118
Había ventanas a ambos lados de la puerta de la casa de Cleo, pero tenía persianas venecianas colocadas cuidadosamente para que ella pudiera ver fuera, pero era imposible que nadie pudiera ver dentro. Grace, inquieto delante de la puerta, llamó al timbre por tercera vez. Luego aporreó el panel de la ventana por si acaso.
¿Por qué no contestaba?
Volvió a marcar su móvil. Al cabo de unos segundos lo oyó sonar en algún lugar al otro lado de la puerta. Abajo.
¿Había salido y se había dejado el teléfono en casa? ¿Había ido a comprar comida o a la licorería? Miró su reloj. Eran las nueve y media. Luego retrocedió, para ver si podía vislumbrar algún movimiento en una de las ventanas de arriba. ¿Tal vez estuviera en la terraza, preparando una barbacoa y no oía el timbre? Retrocedió un par de pasos más y chocó contra un joven con la cabeza rapada que vestía unos pantalones de lycra y una camiseta y empujaba una bici.
—¡Lo siento! —dijo Grace.
—¡Tranquilo!
Le resultaba vagamente familiar.
—Vives aquí, ¿verdad? —le preguntó Grace.
—¡Así es! —El chico señaló una casa un poco más adelante—. Yo también le he visto alguna vez por aquí. Es amigo de Cleo, ¿verdad?
—Sí. ¿Por casualidad no la habrás visto esta noche? Me está esperando, pero parece que no está.
El joven asintió.
—Pues la verdad es que sí, sí la he visto… Antes. Me ha saludado desde la ventana de arriba.
—¿Saludado?
—Sí… He oído un ruido y he mirado hacia arriba porque me preguntaba de dónde vendría. Y la he visto en la ventana. Sólo ha sido un saludo entre vecinos.
—¿Qué clase de ruido?
—Una especie de estallido. Como un disparo.
Grace se puso rígido.
—¿Un disparo?
—Es lo que pensé por un momento. Pero no lo era, obviamente.
Todas las alarmas de su cuerpo se dispararon.
—No tendrás la llave, ¿verdad?
El joven negó con la cabeza.
—No. Tengo la del apartamento 9, pero me temo que la de Cleo no. —Luego miró su reloj—. Tengo prisa.
Grace le dio las gracias. Luego, mientras el hombre se alejaba, arrastrando su bicicleta, el inspector oyó varios golpes apagados muy claros que procedían justo de arriba. Al instante, su inquietud se transformó en pánico ciego.
Miró a su alrededor buscando algo pesado y vio un montón de ladrillos debajo de una lona azul, delante de la casa de enfrente, al otro lado del patio.
Se precipitó hacia allí y cogió uno, luego se quitó la chaqueta mientras regresaba corriendo, se envolvió la mano que sujetaba el ladrillo y dio un puñetazo en la ventana izquierda de Cleo y la rompió. Mala suerte si no pasaba nada y sólo había salido un momento a la tienda. Mejor esto que correr el riesgo, pensó mientras seguía reventando el cristal. Luego, con la mano libre, apartó algunas de las tablillas de la persiana.
Y mientras se apoderaba de él un terror frío y absoluto, vio el caos del agua, la pecera hecha pedazos, la mesita de café volcada, los libros desparramados por el salón.
—¡¡Cleo!! —chilló a voz en cuello—. ¡¡¡Cleooooo!!! —Volvió la cabeza y vio al joven de la bicicleta, que estaba abriendo la puerta de su casa y lo miraba asustado—. ¡Llama a la policía! —le gritó.
Luego, haciendo caso omiso a los fragmentos irregulares de cristal que quedaban alrededor del marco, Grace se subió al alféizar y, metiendo primero la cabeza en la habitación, aterrizó en el suelo con las manos, se puso de pie tan deprisa como pudo y miró a su alrededor como un loco.
Entonces vio el rastro de sangre en el suelo en dirección a las escaleras.
Muerto de miedo por Cleo, las subió corriendo. Cuando llegó al descansillo del primer piso y se asomó por la puerta abierta del despacho vacío, volvió a gritar su nombre.
Justo encima de él oyó su voz, apagada y tensa:
—¡¡Roy, ten cuidado!! ¡¡Está aquí!!
Sus ojos saltaron a las escaleras que llevaban al descansillo de la segunda planta. El dormitorio de Cleo a la derecha, el cuarto de invitados a la izquierda. Y la escalera estrecha que subía a la terraza. ¡Al menos estaba viva, gracias a Dios! Contuvo la respiración.
Ningún indicio de movimiento. Ningún sonido salvo los latidos acelerados de su corazón.
Debería llamar para pedir refuerzos, pero quería escuchar, oír todos los sonidos de la casa. Lentamente, paso a paso, tan silenciosamente como pudo con sus zapatos con suelas de goma, subió la escalera hacia el segundo piso. Justo antes de llegar al rellano, se detuvo, sacó el móvil otra vez y llamó al 112.
—Soy el comisario Grace, necesito ayuda inmediatamente en el…
Lo único que vio fue una sombra. Luego notó como si le atropellara un camión.
Al momento siguiente, estaba cayendo en el aire. Se despeñó escaleras abajo. Luego, después de lo que pareció una eternidad, aterrizó de espaldas en el descansillo, con las piernas levantadas encima de los escalones y un dolor agudo en el pecho, quizás una costilla fisurada o rota, pensó confuso, mirando arriba, fijamente a Brian Bishop.
Bishop estaba descendiendo las escaleras, vestido con un mono verde, con un martillo de orejas en una mano y una máscara antigás en la otra. Pero no era Bishop. No podía serlo, pensó su mente aturdida. Estaba en la cárcel. En la prisión de Lewes.
Era la cara de Brian Bishop. Su corte de pelo. Pero esa expresión no se parecía a ninguna que hubiera visto en el rostro del hombre. Estaba arrugado, casi torcido, por el odio. Norman Jecks, pensó. Tenía que ser Jecks. Eran absolutamente idénticos.
Jecks bajó otro peldaño, levantando el martillo, los ojos encendidos.
—Me llamaste «ser maligno» —dijo—. No tienes ningún derecho a llamarme «ser maligno». Debes tener cuidado con lo que dices de la gente, comisario Grace. No puedes ir por ahí insultando.
Grace miró al hombre, preguntándose si su teléfono aún estaría encendido y conectado al operador de emergencias. Con la esperanza de que así fuera, gritó tan fuerte como pudo:
—¡Apartamento 5, Gardener’s Yard, Brighton!
Vio que el hombre movía los ojos, nervioso.
Entonces, arriba, se oyó de repente un chirrido de madera sobre madera.
Norman Jecks giró la cabeza un instante y miró inquieto hacia atrás.
Grace aprovechó el momento. Se aupó apoyándose en los codos y le asestó una patada con el pie derecho, tan fuerte como pudo, justo entre las piernas.
Jecks profirió un grito ahogado y se quedó sin respiración, se dobló de dolor y soltó el martillo, que rodó por las escaleras y pasó al lado de la cabeza de Grace. El comisario volvió a levantar la pierna para darle otra patada pero, de algún modo, a pesar del dolor, Jecks se la agarró y se la retorció bruscamente con furia. Con un dolor terrible en el tobillo, Grace rodó sobre sí mismo en el sentido de la torcedura para impedir que el hombre se lo rompiera, sacudió el otro pie, golpeó algo con fuerza y oyó un grito de dolor.
¡Vio el martillo! Se lanzó a cogerlo. Pero antes de que pudiera levantarse, Jecks se abalanzó sobre él y le fijó las muñecas al suelo. Empleando toda la fuerza de su cuerpo, Grace embistió con los codos hacia atrás y se liberó, rodando sobre sí mismo otra vez. El hombre rodó con él y le propinó un puñetazo en el pecho, luego otro en la nuca. Grace se quedó con la cara en el suelo, respirando el olor del barniz de la madera, un peso muerto lo inmovilizaba, su garganta aprisionada por una mano que presionaba cada vez más fuerte.
Sacudió el codo hacia atrás, pero la mano siguió apretando, asfixiándole. Casi no podía respirar.
De repente, la presión aflojó. Una fracción de segundo después, el peso que le aplastaba el cuerpo se levantó. Entonces vio por qué.
Dos policías estaban entrando por la ventana.
Oyó unos pasos subiendo las escaleras.
—¿Se encuentra bien, señor? —dijo el agente.
Grace asintió, se puso en pie con dificultad —la pierna derecha y el pecho le estaban matando— y salió disparado escaleras arriba. Llegó al descansillo y pisó la máscara antigás. No había rastro de Jecks. Siguió subiendo hasta la segunda planta y vio la cara de Cleo, muy magullada y sangrando por un corte profundo en la frente, que miraba nerviosa por la puerta de su dormitorio entreabierta y destrozada.
—¿Estás bien? —le preguntó jadeando.
Ella asintió, en un estado de shock absoluto.
Oyeron un ruido arriba. Ajeno al dolor, Grace subió corriendo y vio que la puerta de la terraza chocaba contra la pared. Luego, salió cojeando a los tablones de madera y sólo vislumbró un destello verde oliva que desaparecía, en la luz mortecina, por la escalera de incendios al fondo.
Echó a correr, esquivó la barbacoa, las mesas, las sillas y las plantas. Bajó deprisa los peldaños metálicos y empinados. Jecks ya había llegado a la mitad del patio y se dirigía a la verja.
Ésta se cerró de golpe delante de la cara de Grace cuando llegó a ella. Pulsó el botón rojo de apertura, indiferente a todo lo demás, tiró de la pesada puerta para abrirla sin esperar a que lo alcanzaran los dos policías que tenía detrás y salió a la calle tropezándose, jadeando. Jecks le aventajaba por lo menos en cien metros, esprintando y renqueando al mismo tiempo por delante de una hilera de tiendas de antigüedades cerradas y un pub con música de jazz a todo volumen. Afuera la gente bebía; abarrotaban la acera y parte de la calle.
Grace corrió tras él, decidido a atrapar a ese mamón. Total y absolutamente decidido, todo lo demás en el mundo había quedado apartado de su mente.
Jecks dobló a la izquierda en York Place. El cabrón era rápido. Dios santo, qué rápido era. Grace corría al límite de sus fuerzas, el pecho encendido, los pulmones como si los tuviera aplastados entre dos rocas. No estaba recortando la distancia, pero al menos la mantenía. Dejó la iglesia Saint Peter a la derecha. Luego un restaurante de comida china para llevar, seguido de innumerables tiendas a su izquierda, todos los locales cerrados, excepto los de comida rápida, sólo las luces de los escaparates encendidas. Pasaban autobuses, camionetas, coches, taxis. Esquivó a un grupo de jóvenes, siempre con los ojos clavados en el traje verde oliva que se confundía cada vez más con la oscuridad donde York Place se convertía en London Road.
Jecks llegó a la intersección con Presten Circus. Tenía un semáforo rojo enfrente y una hilera de coches que circulaban delante de él. Pero cruzó y siguió por London Road. Grace tuvo que detenerse un momento porque pasaba un camión, seguido de una fila interminable de vehículos.
«¡Vamos, vamos, vamos!».
Giró la cabeza y vio a los dos agentes a cierta distancia. Luego, con absoluta imprudencia, se lanzó a cruzar la calle delante de los coches que le hicieron luces y un autobús que tocó el claxon.
Estaba en forma porque salía a correr regularmente, pero no sabía cuánto tiempo resistiría.
Jecks, que ahora estaba a unos doscientos metros de él, aflojó la marcha, volvió la cabeza, vio a Grace y aceleró de nuevo.
¿Adónde diablos iba?
Ahora había un parque a la derecha de la calle. A su izquierda estaban las casas que habían transformado en despachos y bloques de pisos. Captó la ironía de estar pasando justo por delante del Instituto para la Infancia, la Familia y la Educación del Ayuntamiento de Brighton y Hove, donde había estado hoy.
«Tendrás que empezar a cansarte pronto, Jecks. No conseguirás escapar. Nadie hace daño a mi Cleo y consigue escapar».
Jecks siguió corriendo, pasó por delante de un garaje, cruzó otra intersección y dejó atrás otra hilera de tiendas.
Entonces, por fin, Grace oyó el gemido retumbante de una sirena detrás de él. «Ya era hora, coño», pensó. Al cabo de unos momentos, un coche patrulla se colocó a su lado, la ventanilla del copiloto bajada, y escuchó un estallido de interferencias, seguidas de la voz de un controlador procedente de la radio del vehículo.
Incapaz apenas de hablar, Grace dijo jadeando al joven agente:
—Ahí delante. Ese tipo del traje verde. ¡Detenedle como sea!
El coche salió zumbando, la luz azul girando en el techo, y se detuvo en la acera justo delante de Jecks. La puerta del copiloto se abrió antes de que frenara del todo.
Jecks dio media vuelta y corrió unos metros en dirección a Grace, luego giró a la derecha, hacia la estación de tren de Presten Park.
Grace escuchó que se acercaba otra sirena. Más refuerzos. Muy bien.
Siguió a Jecks obstinadamente por una colina empinada flanqueada de casas a ambos lados. Delante había un muro de ladrillos alto, con un túnel de acceso a los andenes y la calle al fondo. Había dos taxis aparcados.
Enfrente de la estación se abría una zona de recogida de pasajeros; había un par de taxis esperando y una calle residencial sin asfaltar a la derecha, que discurría paralela a las vías del tren durante varios cientos de metros.
Jecks entró en ella.
El primer coche patrulla pasó a toda velocidad por delante de Grace, siguiendo a Jecks. De repente, el hombre volvió sobre sus pasos, penetró en el túnel, subió los escalones que conducían al andén sur y pasó por delante de una joven con una maleta y de un hombre vestido de traje.
Grace le siguió, esquivando a más pasajeros, luego vio a Jecks corriendo por el andén. La puerta del último vagón estaba abierta y el jefe de estación hacía señales con la linterna. El tren comenzó a moverse.
Jecks saltó del andén y desapareció de la vista de Grace. ¿Había bajado a la vía?
Luego, mientras el jefe de estación pasaba a su lado, el tren acelerando, Grace vio la luz roja trasera. Vio a Jecks, agarrado a la barandilla en la parte posterior del último vagón, los pies colgando peligrosamente de un tope.
Grace gritó al jefe de estación:
—¡Policía, pare el tren! ¡Hay un hombre colgado en la parte de atrás!
Por un momento, el tipo, un joven larguirucho con un uniforme que le sentaba muy mal, se quedó mirándolo asombrado mientras el tren seguía acelerando.
—¡Policía! ¡Soy policía! ¡Pareeeeee! —volvió a gritar.
El jefe de estación, que ahora estaba varios metros delante de él, apenas podía oírle.
El hombre se metió en la estación y Grace oyó un timbrazo estridente. De repente, el tren comenzó a aminorar la marcha y, con un chirrido de los frenos y un silbido del sistema de presión, se detuvo a sacudidas cincuenta metros más allá del final del andén.
Grace bajó la rampa y accedió a las vías, sin pisar el carril conductor, tropezando con el balasto suelto y lleno de maleza y con las traviesas.
El jefe de estación también saltó y corrió hacia Grace, iluminándole con su linterna.
—¿Dónde está?
Grace señaló. Jecks, mirando con miedo el carril conductor, pasó con cuidado al tope de la derecha, luego saltó, pero no lo suficiente, y rozó con el pie derecho el segundo carril de contacto. Hubo un destello azul, un chisporroteo, una ráfaga de humo y un grito. Jecks aterrizó sobre el balasto en el centro de la vía norte con un estruendo seco, luego se desplomó, se golpeó la cabeza en el raíl externo con un ruido sordo y se quedó tendido sin moverse.
A la luz de la linterna del jefe de estación, Grace vio la pierna izquierda del hombre extendida en un ángulo extraño y por un momento pensó que estaba muerto. Había un olor acre a quemado en el aire.
—¡Eh! —gritó el jefe de estación, aterrorizado—. ¡Viene un tren! ¡El de las 21.50!
Grace oyó que las vías silbaban como el pitido de un diapasón.
—¡Es el rápido! ¡El tren de Victoria! ¡El expreso!
El hombre temblaba tanto que apenas podía mantener la luz sobre Jecks, que se agarraba a la vía con las manos, intentando arrastrarse hacia delante.
Grace pasó un pie por encima del carril conductor y pisó el balasto de detrás. Quería vivo a ese cabrón.
De repente, Jecks intentó levantarse, pero al instante cayó hacia delante con otro aullido de dolor, le caían gotas de sangre por la cara.
—¡No! —le gritó el jefe de estación a Grace—. No cruce… ¡Por ahí no!
Grace oía el sonido del tren que se aproximaba. Haciendo caso omiso de los gritos del hombre, pasó la otra pierna y se detuvo en el espacio entre las dos vías, mirando a la izquierda, a las luces del expreso que rompían la oscuridad, directo hacia él, a unos segundos de distancia.
Había un hueco al otro lado, antes de la siguiente vía. Espacio suficiente, determinó, así que tomó una decisión rápida y saltó el segundo carril conductor. Cogiendo la pierna rota de Jecks, que era la parte de su cuerpo que más cerca tenía, por el zapato de suela gruesa parcialmente derretida, tiró de ella con todas sus fuerzas. Las luces enfocaron hacia abajo. Escuchó el grito de dolor de Jecks por encima del silbato del tren. Notaba la vibración del suelo, las vías emitían ahora un sonido atronador. Se levantó una ráfaga de viento. Volvió a tirar del hombre, ajeno al alarido de dolor, los gritos del jefe de estación, el rugido y el pitido del tren y retrocedió, arrastrando el peso muerto por encima de la vía exterior hacia el suelo irregular tan fuerte y deprisa como pudo.
Luego, perdió el equilibrio y cayó de lado sobre el espacio, la cara a unos centímetros de la vía. Y oyó un chillido humano terrible.
El tren estaba pasando con gran estruendo, un remolino de aire le sacudía la ropa y el pelo, el sonido metálico de las ruedas era ensordecedor.
Una última ráfaga de aire. Luego silencio.
Algo cálido y pegajoso le salpicaba la cara.