20. LOS REGRESOS
La tarde del domingo 19 de abril volví por primera vez a mi casa. Era una simple visita. No me apetecía lo más mínimo. Me daba miedo y tuve que prepararme.
Al amanecer di mi habitual paseo de más o menos una hora por los Inválidos, es decir, la vuelta entera bordeando los fosos. Me gustaban mucho aquellos fosos, con sus cañones apagados: nos separaban —a nosotros los pacientes ingresados— del mundo exterior, que entraba sobre todo de 10 a 18 en forma de turistas. Esos de enfrente eran personajes atorados, mal vestidos, ruidosos y sin ningún misterio, personajes que iban más o menos deprisa del punto A al punto B. Se les había fijado un itinerario que llevaba directo a la tumba de Napoleón y el viento no tardaba en dispersarlos, pero su presencia no era del todo inútil: nos confundía con el mundo que habíamos dejado atrás. Me gustaba acercarme a su cafetería para verlos beber, comer, oír hablar en todos los idiomas, sobre todo en los que no comprendía. La vida normal se metía en el castillo y en nuestros laberintos particulares. Así sentíamos el espíritu de los tiempos bajo una forma que teníamos poco menos que rotundamente prohibida: las vacaciones, la frivolidad, el movimiento sin dolor. Los pacientes no son muy dados a la ligereza; los visitantes de los Inválidos nos traían un poco.
En aquellos edificios antiguos y hermosos, los pacientes eran figuras casi inmóviles. Flotaban dentro del cuadro, solitarios o en grupos reducidos. Formaban parte del mobiliario y del jardín. Algunos se instalaban siempre en el mismo lugar, en el parquecito que había delante del hospital, que, con su fuente, recordaba a un jardín italiano. Un joven arquitecto que había sufrido un accidente cerebrovascular un año y medio antes tomaba el sol a la izquierda de la puerta de acceso, en su silla de ruedas, al lado de un banco. Leía mucho, sonreía a menudo y hablaba poco. Cuando lo conocí, estaba leyendo una novela de Le Clézio. Tenía la piel muy grasa y ligeramente enrojecida. Su mujer lo había abandonado. Poco a poco sus amigos habían dejado de ir a verlo. En breve iba a instalarse en un piso adaptado. No se regodeaba en ninguna de sus penas. Barría la evidencia de la soledad y de las incertidumbres de la vida con una cálida sonrisa.
A unos metros, siempre en el mismo banco, un harki, un argelino cojo que había servido antiguamente en el ejército francés, se instalaba a la sombra de los árboles. Vivía en una residencia en Normandía y venía regularmente a que le hicieran las curas. Llevaba casi siempre el mismo traje gastado, con el pantalón manchado y un chaleco de punto a la antigua. Una mueca indicaba que sentía dolor al caminar. La herida en la cadera se remontaba a los tiempos de la Guerra de Argelia. Una vez sentado, iba dibujando poco a poco con el bastón en la tierra motivos geométricos cuyo sentido nunca entendí. Tampoco me atreví a preguntar. También él era hombre de pocas palabras. Tenía un francés macarrónico. Su cortesía le permitía guardar las distancias. Como el arquitecto, estaba solo. De vez en cuando otro argelino se acercaba a su banco con su silla de ruedas. Se ponían a hablar en árabe, cada vez más deprisa, cada vez más alto, gesticulando mucho, la escena era recurrente y nunca supe si discutían o no; al cabo de un rato, el de la silla de ruedas se alejaba y seguía hablando alto, cada vez más, como hacen a veces dos campesinos viejos cuando se hablan a lo lejos, como si las palabras estuvieran retenidas por gomas y bastara con tirar de ellas para que sonaran estridentes. Cuando este había desaparecido, el harki cogía de nuevo el bastón y retomaba sus dibujos. Llegado el momento de marcharse, lo borraba todo.
En un banco cerca de la fuente, un chico de unos veinte años y ojos verdes fumaba al sol. Tenía los rasgos finos y nerviosos, un cuerpo largo y musculado y le faltaba una pierna. Una noche, en la periferia norte de París, después de haberse tomado no sé qué sustancia, se había peleado con un amigo y, para provocar o por pena, se había metido en una vía por la que se acercaba un tren. Se había apartado demasiado tarde. Yo había visto en Colombia a niños jugando a ese mismo juego con trenes mineros. El último en apartarse ganaba. Entre los vencedores había no pocos mutilados. El chico de ojos verdes despedía una rabia intensa y silenciosa, amenazante, como un perfume o una columna de humo. Se la quitaba de encima en el gimnasio levantando pesas al ritmo de sus gritos. Estas eran las tres figuras principales del jardín italiano.
Pasé al gran patio, completamente desierto a esas horas. Por el camino me encontré y saludé al director de los Inválidos. Pronto iba a dejar la institución y paseaba pensativo a sus dos perros. Uno de ellos murió durante mi estancia. Ya en la entrada del gran patio, subí la escalinata de escalones anchos y bajos, una maravilla de la arquitectura que daba la impresión de que uno se movía sin esfuerzo. Llevaban a la galería superior, en las que estaban las celdas cerradas de los antiguos soldados heridos, los de las guerras de Luis XIV y de Napoleón. Algo más lejos, colgadas en las paredes, había varias armas arrojadizas. En los pilares de los arcos había expuestas fotografías en blanco y negro de diferentes guerras francesas. Como todas las mañanas, me detuve delante de una que me fascinaba: un soldado de la Primera Guerra Mundial, derrengado, en un camino en mitad de un paisaje devastado. No se sabía si era negro o blanco, si era un hombre o una mujer. Por encima de un cuerpo de muñeco solo se veían unos ojos infinitamente blancos, las pupilas clavadas en lo más hondo del cansancio y del terror. Veía más allá de aquel que lo miraba y lo fotografiaba. Era un fantasma.
Al fondo de la galería estaba el gran salón. Allí se celebraban a veces por la noche conciertos, conferencias, cócteles o cenas de empresa, cuando no se organizaban debajo de una gran carpa que se montaba delante de la tumba. En esos casos, en los accesos al patio y a la escalinata había unas azafatas delgadas y rubias con zapatos de tacón que cogían frío mientras sonreían al vacío en medio de las implacables corrientes de aire y pedían las invitaciones a la gente. A mí me gustaba asomarme por el placer de enseñar mi cara y sembrar el desconcierto. Una noche se me acercó un vigilante de la empresa que había alquilado el lugar para un «acto privado». «Soy paciente», le dije. Puso cara de circunstancias, no sabía muy bien qué hacer. Iban desfilando trajes y abrigos de piel tirando a vulgares. Estaba bien recordar a aquellas aves suntuosas que allí también había albatros.
Hice mis flexiones y mis estiramientos delante del gran salón, enfrente del pedestal de la estatua de Napoleón, que habían retirado para restaurarla; luego bajé por las escaleras y me fui a las zonas de césped de los conejos. Bordeé los grandes fosos y caminé por los viejos bancos de piedra para ejercitar mi pierna sin peroné. Hacía siempre el mismo recorrido: solo lo modifiqué un poco para acompañar a un paciente del que hablaré luego, el disciplinado señor Laredo. Aquella mañana había un conejo muerto cerca de la gran entrada. Se lo indiqué a los guardas. Al día siguiente el animal seguía allí. No se lo volví a decir. Entré en el patio en el que estaba el gran cañón cubierto de inscripciones turcas y, después de mirar por última vez el puente de Alejandro III y el tejado del Grand Palais, crucé el patio por en medio y me dirigí al hospital y a mi habitación pasando por delante del carro de las enfermeras. Era la hora del desayuno.
Luego fui a hacer bicicleta y un poco de cinta al gimnasio, que las fisios de guardia me dejaban utilizar todos los fines de semana por la mañana. Nunca había nadie. Era un momento de enorme relajación. El esfuerzo alimentaba la soledad. Me habían explicado cómo poner el equipo de música del gimnasio. Puse música cubana a todo trapo. Llegó la mujer de la limpieza africana, que olía bien y se reía fuerte. Mientras yo pedaleaba, ella pasaba la escoba cantando. Antes de marcharse me dio un abrazo y me dijo: «¡Hasta mañana!». Su perfume se quedó un buen rato en el aire después de que se fuera, después del silencio que siguió al final del disco. Eran Los Zafiros, esos formidables imitadores de The Platters, un cuarteto a capela que había arrasado en la isla en los años sesenta. Habían tenido vidas trágicas y bañadas en alcohol. De vuelta en la habitación, me duché, me afeité y me unté con crema protectora. Tenía que ir con cuidado con los apósitos y las heridas, y tardé media hora. Ya volvía a cepillarme los dientes.
Estaba charlando en mi habitación con Simon, que ocupaba otra a diez metros, la misma en la que había estado ingresado el presidente argelino Bouteflika, cuando llegó mi hermano. Recuerdo que estábamos escuchando un disco de Dave Brubeck, pero no de qué hablábamos. De Charlie, probablemente, porque por entonces había muchas tensiones, y los artículos que un poco en todas partes se consagraban a la inevitable crisis que atravesaba aquel pequeño periódico convertido en símbolo no contribuían precisamente a mejorar la situación: aunque creyeran comprenderlo —nadie se cree más listo que un periodista, sé de lo que hablo—, los autores de aquellos artículos no tenían ni la más remota idea de dónde salíamos. Cuando un hombre o un colectivo entra en el campo de reflexión de los intelectuales o de los fabricantes de información, despierta una bestia y tiene que contar con que los más impacientes y los más mediocres se afilarán los colmillos a su costa. Lo hacen con sus teorías, con su orgullo, con su supuesto sentido de la función que ocupan, con sus prejuicios. Charlie había entrado en un ambiente en el que había demasiada gente dispuesta a no perdonarle nada.
Subí al coche de mi hermano. Los policías de paisano nos seguían en el suyo. Como de costumbre, tomaban el relevo de aquellos otros uniformados que se pasaban día y noche delante de mi habitación y me acompañaban por los Inválidos. Tuve la impresión de que la ciudad estaba casi desierta. Al entrar en mi calle noté que el corazón me latía un poco más fuerte. Tenía ganas de huir, ya no estaba en mi casa, pero tenía que echarle valor. Por primera vez retomaba el contacto con el núcleo geográfico de mi vida pasada. La primera persona que me vio fue Lourdes, la prostituta vasca que hacía la calle a unos pocos metros de mi casa. Me dio un abrazo, me dijo que tenía noticias por mi familia y me habló de la elegancia de mi padre. Tenía razón, mi padre siempre iba elegante, con su barba blanca de hidalgo impecablemente recortada. Podría estar en el Prado, ¿no es verdad, Lourdes? Hablamos en español, como siempre; y, como siempre, ella se reía con voz atronadora. Su presencia supuso un alivio.
Tenía las llaves en casa de mis padres. Cogí una copia en casa de los vecinos, unos amigos mauricianos a los que conocía desde hacía más de veinte años y tenían desde hacía tiempo un juego: me vigilaban el piso y me guardaban el correo cuando yo no estaba. Seguían haciéndolo desde el atentado. Les habíamos avisado de que iba a pasar, pero la emoción pudo más que la falta de sorpresa. Charlamos un rato y me entregaron un montón de correo. Otro vecino con el que me crucé en las escaleras me dio un abrazo. Tenía los ojos rojos. Yo estaba tranquilo, era dueño de una sensibilidad casi fría. En adelante debía acostumbrarme a recibir estas muestras de afecto, a aceptarlas. La película hospitalaria de urgencia, en la que todo es acción, tocaba a su fin.
Las manifestaciones de sorpresa o de emoción podían parecer a veces fuera de lugar y, por lo tanto, resultar divertidas. La víspera había ido a cenar por primera vez a casa de Juan. Les dije a los policías que quería pasar por una tienda de vinos que había cerca de su casa y a la que iba a menudo. El dueño me miró al principio la parte baja de la cara, con el semblante curioso pero apagado, luego subió los ojos y nuestras miradas se cruzaron: fue entonces cuando me reconoció. Me dijo: «¿Qué le ha pasado?». Se lo expliqué brevemente. Casi se disculpó por no saber que había sido víctima del atentado, y me contó que conocía muy bien a una de las víctimas, Elsa. «Llega justo a tiempo», añadió: dejaba la tienda al día siguiente para probar suerte en el mundo de la importación-exportación con África, en algo en absoluto relacionado con el vino. Y, por primera vez, me hizo un descuento en la última botella que le compré. «Usted y yo», le dije, «empezamos los dos una nueva vida».
En casa de Juan había unos amigos suyos a los que conocía pero a los que no había visto desde hacía cinco o seis meses. Tuve la impresión de que habían pasado treinta años. Había franceses, italianos y españoles. Sus miradas eran de ternura, o alegres, o preocupadas, o de pánico. Tenía la sensación de moverme por una caja de cristal, como la bailarina de Degas. Con todo, estaba feliz de estar allí y por primera vez bebí champán. Giusi, una amiga de Bolonia que para Juan y para mí era una especie de hermana elegante y deprimida, no me soltó el brazo durante buena parte de la velada mientras iba murmurando: «Todo saldrá bien, Philippe, dai, dai, dai…». Tenía un no sé qué felino, pero sin las zarpas. Sus palabras me masajeaban tanto como sus manos, que me recordaron en ese momento las de la Castafiore. Hubiera querido darle leche, un beso o una sonrisa, pero no podía dar besos ni sonreír, y ella prefería además el vino.
Once días antes, ella y Juan habían venido a verme por última vez, por la tarde, a la Salpêtrière. Yo justo volvía a ingerir líquido. Juan, que es un cocinero sin igual, me había traído otra vez gazpacho casero. Me lo tomé con dificultades en presencia de ambos, ellos sentados delante de la mesa con ruedas, yo detrás, en un silencio absoluto. Había anochecido. No habían bajado las persianas. Era el gazpacho de la melancolía. Los gestos lentos de la cuchara sopera en el bol y de la servilleta en el mentón habían creado el vacío en la habitación y en nosotros, un vacío de tristeza contra el que no podían luchar ni el olor del tomate ni el del pepino. El viejo trío se había reconstruido en una densidad extrema, en lo más hondo del bol. Giusi y Juan comían con los ojos lo mismo que yo, sus bocas perdían con la mía. Luego pusimos un disco de Bill Evans. Sobraban las palabras. Me pasé toda la noche haciendo pis.
Los dos policías, un hombre y una mujer, no entraron en el piso. La joven policía llevaba tatuajes, un pendiente, el pelo corto y tenía los ojos claros y una mirada vehemente. Delgada, resuelta y de una belleza andrógina, daba la impresión de ser un cuchillo en manos de una amazona. Con ella me sentía a salvo, como reanimado. El hombre, esbelto y musculado, tenía un ligero aire a Jack Palance, pero como si el verdadero Palance hubiera sido la caricatura del que me protegía, puesto que, a diferencia del actor, él era guapo. Era de Burdeos.
Entré yo primero. Lo primero que me sorprendió fue el olor, ese olor a cerrado y a moho, a libros y a la moqueta antigua de la que he hablado en el segundo capítulo, ese olor que me notificaba: aquel que fuiste invita a ese en quien te has convertido, pero la visita tendrá lugar sin la presencia del primero; eres, en el piso, testigo de tu vida pasada. Lo segundo fue la gran alfombra iraquí, más raída de lo que pensaba. Me dije que había llegado la hora de tirarla. Lo tercero fue el montón de periódicos junto a la ventana. Me acerqué: encima de todo estaba el número de Libération del 6 de enero. Nada se había movido desde la mañana del 7. Se me aceleró la respiración. Toqueteaba los libros y los objetos con un nerviosismo mecánico. Después de haber dado una vuelta por el piso a la búsqueda de indicios de mi propia presencia sin haber encontrado nada, pasé el aspirador. Las hormigas me habían invadido la mandíbula. Los libros se apilaban por todas partes de cualquier manera. Entendí el pavor de mis padres cuando estuvieron en enero y ordené algunos al azar. Opusieron resistencia. Les molestaba. Al acercarme al montón de periódicos noté que si en breve regresaba a vivir allí, sería por poco tiempo, porque lo primero que haría sería tirarme por la ventana. Una hora más tarde nos fuimos. Les devolví las llaves a los vecinos y me llevé un libro de poesía española: los poemas de Luis de Góngora.
El calor se instaló varios meses. Como las habitaciones de los Inválidos estaban bajo el tejado y no tenían climatización, no tardó en hacerse insoportable. Durante el día clavaba con unas chinchetas una tela de dos capas delante de mi ventana de crucero. Los policías sudaban la gota gorda en el pasillo. En mayo nos repartieron ventiladores. Algunos pacientes no soportaban el ruido. En las peores horas, si no estaba en el gimnasio o tenía visita médica, bajaba a leer o a echar una cabezadita en las plantas subterráneas. Solo teníamos acceso al primer nivel. Allí estábamos a dieciocho grados. Hombres y mujeres en silla de ruedas, cojos de toda clase y condición y varios viejos iban y venían en silencio bajo las bóvedas antiguas, en ocasiones ayudados o empujados por enfermeras o auxiliares. Prácticamente todo el mundo estaba callado. Las lámparas colgaban bajas. Era como la sala de guardia de un castillo medieval y como un viejo salón proustiano hacia el final, en El tiempo recobrado, y de hecho fue allí donde releí en parte el último tomo de En busca del tiempo perdido; pero no solo el tiempo había metamorfoseado los rostros y los cuerpos: eran los crímenes, los accidentes, las enfermedades. En aquellos inmensos pasillos de piedra había unas pequeñas hileras de asientos, menos distantes de los que han colocado en los andenes del metro para impedir que se tumben los sin techo. Cuando estaba cansado —del calor y de la mandíbula y de todo—, me tendía encima y, pese a lo incómodos que eran, me quedaba dormido unos minutos y soñaba. Allí no llegaban ni los asesinos ni el calor del exterior. Allí pasado y presente no se diferenciaban. Era el tiempo confundido.
Entre semana los horarios eran apretados. A las nueve tenía una primera sesión de rehabilitación en el llamado gimnasio de los fisios. Sobre las once me iba al segundo gimnasio, situado al otro lado de la tumba de Napoleón. Cuando hacía demasiado calor o llovía, iba por los subterráneos. Sybille, una joven resuelta con águilas tatuadas en los brazos, era mi entrenadora. No tardó en decirme con tono marcial y campechano: «Las has pasado canutas, pero convertiré tu cuerpo en el de un guerrero. Cuando haya terminado contigo, nadie podrá contra ti, solo yo». Exigía mucho, daba más y conseguía que me riera de mis lamentos. Era una aleación nerviosa de firmeza por fuera y ternura por dentro. Si le decía que ya tenía bastante, en su rostro aparecían una mueca y un destello de ironía: «Quieres darme pena, ¿no? Pues te has equivocado de lugar». Y el ejercicio continuaba. Pedaleaba y desarrollaba los músculos bajo su atenta vigilancia, entre un resistente alto y centenario, y una de las víctimas de Mohammed Merah. Eran los momentos en que, como mi cuerpo se ejercitaba al máximo, la mandíbula no se hacía notar.
Volvía rápido a ducharme y a comer; luego, a partir de junio, me iba a la consulta de Denise, mi fisioterapeuta especializada, a que me infligiera una hora y media de tortura eficaz. Regresaba sobre las 14.30, descansaba media hora y me dirigía al taller de ergoterapia, en el que poco a poco recuperaba la movilidad de la mano derecha, antes de terminar en el primer gimnasio para una segunda sesión de fisio. A eso cabía añadir dos sesiones semanales, una con la psicóloga y otra con la especialista en psicomotricidad. Eran fundamentales, pues era allí donde tuvieron lugar varias veces lo que la psicología llama mis «derrumbes»; y gracias a la psicóloga de los Inválidos me quedé mucho más tiempo de lo que el doctor S y Chloé habrían podido imaginar.
Este programa no cambió mucho durante cinco meses, cinco días a la semana. Entre horas aprovechaba para leer y escribir mis artículos para Libération y Charlie. A fin de cuentas, formaban parte de la terapia. Los amigos pasaban a verme tarde, sobre las siete o las ocho, cuando yo ya había cenado. Bebíamos y nos íbamos luego a conversar al salón de la residencia, debajo de la tumba de Napoleón. Había poca gente. A veces cuatro pacientes —siempre los mismos— jugaban una partida de cartas: dos completamente tumbados boca abajo en unas camillas por culpa de unas escaras, uno en silla de ruedas y otro con una pierna artificial. Un día, este último me pidió que lo grabara mientras caminaba entre los árboles y los arriates de flores para mandarle el vídeo a su familia, que vivía en Argelia. Hicimos varias tomas. Tenía que salir bien, tenía que aparecer moviéndose de todos los modos posibles con su pierna en un entorno bonito. Es la única vez en mi vida en la que me he sentido director. Varios amigos que no se conocían entre sí llegaban en orden disperso, asistían a estas escenas, hablaban del mundo exterior y se marchaban juntos. Varias de mis vidas se mezclaban en el patio de la residencia. Cuando se iban me sentía agotado. Manopla de ducha, vaselina, cepillo de dientes, visita de la enfermera de la noche, analgésico, somnífero, baba empapando la almohada, desvelos, pesadillas y vista de la cúpula iluminada.
El gimnasio de los fisios era como un abrevadero para los animales en África: un lugar de encuentro de todos los pacientes. María, una joven boliviana invidente, había sido la primera, en marzo, en hacer que se moviera el periscopio que me servía de cuello. Como iba a reunirse con su marido en Australia, cogió su relevo Pawel, un joven polaco con la cabeza rapada que había pasado un tiempo en un monasterio budista. Cuando lo conocí, estaba leyendo una novela de Albert Camus para perfeccionar un francés que ya hablaba con soltura. Los fisios de los Inválidos eran extraordinarios, atentos y corteses, y Pawel no era ninguna excepción. Fue allí, escuchando la selección ecléctica de la emisora FIP o música cubana, donde el señor Tarbes ahuyentó o durmió a Philippe Lançon. El señor Tarbes era el hombre cuyas cicatrices se cerraban. Todas las semanas le cedía momentáneamente el lugar a Philippe Lançon, que volvía en ambulancia a la Salpêtrière para que le comprobaran el estado de la boca y las heridas; pero Philippe Lançon tenía prisa por volver a los Inválidos, aquella maravillosa cámara estanca, para convertirse de nuevo en el señor Tarbes, el amigo de las estatuas.
Los pacientes que había en el gimnasio, cada uno con su fisio, eran de lo más variopinto. Las heridas de unos quedaban relativizadas por las enfermedades de los otros: era raro oír una protesta. Por un motivo u otro, todos habíamos embarrancado en aquel mundo aparte y vivíamos en él una vida paralela y secreta, suspendida como un coche en el taller de reparación.
Había militares heridos en combate, deportistas lesionados durante un entrenamiento. Había un viejo resistente que sobrevivía sesenta años, en silencio, a su hijo muerto en la Resistencia. Había un director de empresa sarcástico que había sufrido un accidente cerebrovascular y cuyas ocurrencias nos arrancaban una risa a todos los presentes. Había un antiguo ministro muy conocido en la misma situación, que hacía girar los ojos, furiosos y desesperados, en su silla de ruedas. Le había dedicado un perfil en una de nuestras vidas anteriores y no me reconoció. Había un jovencito muy elegante y distinguido con un corte de pelo impecable, de estilo militar, que se recuperaba de una lesión en el ligamento cruzado. Se la había hecho jugando a fútbol. Jamás hacía muecas de esfuerzo o dolor. Unos meses más tarde lo vimos volver por culpa de la misma lesión, pero no era él, sino su hermano gemelo, al que le había pasado exactamente lo mismo y tomaba en cierto modo el relevo. Tampoco él dejaba traslucir nada, salvo esa distinción muda y su buena educación. Había un discapacitado al que la diabetes iba consumiendo poco a poco, como la lepra. Había perdido una pierna y empezaba a perder el pie de la otra. Estaba sometido a un régimen draconiano, pero se venía abajo con frecuencia y se zampaba uno o dos paquetes enteros de galletas. «Sé que no debería», me dijo un día, «pero no tengo ningún sentido del deber, ni siquiera aquí». Su pasión era el rock y se las arreglaba para asistir a todos los conciertos posibles. Había un boxeador negro, Louis, que había recibido un balazo en la espalda en mitad de la calle, durante un ajuste de cuentas, mientras trataba de proteger a un amigo. Estaba casi siempre de un humor jovial, en su silla de ruedas, y ahora enseña boxeo, sentado, en un gimnasio de la periferia. Había un viejo coronel calvo que circulaba por los pasillos, el mentón bien alto, los ojos medio cerrados, sin responder casi nunca a quienes le hablaban; pero cuando veía a una mujer que le gustaba, se acercaba a ella como si no la hubiera visto, se ponía de pronto a dar vueltas en la silla, se plantaba delante y le recitaba un poema clásico. Se sabía decenas, tenía la habitación llena de antologías y la memoria intacta. Fue de esta guisa como un día, en el salón, se plantó delante de Gabriela, que había venido a verme en mayo, y le recitó entero «La Belleza» de Baudelaire sin dignarse mirarme una sola vez, a mí, que me lo cruzaba sin embargo a diario. Había aquel joven militar guadalupeño que había sido herido por Mohammed Merah. Tetrapléjico y a menudo deprimido, justo acababa de salir de su habitación cuando llegué a los Inválidos. Yo pedaleaba a unos metros de él. Había un veterano de la Guerra de Argelia de hermoso cabello plateado y ojos grises, siempre risueño, al que habían herido en la pierna. Se había recuperado bastante rápido. Cincuenta años más tarde, la herida se le había despertado como un recuerdo, nadie sabía muy bien por qué, tal vez por efecto de un virus latente. Se le había declarado una gangrena y la pérdida de la pierna le había refrescado la memoria para siempre. Y estaban Simon y Fabrice, y había también otros veinte, y estaban por último el disciplinado señor Laredo y aquella chica a la que enseguida bauticé como la pequeña Ofelia.
El disciplinado señor Laredo era un gendarme de estatura media, pelo corto y cano y cejas negras, robusto, atlético, cortés, de una fragilidad a prueba de bombas y que iba completamente vestido de negro, pantalón corto, camiseta y zapatillas de deporte. Lo habían mandado con un compañero de misión a Erbil, en Kurdistán. La noche de su llegada, cuando su compañero había salido, empezó a flotar en su pequeño apartamento. Vio moverse las paredes, alejarse el sofá, pero ese terremoto venía de dentro. Se desplomó y, notando que perdía la conciencia, hizo acopio de fuerzas para reptar hasta el teléfono, desde donde pudo llamar y murmurar cuatro sílabas que lo salvaron, aunque ya apenas podía hablar y el espacio se había cerrado sobre él. Era un derrame cerebral. Lo repatriaron de urgencia y a finales de mayo ingresó allí, en los Inválidos, con su energía muda y sus problemas de elocución. Dormía poco. Por la mañana se levantaba a las seis y salía a recorrer a pie, a la carrera, veinte veces la vuelta completa a los Inválidos. Cuando yo salía a caminar a eso de las 7.15, veía pasar su figura negra por el gris del amanecer; en alguna ocasión me sumé a él. Su itinerario era aún más maníaco que el mío. Se subía a los muros bajos que bordeaban los fosos para no perderse un solo metro de perímetro. Medía con precisión las vueltas mientras me hablaba de su misión, de su mujer, a la que llamaba «la señora», y de su hijo, al que se refería como «el niño». Algunas frases le salían sin esfuerzo, en otras se encallaba con una palabra. Me lo encontraba en el gimnasio, donde, entre sesiones con el neurólogo y el logopeda, sacaba toda la ansiedad en la cama elástica que habían instalado expresamente para él en el hermoso patio contiguo, que yo llamaba patio de los castaños. El disciplinado señor Laredo saltaba y saltaba y no paraba de saltar, y Pawel me decía con una sonrisa, entre divertido e inquieto: «Si sigue así, va a explotar. Es preocupante». A última hora de la mañana me lo encontraba en el segundo gimnasio, donde levantaba pesas y multiplicaba sus abdominales sin hacer el menor ruido. Sin duda hubiera podido cruzar el Sáhara con una cantimplora y una mochila de piedras a la espalda, pero las palabras impronunciables suponían obstáculos más molestos que una tormenta de arena; lo que más temía en el mundo era que no volvieran a asignarle nunca más una misión.
Hija de una familia de nobles y militares, la pequeña Ofelia estudiaba administración y dirección de empresas. Tres días después del 7 de enero, unos compañeros graciosillos de promoción la encierran en un balcón en una estación de esquí. Es de noche. Hace mucho frío. Está en el segundo piso. Hace ademán de querer pasar al balcón de al lado, hasta entonces es todo una broma, pero resbala o pierde el equilibrio —no lo recuerda— y se precipita al vacío. No sabe cómo: los acontecimientos más fugazmente violentos e inesperados se instalan y ocupan un lugar destacado en nuestras vidas porque van a trastocarlas, pero los detalles de los minutos irreversibles parecen sustraerse a nuestros recuerdos: y si yo escribo es solo con la tenue esperanza de restituirlos en parte. Proust lo recuerda todo, tal vez porque no le pasó prácticamente nada; pero es probable que hubiera olvidado, como la pequeña Ofelia, de qué forma se cayó una noche de invierno del balcón de los Guermantes sobre el adoquín irregular, que no le habría evocado nada de una infancia que se hubiera terminado allí mismo. Y, en lugar del tiempo perdido y del tiempo recobrado, nos habría obsequiado con lo que estábamos viviendo nosotros: el tiempo interrumpido. El libro habría sido más breve, probablemente menos genial: también el genio viene determinado por los límites que rebasa. El tiempo del acontecimiento brutal es oscuro e infinito. No tiene límites.
La pequeña Ofelia solo recordaba que había apretado fuerte uno de sus brazos contra el cuerpo; un día me enseñó con firmeza el gesto, el de un pájaro que repliega mecánicamente el ala en su caída. La miraba y me preguntaba: pero ¿qué cazador ha sido capaz de dispararle? Después de la caída vino el coma: traumatismo craneoencefálico. Al final terminaron mandándola a los Inválidos. Durante meses nos cruzamos todos los días en el gimnasio de los fisios, en los pasillos, en los jardines, acompañados o solos. Se parecía a su madre. Todas las mujeres de su familia que vi tenían los ojos claros.
Era una chica delgada y larguirucha, rubia, pálida y de facciones angulosas, con la nariz un pelín larga, y toda aquella largura graciosa parecía haber sido reprogramada para hacer de ella un autómata cuyo único motor era la angustia. Eso con lo que uno se cruzaba era la marioneta de Ofelia, una marioneta que avanzaba a trompicones, con los hombros hacia dentro, que iba y venía como una mariposa cegada por su caída, con unos nervios que ya no respondían, una heroína sin corona de flores en la cabeza que recorría los vastos espacios del hospital. Su mirada inocente y asustadiza me rozaba sin apenas verme, o quizá sí me veía, quién sabe. Acompañaba a su pesar mi cara rota.
El mundo de la neurología es una nebulosa para quienes sufren de traumatismos, igual que lo es para los cirujanos y los fisioterapeutas. Era el mundo de la mirada clara y asustadiza de la pequeña Ofelia. Quien se había embarcado en él se encontraba en el río en que flotaba el cuerpo de la verdadera Ofelia, la de Hamlet. La de los Inválidos era tan feroz en su desamparo que no me costaba imaginar sus esfuerzos por recuperar un mínimo de confianza en sí misma y en cualquier otra persona. A veces erraba de noche por los pasillos con la mirada aterrorizada. Tenía una voz de niña que fue debilitándose poco a poco hasta convertirse en un hilo. En aquellos grandes pasillos desiertos a esa hora, por los que se perdían los visitantes y donde hasta los mismísimos fantasmas habrían tenido problemas para orientarse, ella regresaba a las tinieblas dependientes y turbadoras de la infancia. Un día, más tarde, le dije: «No encontrabas tu habitación. ¿Te acuerdas?». Sonrió: «Vagamente. Entraba en las habitaciones de los demás… ¿Me metí en la tuya?». Yo: «No. Pero sí te acompañé una vez a la tuya». Era la época en que mi habitación estaba protegida día y noche por los policías y por la pequeña Ofelia, que andaba siempre perdida. El personal sanitario ya no sabía qué hacer para ocuparse de ella.
Puede que en parte fuera ella misma la causa —por inconsciencia, por torpeza— del atentado contra su propia vida, pero allí no se hacían distinciones entre los pacientes: las vidas estaban unidas por el ritual de las perspectivas inciertas y por los ejercicios destinados a nuestra recuperación. Éramos como el hombre convertido en insecto de La metamorfosis, pero, a diferencia del personaje de Kafka, nuestro entorno no nos rechazaba, no nos quería aplastar. Nos ayudaba a subir por la pared, a ponernos en lo posible de nuevo sobre las patas, fortaleciéndolas, sin por ello hacernos olvidar que nos habíamos convertido todos en réplicas del pobre Gregor Samsa.
¿Por qué había caído la pequeña Ofelia? ¿Por qué se siente tantísima angustia? ¿Cómo es la vida de los nervios que nos faltan? No sabemos gran cosa. Vamos saliendo del paso. Y la pequeña Ofelia aprendía poco a poco a hablar con ese tono particular que allí gastábamos casi todos cuando nos creíamos especialistas en nuestro propio caso: un tono sencillo, «objetivo» y preciso. Ofelia empezaba a encarar sus problemas leyendo los Cuentos de la becada, de Maupassant, primero los más breves y luego los más largos. Dos años más tarde ambos habíamos salido de los Inválidos, pero no del laberinto. Un día se fue a comer al Museo de Orsay con su logopeda. Otro día me escribió: «En enero de 2015 apareció una desviación. Esta pasa por el monte Beluja. A medida que pasa el tiempo, el frío siberiano se mitiga. Los rusos son gente fascinante. ¡Está claro que es el vodka lo que los hace así!». Me recordaba que habíamos entrado en el mundo en el que las visiones prolongan las sensaciones y que su drama la había convertido, a su manera, en una escritora.
Paralelamente a la rehabilitación, prosiguió la lenta y progresiva ceremonia de los regresos.
Un día, con mi hermano y los policías, volví al lugar en el que me habían herido. Hacía tiempo que la investigación había terminado. Antes de limpiarlo todo y de devolver aquellos locales malditos a no sé quién, invitaron a los supervivientes a ir a recuperar los objetos que se habían podido quedar allí. Yo ya había estado delante del edificio unas semanas antes, con Gabriela. No me quedé mucho más tiempo del que estuve en la calle en la que se encontraba Libération el día que fui al teatro. Me puse a temblar. Había regresado a un espacio en el que el tiempo se repetía hasta la asfixia, bajo un cielo gris y envuelto en un olor a pólvora. La sombra del negro de las piernas de los asesinos estaba por todas partes. Gabriela me había cogido del brazo. Nos alejamos enseguida, los policías detrás de nosotros, para volver al bulevar y a la otra vida.
De modo que estaba nervioso de volver. No sabía qué iba a encontrarme. Sabía que mi gorro de invierno y mi chaquetón rasgado por las balas y por las tijeras de los servicios de emergencias habían terminado en el purgatorio de las pruebas. Mi teléfono y las llaves debían de estar asimismo en alguna parte, bajo precinto. Lo que más me importaba recuperar era el libro de jazz, Blue Note, que le había enseñado a Cabu justo antes de que irrumpieran los asesinos.
Había una nueva puerta blindada, policías y un agente judicial. Las oficinas no habían cambiado, rezumaban todavía violencia y ausencia, como un decorado olvidado, pero faltaba, en medio de la sala en la que se había producido la principal masacre, un elemento esencial: la gran mesa de reuniones. Sin ella, el atentado se tornaba poco menos que incomprensible. Habían limpiado la sangre: en las zonas en las que se había resistido, habían puesto cartones en el suelo. Los impactos de las balas eran todavía visibles. Volví a narrar, tanto para los que estaban allí como para mí mismo, la escena del 7 de enero, y señalé la ubicación de los cuerpos, entre ellos el mío, cuando entraron los dos hermanos. Volví a ver a Franck, el guardaespaldas de Charb, desenfundar la pistola antes de morir. Pero no encontré el libro de jazz.
Una colega me dijo que los encargados de la limpieza debían de haberlo tirado, como todo lo que estaba muy manchado. Me fui con un libro de Wolinski, Mis años setenta, que no tuvo tiempo de dedicarme, y con el Diccionario de jazz que aquel día, junto con Blue Note, había metido en la bolsa de tela de Colombia. No estaba manchado. En el coche que me llevaba de vuelta a los Inválidos, mientras hojeaba el libro de Wolinski, pude medir una vez más por la risa, la osadía y la imaginación todo cuanto nos separaba de aquellos años de libertad. Dos horas más tarde recibí una llamada. Habían encontrado el libro de jazz. «Pero está manchado de sangre», me dijeron, «es mejor que lo sepas. ¿Estás seguro de que lo quieres?». Lo quería.
He descrito este libro en el capítulo sobre el atentado. Se trata de un libro magnífico de fotografías en blanco y negro hechas en los años cincuenta y sesenta por Francis Wolff, uno de los dos fundadores del célebre sello neoyorquino Blue Note. Él y Alfred Lion eran judíos alemanes que se habían exiliado antes de la guerra. De Miles Davis a John Coltrane, de Eric Dolphy a Dexter Gordon, de Horace Silver a Thelonious Monk, la mayor parte de los que hicieron jazz en esos años grabaron con ese sello momentos musicales casi inolvidables. En las fotos todos los músicos salen guapos, todos tienen una clase y una elegancia sin igual. Casi todos son negros. ¿Qué muestran las imágenes de Francis Wolff? Un mundo en el que grandes artistas originarios de una minoría oprimida, que trabajaban y vivían de noche y cruzaban en muchos casos túneles llenos de droga y de alcohol, crean una música aristocrática. Son las formas sensibles de la distinción y la dignidad.
Al día siguiente por la tarde, el mensajero de Charlie estacionaba delante de los Inválidos justo cuando yo me dirigía a ver a Denise, mi fisio especialista. Me propuso dejar el gran sobre en el puesto de enfermería, pero yo no podía esperar. Lo cogí y me fui con él bajo el brazo directamente a la consulta. En la salita de espera abrí el sobre, saqué el libro y lo contemplé. La cubierta en cartoné oscuro estaba manchada, pero apenas se notaba. Solo se veía al pianista Herbie Hancock en una imagen de 1963, el año de mi nacimiento. Lleva gafas. Mira a la derecha, ligeramente hacia arriba, elegante y altivo, las manos sobre el teclado. Probablemente esté mirando a un solista que queda fuera de plano. Las manchas de sangre se confundían con el negro de la foto. Abrí el libro para buscar la foto de Elvin Jones que le enseñé a Cabu. Fue entonces cuando me di cuenta de que las páginas estaban pegadas. Miré el canto. Tenía una mancha enorme: al secarse, la sangre —mi sangre, mezclada tal vez con la de mis compañeros— había sellado las páginas. Las fui separando una a una mientras esperaba la sesión de fisioterapia, retrocediendo en el tiempo hasta la época en la que, con dieciséis años, con mis primeros ahorros, me compré mi primer vinilo de John Coltrane: My Favorite Things. El jazz me había ayudado a vivir; el libro, a no morir. En adelante, los dos llevaban una firma.
El fin de semana de la Ascensión habíamos previsto con mi hermano ir a visitar a nuestros padres al pueblo del Nivernais de nuestra infancia, donde estaba la casa de nuestros abuelos maternos. Sería mi primer regreso al campo. Estaba ya todo organizado con los Inválidos y con los policías que habían de acompañarme, pero unos días antes hubo un pequeño contratiempo quirúrgico.
Una tarde, mis padres y mi tía vinieron a verme a los Inválidos. Hacía calor. Bebíamos zumo de frutas a la sombra, en mi habitación. De pronto, mientras hablaban, una lluvia de manchas pequeñas empezó a caerme en la parte alta de la camisa, que había escogido blanca para la ocasión. Pensé que el labio no había contenido el zumo, hasta que comprendí que se trataba de sangre. Mis padres y mi tía seguían hablando. No se habían dado cuenta de nada. Me quedé mudo. Miraba cómo de sus bocas manaban palabras, y de mi cara, gotas de sangre. Al cabo de un rato me excusé y me fui al cuarto de baño: en el espejo vi un agujero en la mejilla derecha, encima de la cicatriz más grande, mal recubierto por una fina capa de piel que semejaba el film transparente que se utiliza para tapar las sobras de los platos: acababa de salirme una fístula. Al día siguiente me llevaron a la Salpêtrière, donde, con la jeringuilla con forma de trompa de mosquito, Chloé confirmó que la comunicación entre el interior y el exterior se había restablecido. Para ella no era mayor problema: el agujero podía volver a taparse mediante una «cicatrización dirigida»; pero el procedimiento exigía la presencia de una enfermera capaz de cambiar tres veces al día un trozo de venda hecha a base de algas, el Algosteril. Había que introducirla con mucho cuidado en el agujero para que fuera reduciéndose poco a poco sin que formara ninguna pequeña cavidad debajo de la piel renovada. «¡Bah!», me dijo Chloé. «Váyase al campo y búsquese allí una enfermera. ¡Tampoco es tan difícil!». Durante el fin de semana de la Ascensión sí lo era, pero en el pueblo, por suerte, nuestra vecina más cercana era una enfermera jubilada. Durante cuatro días, sin querer cobrarme nada, vino a cauterizar el nuevo agujero después de cada comida y vi cómo este iba reduciéndose mientras, en el pueblo, yo trataba de colmar otra apertura tendiendo un puente, como diría Ernest Renan, a los recuerdos de infancia y juventud.
Los policías se habían instalado en un hostal situado a pocos kilómetros. Aprovecharon para salir a correr por el campo y para comer bien. La perrita de mi hermano, Usoa, un spaniel tibetano, me reconoció como había hecho el perro de Ulises al regreso de este. Caminé por la ribera del Yonne y del canal de Nivernais. Miré todos y cada uno de los nogales que llevaban a la zona de baño. Miré la hierba verde, el camping desierto y el gran meandro del río en el que me gustaba bañarme porque se parecía al Amazonas y porque no se hacía pie. Miré la islita cubierta de ortigas que estaba delante de la zona de baño, de la que me había imaginado miles de veces que era imposible volver. Me detuve delante del tilo que había enfrente del ayuntamiento, donde a mi abuelo le gustaba sentarse. Fui a buscar huevos a casa de Ginette, la campesina que, cuando te alejabas, hablaba tan alto como el harki de los Inválidos. Comprobé la agresividad de sus ocas. Me crucé con campesinos vecinos a los que conocía desde hacía medio siglo, con los que había jugado en los silos y en los campos y a los que ya casi no veía. Noté el olor a purines que el viento del norte traía a la calle. Fui al jardín encantado de los padres de Toinette, la amiga de la infancia que había entrado en mi habitación el 9 de enero y que no estaba. Fui a visitar a Colette, otra vecina de toda la vida, que nunca salía de casa y que me ofreció una cerveza. Se le había caído el pelo y estaba ya consumida por el cáncer que terminaría matándola. Nos miramos largo rato, escrutándonos con una circunspección divertida. Le pareció que me habían arreglado bien. Fui hasta la ladera del monte Breuvois, donde solía coger moras y era el lugar que marcaba el límite con otro mundo, el del pueblo de al lado. Anduve por la carretera accidentada que llevaba hasta el Armance, un riachuelo cerca del cual, cuando tenía siete años, me había desfigurado un poquito al salir despedido de mi bicicleta. Me tomé los complementos alimenticios e hice cumplimientos alimentarios a mi madre por los platos triturados que se había tomado la molestia y el tiempo de preparar. Fui a la tumba de mis abuelos. Miré la vieja lila de nuestro patio, a cuya sombra se instalaba mi abuela en verano, y me senté en el mismo sitio. Puse un pie derecho todavía dolorido en el baldosín rojo de mi habitación. Dormí en mi cama y me desvelé varias veces.
De regreso a los Inválidos, justo cuando bajaba del coche de la policía, la sonda gástrica me provocó un desgarro en un músculo abdominal. Al día siguiente me la quitaron en la Salpêtrière. Me sentía libre a la par que preocupado. En adelante solo disponía de la boca para alimentarme. Por la noche escribí una crónica bastante ampulosa que se publicó al cabo de una semana en Charlie. Resumía la breve estancia en el pueblo, en un mundo que no era ni el pasado, ni el presente, ni el tiempo recobrado, ni el tiempo interrumpido, sino, esta vez, el tiempo suspendido. Si la cito es únicamente porque da cuenta de cuál era mi estado. Solo suprimo un pasaje agresivo hacia un intelectual reaccionario de cuyo nombre no quiero acordarme:
«No todo el mundo tiene la suerte de tener una casa de campo. La de mi familia, en el departamento de Nièvre, es una pequeña casita de pueblo. Sus discretos encantos, que no son los de la burguesía, residen en unas escaleras antiguas de piedra y en sus vidrieras. Allí se instalaron mis abuelos, gente sencilla y pobre de extracción campesina, después de jubilarse en los años sesenta. ¿Qué pensarían ellos de la multiplicación contemporánea de fanáticos y cretinos sin sentido del humor? ¿Qué dirían? No tengo ni idea. Ellos conocieron otros horrores, empezando, en el caso de mi abuelo, por la Guerra del 14.
»Pasé en su casa no pocas vacaciones, fines de semana, enfermedades infantiles, períodos de adolescente solitario, de hombre casado, de hombre divorciado, de reportero que regresaba de países lejanos, de lector, de escritor. Allí caminé, corrí, pedaleé y conduje por todas las carreteras y caminos que había a veinte kilómetros a la redonda. Mi cuerpo se construyó en y se vio determinado en parte por aquel espacio bien temperado, el valle del Yonne. No es el Anjou de Du Bellay, pero se le acerca.
»Fue allí, pues, donde, después de más de cuatro meses de hospital, hice mi primera escapada larga: tres días. Mi familia me esperaba. Vecinos y amigos de la infancia vinieron a verme o me recibieron en sus casas. Ninguno de ellos me había visto desde el 7 de enero. Me prodigaron una atención tranquila, delicada, elegante. Todos estaban consternados por el atentado, que los había dejado sin palabras. En el portal de una casa a la que iba a jugar de pequeño debajo del tejadillo, colgaba todavía el cartel de “Yo soy Charlie”.
»Lo que veía en mi pueblo, igual que en el servicio hospitalario que me había devuelto a la vida, eran simplemente mujeres y hombres de buena voluntad. Saben y sienten —o eso me pareció— que no quieren una sociedad en la que el sueño de la razón produzca monstruos como los del 7 de enero. ¿Saben lo que quieren? Sirvámonos, en condicional, de una expresión de Rousseau: querrían probablemente un contrato social eficaz, justo y civilizado. Pero, aunque existe una mayoría de personas dispuestas a suscribirlo, ya no queda nadie en Francia que pueda redactarlo y llevarlo a la práctica.
»Intentaba formularlo mientras paseaba por la orilla del canal cuando, de pronto, volví a cobrar conciencia de mi condición de fantasma. No sabemos hasta qué punto los lugares en los que hemos crecido nos han conformado hasta que volvemos a ellos como si hubiéramos muerto. El cuerpo y el espíritu se reencuentran con el espacio familiar, pero ellos han cambiado. Como los nervios alrededor de un injerto, el paisaje, la luz y el aire tratan de abrirse paso hasta ellos pero no lo consiguen. Todo se acelera, todo se electriza. Unas veces es el recalentamiento y otras la insensibilidad. Todo está en su sitio, como siempre. Pero el lugar familiar, con sus centenares de historias microscópicas, con sus kilómetros recorridos miles de veces, ya no te reconoce. Estás por entero en tu casa y eres un extraño. Y los recuerdos que siguen siendo tuyos te van remitiendo progresivamente a un futuro que es incierto: yo fui alguien, yo será otro y, de momento, no es».
Más tarde tuve un sueño que era el reverso de esta estancia, de esta crónica. Estamos en guerra contra los islamistas, primero en Argelia, luego en mi pueblo. Parece que formo parte de un grupo que lucha contra ellos. Pero han invadido mi pueblo, mi casa (lapsus: al principio he escrito «mi cara») y ocupan un gran edificio en el que han reunido a varios rehenes junto a los que me llevan custodiado por tropas de refuerzo. Uno de ellos, al que conozco, me susurra que solo yo voy a salvarme, porque hace algunos años le salvé la vida a uno de sus jefes. Entro en la gran sala en la que todos los rehenes están arrodillados. Me dejan con los demás y empiezan a degollarlos uno a uno. Cuando llega mi turno, el degollador me dice: «¡Levántate! Por esta vez te puedes ir. Saldamos la deuda que teníamos contigo. Pero no habrá segunda vez». De pronto estoy en mi habitación, la puerta que da fuera está abierta y una pareja de amigos toman el sol mientras hablan de los islamistas. Estos amigos son militares. No se hacen ilusiones. Comprendo que los islamistas han ganado, que volverán y que esta vez no me dejarán escapar. El pueblo de mi infancia ya no es un lugar en el que buscar refugio. Ningún lugar me va a permitir librarme de lo que me espera.
Llegó el verano. Volví varias veces a mi piso, siempre con mi hermano y los policías, siempre por una hora o dos. No tardé en tomar la decisión de mudarme sin moverme del lugar. No tenía fuerzas ni para vivir en el mismo sitio ni para cambiar de lugar. De modo que había que hacer todo nuevo de arriba abajo. Todo el apartamento estaría bordeado por una gran biblioteca de abedul, hecha a medida por el hijo de Sophia, que trabajaba la madera con mano de orfebre. Esta biblioteca iba a permitirme ordenar los libros con total libertad. Era el símbolo de mi reconstrucción. Tenía que ser bonita; y lo fue. Las obras se hicieron durante los últimos tres meses que pasé en los Inválidos.
Los meses que siguieron estuvieron marcados por el inicio del trabajo con Denise, mi fisioterapeuta maxilofacial. Era una mujer robusta, divorciada, de carácter jovial y dominante, tan severa consigo misma como exigente con sus pacientes. He conocido a muy poca gente en la que el deber y el placer parecieran salir hasta tal punto, como dos oficiales, del mismo regimiento. Había luchado mucho por ser libre, autónoma. Practicaba sin descanso los bailes de salón, el senderismo y el teatro de aficionados. Había soñado con ser actriz, pero una intérprete de la Comédie Française le había dicho que no tenía una voz apropiada. Ociosa juventud, a todo sometida…, y sobre todo a los consejos agoreros de los demás, cuando se trata de descubrir y conducir a través del arte lo que nos servirá de personalidad.
La relación terapéutica va en los dos sentidos: el trabajo y el carácter de Denise solo le iban bien a un tipo determinado de pacientes de los que yo, según parece, formaba parte. ¿Cómo definir estos pacientes sin dármelas de héroe de la mueca organizada y de la vida cotidiana? Eran buenos alumnos que soportaban el dolor. Se sacaban la recuperación en primera fila, lejos de los malos estudiantes y de los radiadores. Querían tener cicatrices bonitas, buenas notas, y se sometían a las órdenes de Denise, cuya generosidad era cualquier cosa menos democrática. Eran o aprendían a ser resistentes, disciplinados. Sabían que no habían ido allí a que los acariciaran o mimaran: la benevolencia de Denise era profunda, pero se escondía tras una coraza. Tenían que dejar en la entrada la pereza, el mal humor, sus crestas de gallo en posición tumbada. En el autoritarismo y las órdenes llenas de buen humor de Denise intuían una señal más de su escrupulosidad y su compromiso. Chloé me había avisado: «Hace que los pacientes huyan y tiene tendencia a creer que es la única capaz de curarlos, pero nunca he conocido a nadie que les dedique tanto tiempo, atención y energía». Los pacientes fieles veían rápido que los resultados estaban a la vista: la boca se abría, el labio fláccido ganaba músculo, el colgajo cogía color, las cicatrices se allanaban, los maxilares se distendían. Cada sesión, por muy dura que fuera entre masajes y ventosas, era un diálogo y un intercambio de confesiones. Terminaba, después de la lista con los ejercicios que era preciso mejorar, con esta orden renovada: «Y sobre todo, sobre todo, dese algún gusto». A Denise le gustaban la torta, el jengibre y el chocolate bueno.
Después de Chloé y antes que mi psicóloga, se convirtió enseguida en uno de mis superyós terapéuticos. Es enormemente satisfactorio hacer caso a según qué mujeres: son valientes, carecen de vanidad y no se andan con historias. Denise me recordaba a mi tercera abuela, a esa voluntad de hierro con la que iba y venía como un viejo conejo hasta sus ochenta y cinco años, con su sombrero alto y negro con forma de seta en la cabeza y sin quejarse jamás. Mi abuela tenía la columna vertebral descalcificada, los médicos no se explicaban cómo podía andar. Pero, como decía Denise con una sonrisa: «Los cirujanos piensan y dicen muchas cosas. Nosotras estamos aquí para sorprenderles».
Cuando no hacía o hacía mal lo que ella me pedía que hiciera, experimentaba una sensación tan desagradable como cuando entregaba un artículo que sentía era fallido. Intuía los errores, las repeticiones y los tópicos que era demasiado perezoso para localizar. Olisqueaba las manchas de tinta que pringaban el brazo de ese instigador que es todo escritor, pero, a diferencia de Lady Macbeth, no intentaba lavármelas, aun cuando se fueran a ir. Un texto de circunstancia era siempre el producto de un accidente del espíritu (o de un atentado cometido contra él). El texto fallido es un paciente al que no han operado ni rehabilitado como se debe, o al que habría sido mejor dejar morir. Se entabla una lucha entre la pereza, la mala conciencia y el olvido. La pereza y el olvido suelen tramar alianzas: para el artículo, el mañana es otro día que no existe. Para el paciente es distinto: su tiempo era a la vez interminable y medido, el mañana dependía implacablemente del esfuerzo hecho hoy. Observaba cómo Denise me colocaba las ventosas en las cicatrices y me decía que tal vez uno debería escribir únicamente ante la amenaza de lo peor.
En los años ochenta, la pasión por el teatro y la buena dicción la habían llevado a concebir con otros colegas una serie de ejercicios que permitieran reeducar el rostro, la mandíbula y la boca de los accidentados, labios leporinos, cancerosos, quemados o con cualquier tipo de deformación, en una época en la que los cirujanos se preocupaban poco del asunto. Yo era su primer herido de bala. Ella había sido una de esas heroínas discretas que habían facilitado con rudeza la vida de gente que tenía la cara destrozada. Por aquel entonces estaba ensayando una obra de Jean Anouilh, Los peces rojos. También me hablaba de su juventud pasada en altitud, en Chamonix. La escalada había sido para ella una escuela de vida: «Hay que preparar el cuerpo, mantener la cabeza concentrada, estar atento al más mínimo detalle. Buscar la vía y, siguiendo las reglas de seguridad, descubrir las presas que más nos convienen. Sobre todo, no dejarse llevar por el miedo. Y, aunque debe confiarse en el guía, hay que aprender a no depender de él». Hacer rehabilitación siguiendo a Denise era como correr una carrera de montaña por una ladera norte que dejaba entrever posibilidades de sol. Algunos de sus pacientes la llamaban el hada Carabosse, algo que ella recordaba con orgullo. Algunos cirujanos decían que tenía un lado sádico. Algunos de sus antiguos colegas no querían ni verla: sus principales virtudes eran también sus defectos, y yo me beneficié de las primeras sin tener que sufrir los segundos. Iba a encargarse de mí una hora y media tres veces por semana, durante dos años y medio, hasta que se jubilara. La última sesión la hicimos fuera de la consulta que acababa de dejar, en una sala de baile con suelo de parqué a la que iba a menudo. Al terminar, doblamos la camilla de masaje y guardamos el aparato de ventosas; luego ella se quitó la bata y apareció con un precioso vestido negro de volantes, dispuesta a bailar. Su noche estaba a punto de empezar. Nos colocamos delante del gran espejo y por primera vez nos hicimos una foto en actitud de quien saluda al término de una función. Fui su último paciente.
La primera vez que caminé solo por la calle fue yendo a su consulta, a doscientos metros de los Inválidos. Era a finales de mayo. La noche anterior, a eso de las nueve, una responsable del Servicio de Protección me había llamado para comunicarme que a la mañana siguiente retirarían la guardia permanente delante de mi habitación: parecía que las decisiones se tomaban con la misma brusquedad que en el hospital, y al principio me sentí no solo abandonado, sino también frustrado. Aquellas decenas de policías uniformados que se habían turnado día y noche detrás de la puerta, que me habían acompañado en todos mis paseos por el interior del hospital, formaban entonces parte de mi vida. Me quitaban mis sombras sin demora y sin ninguna precaución. Me las quitaban y ni siquiera me daban tiempo de despedirme de ellas y de darles las gracias una a una. No podía entregarme a uno de aquellos rituales a los que había cogido un cariño tan visceral.
No volvería a ver al policía con el que una mañana vimos a François Hollande recibir al presidente ucraniano en el gran patio al son de una fanfarria típica del ceremonial republicano, una de esas fanfarrias con abundante presencia de cobres que habían añadido algo de heroísmo al corazón del urbanita y que, en aquel lugar, bajo aquella luz, entre aquellas arcadas, escenificaban la nostalgia del sueño republicano. No volvería a ver al policía árabe, veterano de Afganistán, que se había hartado de la guerra y de la manera de actuar de los americanos. No volvería a oírle contarme en voz baja, entre las estatuas, cómo se había visto obligado, en un pueblo, a disparar a un niño que tal vez llevaba una bomba, y cómo había tenido que llevar hasta un carro blindado a su mejor amigo, al que le salían los sesos de la cabeza. No volvería a ver al policía que leía a Stefan Zweig y que había vuelto al hospital para decirme que mi vieja bicicleta seguía delante de Charlie. No volvería a ver a la policía bajita que escribía una novela lésbica, ni al policía al que llamaba el Pitufo Gafotas porque no paraba de presumir de sus conocimientos sobre cualquier tema, toda la noche, delante de su compañero, ni tampoco a aquel que era una copia mejorada de Jack Palance, ni al que salió pitando de mi casa para poner fin a una reyerta callejera que había visto empezar desde mi ventana, ni a la rubia alta, mordaz y de ojos claros que me había acompañado un domingo por la tarde a casa de mis padres. No los volvería a ver y no podía siquiera decirles adiós. En su lugar les escribí una carta a todos. Me las arreglé para que les llegara y supe que la leyeron.
A la mañana siguiente, cuando salí para ir a caminar, no había nadie delante de mi habitación. El pasillo estaba desierto. Me puse la máscara y el sombrero de paja italiano que me había traído Sophia, y, por primera vez, crucé solo el portal que daba al boulevard de los Inválidos. Al pasar por delante de la garita miré a los gendarmes y me pregunté si me detendrían. Tenía la impresión de ser uno de esos prisioneros que, en las películas, cruzan disfrazados los puestos de control. Tendría que haber llamado a los policías de paisano, que se suponía debían acompañarme todavía al salir del recinto del hospital, pero no lo hice. Me sentía culpable, me sentía solo y me sentía libre.
Una vez fuera me pregunté adónde ir. Tenía la sensación de que, si me alejaba demasiado, me perdería y no encontraría el camino de vuelta. Antes de ir a la consulta de Denise, decidí dar la vuelta a los Inválidos por el exterior, como los de enfrente, sin perder de vista los edificios, y pude distinguir la figura del señor Tarbes caminando en el interior, al otro lado de los fosos, en compañía de la del disciplinado señor Laredo. A la altura de la explanada vi pasar, esta vez de verdad, a la exmujer de un amigo. Caminaba sonriendo al vacío, su mirada de miope dentro de la bruma. Parecía una gacela, delgadísima, con esa cara alargada y bonita, y llevaba un vestido marrón y fino. Hacía calor. Pasé a unos metros de ella, que andaba deprisa, temiendo como nunca que me reconociera pese a la máscara y el sombrero. Volví la cabeza y miré a lo lejos la cúpula de la tumba. No tenía fuerzas para hablar con fantasmas aparecidos de improviso en mitad de la calle, para que me miraran como una especie de coronel Chabert. Pasó sin verme, feliz detrás de la sonrisa que tiraba de ella hacia delante, y noté tan solo el adiós de su perfume.
Después de dar la vuelta entera, volví a la calle en la que estaba la consulta de Denise pasando por delante del Museo Rodin. Miraba las cabezas de la gente, pero no para reconocerlos, sino para comprobar si me miraban, si me observaban, si había en mí algo que les llamara la atención; por ejemplo, esa máscara en la cara que, durante más de un año, iba a protegerme las cicatrices de la luz del sol. Ni policías, ni hermano, ni amigos: ya no había intermediarios entre los otros y yo, entre los muros de la ciudad y yo, entre el cielo por encima de los muros y yo, entre los escaparates y los coches y yo. Me pareció que los transeúntes iban por la calle deprisa, que andaban todos con semblante preocupado. Aparte de los niños, siempre curiosos y acostumbrados al mundo paralelo, nadie se fijaba en nada. Es algo que me sorprendió: yo salía de un mundo, el del hospital, en el que todo estaba hecho de gestos y miradas precisas, como en el taller de un artista. Allí fuera todo parecía vago y mecánico. Subí por la acera estrecha de la rue de Bourgogne mirando las tiendas con más morosidad de la habitual, en busca de los antiguos pasos. Una selva congoleña no me habría resultado menos extraña que aquella calle burguesa y comercial en la que todo el mundo parecía tener citas, actividades o problemas. Entré en un pequeño supermercado y compré un yogur para beber, el primero desde la mañana del 7 de enero. Me había quitado la máscara. Vi en la mirada de la cajera que había reparado en la herida. Me cobró sin decir nada, y ya en la calle, después de sacar un pañuelo, me bebí el yogur y lo puse todo perdido. Como las piedras de Pulgarcito, todas y cada una de las gotas caídas en la acera sucia me llevaban de vuelta a casa.
El 13 de julio por la noche asistí en unos Inválidos casi vacíos a los fuegos artificiales junto con una treintena de pacientes. La noche era templada y soplaba un viento ligero. Las sillas de ruedas habían salido de excursión. Se habían enfrentado a la grava para colocarse a unos metros de la tumba de Napoleón. Desde allí uno tenía la impresión de tocar los cohetes, que se lanzaban desde el Campo de Marte. En un determinado momento me alejé y observé a aquellos pacientes, mis semejantes, mis hermanos, consciente de que un día u otro, más temprano que tarde, nos íbamos a separar. Nadie se movía bajo las luces de múltiples colores. Parecían personajes de un cuadro de Watteau. ¿Nos embarcábamos rumbo a la isla de Citera o volvíamos de ella? No obtuve respuesta.
En verano se multiplicaban las salidas. Una noche fui a mi primer acto social. Era una fiesta organizada por un amigo del mundo editorial, en el tejado del Museo de la Marina. Con sus diferentes niveles, las piedras agrietadas y las paredes desconchadas, el tejado parecía abandonado. Aquí y allá habían crecido algunos hierbajos. Más que asistir a un cóctel como superviviente quincuagenario, hubiera preferido tener siete años y jugar allí a hacer el Robinson Crusoe. Miré todos los rincones imaginándome un escondite, una cabaña. Me encontré con escritores a los que hacía mucho que no veía y a los que no sabía muy bien qué decir. Tenía prohibidos los canapés, así que bebía champán. Mis policías se habían quedado en una esquina con los de otro invitado que también llevaba protección, Michel Houellebecq. Él se había refugiado en un rincón en compañía de una mujer risueña, también escritora, que ya murió. Nunca había coincidido con Michel Houellebecq, el hombre que el 7 de enero había sido nuestro último tema de conversación. Nos dimos la mano. Parecía devastado, mineral y compasivo. Su sonrisa lindaba con la mueca. Dondequiera que estuviera terminaba enquistándose, con ese rostro de edad y sexo indeterminados, con ese aspecto de fetiche chamuscado. Pensé que cualquier hombre que cargara con la desesperación del mundo con semejante eficacia tenía por fuerza que viajar en el tiempo hasta terminar en la piel de un dinosaurio. Era el animal que entonces tenía delante, y mientras murmurábamos cuatro palabras incomprensibles sobre el atentado y los muertos, me miró de hito en hito y me dijo este versículo de Mateo: «Y los violentos lo arrebatan». Me marché unos minutos después.