III
Tampoco entraba en las competencias de Banville
Tampoco entraba en las competencias de Banville.
También él sale en esta historia, no muy distante de Izambard, pues sabido es que el adolescente le envió, por mediación del editor Lemerre, unos versos en los que había puesto el corazón entero, y los primeros, seguramente, que le pareció que se podían enseñar a un poeta de escuela. No le bastaban ya los éxitos del día del reparto de premios; ya habían cumplido éstos su misión; habían nutrido en aquel corazón de ira una ambición brutal al tiempo que nacía en ese mismo corazón el inconcreto talento, pose o denodado empeño, o revelación de los Cielos, o un poco de cada cual, al que se le daba por entonces el apelativo de el genio, ese atributo con visos de sobrenatural que nunca se plasma en una manifestación propiamente dicha, coronando la cabeza del hombre, ni en su cuerpo vivo y visible, y no es ni nimbo, ni vigor, ni belleza ni mocedad, y no obstante sí se manifiesta en resultados mínimos, y se evidencia en la perfección de breves fragmentos de lengua codificada y de longitud variable, en letras negras sobre fondo blanco. Sabido es que esos fragmentos suelen ser mínimos. Quienes los leemos no sabemos nunca si son perfectos o si durante la infancia nos soplaron al oído que eran perfectos, y también se lo soplamos luego al oído a los demás, y así hasta el infinito; y quien los escribe tampoco lo sabe, incluso lo sabe en menor grado, sólo lo sabe en el momento en que empareja las varillas, en el momento en que éstas, al encajar a la perfección igual que la espiga en la muesca, manifiestan una desabrida exultación, se cierran con un triunfante chasquido de mandíbulas, y se acabó. Y cada vez que se acaba, el poeta tiembla, a él están apresando las mandíbulas, la varilla lo ha dejado plantado y no sabe ya escribir, ni sabría aunque se hubiera pasado la vida, como el mariscal Hugo, alineando varillas, una debajo de otra, ni aunque fuese, lo mismo que lo era él, la mandíbula jubilosa del tiburón y el verso en persona. Así que tiembla como una rata, sentado ante su mesa; pero, cuando sale a la calle, pretende que los demás vean en torno a su cabeza algo así como un nimbo, y que se lo comenten: pues él no puede verlo personalmente. Y volviendo a la genialidad de Rimbaud, a esa concretísima ambición furibunda en un rincón perdido de las Ardenas, en lo hondo de un proyecto de hombre enfurruñado que era también y al tiempo amor puro -pues todo se mezcla y resulta bizantino y profuso como una teología antigua-, volviendo a esa genialidad, que del conflicto y el nudo bizantino es como si dijéramos emblema, no sabemos si la ambición es anterior a ella y la fomenta, o si a fuerza de denuedo la engendra, o si, antes bien, la genialidad, desplegando las alas por puro milagro, se percata a posteriori de la sombra que proyectan, de los hombres que acuden a ese espejismo y, a partir de ese momento, aquel que es juguete de ese atributo fantasmal y proyecta esa sombra se infatúa de ello, ansia acrecentarlo y se condena.
No, no sabemos si es algo puro o impuro. No sabemos si en el principio fue el Verbo o si fue el montón de libros atados con un lazo que, en una tarima, nos pone en las manos, cumpliendo menudos rituales, un subprefecto con uniforme de gala. Mas, ora nacido del Verbo, que desde siempre alienta donde le place y no tiene residencia, ni Charleville, ni Patmos, ni Guernesey, ora nacido muy localmente de los premios de excelencia que reciben los pertinentes aplausos en el salón de actos del colegio de segunda enseñanza de una sub-prefectura, en el mes de julio, con macetones de plantas y banderas, ahí está el genio, ya que dicha palabra forma parte de la lengua, ya que a ese abusivo lenguaje recurrimos; y es posible que sea algo inexistente, pero los poetas de entonces querían que los honrasen por ese algo inexistente: los de más edad querían que sin tregua los reafirmasen una y otra vez con sillones, con cúpulas académicas, con mucha gente descubriéndose en su presencia, y cuando, por desdicha, estaban en Guernesey y sin público, convocaban por la ruta de los aires a Shakespeare y a Mozart, a Virgilio, quienes paternalmente acudían cruzando el mar para reafirmarlos, junto con los aplausos de todas las menudas manos del mar, y los aplausos de las manazas del mar cuando éste estaba picado: y el Viejo, inclinado sobre su velador de espiritista, en su isla gris, asistía, luciendo el chaleco rojo, al estreno de Hernani, escuchaba erguido, a pie firme, la sala de Hernani. Y los jóvenes albergaban la esperanza de que los viejos, por cortesía y reciprocidad, quizá porque creían moderadamente en augurios mutuos, porque temían grandemente ciertos augurios pendientes entre hombres y dioses, tan temibles éstos como aquéllos, los jóvenes albergaban la esperanza de que los poetas titulares, es decir, aquellos cuyo nombre se codeó al menos una vez, en algún ámbito, con la palabra genio, que esos hombres, digo, les otorgasen un delgado rayito del nimbo invisible que tenían fama de llevar alrededor de la cabeza y se transmite como por esqueje, del más viejo al más joven, pero que el joven no puede nunca hurtarle del todo al viejo, ni aunque sea Rimbaud, ni aunque sea San Juan; tiene que ser don del viejo: y ese inmenso favor, Rimbaud se lo pidió a Banville.
Nadie menciona ya a Banville, como si él también se hubiera pasado la vida escardando cebollinos; y ni siquiera gozó de las ventajas conjugadas del misterio y el fracaso, de esa privación de existencia de la que goza la sombra de Izambard. Si nos fiamos de los fragmentos de las antologías (porque a nadie se le ocurre ya leer cosas de esas de cabo a rabo, más que, a lo mejor, a algún autodidacto entrado en años, un tal Léautaud, de Douai o de Confolens, que echa pestes contra los walkmans y las motos según sale de la biblioteca, o, poniéndonos en plan optimista, a alguna muchacha campesina muy joven que sube al desván en el mes de junio, cuando el colegio cierra y el corazón se abre de par en par a la infinita libertad de los amores sin objeto; y en el desván encuentra, entre los vestidos de su abuela, Las Cariátides de Théodore de Banville, un libro viejo de poemas que lee a solas bajo el tilo hasta que cae la tarde), si nos fiamos de esos fragmentos, siempre los mismos, que a la fuerza deben de ser los mejores, pero resultan tan pobres, Banville no fue un poeta del otro mundo, o al menos ahora no nos lo parece aunque en vida sí lo pareció: alguien anduvo poco atinado en esto, o Baudelaire o tú, o yo, o Sainte-Beuve, o Rimbaud, o la posteridad de Rimbaud, cualquiera sabe, los hombres de letras son tan fútiles. Así que no hemos leído sus versos, sino esas sempiternas chapuzas de las antologías, en los que salen unos Bacos que nuestras abuelas tomarían, en el recodo de un bosque, por uno de sus nietos muy ligeramente achispado, y esas doncellas atenienses con ojos de violeta, bonitas a su manera, tan enhiestas, pero tan escasas de nalgas bajo las túnicas. No hemos leído a Banville. Pero sabemos, porque hemos leído a otros autores, que también Banville fue pasmosamente precoz, recibió en la cuna los dones de los dientes largos y el amor puro, y las botas de siete leguas; vino desde Moulins, como desde Ajaccio, Bonaparte o desde Charleville, Rimbaud, con la rotunda voluntad de acabar con las antiguallas poéticas y dejó sueltas orgullosamente por París aquellas Cariátides y nadie, al decir de Baudelaire, conseguía hacerse a la idea de que las había escrito un jovenzuelo de dieciocho años. Sí, sabemos que Baudelaire sintió gran aprecio por él y fue amigo suyo; que, igual que hacía con Chateaubriand y Flaubert, lo tenía colocado aparte, en un nivel superior, apartado del populacho moderno, como solía decir, lo que puede equivaler a unas cartas de hidalguía, a menos que fuera cortesía de augur: sabemos que Banville se acostó de forma duradera con la oronda Marie Daubrun, a la que tanto deseaba Baudelaire; que por tal asunto riñeron y que, mucho más adelante, Banville, magnánimo y hombre de bien, envió al ministro una petición para que concediera una pensión a la mísera ruina en que se había convertido Baudelaire, para que una mano casi amiga le adecentase y cepillase la ropa y le metiese en su boca de lelo su comida de viejo, para que si por ventura veía éste unas faldas, pudiera salmodiar su me cago en diela sin preocupación por el mañana. Y eso vale unas cartas de hidalguía. Sabemos también, merced a la venenosa lengua de Gide, que tan melosas eran las críticas de Banville que leerlas era como estar comiendo confitura; y, merced al doctor Mondor, sabemos que tenía en gran estima y resucitaba los estilos menores y marchitos por falta de uso, rondel, rondel doble, endecha, balada con estribillo, villancico, cántico real; sabemos por Mallarmé que no era alguien, sino el mismísimo sonido de la lira; y que a ese alguien, que a la postre no era nadie, le gustaba, como buen burgués y buen poeta, pasear por los jardines del Luxemburgo caros al transeúnte y, desde ese lugar, debía de mirar de reojo la cúpula del Panteón, muy próxima, no sabiendo si pensar o si dejar de pensar que había juntado ya suficientes parejas de varillas para que, a cambio, un buen día lo tendieran bajo esa cúpula, a la sombra de esa bóveda que es para los muertos de enjundia lo mismo que para los transeúntes las frondas de junio; y desde luego que también se debió a lo ya dicho, a esa ambición en fin de cuentas modesta, que no consiguiera ser Rimbaud; mas no sólo a eso. También sabemos cómo era su voz merced a Antonin Proust, que la escuchó en los tiempos en que se esponjaba al sol: era musical, cantarina, un poco aflautada, como de flauta tenor, semejante a la de Mallarmé; gustaba Banville de decir con aquella voz atenorada: Soy poeta lírico y vivo de mi estado, y resulta fácil imaginar la unión de todo ello: la voz flautera, la aseveración melosa, entre chocha e ingenua, encubriendo cierta dosis de frustración feroz, el deambular luisfilipesco por el Luxemburgo con los ojos yéndosele hacia la cúpula: Banville es un compendio, todos nos hemos topado con él mil veces. Sabemos finalmente por Verlaine, información muy valiosa, que se parecía pasmosamente al Gilíes de Watteau, tanto como para confundirlos si por ventura el Gilíes anduviera suelto por París; y que, en consecuencia, se parecía a Charles Carreau, párroco de Nogent-sur-Marne y modelo de Watteau, aunque nadie corriese ya el riesgo de confundirlos, pues a partir de 1721 el modelo no volvió a pisar el Luxemburgo, ni ningún otro lugar, dicho sea de paso, por hallarse en la margosa tierra de la Marne. Banville tenía la misma nariz acatarrada del Gilíes y su estupor de niño a punto de echarse a llorar, y quizá su alma viejísima; y las sales de plata, reproducidas con gran docilidad, como suelen reproducirse foto tras foto, impecablemente semejantes a sí mismas, al modo de las amebas, reproducidas, para ser exactos y en lo que a mí se refiere, en la página treinta y nueve de la iconografía rimbaudiana que tengo abierta ante mí, las sales de plata coinciden por completo con Verlaine en ese aspecto.
El Gilles de Watteau escribía trivialidades neoclásicas; eso es, al menos, lo que se dice hoy en día. Pero si en aquellos años hubieras sido poeta, un poeta joven, no del todo igual a Rimbaud, claro, pero casi, cansado también de las antiguallas poéticas, habrías doblado con el corazón palpitante la esquina del bulevar de Saint-Germain y entrado en la calle de Buci en la que vivía Banville, llevando en el bolsillo esa carta de aliento recibida en Douai o en Confolens, melosa como la confitura. Te habrías fijado en que te temblaba la mano al abrir la entrada al portal del número 10 de la calle de Buci; y, en el patio interior, sombrío, fresco y hondo, colmado de los ruidos de la calle, aunque estuviesen lejanos como fantasmas, te habrías quedado mucho rato, titubeante. Titubeas: alzas la vista para mirar las ventanas mudas de un gran poeta, y, más arriba de las ventanas, el mes de junio: porque junio son las cuatro patas de ese trono azul hincadas en los tejados. Y te agobia, junto con el mes de junio, la evidencia de que la pazguata candidez poética se te ha sentado encima y bajo su peso te asfixia: pues está claro que, en comparación con el mes de junio, tus obritas sobre junio son lastimosas; y sin ir tan lejos, sin ir en pos de junio que está muy alto y es rebelde como el Sentido, en comparación con la propia lengua, con el modesto código chapucero, el flujo escuálido pero inagotable donde se elabora el sentido, ni tan siquiera el sentido, juego del sentido, lo que tiene visos de sentido, también en comparación con eso tus poemas no pueden aspirar ni con mucho a que se los tenga en cuenta; y se hallan muy alejados de la verdad tus versos, impotentes para expresar mediante una plegaria ideal y sin impurezas quién eres y ese doloroso vacío que llevas dentro. En lengua de junio. No, nada hay triunfalmente desmesurado en el poema, ni junio, ni la lengua, ni tú. Y entonces sales huyendo, ya has llegado a la estación de Austerlitz, qué hermosos son los trenes en el atardecer cuando ya se ha librado uno de la carga de tener que dar cuenta de esa hermosura.
Pero también es posible que no salgas huyendo de ese patio; allá arriba, un gorrión cruza junio; susurras para tu capote uno de esos versos que son, a lo que dicen, perfectos porque levantan acta de la imposibilidad de dar constancia, a un tiempo, del mes de junio, de un desamparo personal y de la lengua en su totalidad, pero que se afincan en esa imposibilidad y en ella se yerguen, y tocan la trompeta; Baudelaire puro; y esto o lo de más allá, el gorrión o Baudelaire, te soplan al oído que la impostura, la pazguata candidez poética, es también una forma de coraje. Te concedes el perdón. Y se lo concedes también a Banville, que sólo es un hombre, por haber optado definitivamente, a falta de mes de junio, por la lengua, por haberse enterrado en ella y haberse convertido, en su seno, en el mismísimo sonido de la lira, es decir, en nadie. Las liras no asustan, sólo asustan los hombres: subes por la escalera con todo el vigor de tus piernas jóvenes y llamas a la puerta de Théodore de Banville.
Y ahora está claro que podría yo veros a los dos a ambos lados del gran ramo, peonías u hortensias, que hay encima del escritorio del poeta: al pierrot enharinado que es, además, el sonido inefable, y a ti. Por descontado que no dirás que vienes a buscar ese esquejillo que pasa del más viejo al más joven, el esquejillo de la genialidad, es decir, autorización para comer en el pesebre poético o escupir dentro, carta blanca para las cúpulas, Guernesey o Harar, según se prefiera; y tampoco él dirá que se dispone a entregártelo; pues son cosas que se llevan a cabo sin mencionarlas, hablando de otros temas. De tales temas habláis los dos, os oigo; y la voz atenorada de Banville se atenora más y más mientras enaltece la forma, la verdad, que reside en la sintaxis más que en nuestras intenciones, en la rima más que en nuestros corazones, las mil necedades del hedonismo de la letra, la pose «Siglo de las Luces», la pose de la mente y el ingenio; y a ti, medio oculto tras el enorme ramo de peonías, también puedo verte, tan encarnado como las flores y apretando los dientes, guardándote y rumiando la fábula del Sentido, de la salvación mediante la lengua, de Dios que en ella quiere aparecerse y no lo consigue por culpa de Banville y sus semejantes, las mil necedades del idealismo de la letra, la pose «chaleco rojo», la pose del corazón; o, al contrario, para agradar a Banville, para coincidir por completo con lo que él espera de tus dieciocho años, te subes a la parra y se lo sueltas todo de un tirón, alardeando de la pose del corazón; y esa insolencia tuya es tan juvenil que notas cómo, al empuje de unas alas nacientes, te cruje en los hombros el atuendo de Confolens; y Banville, magnánimo, hace como que ve esas alas. Sonríe. Te dice que le recuerdas a Boyer o a Baudelaire cuando tenían veinte años; y, en oyendo palabras tales, sabes ya que, sin que se note, por encima del ramo de peonías acaba de tenderte el esqueje, y sin levantarte siquiera lo has cogido y te lo has guardado en el bolsillo.
Qué sosiego se apodera de ti entonces, qué fuerza, qué suntuoso porvenir: pero ello se debe a que no eres Arthur Rimbaud.