A un albergue para peregrinos que van a Tierra Santa llegó una noche un hombre que parecía perseguido por los relámpagos. Cuando abrió la puerta, el cielo ardía a sus espaldas, la lluvia y el viento se le echaban encima, y con gran dificultad pudo volver a cerrarla. Cuando lo logró se volvió hacia el interior del penumbroso local, apenas iluminado por unas humosas lámparas de aceite, y pareció preguntarse dónde se encontraba. Era un local enorme y frío, cuyo fondo estaba tan oscuro que apenas si alcanzaba a distinguir algo. Pero hasta donde podía ver, estaba lleno de gente arrodillada sobre la sucia paja extendida sobre el suelo; parecía que rezaban o hablaban en voz baja. Un confuso rumor llegaba hasta él, pero no podía ver ningún rostro porque todos le daban la espalda. El aire era pesado, de encierro. Cuando se llegaba de afuera se experimentaba una sensación de náusea, casi no se podía respirar. ¿Dónde, realmente, se encontraba?
Cerca de la puerta había unos hombres sentados ante unas rústicas mesas de madera. Tenían unas caras groseras; jugaban a los dados y bebían. También se hallaba entre ellos un par de mujeres, rodeando con los brazos el cuello de los hombres y, al parecer, igualmente ebrias. Una de éstas dirigió una mirada turbia al forastero que acababa de entrar como perseguido por los relámpagos. Eso fue todo. Nadie le hizo caso.
No había más lugar disponible que en una mesa a la cual se hallaba sentado un hombre completamente solo. Miraba delante de sí con una mirada ausente; parecía no preocuparse de nada más que de sí mismo. Era de mediana edad, musculoso y delgado, y tenía las piernas bien extendidas por debajo de la mesa. A sus pies se había acurrucado un perro. Hacia esa mesa avanzó el forastero, y allí tomó asiento, un poco apartado del hombre.
El hombre ni lo miró, como si no hubiera advertido que alguien acababa de sentársele cerca. El forastero también simuló no darse cuenta de su presencia, sólo le dirigió una mirada, a hurtadillas. Su cara, con la afilada barba taheña y los labios apretados, era huesuda y reservada, y no dejaba traslucir nada de sí mismo. Sobre la mesa que tenía ante sí se apoyaban sus manos largas y delgadas, de velludos dorsos. La lámpara de aceite las iluminaba con su llamita vacilante que el viento de la puerta recostaba hacia uno y otro lado. Esa llamita era como un pequeño ser viviente, atormentado en medio de la desolación del vasto recinto.
El rumor de los rezos se oía permanentemente, lo mismo que el ruido de los dados que rodaban sobre la mesa y las voces y las risotadas de los borrachos. Afuera rugía la tormenta, golpeando la pared contra la cual se apoyaba la mesa. Allí castigaba la lluvia, y en una ventanita, que estaba justamente encima de donde se hallaban sentados los hombres, hacía crujir los vidrios.
El forastero miró nuevamente a su vecino. No, era inútil intentar preguntarle nada; ni dónde se encontraba uno, ni qué era este extraño lugar en lo alto de la montaña.
El perro hizo un ligero movimiento a sus pies, se hizo un ovillo y se acostó con un casi imperceptible quejido. El hombre pareció no preocuparse por eso, o quizá no advirtió que se frotaba contra sus viejos zapatos deshechos.
De repente se incendió todo el local con un relámpago intenso, y casi al mismo tiempo se oyó el crujir del trueno, que siguió resonando largo rato entre los cerros. El forastero miró en torno, y hacia la ventana que dejó entrar el relámpago pero que ya estaba otra vez a oscuras. Nadie más se preocupó por eso, nadie prestó atención a la tempestad que los tenía allí encerrados. ¿Por qué había allí tanta gente? ¿Y por qué se encontraban de hinojos sobre la paja?
De una de las mesas de los borrachos se levantó una mujer que avanzó hacia ellos con paso vacilante. Se detuvo ante el hombre del perro, lo contempló un momento y después se sentó frente a él. Permaneció un largo rato sin pronunciar palabra, mirándolo con una sonrisa atravesada y burlona. Se le torcía la boca al sonreír. Era evidente que se encontraba ebria y que no tenía ninguna intención de disimularlo. Llevaba el pelo desordenado, que le caía, espeso y de un rojo oscuro, sobre el marchito rostro que debió haber sido muy hermoso alguna vez, tan hermoso que casi lo era todavía. Hasta la boca burlona era realmente lindísima. Grande y llenita, una boca para atraer a los hombres.
—¿Por qué no bebes nada? —le preguntó finalmente, con una voz inesperadamente grave.
Como el hombre no le contestaba, alzó despreciativamente los hombros.
—Yo estoy bebiendo. ¿Tienes algo que decir a eso? ¿Te opones a que beba? ¡Habla!
—¿Por qué habría de oponerme? —le contestó el hombre, mirándola por primera vez.
—Claro, ¿por qué habrías de oponerte? Si eres tú mismo quien me enseñó a beber.
La mujer se volvió hacia el otro, el extraño forastero que había llegado perseguido por los relámpagos.
—Es él quien me enseñó a beber, ¿sabes? Es él quien me ha enseñado todo. Desde el principio… hasta esto que soy ahora es obra suya. ¿Crees que le ha gustado, que está satisfecho? ¿Eh? El principio fue cuando me violó… Empezó enseñándome eso. Y después todo lo demás. Empezó por lo más importante. ¿Acaso no es verdad? A ver, dí que no es cierto… Entonces no eras tan santo, no eras precisamente un peregrino. Tu conducta no era la de alguien que piensa ir a Jerusalén; en todo caso, resultaba muy curiosa.
»Él se dirige a Jerusalén ¿sabes? No, tú no entiendes, porque la verdad es que no parece un peregrino, pero irá. A la Tierra Santa. Es decir, si es que puede llegar antes que lo cuelguen de la horca.
El forastero dirigió una sorprendida mirada a la mujer, y después al hombre, y a los que rezaban más allá.
—Éste es un lugar rarísimo, ¿eh? ¿No te parece? Peregrinos y ladrones, bribones y santos, todos juntos. Te diré que no es fácil distinguirlos, porque uno que está rezando allí puede ser más bribón que cualquiera de nosotros. Antes puede haber sido como uno de nosotros, eso también puede suceder, y estar ahora robándole al confiado hermano que está de rodillas a su lado, eso nunca se sabe. ¿Y por qué no habría de hacer eso? También tiene que vivir. Aunque la verdad es que nadie sabe por qué ha de ser eso tan necesario. Y aquí todos viven de los peregrinos, porque hay muchos locos que extrañan terriblemente algo que ellos llaman la Tierra Santa. Por qué la llaman así, no sé, pero, claro, de algún modo tienen que llamarla. Y para eso emprenden el camino con todo lo que poseen, con sus anillos y brazaletes, sus cucharas y sus jarros de plata, y con sus monedas de oro escondidas entre las ropas, de manera que resulta difícil sacárselas. Tienen una apariencia de pobres pero puedes creerme que no lo son… ¡Y bueno, de qué otro modo viviríamos nosotros sino…! Y algunos son tan ricos que uno no entiende como… Son ricos hasta la imprudencia. Pero esos no están aquí abajo, por supuesto. No pueden instalarse sobre esta paja sucia. No, ellos están en el otro piso de la casa, en el de arriba, en las habitaciones de lujo para los señores. Y tienen sirvientes que los atienden de la mañana a la noche, y cochero y todo, porque es en sus propios carruajes que se dirigen hacia la tumba de su Salvador, y llevan consigo todo aquello a lo que están acostumbrados. Bueno ¿por qué no habrían de tener todo eso? En ello no hay ningún mal, y hacen bien. Pero lo que me sorprende es que de esa manera los sirvientes también se vuelven peregrinos como ellos, van hasta la sagrada tumba con ellos, exactamente lo mismo que los señores. ¿Qué puede uno pensar de eso? Nunca se podrá explicar que ellos también se cuenten entre los peregrinos. No, jamás lo podré creer. Pero hay uno, sabes, hay uno tan extravagante que tiene un montón con sus carruajes, tantos que no sé cuantos pueden ser. Es un noble con un nombre tan distinguido que nadie puede decirlo de una vez, y lleva consigo tantos sirvientes como no te puedes imaginar, y eso a pesar de ser un hombre completamente solo, ¿entiendes eso? Sirvientes y lacayos que dan vueltas constantemente a su alrededor y le adivinan sus deseos sin que necesite ni abrir la boca… Tiene tanta gente a su servicio que resulta una insensatez. Dicen que ni siquiera se limpia él mismo el traste, y debe ser bien cierto porque así parece. Y en uno de los carruajes tiene un baúl tan pesado que apenas lo pueden mover, así dicen. Pero si lo va a tener cuando llegue a la ciudad sagrada de Jerusalén, no se sabe. Y sería mucho mejor que no lo tuviera siendo, como sabes, tan difícil para un rico pasar por el ojo de una aguja, según está escrito. ¿O es que no lo está? ¿Eh?
El rumor de las oraciones había cesado y cuando el forastero se volvió hacia los fieles vio que estaban preparándose para pasar la noche. Enrollaban sus ropas para utilizarlas como almohadas y se acostaban a descansar sobre la paja sucia. Lo hacían completamente vestidos, listos para levantarse en cualquier momento y continuar el viaje.
El forastero trató de verles las caras, lo deseaba verdaderamente, y muchos eran los que ahora estaban de frente a él. La expresión de la mayor parte no tenía nada de particular, pero había algunos rostros radiantes que lo llenaron de admiración y de inquietud. Era algo que había encontrado a veces en algunos hombres y que le resultó siempre incomprensible.
La mujer se sentó y también estuvo mirándolos un rato, en silencio.
—Algunos son muy honestos y de gran corazón —dijo después, con otra voz—. Tal vez haya entre ellos algunos que sean santos en cierto sentido y tengan un destino de bienaventurados… Eso bien puede suceder… aunque uno no pueda saberlo nunca…
»Imagínese usted, si puede, que hay una muchacha que se acuesta con ellos, con los que la desean, y de ese modo gana lo que necesita para su viaje y para todos sus gastos. ¿Entiende usted eso? He hablado con ella, se lo he preguntado y me ha dicho que así es, que es verdad. Me dijo que para ella era la única manera de poder llegar hasta la tumba del Salvador, cosa que ha ansiado tanto, y es un deseo que tiene que realizar para la salvación de su alma. Eso es lo único que tiene algún significado para ella, según dice, ya que su cuerpo no cuenta para nada y lo sacrifica de buena gana para que su alma se salve cuando llegue allá. ¿Ha oído usted nada más extravagante? En eso no encuentra ninguna satisfacción, me dijo cuando estuve tirándole la lengua para que hablara, salvo alguna que otra rara vez y espera que esas le serán perdonadas porque no ha pecado por su propio placer sino para poder arrodillarse un día ante la tumba de su Salvador. Y antes no ha vivido nunca de esa manera, jamás ha tenido nada que ver con ningún hombre. Usted no lo cree… pero yo sí, yo comprendo que puede ser verdad. Conociéndola cómo es se advierte que no se trata de una mujer que quiera vivir de ese modo aunque se sienta obligada a ello para su peregrinación, para poder realizar su viaje. Y también tiene que ganar para la travesía, para el barco que cruza el mar hacia la Tierra Santa. Eso cuesta mucho y también hay que pagarlo. Pero dice que no le importa ser deshonrada de ese modo ni nada de lo que pueda sucederle, ni lo que ellos puedan obtener de su cuerpo, que es un cuerpo que no vale absolutamente nada… Así habla, es de lo más curioso. Usted no tiene idea de lo curioso que resulta oírla… A mí me gusta esa muchacha y apruebo lo que hace… He charlado con ella muchas veces, hoy y ayer, y siempre me parece de lo más curioso oírla… Ese cuerpo que no significa nada… el cuerpo que no vale absolutamente nada…
De pronto rompió a llorar desesperadamente. Le temblaban los hombros y se llevó las manos a la enrojecida cara, como para ocultarla.
Al cabo de un rato alzó nuevamente el rostro dirigiendo una mirada de indignación y de amargura al hombre del perro:
—¿Y tú? ¿De dónde sacas dinero para el viaje? ¿Cómo lo has ganado? ¿Puedes decirlo? ¿O tengo que decirlo yo? ¡Por supuesto que no lo has conseguido honradamente! ¡No lo has obtenido como ella! ¡Ella es honesta! Más que seguro que su Salvador habrá de considerarla honesta, y cuando llegue la aceptará y la salvará. Pero tú eres un ser deshonesto, bien lo sabes… y yo también lo soy. Sin embargo, yo no he sido siempre así. Hubo un tiempo en que fui completamente distinta a lo que tú has hecho de mí, tú y tus… tú y tus…
Alzó el puño contra el hombre, pero volvió a dejarlo caer lentamente como si de todos modos eso no sirviera para nada, como si no hubiera para qué provocar un escándalo. Tomó asiento y fijó en él sus ojos con cierta desesperada indiferencia en su mirada turbia. Se le volvió a torcer la boca con una sonrisa llena de desprecio y levantó un hombro como para expresar la opinión que le merecía. Luego le dio un puntapié al perro que estaba debajo de la mesa.
—¿Para qué sirve ese perro sarnoso que arrastras contigo? ¿Ni siquiera puedes conseguir un perro presentable?
—¡No le pegues! —exclamó el hombre con una inesperada violencia en la voz.
—Yo hago lo que me da la gana. Todo lo que se me antoja. Detesto esos perros viejos y sarnosos.
Dio otro puntapié al animal, y el perro gimió bajo la mesa.
El hombre se alzó completamente de su asiento, musculoso y delgado, realmente amenazante.
—¡Que no lo toques, te digo! ¿Lo oyes?
Se le veía tan singularmente irritado que la mujer quedó perpleja, sin comprender su actitud.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te ha dado ahora? Por un perro insignificante …
Decididamente no comprendía la causa de esa reacción.
El hombre había vuelto a sentarse, pero no le quitaba los ojos de encima. Unos ojos de mirada peligrosa, encendida como una llama, con un rencor que parecía a punto de volcarse en forma terrible, pero cuya razón de ser era imposible adivinar. El forastero, que los veía por primera vez, se quedó pensando largamente en ellos.
Quedaron un momento sin pronunciar palabra y se hizo un completo silencio.
—No tienes que enojarte por lo que digo, Tobías; ya sabes que nunca pienso lo que digo —volvió a hablar la mujer—. De todos modos, bien podemos seguir siendo amigos, ¿no es así?… Yo me resentí porque te fuiste sin decir nada. ¿Por qué hiciste eso? ¿Creías que yo debía estar prendida a tus faldones? ¿Cómo puedes imaginarte cosa semejante? Díme, ¿por qué te fuiste, y dónde estuviste todo el tiempo…? Claro, no tienes porqué decirlo si no quieres, lo comprendo… Ya sé que no tengo ningún derecho a mezclarme en tus cosas… ¡claro…!
El perro dejó oír un apagado quejido debajo de la mesa. Ella se agachó y lo miró como pudo, en la penumbra.
—Es un perro rarísimo éste que tú tienes. Nunca he visto otro semejante… ¡Es tan feo! ¿Dónde lo has encontrado? ¿Acaso no sabes cómo debe ser un perro? Creí que lo sabías.
El hombre permaneció sin contestar, pero continuó mirándola con fijeza.
—¿Te acordás de mi perro, no? ¿Puedes recordarlo? ¡Ah… cuando pienso en él…! Tenía la piel negra y brillante, la grupa lustrosa, el hocico frío, y la lengua larga le estaba colgando siempre… ¡Ese sí era un verdadero perro! ¡Un perro de caza! Nunca te tuvo simpatía, no sé si te acordarás de eso. Pero no tiene nada de raro que se te echara encima… con lo fiel que me era… ¡Lo recuerdo tan bien a pesar de que hace ya tanto tiempo!… Ah, nunca podré perdonarte lo que hiciste con mi perro, nunca…
—¿Yo?
—Sí, porque fue por tu culpa que tuve que deshacerme de él, fue por tu culpa que tuve que matarlo… Sólo que debí haberlo hecho en seguida, cuando nos fuimos… Yo no hubiera podido verlo mezclado con perros ordinarios, piojosos y sucios. ¡No hubiera podido vivir entre ellos! ¡Un perro como el mío, acostumbrado a la libertad y a la vida del bosque! ¡Un perro de caza! ¡Ah, cuando vi que empezaba a parecerse a los otros, y que comenzaba a tener una mirada débil, asustadiza y acuosa…! ¡No conozco nada peor que los perros que dan lástima…! Bueno, no quiero pensar en eso; prefiero pensar en cómo era antes todo… ¿Te acuerdas cuando vivíamos juntos en el bosque, el perro, tú y yo…? Vivíamos de la caza… ¿Te acuerdas cuando te enseñé a cazar y a vivir como debe vivir un hombre… y a voltear un ciervo que huye?…
»¿Recuerdas cuando buscabas para mí un nombre extravagante y me llamaste Diana…? Eso no es ningún nombre, no hay nadie que se llame así, no es más que una palabra que tú buscabas. Pero a mí no me gustaba y tú acabaste por dejar de llamarme así. ¡Ah, qué linda era nuestra vida en aquel tiempo! ¿No es cierto? ¡Eh, contesta…! Hasta el día en que tuviste que regresar a tu cuartel o yo no sé cómo se llama eso; porque todo lo que ustedes los hombres inventan tiene unos nombres tan estúpidos, todo es tan estúpido y suena tan feo… ¡Diana!… Ese no es ningún nombre y nadie puede llamarse así… Pero nosotros lo pasábamos bien, ¿no es cierto? ¿No te parece?… Eh, ¿no te parece…? Ah, no son muchos los días en que se puede ser feliz, no, no son muchos… ¿O qué dices tú, Tobías? ¿No es así?
Él no contestó.
La mujer pasó la mano por la gastada madera de la mesa sobre la cual también descansaba la mano del hombre. El forastero miraba esas dos manos sobre la mesa.
Nadie dijo nada más.
Una voz ronca y grosera llegó desde el grupo de los borrachos:
—¡Qué haces allí sentada, por qué no vienes en seguida! ¡No vamos a terminar nunca la partida!
Ella hizo una mueca de disgusto y se levantó, vacilante, apoyándose ligeramente contra el borde de la mesa.
—Ahora estoy con esos crápulas. Ahora soy una de ellos. Después de todo, qué importa… Nada importa…
Sus ojos oscuros y muy brillantes se posaron un rato sobre el hombre, y luego fue a reunirse con los suyos.
—¡Está loca! —murmuró el hombre para sí mismo cuando ella se hubo alejado. Pero era visible que se hallaba impresionado.
—¿Hay algo de cierto en lo que ha dicho?
El hombre lanzó una mirada al forastero que le planteaba ese interrogante como si se preguntara qué podía importarle. Pero, aunque tardó en responder, era evidente que al mismo tiempo sentía la necesidad de hablar, de confiarse a alguien.
—¿Si lo que ha dicho es cierto? ¡Claro que es cierto…! En cierto modo. No del todo… Por lo menos no de esa manera…
—¿De qué manera, entonces?
—Bueno… Una vez vivimos juntos, en el bosque, como ha dicho, eso es cierto. Y también es cierto que eso fue maravilloso…
»Había perdido a los otros y andaba vagando solo… Sí, yo era soldado; era la guerra, por supuesto, como siempre… En realidad, yo era estudiante pobre, pero continuar los estudios en esa situación era imposible, todo era imposible; además la ciudad había desaparecido, no quedaban más que ruinas envueltas en humo. Por consiguiente, había que ser otra cosa, bandido o soldado, según las circunstancias, la diferencia no era demasiado grande. Por mi parte, me hice soldado. Y cuando estábamos por ver qué había en ese gran bosque cerca del cual habíamos acampado, porque los hombres de guerra siempre le temen al bosque, y a mí y a otros nos mandaron a ver si no había nada peligroso, sucedió que me encontré separado de los otros y empecé a vagar, completamente solo, alejándome cada vez más.
»Finalmente llegué a un sitio donde había unos árboles espléndidos, donde la hierba crecía en abundancia, y en medio del cual corría un arroyuelo. Allí, junto al arroyo, se hallaba una mujer. Al principio me costó creer que fuera una mujer, pero así era, y no un hombre, aunque lo parecía. Estaba inclinada hacia adelante, descuartizando un animal muerto, y a su lado había un perro que devoraba las tripas que ella le echaba. Cuando oyó mis pasos se levantó de un salto, con la rapidez del rayo, y se quedó con el cuchillo ensangrentado en la mano, lista para defenderse, mientras el perro me atacó, ladrando furiosamente y con tanto ímpetu que me tuvo a maltraer.
»Conservé mi serenidad, me le acerqué y le quité el cuchillo de la mano en el preciso instante en que ella levantaba el brazo, y con un tono de ligero reproche le pregunté si había tenido intención de matarme, pregunta totalmente inútil porque esa intención era evidente. Después le dije que sólo deseaba beber un poco de agua del arroyo y le pregunté si ello era posible. Como no me contestaba, me tendí a la orilla del arroyo pero advertí que la corriente estaba ensangrentada porque la mujer había lavado el animal que la vi descuartizando. Quedé un poco confuso y vacilante, y seguramente le dije algo sobre la sangre que había en el agua. Ella me miró con desprecio, y entonces descubrí por primera vez que, al sonreír, tenía la boca un tanto torcida, pero fuera de eso no tenía ningún defecto; era casi tan bella como puede serlo una mujer, y como sólo llevaba encima una piel de ciervo pude ver cómo estaba formada.
»Tanto te asusta un poco de sangre —me dijo con una sonrisa desdeñosa. En vez de responderle sacié mi sed.
»Una vez que hube bebido, la violé; y posiblemente un poco fue por culpa de esa sonrisa suya capaz de excitar a cualquier hombre.
»De modo que lo que ha dicho, pues, es cierto. Sin embargo, mi comportamiento no tenía nada de extraordinario ya que siempre obramos así cuando tenemos una mujer a nuestro alcance. Y ésta no era de las que uno puede abandonar fácilmente.
»También es verdad que el perro, que por un momento parecía haberse tranquilizado, se me echó encima ferozmente y me estuvo mordiendo todo el tiempo, de modo que me corría la sangre, pero eso no me preocupaba. Ella también pareció enloquecida de rabia al principio y me opuso una resistencia terrible, tanto que, sintiéndola tan fuerte, tenía la impresión de estar luchando con un hombre. Pero antes de que eso terminara ya nos habíamos hecho amigos, tanto como para no seguir luchando, y hasta se dignó darme un beso aun cuando su sonrisa, cuando sonreía, continuaba siendo desdeñosa.
»Así fue cómo empezamos. Después, frecuentemente me confesó que en realidad ella también había gozado mucho.
»Por mi parte, demás está decir que me sentía muy satisfecho con lo que había pasado, tanto que me quedé con ella, en el bosque, dejando que los otros creyeran que me había extraviado, lo cual, por otra parte, era verdad. Nunca hasta entonces había poseído una mujer semejante, y probablemente tampoco sean muchos los que puedan decir otro tanto. No se parecía a las demás mujeres, en ella todo era diferente. Con ella uno nunca se sentía seguro, y, cosa extraña, ella tampoco parecía sentirse muy segura, lo cual se veía en su actitud terca y provocativa. Había que estar siempre en guardia… porque así se mantenía ella también. Nunca se abandonaba por completo, y uno jamás sabía donde estaba, ni siquiera cuando uno se acostaba con ella, ni en el instante en que uno tenía la impresión de estar más cerca de ella. Era como una virgen a la cual nunca se lograba poseer verdaderamente.
»No podía ocultar su deseo por aquello que había conocido por primera vez, pero parecía tímida, casi asustadiza, tratando de evitar eso mismo que la hacía suspirar. Cuando llegábamos a eso, luchaba tanto como le era posible, sobre todo contra el abandono total, y jamás he visto una mujer que se mostrara tan atormentada justamente en el momento en que se sentía satisfecha. ¿Tal vez sería porque experimentaba un placer más intenso que las otras? ¿Puedes decirme por qué tienen las mujeres una sonrisa tan dolorosa cuando gozan al máximo de la existencia?
»Bueno, así eran las cosas entre nosotros. El amarla era algo penoso e inquietante, pero era justamente por eso que se le hacía el amor.
»Y por cierto que éramos felices. Allí vagabundeábamos por el bosque y acampábamos en cualquier parte, cuando así lo deseábamos o cuando el lugar nos agradaba. No tenía ningún sitio especial para quedarse, sobre todo en verano, y supongo que en el invierno se refugiaba probablemente en cualquier gruta. Había allí abundante caza, y sabía voltear los animales sin dificultad ninguna, con armas de caza muy sensibles, arco y flechas que ella misma había fabricado. Cuando yo trataba de emplearlas me era imposible porque estaba acostumbrado a otra clase de armas, más masivas. Tenía una puntería increíble, ninguna presa se le escapaba una vez que sus agudos ojos la descubrían mientras que yo, a menudo ni siquiera había tenido tiempo para mirarla. No tenía nada de extraño que yo la llamara Diana, pero como ella no había nunca antes escuchado ese nombre, no sabía lo que quería decir… en una palabra, no sabía nada. Pero no es por eso que dejé de llamarla así.
»Al anochecer encendíamos fuego para preparar nuestro alimento, y luego dormíamos durante la noche al lado de ese hogar, después de cubrir las brasas con un poco de tierra y musgo, como ella acostumbraba hacerlo.
»Cómo pudo llevar esta vida solitaria en el bosque es algo que no me explico. Pero sucedían tantas cosas curiosas, se encontraba uno con tantos destinos extraños, con tantas maneras raras de vivir, de subsistir, durante esa época de guerra y de peste, de inquietud, de completa confusión, que ya nada nos asombraba. Y si crees que ese tiempo ha terminado, me refiero a esos tiempos en los que se puede vivir de cosas increíbles, completamente inconcebibles, completamente ininteligibles, de cosas que ningún ser humano puede comprender… entonces te equivocas. Te equivocas por completo. Pero eso es otra historia… una historia muy distinta…
»Puede ser que sus parientes hubieran muerto o desaparecido durante la guerra y la peste. O que quizás no los haya tenido nunca. Lo ignoro. Nunca llegué a ver claro. Si le preguntaba, sacudía la cabeza, como si no lo supiera, o levantaba los hombros, como si la pregunta le resultara completamente inútil. Daba la impresión de no haber vivido jamás de otro modo que como entonces.
»Cuando me vi obligado a volver al ejército, al campamento, me siguió. Y si lo hizo debió ser porque me quería, porque se sentía ligada a mí de algún modo… o tal vez ya no podría renunciar a eso a lo cual la había acostumbrado. Sólo puedo decir que a pesar de mi gran deseo de hacerlo, nunca he ejercido ninguna presión sobre ella, que nunca la he arrastrado conmigo como ha dicho muchas veces, ella sabe que eso no es verdad. Ha decidido por sí misma, como lo había hecho siempre. Nadie puede ejercer sobre ella un verdadero dominio.
»Abandonó su bosque y su vida de cazadora para seguir al ejército, no hubiéramos podido hacer otra cosa si deseábamos seguir viviendo juntos. Y ya puedes imaginarte la clase de mujeres que allí se encuentran. Se convirtió en una de ellas. Y pronto levantamos el campamento y partimos hacia otros lugares, hacia nuevas aventuras guerreras y nuevos pillajes.
»Si poco tiempo después fue de todo el mundo en el regimiento, eso ya no es culpa mía. Claro que hubiera preferido guardarla para mí solo, pero eso no era posible a causa de los otros. Y no estoy muy seguro que de buena gana hubiera continuado contentándose conmigo, que le desagradara ser poseída por los otros, por muchos, y ser utilizada y apreciada como lo merecía. No es fácil ver claro en esas cosas, y cambió tanto que yo ya no la comprendía. Además, tampoco la había comprendido nunca, y nadie podía comprenderla. Era cosa que ni se les ocurría a los que se aprovechaban de ella. Por mi parte me sentía bastante atormentado por lo que estaba aconteciendo, pensaba siempre en eso, y no hay para qué decir que me sentía más enamorado que nunca cuando los otros también la poseían.
»No se nos ocurrió alejarnos uno de otro, ni separarnos, ni dejar de amarnos porque ella se entregara a tantos hombres. No, nada de eso. Estábamos atado el uno al otro y también se acostaba conmigo, y quizá había algo especial en nuestras relaciones, cuando estábamos juntos, porque los dos teníamos en común recuerdos de una época pasada, en la que todo había sido tan distinto. Ella no podía experimentar esas impresiones con sus compañeros casuales, con tantos otros. Éramos los únicos que teníamos recuerdos en común.
»Pero ya nunca fue como antes. Cierto es que siempre podíamos proporcionarnos placer mutuamente, si no exigíamos demasiado, y no necesitábamos mantenernos en guardia, ya no existía más tirantez entre nosotros, y en los momentos de amor ya no oponía resistencia sino que me besaba y me acariciaba todo el tiempo, desde el principio. Sin embargo, nunca más volví a llamarla Diana.
»La guerra se prolongó muchos años, y durante ese largo período su decadencia no hizo más que aumentar. A mí me sucedía lo mismo, aunque de otra manera, a todos nos pasa lo mismo. Era inevitable puesto que vivía en un ambiente de grosería, fornicación y borracheras, en medio de esas mujeres libertinas que el regimiento arrastraba consigo hasta el momento en que se hallaban tan gastadas, cansadas y enfermas que se iban quedando atrás o se las ahuyentaba a medida que las tropas encontraban otras nuevas a su paso por el país devastado y saqueado. Ella se volvió como las otras, o casi como las otras ya que exactamente igual no podía ser. Se le trasformó el rostro, se aflojaron y descompusieron sus rasgos firmes y jóvenes, su lenguaje se hizo grosero e impúdico, y la bebida hizo que su voz, que fue tan linda con su timbre grave, se volviera áspera y ronca. Comenzaba a convertirse en lo que es ahora y, claro está, me fue disgustando cada vez más aunque no por eso quise abandonarla. Siempre significaba algo para mí. Para los demás no pasaba de ser una de las tantas prostitutas del regimiento, pero para mí era algo diferente, algo que una vez había encontrado junto a un arroyo del bosque. A veces pensaba que su arco y sus flechas habían quedado en alguna parte, en medio de los pastos, y que los pastos les crecían encima.
»Por fin terminó la guerra… si es que la guerra termina alguna vez. A nosotros, los soldados, se nos envió a nuestros hogares, como se dice, aunque no tuviéramos hogar, y, a falta de algo mejor, nos convertimos en bandidos. Una banda de asaltantes que vagaba de un lado para otro apoderándose de lo que quedaba en ese país asolado y exprimido. Yo me uní a una de esas bandas pues qué iba a hacer, había que subsistir de cualquier modo. Y Diana me siguió, como antes. En los momentos difíciles estaba siempre pegada a mí, casi se diría que sin mí se sentía desamparada, como perdida en ese extraño mundo al cual aún no pertenecía por completo, no obstante la grosería de sus modales. Parecía no poder vivir sin mí, que conocía todo su pasado y sabía lo que realmente era. Como si experimentara la necesidad de hallarse siempre cerca de quien conocía todo eso.
»Entonces fue la prostituta de la banda de asaltantes, pues ahí también se necesitaban algunas; y a veces se las utilizaba de otra manera, cuando era más cómodo con una mujer que con un hombre. Tenía la ventaja de prestarse a las dos cosas a la vez, y en algunos casos se la utilizaba justamente por eso. Los hombres se reían, pero sabían aprovecharse. Y se reían porque los despreciaba, aunque sin creer en la sinceridad de su desprecio ya que de buena gana se acostaba con ellos. Pero su desprecio era sincero. A los hombres nos desprecia, nos desprecia a todos. Y al mismo tiempo quiere ser como nosotros. Quiere sentirse como un hombre o casi, y, en el fondo, es ella quien desea violarnos.
»Nos acompañaba en nuestras empresas y en nuestras ocupaciones a veces absurdas, y se revelaba de mucha utilidad en gran número de casos. Y eso de que esa existencia, a veces tan emocionante, y esa compañía, la de esa canalla como ella dice, le inspiraran tanta repulsión como pretende, no lo creo. Pienso que todo eso le agrada y que se complace con la rudeza de esos sujetos, aunque los desprecie y sea diferente.
»Pero íbamos apartándonos cada vez más el uno del otro, y yo hubiera preferido no tener nada más que ver con ella. Esta mujer masculina, con su boca oblicua y desdeñosa, su lenguaje impúdico y su mirada casi siempre inyectada de sangre, estaba muy lejos de la que había visto y amado en otro tiempo. Mis sentimientos se desvanecieron por completo dejándome tan sólo repugnancia y asco por todo lo que con ella tenía alguna relación.
»También experimentaba yo repugnancia y asco por todo ese género de vida, esa vida de bandoleros y borrachos, vida de criminales de toda laya, que parecían llenar el mundo entero, ese mundo que condenaban a una destrucción absurda, la vergüenza, la miseria y la desesperación. Esa vida de malhechor que yo mismo había llevado mucho tiempo, con los otros. ¿Por qué hacía eso yo también, por qué era como ellos? ¿Cómo podía soportar eso, y degradarme hasta ese extremo? ¿Cómo podía continuar así? Esas eran las preguntas que me formulaba a mí mismo, y me sentía cada vez más disgustado por esa existencia infame, y disgustado conmigo mismo.
»Y, sin embargo, ahí estaba, sin evadirme para comenzar una vida nueva, una vida propia. Lo cual, por otra parte, no hubiera sido muy fácil. ¿Cómo hacer? Seguí, pues, viviendo lo mismo que antes, a pesar de mi desprecio por ese género de existencia.
»Con todo, yo anhelaba un cambio, deseaba huir de mí mismo, escapar de los que me rodeaban. Por más que hiciera lo que hiciera, mis pensamientos giraban siempre en torno de eso. Algunas veces me volvía a la memoria algo que debía haber pensado o leído hacía mucho, algo que no recordaba exactamente, el recuerdo de que existía otra cosa, algo completamente distinto, algo que había olvidado que se había perdido para mí.
»Uno se pregunta demasiado de qué se va a vivir, y siempre se está hablando de eso. ¿Pero para qué debe uno vivir? ¿Me lo puedes decir?
»¿Para qué se debe vivir?
Su mirada clara se perdía a lo lejos, parecía ausente.
Afuera continuaba enfurecida la tempestad, y desde el oscuro rincón de los peregrinos adormilados llegaba el peso de su respiración y el murmullo de algunas voces que continuaban rezando. De ese lado se habían apagado las lámparas de aceite y sólo se distinguían las mesas.
—¿Es verdad que eres un peregrino? —preguntó el forastero al cabo de un rato—. ¿Cómo te has hecho peregrino?
Pasó un largo rato sin que el hombre contestara. Era evidente que le molestaba hablar de eso, que casi le repugnaba. Antes de decidirse, bajó los ojos hacia la mesa rústica, gastada y ennegrecida por el curso de los años, y varias veces pasó sobre ella su mano huesuda.
—No soy yo quien los ha abandonado —comenzó finalmente—. Yo no he abandonado la vida que llevaba… no fue así. Ese día no hice más que salir a caminar, completamente solo, sin ningún propósito determinado… eso no dependía de mí.
»Siempre me ha gustado vagabundear así para poder estar solo, para conocer la paz. Ese día sentí quizá más que de costumbre la necesidad de alejarme de los otros; descorazonado como me encontraba por esta existencia incomprensible, por lo absurdo de todo. Tal vez tenía conciencia de eso más que nunca. No paraba mi atención en nada, no sabía cómo había partido, ni adonde iba. Y después me perdí, nada más, ignoraba donde estaba. Y cuando lo advertí fue algo que me dejó indiferente. Siempre se regresa demasiado pronto, me dije.
»Ya antes había comprobado que esa región por donde vagabundeaba estaba desolada, ahora veía hasta qué punto lo estaba, y de qué modo. No era una tierra inculta sino una región cultivada, de campos abandonados, desde hacía mucho tiempo probablemente, pues se hallaban invadidos por los yuyos, y los arbustos y las zarzas mostraban que la selva los asaltaba de nuevo, que volvía a dominarlos. Por ninguna parte se veía un ser humano, ni un rastro de ser humano. Era un país abandonado.
»Fue un descubrimiento que no me sorprendió, se veía lo mismo en muchas partes.
»La guerra había cumplido allí su obra devastadora durante muchos años, impidiendo el cultivo de la tierra; quizá ni había ya gentes para cultivarla. Y después de la guerra había vuelto la peste, exigiendo muchas más víctimas que la guerra misma, y había regiones enteras que se hallaban despobladas y permanecían desiertas. Pero nunca antes había visto desolación semejante. Allí reinaban un silencio y un vacío muy especiales, un silencio que hubiera podido calificarse de solemne si no hubiera sido tan espantoso, un silencio que se le imponía a uno, que lo penetraba, me parecía. Por ninguna parte se veía una habitación humana. Pero a lo lejos se divisaban unos viejos árboles, que debían hallarse en alguna pendiente porque sólo se les veía lo alto de las copas. La distancia no era demasiado grande y, aun cuando el día estaba bastante avanzado, fui hacia allí para observar mejor el paisaje. Entonces, en ese angosto valle encontré una aldehuela de casas humildes, con sus establos, y una calle que se extendía a todo lo largo del valle. Descendí y seguí la calle.
»Las casas estaban vacías y casi todas sin puertas, no había más que un agujero negro que daba sobre lo que alguna vez fue una habitación humana. Las ortigas y otras malas hierbas empezaban a franquear los umbrales y a invadir el suelo de tierra pisada. Entré en varias de esas casas para ver si aún se encontraban seres vivos. Pero no los había, por supuesto. Y en el interior el vacío era completo, fuera de algunos utensilios caseros tirados en un rincón. Probablemente la aldea había sido saqueada después de lo que les sucedió a sus habitantes.
»He de decir que todas esas habitaciones desiertas me apretaron el corazón, aunque lo tuviera endurecido para esas cosas. Era mejor no preguntarse porqué había sido abandonada la aldea, pero se adivinaba sin esfuerzo que algo terrible, que algún cataclismo tremendo se había producido allí. ¿La habrían abandonado bajo la influencia del terror, de la desesperación? ¿Había sucedido de imprevisto? Una guerra, el terror, el hambre, una epidemia espantosa, uno podía imaginarse todas las miserias humanas para explicarse lo que había pasado.
»Recorría la calle de extremo a extremo sin descubrir el menor signo de vida humana. Pero en la última casa algo atrajo mi atención y me sorprendió. Esa casa no tenía buen aspecto, menos aun que las otras, pero tenía puerta. Y entre los yuyos parecía haber un sendero que conducía hacia la entrada… apenas se lo distinguía, cierto es, y ni siquiera estaba seguro de que fuera un sendero. En todo caso no debía haber sido utilizado desde hacía largo tiempo. El hallazgo me intrigó tanto que me aproximé a la casita.
»La puerta estaba cerrada. Cuando la abrí, entré en una habitación reducida que era la única en toda la casa. Se veía que estaba habitada, aunque las señales de vida no fueran muchas. Todo allí denotaba una extrema pobreza. Mirando en torno vi, contra una pared, una cama donde reposaba una mujer, con la cara vuelta hacia el techo y las manos juntas sobre el pecho. A sus pies se hallaba, acurrucado, un perro.
»El perro se levantó dejando oír un gemido y me miró con sus ojos tiernos y húmedos. Era un perrito hambriento, miserable, de pelaje escaso, amarillo y sucio. Cuando me acerqué, saltó de la cama y vino a frotarse un instante contra mis piernas, después volvió a acostarse como antes, a los pies de la mujer.
»Me incliné sobre ella. Entonces vi que estaba muerta. Su cuerpo descarnado yacía sobre un delgado colchón de paja, y los andrajos que la vestían ni siquiera alcanzaban a cubrirla. No parecía ni joven ni vieja, pues se hallaba tan deshecha que no era fácil determinar exactamente su edad. Después de todos los sufrimientos que debió padecer su rostro tenía una expresión de paz, de solemne tranquilidad. Me quedé inmóvil, mirándola, lleno de asombro, impresionado por ese encuentro inesperado con la muerte, impresionado por ese acontecimiento extraordinario después de mi paseo a través del paisaje desolado y la aldea abandonada. Pero lo más curioso no era el haberla encontrado allí, en su miseria humana, ni su muerte solitaria en medio de ese completo abandono. Sino…
—¿Qué? —preguntó el forastero viendo que el hombre tardaba en proseguir su relato.
—Lo más curioso es que estaba estigmatizada.
—¡Cómo, estaba estigmatizada! —exclamó el forastero con un violento sobresalto.
—Sí, así es. En seguida vi las marcas en sus manos; y cuando le quité los andrajos de los pies, estaban igualmente traspasados.
—¿Qué dices?
—Es incomprensible, pero así era.
—¿Estás realmente seguro?
—Completamente. Lo he visto con mis propios ojos. Y me quedé tan sorprendido y conmovido como tú… como tú pareces estarlo. Sí, me sentí dominado por una rara turbación, y la verdad es que no sabía qué hacer… Es inconcebible lo poco que uno sabe de sí mismo…
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir… Estaba allí de pie, y de repente caí de rodillas a su lado… ante ella…
—No…
—… Yo mismo no sé porqué.
El forastero permaneció callado, apretándose nerviosamente, una con otra, sus delicadas manos. Los dos quedaron un rato en silencio.
—Era evidente que no hacía mucho que había muerto —continuó luego el hombre—. Muchas cosas parecían demostrarlo, y en la pieza no se percibía ningún olor. Pero el cuerpo estaba tan enflaquecido que seguramente era por eso. Es probable que haya pasado mucho tiempo sin tener nada que comer. No pude encontrar ningún alimento en la casa. En el fogón todavía quedaba un poco de ceniza y algunos leños medio quemados. No encontré ningún indicio de lo que pudo haber precedido a su muerte.
»En el interior de la habitación el día comenzaba a declinar, y se hubiera podido pensar que yo me iría, que no querría quedarme en esa penumbra con una muerta, a quien además no conocía, con la cual no había tenido ninguna relación. Pero no quería abandonarla. No quería dejarla sola en la oscuridad durante la noche que seguía al día de su muerte, parecía que ya había estado demasiado sola. Era necesario que alguien permaneciera a su lado, que alguien la velara. Y puesto que yo había llegado allí por casualidad, por algo que no dependía de mí, era sin duda yo quien debía quedarse. Me senté en un banco, cerca de la chimenea, y en la habitación cayó la noche, envolviéndonos a la muerta y a mí. Y afuera la noche envolvía también el caserío y ese país desolado donde ya no existía ningún ser humano.
»Fue entonces, en el curso de esa larga noche, que decidí hacerme peregrino. Pensando en la suerte de esa mujer, en su sufrimiento indecible, en la manera cómo debía aspirar a otro Gólgota, donde los tormentos y las heridas no eran sólo los de un ser humano, donde se había cumplido un milagro en medio del dolor como una explicación; resolví ir en peregrinaje a ese lugar hacia el cual seguramente se dirigieron sus pensamientos durante el tiempo que duró su propia pasión.
»Deseaba hacerlo por ella, era lo menos que pudiera habérseme pedido. Deseaba hacerlo por ella. No por mí. Sí, por mí también, claro… Pero… Bueno, es algo complicado, yo tampoco lo comprendo bien…
»Todo era complicado esa noche, cuando adopté mi decisión, y todavía no veo claro… No, no lo comprendo realmente…
»Pero es algo que yo debo realizar, que es necesario que yo realice, suceda lo que suceda. Es un deber sagrado. Una promesa sagrada que he hecho. Que me he hecho… sí, a mí mismo.
Miraba al vacío, la frente arrugada, visiblemente atormentado por lo que se agitaba en él.
—La noche fue larga. Creí que no terminaría nunca. Y me pareció lenta, debo reconocerlo, pues por más que reflexionaba no alcanzaba a comprender. Pensaba en esa mujer que allí estaba, entre las sombras, en toda la miseria humana, y en mi propia miseria. En lo que tiene de incomprensible el destino de los hombres.
»Reinaba un tal silencio que yo tenía la impresión de que el mundo entero estaba muerto. Además, de dónde habría llegado el menor de los ruidos, nada podía turbar la calma en ese mundo completamente abandonado.
»Sin embargo, algo se hizo oír… creo que hacia la medianoche… como la aproximación de un caballo en la calle de la aldea, era seguramente un caballo por el ruido… y debía estar manco. No se apoyaba bien sobre una de sus patas, eso se percibía claramente, cada vez más claramente a medida que se aproximaba. Al extremo de la calle tomó el sendero que llevaba a la casa de la muerta, olfateó el muro, el tejado, le dio una vuelta a la casa, finalmente resopló ante la puerta, un largo rato. Tuve la impresión de que acostumbraba hacer así, de que acostumbraba proceder de ese modo. Tal vez sabía que allí quedaba aún un ser humano, uno de esos seres que habían vivido antes en la aldea. Un momento después se marchó, el ruido de su paso irregular fue alejándose cada vez más.
»Por fin apareció el alba y sentí como un alivio. Cuando aclaró del todo, el perro descendió de la cama y volvió a refregarse contra mis piernas, gimiendo. Después volvió a saltar al lecho y se acostó junto a la muerta lanzando unos breves aullidos lastimeros. Hizo lo mismo muchas veces, mientras yo continuaba mirando esa mujer a la que había unido mi destino y me preguntaba lo que debería hacer.
»¿O era ella quien me había unido a su destino? No podía decirlo.
»Comprendí que era indispensable pensar en enterrarla. La levanté… era tan liviana que parecía casi irreal… y la saqué afuera en esa maravillosa mañana, una mañana que era verdaderamente bella con los primeros rayos del sol iluminando las hierbas y los árboles. No lejos de la casa había una lomita, bien asentada bajo el sol, y allí la llevé. Y después de encontrar una pala en el pequeño establo que había cerca de la casa, la enterré. Durante ese tiempo advertí que los pájaros cantaban animadamente. Era raro, porque la víspera no había escuchado ningún canto de pájaro en ese paisaje desolado. ¿No los había habido, o simplemente no me había dado cuenta? Tal vez cantaban sintiéndose dichosos por la llegada de la mañana. Ellos tienen su propia dicha. ¿Por qué no habrían de cantar?
»Cuando hube tapado la fosa permanecí un momento con la cabeza baja, y no recibió ninguna otra muestra de devoción. No recité ninguna plegaria ni nada parecido, porque eso no está en mí. Y después abandoné esos lugares, seguido de cerca por el perro. Se encariñó conmigo y me siguió, y continúa siguiéndome.
»Y ahora hemos llegado aquí para unirnos a los peregrinos. Pero no soy uno de ellos.
Dejó de hablar. Y quedó luego sumido en sus pensamientos.
Se oía la tranquila respiración de los que dormían en la oscuridad. Algunos que quizá no lograban alcanzar la paz se agitaban de tiempo en tiempo.
—No, tal vez tengas razón —dijo el forastero— tú no eres uno de ellos. ¿Te agradaría serlo?
—Sí, es posible… en cierto modo. Pero probablemente no estaré en mi lugar entre ellos.
—¿Por qué?
—Cuando se arrodillan, rogando y confesando sus pecados, comprendo que eso no es nada para mí. Por mucho que haya pecado, yo no quiero comportarme así. No me gusta doblar mis rodillas. No lo he hecho nunca.
—Sin embargo, ante ella…
—Sí, por supuesto… Eso es justamente lo extraño, lo incomprensible. Lo he hecho ante ella. ¿Por qué? ¿Ante quién, realmente, he doblado mis rodillas? Me he hecho esta pregunta muchas veces. ¿Sabrías decírmelo tú?
A eso, el forastero se quedó sin responder. Y lo que pensaba de esa pregunta, no lo dejaba ver; mantenía la mirada fija en el techo, de modo que el otro no podía verla.
Por otra parte, el hombre aún no había encontrado esa mirada ni había pensado en ello. Estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos para atribuirle importancia a esas cosas, para prestar atención a quien se confiaba.
—Sin esfuerzo se comprende de quién había recibido esas heridas —recomenzó con voz más baja—. Y entonces era quizá por Él… Puede que sea por Él, en realidad, que he doblado las rodillas. Sí, ¿qué te parece? ¿Qué opinas de eso?
—¿Yo? ¿Qué tengo yo que ver?
—No. No, por supuesto. No tienes nada que ver. Sin embargo, me pregunto… me pregunto cuál es tu opinión.
—¿Cuál es mi opinión?
—Sí.
—Naturalmente, a mí me parece como a ti, que es ante Él que te has arrodillado. Pero ha recurrido a una manera muy curiosa para obligarte a eso.
—Yo también lo creo…
—Para tener una influencia sobre ti…
—¿Una influencia sobre mí…?
—Sí, una manera desacostumbrada, diría yo.
—¡Una influencia sobre mí!
—De eso precisamente se trata. ¿Si no, de qué?
—¿De una influencia?
—Sí. ¿No quieres que la tenga?
—No… No, no quiero que nadie tenga influencia sobre mí. Nadie. Ni Él ni…
—A pesar de eso vas en peregrinación hacia su tumba.
—Lo hago por ella.
—Por ti también, acabas de decirlo.
—¡Jamás se me habría ocurrido a mí una idea semejante!
—No. Cierto que no. Es verdad. Por eso te condujo al lado de la mujer estigmatizada que yacía sola, en completo abandono. Quizá fue el único medio que tuvo para enseñarte sus heridas, de las que de otro modo no te hubieras preocupado. Ahora ha sabido hacerte doblar las rodillas ante ella. Y hacerte un peregrino. Ha sabido llevarte a romper con todo y a hacerte uno de los muchos peregrinos que van hacia su tumba. Y para más seguridad, para que no olvides tu promesa, ha enviado el perro de esa mujer contigo…
El hombre miró con asombro al forastero que tenía a su lado, el mismo a quien antes había hablado sin prestar la más mínima atención. Dado lo escaso de la luz no podía verlo bien, no podía precisar los rasgos de ese desconocido que permanecía inclinado hacia adelante sin alzar los ojos, encorvado sobre sus finas manos que constantemente juntaba y separaba sobre sus rodillas.
—¡Qué bien debes conocerlo! —dijo con algo de desdén y de desconfianza, pero se advertía que estaba profundamente preocupado por lo que el otro acababa de decir.
Como no recibiera ninguna respuesta, continuó:
—Por mi parte, yo no lo conozco muy bien. Y no puedo decir que me sienta particularmente atraído hacia su tumba, hacia su Gólgota. Lo hago por ella, lo repito, por ella que deseaba tanto ese lugar. Qué es lo que yo mismo deseo, lo ignoro. Con frecuencia es así, uno ignora sus propias aspiraciones.
»Pero ella sabía. Y debía agradarle que otro tuviera una gran influencia sobre ella. Sí, eso debía agradarle. Pero ése no es mi caso.
Estiró las piernas debajo de la mesa y cambió de posición. El perro, al que sin duda había molestado, se revolvió y también cambió de posición, lanzando un gemido casi imperceptible.
—Tú debes conocerlo bien —prosiguió—. ¿De dónde sacas todo eso?
El forastero fingió no oírlo.
—¿Cómo sabes lo que hace cuando quiere apoderarse de un hombre, obligarlo a arrodillarse… y a hacerse peregrino? Si se toma realmente tanto trabajo por una sola persona, es muy curioso, me parece.
—No hay límites para el trabajo que se toma si se trata de alguien a quien ha elegido.
—¿Qué ha elegido?
—Sí. Entonces no larga la presa. No la deja escapar jamás. Ya nunca le devuelve la libertad… Pero bien se ve que tú no sabes lo que es eso de estar perseguido por Dios.
—¿Perseguido?
—Sí.
—¿Por Dios…? ¿Es posible?
El forastero calló. Se calló de modo tal que sus palabras se hacían aun más extrañas, más ininteligibles. Pero debía haber puesto en ellas un sentido especial. Por primera vez se le ocurrió pensar que el desconocido que estaba a su lado tenía quizá su propio destino, que no existía solamente para escucharlo hablar del suyo. Se quedó mirándolo largo rato, mirando su silueta desdibujada en la penumbra y las manos finas que no cesaban de juntarse y separarse sobre sus rodillas.
—¿Qué dominio tiene sobre ti? —preguntó de improviso.
El forastero pareció sacudido por esas palabras como por un rayo. Se incorporó, levantó la cabeza, y de repente el hombre, habiéndole visto la cara, encontró una mirada como jamás había visto en un ser humano, una mirada desolada que parecía provenir de otra época y de otro mundo, unos ojos que hacían pensar en unos pozos secos desde hacía mucho tiempo.
El hombre no recibió más respuesta que esa mirada. Los dos quedaron largo tiempo sin decirse nada. La lluvia y la tempestad envolvían la casa, los empañados tragaluces llameaban de tiempo en tiempo, y el trueno retumbaba en medio de las cumbres.
—¿Has buscado refugio aquí por la tormenta? —preguntó finalmente el hombre, por decir algo. El forastero hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.
—Lo comprendo. Pero es curioso que hayas llegado justamente hasta aquí. Cierto es que en estas montañas no hay otro lugar. Yo tampoco hubiera entrado si existiera otro paradero. Por cierto que no. Y cuando descendamos a las zonas habitadas no voy a elegir una posada para peregrinos… ¿Adónde piensas ir?
—¿Yo?… ¿Yo?…
—¿Sí? ¿Después de todo tú no eres un peregrino? ¿No vas ni al Gólgota ni a otra parte? ¿A otros lugares santos, tal vez?
—Para mí no hay lugares santos hacia los cuales pueda peregrinar.
—No… ¿Pero debe haber lugares santos, no?… Es decir… para los otros.
—Lo ignoro.
El hombre permaneció silencioso. Miraba al forastero.
—¿Y tú no te arrodillas ante nada?
—No.
—¿Ni ante Dios tampoco? El otro se calló.
—¿Y no te lo reprochas? Como yo me lo reprocho… a veces.
No hay hombre que tenga una razón para arrodillarse ante Dios.
El hombre se estremeció y movió sus piernas con cierta brusquedad. El perro se sintió golpeado y se puso a gemir debajo de la mesa. El hombre se agachó y lo miró.
—Cállate —le dijo, empujándolo con el pie. El animal continuó gimiendo.
La mujer a la que antes había llamado Diana volvió a su mesa, más ebria todavía que antes, y se sentó frente al hombre.
—Los cerdos, ahora están todos borrachos. Ya no puedo soportar su compañía. Hasta ese pillastre que los estafa vendiéndoles amuletos falsos y crucifijos está borracho. Y se hace pasar por monje, y quizás lo sea, no sé. Y ese Hubert que nunca me deja tranquila… ¡y todos los que están! ¡Todos los de esa pandilla están borrachos! Y de qué van a ser capaces mañana, si hay que hacer un trabajo honesto, es lo que me pregunto. Hay que ser sobrio cuando se quiere hacer bien un trabajo, ¿no es cierto? ¡Crucifijos que realizan milagros, se ha escuchado nunca semejante cosa! Les hace tragar el anzuelo para vendérselos. Y las indulgencias para todos los pecados que uno quiera, las ha fabricado él mismo, quiero decir que él mismo las ha escrito. Y sabe hacer trampas en el juego casi tan bien como yo… Ahí tienes la canalla a la cual me has empujado… ¡porque es culpa tuya si he caído entre ellos! Y después te haces el bueno, dices que vas a hacerte peregrino, que tienes que ir a la tumba del Salvador, en Tierra Santa; pero a mi me dejas aquí, en medio de bribones y bandidos que viven desvalijando a los peregrinos… ¡desvalijando a los que van allá! ¡Bah! ¡Qué hombre! No comprendo como nunca he podido tener relaciones contigo. El mismo Hubert, te lo digo yo, vale mucho más porque por lo menos es un verdadero bribón, nada más que un bribón, no una mezcla de bribón y de impostor salvado a medias como tú. Y él me ama, para que lo sepas, me ama sinceramente, y yo lo amo, aunque me repugne, como sólo un hombrachón regordete puede repugnar a una mujer… ¡qué asco!
—¿Y tú? ¿Quién eres tú? —se interrumpió de repente para volverse hacia el otro—. Cierto que estabas aquí hace un rato, ahora me acuerdo de ti. Tienes un aspecto curioso, tienes el aspecto de un muerto, muerto hace mucho… ¿Por qué no lo estás, entonces? Bueno, eso no es cosa mía. Que tienes unos ojos extraños, quiero decir… que podrían dar miedo.
»No dices nada, pero por eso quizá seas más inteligente. Casi lo pareces… con esos ojos, y viejo como debes ser; pero qué importa, nada importa, me río completamente de todo y de todos. ¡De todo!
»Después de todo, ¿por qué se quedan ahí, mirándome? ¿Eh? Y sin beber nada. No tiene sentido eso de estarse así. Además, ahí está la vieja Elisabet, es hora de apagar. Esos cerdos ya no podrán beber más. Miren, se los va a decir ¿lo ven? ¡Muy bien! ¡Pone orden en el chiquero! Orden y disciplina… y si eso no dura es porque ella no puede hacer nada. ¿No es así? ¿Es responsable de cómo son las gentes? ¿De lo que somos los que llegamos aquí, a su casa? ¿Eh? ¿Es culpa suya si toda la canalla imaginable se junta allí donde hay peregrinos? Ellos atraen un rebaño de bribones. Y esta casa está llena, como para reventar, de peregrinos, y entonces es de esperar que vengan todavía más bribones. ¡Y los peores bribones son ellos, los peregrinos! ¡Digan ustedes si ella tiene la culpa!
»No, Elisabet es una buena mujer, una mujer que no tiene defectos. A mí me gusta. ¡Me gusta!
»Puedo decirte que es la persona mejor que conozco, la única que verdaderamente es como se debe ser. Como se debería ser, si uno pudiera decidir por sí misma. ¿Pero quién puede decidir eso? Quién puede decidir… uno mismo… cómo…
Suspiró y se sonó fuertemente la nariz.
—Lo que ha hecho en esta casa desde hace años y años, sin distinciones entre los ricos y los pobres, los peregrinos y los pecadores comunes, no te lo puedes imaginar. Tal vez ni Dios haya tenido tiempo de anotarlo en su libro, no todo por lo menos, tanto ha hecho comprendes. Y ha vivido aquí toda su vida, desde el día en que fue arrojada aquí a través de esa puerta, la puerta que ves allá, por una mujer a la que se encontró después muerta de frío. Era una noche de invierno, o quizá de fines del otoño, y tuvo que sufrir y deslomarse de todos modos antes de llegar a ser la patrona de la posada, pero ahora lo es desde hace tanto tiempo como pueda uno recordarse. Y lo que ha visto y lo que le ha sucedido durante ese tiempo, a lo largo de su prolongada existencia, con las gentes de toda clase que pasaban por esta casa, puedes tratar de imaginártelo si quieres. ¡Qué es lo que no ha visto y qué lo que no ha hecho! . ¡Ah, nadie ha visto tanto como ella! No sé si entiendes lo que quiero decir por tanto. ¿Lo entiendes?
Una mujer anciana, de paso lento, algo claudicante, se aproximó suavemente a su mesa y les dijo que era hora de ir a descansar, que había que apagar todas las luces. Tenía el rostro arrugado y cansado como si, después de haber trajinado durante todo el día, tuviera ella también necesidad de reposo. Era de pequeña estatura, con esas caderas un poco anchas que tienen frecuentemente las viejas.
—Otra vez has vuelto a beber demasiado —le dijo a Diana, mirándola con sus viejos ojos grises. Se apoyó un tanto contra la mesa, como si hubiera tenido necesidad de ese apoyo.
—Sí, madrecita, es cierto. Por eso estás descontenta… pensar que siempre tengo que darte un disgusto.
Acarició la arrugada mano de azuladas venas sobresalientes.
—Oh, no, es necesario mucho más para disgustarme. Eso no es para tanto.
—Eres una maravilla ¿me perdonas, verdad?
—Naturalmente.
—Sí, tú lo perdonas todo.
—No tanto. No creas eso. Aunque todos parecen pensar así. Lo que hay es que dejo que otro se encargue de juzgar. Tal vez sea más severo que yo, pero también sabe mucho más. Yo no sé lo suficiente como para juzgar.
—¡Tú! ¡Tú sabes más que Dios Padre!
—Sí, sí, tú sabes más, así que él puede decir lo que quiera. Y juzgar como quiera. A mí sólo me preocupa lo que tú piensas, lo que piensas tú, y no tengo ganas de tener que vérmelas con Él.
—Digas lo que digas, tú tampoco te escaparás. Pero esperemos que será clemente contigo. Quizás encuentre en ti algo que le agrade, ¿quién sabe?
—No sé lo que eso podrá ser. Pero eso es cosa suya.
—Sí, precisamente.
La anciana se incorporó. Su mirada seria y penetrante se fijó un momento en el forastero, pero aparentemente no se sorprendió de nada. Ya no debía sorprenderse más de nada.
—Y bueno, hijos, tienen que ir a acostarse… y apagar la luz. Tú, Tobías, te encargarás.
Les deseó las buenas noches con un ligero movimiento de cabeza, y volvió a la oscuridad de la cual había salido.
Cuando se levantaron de la mesa, la mujer se acercó a Tobías, le acarició un poco la barbuda mejilla y dijo:
—¿Espero que no estarás enojado conmigo? —y moviendo apenas los labios, murmuró—: Si esta noche quieres algo, ya sabes que existo.
El hombre no contestó nada, se inclinó hacia adelante y sopló la llama de la lamparita de aceite que se hallaba sobre la mesa. Después se alejó, seguido de cerca por el perro. El forastero también lo siguió, y encontraron dos plazas sobre la paja, tan cerca de la puerta que nadie las quiso. Se tendieron en la oscuridad, el uno cerca del otro. El perro se apelotonó a los pies del hombre. Cuando el amo se movía porque no encontraba reposo, el perro también se movía y se apretaba contra él, con un breve gemido lastimero.
Pero el forastero permanecía completamente inmóvil, con los ojos abiertos en la noche.
A la mañana siguiente, cuando la posada volvió a la vida, los peregrinos se apresuraron a mirar a través de los vidrios empañados y comprobaron que la tempestad por fin había pasado y que el día prometía ser hermoso. La alegría producida por la idea de poder arreglar los equipajes y continuar el viaje se expandió en seguida, y todos quisieron acercarse a las ventanas para mirar. Alguien abrió la puerta grande de la entrada y el sol inundó el local. Salieron para asegurarse… ¡y sí, era una mañana verdaderamente resplandeciente! Volvieron a entrar, con prisa, a fin de terminar los preparativos para el viaje. Había que partir lo antes posible y cada cual se apresuró a arreglar sus cosas.
El vasto salón estaba lleno de gentes que hacían paquetes, metían sus cosas en sacos y bolsas o terminaban otros quehaceres antes de ponerse en marcha. Muchos cambiaban sus ropas, vistiendo las más convenientes para el camino; otros se dedicaban a una toilette sumaria con el agua que acababan de traer; las mujeres peinaban sus cabellos y una vez hechas rápidamente las trenzas las juntaban bajo las cofias. Había quienes curaban una vez más sus pies doloridos o lastimados extendiendo sobre ellos una pomada comprada a los buhoneros que circulaban entre ellos tratando de venderles otras mercaderías. Algunos de éstos abrían los cofrecitos de los amuletos, los rosarios y las imágenes piadosas, con la esperanza de negociarlos, pero nadie tenía tiempo para ocuparse de esas cosas. Había pillastres que querían aprovechar el último instante para apoderarse mediante un trueque de algún objeto de valor que pudiera poseer cualquier pobre diablo suficientemente ingenuo, y cambistas con los bolsillos llenos de monedas falsas que ofrecían sus servicios pretendiendo proveer a cada uno con la moneda del país al cual se dirigía. Un pobre viejo gritó que había sido robado durante la noche, cosa que descubrió en el momento de pagar algo, pero nadie se preocupó por él, nadie tenía tiempo para eso. Todo era agitación, idas y venidas precipitadas. Sin embargo, algunos daban vueltas en el mismo lugar, el rostro pálido y hundido y los ojos ardientes, insensibles a cuanto los rodeaba, balbuceando sus plegarias, desgranando sus rosarios. A veces se detenían, quedaban inmóviles, cerrando los ojos y apretando los labios, estrechando apasionadamente contra el pecho una crucecita. El singular forastero, al que nadie prestaba atención, los miraba con asombro apretar la pequeña imagen del hombre que un día había sido crucificado en el Gólgota, apretarla tan fuertemente que la cruz debía hacerles daño. Se volvió, pero su pensamiento continuó obsesionado por esas cosas. Apartada, sola, había una sordomuda a quien nadie conocía, de quien nadie sabía nada, ni de donde venía, ni por qué se había unido a los peregrinos. Al principio muchos se sintieron intrigados, pero luego, acostumbrados a su presencia, no se ocuparon más de ella. Esta mujer era una figura alta y descolorida, de cabellos pálidos y escasos.
Se oyó el son de una campanita que los invitaba a un momento de recogimiento, y todos interrumpieron sus ocupaciones y se arrodillaron. Hasta los buhoneros, los cambistas y los estafadores de diversa especie, todos unieron las manos y murmuraban la plegaria que se les hacía repetir. El único que permanecía de pie era el forastero, pero se mantenía apartado y nadie lo advirtió. Mirando esa cantidad de gente arrodillada, pensaba en el hombre con quien había hablado tanto la noche anterior y se preguntaba si se encontraría allí. No pudo verlo, pero sin embargo ahí debía estar.
Toda esa gente debía alimentarse antes de emprender la dura etapa del día, quien sabe cuándo podrían volver a comer. Se les sirvió el desayuno en las mesas de madera rústica, cerca de la puerta. Los vagabundos que se habían sentado ahí la noche anterior habían desaparecido, no se los veía más, probablemente se fueron en un momento cualquiera de la noche o del amanecer. Las mesas no bastaban para tanta gente, había que llegar a ellas por turno. Y, sin embargo, no todos los peregrinos se desayunaban allí sino solamente los más modestos, los más pobres. Los ricos tomaban su alimento en otra sala de la casa, y aún no se los veía porque, con sus caballos y sus coches, tampoco tenían prisa por partir. Junto a las mesas se multiplicaban los empujones, algunos repartían codazos y se servían sin discreción, preocupados por comer lo más que les fuera posible. Otros permanecían en sus asientos como si los hubieran clavado, masticando concienzudamente, y tampoco se privaban de beber, hasta el momento en que finalmente eran rechazados por los que también querían llenarse un poco el estómago. Pero la mayor parte se mostraban moderados, como conviene a los peregrinos. Algunos que deseaban mortificarse casi no probaban los alimentos y, mirando con repugnancia la glotonería circundante, cambiaban murmullos de indignación. Bastante tiempo pasó antes de que todo el mundo se sirviera.
Los guías llamaron entonces a los diferentes grupos que debían reunirse en el patio, delante de la posada, y todo el mundo se precipitó hacia afuera. La luz que les golpeó el rostro casi los cegó. El sol había tenido tiempo de ascender un tanto por encima de las montañas del oriente y sus rayos aún débiles iluminaban el inmenso paisaje, inundándolo con la claridad y la pureza de un día completamente nuevo, mostrando todas las cosas, hasta las más distantes, con tan maravillosa nitidez que se tenía la impresión de verlas por primera vez. Después de la lluvia todo tenía la frescura de una creación nueva, como si todo acabara de nacer esa misma mañana y regocijándose por ello. De todas partes llegaba un susurro de agua, de pequeños cauces, de arroyuelos brillantes y sinuosos que descendían por las pendientes o se arrojaban al vacío; todos los valles estaban llenos de su canto. Sí, era verdaderamente la mañana, la mañana de la creación, la mañana de la resurrección. Los viajeros miraban alrededor de ellos, encantados, agradecidos por ese milagro que relacionaban con su peregrinaje y que acogían como un regalo de lo alto que les estaba destinado. La nieve, la primera nieve, había caído sobre las montañas más altas, y las cimas blancas se elevaban hacia el cielo como un canto de alabanza. Y en su éxtasis los hombres entonaron un canto sobre la Jerusalén celeste, que se extendía en las nubes por encima de la claridad terrenal y que era la finalidad real de su anhelo, aquella hacia la cual se encaminaban. Aun cuando la tierra fuera tan bella, ellos aspiraban a esa Jerusalén. Pero en medio de los que cantaban, la alta sordomuda miraba en torno el vasto paisaje desconocido.
Un tanto apartado, el forastero observaba esas gentes con disimulo. Observaba sus rostros habitualmente insignificantes, banales como los de la mayoría de los hombres, pero que se mostraban iluminados por algo extraño, algo que no debía ser ellos mismos ni les pertenecía realmente, que era… sí, ¿qué? No lo sabía. ¡Cómo hubiera podido saberlo! Pero ese algo existía verdaderamente. Qué raro parecía que pudieran ser los mismos seres que acababan de disputarse el alimento y de quienes la mujer beoda había dicho cosas tan degradantes la noche anterior.
Por otra parte, ella también estaba allí, cerca de él, y también contemplaba la extasiada multitud. Estaba desencajada y pálida, muy distinta a la víspera, con un aspecto sombrío y deprimido. Pareció buscar a alguien en el largo cortejo de los peregrinos… después se adelantó… ya está, se adelantó y se puso a hablar con una mujer muy joven. Quizá era la muchacha que ganaba, prostituyéndose, el dinero para su peregrinaje, sí, probablemente era ella. Sin embargo, no llamaba la atención, ni era nada linda. Pero la mujer llamada Diana le hablaba en voz baja, emocionadamente, y parecía conmovida al despedirse, no quería soltarle la mano. ¿Envidiaba a la que partía esa mañana hacia algo diferente, algo a lo que ella era incapaz de aspirar, que a ella no la preocupaba? ¿La envidiaba?
La joven, por su parte, estaba serena y tranquila y parecía costarle comprender la agitación de la vieja y sentirse incómoda porque no le soltaba la mano. En sus rasgos verdaderamente feos, sin ninguna delicadeza, no se advertía ningún entusiasmo especial, tan sólo la satisfacción natural de la partida, del hecho de que la peregrinación pudiera continuar, pero tal vez había en sus ojos una llama imposible de ver desde tan lejos. Tantas cosas, hasta las más importantes, dependen de la distancia desde la cual se las ve, y el forastero no quería negar que pudiera haber en ella algo que se le escapaba.
Él también buscaba a alguien… al hombre llamado Tobías, el que le había relatado su extraño destino. Cosa curiosa… no se lo veía por ninguna parte. Era imposible que no estuviera allí, imposible que no se encontrara en esa compacta multitud. Era verdaderamente raro. Y el cortejo de los peregrinos parecía a punto de ponerse en marcha. Los guías revisaron sus grupos, los contaron una vez más y comprobaron que no faltaba nadie. Las dos mujeres demasiado débiles para poder caminar se habían acomodado sobre sus asnos, y un hombre que tenía un pie lastimado hacía rato que había montado sobre su mula, cuyos cascos golpeaban el suelo con impaciencia. Todo el mundo estaba listo. El único que faltaba era Tobías. Y nadie preguntaba por él ni pensaba esperar a que llegara puesto que, nadie sabía que era peregrino, y en realidad no formaba parte de los grupos.
La vieja Elisabet salió de la posada con su paso vacilante. Ella también quería ver la partida de los peregrinos. ¡Cuántos había visto partir para su larga peregrinación hacia ese país increíblemente distante, ese país del cual tanto había oído hablar pero nunca vería con sus propios ojos…! ¿Deseaba ir a verlo, marchar como ellos, en vez de ocuparse siempre de esta posada? ¿Lo había deseado alguna vez? No era fácil saberlo. Su viejo rostro arrugado, gastado, no decía nada. Su fisonomía no acusó ningún cambio cuando la fila de peregrinos se puso finalmente en marcha, entonando nuevamente el canto a Jerusalén, aun más exaltado, más lleno de júbilo que antes. Se limitó a seguirlos con su vieja mirada gris.
Pero Diana los miraba alejarse, con los ojos llenos de lágrimas, sobre todo a la muchacha, quien ni siquiera se dio vuelta sino que, lo mismo que los otros, sólo miraba hacia adelante. El forastero la oía sollozar.
A la cabeza de la procesión se alzaba una inmensa cruz de madera rústica. Se destacaba sobre las pendientes del sud, y cuando la procesión llegaba a una cima, parecía tocar el cielo. El forastero tenía fijos en ella sus ojos, la veía avanzar a través del inmenso paisaje, como si toda la tierra le perteneciera, seguida por todos esos hombres que hacían el camino a la pequeña ciudad, la colina insignificante donde había sido levantada un día. Finalmente quedó solo, mirando…
¡Ya no podría olvidarla nunca!
En eso seguía pensando mientras caminaba, en medio del paisaje, por la parte ancha del valle, donde estaba situada la posada.
Era muy extraño. Muchos habían sido crucificados en el Gólgota, en aquella pequeña colina adonde todos iban ahora en peregrinación. Sí, sobre la misma cruz que Él… esa cruz que decían la suya, que adoraban como lo más sagrado que había en el mundo… sobre ella habían sufrido también muchos otros, o la habían empleado mientras fue utilizable. Y así todas las cruces, antes y después de Él, todos cuantos habían sufrido el mismo suplicio. Pero solamente a Él se tenía en cuenta, los otros no contaban para nada, habían sido olvidados hacía mucho tiempo, nadie se había acordado de ellos ni se preguntaron la razón de su sufrimiento ni si eran culpables o inocentes. A nadie más que a Él se recordaba. Los demás habían sufrido exactamente del mismo modo que Él, pero su sufrimiento carecía de sentido y por eso fue olvidado. Sólo su sufrimiento tenía un sentido. Y Él lo sabía. Sabía que era así. Un sentido para todos los tiempos, para todos los hombres… debía estar penetrado de esa certidumbre cuando fue hacia su muerte expiatoria. No es demasiado terrible soportar lo que hay que soportar cuando se tiene conciencia de la importancia de su destino. Si es grande, si es excepcional, eso ayuda mucho a soportarlo. Ascender a una loma y dejarse crucificar no es ciertamente lo más difícil.
Se dice que su sufrimiento y su muerte es el acontecimiento más grande que haya conocido el mundo, el más significativo. Sí, puede ser, es posible. Pero cuántos han sufrido sin que su sufrimiento tuviera la menor importancia.
Así pensaba el forastero mientras caminaba en soledad. Inclinado hacia adelante, no miraba en derredor. ¿Por qué lo hubiera hecho? Pero levantó un instante la cabeza. Y en un valle que había a su izquierda vio a Tobías siguiendo el curso de un arroyo que corría al fondo. El hombre iba y venía sobre la tierra desnuda, donde casi había un sendero natural. Iba y venía sin pausa, seguido del perrito amarillento y sucio que se le pegaba todo el tiempo a los talones. Probablemente había buscado ese lugar para estar solo. El forastero se preguntó si debía dejarlo tranquilo, pero, después de haber vacilado un tanto, descendió la escarpada pendiente llena de ramas.
Al advertirlo, pareció que el hombre quería escapar. Pero no lo hizo, se limitó a volverse y fingió no darse cuenta de que alguien se aproximaba. Llegado al sitio de la tierra pelada, el forastero se dirigió hacia él.
Por más esfuerzos que hiciera para dominarse, era visible que el hombre se hallaba agitado. Y la llegada del forastero no pareció calmarlo. Pero éste tampoco estaba tranquilo ya que adivinaba que era él mismo la causa de aquella intranquilidad.
—¿Por qué no continuaste la peregrinación? —le preguntó.
Tobías se volvió vivamente y lo miró con una expresión de ansiosa interrogación.
—¡Porqué habría de hacerlo! ¡No soy un peregrino ni lo seré jamás!
El forastero bajó los ojos, evitando la mirada del otro. Pero había tenido tiempo de ver de qué naturaleza era aquella expresión. Y que el rostro desmedrado y huesudo estaba alterado.
—¿Y entonces, tu promesa?…
—¿Qué promesa?
—A ella…
—¿A la mujer te refieres? Bueno, ¿y qué? ¡Qué tengo que ver con ella!
—No… Pero tú has dicho…
—¡He dicho! Es posible. No lo decía tan en serio. Si hubiera que dar importancia a lo que se dice… Y no comprendo en qué te concierne eso, a ti. No tienes nada que ver con eso, en todo caso.
—No. Claro que no.
—No. ¡Entonces para qué vienes aquí, por qué corres tras de mí…!
El forastero no le respondió. Durante un instante ninguno de los dos dijo nada, ni se miraron tampoco.
—Puede ser —recomenzó luego Tobías— que haya pensado vagamente en hacerme peregrino. Pero es una idea que ya se me ha ido de la cabeza, en la que ya no pienso más. No estoy hecho para eso. Porque no creo en nada, ni considero, que yo sepa, que haya nada sagrado. Siendo así, ¿cómo me haría peregrino? Yendo en peregrinación a lugares que ellos llaman santos… pero que para mí no lo son. Un peregrino debe tener un firme propósito de realizarla. Y yo no lo tengo.
—Comprendo. Y en eso tienes toda la razón. Sin embargo, querías cumplir la peregrinación por cuenta de otra, me dijiste.
—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Quién me obliga? ¡Cada uno decide por sí mismo! ¡Por lo menos ese es mi caso! ¡Nadie tiene dominio sobre mí, ni ella ni…! ¡Sobre ti quizá la tenga ese crucificado, debe tenerla, por las apariencias, pero no sobre mí! ¡Qué tengo que hacer yo con Él! ¡Y con sus heridas! Me repugnan, sí, todas esas cosas me repugnan… ¡Y habría de arrodillarme ante ellas! ¡Yo! ¡Y tú te imaginas que Él podría hacerme arrodillar ante ellas! ¡Yo no me arrodillo ante nada, no, ante nada, no lo he hecho nunca…!
Se encontraba tan excitado que indudablemente se aproximaba al instante en que no sabría qué hacer, y apretó sus puños nerviosos y peludos como si hubiera tenido que defenderse contra alguien, pero ¿contra quién? Su mirada estaba completamente extraviada.
A sus pies el perro comenzó a gemir, quizá porque hablaban tan fuerte y con tanta violencia, y levantó hacia él sus ojos húmedos, entristecidos, con una mirada casi de reprobación. Cuando oyó esos gemidos, el hombre miró al animal. Y repentinamente pareció loco de rabia, y de un puntapié lo envió a lo lejos. Fue un gesto completamente imprevisto, que se produjo en un segundo.
Y un segundo después el hombre se hallaba como paralizado por su propia reacción, incapaz de comprenderla, sin poder explicarse lo que había hecho. Se quedó inmóvil, con los brazos caídos.
Después se precipitó hacia el pequeño cuerpo del animal. El puntapié había sido terrible, y le había dado en la cabeza, hacia donde inconscientemente lo dirigió porque era de allí que provenía la mirada. El cráneo estaba fracturado, y la sangre corría de la oreja y del hocico, entre los dientecitos blancos puestos al descubierto porque el labio superior había sido dolorosamente levantado. Un ojo colgaba fuera de la órbita, sangrante y manchado, sobre el cuello flaco, amarillento y sucio.
Tobías, fascinado, miró fijamente el cuerpo víctima de su brutalidad. Se agachó sobre el animal, temblando, se arrodilló a su lado y lo tocó para asegurarse que estaba muerto, aunque eso fuera evidente. No se percibía la menor señal de vida, ni respiración, ni el más débil movimiento de la caja torácica, nada. Y el músculo de la mandíbula había cesado de temblar. Una pata trasera se estremeció dos veces, después el perro quedó completamente inmóvil. Pero, no obstante, Tobías permaneció a su lado, lo que no tenía ningún sentido. No debía saber lo que hacía, y por otra parte no había nada que hacer.
Finalmente Tobías se levantó. Lanzó una mirada al forastero, una mirada llena de desesperación, que mostraba hasta qué punto se sentía deshecho. Pero no dijo nada. El otro tampoco dijo nada. Él también se hallaba muy conmovido. Ambos guardaban silencio. Sólo se percibía el murmullo del arroyo.
Así permanecieron largo rato, sin saber qué hacer.
Por fin Tobías acomodó el cuerpo entre unas zarzas, cubriéndolo de ramas. Luego se alejaron lentamente.
Cuando llegaron al albergue lo encontraron completamente vacío. No se veía a nadie por ninguna parte. Todos los peregrinos habían desaparecido. Las gentes de calidad habían partido también, pero en sus coches, y el caserón tenía un aspecto de abandono, con su puerta abierta y el viento que la golpeaba.
Tobías se recostó sobre un banco, con las piernas extendidas. Allí se estuvo, inmóvil, con la mirada en el vacío. El forastero tomó asiento a cierta distancia. Quedaron sin hablarse.
Al cabo de un largo rato Elisabet entró en esa habitación llena de corrientes de aire y los vio. Se asombró ante la presencia de Tobías, de quien conocía su intención de peregrinar hacia la Tierra Santa y creía que había partido con los otros. Empezó a hablarle, a hacerle preguntas. Él no contestó nada. Ella no pudo arrancarle una sola palabra, y se fue.
Pero después de haber permanecido acostado así durante unas horas —el sol había pasado ya el zenit e iluminaba las ventanas del oeste— Tobías se levantó, al parecer totalmente serenado, y comenzó a hacer su equipaje, un paquete sencillo e insignificante que terminó en seguida. Luego se lo echó al hombro y salió.
El forastero lo siguió. No podía dejarlo solo en ese raro estado, se formulaba a sí mismo muchos reproches, y ese hombre de ojos inquietantes le inspiraba un sentimiento de responsabilidad que nunca antes le había inspirado nadie. La escena del arroyo lo había trastornado, lo había sacudido, abriendo en él como un abismo… No hubiera podido explicar por qué, pero lo sentía así. Comprendía que debía seguir a Tobías, que estaba ligado a él de una manera inexplicable y no podía separarse. Y ahora que este hombre, por una curiosa razón, porque había matado un perro de un puntapié, comenzaba su peregrinaje, como evidentemente parecía tener la intención, él también debía partir, no podía abandonarlo. Estaban en cierto modo unidos.
Por su parte, Tobías no parecía contrariado de tenerlo por compañero. Más bien parecía desear que ese viajero desconocido no lo abandonara después de lo que acababa de suceder, que no lo dejara solo con ese recuerdo. Quizá también sentía que tenían algo de común después de ese incomprensible incidente, del que el otro había sido testigo por casualidad, sin que se pueda saber por qué lo había afectado tanto. Eso era algo que el forastero tampoco comprendía aún.
Como si hubiera sido algo completamente natural, abandonaron juntos el albergue e iniciaron su peregrinaje.
Pero alguien los llamó. Y al volverse vieron que Diana iba hacia ellos apresuradamente. De modo que ella había quedado allí. Y Tobías, que no la había visto desde la víspera, se mostró sorprendido de que no se hubiera ido con los suyos, con la banda de la cual formaba parte. Cuando le manifestó su deseo de acompañarlo, él rehusó con firmeza. Desesperada y furiosa al mismo tiempo, dirigiéndole amargos reproches e insultos a la vez, le rogaba y suplicaba que la llevara.
—¡Sin embargo, tú no tienes la intención de hacerte peregrina! —le respondió al fin.
—No, no pienso en eso. ¡De ningún modo! ¡Pero quiero estar contigo!
Eso no conmovió a Tobías. Pero cuando lo acusó de perversidad para con ella, diciéndole que era una crueldad arrojarla en brazos de esos miserables, obligándola a seguir viviendo con ellos, entonces pareció vacilar un tanto.
—¡Y pretendes ser cristiano! —le reprochó ella finalmente, con los ojos llenos de lágrimas. Entonces comprendió que ella tenía razón, que no podía obrar así, que debía permitirle seguir con ellos.
Los dos hombres esperaron a que ella se alistara apresuradamente, luego los tres se pusieron en marcha.
El sol brillaba todavía, pero había descendido tanto hacia el oeste que era evidentemente demasiado tarde para dirigirse el mismo día hacia la loma. Sin embargo, Tobías, que continuaba dando la impresión de encontrarse ausente, no prestó atención a ese detalle y los otros dos tampoco se daban cuenta. El cielo estaba limpio y el viento era casi imperceptible, de modo que el tiempo les pareció el mejor que pudieran imaginar.
Durante la marcha hacia la loma no se registró ningún incidente digno de mención como no fuera el que la mujer, en un momento en que caminaba al lado de Tobías, le preguntó de repente:
—¿Qué has hecho de tu perro sucio?
La mirada salvaje que obtuvo por respuesta la redujo a un brusco silencio y le hizo comprender que era mejor ser prudente, aún sin saber por qué. De todos modos era mejor que ese miserable animal no estuviera con ellos, que ella no tuviera el disgusto de verlo.
Llegaban ya a la cima. En torno a ellos todo estaba cubierto de nieve, hasta el valle que iban trepando y que se mostraba cada vez más agreste y cada vez más angosto. Se acercaban a la montaña. Cuando por fin llegaron, bastante cansados por la rudeza del ascenso, comenzaba a caer el crepúsculo y un viento helado les castigó el rostro, levantando la nieve recientemente caída sobre las pendientes en pequeños remolinos, inofensivos a la mirada de quienes no sabían lo que eso podía significar a semejante altitud. Continuaron y todavía pudieron distinguir el camino, aun cuando estuviera cubierto de nieve. Pero de repente, en un lugar donde ese camino rodeaba una roca prominente, un viento glacial cargado de un torbellino de copos de nieve se arrojó sobre los viajeros, golpeándoles fuertemente el rostro de modo que ya no vieron nada ante ellos. Fue algo tan imprevisto que se detuvieron, como cegados, sin hacer otra cosa que llamarse mutuamente para no quedar separados. Luego permanecieron indecisos, sin saber qué hacer. Pero Tobías, que ya había estado antes allí, sabía que un poco más lejos había una cabaña de troncos, construida para los peregrinos que llegados a ese sitio se vieran repentinamente atacados por la tempestad. Esperaba que por lo menos estuviera más adelante, que él y sus acompañantes no la hubieran pasado. Había estado tan ajeno a todo que no tenía ninguna seguridad. Por fin se recuperó y tomó una decisión: los otros dos debían permanecer donde se encontraban mientras él fuera en busca de la cabaña de troncos. Pero la mujer no quería que se alejara. Y como Tobías y ella no llegaban a ponerse de acuerdo sino que continuaban gritándose mutuamente bajo la tempestad de nieve, fue ella quien simplemente se puso en marcha para buscar el refugio. Ya había caído la noche y no se veía casi nada. La mujer se alejó y durante un instante Tobías, que tampoco podía abandonar al forastero, no supo qué hacer. Finalmente ellos también partieron en la dirección por donde ella había desaparecido, para buscar la cabaña, para juntarse con la mujer, intentando evitar que se perdiera. Pero sus búsquedas fueron inútiles.
Al cabo de un rato ella les gritó desde lejos que había encontrado la cabaña, luego deshizo el camino para guiarlos. Había comprendido que esa cabaña debía hallarse adherida al flanco de la montaña, al abrigo de las tempestades. Empujaron la puerta y una vez que hubieron entrado se dejaron caer por tierra, rendidos de cansancio.
Era una cabaña muy pequeña, construida con gruesos troncos sin descortezar; la mujer podía advertirlo en la oscuridad. Sobre el suelo había una espesa capa de algo que debían ser agujas de abeto. El viento silbaba entre los troncos, pero por lo menos se estaba al abrigo. Esta cabaña debió de haber sido construida recientemente porque aún se percibía el olor de la madera fresca. Diana encontraba que el lugar era magnífico. Esta aventura en las alturas había ejercido sobre ella un efecto vivificante, hacía mucho que no experimentaba una satisfacción semejante. Hacía mucho…
Aspiraba el olor de la madera fresca, y las agujas de abeto, afiladas y frescas, la envolvían. Acostada en la noche, sonreía… Luego se abandonó al sueño, contenta, casi feliz.
Y durmieron los tres.
Cuando se despertaron ya había aclarado. Pero no pudieron ver la posición del sol porque la tempestad continuaba y lo único visible eran los remolinos furiosos de la nieve amontonándose sobre la pequeña cabaña, sepultándola casi. La mujer, que lo advirtió por un tragaluz, se sintió muy feliz y dijo que así habría menos corrientes de aire. El pensamiento de que no podrían continuar la marcha sino que debían permanecer ahí, completamente bloqueados por la nieve, cosa que nunca le había sucedido, también parecía agradarle. Sacó un poco de pan y queso, de lo que tuvo tiempo de apoderarse en el albergue en el momento de la partida, y los dividió con sus compañeros. Eso fue como un regalo ya que no eran abundantes sus provisiones. Era evidente que se sentía contenta en esa cabaña, que le agradaba verdaderamente. Su rostro había recuperado gran parte de su frescura, sus ojos estaban límpidos y vivos. También era visible la satisfacción que experimentaba al hallarse nuevamente en compañía de Tobías haciendo esa clase de vida. Lo único que no le gustaba era la peregrinación que él debía realizar hasta ese país lejano, y que se obstinara en esa idea. ¿Qué tenía que hacer él allá? Le parecía que eso era estúpido.
—¿No te parece que es así, a ti también? —preguntó al forastero.
Pero el forastero no dijo nada. Los dos hombres permanecían en silencio cuando ella abordaba ese tema.
—¿Vas allí, tú también? —preguntó hundiendo su mirada en los ojos infinitamente viejos que le seguían siendo tan incomprensibles, tan completamente diferentes de los suyos que eran bien despiertos, bien de la tierra, como los de los cazadores.
Esta vez el forastero tampoco respondió.
—¿Es por causa de ese Crucificado? ¿Qué tienes tú que hacer con Él?
Como él no decía nada, ella alzó los hombros.
Tobías se callaba, pero se hubiera dicho que reflexionaba en esas palabras que le causaban una inquietud opresiva.
Entonces la mujer se puso a hablar de otra cosa, y él se mostró visiblemente aliviado.
El tiempo pareció mejorar por fin un poco, en todo caso el viento soplaba con menos fuerza, y comenzaban a preguntarse si sería posible arriesgarse a salir. Trataron de abrir la puerta, lo que era casi imposible a causa de la nieve que se amontonaba a medida que la empujaban. Pero poco a poco cedió lo suficiente como para permitirles deslizarse hacia afuera. Y casi debieron cavar un túnel a través de la espesa capa que se había amontonado entre la cabaña y el camino, pero después, como la nieve era menos profunda, pudieron avanzar sin demasiado esfuerzo.
El viento había disminuido realmente, y ahora les daba en la espalda. Pero debido a los copos blancos que continuaban remolineando no podían ver gran cosa, y debían adivinar el trazado del camino por donde era más lógico que pasara. La mujer parecía tener mejor intuición que los otros, y los precedía. El terreno se hacía bastante llano, apenas si ascendía. Y no habían caminado mucho cuando comenzó el descenso. Muros rocosos se entreveían a ambos lados. Del fondo del desfiladero les llegaba un débil murmullo de agua deslizándose bajo una débil capa de nieve, un agua activa, retozona, que de tiempo en tiempo aparecía bajo esa película fina y que parecía seguirlos.
De pronto la nieve dejó de caer y en torno de los viajeros todo se aclaró. Y al mismo tiempo el desfiladero se ensanchó y vieron que a sus pies, bajo los rayos del sol, se abría un amplio valle. Se hallaba allí como la entrada inesperada y acogedora de un dichoso país en cuya existencia era difícil creer, al menos como una auténtica realidad. Sin embargo, era un país real, con tierras cultivadas y pequeñas aldeas trepando la montaña cuya altura ya no era tan extravagante. Un país aparentemente creado para la felicidad y para un sol eterno.
La mujer se sintió trasportada. Avanzó largo rato en silencio, lo que era poco frecuente en ella, los ojos vueltos hacia ese valle, con una expresión de deseo completamente nuevo en su mirada. En verdad era como contemplar otro mundo, otro mundo muy distinto. ¡Pero qué distante parecía, aun cuando pudiera verse cada detalle! Sí, se trataba, en realidad, de algo por lo cual se podía suspirar.
A la altura en que se encontraban el paisaje era todavía agreste, y aun cuando el desfiladero se abría la montaña caía siempre a pique por ambos lados, con montones de piedra y barro, desmoronamientos de rocas, y zarzales donde había algo de tierra. El camino colgaba muy arriba, sobre la ladera, y en el abismo que tenían a sus pies oían la cascadita finalmente liberada de los hielos. La nieve también había desaparecido y soplos de aire tibio llegaban hasta ellos desde el amable país de allá abajo. Ahora caminaban con paso rápido, casi sin esfuerzo, en medio de ese aire suave.
De pronto descubrieron ante ellos un enorme carruaje volcado sobre la escarpada pendiente y que había sido detenido por unas rocas a medio camino hacia el abismo. Descendieron precipitadamente, tomándose de las ramas, y haciendo rodar bajo sus pies arena y piedras hasta que se acercaron. La parte anterior del carruaje estaba muy destruida y los caballos colgaban, muertos, entre el fango, con las patas rotas, y la sangre coagulada sobre las heridas. No se veía ningún ser humano y el silencio era absoluto y muy impresionante, lo cual no tenía nada de extraño dado que se había producido un episodio tan horrible. Todo estaba abandonado, sin ningún cambio, por quienes debieron haber sido sus testigos.
Sin embargo, observando más de cerca, descubrieron que en el interior de ese carruaje semicubierto se hallaba el aristócrata de nombre distinguido, que yacía de espaldas, con la garganta cortada. Había quedado sentado en su elegante coche, pero recostado hacia atrás y sin vida. El cofre había desaparecido, no se lo encontraba en ninguna parte; y tampoco se veía a ninguno de los numerosos servidores y lacayos que lo acompañaban siempre, y que adivinaban sus deseos y lo servían aun antes de que él les ordenara nada. Ninguno de ellos estaba allí, el caballero estaba absolutamente solo.
La mujer comprendió perfectamente lo que había sucedido, de ello se sentía casi segura. Al ser atacado, los servidores habían huido luego de haber castigado a los caballos con todas sus fuerzas, sin ningún deseo de sacrificar sus vidas por ese hombre ante quien acostumbraban arrastrarse como si su existencia no tuviera otra razón de ser. Cuando los bandidos le cortaron la garganta y se apoderaron de ese cofre que cuidaba tan celosamente y del cual no quería separarse dado que lo llevaba en su propio carruaje, ellos lanzaron los caballos y el coche hacia el abismo para que se creyera en un accidente, por más que esa garganta cortada no hiciera aceptable semejante explicación, pero eran gentes que nunca habían de pensar en todo.
Es así cómo la mujer explicaba lo sucedido, y probablemente tenía razón.
—Sí, ese cofre no había de llegar nunca a Jerusalén —concluyó—. ¡Yo ya lo había dicho!
Se quedaron mirando el aniquilamiento de lo que alguna vez representó tanta riqueza. De todo eso no quedaban más que ruinas y muerte. Tobías avanzó hasta los dos bloques que habían detenido el carruaje para observar a uno de los caballos allí apresados, que parecía mostrar algunos signos de vida, pensando que, en ese caso, se debía impedir que siguiera sufriendo. Pero se había equivocado, el animal estaba muerto.
Mientras tanto, la mujer se quedó mirando por encima del estrecho desfiladero, observando inconscientemente todo con su mirada penetrante. De repente vio que en el aire límpido de la montaña brillaba una flecha lanzada desde el lado opuesto, probablemente desde algún matorral. Sin duda ninguna estaba dirigida contra ellos… y antes de que trascurriera un segundo advirtió que estaba destinada a Tobías, que era a él a quien se apuntaba. Lanzó un grito, pero Tobías, que le daba la espalda, no comprendió de qué se trataba y, por otra parte, tampoco hubiera podido desplazarse con rapidez porque las rocas no se lo permitían. Con la velocidad del rayo corrió hasta él y lo cubrió con su cuerpo en el último y preciso instante en que la flecha llegaba silbando.
Oyó el agudo silbido y sintió luego una picadura casi imperceptible en el pecho, algo que no producía dolor. Una sonrisa triste se le dibujó en el rostro al tiempo que llevaba la mano al corazón. Y en seguida se desplomó.
Todo había sucedido velozmente. El forastero fue el primero en comprender lo que pasaba y corrió hacia ella. Cuando Tobías se volvió descubrió con asombro que la mujer había caído a tierra, ensangrentada, con una flecha en el pecho. Se arrodilló junto a ella y le arrancó el arma. Entonces ella lanzó un gemido y le dirigió una mirada de reproche, pues en ese momento parecía sufrir demasiado mientras que la flecha la había penetrado sin causarle dolor.
Con expresión feroz paseó su mirada por el paisaje circundante, como si hubiera podido descubrir de dónde provenía la flecha y comprender qué era lo que realmente había pasado. Pero todo permanecía sereno y quieto, no se veía ningún arquero, nada se movía por ninguna parte, ni de éste ni del otro lado del valle, y en realidad nada se había movido antes tampoco. Sólo había caído una flecha. Era algo incomprensible. ¿De dónde? ¿De quién?
Con el corazón desgarrado, desesperado, se inclinó ante esa mujer que le había salvado la vida, que por él había sacrificado la suya. Cuando con su máxima emoción le dijo a la moribunda lo que sentía, ella se contentó con dirigirle una sonrisa… una sonrisa triste. Había empalidecido muchísimo, lo cual la hacía muy bella, tan bella como lo fuera antes, hacía mucho, mucho tiempo. En ella todo volvía a ser puro y bello, ya nada había en ella estragado o alterado por algo extraño, por algo que en verdad no le había pertenecido nunca. De eso no quedaba ya ninguna huella.
Ella acarició suavemente la mejilla consumida y barbuda de Tobías y con su voz grave le dijo muy suave:
—Deseo que llegues hasta esa tierra que tanto anhelas.
Él le acarició la larga cabellera taheña que le caía desordenadamente sobre el rostro pálido. Pero no pudo pronunciar una sola palabra.
Entonces ella murmuró, mucho más débilmente que antes, porque las fuerzas le faltaban:
—Llámame Diana… una… vez… más—… Él se agachó y la miró en los ojos como desde mucho tiempo antes no lo había hecho. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Por qué no…?
—Diana… Diana… diosa de la caza…
Ella sonrió, casi feliz, con lo que Tobías comprendió que lo había oído. Y así murió. Pero quedó sonriendo dulcemente.
Un poco más allá, sobre una cuesta del valle que daba al mediodía, se alzaba un viejo roble. Ahí la enterraron, para que reposara bajo su propio árbol, el árbol de Diana. Hasta allí la llevó Tobías en sus brazos, pues no quería dejarla en aquel angosto desfiladero donde había muerto y donde sucedieron tantas cosas espantosas. El roble tenía una copa particularmente oscura, pues pertenecía a la especie que permanece siempre verde y era el verdadero árbol de Diana. Por su verdor secular se distinguía de todo cuanto lo rodeaba en la montaña.
Después se sentaron a conversar al lado de la tumba. Tobías se mostraba abatido y no cesaba de dirigirse reproches porque sabía la causa de su muerte: había sido injusto con ella, no la había protegido suficientemente, no había pensado en ella como hubiera debido, en lo que ella era realmente… había tantas cosas de las cuales debía reprocharse.
Para asombro suyo, el forastero no se mostraba tan convencido de que él fuera el culpable de su muerte… Era verdad que Diana se había sacrificado por Tobías, que se había precipitado para protegerlo con su propio cuerpo, y sin embargo, no estaba convencido de que esa fuera la verdadera causa de su muerte.
—¿Qué quieres decir? No entiendo nada.
—Quiero decir que no es absolutamente seguro que la flecha te estaba destinada.
—¿Para quién sino? Tenía que ser para mí a quien apuntaba, creería que yo le había quitado esta mujer. Es indudable, es muy fácil de comprender.
—Sin embargo, no has encontrado ninguna señal de alma viviente cuando fuiste al otro lado, nada que indicara la presencia de nadie.
—No, tienes razón, es verdad. Y resulta muy extraño, tengo que reconocerlo.
—¿Por qué se habría de quedar un hombre allí?
—Sí, tienes razón. Pero, entonces, ¿quién podría ser el arquero?
—Eso no es fácil saberlo. Yo no sé. Empero, no es del todo imposible que la flecha le haya estado destinada.
—¿A ella? ¿Ella? Sin embargo, la flecha estaba dirigida hacia mí. Bien lo has visto tú mismo.
—Era imprescindible. Si la flecha hubiera estado dirigida precisamente a Diana, ella no hubiera tenido la ocasión de morir por ti. Y era necesario que así fuera.
—¿Qué quieres decir…?
—No quiero decir nada. Me limito a declarar que no sé nada. Que no puedo encontrar una verdadera explicación. Por otra parte, puede ser que esa explicación no exista. Es lo que pasa a menudo.
—Con todo, ¿no crees que ella quería morir?
—No. Creo que es la flecha la que quería que ella muriera. Y que tuviera una muerte feliz. Y la ha tenido. ¿No es así?
Y pensó para sí mismo, sin decirlo: ¡Qué felicidad la de poder morir! Ese es el país al que verdaderamente se debe aspirar… El país de la muerte, la tierra santa…
Quedaron un momento silenciosos.
Luego se levantaron y siguieron su camino.
Cuando llegaron al pie de la montaña, a las tierras cultivadas, comenzaba el crepúsculo. Sobre la cuesta, no muy arriba, había una aldea, o tal vez fuera mejor decir una pequeña ciudad, en todo caso un muro la circundaba. Las casas estaban colgadas de la montaña, unas al lado de las otras, todas parecidas, con paredes blancas casi sin ventanas y techos de un color amarillo pálido. La ciudad estaba allí, iluminada por el sol del poniente. Decidieron pasar allí la noche.
Había un humilde albergue, donde se alojaron. Cuando se sentaron a la mesa, y mientras se servían su cena frugal, supieron que los peregrinos habían pasado por allí el día anterior, pero sin detenerse, y que ya debían hallarse lejos. Ante esa noticia Tobías sintió deseos de continuar la marcha, pero ello era imposible porque ya era de noche y se encontraban muy cansados. Tobías durmió con un sueño agitado, moviéndose para un lado y para otro. Y a la mañana siguiente, cuando tuvo que pagar, estaba muy emocionado, le temblaba la mano al entregar su dinero; el forastero comprendió lo que eso significaba, pero hizo como si no se hubiera dado cuenta.
Cuando recorrieron un trecho, Tobías abordó la cuestión.
Ella había tenido razón cuando lo acusó de haberse procurado el dinero para su peregrinaje por medios deshonestos. Era efectivamente con dinero mal habido, sustraído, robado, que iba a pagar el viaje a Tierra Santa si alguna vez llegaba al puerto desde donde partían los barcos. Hubiera querido arrojarlo lejos de sí, deshacerse de ese dinero que era realmente el dinero del pecado, ganado con el crimen, manchado de sangre… pero si hacía eso ya nunca cumpliría su propósito, no atravesaría jamás el mar para llegar hasta esa Tierra Santa que tanto deseaba. De eso dependía su peregrinaje.
Era algo que lo atormentaba pues le parecía que eso descubría toda su miseria, todo cuanto había de equívoco en su propósito como en él mismo. Se martirizaba pensando en ello.
—¿Soy un verdadero peregrino? ¿Lo soy? —exclamó, trastornado.
Y se sentó al borde del camino, la cabeza entre sus manos, sosteniendo su cara enflaquecida y barbuda, y la necesidad de apresurarse parecía haber desaparecido; estaba inmóvil, con los ojos fijos en el polvo del camino.
El forastero trató de ayudarlo prestando oído a sus palabras, la única ayuda que podía darle. Le escuchó hablar de sus dudas, de su inseguridad, de sus vacilaciones ante todo.
—¡Díme qué es lo que quiero! Yo mismo no lo entiendo.
Pero se atormentaba, obsesionado justamente por lo que no comprendía. Era algo que nunca lo dejaba tranquilo. Y bruscamente se levantó y volvió a ponerse en marcha. Tenía prisa por avanzar. Se hubiera dicho que su misma irresolución lo volvía impaciente. Como si con su exaltación hubiera querido ahogar en él la duda.
De esa misma manera retardaron el viaje muchas veces, sin avanzar con la rapidez con que hubieran debido hacerlo. Y en cada paradero, en cada posada, se les decía que los peregrinos habían pasado hacía ya mucho tiempo.
Finalmente llegó un día en que vieron el mar tendido a sus pies, extensamente abierto, y la pequeña ciudad con su puerto para los peregrinos, en su bahía rodeada de montañas. Una vista que a tantos peregrinos había llenado de gozo y de una esperanza infinita.
Estaban todavía lejos, pero esperaban llegar allí hacia la noche. Tobías se sintió exaltado y deseaba que se apresuraran cuanto les fuera posible. No dejaba de contemplar esa amplia superficie de agua… no había visto nunca el mar y el mar lo fascinó. Era un mar sombrío y muy agitado, blanco de espumas en la lejanía por el viento que soplaba desde tierra. El descenso les llevó más tiempo del que habían calculado porque el camino serpenteaba al flanco de la montaña y bajaba suavemente hacia el mar. El día llegaba a su fin y cuando llegaron a la ciudad era casi de noche. Apenas si tuvieron tiempo de franquear la puerta antes que la cerraran.
Sabían que había un convento donde los peregrinos acostumbraban alojarse esperando una ocasión para embarcarse. Ese convento no estaba lejos del puerto y preguntaron por el camino que los llevaría hasta allí.
Una llama pequeña brillaba a la entrada, junto a una imagen de la Virgen. Llamaron, y vino a abrirles un hermano. Cuando pidieron noticias del barco que debía conducir a los peregrinos a Tierra Santa, cuya partida sabían próxima, supieron que el barco había abandonado el puerto ese mismo día, en las primeras horas de la tarde, dado que el viento se mostraba favorable y que habían llegado los diversos grupos de peregrinos que se esperaban. Ya no saldría ningún otro barco de peregrinos porque pronto empezarían las tormentas del otoño, y nunca salían durante los seis meses del invierno.
Tobías quedó como aniquilado ante esa noticia. Le temblaban los labios y apenas si podía pronunciar palabra. Apenas si podía agradecerle al hermano del convento por su información, por la sentencia que sin saberlo acababa de pronunciar.
Porque era una sentencia. Una sentencia terrible para él, una señal que era absolutamente imposible dejar de comprender. En el preciso momento en que llegaba junto al mar, al puerto de los peregrinos, el barco con los verdaderos, los auténticos peregrinos, había partido, había izado las velas para la travesía sobre esas aguas desconocidas que llevaban al país adonde los otros llegarían, pero él no.
Así era. Y así debía ser.
Así era, y así debía ser… Tobías se repetía mentalmente estas palabras, y esas palabras lo llenaban de una desesperación como nunca antes había experimentado, como ni siquiera hubiera imaginado que fuera capaz de sentir. Lo que estaba perdido, lo que nunca podría alcanzar, la experiencia que no le estaría permitido vivir, se le presentaba como la única cosa que pudiera tener algún significado, la única por la cual valía la pena vivir, la única por la cual se podía vivir y morir. Perder eso era perder su alma y en realidad no existir más, ni aquí, en el tiempo, ni en la eternidad, era perder toda esperanza. Se encontraba perdido en la noche, y sus ojos estaban llenos de desolación y desesperanza, y con una llama que no quería apagarse, aun cuando así debía ser, ahora y para siempre.
Los otros dos no advirtieron nada, porque era mucha la oscuridad y la lucecita que se hallaba junto a la Virgen no llegaba hasta él. Repentinamente se apartó de ellos y desapareció en medio de la noche. Se hundió en la sombra y ya no estuvo con ellos. El hermano del convento miró asombradamente al forastero y éste sólo pudo balbucear algunas palabras diciendo que no podía comprender… y que iría en busca de su compañero… El monje aprobó con un gesto, y se separaron.
Recorrió las inmediaciones y no pudo encontrarlo en ninguna parte. Lo buscó cada vez más y más lejos, por todas las calles de la pequeña ciudad, pero no se hallaba en ninguna parte. El forastero no podía comprender por qué se había ido… Les preguntó a los paseantes solitarios si lo habían visto, pero no habían visto a nadie.
Finalmente pensó que tal vez pudiera haber descendido hasta el puerto, aunque eso careciera de sentido, ¿qué podría hacer allí el desaparecido y a esa hora de la noche?
El puerto estaba oscuro y desierto. Un murmullo sordo y amenazador llegaba desde el mar, que debía estar muy agitado por el oleaje aunque era imposible observarlo desde la distancia. Era un puerto bien abrigado, formado por la naturaleza misma. Hasta el muelle parecía una construcción casi natural, apenas retocada en algunas partes. En el primer momento el forastero no pudo ver ningún ser humano ni tampoco ningún buque, solamente algunos pequeños barcos de pesca recostados sobre la orilla. Pero lejos, en el extremo del muelle, contra el flanco de la montaña, había un barco que evidentemente estaba a punto de aparejar. Bramaban las velas al viento al ser izadas, y fue eso lo que llamó la atención del forastero. Hacia allí se dirigió, para ver qué sucedía.
De un estay colgaba una linterna, y debajo en el muelle, unos hombres conversaban animadamente. Al aproximarse vio con sorpresa y estupefacción, que uno de ellos era Tobías. Cierto es que no lo reconoció en seguida porque se hallaba en el centro y los otros lo rodeaban. Eran tres individuos cuyo aspecto no inspiraba ninguna confianza, sujetos de dudosa catadura que, a juzgar por sus caras, hasta podían ser bandidos. ¿Cómo se encontraba Tobías entre ellos?
El forastero se acercó un poco más, aunque tomando precauciones para no ser visto, y pudo escuchar lo que decían.
Era evidente que le explicaban a Tobías que iban a Tierra Santa con su barco y que él podía ir con ellos si les pagaba bien. El forastero pudo oír que se hablaba mucho de la paga. Trataban de averiguar con cuánto dinero contaba el pasajero para fijar el precio. Era indudable que a Tobías le era difícil entenderlos, pero lo principal era fácil de comprender. Ellos afirmaban que iban realmente a Tierra Santa y que deseaban se les pagara con abundancia. Tobías estaba muy nervioso, su delgado rostro parecía casi afiebrado a la vacilante luz de la linterna.
Finalmente sacó su dinero, seguramente todo el que poseía, y le temblaba la mano al entregárselo a los hombres. Se lo arrebataron en seguida y se pusieron a contarlo con avidez. Era evidente que se asombraron al ver una cantidad tan grande, aunque decían que era demasiado poco pero que de todos modos lo llevarían con ellos.
De repente parecieron estar muy apurados, comenzaron a murmurar entre ellos que había que apresurarse. Los últimos preparativos para la partida se hicieron con mucha prisa y Tobías fue conducido a bordo casi como una bestia. Era como para pensar que existía una razón poderosa que obligaba al barco a partir cuanto antes. No era posible saber qué propósito inconfesable perseguían esos hombres, pero había razones para pensar que no todo era correcto. Hasta el mismo barco resultaba sospechoso mientras soltaba sus amarras y el viento sacudía sus velas sucias. Estaba lleno de abolladuras y mal conservado, en perfecta armonía con la canalla que lo conducía.
—¡La Tierra Santa! —gruñó el hombre que saltó a bordo después de soltar el último cable. Le dijo algo a otro compañero de la tripulación, de aspecto tan sórdido como el suyo, y los dos soltaron la carcajada. A Tobías no se lo veía por ningún lado.
El barco abandonó el muelle y las velas se hincharon en seguida. El viento había aumentado en forma sensible, debía soplar con violencia en alta mar. El barco salió rápidamente del puerto y fue desapareciendo poco a poco en la noche. El forastero se quedó mirándolo, lo siguió en su camino hacia lo desconocido. Por fin no se lo vio más, todo era sólo oscuridad.
—¿Por qué me persigues? ¿Por qué no me dejas nunca en paz? ¿Por qué no me dejas nunca?
¿Qué te he hecho para que tengas que vengarte, para que pienses siempre en tu venganza? Sólo te he prohibido que apoyaras la cabeza contra el muro de mi casa. Eso es todo. ¿No es eso todo?
¿No son muchos los que han hecho lo mismo que yo? Pero a mí no me perdonas, a mí no me olvidas nunca. Aunque hace ya tanto tiempo. Desde entonces son tantos los que han hecho lo mismo que yo, tantos que ni puedes recordarlos. Pero de mí te acuerdas, de mí no te olvidas nunca. Y yo tampoco me olvido de Ti.
¿Por qué me obligas a pensar siempre en Ti? En cómo pasaste por mi calle, arrastrando tu cruz. ¿Qué había de extraño en eso? Yo vivía en esa calle, y había visto ese espectáculo innumerables veces, desde mi infancia. ¿Cómo hubiera podido entonces atribuirle tanta importancia a eso, y especialmente a Ti? Si uno vive en una calle por donde constantemente pasan hombres que arrastran su cruz, ¿cómo se podría adivinar que un día uno de esos es el Hijo de Dios? ¿Cómo puedes exigir eso? Pides demasiado. Careces de compasión para mí, con tus exigencias.
Y crees ser el único con tu destino, con tu sufrimiento, con tu crucificción. Pero bien sabes que no es así. Tú no eres más que uno entre muchos, entre una multitud infinita. Sí, toda la humanidad está crucificada como Tú, el hombre está crucificado; Tú sólo eres aquél hacia quien se alzan los ojos cuando uno piensa en su propio destino, en su propio dolor, en la manera como se es sacrificado, y es por eso que te llaman el Hijo del Hombre. Lo he comprendido, he terminado por darme cuenta. Por darme cuenta que el hombre queda abandonado sobre su lecho de dolor en un mundo desierto, sacrificado y abandonado, tendido sobre un poco de paja, marcado por las mismas heridas que Tú. Que el dolor y el sacrificio se extienden sobre la tierra entera y a través de todos los tiempos, aunque seas Tú el único a quien se llama el Crucificado, el único entre todos los que han sufrido ese suplicio, y es en Ti en quien se piensa cuando se piensa en el dolor, en la angustia y en la injusticia. Como si no hubiera habido otro dolor que el tuyo, otra injusticia que la que se ha cometido contigo.
¿Pero quién les ha dejado crucificarte, quién te ha destinado al dolor y la muerte? ¿Quién te ha sacrificado… a Ti a quien Él llamaba su propio hijo, que te ha hecho creer que lo eras? ¿Quién ha exigido también ese sacrificio, como ha exigido tantos otros, el mayor sacrificio de todos, el sacrificio que jamás será olvidado, el sacrificio del elegido? ¿Quién ha sacrificado al Hijo del Hombre?
Tú debes saberlo, saber cómo es, Tú que te obstinas en llamarlo tu padre, aun cuando jamás se haya preocupado por Ti, jamás haya mostrado que te amara, pero que te dejó colgado allá cuando le clamabas desde el fondo de tu desesperación: ¡Por qué me has abandonado…! ¿Lo has olvidado? ¿Has olvidado cómo te abandonó?
¡Él sacrifica a los hombres! ¡Exige sacrificios constantemente, sacrificios humanos, crucificciones! Así es, si quieres oírme. Yo lo sé, yo que he arrastrado esta maldición a través de las edades, que la he arrastrado como Tú has arrastrado tu cruz, pero mucho más tiempo que Tú. La maldición que me señalaba como el enemigo de Dios, el negador, el blasfemador, el hombre sublevado contra Dios. Porque es Él quien me ha maldecido y no Tú. Lo sé, ahora por fin lo he comprendido. Tú no has hecho más que pronunciar las palabras que Él te inspiraba. Era Él quien poseía el poder y la venganza. ¿Qué poder tenías Tú? Tú no eras más que un pobre ser desamparado, sacrificado, abandonado. Ahora lo comprendo. Que Tú eras mi hermano. Que quien pronunció la maldición sobre mi cabeza era mi propio hermano, un desdichado Él mismo, un maldito.
Ahora lo comprendo todo. Porque ahora he arrancado el velo del santo de los santos y he visto quien es. Ahora ha perdido su poder sobre mí, por fin. ¡Por fin lo he vencido, por fin he triunfado sobre Dios!
Yo mismo he arrancado la maldición de mis hombros, yo mismo me he liberado de mi destino, lo he vencido. Sin tu ayuda ni la de nadie sino por mi propia fuerza. Me he salvado yo mismo. Yo mismo he obtenido la victoria. Yo he vencido a Dios.
Y por eso estoy ahora aquí y siento que la muerte se aproxima, la buena y caritativa muerte por la cual suspiro desde hace tanto tiempo. La que no debía serme acordada.
Ahora la siento venir hacia mí en su inmensa misericordia, como hermana de la vida, ella, que fingía no conocerme, viene y me acaricia la frente con su mano suave, la única que puede aliviar y dar la paz. Hacía mucho tiempo que nadie me acariciaba. Pero por ninguna mano he suspirado tanto como por la tuya. Ahora sé que no me abandonarás, que te quedarás a mi lado hasta el instante en que me llevarás contigo hacia tu reino, el instante en que me conducirás a tu tierra santa.
¿Desde cuándo estoy acostado aquí, en esta casa silenciosa? ¿Cuánto tiempo hace que he llegado aquí, cuánto tiempo ha trascurrido desde la noche de la tormenta en la que el peregrino que no era un verdadero peregrino huyó en la noche, hacia lo desconocido… hacia qué? ¿Desde que oía la tormenta en el mar, que crecía y crecía? ¿La que fue tal vez su pérdida? ¿O acaso ha llegado? ¿Llegado a qué?
Lo que él anhelaba, no lo sé. Pero debía ser algo de la mayor importancia. Aun cuando haya sucumbido durante la tempestad, aun cuando la canalla del barco no haya hecho más que robarlo y tal vez lo haya conducido hacia otra dirección completamente diferente, aquello a lo cual aspiraba debía ser de la mayor importancia. Así lo he comprendido. Debe existir algo que para los seres humanos es de la mayor importancia. Él me ha enseñado a comprenderlo. Algo que es tan importante que más vale perder la vida que perder la fe en ello.
Que ello sea así, yo mismo, el enemigo de Dios, el blasfemador, el negador, tengo que reconocerlo. Y lo reconozco de buena gana.
Más allá de los dioses, más allá de todas las falsificaciones y alteraciones del mundo sagrado, de todos los dioses distorsionados y de todos los engendros de la imaginación humana, debe existir algo que no es inaccesible. Que pese a nuestros vanos esfuerzos para alcanzarlo nos muestra cuán inaccesible es para nosotros. Más allá de esa cosa sagrada debe existir lo verdaderamente santo, a pesar de todo. Yo lo creo, estoy convencido.
Dios no es nada para mí. Sí, me inspira odio, porque me engaña justamente sobre este punto, me lo oculta. Porque nos oculta aquello a lo cual aspiramos cuando cree que aspiramos a Él. Porque nos aparta de eso.
Sí, Dios es lo que nos separa de lo divino. Lo que nos impide beber en la fuente misma. Yo no me arrodillo ante Dios. No, jamás me arrodillaré ante él. Pero bien que deseo acostarme al borde de la fuente y beber en ella, para calmar mi sed, mi sed devoradora de aquello que no puedo concebir pero cuya existencia es una certeza para mí. Tengo muchos deseos de arrodillarme al borde de la fuente.
Y tal vez es eso lo que ahora hago. Ahora que la lucha por fin ha terminado y que puedo morir. Ahora que por fin he encontrado la paz.
Ignoro lo que esa fuente esconde en sus tinieblas. Si lo supiera me sentiría seguramente espantado. Pero quiero beber en ella. Tal vez es precisamente su oscura profundidad lo que podrá apagar mi sed devoradora.
Estaba acostado y miraba la pequeña habitación blanca y desnuda, que para sus ojos empañados no tenía límites determinados, sino que sólo era algo limpio y claro donde descansaba. De afuera no llegaba ya el rumor del mar, como llegaba antes permanentemente… ¿o quizá ya no lo oía? Quizá todos los ruidos de la tierra, todos los rumores de la tierra habían desaparecido, ¿o no podía percibir ya nada de eso? Parecía evidentemente sumido en una especie de letargo. Un luminoso letargo.
Alguien abrió silenciosamente la puerta y entró. Ya no podía mover la cabeza ni distinguir claramente, pero sin duda era el hermanito lego, que se había ocupado de él y lo había cuidado con tanto cariño. Seguramente era él. Aunque ya no pudiera verlo.
De buena gana hubiera deseado ver su pequeño rostro arrugado y su constante sonrisa afectuosa, pero aun cuando se acercaba a su lecho ya no podía distinguirlo. Era verdaderamente desagradable eso de que no pudiera verlo. Que nunca más pudiera verlo. Nunca más podría ver un rostro humano. Era sorprendente que se sintiera triste por eso. Él, que durante toda su vida no había querido a nadie en forma tan especial y tanto.
Había algo de extraño en ese hermanito del convento que le tomaba la mano y lo cuidaba tan afectuosamente todo el tiempo. Tenía la impresión de reconocerlo por algo, de haberlo visto antes. Tuvo esa impresión desde el primer momento. Pero no podía comprender dónde ni cuándo. Probablemente era sólo algo que él se imaginaba. Pero viéndolo ir y venir por la celda con sus pies descalzos, cuyas plantas estaban completamente negras porque caminaba siempre con los pies descalzos, sentía que eso le era ya conocido, que era algo que recordaba. Sin embargo, no lograba descubrir qué relación tenía ese recuerdo con el presente.
Su enfermero no era un monje sino solamente un hermano sirviente que habitualmente se ocupaba de los enfermos, como ahora se ocupaba de él. Era el más humilde de los hombres y parecía de una bondad perfecta, de una bondad natural, y la verdad es que jamás podía uno asombrarse de que existiera un ser semejante. Quien iba a morir debía sentirse bien agradecido de que el último hombre que hubiera encontrado fuera ese.
Ahora sentía que el hermanito le arreglaba la almohada debajo de la cabeza. Era bueno sentirlo cerca. Pero sólo veía como una cosa grisácea, como una sombra a su lado.
De repente una gran luz radiante inundó la habitación. Era algo realmente extraño. Algo que se produjo de golpe, como un milagro.
—¿Qué es esta luz, esta maravillosa luz que veo? —murmuró débilmente, tan débilmente que el hermanito apenas lo oyó, pero adivinó cuál debía ser la pregunta del moribundo. Porque el sol acababa de atravesar las nubes e iluminaba directamente la pieza a través de la ventanita del muro que daba hacia el mar.
Se inclinó sobre el forastero y le explicó que las nubes se habían dispersado y que el sol caía sobre él. No quería decir otra cosa más que la verdad, tal como era. Y el moribundo pareció satisfecho de esa explicación tan sencilla de un hecho que lo había maravillado. Cerró los ojos, pero a pesar de eso sintió que la luz le daba en ellos, que la luz estaba ahí, que existía.
E inundado de esa luz terrestre que no tenía nada de extraordinario, abandonó este mundo.
El hermanito contempló largamente al muerto, miró despaciosamente ese rostro singular del cual ahora irradiaba una paz perfecta. Estaba lejos de ser ésa la expresión que tenía el peregrino cuando llegó en una noche de tormenta. ¿De donde provenía semejante trasformación?
¿Quién era ese forastero, ese extraño visitante? No lo sabía, nadie en el convento lo sabía. ¿Era verdaderamente un peregrino? ¿Era siquiera un cristiano? Nadie lo sabía.
Pero su paz era inmensa. Eso se podía ver.