: la claridad de aquel sueño iluminaba todo cuanto había sido real, las calles, las personas con las que Margaret y él habían coincidido juntos. ¿Y si aquella luz hubiera sido la auténtica, aquella en la que estaban sumergidos ambos en aquella época? Entonces, ¿por qué había llenado en aquel tiempo los dos cuadernos con una letra menuda en que se transparentaba una sensación de angustia y de asfixia?
Creyó que había dado con una respuesta: todo cuanto vivimos al día lleva la marca de las incertidumbres del presente. Margaret, por ejemplo, temía, cada vez que doblaba una esquina, darse de bruces con Boyaval; y Bosmans, con la pareja inquietante que lo perseguía —sin que supiera por qué— con su malquerencia y su desprecio y le habría registrado los bolsillos de buena gana si hubiera caído muerto ahí, en plena calle, con una bala en el corazón. Pero vistas de lejos, con la distancia de los años, las incertidumbres y las aprensiones que antes vivía uno en presente se han esfumado, como esa fritura que impide oír en la radio una música cristalina. Sí, cuando me acuerdo ahora, las cosas eran del todo como en el sueño: Margaret y yo, sentados uno enfrente de otro en una luz límpida e intemporal. Eso es, por lo demás, lo que nos explicaba aquel filósofo que nos encontramos una noche en Denfert-Rochereau. Decía: «El presente está siempre lleno de incertidumbres, ¿eh? Os preguntáis angustiados lo que será vuestro futuro, ¿eh? Y luego el tiempo pasa y ese futuro se convierte en pasado, ¿eh?».
Y, según hablaba, iba puntuando las frases con ese relincho cada vez más doloroso.
Cuando le preguntó a Margaret por qué había elegido una habitación en aquel barrio remoto de Auteuil, ella contestó:
—Es más seguro.
También él había buscado refugio casi en la periferia, al final del todo de La Tombe-Issoire, para escapar de aquella pareja agresiva que lo perseguía. Pero descubrieron sus señas, y su madre fue una noche a llamar con el puño a la puerta de su cuarto mientras el hombre esperaba en la calle. A la mañana siguiente, el barrio de La Tombe-Issoire y de Montsouris le pareció mucho menos seguro de lo que había creído. Miraba hacia atrás antes de entrar en el edificio y, al subir las escaleras, tenía miedo de que aquellos dos lo estuvieran esperando al fondo del pasillo, delante de la puerta de su habitación. Y luego, al cabo de unos días, ya había dejado de pensar en ello. Encontró otra habitación en el mismo barrio, en la calle de L’Aude. Afortunadamente hay que contar también, como decía el filósofo, con la despreocupación de la juventud, ¿eh? Había incluso días de sol en que Margaret no lo miraba ya fijamente con ojos preocupados.
Lejano Auteuil… Miraba el pianito de París que venía en las dos últimas hojas de la Molesquine. Siempre se había imaginado que podría encontrar, en lo hondo de algunos barrios, a las personas a quienes había conocido en la juventud, con la edad y el aspecto de antes. Llevaban en ellos una vida paralela, resguardados del tiempo… En los pliegues secretos de aquellos barrios, aún vivían Margaret y los demás tal y como eran por entonces. Para llegar a ellos, había que conocer pasadizos secretos que cruzaban por los edificios, calles que parecían a primera vista callejones sin salida y no venían en el plano. En sueños, sabía cómo llegar partiendo de tal estación de metro concreta. Pero, al despertarse, no sentía ya la necesidad de comprobarlo en el París real. O, más bien, no se atrevía.
Una tarde estaba esperando a Margaret en la acera de la avenida de L’Observatoire, apoyado en la verja del jardín, y en ese momento estaba apartado de los demás, estancado en la eternidad. ¿Por qué aquella tarde en la avenida de L’Observatoire? Pero no tardaba la imagen en volver a moverse, la película seguía su curso y todo era sencillo y lógico. Era la primera tarde en que Margaret había ido a casa del profesor Ferne. Desde Auteuil cogieron el metro hasta Montparnasse-Bienvenue. Otra vez la hora punta. Así que prefirieron hacer a pie el resto del camino. Margaret llegaba a la cita con mucho adelanto. Las estaciones del año se confundían. Debía de ser invierno aún, poco después del breve paso de ella por la oficina de la calle de Radziwill. Y, sin embargo, cuando llegaron a la entrada de los jardines del Observatorio, a Bosmans le parecía, con cuarenta años de distancia, que era un atardecer de primavera o de verano. Las hojas de los árboles formaban una bóveda por encima de la acera por la que iban andando Margaret y él. Ella le dijo:
—Puedes venir conmigo.
Pero a él le pareció que no quedaba serio. No, esperaría enfrente del edificio donde vivía el tal profesor Ferne. Miraba la fachada. ¿Cuál era el piso del profesor Ferne? Seguramente aquel en que había una hilera de puertas acristaladas de balcón encendidas. Con la espalda apoyada en la verja de la glorieta, pensaba que quizá a partir de aquella tarde la vida de ambos tomaría un nuevo derrotero. Todo era apacible y tranquilizador, las hojas de los árboles, el silencio, la fachada del edificio, que tenía esculpidas, encima de la puerta cochera, unas cabezas de leones. Y aquellos leones parecían montar guardia y mirar a Bosmans con expresión soñadora. Se abrió una de las cristaleras de los balcones y se oyó que alguien tocaba el piano.
Cuando Margaret salió del edificio, le dijo que todo estaba arreglado. Había visto a la mujer del profesor. No iba a tener a los niños a su cargo a tiempo completo, sino tres días por semana. La mujer del profesor le había explicado que no se trataba en realidad de un trabajo de aya. No. Más bien era el de una chica au pair con la única diferencia de que no tenía que dormir en la casa.
Aquella tarde le propuso Bosmans que fuera a ver su habitación, en lo más remoto del distrito catorce, en la calle de L’Aude. No cogieron el metro. Iban siguiendo una avenida bordeada de hospicios y conventos, en las proximidades del Observatorio, en donde Bosmans imaginaba a unos cuantos sabios, entre el silencio y la penumbra, observando las estrellas por el telescopio. A lo mejor estaba entre ellos aquel profesor Ferne. ¿De qué sería profesor? Margaret no lo sabía. Se había fijado, en el piso, en una gran biblioteca con una escalera de madera clara para llegar a los últimos estantes. Todos los libros estaban encuadernados y parecían muy antiguos.
El día en que Margaret supo que tenía que presentarse en casa del profesor Ferne, Bosmans fue a buscarla a la oficina más temprano que de costumbre. Margaret tenía que pasar por la agencia de colocaciones Stewart, en el Faubourg Saint-Honoré, para que le dieran las señas del profesor Ferne y le concretasen el día y la hora de la cita.
Los recibió un hombre rubio de ojos pequeños y azules, y Bosmans se preguntó si sería el señor Stewart en persona. A él no pareció extrañarle la presencia de Bosmans y los invitó a los dos a tomar asiento en unos sillones de cuero, delante de su escritorio.
—Por fin le hemos encontrado trabajo —le dijo a Margaret—. Ya era hora…
Y Bosmans se dio cuenta de que ella se había apuntado en la agencia Stewart mucho antes de trabajar para Richelieu Interim.
—Una lástima —comentó el rubio— que no pudiera usted conseguir una carta de referencias del señor Bagherian en cuya casa estuvo usted trabajando en Suiza.
—No tengo ya sus señas —dijo Margaret.
El rubio sacó de un archivador una ficha que puso delante de él. Bosmans se fijó en que en la parte de arriba había una foto de carnet. El rubio cogió del escritorio una hoja de papel de cartas con membrete de la agencia Stewart. Copiaba en ella las indicaciones que estaban escritas en la ficha. Frunció las cejas y alzó la cabeza.
—Nació en Berlín, ¿verdad? ¿En Reinickendorf?
Titubeó con las sílabas de esa palabra. Ella se ruborizó un poco.
—Sí.
—¿Es de origen alemán?
Siempre la misma pregunta. Se quedó callada. Por fin respondió con voz clara:
—En realidad, no.
Él seguía copiando la ficha, muy aplicado. Habríase podido creer que estaba haciendo un deber de clase. Bosmans cruzó una mirada con Margaret. El rubio dobló la hoja y la metió en un sobre que tenía también el membrete de la agencia Stewart.
—Le da usted esto al profesor Ferne.
Le alargó el sobre a Margaret.
—Me parece que no será un trabajo demasiado difícil. Son dos niños de unos doce años.
Había clavado en Bosmans los ojillos azules.
—¿Y usted? ¿Busca trabajo?
Bosmans no se explicaba por qué había contestado que sí. Aunque era de carácter violento a veces, evitaba frecuentemente contradecir a un interlocutor y no se atrevía a rechazar las proposiciones más inesperadas.
—Si busca trabajo podemos apuntarlo en la agencia Stewart.
En momentos así, Bosmans siempre ocultaba el apuro tras una sonrisa; y el rubio pensó seguramente que aquella sonrisa era un asentimiento. Cogió una ficha de su escritorio.
—¿Nombre y apellido?
—Jean Bosmans.
—¿Tiene estudios?
Cuando iba a contestarle que no tenía más títulos que el de bachillerato, Bosmans notó un súbito cansancio y quiso acabar con aquella conversación, pero temía comprometer el porvenir de Margaret y disgustar al rubio.
Este le preguntaba la fecha y el lugar de nacimiento, y las señas. Bosmans, pillado de improviso, dio la auténtica fecha de nacimiento y sus señas, en la calle de L’Aude, 28.
—¿Quiere firmar aquí?
Le indicaba la parte de abajo de la ficha y le tendía una pluma. Bosmans firmó.
—Necesitaría también una foto de carnet. Mándemela por correo.
A Margaret parecía sorprenderla aquella docilidad. Tras firmar, Bosmans le dijo al rubio:
—¿Sabe? A lo mejor no necesito trabajo de forma inmediata.
—Hay montones de oportunidades —dijo el rubio como si no lo hubiera oído—. Mientras llegan los empleos fijos, siempre podremos encontrarle algunos ocasionales.
Un silencio. El rubio se puso de pie.
—Le deseo buena suerte —le dijo a Margaret.
Los acompañó hasta la puerta del despacho. Le dio la mano a Bosmans.
—Ya lo avisaremos.
Ya en la calle, Margaret le preguntó por qué había dejado que el rubio le abriera una ficha. Bosmans se encogió de hombros.
Cuántas fichas, cuántos cuestionarios, cuántas tarjetas de inscripción había llenado con aquella prieta letra suya para agradar a alguien, para quitárselo de encima, o incluso por indiferencia, sin motivo… La única firma que le había salido de dentro fue la de la matrícula en la facultad de medicina, a eso de los dieciocho años, pero no lo admitieron porque no tenía un bachillerato de la rama de ciencias.
Al día siguiente de aquella visita, mandó una foto de carnet a la agencia Stewart. Le dijo a Margaret que era más prudente y que no había que hacerse notar…
¿Seguía existiendo la agencia Stewart? Pensó en ir a comprobarlo in situ. Si la agencia seguía en la misma oficina, buscaría en los archivos su ficha y la de Margaret, con las fotos suyas de aquella época.
Y a lo mejor lo recibía el mismo rubio de ojillos azules. Y todo volvería a empezar como antes.
En aquellos tiempos, no entraba mucha gente en la librería. Bosmans intentaba recordar la distribución del local. La librería propiamente dicha, con su mesa de madera oscura. La puerta del fondo daba paso a algo parecido a un depósito de techo acristalado, un almacén repleto de libros. En una de las paredes, un cartel viejo en donde ponía CASTROL. Al fondo del todo, la puerta corredera de hierro daba a otra calle. Bosmans había llegado a la conclusión de que aquello había sido un taller de automóviles. Por lo demás, revolviendo una tarde en los archivos, encontró el contrato de alquiler original. Sí, efectivamente: la librería y la editorial Le Sablier habían venido tras el taller de automóviles De l’Angle.
Por unas escaleras anchas con barandilla de hierro se llegaba de la librería al entresuelo, en donde estuvieron antes las oficinas de la editorial. En la puerta de la derecha, una placa de cobre con el nombre del editor grabado: «Luden Hornbacher». Un pasillo. Luego, un salón con muy poca luz que Bosmans llamaba el salón de fumar. Un sofá y sillones de cuero oscuro. Ceniceros en unos trípodes. Cubría el suelo una alfombra persa. Y, todo alrededor, bibliotecas acristaladas. Contenían todas las obras que había editado durante sus veinte años de existencia la editorial Le Sablier.
Bosmans pasaba con frecuencia el principio de la tarde en el antiguo despacho de Lucien Hornbacher. Se veían desde la ventana, por la brecha de la avenida de Reille, los primeros árboles del parque de Montsouris. Dejaba la puerta abierta para oír el timbre quebradizo que anunciaba, siempre que tal cosa sucedía, que un cliente había entrado en la planta baja. El escritorio era pequeño y tenía muchos cajones a ambos lados. El sillón giratorio era el mismo que en tiempos de Lucien Hornbacher. Un sofá pegado a la pared, enfrente de la ventana, tapizado de terciopelo azul oscuro. En el centro del escritorio, un reloj de arena, el emblema de la editorial. Bosmans se había fijado en que llevaba la marca de un joyero prestigioso, y le había extrañado que, en todo aquel tiempo, no lo hubiera robado nadie. Le daba la impresión de ser el guardián de un lugar en desuso. Lucien Hornbacher desapareció durante la guerra y, después de veinte años, Bourlagoff, el gerente y contable, que pasaba con regularidad por la librería, seguía hablando con medias palabras de esa desaparición. Era un hombre que rondaba los cincuenta años, tenía el pelo entrecano y cortado a cepillo, y la tez bronceada. Había trabajado de joven para Hornbacher. ¿Hasta cuándo podría seguir existiendo la librería? Cuando le preguntaba a Bourlagoff por el porvenir incierto de la antigua editorial Le Sablier, Bosmans nunca conseguía respuestas concretas.
Los libros publicados antaño por Lucien Hornbacher llenaban los estantes de la librería de la planta baja. Muchos de ellos trataban de ocultismo, de religiones orientales y de astronomía. En el catálogo había también trabajos eruditos sobre temas diversos. Cuando estaba empezando, Hornbacher editó a unos cuantos poetas y a algunos autores extranjeros. Pero a los clientes que se aventuraban aún a entrar en la librería les interesaban sobre todo las ciencias ocultas y venían a buscar obras que no podían encontrarse en ningún otro lugar y que Bosmans sacaba del almacén.
¿Cómo había dado con aquel trabajo? Una tarde que paseaba por las proximidades del lugar donde vivía, en el distrito catorce, le llamó la atención el cartel medio borrado de encima del escaparate, Editions du Sablier. Entró. Bourlagoff estaba sentado detrás de la mesa. Trabaron conversación. Andaba buscando a alguien que atendiera la librería cuatro días por semana… Un estudiante. Bosmans le dijo que el empleo le interesaba, pero que no era «estudiante». Daba igual. Por ese trabajo cobraría doscientos francos semanales.
La primera vez que Margaret vino a verlo al trabajo era un sábado soleado de invierno. Por la ventana del despacho de Hornbacher la vio, de lejos, cuando doblaba la esquina de la avenida de Reille. Recordaba que titubeó brevemente. Se detuvo en la acera, mirando a derecha e izquierda, a ambos lados de la avenida, como si se le hubiera olvidado el número de la librería. Luego siguió andando. Debía de haber localizado de lejos el escaparate. A partir de aquel día, siempre que quedaban en la antigua editorial Le Sablier, él la acechaba desde la ventana. Margaret sigue caminando a su encuentro por la acera en cuesta de la avenida de Reille en esa luz límpida de invierno, cuando el cielo está azul, aunque también podría ser verano, porque se ven al fondo las hojas de los árboles del parque. A veces llueve, pero la lluvia no parece molestarla. Anda bajo la lluvia con el mismo paso sosegado de costumbre. Se limita a cerrarse con la mano derecha el cuello del abrigo rojo.
Bosmans había ido al piso del profesor Ferne unos cuantos viernes por la tarde, el único día de la semana en que el profesor y su mujer salían hasta las doce de la noche y Margaret se quedaba al cuidado de los dos niños. Los llevaba a primera hora de la tarde al colegio Sévigné a la niña y al liceo Montaigne al chico. Se quedaba a cenar con ellos. Después de la cena ya estaba libre y Bosmans la esperaba en la avenida de L’Observatoire.
Una noche fue a buscarlo a la verja de la glorieta y le dijo que tenía que seguir con los niños. Los Ferne se habían entretenido en casa de un colega y no volverían después de cenar. Le propuso que subiera con ella al piso, pero Bosmans titubeó. ¿No le parecía a Margaret que su presencia les iba a sentar mal al profesor y a su mujer cuando volvieran y corría el riesgo de intranquilizar a los niños? No estaba acostumbrado a tratar con personas como ellos y tenían profesiones que lo intimidaban: él, Georges Ferne, era profesor de derecho constitucional en un centro de estudios superiores de mucho nivel; y ella, la letrada Suzanne Ferne, abogada en el tribunal de París, como lo indicaba el papel de cartas de ambos, que Margaret le había enseñado.
Bosmans subió con ella al piso con cierta aprensión. ¿Por qué le parecía que se estaba colando en él como un ladrón? Lo que le impresionó, ya desde el vestíbulo, fue una especie de austeridad. Las paredes estaban forradas de madera oscura. No había casi ningún mueble en el salón, cuyas ventanas daban a los jardines del Observatorio. Por lo demás, ¿era de verdad un salón? Había dos escritorios pequeños delante de las ventanas y Margaret le explicó que el profesor Ferne y su mujer trabajaban al tiempo con frecuencia, cada uno sentado en su escritorio.
Aquella noche, los dos niños, con batas escocesas, estaban en el sofá de cuero negro del salón. Cuando llegaron Margaret y Bosmans, estaban leyendo y ambos tenían la misma cara gacha y aplicada. Se levantaron y acudieron, ceremoniosos, a darle la mano a Bosmans. La presencia de este no parecía extrañarlos en absoluto.
El chico leía un libro de texto de matemáticas. A Bosmans lo sorprendió ver que tomaba notas en los márgenes. La niña estaba ensimismada en un libro de tapas amarillas de la colección «Classiques» de Garnier: los Pensamientos de Pascal. Bosmans les preguntó qué edad tenían. Once y doce años. Les dio la enhorabuena por ser tan serios y tan precoces. Pero parecían insensibles a esos elogios, como si aquello cayera por su propio peso. El chico se encogió de hombros mientras volvía a abstraerse en el libro de texto y la niña le lanzó una sonrisa tímida a Bosmans.
Entre las dos ventanas del salón estaba colgada una foto enmarcada: el profesor Ferne y su mujer, muy jóvenes, sonrientes, pero con cierta formalidad en la mirada y vistiendo toga de abogado. Las pocas noches que Bosmans subió a la vivienda con Margaret, esperaban en el sofá de cuero el regreso del profesor y su mujer. Margaret había llevado a acostar a los niños y les había dejado leer una hora más en la cama. De una lámpara con pantalla roja, colocada encima de un velador, brotaba una luz cálida y apaciguadora que dejaba zonas en penumbra. Bosmans se volvía hacia las ventanas e imaginaba al profesor y a la letrada Ferne, cada cual en su escritorio, trabajando en sus expedientes. A lo mejor, los días de fiesta los niños estaban con ellos, en el sofá, absortos en sus libros, y así transcurrían los sábados por la tarde, y nada perturbaba el silencio de aquella familia estudiosa.
De aquel silencio y aquella tranquilidad le parecía a Bosmans que disfrutaba fraudulentamente con Margaret. Se levantaba para mirar por la ventana y se preguntaba si, más abajo, los jardines del Observatorio no estaban en una ciudad extranjera adonde acababan de llegar Margaret y él.
La primera vez, notó una gran aprensión cuando oyó que la puerta del piso se abría y volvía a cerrarse, a eso de las doce de la noche, y las voces del profesor Ferne y de su mujer en el vestíbulo. Miraba fijamente a Margaret y notó que iba a contagiarle el pánico si no reaccionaba. Se levantó y fue hacia la puerta del salón en el momento en que entraban los Ferne. Les tendió la mano como quien se tira al agua y se tranquilizó del todo cuando ambos, uno tras otro, se la estrecharon.
Tartamudeó:
—Jean Bosmans.
Eran tan formales como sus hijos. Y, como sus hijos, parecían no extrañarse de nada, y sobre todo no parecía extrañarles la presencia de Bosmans. ¿Habían oído siquiera cómo se llamaba? El profesor Ferne estaba en un plano superior, abstracto, en donde nada se sabía de las trivialidades de la vida cotidiana. Y también lo estaba su mujer, con aquella mirada fría, aquel pelo corto y cierta brusquedad en el porte y la forma de hablar. Pero a Bosmans acabó por parecerle tranquilizador lo que de ellos lo había desconcertado en ese primer encuentro, tan tranquilizador que llegó a pensar que tratar con esas dos personas le habría resultado beneficioso.
—¿Se ha preparado bien las matemáticas André? —le preguntó el profesor a Margaret con una voz cuya suavidad sorprendió a Bosmans.
—Sí, señor Ferne.
—Vi que tomaba notas en los márgenes del libro —tartamudeó Bosmans—. Es fantástico a la edad que tiene.
El profesor y su mujer lo miraron fijamente. ¿A lo mejor los había molestado la palabra «fantástico»?
—A André siempre le han gustado las matemáticas —dijo el profesor con su voz suave, como si no viera en ello nada excepcional ni «fantástico».
La señora Ferne se había acercado a Bosmans y a Margaret.
—Buenas noches —les dijo con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa distante.
Y salió del salón. El profesor les dio a su vez las buenas noches con el mismo tono distante de su mujer, pero les estrechó la mano a ambos antes de dirigirse también hacia la puerta del fondo.
—Es curioso —dijo Margaret cuando se quedaron solos—. Podríamos quedarnos toda la noche en este salón… Les daría completamente igual… Están un poco en las nubes.
Más bien daba la impresión de que no querían perder el tiempo en detallitos insignificantes y, sobre todo, que evitaban hablar si no tenían nada que decir. Bosmans se imaginaba que en la habitación del fondo, que hacía las veces de comedor, también las comidas eran aplicadas. Preguntaban a los niños por alguna cuestión de matemáticas o de filosofía y estos contestaban de forma clara, con aquella precocidad de los jóvenes músicos prodigio. El profesor y la letrada Ferne, pensaba Bosmans, debían de haberse conocido en los bancos de la facultad. Por eso persistía en sus relaciones algo un tanto abrupto. En apariencia, lo que los unía era una honda complicidad intelectual y una camaradería de exestudiantes, incluso en aquella irónica forma suya de llamarse de usted.
Una noche, al salir de la casa, en el silencio de los jardines del Observatorio, Bosmans hizo un comentario ante el que Margaret soltó una risita por el tono tan serio que había puesto:
—La ineptitud no es su punto fuerte.
Bosmans le había recomendado a Margaret que dijera que eran hermanos. Opinaba que Ferne y su mujer desdeñaban los lazos de orden sentimental si no conducían a un continuo intercambio de ideas entre dos personas de diferente sexo. Pero sentía por ellos un gran respeto y los asociaba a palabras como: Justicia, Derecho, Rectitud. Una noche en que Margaret había ido a acostar a los niños y les había permitido, por intervención de Bosmans y sin que sirviera de precedente, dos horas de lectura de propina, se quedaron ambos en el salón como de costumbre.
—Deberíamos pedirles que nos echasen una mano —dijo Bosmans.
Margaret estaba pensativa. Asentía con la cabeza.
—Sí…, estaría bien…
—No exactamente que nos echasen una mano —dijo Bosmans—. Más bien que nos protegieran, ya que son abogados…
En una ocasión acompañó a Margaret al cuarto de los niños y los dejaron en las camas gemelas, cada uno con su libro de estudio. Luego dieron una vuelta por el piso. La biblioteca ocupaba una habitación pequeña y constaba de libros de derecho y ciencias humanas. En algunos estantes había discos de música clásica. Un sofá y un tocadiscos en el rincón izquierdo de la habitación. El profesor y la señora Ferne debían seguramente de sentarse juntos en aquel sofá para oír música clásica en los momentos de ocio. El dormitorio estaba al lado de la biblioteca, pero no se atrevieron a entrar. Por la puerta entornada, vieron a medias dos camas gemelas, como en el cuarto de los niños. Volvieron al salón. Aquella noche fue cuando Bosmans notó lo desamparados que estaban. Qué contraste entre el profesor Ferne, su mujer, sus hijos y aquel piso tranquilo y lo que los esperaba a Margaret y a él fuera y los encuentros que corrían el riesgo de tener… Notaba una sensación más o menos igual de seguridad y de tregua por las tardes en el antiguo despacho de Lucien Hornbacher, cuando estaba echado en el sofá de terciopelo azul y hojeaba el catálogo de la editorial Le Sablier o intentaba escribir en su cuaderno. Tenía que decidirse a hablar con el profesor o con su mujer y a pedirles un consejo, e incluso apoyo moral. ¿Cómo conseguiría describirles a la mujer de pelo rojo y al cura que había colgado los hábitos? Y, en el supuesto de que diese con las palabras, a los Ferne no les cabría en la cabeza que pudieran existir personas así y lo mirarían con cara de sentirse violentos. Y Dios sabe quién sería aquel Boyaval del que Margaret ni se atrevía a dar detalles… Estaba visto que ninguno de los dos tenía asiento en la vida. Ni familia. Ni donde agarrarse. Gentecilla. A veces, le entraba al pensarlo una leve sensación de vértigo.
Una noche, cuando volvieron, el profesor y su mujer le parecieron a Bosmans algo más accesibles que otras veces. Al entrar en el salón les dirigieron a Margaret y a él unas cuantas palabras amables.
—¿Qué? Espero que no estén muy cansados… —les dijo con su voz suave el profesor Ferne.
A Bosmans le pareció verle a su mujer una expresión benévola en la mirada que fijó en ellos.
—No, no…, todo va bien —dijo Margaret, sonriendo de oreja a oreja.
El profesor se volvió hacia Bosmans:
—¿Estudia usted algo?
Bosmans se había quedado mudo, lo petrificaba la timidez. Temía responder con palabras de las que podría avergonzarse no bien las hubiera pronunciado.
—Trabajo en una editorial.
—¿Ah, sí? ¿En cuál?
A Bosmans le parecía que el profesor y su mujer le mostraban una atención cortés. Estaban de pie, frente a Margaret y a él, como a punto de salir del salón.
—Les Editions du Sablier.
—No me suena esa editorial —dijo la señora Ferne con aquella forma brusca que Bosmans le había notado ya.
—En realidad, estoy más bien en la librería…
Pero notó en el acto que era una aclaración inútil. La atención del profesor Ferne y de su mujer se iba relajando. Esos detalles a ellos seguramente les parecían cosa de poca monta. A lo mejor había que hablarles de forma más directa. A Margaret le pasaba lo mismo que a él, nunca daba con las palabras necesarias para establecer con ellos un contacto auténtico, se limitaba a sonreírles o a contestar a las pocas preguntas que le hacían en lo que tuviera que ver con los niños.
—¿Y en esa librería qué clase de obras hay? —preguntó la mujer del profesor con tono de mera cortesía.
—Pues… sobre todo libros de ciencias ocultas.
—No estamos muy versados en ciencias ocultas —dijo la mujer del profesor encogiéndose de hombros.
Bosmans cogió impulso.
—Supongo que no les daba tiempo a interesarse por las ciencias ocultas cuando cursaban sus estudios de derecho…
E indicó, con mano titubeante, la foto colgada de la pared en donde se los veía a ambos, de jóvenes, con toga de abogado.
—Nos interesaban otras cosas —dijo la mujer del profesor Ferne con una voz seria que hizo que Bosmans se arrepintiera en el acto de haberse tomado esas confianzas.
Hubo un silencio. Le tocó ahora a Margaret intentar volver a establecer contacto.
—Falta poco para el cumpleaños de André… Había pensado que podríamos regalarle un perrito…
Lo dijo ingenua y espontáneamente. El profesor y su mujer parecían estupefactos, como si acabase de decir una grosería.
—Nunca hemos tenido perro en esta familia —aseveró la señora Ferne.
Margaret bajó la vista y Bosmans se dio cuenta de que se ruborizaba de apuro. Le entraron ganas de acudir en su ayuda. Temía perder la sangre fría y desvelar una violencia que siempre extrañaba en aquel muchacho de estatura y envergadura impresionantes, pero de modales tan reservados.
—¿No les gustan los perros?
El profesor Ferne y su mujer lo miraron en silencio, con cara de no haber entendido la pregunta.
—Pues un perro sí que les haría ilusión a los niños —tartamudeó Margaret.
—No lo creo —dijo la mujer del profesor—. André no soportaría que un perro lo distrajera de las matemáticas.
Se le estaba poniendo una expresión severa y a Bosmans le llamó la atención notar hasta qué punto aquel rostro de pelo moreno y corto, mandíbulas marcadas y párpados un tanto gruesos parecía masculino. Junto a su mujer, al profesor Ferne se le notaba algo frágil. ¿Porque era rubio tirando a pelirrojo? ¿Porque era de cutis pálido? Bosmans se había fijado también en que cuando la letrada Suzanne Ferne sonreía, sólo lo hacía con los labios. Los ojos seguían fríos.
—Olvidemos lo del perro —dijo el profesor Ferne con su voz suave.
Pues claro, olvidémoslo, pensó Bosmans. En aquel piso austero, en aquella familia que seguramente llevaba varias generaciones dedicándose al derecho y a la magistratura y cuyos niños les llevaban dos años de adelanto a los alumnos de su edad, no había sitio para los perros. Cuando notó que los Ferne iban a salir del salón, dejándolos solos a Margaret y a él como las demás noches, se dijo que quizá debería hacer otro intento.
—Quisiera pedirles un consejo.
Y, para darse valor, lanzó una mirada a la foto en que se los veía a ambos de toga negra.
¿Lo habían oído de verdad? Hablaba en voz tan baja… Rectificó en el acto:
—Pero no quiero entretenerlos… Otra noche…
—Como quiera —dijo el profesor Ferne—. Estoy a su disposición.
Su mujer y él salieron del salón, sonriéndoles con la misma sonrisa inexpresiva.
—¿Qué consejo era ese que querías pedirles? —le dijo Margaret.
Bosmans no sabía ya qué responder. Sí, ¿qué consejo? Se le había ocurrido la idea de recurrir al profesor y a su mujer al ver aquella foto en que estaban vestidos de abogados. Un día se había aventurado por la Sala de los Pasos Perdidos del Palacio de Justicia y se había fijado en la forma majestuosa y flexible a la vez en que iban de un lado a otro todos aquellos hombres con sus togas, rematadas de armiño a veces. Y además de niño lo había impresionado la foto de una mujer joven en el banco de la sala de lo criminal, detrás de uno de aquellos hombres de negro. El pie de la foto decía: «Junto a la acusada, su defensor la apoya con rigor y benevolencia paternal…».
¿De qué crimen, de qué falta se sentía culpable él, Bosmans? Soñaba con frecuencia lo mismo: había sido cómplice de un delito bastante grave, al parecer, un cómplice de segunda fila, por lo cual no lo habían identificado aún, pero un cómplice en cualquier caso, sin que pudiera saber de qué. Y sobre él se cernía una amenaza que se le olvidaba a ratos, pero que volvía en el sueño, e incluso después de despertarse, de forma lancinante.
¿Qué consejos y qué ayuda esperaba del profesor Ferne y de su mujer? Nada más salir del piso aquella noche soltó la carcajada. Estaba con Margaret en el ascensor —un ascensor de puertas acristaladas en cuyo asiento corrido se había sentado— y no controlaba ya aquella risa irresistible. Se la contagió a Margaret. ¿Pedir a unos abogados que lo defendieran de qué? ¿De la vida? Le costaba imaginarse a sí mismo delante del profesor Ferne y de la letrada Suzanne Ferne, ellos tan solemnes y él cayendo en confidencias, intentando explicarles la sensación de culpabilidad que sentía desde niño, sin saber por qué, y aquella impresión desagradable de ir caminando muchas veces por arenas movedizas… Para empezar, nunca le había contado a nadie sus estados de ánimo ni le había pedido nunca ayuda a nadie. No, lo que le había llamado la atención de los Ferne era la total confianza que tenían, aparentemente, en sus cualidades intelectuales y morales, aquella seguridad en sí mismos cuyo secreto le habría gustado tanto que le proporcionasen.
Aquella noche habían dejado abierta la verja de los jardines del Observatorio. Margaret y él se sentaron en un banco. El aire era tibio. Bosmans se acordaba de que Margaret había trabajado en casa del profesor y de su mujer en febrero y parte del mes de marzo. Pero si se habían quedado tanto rato sentados en el banco es que la primavera debía de haber sido precoz aquel año. Una noche de luna llena. Vieron apagarse las luces en las ventanas del profesor Ferne.
—¿Y cuándo dices que vas a pedirles consejos? —le preguntó Margaret.
Y les había vuelto a entrar aquella risa incontenible. Hablaban en voz baja porque temían llamar la atención en el jardín. A aquellas horas tardías seguramente el público tenía prohibida la entrada. Margaret le había contado que, recién llegada a París, había ido a parar a un hotel cerca de Étoile. No conocía a nadie. Por la noche, andaba por el barrio. Había una plaza algo menos grande que los jardines del Observatorio, algo así como una glorieta con una estatua y árboles, y se sentaba en un banco, como ahora.
—¿Por dónde caía? —preguntó Bosmans.
En la estación de metro de Boissiére. Qué coincidencia… Aquel año él se bajaba muchas veces en Boissiére a eso de las siete de la tarde.
—Yo vivía en la calle de Belloy —dijo Margaret—. En el Hotel Sévigné.
Aquella temporada habrían podido encontrarse en el barrio. Era una callecita por la que Bosmans se metía, a la izquierda, algo más allá de la boca del metro. Salía de la librería de la antigua editorial Le Sablier al caer la noche. Tenía que transbordar en Montparnasse. Luego, línea directa hasta Boissiére.
Estaba buscando a alguien que le pasase a máquina lo que tenía escrito en los dos cuadernos Claire-Fontaine con su letra prieta y llena de tachones. Había leído en los anuncios por palabras del periódico, en la sección «Solicitudes de empleo»: Ex secretaria de dirección. Trabajos a máquina de cualquier clase. Simone Cordier. Calle de Belloy, 8. Distrito 16. Llamar a última hora de la tarde, de preferencia a partir de las 7. PASSY 63 04.
¿Por qué ir tan lejos, a la otra orilla del Sena? Desde que su madre y el cura que había colgado los hábitos habían dado con sus señas y su madre fue a pedirle dinero, no se fiaba. El hombre había publicado de joven un cuadernillo de versos y se había enterado de que Bosmans también se había metido a escribir. Lo persiguió con sus sarcasmos un día en que desgraciadamente se cruzaron por la calle. Él, Bosmans, escritor… Pero si no tenía ni idea de qué era la literatura… Muchos los llamados y pocos los elegidos… Su madre asentía con un movimiento altanero de la barbilla. Bosmans corrió por la calle de Seine para escapar de ellos. Al día siguiente, el hombre le mandó uno de sus poemas antiguos para que viera de lo que era él capaz cuando tenía la edad de Bosmans. Y para que le sirviera de ejercicio de estilo.
«No hubo nunca mes de junio más espléndido / que junio del cuarenta en el solsticio. / Las personas mayores habían perdido la guerra / y tú corrías por el carrascal y te desollabas las rodillas / niño puro y violento / lejos de las aldeanas de las chiquillas viciosas. / Nunca había sido tan azul el azul del cielo. / A lo lejos veías pasar por la carretera / al joven tanquista alemán / con el pelo rubio al sol / hermano tuyo / en infancia».
Desde entonces Bosmans soñaba con frecuencia que su madre y el cura que había colgado los hábitos entraban en su habitación sin que le fuera posible esbozar ni un gesto de defensa. Ella le registraba los bolsillos y la ropa buscando algún billete de banco. Él encontraba los dos cuadernos Claire-Fontaine encima de la mesa. Los hojeaba con mirada aviesa y los rompía meticulosamente, muy tieso, con expresión severa, igual que un inquisidor que estuviera destruyendo una obra obscena. Por aquel sueño quería Bosmans tomar precauciones. Al menos los pasarían a máquina a resguardo de aquellos dos sujetos. En terreno neutral.
La primera vez que llamó a la puerta del piso del número 8 de la calle de Belloy, llevaba en un sobre grande alrededor de veinte páginas que había vuelto a copiar. Le abrió una mujer rubia de unos cincuenta años, de ojos verdes y porte elegante. El salón estaba vacío, sin un solo mueble, salvo una barra de bar de madera clara entre las dos ventanas y un taburete alto. Lo invitó a que tomase asiento en la banqueta y ella se quedó de pie detrás de la barra. Le advirtió en el acto de que no podría pasar a máquina más que unas diez páginas semanales. Bosmans le dijo que no tenía importancia y que era mejor, así podría él dedicarle más tiempo a las correcciones.
—¿Y de qué se trata?
Había colocado dos vasos encima de la barra y estaba poniendo whisky en ellos. Bosmans no se atrevía a rechazarlo.
—Es una novela.
—Ah…, ¿es usted novelista?
No contestó. Si le hubiera dicho que sí le habría dado la impresión de que era un plebeyo que se presentaba con títulos de nobleza falsos. O un estafador de esos que llaman a las puertas de las casas y prometen ilusorias enciclopedias a condición de que les paguen algo a cuenta.
Estuvo yendo con regularidad durante cerca de seis meses a casa de Simone Cordier para darle más páginas y recoger las que ya estaban pasadas a máquina. Le había pedido que se quedara con las páginas manuscritas en su casa como medida de precaución.
—¿Tiene usted miedo de algo?
Recordaba muy bien aquella pregunta que le hizo una tarde, clavando en él una mirada extrañada y benévola a la vez. En aquella época debía de leérsele la intranquilidad en la cara, en la forma de hablar, de andar e incluso de sentarse. Se sentaba siempre al filo de las sillas o de los sillones, con una sola nalga, como si no se sintiera ni poco ni mucho en el lugar adecuado y estuviera a punto de salir huyendo. Aquel comportamiento extrañaba a veces en un joven tan alto y que pesaba cien kilos. Le decían: «Está sentado de mala manera… Relájese… Póngase cómodo…», pero no lo podía remediar. Muchas veces parecía que se estuviera disculpando. ¿De qué, exactamente? A veces se lo preguntaba mientras caminaba solo por la calle. ¿Disculpándose de qué, eh? ¿De estar vivo? Y no podía por menos de soltar una carcajada sonora que hacía volverse a los transeúntes.
Y, no obstante, las tardes en que iba a casa de Simone Cordier a buscar las páginas pasadas a máquina se decía que era la primera vez que no notaba una sensación de asfixia y no estaba sobre aviso. Al salir del metro de Boissiére no corría el riesgo de encontrarse con su madre y el acompañante de esta. Estaba muy lejos, en otra ciudad, casi en otra vida. ¿Por qué la vida, precisamente, lo había obligado a codearse con semejantes fantoches que se creían que tenían derechos sobre él? Aunque ¿no está acaso la persona más protegida, la más mimada por la suerte, a merced de cualquier chantajista? Se lo decía una y otra vez para consolarse. Había muchas historias así en las novelas policíacas.
Estaban en septiembre y octubre. Sí, Bosmans respiraba un aire liviano por primera vez en la vida. Todavía era de día cuando salía de la editorial Le Sablier. Un veranillo del que podía pensarse que iba a durar meses y meses. Para siempre quizá.
Antes de subir a casa de Simone Cordier se metía en un café del edificio de al lado, en la esquina con la calle de La Pérouse, para corregir las páginas que iba a darle, y sobre todo las palabras ilegibles. La copia a máquina de Simone Cordier estaba salpicada de signos curiosos: oes que cruzaban una raya, diéresis en vez de acentos circunflejos, cedillas debajo de algunas vocales, y Bosmans se preguntaba si era una ortografía eslava o escandinava. O, sencillamente, una máquina de escribir extranjera cuyas teclas tenían caracteres desconocidos en Francia. No se atrevía a preguntárselo. Prefería dejarlo como estaba. Se decía que sería cosa de conservar esos signos si algún día tenía la suerte de que el libro llegase a la imprenta. Encajaba con el texto y le aportaba ese aroma exótico que necesitaba. En último término, aunque intentaba expresarse en un francés clarísimo, él era también, igual que la máquina de Simone Cordier, de origen extranjero.
Cuando salía de casa de Simone, seguía corrigiendo en el café; ahora, las páginas mecanografiadas. Tenía toda la velada por delante. Prefería quedarse en aquel barrio. Le parecía que estaba llegando a una encrucijada de la vida, o más bien a una linde desde la que iba a poder lanzarse hacia el futuro. Por primera vez tenía en la cabeza la palabra porvenir; y otra palabra: horizonte. Aquellas noches, las calles desiertas y silenciosas del barrio eran líneas de fuga que desembocaban todas en el porvenir y en EL HORIZONTE.
Se lo pensaba antes de volver a coger el metro para hacer el recorrido inverso, hasta el distrito catorce y su habitación. Todo aquello era su vida antigua, una ropa vieja que abandonaría el día menos pensado, un par de zapatos usados. A lo largo de la calle de La Perouse, todos cuyos edificios parecían abandonados —pero no era así, veía una luz allá arriba, en una ventana de un quinto piso, a lo mejor era alguien que llevaba ya mucho esperándolo—, notaba que lo invadía la amnesia. Ya había olvidado por completo la infancia y la adolescencia. De pronto se había quitado un peso de encima.
Alrededor de veinte años después, había ido a parar por casualidad a ese mismo barrio. En la acera, intentaba parar algún taxi de los que pasaban, pero ninguno estaba libre. Entonces decidió ir a pie. Se acordó de la casa de Simone Cordier, de las páginas mecanografiadas con sus diéresis y sus cedillas.
Se preguntaba si habría muerto Simone Cordier. No habrían tenido, en tal caso, ni que llamar a una casa de mudanzas para vaciar aquel piso vacío. A lo mejor habían encontrado, detrás de la barra, las páginas manuscritas que le había confiado hacía tiempo.
Se metió por la calle de Belloy. Era a última hora de la tarde, la misma a la que él salía tiempo atrás de la boca del metro, y era la misma estación del año, como si caminase en el mismo veranillo.
Llegó ante la entrada del Hotel Sévigné, que estaba en uno de los primeros edificios de la calle, inmediatamente anterior al de Simone Cordier. La puerta acristalada estaba abierta; de una araña pequeña caía una luz blanca en el pasillo. Aquel otoño, cada vez que iba a recoger las páginas mecanografiadas, pasaba, como ahora, delante de aquel hotel. Una tarde se dijo que podría tomar allí una habitación y no volver a la otra orilla del Sena. Se le vino una expresión a la cabeza: QUEMAR LOS PUENTES.
¿Por qué no conocí a Margaret entonces? ¿Por qué unos meses después? Seguramente nos cruzamos en esta calle, o incluso en el café de la esquina, sin vernos. Estaba quieto, ante la puerta del hotel. Desde entonces y en todo aquel tiempo se había dejado llevar por los hechos cotidianos de la vida, esos que no lo diferencian a uno de la mayoría de sus semejantes y se van confundiendo sobre la marcha en algo así como una niebla, una corriente monótona, eso que llamamos el curso de los acontecimientos. Le daba la impresión de haberse despertado de pronto de aquel embotamiento. Bastaba con entrar, con ir pasillo adelante hasta el mostrador de recepción y preguntar el número de la habitación de Margaret. Tenían que quedar ondas, un eco de su paso por aquel hotel y por las calles circundantes.
Había llegado desde Suiza a la estación de Lyon a eso de las siete de la tarde. Anduvo hasta la cola de espera de los taxis con la maleta de lona y cuero que le había regalado Bagherian. Cuando el taxista le pidió las señas, se hizo un lío con el nombre de la calle. Dijo: calle de Bellot. El taxista no la conocía. Buscó en el plano. Había una calle de Bellot por la zona del embalse de la Villette, pero Bagherian le había dicho: «cerca de Etoile». Menos mal que lo del Hotel Sévigné le sonaba al taxista. Pues claro, calle de Belloy.
La mandaron al último piso, habitación 52. La víspera, en Suiza, había pasado la noche en blanco en el piso de Bagherian. Estaba demasiado cansada para deshacer la maleta. Se echó vestida en la cama y se quedó dormida.
Al despertar, en aquella penumbra, notaba una sensación de mareo, como si se estuviera cayendo polla borda. Pero reconoció la maleta de lona y cuero, allí, a su lado, y recobró la confianza. Había soñado que viajaba en un barco que cabeceaba tanto que corría el riesgo, a cada vaivén, de caerse de la litera.
El timbre del teléfono. Encendió a tientas la lámpara de la mesilla de noche. Descolgó el auricular. La voz de Bagherian era lejana. Ruido a fritura. Luego todo se despejó, hubiérase dicho que le hablaba desde la habitación de al lado. ¿Estaba cómoda? Le daba consejos de orden práctico: podía tomar las comidas en el hotel o en café de la esquina; lo mejor para ella era que se quedase en aquel hotel el tiempo que quisiera, hasta que encontrase trabajo, e incluso después de haberlo encontrado; si necesitaba dinero, que fuera de su parte a un banco cuyas señas le daba. Ella sabía muy bien que nunca lo haría. Había rechazado el sobre con dinero en efectivo cuando Bagherian la acompañó a la estación de Lausana. Sólo aceptó su sueldo de aya de los niños. Aya: una palabra que habría usado Bagherian. Se reía él mismo de algunas expresiones pasadas de moda que le volvían con frecuencia a los labios e intrigaban a Margaret Le Coz. Un día, le alabó aquella forma tan exquisita de hablar. Él le explicó que lo habían educado, en escuelas francesas de Egipto, profesores mucho más puntillosos con la sintaxis y el vocabulario de lo que habrían sido los de París. Cuando colgó el teléfono, se preguntó si Bagherian volvería a llamar. A lo mejor era la última vez que hablaba con él. Luego, estaría sola en aquella habitación de hotel, en medio de una ciudad desconocida, sin saber muy bien por qué.
Apagó la lámpara de la mesilla. De momento, prefería la penumbra. Otra vez había una grieta en su vida, pero ni lo lamentaba ni la preocupaba… No era la primera vez… Y siempre sucedía igual: llegaba a una estación a la que nadie había ido a esperarla y a una ciudad el nombre de cuyas calles no sabía. Nunca había vuelto al punto de partida. Y, por lo demás, nunca hubo punto de partida, como les sucede a esas personas que nos dicen que son oriundas de tal o cual provincia y de tal o cual pueblo y que regresan allí de vez en cuando. Nunca había regresado a un lugar en que hubiera vivido. Nunca volvería a Suiza, por ejemplo; a Suiza, que le parecía un refugio al subirse al autocar en la estación de autobuses de Annecy con miedo de que la parasen en la frontera.
Notaba una sensación de júbilo cada vez que tenía que irse y, con cada una de esas grietas, estaba segura de que la vida volvería por sus fueros. No sabía si iba a quedarse mucho en París. Dependía de las circunstancias. La ventaja estaba en que cuesta poco despistar a alguien en una ciudad grande y a Boyaval le costaría más localizarla en París que en Suiza. Le había dicho a Bagherian que buscaría trabajo —un empleo de secretaria, ya que hablaba alemán— y de preferencia en unas oficinas en donde pudiera desaparecer entre los demás. Pareció extrañado, e incluso algo inquieto. ¿Y por qué no de aya otra vez? Margaret no quería disgustarlo. Sí, aya, siempre y cuando encontrase una familia donde se sintiese a buen recaudo.
Por la tarde fue a la agencia Stewart, en el Faubourg Saint-Honoré; esperó mucho rato antes de que la recibiera un hombre rubio de alrededor de cincuenta años con ojillos azules. Se sentó tras su escritorio y la estuvo contemplando un rato con mirada atenta y fría de tratante de ganado. Ella estaba de pie, molesta. A lo mejor aquel individuo le decía con voz seca: Desnúdese. Pero le indicó el sillón de cuero que tenía enfrente:
—¿Nombre y apellido?
Cogió una ficha y le quitó el capuchón a la pluma.
—Margaret Le Coz.
Solían preguntarle: ¿Son dos palabras o una? O: ¿Es usted bretona? Pero el rubio escribió el apellido en la ficha sin decirle nada.
—¿Lugar de nacimiento?
Ese era el momento en que se fijaban en ella y leía sorpresa o curiosidad, o incluso desconfianza, en las miradas. Cuánto le habría gustado haber nacido en Villeneuve-Saint-Georges o en Nevers…
—Berlín; Reinickendorf.
—¿Me lo puede deletrear?
No se había inmutado. Por lo visto le parecía natural. Ella deletreó: «Reinickendorf».
—¿Es usted de origen alemán?
—No. Francesa.
Sí, lo mejor era contestar así, de forma brusca.
—¿Domicilio?
—Hotel Sévigné, calle de Belloy, 8.
—¿Vive de hotel?
Le dio la impresión de que le lanzaba una mirada de desconfianza. Se esforzó por adoptar un tono indiferente:
—Sí, pero es algo completamente provisional.
Él seguía rellenando la ficha; escribía despacio.
—La calle de Belloy está en el distrito dieciséis, ¿verdad?
—Sí.
Temía que le preguntase cómo pagaba el hotel. Corría a cargo de Bagherian. Le había dicho que podía quedarse en el Hotel Sévigné cuanto tiempo quisiera, pero le corría prisa encontrar trabajo para dejar de depender de él.
—¿Y tiene referencias?
Había alzado la cabeza de la ficha y volvió a mirarla con ojos atentos. Ninguna maldad en aquellos ojos. Sólo una frialdad profesional.
—Quiero decir que si ha trabajado ya en alguna casa.
—Era aya en Suiza.
Dijo esas palabras con entonación seca, como si de repente quisiera desafiar a aquel tratante de ganado de ojos azules. Él asentía con la cabeza, muy serio.
—En Suiza… Buenas referencias. ¿Era aya de varios niños?
—De dos.
—¿Y puede darme el nombre de las personas para quienes trabajaba?
—El señor Bagherian.
Le extrañó que no le pidiera que deletrease el apellido. Él seguía asintiendo con la cabeza según lo escribía en la ficha.
—Un tal señor Bagherian fue cliente nuestro hace unos años… Espere… Voy a comprobarlo…
Giró en la silla, se levantó y abrió el cajón de un casillero metálico del que acabó por sacar una ficha.
—Sí, eso es… Michel Bagherian… calle de La Pérouse, 37… Recurrió a nuestros servicios en dos ocasiones…
Bagherian nunca le había dicho que hubiera vivido en París.
—También andaba buscando aya…
Ahora la miraba con cierto respeto.
—¿Así que el señor Bagherian vive en Suiza ahora?
A lo mejor estaba intentando entablar una charla mundana como la de aquellas dos señoras ancianas que Margaret escuchó distraídamente una tarde en que ella y los niños estaban esperando a Bagherian en el vestíbulo de un hotel de Ouchy.
—Sí, vive en Suiza.
Seguramente quería que Margaret le diera más detalles. Pero ella no dijo más.
—Intentaremos encontrarle un patrono de la categoría del señor Bagherian —dijo mientras la acompañaba hasta la puerta de la agencia—. Le agradeceré que me envíe una foto de carnet y una carta de referencias con la firma del señor Bagherian.
Cuando iba a abrir la puerta, se volvió a mirarla.
—No se impaciente. Ya la avisaremos.
Margaret no solía salir del barrio. Las primeras noches, le costaba conciliar el sueño. Acababa por quedarse dormida a eso de las tres de la mañana. A las siete, se despertaba y le corría prisa salir de la habitación. Iba a comprar la prensa a Etoile, luego desandaba el camino hasta el café de la esquina de la calle de La Pérouse. Allí leía los anuncios por palabras de la sección «Ofertas de trabajo». Las últimas palabras que le había dicho el rubio de la agencia Stewart no eran muy alentadoras: «No se impaciente. Ya la avisaremos». Más valía no contar mucho con aquello. Bagherian la llamaba siempre a eso de las siete de la tarde. ¿Estaba a gusto en el Hotel Sévigné? No, todavía no había ido al banco. Pero tenía dinero suficiente. No le apetecía pedirle las referencias para la agencia Stewart. «El abajo firmante, Michel Bagherian, certifica que la señorita Margaret Le Coz cumplió de forma completamente satisfactoria…». Había en ello algo que la molestaba y que incluso la entristecía. Seguramente había escrito certificados semejantes para otras «ayas». ¿Quién sabe? Tendría una lista de las «ayas» con las que se había acostado y el nombre de ella estaba en la parte de abajo de la página. Se avergonzaba de sí misma por pensar cosas así. Seguramente era injusta con aquel individuo que quería ayudarla. Hay tan poca gente dispuesta a ayudarla a una, a escucharla o, más aún, a entenderla… Por teléfono, le contestaba con un sí o con un no; no sabía qué decirle. Además, la voz de él sonaba cada vez más lejos y la tapaba la fritura. A lo mejor ya no estaba en Suiza y llamaba desde el Brasil, adonde iba a ir con los niños. Ni siquiera le había preguntado cuándo pensaba irse o si había salido ya de Suiza. Y él no le había comentado nada. Seguramente, por lo fría que estaba al teléfono, pensaba que no le interesaba. Ya estuviera en Suiza, ya en el Brasil, acabaría por cansarse y dejaría de llamar. Y sería lo mejor.
Había cumplido veinte años a principios de mes. Aquel día ni se lo dijo a Bagherian. No estaba acostumbrada a celebrar los cumpleaños. Era algo que implicaba familia, amigos fieles, un camino jalonado de indicadores kilométricos en el que podías permitirte pausas antes de reanudar la marcha con paso regular. Margaret, en cambio, avanzaba por la vida a saltos desordenados, con grietas; y siempre volvía a partir de cero. Así que los cumpleaños… Le parecía que había vivido ya varias vidas.
Pero se acordaba sin embargo del día de los veinte años. El día anterior, Bagherian le había dejado el coche para que llevase a los dos niños al colegio Mérimont, en la carretera de Montreux, a unos diez kilómetros. Los niños pasaban allí tres días por semana, y a Margaret le costaba imaginarse que aquel chalet, que rodeaba un parque grande, era un colegio, aunque había visitado las aulas y el pequeño refectorio de la planta baja. Iba a recogerlos los miércoles por la noche y volvía a llevarlos al colegio los lunes. Bagherian le había dicho que era preferible que vivieran unos cuantos días con chicos y chicas de su edad en vez de estar siempre solos con su padre. En resumidas cuentas, no estaba contratada a tiempo completo para atenderlos. ¿Había una señora Bagherian? Margaret Le Coz había notado que era mejor no tocar el tema. ¿Había muerto o había abandonado el domicilio conyugal?
Al volver, iba avenida de Ouchy abajo. Se paró en el semáforo del cruce, donde se alza, a la derecha, el Hotel Royal-Savoy con sus torrecillas medievales que siempre recordaban a Blancanieves y los siete enanitos. Se le paró el corazón. Allí estaba Boyaval, en la acera, y se disponía a cruzar. Quiso volver la cabeza, pero no podía apartar la vista de aquel hombre que llevaba un abrigo estrecho y negro. Intentaba entrar en razón: en el coche estaba segura. Pero se dijo que a fuerza de mirarlo acabaría por conseguir que se fijase en ella. Efectivamente, cuando estaba cruzando la avenida e iba a pasar delante del coche, la vio. Tuvo una sonrisa de sorpresa que era una mueca. Ella hizo como que no lo reconocía. Él se había quedado de pie, delante del coche, y Margaret estaba deseando que el semáforo se pusiera en verde. Seguía con la misma cara flaca de pómulos picados de viruela, el pelo negro a cepillo, los ojos grises y duros, la silueta enfundada en ropa demasiado ceñida. Desde que estaba en Suiza, había acabado por olvidarse de él; y ahora que lo veía, ahí plantado, tan cerca de ella, le parecía aún más inquietante. Habría podido decir: más repugnante. Una se imagina, con esa despreocupación propia de la juventud, que ha salido del paso bien librada y se ha quitado de encima una antigua maldición porque ha pasado unas cuantas semanas de tranquilidad y despreocupación en un país neutral y a orillas de un lago soleado. Pero no tarda en llegar la llamada al orden. No, no es tan fácil salir del paso. Cuando cambió el semáforo, lo habría atropellado sin el menor remordimiento si hubiera estado segura de salir impune. Él se había acercado y golpeó el capó con el puño. Se inclinaba como si quisiera pegar la cara al cristal. La sonrisa no era ya sino un rictus. Margaret se ahogaba. Arrancó de golpe. Más allá, bajó el cristal para respirar al aire libre. Notaba una leve náusea. No giró a la izquierda, por el camino de Beaurivage, sino que siguió recto. Se sintió mejor al llegar a la orilla del lago. En la ancha acera del paseo, unos turistas que acababan de bajar del autocar caminaban en grupo, tranquilamente. El hombre que parecía ser el guía les señalaba, a lo lejos, las orillas de Francia. Los primeros días, también ella miraba desde la terraza del piso de Bagherian la otra orilla del lago y pensaba que Boyaval no estaba tan lejos, a unos cien kilómetros. Imaginaba que daba con su rastro y cogía uno de los barcos que van y vienen entre Evian y Lausana. Ella también había pensado en irse a Suiza en uno de esos barcos. Se decía que sería más fácil cruzar la frontera. Y, además, ¿había frontera en aquel lago? ¿Por qué tenía miedo de que la parasen en la frontera? Y luego, en un arrebato de impaciencia, se había subido al autocar en la estación de autobuses de Annecy. Sería más rápido. Había que acabar de una vez por todas.
Dio media vuelta, volvió a la avenida de Ouchy y aparcó el coche en el camino de entrada en vez de meterlo en el garaje. Cuando empujó la puerta del portal lamentó no tener una llave para cerrarla después de entrar. Estaba sola en el piso. Bagherian no volvería del despacho hasta eso de las cinco de la tarde.
Se sentó en el sofá del salón. ¿Tendría paciencia para esperarlo? La invadía el pánico al pensar que Boyaval sabía quizá sus señas. No, seguro que no, estaba allí por otra razón. ¿Cómo iba a haberse enterado de que ella estaba en Suiza? A menos que alguien hubiera oído por casualidad la conversación que tuvo en abril, en Annecy, en el vestíbulo del Hotel d’Angleterre con aquel hombre moreno de unos treinta y cinco años, más bien guapo, que le había contado que buscaba una chica joven para cuidar de sus hijos… Le dejó sus señas y su número de teléfono por si le interesaba. Seguramente no tenía hijos y sólo quería pasar la velada o la noche con ella. Pero no insistió cuando le dijo que había quedado con alguien. El portero vino a buscarla y la llevó a un despacho donde le dijeron que no, que no tenían trabajo que darle en el Hotel d’Angleterre. Volvió al vestíbulo, pero el individuo ya no estaba. Había escrito en el trozo de papel:
Michel Bagherian, camino de Beaurivage, 5. Lausana. Tel: 320.12.51.
Una de las puertas vidriera del salón estaba entornada. Margaret se escurrió hasta el balcón y se apoyó en la barandilla. Abajo, el camino de Beaurivage, una calle pequeña que llevaba al hotel del mismo nombre, estaba desierta. Había aparcado el coche delante exactamente del edificio. Boyaval podía reconocerlo y a lo mejor se le había quedado el número de matrícula. Todo estaba en calma; y la acera, soleada; se oía el rumor de las hojas de los árboles. Era tal el contraste entre aquella calle apacible y la silueta de Boyaval, el abrigo demasiado ceñido, la cara con el cutis picado de viruela y las manos como mazas en aquel cuerpo demasiado flaco… No, no se lo imaginaba en aquella calle. Había sufrido una alucinación hacía un rato, como en esos malos sueños en que vuelven, para atormentarnos, los temores de la infancia. Otra vez el dormitorio del internado o de un correccional. Al despertar, todo se esfuma y notamos tal alivio que nos echamos a reír.
Pero allí, en aquel salón, no tenía ganas de reírse. No iba a poder librarse de él nunca. La seguiría toda la vida por las calles aquel individuo de piel picada de viruela y manos enormes, y montaría guardia delante de todos los edificios en los que entrase.
Y no valía de nada que aquellos edificios tuvieran dos salidas… Desde luego que no, aquella situación no tenía futuro. Boyaval acabaría por asesinarla. En Annecy, entre los parroquianos del Café de la Gare corría la voz de que llevaba encima, a los dieciocho años, un revólver en una funda de ante gris. Una coquetería suya, según sus antiguos amigos, como la bufanda de seda anudada al cuello y la cazadora de aviador demasiado corta. O si no lo mataría ella, como se aplastan las cucarachas, con la esperanza de que hubiera circunstancias atenuantes. Qué estupidez, se estaba calentando la cabeza. De repente, le entraron ganas de hablar con Bagherian. Pero no sabía el teléfono de su despacho. ¿Por qué no ir a su encuentro en el acto, a la parte alta, a la calle de Le Grand-Chêne? Pero a lo mejor había salido a comer. Tenía miedo de volver a toparse con Boyaval en el centro. Lo mejor era esperar donde estaba.
Había decidido contárselo todo a Bagherian. No tenía elección, debía ponerlo sobre aviso. Boyaval podría volverse violento. Paseaba arriba y abajo por el salón e intentaba en vano dar con las palabras adecuadas. ¿Cómo explicarle que entre ella y aquel individuo no había nada? Siempre le había mostrado desdén e indiferencia. Y, pese a todo, se emperraba, como si tuviera derechos sobre ella. Una noche que la iba siguiendo por la calle Royale, en Annecy, se volvió y le preguntó, muy seca, por los motivos de aquella insistencia. Él esbozó una sonrisa un tanto bobalicona, que debía de ser un tic. Pero la mirada seguía siendo dura, como si estuviera resentido con ella.
Volvió a asomarse al balcón. No había nadie en la calle. Estaba impaciente por que Bagherian volviera. Aún faltaba una hora. Esperaba muy en serio que viniera solo y no en compañía de esa a quien llamaba «la secretaria», o de la otra, a quien también había puesto mote: «la noruega». Al parecer, era «la noruega» la que pasaba más noches con Bagherian. ¿Era noruega de verdad? Tenía un leve acento escandinavo. Una rubia de ojos azules, la más amable de las dos. La otra, «la secretaria», una morena de pelo corto, era muy fría y a Margaret casi ni le dirigía la palabra. Sí, todo iría mejor cuando volviera Bagherian. Tenía el mismo estado de ánimo que el día en que lo conoció en Annecy, en el vestíbulo del Hotel d’Angleterre. Cuando le dijeron que no iban a darle trabajo, se sintió desalentada. Por la calle Royale llovía, pero ni siquiera tenía ganas de ponerse a cubierto. No tenía más perspectiva que la de encontrarse con Boyaval, que la seguiría y le propondría que fueran a tomar algo a La Taverne, clavándole aquella mirada dura. Ella se negaría, como de costumbre, y él seguiría detrás de ella por la avenida de Albigny y a lo largo de los muros del criadero de caballos. Se apostaría ante el edificio para esperar que ella volviera a salir. Al cabo de una hora, se desanimaría. Desde la ventana, vería alejarse bajo la lluvia la silueta de la cazadora de cuero demasiado corta. Pero aquella tarde, que ya iba mediada, Boyaval no apareció. Al llegar bajo los soportales, se sacó del bolsillo de la gabardina el papel en que el hombre moreno de antes le había puesto sus señas. Le entraron ganas de llamar por teléfono en el acto, pero pensó que habría que esperar al menos al día siguiente, para que estuviera ya en su casa, en Lausana. ¿Por qué al día siguiente? Podía dar media vuelta. A lo mejor aún no se había ido del Hotel d’Angleterre. Sí, aquel individuo era su única esperanza. Y ahora, en el salón de su casa, sentía la misma impaciencia. De vez en cuando salía al balcón y, mirando fijamente hacia la avenida de Ouchy, tenía la esperanza de ver aparecer a Bagherian. En Annecy, estuvo dos días llamándolo al 320.12.51. No cogía nadie el teléfono. Se acordaba del alivio que sintió cuando oyó por fin su voz y él le propuso que fuera al día siguiente mismo. Una tarde hermosa, uno de los primeros días primaverales. En el autocar, parado delante del modesto edificio de la estación de autobuses, estaba en guardia; temía que Boyaval se presentase de repente y la localizara en el asiento del fondo, detrás de la ventanilla. Subiría, era capaz de sacarla a rastras, y el conductor, que ya estaba sentado al volante, no haría ni un ademán para defenderla. Ni ninguno de los escasos viajeros, que pondrían cara de sentirse violentos. Le pasaban por la cabeza unas pocas palabras: denegación de asistencia a persona en peligro.
El autocar arrancó, estaba salvada. Iba despacio por la avenida de Brogny, bajo el sol, bordeaba el liceo Berthollet y el cuartel; y sólo una inconcreta aprensión le enturbiaba la dicha a Margaret: el pasaporte que llevaba en el bolsillo de la gabardina había caducado hacía un año. Pero daba igual que la detuvieran o no en la frontera. Estaba completamente decidida a no dar marcha atrás.
También aquella tarde hacía bueno. Grandes manchas de sol en las paredes del salón. De buena gana habría salido de casa para ir por las orillas del lago hasta el parque mientras esperaba a que volviera Bagherian. Una tarde de primavera en que la vida tendría que ser liviana. Bastaba con ceder ante su despreocupación natural, como lo hacía con frecuencia. Por los paseos del parque, la habían intrigado unos rótulos. En el pedestal de una escultura que representaba un grupo de monos estaba escrito este precepto, cuyo sentido no acababa de entender: «Ver sólo con un ojo. Oír sólo con un oído. Saber callarse. Ser siempre puntual». Pese a todo lo anotó. Siempre podría resultar útil. Y, al borde de todos los prados de césped, podía leerse en un cartel: «No hay que pisotear el césped joven». Paseaba muchas veces con los niños por aquel parque. Pensar que Boyaval andaba deambulando por la avenida de Ouchy y buscándola le quitaba todas las ganas de salir. De repente, le parecía que el lago, el parque y las avenidas soleadas en donde se había creído a buen recaudo los contaminaba la presencia de aquel hombre. Así que existían personas que no habías escogido, a quienes no les pedías nada, y en las que ni siquiera te habrías fijado al cruzarte con ellas; y esa gente, sin saber por qué, quería impedirte que fueras feliz.
A eso de las cinco de la tarde, cuando vio pasar a Bagherian por el camino de entrada, recobró la calma. Menos mal que no venía ni con «la secretaria» ni con «la noruega». Para volver de la parte alta, del centro, debía de haber cogido el metro, el funicular, como decía ella, por lo empinado de la cuesta. Margaret lo cogía muchas veces con los niños. Las estaciones tenían nombres curiosos que se sabían de memoria: Jordils, Montriond, Gare centrale. Se sentía tan desvalida que lo llamó por el nombre y le hizo una seña con el brazo. Él alzó la cabeza hacia el balcón y le sonrió. No parecía extrañarlo que lo hubiera llamado por el nombre. Ella abrió la puerta antes de que él llegase al descansillo. En vez de darle la mano, como solía, se la puso en el hombro y arrimó la cara a la de él sin que Bagherian mostrara la mínima sorpresa. A Margaret la alivió notar el contacto de sus labios. Era desde luego la mejor manera de olvidarse de Boyaval.
Luego, estaban en un restaurante a la orilla de una de esas avenidas en cuesta en donde los edificios de color ocre se parecen a los de la Costa Azul. A la hora del crepúsculo, cuando había hecho bueno, Margaret se decía que, si bajase en bicicleta por una de esas avenidas desiertas, saldría a una playa. Ya no recordaba muy bien todas las peripecias de aquella velada. Bebió más que de costumbre. Al salir del restaurante, subieron en coche al centro, hasta el despacho de Bagherian, que se había dejado algo olvidado. Allí estaba «la secretaria»; aunque era tarde, clasificaba unos expedientes apilados en el suelo como si estuvieran de mudanza. Bagherian hizo varias llamadas y Margaret no entendía nada de lo que dijo en ninguna de ellas, seguramente porque estaba un poco bebida. ¿Quién estaría al otro lado del hilo? «La secretaria», tras darle las buenas noches por cumplir, se portaba como si la ignorase. Sí, desde luego, era menos simpática que «la noruega». Salieron los tres juntos de la oficina. En la acera de la calle de Le Grand-Chêne, Bagherian propuso que tomasen algo en el bar del hotel de al lado. Margaret estaba sentada en un sillón de cuero, entre Bagherian y «la secretaria», con una copa de vodka delante. «A lo ruso», dijo Bagherian, chocando la copa con ella y con «la secretaria». Los dos se la soplaron de un trago —como decían en el Café de la Gare de Annecy—, pero Margaret bebía a sorbitos porque era la primera vez que le daban vodka. Le parecía que «la secretaria» se estaba volviendo amable. Le sonreía y le hacía preguntas. ¿Estaba a gusto en Lausana? ¿Y dónde trabajaba antes? ¿Tenía familia en Francia? Margaret intentaba contestar como podía, no daba con la mayor parte de las palabras. Y, sin embargo, Bagherian y «la secretaria» la miraban bondadosamente, como si de verdad los enterneciera aquella dificultad para hablar. Ella se daba cuenta perfectamente de que las pocas palabras que le salían de la boca eran cada vez más confusas, pero, por primera vez en la vida, no notaba ni embarazo ni aprensión. Se le había pasado aquel temor, que la había atormentado siempre en presencia de los demás, de no «estar a la altura». No, tenían que tomarla como era, no pensaba hacer ni un esfuerzo más para estar a su altura, se conformaría con ser ella, sencillamente, y si no les gustaba, pues qué se le va a hacer. Le volvía a la memoria una frase: «Quiero a quien me quiere». Y de repente se sorprendió diciéndola en voz alta delante de Bagherian y de la «secretaria». Esta le lanzó una mirada divertida. Bagherian se inclinó hacia ella y le dijo con su voz suave:
—Claro que sí, Margaret, tiene razón, es completamente cierto… Quiero a quien me quiere…
Y aquella frase parecía emocionarlo.
Se preguntó si «la noruega» vendría a reunirse con ellos, pero no solía verse juntas a «la noruega» y «la secretaria». Pasaban la noche por turnos en el piso de Bagherian. Una noche, sin embargo, se quedaron las dos con él. Margaret se dijo que Bagherian tenía una vida sentimental muy complicada. ¿Y ahora? Ya se vería. Había que dejarse vivir, como decía el dueño del Café de la Gare de Annecy. «La secretaria» estaba cada vez más amable. Le había cogido la mano a Margaret.
—Pues sí…, es muy bonito… Quiero a quien me quiere… Tiene que apuntármelo, para que no se me olvide.
Bagherian le preguntaba:
—¿No le gusta el vodka?
Claro que sí. Le gustaba todo. No era una pelma. Se bebió la copa de un trago.
Ya en la calle y en la acera, se preguntó si «la secretaria» volvería a casa con ellos. No. «La secretaria» le dijo a Bagherian:
—Hasta mañana, Michel.
Se dieron la mano. Luego, ella se volvió hacia Margaret y le sonrió:
—Tiene que apuntarme esa frase sobre el amor, ¿eh? Es tan bonita…
Margaret la vio alejarse, y, en el silencio, se oía el repiqueteo regular de los tacones altos. El coche resbalaba, con el motor parado, por la avenida de Ouchy. Aquella cuesta la mareaba un poco. Flotaba. Apoyó la cabeza en el hombro de Bagherian y él giró el mando de la radio. Un locutor de voz queda hablaba en alemán, en un alemán raro, que no era el de Berlín, en donde ella había nacido, un alemán del sur, pensó, con leve acento marsellés. Y con aquella ocurrencia del alemán marsellés le entró la risa.
—Veo que está menos tensa que hace un rato —le dijo Bagherian.
Ella seguía apoyándole la cabeza en el hombro.
Y él, como el coche se había parado en un semáforo en rojo, se volvió un poco y le acarició el pelo y la mejilla.
En cuanto Bagherian se metió por el camino de Beaurivage, Margaret reconoció la silueta de Boyaval delante del edificio, con el abrigo negro y ceñido. Ya contaba con ello. Le extrañó no sentir el temor habitual. No, le pasaba lo contrario. La ahogaba un ataque de rabia. ¿La copa de vodka de antes o la presencia de Bagherian? Le apetecía incluso desafiarlo. ¿Eso era lo que le envenenaba la existencia y la obligaba a ir pegada a las paredes? ¿Eso sólo? Un desgraciado que le impedía disfrutar del sol… Y ella había acabado por resignarse como si fuera una fatalidad y no pudiera esperar nada mejor.
—Atropéllalo —le dijo a Bagherian.
Y le señalaba al hombre aquel, allí, delante del edificio.
—¿Por qué quieres que lo atropelle? —preguntó él con voz muy suave, casi un cuchicheo.
Era la primera vez que se tuteaban. Margaret notaba que el miedo volvía a apoderarse de ella, como una jaqueca que vuelve al cabo de unas horas, tras haber tomado un calmante. Bagherian aparcó el coche, y allí estaba Boyaval, quieto. Imposible darle esquinazo.
—Ese individuo me da miedo. ¿Nos quedamos un rato en el coche?
Bagherian se volvió hacia ella, con expresión sorprendida:
—Pero ¿por qué te da miedo?
Su voz seguía igual de tranquila. Tenía una sonrisa irónica, que no se le quitaba mientras miraba a Boyaval.
—¿Quieres que le pregunte qué hace ahí?
Boyaval dio unos pasos para ver mejor a los ocupantes del coche. Margaret cruzó la mirada con él. Boyaval le lanzó una sonrisa. Luego regresó delante del edificio.
—Esta tarde fui al parque y ese individuo me seguía.
Bagherian abrió la puerta del coche para salir, pero ella lo sujetó poniéndole la mano en el brazo. El revólver en la funda de ante gris no era sino un detalle, una «coquetería», como decían los antiguos amigos de Boyaval. Llevaba a veces encima una navaja de muchas hojas y una de sus bromas favoritas, antes de empezar la partida de póquer en el Café de la Gare, era abrir la mano izquierda, encima de la mesa, con los dedos separados. Y clavaba la navaja entre los dedos cada vez más deprisa. Si no se hacía ningún rasguño, los demás jugadores tenían que darle cincuenta francos cada uno. Si se hería, se limitaba a envolverse la mano en un pañuelo blanco y la partida empezaba como de costumbre. Una noche en que se le acercó en el paseo de Le Páquier cuando iba ella al cine del casino, Margaret le dijo con tono más desagradable que de costumbre que la dejase en paz. Él sacó la navaja, la hoja se abrió con un clic y él le apoyó la punta entre los pechos sin apretar. Margaret se asustó en serio aquella noche e hizo un esfuerzo para no moverse ni un milímetro. Él la miraba a los ojos con aquella sonrisa suya tan rara.
—Es tonto tener miedo —le dijo Bagherian—. A mí nunca me da miedo nada.
Tiraba de ella para que saliera del coche. La cogió del brazo. El hombre se había apostado frente a ellos, delante del portal. Bagherian andaba despacio y le apretaba el brazo a Margaret. Y a ella la tranquilizaba un poco ir con él. Se repetía en su fuero interno una frase para darse ánimos: «No es ningún santo». No, pese a sus modales y a su francés, tan distinguidos, aquel hombre que le apretaba el brazo debía de dedicarse a actividades peligrosas. Se había fijado en las pintas muy peculiares de quienes iban por su despacho y en los sujetos tan raros que tenía alrededor una vez en que fue a media tarde a buscarlo, con los niños, al vestíbulo del Hotel du Rhóne de Ginebra.
—¿Busca algo, caballero? —preguntó Bagherian.
Boyaval tenía apoyada la espalda en la puerta de entrada y los brazos cruzados. Los miraba a ambos con sonrisa pétrea.
—Está usted estorbando el paso —dijo Bagherian con su voz suave.
Margaret se había quedado rezagada. El hombre no se movía, con los brazos cruzados, ni decía nada.
—¿Me permite? —dijo Bagherian bajando la voz, como si no quisiera despertar a alguien.
Intentó echar a Boyaval hacia la derecha empujándolo por el hombro, pero este no se movía.
—Bueno, pues no me va a quedar más remedio que hacerle daño.
Le dio un empujón tan fuerte que Boyaval salió disparado hacia delante y cayó cuán largo era al filo de la acera. Margaret se fijó en que tenía sangre en la comisura de los labios y se preguntó si no habría perdido el conocimiento. Bagherian había dado unos pasos y se inclinaba sobre él:
—A estas horas encontrará aún una farmacia abierta en la avenida de Rumine, caballero.
Luego abrió el portal y cedió el paso a Margaret. Había vuelto a cogerla del brazo. En el ascensor no le hizo ninguna pregunta, como si no hubiera pasado nada y, en cualquier caso, lo que hubiera pasado no tuviera importancia alguna.
Algo después, Margaret estaba sentada en el sofá a su lado. Le habría gustado darle explicaciones, decirle que aquel individuo la perseguía sin tregua desde hacía algún tiempo. Pero él estaba relajado, sonriente, parecía que volviera de una velada agradable con amigos y que el incidente de hacía un rato no hubiera ocurrido. En Annecy, al principio, Margaret fue en dos ocasiones a la comisaría a pedir protección y quizá a poner una denuncia. No la tomaron en serio. La primera vez, el policía le dijo: «Con lo guapa que es usted, señorita… Es comprensible que le salgan pretendientes»; y la segunda fueron mucho menos amables y la miraron con suspicacia. Aquello no le interesaba a nadie.
—Lo lamento —acabó por tartamudear.
—¿Qué lamentas?
Bagherian estaba llenando de licor dos copas. Se le arrimaba y le susurraba al oído: «A lo ruso». Esta vez, Margaret estaba decidida a vaciar el vaso de un trago. Si él no había mostrado curiosidad alguna por la presencia de Boyaval delante del edificio, era seguramente porque en su propia vida había cosas más inquietantes y aquel episodio le parecía de lo más trivial. Por eso nada le extrañaba y mostraba tanta sangre fría, e incluso despreocupación. Tenía toda la razón, y por eso lo quería. Había apagado la lámpara del salón y Margaret notó su mano, que le desabrochaba la blusa a la misma altura en que el otro, ya hacía mucho, le puso la hoja de la navaja. Pero ahora era diferente. Por fin podía permitirse flotar. Sí, con Bagherian todo parecía muy sencillo de repente.
A eso de las cuatro de la mañana, salió un momento del dormitorio de Bagherian para recoger su ropa, que se había quedado desordenada en el sofá y en la moqueta del salón. Era un reflejo que le venía de los años de internado y también de la costumbre de no estar nunca en un cuarto y un sitio que fueran suyos de verdad. Siempre de paso y sobre aviso. Necesitaba tener siempre cerca la ropa, bien ordenada, para poder irse a la menor amenaza.
La ventana del salón estaba entornada y oía el ruido de la lluvia. Pegó la frente al cristal. Ahí seguía Boyaval. Lo veía perfectamente a la luz del portal, cuyos apliques seguían encendidos toda la noche. Parecía un centinela que se empecinase en una guardia inútil. Estaba fumando. Rastros de sangre en la parte baja de la cara. Ni siquiera se resguardaba de la lluvia bajo el tejadillo de la entrada. Estaba muy tieso, casi en posición de firmes. De vez en cuando le echaba una calada al cigarrillo. El abrigo, empapado, se le pegaba al cuerpo. Margaret se preguntaba si aquella silueta negra le taparía el horizonte. Tendría que sacar de sí reservas de paciencia, pero siempre lo había hecho desde que era niña. ¿Por qué? ¿Y hasta cuándo?
En la habitación del Hotel Sévigné pasaba por noches de insomnio, como tantas veces le había sucedido en Annecy. Siempre le dio miedo tomar somníferos, miedo de no volver a despertarse.
Una vez, en Annecy, a eso de las tres de la mañana, no soportó ya quedarse en su habitación sin que le viniera el sueño. Así que salió y fue por la calle de Vaugelas, desierta. La única luz era la del Café de la Gare, que abría toda la noche.
Volvió a ese café cuantas veces tuvo insomnio. Siempre había los mismos parroquianos. Algo la intrigó: a aquellas personas no se las veía de día por la calle. Aunque sí, Rosy trabajaba en una perfumería de la calle Royale. Margaret Le Coz la observaba por el escaparate y le daba la impresión de que aquella joven rubia, sonriente y tan puesta no era la misma persona que la de por las noches. Se había cruzado a veces con el doctor Hervieu a media tarde. ¿Era de verdad el mismo hombre? De día, ni Rosy ni el doctor Hervieu parecían reconocerla, mientras que de noche y en el café sí le dirigían la palabra. Pero a los demás nunca se los había encontrado de día, como si se esfumasen al salir el sol: Olaf Barrou, Guy Grene, y esa a quien llamaban Irma la Dulce… Allí, en el Café de la Gare, fue donde se fijó, desde la primera noche, en Boyaval. Al principio, no desconfió. Y él era bastante agradable. Se acercaba a darle la mano y a decir algunas palabras amables antes de empezar la partida de póquer. Luego, sobre la marcha, se fue dando cuenta de que era una persona muy nerviosa. Una noche le propuso llevársela un día entero a La Clusaz. Para esquiar los dos. Margaret no aceptó. Nunca se había calzado unos esquís. Pero él se puso agresivo.
—¿Por qué? ¿Me tiene miedo?
Ella se quedó muy sorprendida y no supo qué contestarle. Menos mal que los demás se lo llevaron para la partida de póquer. Margaret se enteró de que, unos años antes, Boyaval había estado a punto de formar parte del equipo de Francia de esquí, pero tuvo un accidente bastante grave. Había sido monitor en La Clusaz y en Megéve. Y ahora trabajaba más o menos en la Oficina de Turismo. Así que a lo mejor lo había molestado el poco entusiasmo que mostraba Margaret por el esquí y la forma un tanto desenvuelta en que había rechazado la oferta. Pero, al cabo de unas cuantas semanas, la forma de comportarse con ella fue adquiriendo un carácter preocupante.
Se lo cruzó en varias ocasiones, a primera hora de la tarde, cuando acudía a su empleo de media jornada en la Librairie de la Poste. Le cerraba el paso como si notase que no quería hablar con él. Margaret intentaba conservar la calma y ser educada. Pero cada vez que le proponía una cita, la rechazaba con algún pretexto, y volvía a ponerse agresivo. Una noche, aceptó ir con él al cine. Se dijo que a lo mejor así dejaba de ser tan insistente. Aquella noche, eran casi los únicos espectadores de la sala del casino. Lo recordaba tan bien que, en París, en aquella habitación del Hotel Sévigné, cuando se le venía a la cabeza, la película y sus tonos negros y grises estaban asociados definitivamente para ella con Annecy, el Café de la Gare y Boyaval. Se esperaba que, en la oscuridad, acabase por pasarle el brazo por los hombros o por cogerle la mano, y pensaba aceptarlo pese a la repugnancia que sentía. A veces dudaba tanto de sí misma que estaba dispuesta a poner de su parte para que los demás la aceptasen o dejasen de mostrarse hostiles. Sí, se sentía con frecuencia en esa situación tan incómoda de las personas que tienen que ceder continuamente a chantajistas con la esperanza de hallar algunos momentos de tregua.
Pero no hizo durante toda la sesión ninguno de los gestos que ella temía. Estuvo sentado, muy tieso. Margaret notó que se inclinaba hacia delante, como si lo fascinase la pantalla, cuando la chica entraba en la habitación del joven director de orquesta y lo mataba a tiros con un revólver. Notó un malestar vehemente. Se había imaginado a Boyaval, con el revólver en la mano, entrando en su cuarto de la calle de Président-Favre.
Al salir del cine, le propuso acompañarla a casa. Tenía una voz suave y una timidez que Margaret no le conocía. Caminaban juntos y él no se le insinuaba en absoluto. Otra vez quería llevarla una tarde a La Clusaz para darle clase de esquí. Margaret no se atrevía a decirle que no por temor a que volviera a ponerse de mal humor. Habían dejado atrás el paseo de Le Páquier y habían llegado a la altura de la villa Schmidt.
—¿Sale con alguien?
Ella no se esperaba que le hiciera esa pregunta. Contestó que no. Era más prudente. Se acordaba de la escena de la película en que la chica disparaba un revólver por celos.
Desde ese momento hasta que llegaron ante el edificio, fue poniéndose cada vez más febril, pero no decía nada. Margaret se preguntaba si tenía intención de subir a su cuarto. Había decidido no llevarle la contraria. Para darse valor, se repetía un consejo que le había dado una chica del internado y que había seguido con frecuencia: no meter jaleo. Se detuvo ante la puerta del edificio.
—¿Sube?
Había decidido reventar el absceso. Quería saber cómo iba a reaccionar aquel individuo que la acosaba sin que ella acabase de entender qué forma de ser era la suya. Así por lo menos sabría a qué atenerse.
Él hizo ademán de retroceder y a Margaret la sorprendió la expresión de la mirada, una expresión de resentimiento que, en adelante, iba a verle con frecuencia cuando alzaba la vista hacia ella, un resentimiento cuyos motivos sentía deseos de preguntarle en todas aquellas ocasiones.
—¿No te da vergüenza decirme esas cosas?
Se lo dijo con tono severo, pero con una curiosa voz de falsete.
No se esperaba la bofetada que recibió en la mejilla izquierda. Era la primera bofetada desde que había salido del internado. Se quedó atontada un momento. Maquinalmente, se pasó un dedo por la comisura de los labios para ver si sangraba. Ahora se encaraba con él y tuvo la sensación de que era él quien estaba a la defensiva. Se oyó a sí misma decirle con voz fría:
—¿De verdad que no quiere subir? Qué raro… ¿Le da miedo subir? ¿Dígame por qué tiene miedo?
Un búho cegado por la luz. Retrocedía ante ella. Margaret miraba cómo se alejaba por la calle con paso irregular. Ya lejos, acababa por confundirse con la pared oscura del criadero de caballos. Iba a esfumarse en el aire. Margaret se decía que nunca más volvería a oír hablar de él.
Pero apareció otra vez dos días después. Margaret estaba sentada detrás de la mesa de despacho de la librería de la calle de La Poste. Las seis de la tarde y ya era de noche. Boyaval estaba delante del escaparate y hubiérase dicho que contemplaba los libros expuestos. De vez en cuando le lanzaba una mirada y esbozaba una sonrisa. Entró en la librería.
—Siento mucho lo de la otra noche.
Ella le dijo con voz muy tranquila:
—No tiene importancia.
Aquella flema pareció tranquilizarlo.
—¿No me guarda rencor entonces?
—No.
—A lo mejor nos vemos en el Café de la Gare.
—A lo mejor.
Margaret volvió a sumirse en una tarea de contabilidad de la que él no intentó distraerla. Al cabo de un rato, oyó que la puerta de la librería se cerraba tras él. Pese a sus insomnios, no iba ya al Café de la Gare por temor a encontrárselo. Todas las tardes, a eso de las seis, él estaba ante el escaparate de la librería. La acechaba. Ella se esforzaba en mostrarse impasible, se ponía las gafas de sol para buscar amparo y el rostro de Boyaval quedaba desenfocado a través del cristal. Un rostro y un cuerpo bastante flacos, pero le daban a Margaret una impresión de gravidez, como si la osamenta fuera más pesada y la piel más blanda y blanca de lo que parecían de entrada. Por cierto que los que jugaban con él al póquer en el Café de la Gare compartían esa impresión, porque lo llamaban «el Mamut». Rosy, la joven de la perfumería, le dijo que tenía otro mote cuyo sentido no entendió Margaret: «Golpe Corto».
En París, en aquella habitación del Hotel Sévigné, todo le parecía tan lejano… Y, no obstante, cuando se despertaba sobresaltada, en lo más hondo de la noche, no podía evitar acordarse de ello. Un día, iba con Rosy por los soportales de los grandes bloques de edificios, cerca de La Taverne. Le hizo algunas confidencias y le preguntó cómo librarse de aquel individuo. Ella le dijo: «Te persigue porque no tienes defensas inmunitarias… Es como los microbios». Sí, se hallaba muchas veces en un estado de gran vulnerabilidad. Y lo vio claramente cuando fue a la policía a pedir protección. La trataron como si no fuera nadie. No se habrían portado lo mismo si hubiera sido hija de algún industrial o algún notario de la comarca. Pero no tenía familia, la consideraban UNA POBRE CHICA, que era como se titulaba una novela que había leído. El policía, al examinar el pasaporte caducado, le preguntó por qué había nacido en Berlín y dónde estaban sus padres. Mintió: un padre ingeniero de minas que vivía en París y, muchas veces, en el extranjero con su mujer; y a ella le habían dado muy buena formación las monjas del Saint-Joseph en Thónes y el internado de La Roche-sur-Foron. Pero a su interlocutor no parecía interesarle gran cosa todo aquello. Más valía. Habría sido muy penoso tener que entrar en detalles. Le desaconsejó, con sonrisa irónica, que le pusiera una denuncia a alguien que seguro que no quería hacerle daño… Sólo es un pretendiente. ¿Sabe?, le dijo finalmente. Mientras no haya muertos…
Desde luego que se habría sentido violenta si el poli hubiera entrado en detalles… La víspera había recibido una carta, la primera desde hacía mucho, y la tenía encima de la mesilla de noche. Miraba el sobre y casi se quedaba extrañada al leer:
Señorita Margaret Le Coz Hotel Sévigné d de Belloy, 6 París 16.º
La carta llevaba membrete de la agencia Stewart. Unas cuantas líneas a máquina:
Querida señorita:
Le recuerdo que le pedí, en nuestro encuentro del jueves pasado, una carta de referencias de su anterior patrono, el señor Bagherian. ¿Podría, además, enviarme un breve currículum vitae suyo? Acabo de darme cuenta de que su ficha de la agencia es un tanto sucinta para nuestros clientes.
Atentamente,
J. Toussaint
Su vida… En los ratos de insomnio, en la habitación del Hotel Sévigné, le volvían a la memoria breves episodios y le daba la impresión de que viajaba en un tren nocturno. El traqueteo del vagón encajaba bien con el ritmo de su vida. Apoyaba la frente en la ventanilla del compartimiento. Oscuridad y, de vez en cuando, los andenes desiertos de una estación por la que pasaban; en un cartel, el nombre de una ciudad, que proporcionaba una referencia, la negrura de un túnel… Berlín. No tenía casi ningún recuerdo de Berlín. Está con otros niños en un montículo de escombros, enfrente de unos edificios en ruinas, y se les va la tarde en ver pasar los aviones, que llegan uno tras otro, a una cadencia rápida, y aterrizan algo más allá. Cuando sueña en alemán, oye una canción que habla del Landwehrkanal y que la asustaba… Conservó durante mucho tiempo un libro viejo, publicado durante la guerra, Lo que el viento se llevó. Había encontrado dentro una ficha que servía de marcapáginas, con membrete de la fábrica Argus Motoren, Graf Roedern Allee, Berlín - Reinickendorf, en donde figuraba el nombre de su madre: Le Coz, Geneviève, nacida en Brest. Francesa. Sigue teniendo esa ficha, el único recuerdo que le queda de su madre. A veces sucede que perdemos, al cabo de unos días, algo a lo que tenemos mucho apego: un trébol de cuatro hojas, una carta de amor, un oso de trapo, mientras que hay otras cosas que se empeñan en seguirnos durante años sin pedirnos opinión. Cuando creemos que ya nos hemos librado de ellos del todo, vuelven a aparecer en el fondo de un cajón. A lo mejor debería poner al tanto de esa ficha al tal señor Toussaint de la agencia Stewart. Podría resultarles interesante a los clientes.
Y luego, desde Berlín, el regreso a Francia, hasta Lyon. Aún no tenía la edad de la razón, pero se acuerda del tren nocturno que se detenía en todas las estaciones, y en pleno campo durante horas. No recuerda ya si su madre iba con ella o si estaba sola en aquel tren. En Lyon, su madre va a trabajar a casas; también ella debió de apuntarse seguramente en una agencia de colocaciones del estilo de la agencia Stewart. El internado, en la cuesta de Saint-Barthélemy. En sus sueños de ahora, sigue andando y hace siempre el mismo trayecto, de noche, desde la plaza de Les Terreaux hasta el muelle de Saint-Vincent, siguiendo el Saona. Se da perfecta cuenta de que alguien la acompaña de lejos, pero no puede identificar a esa persona porque hay bruma. ¿Su padre, a quien no conoció nunca? Cruza el puente y llega a la plaza de Saint-Paul. No aparta la vista del gran reloj luminoso de la estación. Está esperando a alguien, en los andenes, un tren que viene de Alemania. Su madre se casa con el dueño de un taller de automóviles de La Croix-Rousse que no le gusta. Internados en Thônes y en La Roche-sur-Foron. Quema definitivamente los puentes con su madre. En Annecy, consigue los primeros empleos en Zuccolo y, en verano, en el bar del Sporting. La contratan de camarera en Fidèle Berger y trabaja en la Librairie de la Poste. No la quieren en el Hotel d’Angleterre. Ocupa un puesto de aya en Lausana para atender a los dos hijos de un tal señor Michel Bagherian.
Una joven caminaba delante de Bosmans, empujando un cochecito de niño, y tenía, de espaldas, la misma silueta de Margaret. No conocía este parque, emplazado donde estaban antes los depósitos de Bercy. A lo lejos, en la otra orilla del Sena, a lo largo del muelle que ya no se llamaba Quai de la Gare, unos rascacielos. Era la primera vez que los veía. Era otro París y no aquel con el que estaba familiarizado desde la infancia y cuyas calles le apetecía explorar. Aquella joven que iba delante de él se parecía de verdad a Margaret. La seguía sin acortar la distancia. El cochecito de niño, que empujaba con una sola mano, iba vacío. Según cruzaba el parque sin perderla de vista, acababa por convencerse de que era Margaret. Había leído la víspera una novela de ciencia ficción que se llamaba Los pasillos del tiempo. Unas personas son amigas, de jóvenes, pero algunas no envejecen y, cuando se cruzan con las demás, después de cuarenta años, ya no las reconocen. Y además no pueden ya tener contacto: están con frecuencia unas junto a otras, pero cada cual en un pasillo del tiempo diferente. Si quisieran hablarse, no se oirían, igual que dos personas a quienes separa el cristal de un acuario. Bosmans se había parado y miraba cómo se alejaba la joven en dirección al Sena. Sería inútil alcanzarla, pensó, no me reconocería. Pero un día, de milagro, nos meteremos en el mismo pasillo. Y para nosotros todo volverá a empezar en este barrio nuevo.
Ahora iba por la calle de Bercy. Había entrado la víspera en uno de esos cafés en que puede uno conectarse a Internet. El apellido «Boyaval», que se le había olvidado —o más bien se había quedado «aletargado», como esos apellidos de antiquísimas familias de la aristocracia inglesa que desaparecen durante siglos porque se han quedado sin descendientes, pero apuntan otra vez de repente en el registro civil de unos recién llegados—, aquel apellido, Boyaval, había vuelto a aparecer desde lo hondo del pasado. Un meteorito que le había caído delante después de llevar cuarenta años bajando. Tecleó: «Páginas blancas». Luego: «Boyaval». Un único Boyaval en París y en toda Francia. Boyaval, Alain. Agencia inmobiliaria. Calle de Bercy, 49.
En el escaparate había un panel donde se exponían fotos de pisos en venta, y los precios. Empujó la puerta. Un hombre estaba sentado al fondo de la agencia, detrás de un escritorio metálico. A la derecha, más cerca del escaparate, una joven ordenaba unas carpetas en unos estantes.
—¿El señor Boyaval?
—Soy yo.
Bosmans se había quedado inmóvil delante del escritorio. No sabía qué decir. El hombre había alzado la cabeza hacia él. Tenía el pelo blanco a cepillo, más bien largo, y los ojos grises. Llevaba un traje del mismo gris que los ojos. Rostro flaco. Pómulos muy marcados.
—¿En qué puedo servirle?
Era de voz suave y de sonrisa cortés.
—Estoy buscando piso —dijo Bosmans—. De preferencia en este barrio.
—Sólo llevo pisos en este barrio. Y también en el distrito trece, en las inmediaciones de la Biblioteca Nacional.
—Hace bien —dijo Bosmans—. Son barrios nuevos.
—Prefiero dedicarme a lo nuevo.
Le indicaba el sillón que tenía enfrente.
—¿Y qué precios le interesan?
—No tiene gran importancia —dijo Bosmans.
¿Cómo ir al grano? Pero ¿cuál era el grano? Era absurdo, este era otro Boyaval. La joven le estaba poniendo delante un expediente, en una carpeta abierta, y firmó varias hojas antes de que ella lo volviera a coger y lo colocase en el estante.
—Creo que conocí hace tiempo a un señor Boyaval —dijo Bosmans con voz inexpresiva.
—¿Ah, sí?
Le clavaba los ojos grises por los que a Bosmans le pareció ver pasar una sombra de preocupación.
—Hace mucho…, en Annecy…
Era uno de los pocos detalles que le había dado Margaret en lo referido a ese fantasma. Lo conoció en Annecy.
El hombre miró el reloj de pulsera y le lanzó una ojeada a la joven que ordenaba las carpetas. Parecía nervioso. ¿Por una simple palabra: Annecy?
—¿Quiere que vayamos a tomar algo aquí al lado? Voy ahí muchas veces a charlar con los clientes. Así me explica usted exactamente lo que anda buscando…
Ya en la calle, Bosmans se fijó en que cojeaba un poco. Pero iba muy erguido y, con aquella rigidez, aquel pelo blanco a cepillo y aquella cara demacrada, podría haber pasado por un exmilitar.
Se sentaron en la terraza de un café, al sol. Eran los únicos clientes. Del otro lado de la calle se extendía el parque de Bercy por donde, hacía un rato, el sosias de Margaret —o quizá ella en persona en otra vida— iba empujando un cochecito de niño vacío.
—Un jarabe de menta. ¿Y usted?
—Lo mismo —dijo Bosmans.
—¿Necesita un piso de qué superficie más o menos?
—Ah…, un apartamento nada más.
—Entonces tengo mucho para elegir por aquí y en la otra orilla del Sena.
Indicaba con el brazo, pasado el puente de Bercy, los rascacielos a orillas del Sena que Bosmans había visto antes por primera vez.
—¿Son calles nuevas? —preguntó Bosmans.
—Sí, apenas si tienen cinco años. Yo vivo allí. Para ir por las mañanas a la agencia me basta con cruzar el puente. Puede decirse que no voy nunca al París antiguo.
—¿Y al Annecy antiguo? —preguntó Bosmans.
Notó un leve movimiento de sorpresa en el hombre que tenía enfrente. Pero seguía con el busto muy erguido.
—Ah, sí…, ya me ha dicho usted antes… Recuerda a un Boyaval de Annecy…
Le sonreía con sonrisa un tanto forzada.
—¿Ha vivido en Annecy?
—No, pero tenía allí amigos que me hablaron de un Boyaval.
—Entonces es algo que debe de remontarse a la noche de los tiempos.
La sonrisa pretendía ser mucho más sincera, más amistosa.
—Cuarenta años por lo menos —dijo Bosmans.
Un silencio. El hombre había bajado la cabeza, como si se estuviera concentrando para hacer una declaración importante y anduviera buscando las palabras. La alzó de repente y clavó en Bosmans los ojos grises.
—No sé qué le dijeron sus amigos… Yo tengo poquísima memoria.
—Nada de particular. Aquel Boyaval estuvo a punto de pertenecer al equipo francés de esquí.
—Entonces sí se trata de la misma persona.
A Bosmans lo sorprendió la voz ronca, la sonrisa triste; los rasgos del rostro se habían desmoronado. Se fijó en la piel picada de viruela de los pómulos, como si ahora estuviera viendo los detalles de aquel rostro con rayos infrarrojos o ultravioleta. El hombre, para aguantar el tipo, tomó un sorbo de jarabe de menta y acabó por decir:
—No, estoy equivocado… Ya no es la misma persona en absoluto…
El rostro volvía a ser inexpresivo, el cutis había recobrado el color. A Bosmans le extrañó aquel cambio. Pensó que sus ojos habían perdido sensibilidad para los infrarrojos y los ultravioleta. El hombre parecía buscar las palabras.
—Como ya ha comentado usted, caballero, hace más de cuarenta años…
Se encogió de hombros.
—¿Y quiénes eran esos amigos suyos que vivían en Annecy?
—Una joven. Se llamaba Margaret Le Coz —dijo Bosmans, recalcando las sílabas del nombre.
—¿Margaret Le Coz dice usted?
Quizá estaba intentando recordar. Fruncía el entrecejo. Tenía la mirada ausente.
—¿Y vive aún?
—No lo sé —dijo Bosmans.
—No recuerdo a ninguna Margaret Le Coz —dijo el hombre con voz que había vuelto a enronquecer.
Y otra vez se le desmoronaban los rasgos y la piel volvía a estar picada de viruela en los pómulos.
—Ya ve, caballero, pasa un poco como con este barrio —y a Bosmans le sorprendió la tristeza de la voz—; no sé si conoció usted los depósitos y el muelle de Bercy… Había plátanos, que formaban una bóveda de hojas… Hileras de toneles en el muelle… Ahora uno se pregunta si todo aquello existió de verdad…
Pidió otro jarabe de menta.
—¿Toma usted lo mismo?
—Sí.
Se inclinaba hacia Bosmans:
—Cuando volvamos a la agencia le haré una listita de los apartamentos que tenemos disponibles. Hay algunos muy espaciosos y con mucha luz.
Había abierto encima de la mesa la mano izquierda. Con la mano derecha, cogió del platillo la cuchara y, con el mango, daba golpecitos en la mesa entre los dedos abiertos. Bosmans no podía apartar la vista de las cicatrices en el dorso de la mano y a lo largo del dedo corazón y del anular. Era como si a esa mano le hubieran hecho antaño muchos cortes de navaja.
Poco después —la misma estación del año, una primavera precoz en que hacía tanto calor varios días seguidos como en pleno verano—, Bosmans volvió a ver aparecer eso que llamaba un «fantasma del pasado», o al menos así se lo pareció. No, no, estaba casi seguro.
El barrio al que había llegado aquella tarde no le dio una impresión demasiado diferente del de la agencia inmobiliaria de Boyaval. Pero, pese a todo, prefería el parque de Bercy y, en la otra orilla del Sena, los rascacielos y los edificios relumbrantes que rodeaban la Biblioteca Nacional en donde una joven que se parecía a Margaret —no, no, era Margaret tal y como la conoció— vivía una nueva vida en unas calles nuevas. Algún día a lo mejor tenía él la suerte de llegar donde estaba ella si conseguía atravesar las fronteras invisibles del tiempo.
Había encargado que le mecanografiaran alrededor de cien páginas —pero ¿seguía usándose ahora este verbo que traía a la cabeza el ruido monótono de las antiguas máquinas?— a una secretaria que trabajaba en su domicilio. Ya estaba todo, le había dicho aquel día. Podía pasar a eso de las ocho de la noche por su casa, que caía por la puerta de Saint-Cloud.
Cogió el metro. Era como en la época de Simone Cordier, cuando le llevaba todas las semanas las hojas manuscritas. Y, siempre que iba, ella sólo había mecanografiado tres páginas. En aquel piso sin muebles, ¿dónde colocaba su misteriosa máquina de escribir? ¿Encima de la barra? Y, en tal caso, ¿se quedaba de pie o se sentaba en el taburete alto? Desde aquellos tiempos, Bosmans había escrito más de veinte libros y se habían hecho progresos técnicos: dentro de un rato, la mujer le daría un lápiz USB y de ahí saldría un texto impoluto, sin las oes cruzadas con una raya, las diéresis y las cedillas de Simone Cordier. Pero ¿en realidad qué había cambiado? Seguían siendo las mismas palabras, los mismos libros, las mismas estaciones de metro.
Se bajó en Porte-de-Saint-Cloud. Sí, prefería los barrios nuevos del este, esos terrenos neutros que le dan a uno la ilusión de que podría vivir en ellos una segunda vida. En cambio, la iglesia de ladrillos rojos en la plaza de la puerta de Saint-Cloud lo devolvía al pasado y le recordaba un suceso desdichado: tiene doce años, está sentado en el asiento de atrás de un R4; su madre y el cura que ha colgado los hábitos van delante y este conduce. Bosmans aprovecha un semáforo en rojo para escaparse del coche, corre hasta la iglesia y se esconde en ella toda la tarde por miedo a que aquellos dos lo localicen en una acera. Fue la primera vez que se escapó.
Al salir del metro rebuscó en el bolsillo interior de la chaqueta y se dio cuenta de que se le había olvidado el trozo de papel en donde tenía el nombre de la secretaria, las señas y el número de teléfono. Se llamaba Clément. Recordaba también el nombre de la calle: Dode-de-la-Brunerie. No sabía dónde estaba. Preguntó a un transeúnte. Todo recto, en el otro lado de la plaza, inmediatamente antes de llegar a Boulogne.
Esperaba encontrarse una avenida bastante corta, con edificios de tamaño medio a ambos lados; y esperaba que hubiera códigos de cifras en las puertas cocheras. Así podría consultar en todos los edificios la lista de vecinos para buscar a la señorita Clément. Pero eran casi del mismo tamaño que los del antiguo Quai de la Gare, que vio Bosmans por primera vez el día en que fue a la agencia Boyaval. Edificios altos y nuevos. Sólo siete números pares: n.º 2, n.º 6, n.º 10, n.º 12, n.º 16, n.º 20, n.º 26. Alzando la vista al cielo, pensó que en cada uno de esos números habría alrededor de cincuenta personas. Le desfilaban nombres ante los ojos: Jacqueline Joyeuse, Marie Feroukhan, Brainos, André Cocard, Albert Zagdun, Falvet, Zelatti, Lucienne Allard. Pero ni una Clément en el lote. Le daba vueltas la cabeza. Los nombres eran caballos de carreras que pasaban continuamente a galope, sin dejarle tiempo para diferenciarlos unos de otros: Rey de Corazones, Kynette, Azul y Rojo, Mercury Boy, Mimosa, Dorada Mía. Le oprimía la garganta una sensación de angustia, una impresión de vacío. No podría dar con la señorita Clément entre esos miles y miles de nombres y de caballos. No veía la hora de irse de esa avenida. Le faltaba el suelo bajo los pies. ¿De qué le habían servido tantos esfuerzos desde hacía cuarenta años, para afianzar los pilotes? Estaban podridos.
Le dio un mareo al cruzar la plaza. Se repetía en voz alta el nombre de la iglesia que estaba más allá, en donde se refugió una tarde de su infancia para escapar de la mujer de pelo rojo —su madre por lo visto— y del torero de pega. Sainte-Jeanne-de-Chantal.
Entró en un café y se sentó en la primera mesa, en un asiento corrido de cuero rojo. Se imaginó a sí mismo bebiendo a morro de una botella de licor, cosa que le daría a su alma embriaguez y paz. Y aquella idea lo hizo reír, a solas ahí, en ese asiento. Cuando vino el camarero, le dijo con voz insegura:
—Un vaso de leche, por favor.
Intentaba respirar a intervalos regulares. Sainte-Jeanne-de-Chantal. Ya se sentía mejor. Volvía en sí. Le habría gustado hablar con alguien y reírse con esa persona de su angustia de hacía un rato. Hay que ver…, a su edad… La avenida de Dode-de-la-Brunerie no era la selva amazónica, ¿verdad? Ahora ya se había tranquilizado del todo.
Se notaba incluso en un estado de leve entumecimiento. Decidió quedarse allí sentado hasta que cayera la noche. Su madre y el cura que había colgado los hábitos llevaban ya casi medio siglo sin patrullar en el R4, buscándolo, con su lastimoso cortejo de fantasmas.
Atendía, distraído, a las conversaciones de los pocos clientes de las mesas vecinas. Casi las nueve de la noche. Vio entrar a una mujer ya mayor, con el pelo blanco cortado en cuadrado, que andaba con rigidez del brazo de una joven. Llevaba un pantalón negro y una gabardina beige. La joven la ayudó a sentarse en la mesa del fondo y se acomodó a su lado, en el asiento corrido. La mujer no se había quitado la gabardina.
Bosmans la miró de entrada como a los demás clientes: una mirada que no duraba, una mirada móvil que se posaba en un rostro, en un transeúnte tras los cristales y, más allá, del otro lado de la plaza, en la iglesia de Sainte-Jeanne-de-Chantal. La joven le alargaba una agenda a la mujer de pelo blanco, y esta escribía en ella unas cuantas palabras con la mano izquierda. Siempre le había llamado la atención esa postura particular de la mano en los zurdos, que casi cierran el puño cuando escriben. ¿Fue eso lo que le despertó un vago recuerdo? Le clavó los ojos en el rostro a aquella mujer y, de pronto, después de tantos años, le pareció reconocer a Yvonne Gaucher[2]. Una tarde en que estaban en su casa Margaret y él, le dijo, al verla escribir con la mano izquierda: «Qué bien puesto tiene usted el apellido».
Habían pasado desde entonces décadas y más décadas… Que Yvonne Gaucher viviera aún y estuviera a pocos metros de él y que bastase con levantarse y con hablarle —pero ya no recordaba si la llamaba por el nombre— le causaba una sensación extraña. Era incapaz de acercársele. De todas formas, no me reconocería, pensó. Y aunque le diga mi nombre y el de Margaret, no le evocarán nada. De algunos encuentros que datan de la primera juventud conservamos un recuerdo bastante vivo. A esa edad, todo nos asombra y nos parece nuevo… Pero a aquellos con quienes nos hemos cruzado y habían vivido ya su vida en parte no podemos pedirles una memoria tan minuciosa como la nuestra. Margaret y yo no fuimos seguramente para ella más que dos jóvenes entre tantos otros con los que tuvo que ver muy brevemente. ¿Sabía siquiera por aquel entonces cómo nos llamábamos de nombre y de apellido?
De vez en cuando, la mujer se volvía hacia la joven con aquella rigidez que le había notado Bosmans en la forma de andar. Hacía un rato, iba del brazo de la joven y se apoyaba en ella. Caminaba muy despacio, la joven la había ayudado a sentarse. Se ha quedado ciega, pensó Bosmans. Pero no era eso, estaba leyendo la carta. Era la vejez sencillamente.
Si no me hubiera dado antes esa especie de mareo, tendría ánimos para ir a hablar con ella, aun cuando me arriesgase a que no me reconociera. A lo mejor, vive en la avenida de Dode-de-la-Brunerie, entre esos cientos y cientos de personas que ocupan esos edificios altos. Yvonne Gaucher, la señorita Clément. Son nombres que no llaman la atención, nombres neutros, tan neutros que quienes los llevan se convierten poco a poco en seres anónimos.
No podía apartar la mirada del rostro de Yvonne Gaucher. Temía atraer la mirada de ella. No, estaba hablando con la joven y a Bosmans le llegaban algunas palabras, sobre todo lo que decía la joven con voz muy clara. Llamaba de usted a Yvonne Gaucher. «¿No se quita la gabardina?», le preguntaba; e Yvonne Gaucher negaba con la cabeza. Le cubrían la cara múltiples arrugas como a quienes se han expuesto al sol en exceso en la juventud. Bosmans se acordó de Boyaval y de la piel de los pómulos, picada de viruela. Pero aquí pasa lo contrario, se dijo. Se borran las arrugas y vuelvo a ver el rostro terso de esa mujer cuando la conocimos Margaret y yo.
Lo único que le desconcertaba era la voz, o más bien las pocas palabras que eran respuestas breves a las preguntas que le hacía la joven. Una voz ronca. Llegaba desde muy lejos y había pasado por el desgaste del tiempo. Bosmans pudo captar una frase completa: «Tengo que estar de regreso alrededor de las diez». A lo mejor vivía en una residencia en donde los internos tenían horarios fijos.
El camarero le puso delante una granadina y una tarta de manzana. La joven había pedido una Coca-Cola. Cruzaron unas cuantas palabras en voz baja. La joven volvió a alargarle la agenda, que Yvonne Gaucher hojeó como si buscase la fecha de una cita.
Como llevaba levantado el cuello de la gabardina, hubiérase dicho que estaba en una sala de espera y miraba el horario de los trenes.
«Tengo que estar de regreso alrededor de las diez». Bosmans sabía que esa frase se le quedaría en la memoria y que siempre le causaría una punzada dolorosa, algo así como el flato. Nunca sabría qué quería decir y le remordería la conciencia, igual que con otras frases a medias de otras personas, que ha dejado uno que se le escapen. Qué bobada, si basta con que dé un paso. Tengo que hablar con ella. Recordó la placa de cobre que los intrigó a Margaret y a él la primera vez y donde había dos nombres grabados: Yvonne Gaucher, André Poutrel. Por su culpa se fue Margaret de París deprisa y corriendo sin que él supiera nunca qué había pasado. Los días que vinieron luego Bosmans compraba los periódicos y buscaba en las páginas de sucesos esos dos nombres: Yvonne Gaucher, André Poutrel. Nada. El silencio. El anonadamiento. Se había preguntado muchas veces si Margaret sabía más cosas. También se acordaba de lo que le dijo Yvonne Gaucher ya en el primer encuentro: «André le explicará». Pero André no le había explicado nada. O no le había dado tiempo. Años después, pasó por delante del 194 de la avenida de Victor Hugo. Ese número era ahora el de un edificio grande y nuevo con cristaleras. Yvonne Gaucher, André Poutrel. Era como si no hubieran existido nunca.
Yvonne Gaucher hojeaba la agenda y la joven le decía algo en voz baja. Pues claro, si basta con dar un paso. Voy a preguntarle por André Poutrel y por Peter, por el niño. El niño. Así lo llamaban. Margaret y yo lo llamábamos Peter. Por fin me dará todas las explicaciones, desde el principio, desde la época remota de «aquellas y aquellos de la calle Bleue…». Pero le resultaba imposible levantarse, se notaba una pesadez de plomo. No tengo valor suficiente. Prefiero que las cosas se queden en el aire. Si hubiera estado con Margaret, entonces se habrían acercado a la mesa de Yvonne Gaucher. Pero él solo…, así… Además, ¿era ella en realidad? Más valía no saber nada más. Por lo menos, en la duda, aún queda una forma de esperanza, una línea de fuga hacia el horizonte. Uno se dice que quizá el tiempo no ha rematado aún su obra de destrucción y que todavía quedan citas. Tengo que estar de regreso alrededor de las diez.
La joven se tomaba la Coca-Cola con una pajita. A Yvonne Gaucher se le habían olvidado la tarta y la granadina y miraba fijamente a lo lejos. Bosnians volvía a encontrarse con la mirada de antaño, aquella expresión atenta y cándida de quien, pese a todo, se fía de la vida. Hubo un momento en que aquella mirada se posó en él, pero Yvonne Gaucher no pareció reconocerlo.
De los dos, fue a André Poutrel a quien conocieron primero. Bosmans estaba con Margaret en la librería de la antigua editorial Le Sablier. Se acordaba bien del tiempo que hacía: una tarde de frío, de cielo azul y de sol, la primavera del invierno, la estación que prefería y que sólo dura unos cuantos días, a intervalos regulares, en enero o en febrero. Habían decidido dar un paseo por el parque de Montsouris y Bosmans estaba a punto de colgar en el cristal de la puerta de entrada aquel cartel de los tiempos de Lucien Hornbacher: «Se ruega a la clientela que vuelva dentro de un rato». Entró un hombre en la librería, un rubio de unos cuarenta años que llevaba un abrigo azul marino.
—Estoy buscando un libro antiguo que escribí yo.
El aspecto de aquel hombre contrastaba con el de los clientes habituales. ¿Era por el abrigo azul marino, por la elevada estatura, por el porte indolente, por el pelo rubio algo rizado? Se parecía a Michael Caine, un actor inglés que interpretaba papeles de agente secreto en películas que transcurrían en Londres y en Berlín. Se presentó a Margaret y a Bosmans estrechándoles la mano.
—André Poutrel.
Y dijo con sonrisa irónica:
—Me he dado cuenta de que de ese libro no me quedaba ya en casa ni un ejemplar.
Pasaba por el barrio por casualidad. Había querido enterarse de si la editorial y la librería seguían existiendo. Su libro había salido unos cuantos años después de la muerte de Luden Hornbacher, cuando la editorial Le Sablier funcionaba a cámara lenta y no publicaba más de tres obras anuales.
André Poutrel fue con Bosmans al antiguo taller de automóviles que hacía las veces de almacén y encontraron dos ejemplares del libro: El cenáculo de Astarté. Las tapas estaban sobadas, pero como ningún lector había cortado los pliegos aún, esos dos volúmenes delgados conservaban un aspecto juvenil.
Luego charlaron los tres. Bosmans respondió a las preguntas de André Poutrel acerca de la antigua editorial Le Sablier. Sí, su empleo era precario, y también lo era el porvenir de la librería. Con frecuencia transcurrían las tardes sin que entrase ningún cliente. Pero Bosmans seguía montando guardia arriba, en el antiguo despacho de Lucien Hornbacher. ¿Hasta cuándo?
André Poutrel se volvió hacia Margaret:
—¿Usted también trabaja en la librería?
La acababan de despedir la semana anterior el profesor Ferne y su mujer sin la menor explicación.
Y la agencia Stewart no había vuelto a dar señales de vida.
—¿Así que es usted aya?
El precisamente, André Poutrel, tenía un hijo y andaba buscando a alguien que lo cuidara por el día y las noches en que salía con su mujer.
—Si le interesa…
—¿Por qué no? —contestó Margaret. Y a Bosmans lo sorprendió el desparpajo de la respuesta.
Colgó el cartel: «Se ruega a la clientela que vuelva dentro de un rato» y fueron los tres hasta un descapotable inglés que estaba aparcado en la esquina de la avenida de Reille con la calle de Gazan. Antes de abrir la puerta, André Poutrel se sacó de uno de los bolsillos del abrigo una tarjeta de visita con las puntas dobladas y se la alargó a Margaret:
—Llámeme por teléfono si le interesa el trabajo.
Vio que Bosmans llevaba en la mano el otro ejemplar de su libro, El cenáculo de Astarté.
—Sobre todo no se tome la molestia de leerlo. Es un error de juventud.
Antes de arrancar, bajó el cristal y les hizo una seña con el brazo. El coche se alejó, siguiendo el parque de Montsouris.
—Vaya tipo raro —dijo Margaret.
Le echó una ojeada a la tarjeta de visita y se la dio a Bosmans:
Doctor André Poutrel Avenida de Víctor Hugo, 194 París 16.º TRO 32 49.
—Es un matasanos —dijo Margaret.
El médico en cuestión citó por teléfono a Margaret un día a media tarde, añadiendo que podían ir «los dos». El 194 de la avenida era un edificio más bajo que los demás, algo así como un palacete. En la entrada, había una placa que decía: «Doctor André Poutrel - Yvonne Gaucher, 2.º piso».
Les abrió la puerta Yvonne Gaucher. Luego, al cambiar impresiones, los dos estuvieron de acuerdo en que era muy diferente de la letrada Suzanne Ferne. Se imaginaban una confrontación entre ambas. Imposible, pensó Bosmans, que lleguen a encontrarse nunca.
Una morena de ojos claros peinada con cola de caballo. Llevaba una chaqueta de ante y una falda negra entallada y ceñida en las rodillas. Y un cigarrillo en la mano. A Bosmans y a Margaret no les hizo falta presentarse. Como si ella los conociera de toda la vida y se hubiera despedido de ellos la víspera.
—André está con unos pacientes…, pero no tardará mucho…
Los llevó por un pasillo largo hasta un dormitorio que debía de ser de «Andrés» y suyo. Paredes blancas. Una cama muy grande y muy baja. Ningún mueble. Los hizo sentarse a los pies de la cama.
—Me disculparán, pero aquí estamos más tranquilos.
Bosmans se fijó en que encima de una de las mesillas había un libro que reconoció por las tapas sobadas: El cenáculo de Astarté. Yvonne Gaucher sorprendió la mirada.
—Fue usted muy amable al regalárselo —le dijo a Bosmans—. A André lo emocionó el detalle.
Hubo un silencio que Bosmans quiso romper. Acabó por decir, con una sonrisa:
—Me confesó que había sido un error de juventud.
Yvonne Gaucher parecía sentirse violenta.
—Ah…, fue toda una etapa de nuestra vida… Éramos imprudentes… En fin, André le explicará…
Y fue hacia la otra mesilla de noche, en donde había un cenicero. Apagó el cigarrillo.
—Ya verá —le dijo a Margaret—, Peter, el niño, es muy bueno…
—No me cabe duda —dijo Margaret.
—¿Están acostumbrados a tratar con niños? —preguntó Yvonne Gaucher.
—Nos gustan mucho los niños —dijo Bosmans.
Repitió esa frase algo después, delante del doctor André Poutrel. Margaret, Yvonne Gaucher y él estaban en una habitación grande con las paredes forradas de madera en donde el médico pasaba consulta. Llevaba una bata blanca abrochada a un lado y Bosmans se dijo que a lo mejor era cirujano. Pero no se atrevía a preguntarle en qué especialidad ejercía la medicina exactamente.
—Tengo que presentarle al niño, a Peter —le dijo Yvonne Gaucher a Margaret—. Vamos a buscarlo al colegio.
Luego, volviéndose hacia el doctor Poutrel:
—No te olvides de la última consulta.
Debía de ser la ayudante de su marido, aunque ¿sería su marido? No llevaban el mismo apellido en la placa de la entrada del edificio. Él le preguntó a qué hora era la consulta. A las siete de la tarde.
Salió a despedirlos a la puerta del piso:
—He leído su libro —dijo Bosmans según salía al descansillo.
—¿En serio?
El doctor Poutrel le lanzó una sonrisa irónica.
—Pues entonces tengo curiosidad por saber qué le ha parecido.
Y cerró la puerta despacio.
Ya en la acera, Bosmans caminaba entre Margaret e Yvonne Gaucher. Esta era algo más alta que Margaret, aunque llevaba zapato bajo. No parecía pasar frío con aquella chaqueta fina de ante. Se había limitado a levantarse el cuello. Se subieron los tres al coche inglés del día anterior. Margaret iba delante.
—El niño va a un colegio que está muy cerca de la calle de Montevideo —dijo Yvonne Gaucher.
Conducía de una forma indolente y nerviosa a la vez. A Bosmans le pareció incluso que, en el trayecto hasta la calle de Montevideo, se había saltado un semáforo.
No sé casi nada de estas personas, pensó Bosmans. Y sin embargo los pocos recuerdos que me quedan de ellas son bastante concretos. Encuentros breves en que el azar y la vacuidad desempeñan un papel mayor que en otras edades de la vida, encuentros sin futuro, como en un tren nocturno. Con frecuencia surgía cierta intimidad entre los viajeros de los trenes nocturnos de su juventud. Sí, me da la impresión de que Margaret y yo no dejábamos de tomar trenes nocturnos, así que aquel período de nuestras vidas es discontinuo, caótico, lo entrecortan muchas secuencias muy breves y sin nexo alguno entre sí… Y uno de los viajes cortos que más me impresionó fue el que hicimos con el doctor Poutrel, con Yvonne Gaucher y con Peter, «el niño», como lo llamaban, aunque tú y yo preferíamos llamarlo Peter, sin más.
Imposible ordenar todo aquello cuarenta años después. Debería haberse puesto antes a ello. Pero ¿cómo encontrar ahora las piezas que le faltaban al puzle? Había que conformarse con unos cuantos detalles, siempre los mismos.
Por ejemplo, conservaba, pese a las mudanzas, el libro de André Poutrel: El cenáculo de Astarté. Había una dedicatoria impresa en la página de guarda: «Para Maurice Braive y para aquellas y aquellos de la calle Bleue». Había leído por encima y sin mucha atención el libro, que, con sus cuarenta páginas, tenía más bien aspecto de opúsculo. Trataba de ocultismo y, por lo que a Bosmans le había parecido entender, André Poutrel, en El cenáculo de Astarté, se hacía portavoz de un grupo independiente de los estudios superiores esotéricos.
«Para aquellas y aquellos de la calle Bleue»… Definitivamente, todo acababa por mezclarse y los hilos que había tejido el tiempo eran tantos y estaban tan embrollados… La noche de su primer encuentro, Margaret y él habían ido a dar a una farmacia de la calle Bleue. Y, veinte años después, fue a ver el piso de la primera planta del número 27 de esa misma calle. El portero, un hombre de edad, le dijo: «Aquí pasaron cosas muy raras hace tiempo, ¿sabe?». Bosmans recordaba la dedicatoria del libro.
—¿Se refiere a un tal Maurice Braive?
Al portero pareció extrañarle que un hombre joven recordara tanto. Le explicó algunas cosas, desde luego, pero no estaban muy claras. El tal Maurice Braive celebraba allí, en el piso del 27 de la calle Bleue, reuniones de hombres y mujeres para dedicarse a la magia y a otras experiencias más reprensibles «desde el punto de vista del decoro». ¿La misa de oro y la transmisión eucarística a las que se aludía en El cenáculo de Astarté? Acabaron por detenerlo, junto con los miembros del grupo. Era extranjero y lo deportaron a su país de origen.
Bosmans preguntó, por si acaso:
—¿Y no le suena de nada un tal André Poutrel?
El portero frunció el entrecejo como si estuviera intentando recordar cómo se llamaban los de la calle Bleue.
—Huy, sabe usted, la noche en que vinieron a trincarlos, por lo menos había veinte aquí. Una auténtica redada, caballero.
La primera tarde que Margaret llevó a casa al niño al salir del colegio, Bosmans iba con ella. Se encontraron con el doctor Poutrel en la entrada del piso.
—¿Así que ha leído mi libro? ¿Y no lo ha escandalizado?
Sonreía con expresión burlona.
—Me ha gustado —dijo Bosmans—. Me interesa mucho el ocultismo…, pero no entiendo gran cosa…
Se arrepentía de haber adoptado aquel tono levemente irónico. A fin de cuentas, se amoldaba al registro del otro. Era el tono que usaba con frecuencia el doctor Poutrel para hablarle a él. Ese libro…, un error de juventud, repitió Poutrel, poniéndole la mano en el hombro al niño. Sonreía. Añadió, con tono de broma:
—Es un alivio que ya no quede ningún ejemplar en su librería. Vale más que desaparezca de una vez el cuerpo del delito.
Por la noche, en Auteuil, en el bar de Jacques el Argelino, Margaret le explicó que sus nuevos patronos —así los llamaba— no se parecían en nada al profesor Ferne y su mujer. Por lo que le había parecido entender, el doctor Poutrel era osteópata. Buscaron la definición de la palabra en un diccionario y, cuarenta años después, aquella iniciativa le parecía a Bosmans de lo más cándida… Como si se pudiera encerrar en una definición concreta a un André Poutrel igual que un coleccionista pincha una mariposa en una caja… El doctor le había pagado a Margaret por adelantado el sueldo de un mes de una forma muy curiosa: ella vio cómo se sacaba del bolsillo unos cheques arrugados y escogía uno que le había firmado un paciente; añadió él el nombre de Margaret y le dijo que fuera a cobrarlo a un banco que estaba muy cerca, en la avenida de Victor Flugo. Y aquel sueldo era el triple de lo que ganaba en casa del profesor Ferne. Por lo visto, Yvonne Gaucher era colaboradora del doctor, porque tenía un despachito de consulta para ella sola al fondo del piso. Los pacientes no coincidían nunca en la sala de espera y no había riesgo de que se cruzasen: los hacían salir por un pasillo largo que daba a la escalera de otro edificio. ¿Por qué? Margaret, por curiosidad, fue por ese camino con el niño y se encontraron en la calle de La Faisanderie. Por cierto, pillaba mejor para ir al colegio.
—El doctor me ha dado una lista de libros que a lo mejor le puedes localizar en tu librería.
Y le alargó una hoja de papel de cartas azul cielo doblada en cuatro, con los dos nombres en filigrana: Doctor André Poutrel - Yvonne Gaucher.
Según Margaret, el niño era muy diferente, también, de los hijos del profesor Ferne. Se preguntaba si sería de verdad hijo del doctor Poutrel y de Yvonne Gaucher o si lo habrían adoptado. Físicamente, no se parecía a ninguno de los dos.
En el colegio Montevideo, la maestra le dijo a Margaret que se distraía en clase. Se pasaba el rato dibujando en una Moleskine sin atender. No se lo contó al doctor Poutrel ni a Yvonne Gaucher por miedo a que lo riñesen. Pero no tardó en darse cuenta de que estaba en un error. Era el propio doctor quien le había regalado aquella Moleskine y Margaret lo vio, en varias ocasiones, hojearla atentamente cuando estaba con el niño.
Este también le había enseñado a ella la libreta negra. Retratos, paisajes imaginarios. Al salir del colegio, la cogía con mucha seriedad del brazo y andaba así, muy tieso y callado, junto a ella.
Recuerdos con forma de nubes que flotaban. Resbalaban unos tras otros cuando Bosmans estaba echado en el sofá, a primera hora de la tarde, un sofá que le recordaba al que estaba antaño en el despacho de Lucien Hornbacher. Clavaba la mirada en el techo como si estuviera tendido en la hierba de una pradera y mirase cómo huían las nubes.
Un domingo, el doctor Poutrel e Yvonne Gaucher los invitaron a Margaret y a él a almorzar, con el niño, en una habitación del piso que Bosmans no conocía. Una mesa de jardín y unas sillas de hierro a juego, del mismo verde pálido. Daba la impresión de que habían colocado la mesa y las sillas de forma provisional en aquella habitación grande y vacía.
—Todavía estamos algo así como acampando —dijo el doctor Poutrel—. Llevamos poco viviendo aquí.
Ni a Margaret ni a Bosmans los sorprendió aquello. Después de todos los años transcurridos, Bosmans se decía que era como si el doctor Poutrel, Yvonne Gaucher y el niño se hubieran metido con fractura en el piso y lo hubieran ocupado de modo fraudulento. Y nosotros dos también acampábamos sin permiso de nadie. ¿Por qué íbamos a tener nosotros en la vida esa seguridad inalterable y esa sensación de legitimidad que yo les había visto a las personas de bien, cuyos labios y cuya mirada confiados indican que sus padres los quisieron? En el fondo, el doctor Poutrel, Yvonne Gaucher, Peter, el niño, tú y yo éramos del mismo mundo. Pero ¿cuál?
Yvonne Gaucher llevaba un pantalón negro ceñido y bailarinas. Bosmans estaba sentado entre ella y Margaret. Con aquel pelo negro recogido en cola de caballo, apenas si parecía de más edad que Margaret, y eso que el otro día le había insinuado a Bosmans que conocía al doctor Poutrel desde la lejana época de «aquellas y aquellos de la calle Bleue»… Después de tomar el postre, el niño se puso a dibujar en las páginas de su Moleskine.
—La está retratando —le dijo el doctor Poutrel a Margaret.
Hacía bueno aquella tarde. Fueron andando hasta el bosque de Boulogne. El doctor le cogía el brazo a Yvonne Gaucher. Peter corría delante y Margaret intentaba alcanzarlo para que no cruzase solo la avenida sin esperar a que se pusiera verde el semáforo. A Bosmans lo impresionaban la gracilidad y la indolencia de Yvonne Gaucher del brazo de Poutrel. Estaba seguro de que había sido bailarina.
Llegaron a orillas del lago. A Yvonne Gaucher le habría gustado jugar una partida de minigolf con el niño en la isla, pero había demasiada gente en el embarcadero, esperando el barco que iba de orilla a orilla.
—La próxima vez —dijo el doctor Poutrel.
Al volver, el niño seguía corriendo delante, pero Margaret había renunciado a perseguirlo. Se escondía detrás de un árbol y los cuatro hacían como que no lo veían.
—¿Y cómo ven ustedes el porvenir? —les preguntó de repente el doctor Poutrel a Bosmans y a Margaret.
Yvonne Gaucher sonrió al oír la pregunta. El porvenir. Una palabra cuya sonoridad le parecía ahora a Bosmans desgarradora y misteriosa. Pero, en aquellos tiempos, nunca pensábamos en el porvenir. Todavía estábamos, sin darnos bien cuenta de la suerte que teníamos, en un presente eterno.
Bosmans no se acordaba ya de la edad que tenía Peter por entonces: ¿entre seis y ocho años? La memoria volvía a mostrarle los ojos muy negros, los rizos morenos, la expresión soñadora y el rostro inclinado sobre la Moleskine. Era cierto que no se parecía mucho a sus padres. ¿Eran de verdad sus padres? Y, por lo demás, ¿eran ellos marido y mujer, como dicen los empleados del registro civil?
Recordaba algunos paseos con Margaret y Peter, los jueves, cuando no lo llevaban al colegio Montevideo. Iban los tres por las calles de Auteuil, cerca de casa de Margaret. O al parque de Montsouris. Cuando Margaret desapareció y Bosmans no sabía si estaba viva o muerta, se acordaba muchas veces de esos paseos.
Qué casualidad más curiosa eso de haber estado juntos los tres lo que duraron unas cuantas tardes… En el parque de Montsouris decidieron vigilar a Peter por turnos de media hora y así el otro podía leer o dejarse llevar por sus ensoñaciones. Una vez se distrajeron y casi perdieron a Peter por el paseo del lago.
Aquel día supuso para Bosmans el final de algo. Se preguntaba con frecuencia: pero ¿en qué estación del año estábamos? Claro que podía mirar los calendarios viejos. Con ayuda de los puntos de referencia que le quedaban aún en la memoria, acabaría por dar con el día exacto y la estación. Seguramente, la primavera del invierno, como llamaba a los días de enero y febrero en que hacía bueno. O el verano de la primavera, cuando hacía ya mucho calor en abril. O sencillamente el veranillo, en otoño: todas esas estaciones que se mezclan unas con otras y le dan a uno la impresión de que el tiempo se ha detenido.
Estaba buscando aquella tarde en el almacén los libros cuya lista le había apuntado el doctor Poutrel en su papel de cartas:
- Historia del grupo Kumris, de Tinia Faery.
- Anuario de los caballeros de la Orden del Cisne.
- La mujer, sus ritmos y las liturgias de amor, de Valentín Bresle.
- La Fraternidad de Heliópolis, de Claude d’Ygé.
- La unidad silenciosa, de H. Kirkwood.
- Los sueños y la forma de dirigirlos, de Hervey de Saint-Denys.
Oyó el timbre quebradizo que anunciaba que había llegado un cliente a la librería.
Margaret, con la cara descompuesta. Le costaba hablar. Estaba, un rato antes, en el piso con el doctor Poutrel, Yvonne Gaucher y Peter, el niño. Estaba a punto de llevar a Peter al colegio. Llamaron a la puerta. El doctor Poutrel fue a abrir. Voces altas. En la entrada, el doctor Poutrel repetía cada vez más fuerte: «Desde luego que no… Desde luego que no…». Entró en la consulta con tres hombres e iba esposado. Yvonne Gaucher estaba muy erguida, impasible. El niño le apretaba la mano a Margaret con mucha fuerza. Uno de los tres hombres se acercó a Yvonne Gaucher, se sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta y se la alargó, diciendo: «Si tiene la bondad de acompañarnos, señora…». A ella no la esposaron. Los otros dos hombres ya habían sacado al doctor Poutrel de la habitación. Yvonne Gaucher se sentó ante el escritorio, mientras el tercer hombre la vigilaba de cerca. Escribió unas palabras en papel de receta y se lo alargó a Margaret.
—Lleve a Peter a esta dirección.
Le dio un beso a Peter sin decirle nada y salió de la habitación con el hombre detrás, siempre igual de erguida, siempre igual de impasible, como una sonámbula.
Por la noche, Bosmans acompaña a Margaret a la estación del Norte. Pasaron por la habitación de Auteuil en donde ella hizo la maleta deprisa y corriendo. Margaret le entrega la llave de la habitación, para que, si se le ha olvidado algo, pueda Bosmans ir a buscarlo más adelante. El no recuerda si Margaret sacó un billete de segunda para el tren nocturno de Berlín o para el de Hamburgo. Sale a las nueve. Tienen aún una hora por delante. Están sentados frente a frente en la sala de atrás de un café, en el bulevar de Magenta; ella le enseña el papel que le dio uno de los hombres que se llevaron al doctor Poutrel y a Yvonne Gaucher. Debe presentarse al día siguiente a las diez en el Quai des Orfevres. Tuvo que enseñar el pasaporte caducado, que lleva siempre encima, y el hombre tomó nota del nombre y del número de pasaporte. Bosmans sigue intentando hacerla entrar en razón y convencerla de que se quede en París. Que no, Jean, que no puede ser. Saben cosas de mí que no te he contado y que están en sus expedientes. Prefiere esfumarse antes que presentarse al día siguiente ante ellos. Además, no podría decirles nada en lo referido al doctor Poutrel y a Yvonne Gaucher. No sabía nada. Nunca supo nada. Y, encima, de todas formas, no sé lo que sé. Hace mucho que decidió firmemente no contestar ya a ninguna pregunta. Créeme, Jean, cuando agarran a personas como nosotros, ya no vuelven a soltarlas.
Aún le quedaban a Bosmans, después de todos aquellos años, alrededor de veinte libros de la editorial Sablier que amontonó en una bolsa grande de lona el día en que lo despidieron. Iban a levantar un edificio en el sitio en que estaba la librería y había estado el taller de automóviles que le hacía las veces de almacén. Entre esos libros, estaban las obras de ocultismo que no tuvo tiempo de llevarle al doctor Poutrel.
Sepultada en uno acababa de encontrar una hoja de receta del doctor Poutrel. Podían leerse en ella estas palabras en tinta azul, con letra grande: «Casa de la señorita Suzanne Kraay. Calle de Les Favorites, 32. París, 15.º». Pese a haber pasado tanto tiempo, la tinta le pareció fresca aún. No era demasiado tarde para acudir a la cita. En la estación del Norte, antes de subir al tren nocturno, Margaret le dio ese papel: las señas que escribió a toda prisa Yvonne Gaucher, adonde tuvo que llevar a Peter aquella tarde. Bosmans se quedó un rato con ella en el compartimiento. En cuanto llegase a Hamburgo o a Berlín, le diría en qué señas estaba y él iría a reunirse con ella. Lo mejor, le dijo Bosmans, era que le mandase una nota o que le llamase por teléfono a la librería de Le Sablier, Gobelins, 43 76. Pero pasaron los años y nunca llegaron cartas ni sonó el teléfono.
En cuanto lo despidieron y salió para siempre del antiguo despacho de Lucien Hornbacher con su bolsa atiborrada de libros, empezó a soñar lo mismo con frecuencia. El teléfono sonaba mucho rato en el despacho desierto, él oía el timbre desde lejos, pero no podía dar con el camino de la librería, se perdía en un dédalo de callejuelas de un barrio de París que no conocía y que intentaba en vano localizar en un plano cuando despertaba. No tardó en dejar de oír timbres telefónicos en sueños. Ya no existían las señas de la librería de Le Sablier y las cartas de Hamburgo o de Berlín no llegarían nunca a su destino. El rostro de Margaret acabó por alejarse y por perderse en el horizonte, igual que aquella noche en la estación del Norte, cuando arrancó el tren y ella se asomó por encima del cristal, haciéndole aún amplias señas con el brazo. Él también había tomado, en los confusos años posteriores, tantos trenes nocturnos…
No conocía aquella calle. No obstante, había frecuentado el barrio en varias épocas de su vida y se había bajado muchas veces en la estación de Volontaires. Se preguntaba por qué, tras la marcha de Margaret, no había intentado saber qué había sido del niño, Peter, y de sus extraños padres. Al principio, notaba una sensación de vacío tan honda por el silencio de Margaret… Y luego, poco a poco, el olvido se impuso momentáneamente.
Calle de Les Favorites, 32. Cinco pisos. Se quedó allí, en la acera de enfrente, mirando la fachada. No había peligro de que se fijasen en él los transeúntes. Sábado por la tarde. La calle estaba desierta. En otra vida y en otro siglo, ¿a qué piso había subido Margaret con el niño para entregárselo a la tal Suzanne Kraay? En todos los pisos había cinco ventanas y las del centro de la fachada formaban un saledizo encima de la puerta de entrada. Balcones, terrazas, una cornisa en el quinto piso.
Llamó en la portería.
—¿Sigue viviendo aquí la señorita Suzanne Kraay?
Una mujer de unos treinta años. Parecía no entender. Lo miraba con ojos suspicaces. Le deletreó el apellido. Negó con la cabeza. Luego volvió a cerrar la puerta del chiscón.
Bosmans se lo esperaba, pero daba igual. En la calle, se quedó unos instantes más ante la fachada. Sol. La calle estaba silenciosa. Estaba seguro de que, en esos instantes, bastaba con quedarse inmóvil en la acera y se podría cruzar despacio un muro invisible. Aunque siguiera uno en el mismo sitio. La calle estaría aún más silenciosa y soleada. Lo que pasó una vez se repite hasta el infinito. Desde el extremo de la calle, Margaret se acercaría, a él y al edificio del número 32, llevando de la mano a Peter, al crío, como decía ella.
Era verano en Berlín. Hasta bien entrada la noche, los tranvías pasaban trazando una ancha curva en el punto en que giran la Zionskirchstrasse y la Kastanienallee. Iban casi vacíos. Bosmans pensaba que bastaba con coger cualquiera de ellos, al azar, para encontrarse con Margaret. Le daría la impresión de que remontaba la corriente del tiempo. Todo era más sencillo de lo que había creído. En París, había intentado teclear LE COZ, y luego MARGARET LE COZ, pero no le salía nada. En su duermevela, le habían vuelto algunas frases a la memoria, como esas cuyos retazos nos persiguen las noches de fiebre: «¿Así que nació en Bretaña? —No, en Berlín». Asoció, al teclear, MARGARET LE COZ y BERLÍN. Una única respuesta en el centro de la pantalla: MARGARET LE COZ - Ladijnikov Buchladen. Dieffenbachstrasse, 16. 10405 Berlin. Telefon / Fax + 49. (0) 30.44.05.60.15. No pensaba telefonear. No pensaba tomar ninguno de esos tranvías vacíos que pasaban en la noche. Ni el metro. Iría a pie.
Salió a primera hora de la tarde del barrio de Prenzlauer Berg, con un plano de Berlín en el bolsillo. Había marcado el camino con bolígrafo rojo. A veces, se perdía. Al ir por la Prenzlauer Allee abajo, se dijo que podía tirar por una calle a la izquierda y que así acortaría camino. Fue a dar a un bosquecillo salpicado de tumbas. En el paseo central de aquel cementerio forestal, lo adelantó una joven en bicicleta con un niño en el portaequipajes. A lo largo de la Karl Marx Allee no se sentía realmente fuera de lugar, pese a aquella avenida demasiado ancha y aquellos edificios de hormigón, con pinta de cuarteles gigantescos. Pero una ciudad así a mi edad… Yo también intenté construir durante estas décadas avenidas en ángulo recto, fachadas bien rectilíneas, postes indicadores para ocultar el pantano y el desorden primigenios, los malos padres, los errores de juventud. Y, a pesar de todo, de vez en cuando caigo en un solar que me obliga a notar de pronto la ausencia de alguien, o ante una fila de edificios viejos cuyas fachadas llevan las heridas de la guerra como un remordimiento. No necesitaba ya consultar el plano. Caminaba recto, cruzaba el puente del ferrocarril, y luego otro, sobre el Spree. Y si aquello era un rodeo, daba lo mismo.
En las lindes del Górlitzer Park, unos jóvenes estaban sentados en las mesas de los cafés, en plena acera. Ahora, Margaret y yo debemos de ser los habitantes más viejos de esta ciudad. Cruzó el parque, que le pareció al principio un claro y, luego, un solar inacabable. Antaño había aquí una estación desde donde quizá salió Margaret en un tren nocturno. Pero ¿cómo lo sabía? Todo se le embarullaba en la cabeza. Iba ahora siguiendo el canal, bajo los árboles, y se preguntó si no estaba a orillas del Marne.
Había cruzado un puentecito. Tenía delante una glorieta en donde jugaban unos niños. Se sentó en una mesa de la terraza de una pizzería, desde donde veía el puente, los edificios y los árboles que bordeaban la otra orilla del canal. Había andado demasiado. Le dolían las piernas.
En la mesa contigua a la suya había un hombre de unos treinta años que acababa de cerrar un libro con el título en inglés. Bosmans le preguntó dónde estaba la Dieffenbachstrasse. Caía muy cerca, la primera a la izquierda.
—¿Conoce la librería Ladijnikov?
Se lo preguntó en inglés.
—Sí, mucho.
—¿La librería la lleva una mujer?
—Sí. Creo que es de procedencia francesa. Habla alemán con un leve acento francés. A menos que sea rusa…
—¿Es usted cliente suyo?
—Desde hace dos años. Se había quedado con la antigua librería rusa que estaba por Savigny Platz. Luego se vino aquí.
—¿Y por qué se llama Ladijnikov la librería?
—Sigue con el nombre de la antigua librería rusa, la de antes de la guerra.
Él era norteamericano, pero llevaba unos cuantos años viviendo en Berlín, no muy lejos de allí, por las inmediaciones de la Dieffenbachstrasse.
—Siempre tiene libros y documentos interesantes sobre Berlín.
—¿Qué edad tiene?
—La de usted.
Bosmans ya no se acordaba de qué edad tenía.
—¿Está casada?
—No, creo que vive sola.
Se levantó y le dio un apretón de manos a Bosmans.
—Si quiere, lo acompaño a la librería…
—Voy a tardar algo en ir. Me voy a quedar aquí un poco, al sol.
—Si necesita más informaciones…, yo estoy escribiendo un libro sobre Berlín… —Le alargó una tarjeta de visita—. Casi siempre ando por el barrio. Dele recuerdos de mi parte a la librera.
Bosmans lo siguió con la mirada. Desapareció al doblar la esquina de la Dieffenbachstrasse. En la tarjeta de visita ponía: Rod Miller.
Dentro de un rato, Bosmans entraría en la librería. No sabría muy bien cómo trabar conversación. A lo mejor ella no lo reconocía. O se había olvidado de él. En el fondo, sus caminos se habían cruzado durante un espacio de tiempo muy breve. Le diría:
—Recuerdos de parte de Rod Miller.
Iba por la Dieffenbachstrasse. Estaba cayendo un chaparrón, un chaparrón de verano cuya violencia iba menguando a medida que caminaba al amparo de los árboles. Durante mucho tiempo pensó que Margaret había muerto. Pero no hay razón para pensarlo, no, no hay razón. Incluso el año en que nacimos los dos, cuando esta ciudad, vista desde el cielo, no era ya sino un montón de escombros, entre las ruinas florecían las lilas al fondo de los jardines.
Estaba cansado porque había andado mucho. Pero notaba, por una vez, una sensación de serenidad, con la certidumbre de haber vuelto al lugar exacto de donde se había ido un día, al mismo lugar, a la misma hora y en la misma estación del año, como cuando dos agujas se unen en la esfera del reloj a mediodía. Flotaba en un semientumecimiento y dejaba que lo arrullasen los gritos de los niños de la glorieta y el murmullo de las conversaciones que lo rodeaban. Las siete. Rod Miller le había dicho que la librera tenía abierto hasta muy tarde.