Buscó sin ganas en un fajo atado con gomas.

Le sorprendió que le tuteara tan bruscamente y pensó si no lo confundiría con otra persona, algún conocido que también tuviera cita ese día, un asunto rápido que despachar con agilidad, pim-pam, yo no te puedo dar lo que me pides y listo, tal vez ese a quien ahora creía tutear ya estuviera esperando en la salita de la estufa catalítica y las revistas, árida como la consulta de un dentista. Buscó la primera frase. Quiso que fuera una frase directa y enérgica que contuviera una petición amable pero también un ofrecimiento entre iguales, esto te conviene a ti tanto como a mí, je. Seré imbécil, se dijo. Demasiado había confiado en su locuacidad, en el desparpajo y el verbo fácil, nunca hasta entonces le habían faltado las palabras, es cierto, más bien sucedía al contrario, su problema consistía en que las palabras eran abundantes, excesivas, un excedente que se acumulaba en su cabeza y del que se limitaba a seleccionar algunas, seré imbécil, se dijo, ni siquiera he pensado qué voy a decirle, no en vano durante tantos años se había acostumbrado a hablar sin pensar, hablar y hablar y hablar sin detenerse recibiendo a cambio el pasmo y la simpatía devota de sus interlocutores, imbécil del carajo, se dijo, ni siquiera una primera frase te preparaste.

—¿Y bien?

Idiota. El volvo regresaba tronante dejando el scalextric de Ciudad Gigante con movimientos veloces, zigzagueando entre las cabezas tractoras que expulsaban su carga en los polígonos industriales, las largas lombrices de los camiones de mercancías peligrosas, las orugas lentísimas que transportaban sobre el lomo piezas gigantes para la construcción de un viaducto, ortodoncias de dinosaurio. El Sr. Alto y Locuaz jugaba al rally entre mamuts y diplodocus, era un bólido ligerísimo el suyo, el viejo motor revolucionado a cinco mil, los neumáticos dejándose las suelas en cada frenada: el Sr. Alto y Locuaz recibía insultos y amenazas desde las cabinas y sentía sobre el puente de su nariz el peso de las gafas de concha, el humo del tabaco en las solapas de su chaqueta cepillada. Pero ¿qué tenéis que aportar vosotros a la madre Iglesia?, pequeñas hormigas insignificantes, ¿tenéis colegios, universidades, fundaciones, clubes sociales? ¿Tenéis donantes generosos, acuerdos financieros, fondos de inversión, o sólo el menudeo de casas robadas a viejas piadosas, de descampados urbanizables arrebatados a yonquis? ¿O te refieres a ese ejército que te acompaña, esa turba de puteros arrepentidos, de olisqueadores infantiles, borrachos, amas de casa que se juegan el monedero en las tragaperras? ¿Ese ejército de improductivos, ese ejército de mierda es tu oferta, el escudo que traes aquí con tanta arrogancia, la prenda con la que pretendes conchabar conmigo? ¿A cambio de qué? Porque, a ver, ¿en qué seminario te ordenaste tú, de qué congregación saliste, cuáles son tus votos, eres sacerdote de dónde, diácono de qué? Tss, tss, alégrate de que no levante el teléfono y llame a esos pobres curas a los que tienes engañados para que te cierren la puerta en las narices, ¿bautizos por inmersión?, ¿desnudas a los niños delante de todos, los tomas en brazos, los sumerges tú mismo? ¿Quieres que eso se sepa, que mande a un reportero a hacer unas fotos, quieres que se diga por ahí que un grupo de jipis cristianos se reúne en el campo para desnudar críos? (Le gustaba al capellán sentarse en el patio de las glicinas y los helechos, tomarse la copita de jerez que aquellas verdaderas almas de Dios le ofrecían y hablar con los pobres chavales que no tenían a nadie en el mundo, cómo se reía a carcajadas cuando alguno, en su bendita inocencia, decía yo quiero ser Príncipe de la Iglesia de Roma, ¡claro que sí, muchacho!, ¡tú dale duro al álgebra y a la geografía que seguro que llegas!, ¡todo depende de cuánto lo desees, de tu empeño, de tu fuerza de voluntad!, ¿qué importa que seas un huerfanito desgraciado, que no tengas donde caerte muerto, que si no fuera por estas santas hermanas estarías hecho ristras en una cuneta, como un gatito con todo el mondongo rosado sobre el asfalto, pero qué importa, eh?).

El volvo no iba a detenerse jamás, cruzaría toda la Mancha en un alarido, atravesaría el paso de los montes, bajaría el valle, seguiría la torrentera y se lanzaría al mar desde las ruinas de Bolonia como el hombre bala desde su plataforma, y allí el océano azulísimo y frío limpiaría las lágrimas y la vergüenza, la vergüenza y la rabia, la rabia y la certidumbre de saberse un imbécil del carajo, un idiota descomunal, un memo gigantesco como las araucarias, un mamahostias colosal, bíblico. Oh, muerte, ¿dónde está tu aguijón? Oh, sepulcro, ¿dónde está tu victoria? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado es la ley. Aquella noche no declamó los salmos, no quiso cenar, guardó silencio durante los relatos vivenciales, no compartió el afecto y los bizcochos de los demás. ¿Qué te pasa?, le preguntaron. ¿Te encuentras bien? Estaré incubando algo, se esforzó por sonreír. La Mujer con Cara de Niña le puso la mano en la frente. El Sr. Alto y Locuaz la apartó con aspereza, se levantó y salió al patio. Caía una buena rociada, el relente cuajaba en los huesos y el Sr. Alto y Locuaz paseaba en camisa. La noche era fría y oscura, sin una estrella.

Entra en escena MUJER CON CARA DE NIÑA, camina hasta su lado y se detiene.

MUJER CON CARA DE NIÑA: Ayer, durante el almuerzo, no dijiste una palabra y te levantaste de pronto, como ahora.

SR. ALTO Y LOCUAZ: Hace frío. Vuelve adentro.

MUJER CON CARA DE NIÑA: Te pusiste a pasear, cavilando y suspirando, y al preguntarte qué te pasaba me miraste severamente.

SR. ALTO Y LOCUAZ: Vuelve. Te quedarás helada.

MUJER CON CARA DE NIÑA: Insistí y con un mal gesto te alejaste, igual que ahora.

SR. ALTO Y LOCUAZ: No me siento bien.

MUJER CON CARA DE NIÑA: ¿Y por eso andas desabrigado y te expones al aire de la noche? ¿Por eso sales en camisa a la intemperie? No, no, ésa no es la causa de tu malestar.

SR. ALTO Y LOCUAZ: Calla, prefieras no saberlo.

MUJER CON CARA DE NIÑA:Crees que por andar todo el día entre esa gente maltrecha no me entero de las cosas que ocurren, y te avergüenza lamentarte delante de mí, llorar delante de mí, sentirte débil al lado de alguien tan débil como yo.

SR. ALTO Y LOCUAZ (con las palmas abiertas cubre sus mejillas): Eres la más noble, la esposa que no tuve, la hija ilustre de la república de Dios. No, no me avergonzaría jamás de llorar contigo.

MUJER CON CARA DE NIÑA: Entonces tengo derecho a saber qué te desvela, qué te impide hablar y abrazar y besar a tus amigos, y tomar mis manos y llevarlas a tu pecho, qué idea conspira en tu mente y te atrapa.

Pausa. SR. ALTO Y LOCUAZ vacila.

SR. ALTO Y LOCUAZ: Nada que tenga verdadera importancia.

ENFURECIDA, MUJER CON CARA DE NIÑA retrocede.

MUJER CON CARA DE NIÑA: Les pedí que no te lo dijeran por el momento, que esperaran un tiempo, que si fuera necesario yo hablaría con ellos y... Pero veo que no me han hecho caso.(Pausa) Sólo es un niño, no seas tan severo, esos deseos malsanos... Ni siquiera creo que sepa lo que hace... Y ella...

SR. ALTO Y LOCUAZ: ¿Ella? Ella... ¿quién? ¿Quién es Ella?

La noche era oscura y fría, caía el relente como una lija. Las puntas de los eucaliptos temblaron al oír la cólera, oh, musa, del Sr. Alto y Locuaz comprendiendo la magnitud del engaño, la Traición de MaiT, cólera funesta que causó infinitos males y precipitó muchas almas al abismo, ¿cuál de los dioses promovió la contienda?, ¡atridas y demás aqueos de hermosas grebas, temblad!, ¡no veréis la luz del amanecer!

El Sr. Alto y Locuaz ya pasaba de los cincuenta. Comenzaba a sentirse viejo y gastado. Albergó sentimientos horribles, horribles.

La Casa de las Yucas. El volvo esperaba al ralentí. Lecu era un cascabel que bajaba las escaleras de cuatro en cuatro. A punto de despeñarse en cada tramo, sentía los pies ligeros como un atleta, ya no le pesaban los libros ni la monotonía ni la soledad del flamante pisito diminuto porque cada tarde decía voy a la parroquia y cogía un autobús que llevaba a la Casa de las Yucas, sonaban campanitas en sus tobillos mientras corría como el rayo hacia MaiT.

MaiT tenía un privilegio no pequeño dentro de la Casa: dormía sola en un cuarto, un cuarto propio con puerta incluida e incluso pomo y cerradura, verdadero privilegio. Los demás se amontonaban en literas y camas nido sin ninguna privacidad porque en la Casa no había nada que debiera ser ocultado —era consigna—, ni las ideas ni las lágrimas ni el pudor, y lo normal era que la puerta de MaiT permaneciera abierta, pero sólo la posibilidad de entornarla y ocultarse le proporcionaba un rango. Algunas veces se encerraba con alguien necesitado de nutrición ideológica cuando la carga se le había hecho penosa en exceso o si la sensación de perder el tiempo se había vuelto insoportable. Preparaba una infusión, descorría las cortinas, se sentaba en la cama con las piernas cruzadas —la taza calentando sus manos—, hacía pasar al chico enfermo del alma o a la chica resentida del ánimo y comenzaba a hablar de esa manera suya, ya dudas, ¿ves?, te advertí de que si no encontrabas tu propio camino todo esto sería muy difícil, pero ahora entiendo —casi llorosa—, ahora entiendo que tal vez fue mi culpa, que quizá os contagié lo mío demasiado pronto en lugar de permitiros que buscarais lo vuestro, tienes que perdonarme, no he sabido hacer que comprendieras, que encontraras.

Era imposible sostener esa mirada desde el interior de la taza, la nariz metida en la infusión, el trapecio de luz de la ventana enmarcando su rostro como un foco ilumina una estrella de cine, la voz tibia de MaiT acariciando las palabras, el vapor de la menta poleo que desprendía el mismo olor que el bosquecillo de eucaliptos, quién se resistía, quién: los chicos caían fulminados, las chicas se conmovían al ver tanta pureza, tanta honestidad, y querían acurrucarse a su lado y abrazarla y besarle el pelo y dejar que esa sustancia mágica las manchara también a ellas, y aunque ya tuvieran listas las maletas y un reproche como despedida, nadie se iba nunca de la Casa de las Yucas, después de la charlita de la menta poleo, nadie, todo agravio y rencor se deshacía, la ropa regresaba al armario, la cremallera de la maleta se cerraba y el débil, el casi fugitivo acababa diciendo esta noche yo preparo la cena. El Sr. Alto y Locuaz comprendía que prescindir de esa habilidad por un acceso de ética y castidad sería un disparate, que no se note demasiado, pensaba, basta con eso.

Pero el Sr. Alto y Locuaz no contó con:

la fuerza atractiva del flequillo rojo de superhéroe,

el mentón partido en dos con hoja de navaja,

los ojos oscurísimos como de maquillaje,

la piel blanca-blanca de las mejillas,

la boca delgada como un sobre,

con nada de eso contó el Sr. Alto y Locuaz.

Y entonces al cuerno con el dique de la moral cristiana tan diluida, al cuerno los reparos del no-debería-hacerlo. Pocos días después del beso nocturno en el bosquecillo de eucaliptos, el chaval entró en su cuarto a la vista de todos, como un amante de otro cuento distinto. Cerraron la puerta, corrieron las cortinas, se sentaron juntos en la cama. A los dos les dio la risa y volvieron a besarse del mismo modo que aquella noche en el bosquecillo y, vaya, resulta que Lecu besaba bien, joder que si besaba bien para tener esa cara de susto.

La puerta de MaiT se cerraba cada vez con más frecuencia. Los débiles y casi fugitivos rabiaban. Ellas se echaban las manos a la cabeza, diciendo cómo puede, delante de nosotras; ellos se mordían los puños pensando cómo pudo y no nosotros. No hablaban de otra cosa, cuando Lecu llegaba dando saltos a la Casa de las Yucas ponían caras largas hasta los pies, qué haces aquí, y él, todo ingenuidad, respondía he quedado con MaiT y antes de que les diera tiempo a decir MaiT no está o MaiT ha pedido que no la molestes o lárgate, déjala en paz, no te das cuentas de que tú eres un enano y ella Lejana Supernova, antes de todo eso ya aparecía MaiT-Rutilante en el umbral y lo tomaba de la mano y se escabullían sin decoro en el dormitorio, puerta cerrada, clic-cloc, ahora cualquiera sabe lo que sucede ahí dentro.

El chisme salió de la Casa de las Yucas con todas las palabras colocadas en su sitio, las más sucias en primera fila (muy descriptivas, muy), los argumentos (muy chiquitos, muy) detrás; y prontísimo se esparcieron las esporas infecciosas y una nube de pringue llevó el chisme a la granja, y la Mujer de la Cara de Niña se levantó ese día con las mejillas churretosas y pensó se va a fastidiar todo, todo se va a pudrir por culpa de esa niñata, y dijo no se lo contéis, por favor, no le contéis nada, yo buscaré la forma de hacerlo, se pondrá furioso, muy furioso y muy deprimido cuando lo sepa.

Y se confundió. Porque si la Mujer con Cara de Niña se hubiera tragado la lengua en aquella noche de relente puede que el Sr. Alto y Locuaz nunca se hubiera dado por enterado, pero cómo evitarlo una vez que el asunto ya tomó palabras, ya circulaba y existía, ya socavaba todas las mentes neocristianas, relamiéndose, mortificándose, rabiando de envidia y excitación, cómo mirar para otro lado.

De modo que el volvo esperaba al ralentí y Lecu ya superaba de un brinco el último tramo de las escaleras, abría la puerta, se sentaba como cada mañana al lado del Sr. Alto y Locuaz sin darse cuenta de que en el asiento trasero lloriqueaba a moco vivo Mai-Ojos-Hundidos, tan triste, tan consumida que la T de trinitrotolueno había desaparecido de su nombre.

El Sr. Alto y Locuaz echó los seguros. Condujo sin decir una palabra. El camino era distinto. En un vuelo atravesaron barrios y avenidas desconocidas, Lecu sólo conocía el camino del piso diminuto a la parroquia, de la parroquia a la Casa de las Yucas, de la Casa de las Yucas al colegio.

Pero no el camino de la estación de autobuses.

No el camino de no volveremos a vernos.

No el de recordarás esto toda tu vida.

Toda tu vida, que acaba en este instante, que se pierde en el flujo naranja que exhala la iluminación del túnel, las paredes de cemento son el cofre, Mai está sentada detrás de ti pero ya no es Mai, ya es un despojo que gime y llora y moquea, no volverás a verla, no volveremos a vernos.

Al pie de la escalera de la estación de autobuses, el Sr. Alto y Locuaz abrió la puerta. Mai-Muda-y-Envejecida bajó del coche y escapó con un trotecillo herido. Lecu quiso salir detrás de ella pero el coche arrancó enseguida aunque el cuello de Lecu siguiera torcido en busca de.

El Sr. Alto y Locuaz comenzó a hablar. Habló mucho, mucho pero Lecu no habría sido capaz de repetir ni una sola de las palabras. La ventisca ya iba atestando el coche y trepaba por sus pies y sus manos, Lecu no oía ni veía ni pensaba, los ojos fijos en el cristal mientras las palabras derretidas ya encharcaban el suelo y embarraban de lodo y saliva sus zapatos.

Daban las diez cuando llegó al colegio, y eso significaba llamar a la puerta, cruzar el pasillo, pedir disculpas y permiso para entrar en el aula, etcétera. Llenó los pulmones y pulsó el timbre como si se zambullera en una piscina. El bedel dijo qué te ha pasado, muchacho, vaya cara que traes. Las horas transcurrieron lentas, quién podría reproducir el ruido interior del muchacho, encontrar una fórmula que condense el bullicio en su cabeza, el lagrimeo sin moco, la devastación, ¿sacrificio de cien bueyes, libación de células grises, riacho de pensamiento perdido?, naaa, basta con decir pasó las horas distraído, cada cual componga la imagen insoportable utilizando de modelo sus propios temores: dibujo de Lecu atormentado. Al salir no vio las dos ruedas sobre la acera ni las gafas de cristal azul del Sr. Alto y Locuaz. Cuando ya no quedaba nadie, el portero dijo voy a cerrar, ¿quieres que llame a tu casa?

Buenchico. Si a Magui la ensombrecían los pensamientos oscuros sobre la muerte, el abismo y todas esas cosas, solía discurrir como la mayoría, diciendo eso no me va a pasar a mí, y en cualquier caso falta mucho, muchísimo para que ocurra. La mundanidad de los vaqueros de Buenchico era un escapismo muy eficaz para eludir el agobio de los pensamientos existenciales de la adolescencia y la comezón de yo tuve una vez un papá y ya no lo tengo, de yo tuve una vez una mamá y un indio le lavó el cerebro, y de qué va a ser de mí, qué voy a hacer conmigo si no hay lugar en este pueblucho donde me dejen en paz.

En aquellos días, Magui tenía pocos intereses, establecidos jerárquicamente de este modo: devorar a Buenchico, imprimir en sus muslos el sello de los botones de Buenchico, esquivar los sermones espiritistas del indio chiflado, huir de la mazmorra pútrida del indio chiflado, recuperar a mamá, salvar a mamá, darle cuerda al reloj de cuco que cuelga en el salón donde ya nadie vive.

La humedad se iba comiendo las paredes. Magui solía escapar de la mazmorra en cuanto terminaba de comer, corría por el camino de grava y llegaba a su vieja casa una hora antes de que Buenchico llamara al portero automático. Así le daba tiempo de encender el radiador de aceite y airear las habitaciones, que olían a bodega. Las sábanas estaban mojadas, la ropa enmohecía en los armarios, la cal se comía los cromados del baño y en el pocillo del váter había una mancha oscura que no quitaban la lejía ni el estropajo. Como una novia oriental, Magui preparaba el lecho, se esmeraba. Si mamá le hubiera dado algunas monedas (el dinero, decía el indio, es el diablo, aleja a tu hija del dinero), habría comprado flores, velas y espejitos, como en las pelis americanas. Le gustaba mirarse doscientas veces en el espejo, lavarse en el bidé, olerse el pelo, cortarse las uñas (le gustaba tener uñas de niña pequeña, le gustaba ver sus manos de niña pequeña alrededor de la polla de Buenchico), todo eso lo repetía con paciencia, pero a veces Buenchico tardaba demasiado y a ella le sobraba tiempo para caldear la habitación, cambiar las sábanas, perfumarse el sexo con polvos de talco, darse besos en el espejo, y entonces se sentaba en la sala o en el borde de la cama y cerraba los ojos, y los muebles y las esquinas y las cornisas y las ventanas se volvían de plástico blando y formaban vórtices raros, y en uno de esos vórtices Magui tenía cinco años y en esa misma habitación papá la aupaba o en la cocina mamá le enseñaba a liar croquetas, le encantaba pringarse las manos, meter la cuchara en la masa y comérsela cruda pero mamá le decía te va a doler la tripa y era verdad porque cada vez que mamá miraba para otro lado ella metía la cuchara en la masa y una noche se puso malita y vomitó y se hizo caca encima y mamá tuvo que cambiar las sábanas y lavar el pijama y limpiarle el culo en el bidé con una esponja, los pies no le llegaban al suelo, el mismo bidé en el que ahora se lavaba para Buenchico.

Buenchico tenía clases de inglés a las siete. Cuando se retrasaba no quedaba tiempo para nada que no fuera sentarse, él debajo y ella encima enroscándolo con sus piernas, los botones de los vaqueros imprimiendo Lee en sus muslos como un reclamo de animación a la lectura, la nariz de Buenchico en el escote naciente de Magui, ya casi tan bonito como el de su madre. Buenchico nunca faltaba a las clases, a las siete menos cuarto terminaba de vestirse y le daba un beso de despedida como una pareja de las de verdad, de las que viven juntos y tienen una aspiradora y una tarta en la nevera, a Magui también le gustaba eso, que Buenchico se despidiera de ella como si trabajara en una oficina de seguros y ella tuviera que recoger la casa y llevar a los niños al cole. Pero a veces se examinaba en Ciudad Mediana o iba al dermatólogo o jugaba al fútbol en el polideportivo, y entonces no venía o sí pero llevaba chándal en lugar de vaqueros y se marchaba muy pronto sin tiempo para otra cosa que besarse y buscarse debajo de la ropa. Magui se quedaba sola en aquella casa deshabitada, la humedad chorreando en las paredes, las manos heladas sobre el radiador de aceite, se sentía muy triste y muy sola y al día siguiente le pedía que para compensar se quedara con ella hasta que se hiciera de noche, tomaba sus manos y las ponía en su culo, besaba su cuello, pero él era imbécil y obediente, decía mi madre me va a matar si falto otra vez, seguro que llaman de la academia para decírselo. Ya Magui no lo oía, sólo pensaba que todo era así de estricto, todo tan parcelado (la casa y la mazmorra, las clases por la mañana y la academia por la tarde, el horario inflexible del almuerzo y la cena, etcétera), y se mete en la cama y mira las manchas de humedad de la pared y, como si fueran nubes, dice ésa parece un gato, ésa un pájaro, ésa un demonio.

Magui hacía cosas raras. Por ejemplo, discutir a muerte con los profesores más simpáticos. Por ejemplo, saltarse las clases y subir al monte para cualquiera sabe qué. Por ejemplo, perseguir a Buenchico como una loca de cuento, darle besos de cine delante de todos, nadie hace esas cosas aquí, no en el pueblo de las vacas bobas. Los compañeros alimentaban la esperanza de que en alguna de sus rarezas cupiera la insólita posibilidad de que rompiera con Buenchico y se encerrara con ellos en los lavabos del instituto. Las compañeritas la daban por perdida, es una tarada y una cerda, decían. Pero a Magui le importaba un cuerno. Magui tenía a Buenchico, tenía ojos bonitos, tenía mejillas lisas, manos de niña pequeña, una madre idiota, un indio comecocos en casa, una nube rara sobre su cabeza: ése era el recuento de cosas que aguijoneaban su vida cuando, de noche, le venía de no sabía dónde un miedo feroz a morirse, a cerrar los ojos y morirse y no volver a abrirlos jamás.

Por muy bonita que fuera Magui, a Buenchico le interesaban asuntos que la excluían: el polideportivo, el primer whisky del fin de semana, el colegueo hombruno y, especialmente, las miradas de las demás adolescentes que querían devorar lo suyo después de que su osmótica novia lo convirtiera en ídolo de bronce con sus exhibiciones de amor cinemascópico. Era hermosa, sí; no había unos senos tan ingrávidos en toda la comarca, cierto; ninguna de las pavas del instituto tenía esa simplicidad cachonda, ese aroma imperecedero a suavizante, esa curva de alabastro en su cuello cuando se recogía el pelo; pero contra una magui hermosa competían diez irenes, quince silvias y siete susanas excitadísimas, alguna cintia fingidamente apocada que enseguida se desabrocha el sujetador, un par de cármenes de las que te aprisionan en la tapia doblando una rodilla, envolviendo una pierna con la tuya, la palma de la mano abierta sobre tu pantalón. No cabía duda: la chifladura romántica de Magui había convertido a Buenchico en un arquetipo para todas aquellas niñitas. Demasiado laurel.

Y en cambio Magui necesitaba a Buenchico cada vez con mayor fiereza para escapar del indio transformador de voluntades. Sin aquellas tardes en la casa vacía no habría mantenido la cabeza sobre los hombros, con papá inexistente y mamá abducida, los aforismos selváticos, no comas nada que tenga más de tres ingredientes, el azúcar es veneno, el mundo que habéis construido os ha alejado de la raíz, la verdad esencial de los elementos puros.

En el refugio de la casa deshabitada, a veces lloraba sobre su camisa. El le decía cosas dulces para calmarla, ella se sentía tan satisfecha de ser su novia, de que todo el mundo supiera que era su novia, le encantaba la palabra novia. Magui no podía soñarse besando a otro que no fuera a Buenchico, imaginaba que se marchaban a vivir a una ciudad hermosa, imaginaba que se quedaba embarazada y que él protegía su vientre con aquellas manos que tanta pericia habían adquirido en otras concavidades.

No hubo declaraciones ni broncas ni rupturas fulminantes. Un día él no acudió, sin más, y ella no se atrevió a reprochárselo. Otro día esquivó un beso que se estrelló en la comisura. Otro ni siquiera se besaron. Y una semana más tarde ya el portero automático no sonaba. Magui supo que andaba enredado con la chica del videoclub, se los imaginó detrás de la cortina de las cintas para adultos imitando las carátulas.

Pudo haberse dejado machacar por la tristeza y la inacción, abandonarse, perderse, refugiarse en su cama y continuar el modelo que su madre expuso. Pudo haber metido en una bolsa algunas cosas, largarse para siempre, dejar que su foto apareciera en un programa de televisión diciendo joven desaparecida. Pudo haberse cagado encima de nuevo, llorado en el recodo de la mazmorra suplicando que su mami fuera a limpiarle el culo y a patear el del indio puto de vuelta al Amazonas. En lugar de todo eso, Magui actuó con raciocinio. Lloró unos días, abrió un cuaderno, apuntó tres frases veloces y tomó una resolución: terminaría el bachillerato, pediría una beca y se marcharía limpiamente del pueblucho a un lugar donde hubiera humanos y no híbridos vacunos, sí, eso haría, se pondría a estudiar como no lo había hecho nunca, abandonaría Mundo Rencor, descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda, mandaría al infierno a Buenchico, a la tonta del videoclub, a los compañeritos pajilleros, a su padre fugitivo, al indio puto e incluso a su madre chiflada, destruiría todo aquello a escupitajos y se largaría a Mundo Nuevo, fácil, muy fácil, sólo hay que estudiar a tumba abierta, pasmar a los profesores, brillar en los exámenes, escapar, escapar en una noche oscura estando ya mi casa sosegada, pero había perdido mucha cuerda en las clases, los algoritmos le resultaban el mismo enigma que el diablo inventó para confundir a esa doncella de amores inflamada que quedóse y olvidóse y reclinóse sobre el amado, los derrubios y las morrenas terminales, los estratocúmulos, las regencias y pronunciamientos militares: todo formaba una pasta grumosa dentro de su pobre cabecita, aplicada en los cuadernos limpísimos, en los apuntes siete veces corregidos, y sin embargo los exámenes ruinosos, la decepción, aquel verano de esquemas, cuadros sinópticos y asco, y quedóse y olvidóse y reclinóse sobre ningún amado.

Territorio conquistado. El mechón de superhéroe era una bandera de territorio conquistado sobre el vientre de MaiT. Sentado en la acera, Lecu pensaba en eso: se veía a sí mismo como en el cine, la cámara encuadraba una rodilla de MaiT detrás de su nuca, la llama roja cubría su ombligo, los senos temblaban como bolsas de agua que contuvieran un pececito, detrás de la puerta de cartón los pasos inquietos de los demás inquilinos de la Casa de las Yucas subían y bajaban una escalera inexistente, tac, toe, tac, toe. Ahora nada de eso es cierto, nada existe en ninguna parte, nada distinto de la piedra de la acera, el rectángulo gris sobre el que acaba convenciéndose de que es mejor que eche a andar, el volvo no va a aparecer en la esquina, por mucho que mire el espejo curvo no verá la imagen deformada de los faros, la reja del radiador.

Se levanta y camina, olvidando los libros en el suelo. Apenas reconoce las calles, se pierde muchas veces, trata de identificar ciertos cruces, alguna avenida vista desde los cristales del coche. Se detiene a descansar en pequeños parques vecinales, en bancos y poyetes, aunque en realidad no siente hambre ni cansancio. Anochece cuando ve los bloques y las jardineras donde fuman los muchachos. No hay luces en las ventanas, antes de llamar al portero ya sabe que nadie responderá. Se sienta en una de las jardineras y aguarda. Cae relente, busca un portal abierto y se refugia en el cuartillo de contadores. Duerme sin sueños de ninguna clase, apenas interrumpido por el conmutador de la luz cada vez que un vecino entra y comprueba, antes de subir, que la puerta queda bien cerrada.

A la mañana siguiente vuelve a llamar al portero automático. Nada. Pronto bajará algún vecino, si cierra con prisas tal vez pueda colarse, subir las escaleras, asomarse a la ventana que da al patio y comprobar si es posible saltar desde allí al alféizar de la cocina. Si la ventana tuviera una rendija por la que meter un dedo y tirar de ella ya estaría dentro y podría buscar algo de comida y de ropa, guardarlo todo en una mochila, no olvidarse de coger los librillos de debajo de la cama, orinar, lavarse la cara, hurgar en los cajones, encontrar su carné de identidad, recuerda bien la mañana en la que el Sr. Alto y Locuaz le dijo hoy no irás a clase y subieron todos al coche y fueron a la comisaría y un inspector le hizo algunas preguntas y le manchó los dedos con tinta. Lecu ya tiene diecisiete y sabe más de lo que parece: sabe que esa tarjeta con su foto tiene mucha importancia; sabe que no debe quedarse; sabe que no tiene adonde ir, que de nada serviría buscar a la Sra. Amable Dos, a la Mujer con Cara de Niña o a ninguno de los Nueve; sabe que no volverá a ver a la Mujer del Vestido Recatado ni al Hombre del Cráneo Enroscado; que es preciso buscarse un lugar, un agujero, una manta, un bocadillo, un trabajo, una distracción. Antes de marcharse recuerda las j’haybers del armario. Abre la caja, se las prueba: ahora ya encajan, son cómodas y flexibles, salta, estira las punteras, lanza una patada al aire.

En un agujero vivía un hobbit. En un agujero vivía un hobbit. No era un agujero húmedo, sucio y repugnante pero tampoco era un agujero seco y cómodo, un verdadero agujero-hobbit, no. Ni siquiera tenía una puerta de verdad con cerrojo y aldaba de bronce, y tampoco sillas barnizadas ni rimeros que acumulaban sobres, cartas de viaje, cilindros lacrados, ni ardían leños aromáticos en ningún hogar. Se accedía a él a través de un ventanuco y en su interior no había más que losas de terrazo, un colchón meado y ristras de papeles viejos que hacían estornudar de sólo mirarlos. Aquél era un simple agujero olvidado del mundo, una covacha usada en otro tiempo para cualquiera adivina qué, una especie de garaje que algún miserable convirtió en insalubre infravivienda.

Recordaréis, niños, que al principio de esta historia la criatura que ahora habita en ese agujero era un niñato mugriento y greñudo apellidado Lecumberri, y a quien por mal nombre se conocía como Lecu o Loco o Musgo Tarado. Como todos los hobbits engendrados por papás yonquis, Lecu tendría que haber nacido débil y enfermizo, así lo establecen la naturaleza, la justicia universal y los manuales de medicina. Pero a simple vista su aspecto no haría pensar en nada de eso; por el contrario, un observador ajeno afirmaría que el chico se había criado en buena familia, que hacía ejercicio con regularidad, se alimentaba de productos sanos y equilibrados e incluso arrastraba ínfulas de artista (la frente arrugada, el aire de lunático, ese chispazo excéntrico tan atractivo).

En la covachuela vivía el hobbit llamado Lecu, feliz como un poeta del diecinueve, atrancado detrás una puerta que no batía, entrando y saliendo como un gato por el ventanuco roto, haciendo incursiones vikingas en el mundo exterior en busca de alimento y de pequeños acomodos para su casa, porque a todos los hobbits les gusta disfrutar de ciertos lujos como, por ejemplo, una taza, un plato, una toalla o una linterna.

Cada mañana emergía de su agujero, hurgaba aquí y allá, sonreía en las traseras de los supermercados, arrastraba bultos, pedía monedas y después de cada zambullida volvía a la fosa y tapaba amorosamente el ventanuco con un cartón y medio vidrio. Se esperaría que la covachuela pronto quedara atiborrada de una porción de baratijas y despojos, libracos, periódicos viejos, bidones de aceite, huecograbados de pin-ups y mascarones de proa, pero lo cierto es que su inquilino se esforzaba por mantenerla limpia y despejada de trastos y, en cuanto consiguió una lata de pintura plástica, blanqueó las paredes y vació una botella de lejía sobre el terrazo.

Las costumbres del joven hobbit eran metódicas. Al oír los primeros pasos a través del ventanuco se desperezaba sobre el colchón meado, estiraba los músculos y retiraba el cartón para comprobar si había llovido o si hacía bueno. A continuación, calentaba en un infiernillo un vaso de leche, se aseaba en el cubo, se vestía, se peinaba y se lanzaba al vagabundeo del mundo exterior, que consistía en pasear, husmear, esperar en la puerta de los bares pidiendo las sobras, dormir la siesta en los parques, entrar en los lavabos de El Corte Inglés y, al caer la noche, regresar al agujero, tapar el ventano, encender la linterna y leer alguna cosa (los papeles viejísimos, los librillos amarillentos que guardaba en una bolsa, cualquier anuncio, cualquier hoja de periódico encontrada en la calle que le permitiera quedarse dormido, porque aunque el joven hobbit ya apenas lloraba ni temblaba de miedo sí que padecía un insomnio feroz si no tenía a mano ninguna letra que echarse a los ojos, acurrucado en su colchón meado).

Cualquier otro habría echado de menos la blandura de su camita, el frescor de las sábanas planchadas, la comida caliente y el baño limpio, pero el pasado de aquel hobbit no era ninguna novela amable de las que el Narrador pudiera sentirse orgulloso, y comprendía que de algún modo todo había vuelto a su estado natural, como si el tiempo que pasó junto a las amables señoras, el alto y locuaz caballero y los papis rehabilitados no hubiera sido más que un [intermedio].

Por eso no arrugaba la nariz ni resoplaba sobre el gallardete de su flequillo, y realmente nada grave habría sentido si en medio de esa papilla sentimental no rutilase aún la figura de Mai-expulsada-del-paraíso. Porque aquel hobbit vagabundo, niños, aún amaba a la bella Mai, Mai-la-que-hiere-de-lejos, el archipiélago de pecas en su escote, Mai y la marca de la rubéola en el hombro, Mai y olor a fogata en el pelo, y Lecu se sentía repentinamente triste, muy triste, sobre todo si acababa de engullir las doce albóndigas de una lata y le dolía la barriga, y aun así pensaba que aquel abandono correspondía al orden natural de las cosas, y que ninguna acción pequeña o titánica podía cambiar el rumbo establecido, y por eso en su cabeza ya greñuda no aparecieron resoluciones como:

—Buscar su nombre en todas las guías de teléfono del país.

—Mendigar en la estación de autobuses, hacer un dibujo suyo, inquietar a los pasajeros, ¿vio usted a esta chica?, ¿la vio?

—Pedir ayuda en una casa de socorro, acudir a la policía, volver a la Casa de las Yucas, amenazar de muerte a sus inquilinos, clavarle un tenedor en la palma de la mano a la pelirroja y no dejar de apretar hasta que confesara que Mai se marchó a un pueblito donde su familia tenía una especie de barraca ruinosa y que desde entonces vive allá sin luz ni agua, cultivando una tierra de pedernal que apenas sirve para criar rábanos, llorando cada noche por haber dejado extraviar el mechón de superhéroe, la barbilla de la raya en medio, la saludable y sexy imbecilidad de Lecu, el mejor follador adolescente de todos los neocristianos con los que se había encamado en la Casa de las Yucas, ella —la chica pelirroja— podía confirmarlo porque su habitación daba pared con pared con el cabecero de la cama de Mai, y te aseguro, chaval, te aseguro que no tienes nada que envidiarles a los muchachos barbudos que de cuando en cuando se dejaban caer por aquí tan engreídos.

... ideas que, probablemente, habría albergado otro hobbit un poco menos machacado. Pero, a diferencia de cualquier otro hobbit un poco menos machacado, el joven Lecu sabía que ninguna felicidad es mucho más que un instante, ninguna ventaja dura demasiado, cada día oscurece sin variación, cada escena termina en negro fundido y por más que pienses que el amanecer llegará pronto puede que eso no ocurra nunca, puede; el tiempo, la sucesión acuosa de las horas del día, las estaciones del año... Sin leer a ningún poeta medieval, Lecu entendía que todo eso era una metáfora gigantesca de la inutilidad de cada acción humana, un disolvente metafísico que hacía que nada tuviera verdadera importancia, porque nada es crucial, nada sirve de mucho.

No era filósofo ni metafísico ni poeta pero comprendía a su manera, es decir, sin ponerle ninguna palabra a ese pensamiento suyo, que la resignación cristiana (neocristiana o protocristiana, lo mismo daba) era el sumidero por el que se escurría la filfa errabunda que había sido su vida hasta entonces.

Hasta entonces.

Ignoraba el joven llamado Lecu, ingenuote, pasmado y un tanto imbécil como la mayoría de los hobbits, que sólo unos meses más tarde la dama Galadriel vendría a rescatarlo de aquella inmundicia monótona.

Suerte. Tuvo suerte: cuando llegó el momento predestinado de dejarse expulsar de la cama blandita y volver a dormir en la calle, en un descampado o en un cuarto de contadores, ya había pasado la década fabulosa de los yonquis, los yonquis ya eran ceniza, raza extinta, carne quemada en las minas de Moria, y no el vigoroso ejército sonámbulo que hubo poblado las barriadas devastadas de los ochenta. La heroína ladrillera y la marmolina comenzó a ser reemplazada por opiáceos más lustrosos, los fabricantes de agujas y gomas musculares percibieron sensiblemente la caída de las ventas, dejó de ser tan frecuente que los cajeros automáticos amanecieran tapizados de cucharas y dientes perdidos, y todas esas circunstancias añadieron algunos años a la esperanza de vida del joven Lecu, porque de lo contrario el destino lo habría manejado a su antojo y pronto lo habría tumbado en una esquina, arremangado y anhelante.

Y así, Lecu se convirtió en el único hobbit engendrado por yonquis que jamás probó sustancia tóxica alguna a excepción del sorbitol, el acidulante y los gasificantes habituales de la comida envasada. Le bastaba con eso y con la mierda sensible que recorría sus circuitos para alucinar y desvariar y ver muñecos de colores en las paredes blanquísimas de su agujero.

En cualquier caso, tal vez no habría servido de mucho, tal vez habría sido un derroche gastarse los billetes que no tenía en uno de aquellos sobrecitos transmigradores, porque su sistema nervioso debió de quedarse definitivamente enclenque y deprimido cuando la Mujer del Vestido Recatado paseaba por aquellas campas de los ochenta con Lecu-fetal en su vientre, regalándose dosis dobles en la esquina mugrienta de su cobertizo, Lecu-fetal absorbiendo en los jugos de la bolsa amniótica el viaje de su teletransportadora, Lecu astronauta diminuto, encapsulado y drogado, Lecu que nació como si no quisiera hacerlo, agarrado como un lagarto a las paredes del útero, la mami yonqui que no tuvo tiempo de llegar al materno, los jovencísimos médicos de la casa de socorro le sacaron el bebé con alicates, primero los piececitos amoratados, luego los bracitos y las uñitas arañando lo que haya allí dentro, y por último la cabecita, que salió con un plop como el corcho de una botella en medio de aquella masa de placenta y sangre contagiada. Ella se quedó hueca y arrugada como una lata de cocacola, él arrancó a llorar y a estremecerse con su primer síndrome de abstinencia.

Según el manual de patologías neonatales de Goetzmann y Wennberg, un bebé nacido de una mujer adicta a la heroína puede desarrollar, entre otros problemas:

—Crecimiento deficiente.

—Depresión del sistema nervioso central.

—Epilepsia y diferentes grados de convulsiones.

—Hiperactividad, incapacidad para conciliar el sueño.

—Anemia, granulocitosis, mieloma y otras enfermedades del torrente sanguíneo.

—Muerte prematura.

Lecu no recordaba haber sufrido epilepsia ni convulsiones y, contradiciendo a Goetzmann y Wennberg, sus espaldas crecieron anchas, sus mejillas resplandecieron, su llama de superhéroe brillaba de queratina. Sólo una vez se había hecho un análisis de sangre, y en el informe la casilla de se recomienda consultar al hematólogo no estaba tachada. Si bien la Sra. Amable Uno habría asegurado que efectivamente era un crío hiperactivo e indomable, la Sra. Amable Dos siempre lo tuvo por un chaval apacible al que le bastaba un rayo de sol en la terraza para quedar en trance con un librillo en las manos, doméstico y pacífico si nadie se metía en lo suyo, con pocos remilgos para la alimentación y el aseo personal. Es posible, por otra parte, que la resignación con la que asumía cada infortunio, esa especie de incapacidad para sentir verdadero odio, verdadero rencor, verdadera rebeldía estuviera relacionada con algún cortocircuito de la corteza límbica. Quedaba pendiente, por último, el epígrafe de muerte prematura, entendiendo que «prematura» es una categoría demasiado vaga. A este narrador le parece, por ejemplo, que sería prematuro morirse con cien, con doscientos años, los dorados moradores de Rivendel no pueden comprender el terror que corroe el alma de un pobre hobbit.

Una gran explosión de metano. A punto de transformarse en jovencita atrapasueños, Magui-mágica tuvo que examinarse en septiembre de tres asignaturas para pasar al segundo curso del bachillerato. Fue un verano largo y caluroso, con el indio puto especialmente activo en su labor de lavacerebros, con mamá idiotizada bajo el yugo místico y con las vacas excretando sudor y humores infecciosos; pero sobre todo fue un verano sin Buenchico.

En la mazmorra, aquella especie de granja de cochambre que el indio y la mamá comenzaron a fabricar pieza a pieza, el sol apretaba a mala idea, se derretían los ladrillos y los pensamientos, todo adquiría una blandura y un espesor angustiosos. El indio se levantaba antes de que saliera el sol, despertaba a las gallinas y a las vacas y se lanzaba a la construcción de su formidable pozo séptico, al cuidado de su nutritivo compost, al enderezamiento de las lechugas y las tomateras o a cualquier otra monomanía en la que estacionalmente anduviera ocupado. Desde la cama, Magui lo oía trastear en el cuartillo de aperos y ya se levantaba asqueada oliendo las flatulencias de las vacas y las emisiones ácidas de toda aquella materia orgánica en descomposición. Magui no podía creer su mala fortuna: vivían encima de un gigantesco montón de estiércol, generaban paletadas de mierda, acumulaban mierda, reciclaban mierda y multiplicaban mierda sin límite en una espiral que sólo concluiría cuando una gran explosión de metano volatilizara la granja; Magui rezaba para que ese día llegara pronto, soñaba con ese día en duermevela cuando con las claras ya oía al indio puto y a la idiota de su madre, feliz como una imbécil, haciendo cualquier cosa inverosímil que el revelador-de-verdades-ocultas ordenase, como fabricar tejas con arcilla, envasar mermelada de tomate, etcétera. La última consigna, expuesta con todo su abalorio verbal, supuso la ruptura con el mundo civilizado, el aislamiento definitivo, el dogma bendito de la autarquía: comeremos y viviremos del terreno como hacían las primeras familias (¿familia?, ah, indio puto, esto es lo menos parecido a una familia), los primeros pobladores (pobladores de qué, qué día de acción de gracias, qué mierda de tarta de manzana), los primeros hombres y mujeres puros, antes de la degeneración de la especie.

Tenía que escapar de toda esa pringue, del fondo sonoro del mugido de las vacas, de las bobas afirmaciones de su madre. Después de desayunar a la fuerza un vaso de leche recién ordeñada sobre la que navegaba una densidad amarilla, Magui aplastaba sus cosas en un morral y se marchaba hasta la hora de la cena. El resto del día lo pasaba en la vieja casa, sola, estudiando, perdiendo el tiempo, echando de menos una vida distinta. Así fue como aprendió a cuidar de sí misma: por el camino recogía florecillas, las ataba con una goma del pelo y luego las colocaba en un vaso de cristal, ordenaba su mesa, limpiaba la casa, ponía discos en la pletina antigua que su papá compró por correo. La mayoría eran pavorosas compilaciones de boleros u orquestas sinfónicas atacando bandas sonoras, pero también había algunos álbumes de Cohén y de Bowie que cualquiera sabe cómo fueron a parar allá. Cuando los pinchó por primera vez sintió una cosa rara dentro, sonaban tan distinto a todo lo que había escuchado antes, le entró un miedo extraño, esos sonidos esparciéndose en aquella casa tan sola y tan vieja que incluso en verano olía a humedad y a cerrado. Sobre la mesa, ordenaba sus bolígrafos y sus cuadernos, pasaba horas copiando y recopiando los apuntes mientras la voz de Bowie cantaba Ziggy Stardust hasta que se quedaba dormida o se sentía idiota, y entonces encendía la televisión, veía programas ridículos donde dos equipos infantiles braceaban sobre una colchoneta en un parque de atracciones, el agua de la piscina brillaba de azul microsoft, las ondulaciones se reflejaban fantasmales en las paredes de la casa, construiré algo para mí sola, haré cuenta de que no tengo padre ni madre, me iré a un lugar donde nadie me conozca, donde nadie sepa que fui la hija del marica de la tienda, la hija de la loca del indio, aquella niña tan rara, huir de Belalcázar, alquilar un piso en Ciudad Mediana, estudiar enfermería o cualquier otra cosa altruista, encontrar un trabajo virtuoso, comprar una casa y un perro, vivir sola a fuerza de lágrima contenida y comprimidos de THC hasta que Buenchico comprendiera que había dejado escapar a la criatura más hermosa del planeta, y comenzara a buscarme por todas partes, preguntara por mí en cada lugar, persiguiera mi rastro en un cuaderno y un día, abandonada ya toda esperanza, me encontrara mágicamente en un aeropuerto o en la cola de un cine o en un hospital de campaña donde el cirujano, con el mandil salpicado de sangre, se dispusiera a amputarle la pierna reventada por la metralla, sobre una máscara blanca él vería dos ojos tiernos que dirían doctor no lo haga, y el doctor miraría esos ojos y, cansado de oír llantos de soldados a su espalda, diría haz lo que quieras, mujer, y yo comenzaría a cuidar del soldado herido, y las bombas enemigas cercarían la retaguardia y la luz de la lámpara de aceite temblaría con cada explosión y ninguno confesaría sé quién eres, sé de dónde vienes, y el resto de su vida viviríamos así, sin decir una palabra del radiador de aceite, las paredes enmohecidas, las sábanas mojadas, el chándal y las clases de inglés.

Más o menos en eso consistía su plan.

Linda y racional, consideró que para llevarlo a cabo debía seguir unos pasos: sentarse con mamá lejos de la influencia del indio y hablarle del ahogo que sentía dentro de aquel pueblaco donde había cuatro vacas por cada habitante humano, convencerla de que pusiera en venta la casa o la tienda o la furgoneta y que repartiera con ella la ganancia, decirle que no quería pasar su juventud fabricando ladrillos de adobe y comiendo coles y rábanos, que ya no era una niña, que el tiempo había pasado, que no estaba dispuesta a amargarse la vida por culpa un chiflado que se creía el hombre medicina.

Quiso preparar metódicamente su alegato para que todo fluyera suave y no le vinieran las mandíbulas apretadas de otras veces, ensayar delante del espejo un tono de chica madura y clarividente, no ofuscarse en contra del indio imbécil, porque si se lanzaba al ataque directo su madre levantaría el fortín de oh, tú no entiendes nada, oh, algún día te darás cuenta de, y no podía darle la oportunidad de refugiarse en esas frasecitas condescendientes, no, sería mejor eludir sin más el asunto del indio puto, sustituir palabras como odio y asco por otras como futuro y esfuerzo, palabras nobles y serenas frente a las que mamá no pudiera blandir ninguna simplicidad mística, se rindiera y dijera haz lo que quieras, toma el dinero y haz lo que quieras.

Así, una mañana de domingo, mientras el indio puto andaba embarazando vacas con las botas de caucho enfundadas hasta las ingles, Magui se acercó a su madre, se arremolinó a su lado mientras estiraba las sábanas de la cama y le dijo mami, quiero que hablemos un rato, y la madre la miró extrañada y dijo claro, hija, y dejó quieta la sábana que formó una bolsa de aire sobre el colchón y se sentó justo encima y la bolsa se deshizo, y dijo qué te pasa, y la pequeña Magui, en vez de repetir el discurso diáfano y convincente que había apuntado en su cuaderno, soltó un que estoy harta de todo, eso me pasa, harta de vivir con este gilipollas, harta de que no me hagas caso, harta de que nadie me pregunte si, harta de...

Y entonces arrancaron los llantos y los gritos, y las dos repitieron al detalle varias escenas de películas hiperbólicas, y la mamá se desgarró diciendo por qué me haces esto y la niña se tiró al suelo pateando y lloriqueando yo sólo quiero irme de aquí, y la mamá dijo coge tus cosas y vete si tanto te molesta, no voy a renunciar a lo único bueno que tengo porque una niña caprichosa prefiera una vida materialista y falsa, ¿materialista y falsa?, esas palabras no son tuyas, mamá, oh, no, tú nunca dirías esas cosas, el indio puto te ha lavado el cerebro, no lo llames así, te lo he dicho muchas veces, el indio puto te ha comido la cabeza, no lo llames así. Y, claro, según el guión repetido en tanto telefilme de las tres y media, aquella bronca sólo podía terminar con un cristal roto o una huida escaleras abajo o con el tipismo de la bofetada final y punto en boca y quizá un lo siento, perdóname, mi pequeña. Con la mano de su madre cuarteando su mejilla, Magui dijo:

Sólo quiero que me des dinero para marcharme.

Lo demás me sobra.

He vivido siete años sin padre.

Puedo vivir el resto sin madre.

Pero no sin dinero.

Dámelo y me iré cuando termine el curso.

Y tendrás a tu indio puto para ti sola.

Y todas las coles.

Y todos los rábanos.

Y todas las lechugas.

Y toda la mierda de vaca que quieras.

Sentido arácnido. Lecu manda cada mañana a sus j’haybers a buscar el desayuno evitando la plaza donde dormitan los mendigos magnéticos, de los que a veces no logra desprenderse. [Asperas manos se le echan al hombro, tú eres de los nuestros, chaval.] Luego rastrea algún periódico en un banco olvidado, rodea ofertas de trabajo con un lápiz, recorre las cabinas buscando monedas en los cajetines. Lecu alberga firmes propósitos: encontrar un trabajo, hacer tres comidas al día, ser normal. A su favor juega la onda de su flequillo, su cara de niño bueno y los modales ya casi humanos que Sr. Alto y Locuaz le había enseñado; en su contra se dan tortas los demás factores formando filas apretadas:

la tristeza química que irradian sus ojos oscuros,

la desolación de su agujero hobbit,

el espino que Mai-desprendida-de-T había cobijado en su interior,

el foso de tiempo eterno del descampado,

etcétera.

Hércules no tuvo trabajos más esforzados, ni Ulises se enfrentó a peripecia tan temible, ni a Spiderman le fue tan necesario su sentido arácnido como al joven hobbit cualquier ayuda ultraterrena en aquellos momentos de desconsuelo. Pero ni creontes ni ateneas ni sagradoscorazones se pusieron de su parte, y tuvo que aprender solo, solito, a no dejarse morir de asco, a hinchar sus pulmones sin objeto y conseguir alimento en las traseras de los supermercados detrás de cierta forma de prosperidad. Y todo ese despliegue de energía vital constituía una verdadera hazaña para un nene tan catequizado como él, una proeza merecedora de bocinas y guirnaldas, un gesto casi no católico, una actitud casi luterana, el heroico, aristocrático gesto de desprecio quedaba lejos. Ah, niños, aquí lo tenéis, aferrado a su miserable forma de vida, manoteando como un náufrago, aleteando como la mosca diminuta en la cocacola. Y ese mismo reflejo que tira del espécimen Lecu hacia la supervivencia lo obliga a recorrer insomne las calles de Ciudad Mediana buscando cabinas de teléfono como quien sale a cazar conejos, porque por instinto de raza sabe que basta con meter los dedos en el cajetín de las cabinas, que en una de cada treinta, de cada cuarenta, de cada cincuenta cabinas encontrará una moneda olvidada, le sobran cabinas y tiempo, el tiempo es su materia prima, su arco de bambú para cazar conejos, qué importa caminar durante horas, días enteros: aquellas monedas son su recompensa, cuando logra atrapar una suena un clinc de caja registradora, igual que en Ghost’n Goblins.

Cuatro tesoros. Siempre llevaba encima cuatro tesoros relucientes: su carné de identidad, un mapa, cualquiera de los librillos de Anillos de Saturno y las j’haybers, verdaderas j’haybers blancas y negras con la antorcha cosida en el talón y las costuras reforzadas, j’haybers mágicas de piel suave que sólo se quitaba para dormir después de comprobar que había cerrado el ventanuco con el cartón y el medio vidrio. Con esos cuatro tesoros y con la recolecta diaria de las monedas olvidadas, el hobbit llamado Lecu consiguió su primer trabajo. Sucedió más o menos así:

Había en Ciudad Mediana un pequeño aeropuerto de dos pistas y poco tránsito, y una mañana el nene Lecu leyó en un periódico atrasado el rótulo personal de tierra, y un dibujo de un avión y un teléfono debajo. Lecu frotó una de sus monedas y llamó, y en esta ocasión no le colgaron cuando dijo tengo dieciocho años, sino que le dieron una dirección y una cita para el día siguiente, buena suerte. Esa mañana se frotó las ingles y las axilas hasta que se hizo daño, entró en un supermercado para ponerse agua de colonia, se miró en el retrovisor de un coche para aplastar su flama de superhéroe y ensayó varias caras de niño formal y responsable; pero no habría hecho falta tanta parafernalia porque el trabajo ya era suyo desde el principio, sólo necesitaba firmar la hoja de condiciones para comenzar al día siguiente; claro que el primer sueldo se dedicaría íntegro a pagar los gastos del equipo y el curso de formación pero dentro de un par de meses, si hubiera hueco en la plantilla, tal vez pudiera formalizar un contrato de prácticas. Lecu firmó sin entender nada.

Orco Rotundo. El que haya venido a robar se va a acordar de mis cojones. De pie sobre una caja de metal, como un sindicalista de Mundoantiguo, el Orco Rotundo amenaza a los nuevos con el dedo flamígero, la cabeza enterrada en los hombros, el cráneo cruzado por cuatro pelos eléctricos, el buzo de lona de la compañía a punto de reventar con cada molinete de sus manos. A los nuevos les toca estirar la barbilla como reclutas, una pandilla de muchachos blanquitos con ojeras pastillosas, pelo al cepillo y argollas en las orejas, ninguno mucho mayor que Lecumberri, malos estudiantes de barriada a los que en un momento de lucidez les dio por pensar que sería bueno tener un trabajo con el que pagar la gasolina y las bambas, y allí estaban, dispuestos a deslomarse gratis detrás de un mínimo señuelo, todo eso que le contaron a Lecumberri en aquel despacho como de autoescuela con ceniceros cargados, la ropa es buena, un buzo de lona con cintas reflectoras que brillan en la oscuridad igual que las pegatinas de los paquetes de patatas fritas, y auriculares gigantes como cocos partidos que hacían que el mundo desapareciera de golpe, los reactores giraban sin ruido y tenías que aprender a hablar por señas, había señas que no era necesario aprender como ahí viene la azafata. Haced cuenta de que tengo apuntada cada braga de cada maleta, dijo, si veis una cremallera abierta, la cerráis, de aquí no desaparece un calcetín por mis cojones, si veo que alguien trinca alguna cosa le saco los hígados.

Lecu escuchaba y asentía. Aquello no era muy diferente de los discursos encendidos del Sr. Alto y Locuaz.

El coro de las vacas insomnes. Algunas noches mugen las vacas con espanto y parece que lloran como bebés enormes. Es el coro de las vacas noctámbulas, que siempre comienza del mismo modo: una vaca se desvela, llora de hastío o de fiebre, llora por las úlceras que los cepos le marcan en las ubres o quizá se despierte soñando con un prado de anuncio de chocolatinas y verdor masticable, y al abrir los ojos ve el cepo, la cerca, el barrizal de excrementos, y llora como un bebé sucio y enorme, y su llanto de niño herido despierta a las demás vacas, y las demás vacas también lloran y despiertan a las de los establos vecinos, y el coro de todas las vacas insomnes se eleva en manada rebelde y circula hacia otros establos lejanos, y las vacas lejanas descubren sus propios cepos y mugen y etcétera. La materia aguda ya trepa por las callejas del pueblo, sube los muros del baluarte, percute contra las ventanas de Magui.

Magui despierta.

De madrugada.

Mamá duerme con la puerta abierta, respira fuerte como un bebé-vaca, Magui no puede dormir y tiene miedo de cerrar la puerta.

No pasan coches ni humanos bajo la ventana, las farolas naranjas iluminan a nadie, un nadie denso sobre los adoquines mojados de relente. Es invierno, el cristal se anega de frío, la nariz de Magui pegada al cristal, el vaho haciendo dibujos en el cristal. Las vacas vigilan el sueño de los humanos en sus camas y el sueño de los coches en sus cocheras, la alarma titila como un ojo mecánico, los humanos gozan debajo de las mantas, calentitos, confiados, sabiendo que es invierno mojado ahí fuera, las vacas vigilan, las vacas y Magui, Magui y las vacas, Magui sentada sobre sus tobillos, los ojos pequeñines como lucecitas de Navidad, candelitas rasgadas, la nariz fría en el cristal, nadie muy denso camina debajo.

Magui piensa: una epidemia acaba con todos los humanos, los coches se oxidan en las cocheras, la alarma titila hasta extinguirse, sólo las vacas y los perros y las moscas y los brotes tiernos de hierba sobreviven, pero no los ratones, no los gatos, no las arañas. Las arañas murieron antes que los humanos, los humanos les arrancaron las patas con furia, daba lástima ver agonizar a los humanos debajo de las farolas naranjas, debajo de las sábanas y los cuerpos de sus amantes.

Un teléfono suena.

Magui camina descalza sobre las baldosas frías.

Viajar en autobús es cómodo y caliente. Todo tan complicado, demasiadas instrucciones, demasiados horarios, demasiadas marcas pintadas en el suelo. Lecu tarda semanas en aprender a moverse por las pistas sin que el Orco Rotundo lo mande al carajo continuamente, pero encaja bien los insultos, se pliega a las reconvenciones como un perrillo flaco y no encuentra motivos para quejarse: cada lunes recibe un abono para el autobús y un talonario para la cantina. La comida de la cantina es buena y caliente. Viajar en autobús es cómodo y caliente. Los días que no trabaja también sube al autobús. A veces pasa horas sentado en el mismo sitio hasta que se hace de noche o hasta que el conductor le dice que se marche, pero Lecu tiene su abono, Lecu guarda silencio y no molesta a nadie, sólo sus ojos molestan al asfalto y al cemento, y el conductor no se atreve a tocarle un pelo de la ropa cuando el muchacho blande esa mirada de chiflado.

Las líneas son el camino, los rectángulos son el refugio, nunca pongas un pie fuera del camino ni del refugio, campo minado. Aprende y repite: carga las maletas que brotan de la alfombra de goma, llévalas a los vagones del tren de mentira, agárrate al estribo del tren de mentira, vigila que no se caiga ninguna maleta mientras el Orco Rotundo conduce a paso de tortuga, apéate del estribo, saca las maletas de los vagones y súbelas a otra alfombra de goma que desemboca en la tripa del avión gigante, luego trepa por una escalera de mano y camina a gatas dentro de la tripa del avión gigante, apila y afianza las maletas con cuidado de no arrancar ninguna pegatina, ¿ves estas pegatinas?, dice el Orco Rotundo, si encuentro una sola tirada en la pista te arranco los huevos, dice el Orco Rotundo. La tripa del avión se cierra. El Orco Rotundo habla a través de un transmisor. Lecu no oye nada porque los cascos están hechos de poliuretano comprimido, Lecu recuerda cuando la Sra. Amable Dos le ponía algodones en los oídos y sólo oye la turbina de los reactores, piensa que un día se quedará atrapado dentro de la tripa, se caga de miedo, pide permiso para ir al baño, el Orco Rotundo lo mira con furia y le dice cosas que no puede oír, pero Lecu tiene un plan para ablandar al Orco Rotundo: no le planta cara ni se revuelve ni le amenaza con el sindicato ni cambia las pegatinas de sitio; Lecu es amable y eficiente, resiste todas las broncas y órdenes esquizoides, sonríe y dice buenos días al llegar, buenas noches al marcharse, recoge su bandeja en la cantina, mantiene limpio el buzo y las botas, no se quita los cascos protectores, vive dentro de una cápsula insonorizada, aplica todas las humillaciones bienaprendidas.

Ya de vuelta en el primer refugio, el Orco Rotundo dice esto no es un cuartel, si tienes que cagar vas y punto, pero Lecu sabe que no es cierto, que si lo hiciera sin decírselo montaría en cólera, le agarraría de las solapas y le arrancaría algunos vales del talonario de la cantina. Y Lecu se pone muy triste cuando eso ocurre, el ayuno le causa dolor de barriga y estreñimiento, y mientras todos comen en la cantina él se encierra en los lavabos y se sienta en el váter y rompe a llorar porque nada entra ni sale de su cuerpo, y las náuseas sólo se le pasan si coge una revista de la tienda del aeropuerto y se echa jabón en las manos y se masturba, pero tampoco le gusta hacerlo porque después se siente aún peor.

Pasa un mes. De la cuadrilla que entró con Lecu ya sólo queda Lecu. Los demás se marcharon berreando y pataleando, diciendo que los habían engañado, que les prometieron un contrato y los convirtieron en esclavos. Lecu no entiende nada. Lecu es una roca.

Unos días más tarde, el Orco Rotundo le dice que vaya a la oficina. En la oficina una chica lee en voz alta un papel que no comprende. Sólo comprende una cosa:

Dinero.

La chica le pide un número de cuenta. Lecu no sabe lo que es un número de cuenta. La chica se ríe y avisa a otras chicas que también se ríen, se sientan a su lado y le pasan la mano por el pelo, alguna le da un beso en la mejilla. Lecu ve en una de ellas una luz parecida a la de los ojos verdes de MaiT. Lecu recuerda a MaiT. Mejor: Lecu recuerda cuando MaiT se ponía debajo y se apretaba las tetas con las manos, e imagina que todas esas chicas también se agarran las tetas cuando follan con sus novios, y les enseña su carné de identidad y pregunta si no sirve, y le dicen que no, pero que si vas a un banco con esta carta te abrirán una cuenta. Lecu tampoco tiene muy claro qué es un banco pero no se atreve a hacer más preguntas. Y siente de pronto unas ganas terribles de ir al baño.

La grapa como una diadema. La cal masticó una tubería que rezumó sobre los archivadores. Los zapatos hicieron chof sobre los charcos y saltaron los fusibles. Qué desastre, habrá que secar al sol todos los expedientes, las matrículas, los libros de escolaridad. El sol se fue comiendo los colores de las fotografías y la carita de Magui, tan linda, se llenó de surcos ectoplasmáticos como superviviente de un incendio o de una guerra vieja, la pequeña Magui tan bonita en aquella foto grapada sobre sus notas de la escuela, el librillo abierto en el poyete del patio secándose al sol, el curso no empieza, la secretaría casi sale ardiendo.

Magui despliega sobre su mesa de caballete los folios para tomar apuntes, la carpeta de fuelle para guardarlos en casa, la carpeta clasificadora para llevarlos a clase, los bolígrafos, los rotuladores, los perfiladores y las escuadras, se desespera moviendo los libros de sitio, los abre, lee las primeras lecciones sin comprender nada y los vuelve a cerrar. A mediodía vuelve al instituto para preguntar cuándo comienzan las clases entre tanto albañil enyesando el estropicio y tanto fontanero cambiando los tubos (la miraban largo, muy largo, y alguno le soltaba cualquier cosa), el andamiaje y los chismes y los baldes de mezcla volcados en la entrada, ¿se sabe cuándo comienzan las clases?, y la secretaria que ni idea, apurada como estaba en darle la vuelta a los expedientes sobre el poyete como si los asara en una parrilla. Magui vio su foto con la grapa como una diadema, pensó qué chica salgo en esa foto, le entró una pizca de nostalgia de Mundoantiguo y fue ese mismo día cuando leyó un aviso de la profesora de Literatura pinchado en un tablón que decía se recomienda a los alumnos matriculados en el último curso que inicien la lectura de las siguientes obras, de las que deberán examinarse en diciembre: El árbol de la ciencia (Pío Baroja), Campos de Castilla (Antonio Machado), El hombre y su poesía (Miguel Hernández, edición de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia). Detrás de ella, un chaval con flequillo planchado, morral y camiseta de Kill Your Idols, lee el mismo aviso sobre su hombro.

Cierta fragancia. La taberna estaba excavada en el casco de una bodega. Los pilares antiguos, con forma de arco de iglesia, separaban las mesas de tabla. Cuatro linternas de barco daban más sombra que luz sobre las cejas de los clientes. Hace años, la mitad eran jornaleros de escupitajo que se deslomaban en el cereal y la otra mitad venía de las vaquerías con aliento a leche agria. Ahora las mesas se llenan de muchachos bebiendo vino barato y comiendo patatas fritas. En una de las mesas, Magui conversa con un chaval que lleva una camiseta de Smashing Pumpkins.

El chaval quiere estudiar Medicina; si no fuera porque no tienen ninguna salida, lo mismo le daba por Filosofía o por Historia. Dice que va a comprarse una guitarra eléctrica, ya tiene un manual para aprender a tocarla, la eléctrica es mucho más fácil que la normal porque no tienes que pulsar las cuerdas con tanta fuerza ni saber solfeo pero otra cosa es el amplificador, que sale caro, a lo mejor consigo un trabajo y entonces quizá me alcance para comprar uno de segunda mano aunque debería ahorrar porque los pisos están caros en Ciudad Mediana y no quiero ser un parásito de mis padres eternamente, tú qué planes tienes.

Magui sólo quiere que el curso empiece pronto. Y que termine pronto. Y marcharse. A Ciudad Mediana, por ejemplo. A estudiar cualquier cosa. ¿Ya estás leyendo El árbol? Yo no entiendo nada. Sólo sé que va de un estudiante de Medicina, como tú el año que viene, que vive en un cuartucho lleno de huesos, y que un médico se llevó a casa los sesos de un cadáver y la criada los cocinó y se los sirvió de cena, y luego hay un niño que se pone malo y se muere, y el niño es el hermano del estudiante, y agarra una depresión y todo es horrible. Lo demás no lo entiendo.

La luz de las linternas tortura el rostro de Magui, le roba el plástico de la adolescencia, le marca dos medialunas negras debajo de los ojos; pero cuando el chaval vuelva a mirar a Magui bajo otra luz distinta descubrirá que esas medialunas y ese plástico desprendido ya no son cosa de las linternas ni de la penumbra del garito, y se preguntará si Magui no es uno de esos personajes de las novelas de Herman Hesse que su padre guarda en la estantería del salón, esas novelas traducidas en México con letras bailonas como gusanitos de tequila, novelas que se compran en las casetas de chapa de la feria, las tapas de cartón, la angustia de la aparición fortuita de una página en blanco.

No es preciso decirlo: el chaval se enamora de Magui desde el momento en el que lee el aviso sobre su hombro, la camiseta de tirantes y la chispa de sudor, los albañiles apañan la mezcla en los baldes, todas las narices de la sala saben que la piel de Magui vaporiza cierta fragancia.

Sobre la mesa hay dos vasos de vino y un plato de patatas fritas. El chaval come y bebe con nervio, habla de música sin parar, a Magui le pasa como cuando lee a Baroja, el chaval dice que le grabará una cinta.

Termina el segundo vaso y siente calor y euforia. Las risas de otras mesas arrecian pero él sólo tiene ojos y oídos para los grandes ventanales oscuros que parpadean en el rostro de Magui, quisiera levantarse y abrazarla y cantarle una canción de Nirvana, llevársela en brazos a casa y desnudarse y componer con su guitarra inexistente una melodía tristísima, darle un bolígrafo y un cuaderno para que ella escriba algunos versos. Luego se quedan dormidos y despiertan desnudos y abrazados mientras en el reproductor siguen sonando canciones de Nirvana en modo random.

Pero nada de eso ocurre.

Ocurre, en cambio, que con el tercer vaso al chaval le dan mareos y piensa que va a vomitar todas las patatas fritas, y se levanta y sin despedirse corre a su casa, se desnuda y se mete en las sábanas frescas que su madre mudó esa mañana y duerme y se despierta sobresaltado mientras en el reproductor suena la desconsolada voz de Kurt Cobain.

El chaval se arrastra al baño. Quiere morirse allí mismo pero en el armario no hay píldoras ni jeringas ni otras armas que las cuchillas de afeitar, no tiene valor para tanto. Del baño se arrastra a la cocina, la madre le peina el flequillo con los dedos sin decirle ayer llegaste borracho. El resto de la mañana la pasa en su cuarto escuchando canciones que harían llorar a una piedra y releyendo La guitarra eléctrica en cinco lecciones. Todo eso sirve para animarle y de pronto se siente fuerte y feliz, lee fragmentos de El lobo estepario, se pone una camiseta de Pearl Jam recién planchada y sale a la calle. El chaval conoce la historia del papá de Magui, de la mamá de Magui y del indio, y por eso ronda la plaza fría como un centinela con la esperanza de hacerse el encontradizo.

Y lo consigue. Y para su sorpresa Magui le sonríe y bromea con él acerca del vino tan malo que sirven en la taberna y parece que su plástico brilla y que las medialunas son ahora azules en lugar de negras, y hablan un buen rato y el chaval se fija en sus sandalias de cuero, en una de ellas lleva prendido un cascabel y eso fascina al chaval y cuando se despiden el cascabel suena como un trineo que se aleja en la nieve, él tararea una canción de vuelta a casa, corre a por la guitarra que no tiene, decide que la canción debe llamarse Magui tiene cascabeles en los tobillos, le gustaría escribirla en inglés pero no sabe decir «cascabeles» ni «tobillos» en inglés, se graba en una cinta tarareando Magui tiene cascabeles en los tobillos.

Al día siguiente quedan en casa de Magui para leer El árbol de la ciencia. Magui prepara lápices, rotuladores y folios como si comenzara la primera clase del año, pero no el bidé, no las sábanas. El chaval aplasta su flequillo delante del espejo y busca una camiseta casi nueva de Rage Against the Machine. En el morral lleva condones y hachís. Es un optimista. A la hora de la cena vuelve a casa con el hachís y los condones intactos, agotado de leer en voz alta durante horas y de contestar a todas las preguntas de Magui, que anota las respuestas con caligrafía esmerada. El es un buen improvisador y ella es muy perseverante, no deja de buscar palabras en el diccionario, pregunta por cada nombre propio, arruga la nariz.

Esa noche no tiene ninguna gana de leer El lobo estepario. Cae a plomo en la cama y apenas escucha un par de canciones de The Clash. En el hueco de los párpados cerrados ve proyectada la imagen de Magui, las piernas cruzadas y la carpeta sobre las rodillas, escribiendo en su cuaderno con diligencia y profunda concentración. Es una chica rara, piensa, mientras pulsa en el mando a distancia la opción apagado automático.

Se ven cada vez con más frecuencia, ya no necesita fingirse despistado, basta con llamar a la puerta. Magui lo recibe cordial y simpática pero no entusiasta ni atrevida ni descarada como al chaval le gustaría que fuese. La escena que imagina el chaval es sencilla y primitiva, apenas adornada por algunos trazos nirvanescos: ella viste unos vaqueros y la misma camiseta blanca del primer día, parece recién levantada o quizá un poco enferma, él se sienta en el suelo y lee un poema de Machado, ella fabrica un cigarrillo de hachís, fuma, sonríe melancólica, pone en el tocadiscos uno de Led Zeppelin, el papel de la funda cruje como enagua de novia, suena Coda y la chica baila con languidez, el chaval gatea hacia ella, se abraza a sus rodillas, busca su vientre con la nariz, ella desabrocha los botones de sus vaqueros, él respira sobre su pubis.

Al fin comienzan las clases. Magui se sienta en la primera fila y el chaval en la última. En los intercambios charlan, comparan los apuntes y a veces incluso se ríen. El chaval le trae cintas con canciones que es obligatorio escuchar al menos una vez en la vida, y Magui promete hacerlo, lo prometo. De vez en cuando vuelven a la taberna de las linternas. El chaval se acostumbra al vino y a los silencios de Magui. Cada día que pasa se convence de que Magui merece un disco completo con canciones que hablen de sus manos, de su cuello, de los rizos que cuelgan como campanitas sobre sus hombros redondos. Hasta en sueños le parece escuchar el cascabel de sus tobillos. Es peor cuando se imagina a Magui desnuda debajo de él, con las piernas cruzadas detrás de su culo, el cascabel batiendo como un loco. En esos momentos odia las sábanas de dibujitos que mamá estira tan tiesas sobre la cama.

El profesor de Filosofía habla de Sócrates y de Etica. Sócrates dice que el hombre es un animal bondadoso que sólo quiere refocilarse en el prado, comiendo hierbecita y holgando con los demás. El chaval levanta el dedo y pregunta entonces qué pasa con la bomba atómica y con Auschwitz y con Pinochet y con los niños chicos que putean a otros niños chicos en el patio. Pequeñas risas en el auditorio anteceden a una feroz discusión que enmudece a toda la clase. El profesor le suelta cuerda para que se ahorque con sus propios argumentos pero el chaval resiste, se revuelve, cita tres nombres que nadie más conoce, el profesor dice los americanos lanzaron el Pequeñín (y aquí una anécdota onomástica) para evitar más muertes y los alemanes crearon los campos (y aquí un ejemplo que demuestre lo laboriosos que eran, los ojillos azules trazando bisectrices sobre el papel milimetrado) para defenderse de un enemigo, y seguro que el viejo Pinochet (y aquí hay sitio para un versito de Víctor Jara) también tenía sus razones morales, porque la maldad como único término de una acción es atributo del enemigo mitológico, pero no de los humanos, no, ni siquiera de los gamberretes en el patio. El chaval dice que si las leyes no se lo impidieran el hombre cazaría hombres en lugar de conejos sólo por diversión, el chaval ha sacado buen provecho de las tardes en casa de Magui leyendo a Baroja, y de las noches en las sábanas de dibujos leyendo Siddharta, y de los cigarrillos de hachís y el hastío y la desesperación de Cobain y Corgan: let the sadness come again on that you can depend on me, until the bitter, bitter end oí the world, when God sleeps in bliss. Magui observa el duelo con fascinación, su amigo parece casi adulto y resuelto, ya no lo ve enclenque y asustado, sin el cuello nudoso de Buenchico, sin las manos grandes de Buenchico, sin la barba de lija que le raspaba los muslos, el chaval se convierte en alguien distinto, audaz, intrépido.

En diciembre, Magui suspende Matemáticas pero aprueba Literatura y Filosofía porque repite en los exámenes las cosas que le oye decir al chaval. Hace un frío glacial, se congela el estiércol en los establos, la taberna de las linternas es una cueva en la que hay que sentarse con el abrigo puesto, las manos se hielan sobre el vaso, el chaval tiembla dentro su cazadora vaquera y su camiseta de Green Day pero no está dispuesto a ponerse el lobo marino de paño que mamá guarda en el armario, ni siquiera lo has estrenado, hijo. Esa noche Magui se siente feliz, feliz de veras, feliz como hacía tiempo que no lo estaba porque en un bolsillo guarda sus notas como un salvoconducto, un telegrama de la resistencia dándole las coordenadas para cruzar la frontera, ya sólo quedan dos trimestres, dos trimestres y estaré lejos, lejos. Abatida por el asedio, la mamá de Magui puso en venta la tienda, la furgoneta y la casa vieja, le dijo que todo lo que sacara sería para ella, que se fuera adonde quisiera pero que dejara de hacerle la guerra, no tienes derecho a quitarme lo único bueno que encontré desde que se fue tu padre. Magui dio un respingo sobre la banqueta. Hacía años que el atavismo de la palabra padre no aparecía en ninguna conversación, ni en conversaciones graves como aquélla ni en simples recuerdos de la infancia, en ningún caso. Las fotos fueron desapareciendo (en los marcos papá se desvanecía como Trotsky en aquellas fotos de la nomenclatura), la ropa y los zapatos se volatilizaron del ropero, la brocha de afeitar del armario del baño, el bálsamo Floyd, el transistor Vanguard con funda de cuero; apenas quedaban algunos residuos que aparecían fortuitamente en un cajón, unos prismáticos con los que, cuando iban al campo, le decía mira los buitres sobre ese risco, un dietario antiquísimo con cuentas de la tienda, una linterna de petaca, un llavero del Barça, una baraja de cartas de una marca de cigarrillos. Ya no eres una niña, pronto te irás de este pueblo y sólo volverás de visita, cada vez te resultará más aburrido coger el autobús para venir a ver a tu madre y yo me quedaré sola envejeciendo en esa casa, abriendo y cerrando sola la tienda, comiendo sola, limpiando para nadie. El me ha enseñado muchas cosas, cosas que no tienen que ver con las preocupaciones de los demás, con la manera que tienen los demás de arruinar su vida, quiere construir algo conmigo, tiene ideas, ideas que tú no puedes comprender porque sólo piensas en tus caprichos y en tu ropa y en lo bonita que eres. Pero ya Magui no escucha, sentada sobre su banqueta, cruda y despótica, no piensa en ninguna de las asquerosidades que oye; piensa en que ha vencido, que tendrá dinero, que sólo quedan seis meses, dos trimestres, para marcharse del pueblaco diarreico de las vacas insomnes, y por eso bebe su vaso de vino como hidromiel y se relame con las patatas fritas. Y cualquier cosa que el chaval dice le parece una ocurrencia graciosísima, y se retuerce de risa en la silla cuando imita al profesor de Filosofía, y el chaval se crece con la risa de Magui y ya casi no tiembla a pesar de ese frío de ventisca que atraviesa la cueva, y enseguida están en casa de Magui y es madrugada y esta vez no leen a Machado ni a Baroja y todo comienza a parecerse a la escena nirvanesca que el chaval atesora en su cabeza, Magui pone un disco pero no uno de Led Zeppelin, Magui no baila ni el chaval gatea hacia ella pero sí se sientan juntos en el suelo, él no husmea en su vientre con nariz de sabueso pero sí fuman hachís, y en un momento Magui se levanta y enciende el radiador de aceite y lleva al chaval de la mano hasta la cama grande donde su padre se follaba a su madre pensando en un muchacho y ella se follaba a Buenchico pensando en la hora de las clases de inglés.

Mutante. Debería abrirse esa puerta condenada pero las bisagras parecen haberse sulfatado y la cerradura está taladrada con remaches, no hay modo, el ventano sigue siendo la única manera de entrar y salir del agujero, y también de meter el colchón que Lecu compra con su primer sueldo, es titánica labor doblarlo hasta que encaja y empujar, empujar, ya está dentro. También compra almohadas, sábanas, muchas latas de albóndigas, cubos, detergente, un chándal, camisetas, un abrigo de fibra relleno de plumas de mentira. El dinero sobrante lo guarda debajo de una losa hueca. Continúa madrugando a diario, toma el autobús hasta el aeropuerto, se desloma obediente, almuerza en la cantina, sigue deslomándose hasta la tarde, regresa, compra pan y latas de albóndigas, cena pronto, duerme muchas horas, se despierta con el ruido de los neumáticos, amaneciendo. Los días de descanso toma el sol, esquiva a los mendigos magnéticos, se sienta en un banco a leer algún periódico atrasado, husmea en la basura, compra pan y latas de albóndigas, duerme muchas horas sobre el colchón recién estrenado. En una de sus incursiones por las traseras de los supermercados encuentra un mueblecito de oficina comido de polillas. Lo adopta, lo limpia, lo barniza y almacena en él sus provisiones, es decir, todas las latas de albóndigas. Lecu es feliz, deja que el tiempo se escurra como un fluido de anuncio de pañales, como una cisterna silbante sobre su cabeza, donde ya no queda sitio para el Sr. Alto y Locuaz ni la Sra. Amable Dos ni la Mujer con Cara de Niña, y sólo a veces piensa de veras en MaiT, y de veras significa muriéndose de ganas porque aunque la figura de MaiT no desaparece tampoco percute del mismo modo contra su estómago, como sable de samurái hundiendo la hoja delgada en la tripa, abriendo la tripa con el movimiento del caballo de ajedrez, sacando la tripa por la abertura, dejando que la tripa caiga en un plaf sobre el tatami, no. En el mercadillo de los jueves, encuentra tebeos antiguos, primeros spidermans de rojo y azul, lobeznos de segunda época y también algún Thor y varios Nuevos Mutantes y Vengadores. Vuelve al agujero con un taco y lee hasta que se acaban las baterías de la linterna, pronto sonarán los neumáticos, tendrá que lavarse en el cubo y colarse dentro del buzo, tomar el autobús, cabecear contra el cristal. Los jóvenes mutantes son perseguidos por los centinelas del gobierno, Jean Grey despliega en el cielo naranja de la bahía de San Francisco una nube con forma de halcón, los centinelas huyen aterrorizados y se esconden detrás de los blindajes de sus lanzaderas pero el halcón incorpóreo atraviesa el refugio, toma a los centinelas entre sus garras y los revienta contra el asfalto. La bella Jean Grey no puede soportar tanta destrucción, cubre sus ojos acuosos con los dedos, perdonadme, perdonadme, llora en una madeja. Decepcionado, Logan-viejo-y-peludo reniega de los suyos, huye de la ciudad y viaja a Shizuoka escondiendo sus garras de adamiantum en las mangas del kimono, atraviesa llanuras de nieve, entra en las tierras del clan del leopardo, los guerreros montaraces lo capturan, Logan podría rajarles el pecho pero en cambio baja el hocico y ofrece sus muñecas a las cuerdas, dócil como un cachorro. El clan lo adopta, le limpia las orejas y le quita las pulgas, Logan se adiestra con un maestro que le enseña la ciencia de cortar cabezas sin que a las cabezas les cambie el gesto, escribe poemas de cuatro versos, pinta grullas sobre bandejas de laca, contempla a un guerrero deshonrado abriéndose la caja de las tripas sobre el tatami de un templo, plaf, todo es muy hermoso. Lecu está tan excitado que no puede dormir. Quiere un tatami, quiere un templo, quiere un farol de piedra, una llanura helada, unas garras de adamiantum, una espada de samurái, y también quiere a Jean Grey arrepentida sobre su hombro, con una muesca de sangre en la comisura, el traje de goma arañado sólo un centímetro debajo de los senos. Lecu quiere todo eso porque al fin ha comprendido que es un niño mutante.

No guarda rencor. Un niño mutante con poderes extraordinarios: vence a la muerte, a la soledad y al vacío sin que la llama de su flequillo pierda gas, vive en un agujero como un topo, lee en penumbra, soporta las broncas deshumanizadas del Orco Rotundo sin sentir la tentación de sacarle los ojos, no le guarda rencor al Sr. Alto y Locuaz ni al Hombre del Cráneo Enroscado ni a la Mujer del Vestido Recatado, ni siquiera a los bichos que le disputaban las migas del bocadillo que le daba la Maestra Bondadosa. Sí, Lecu es un muchacho mutante porque habita en un mundo que ya no es Mundofeo sino una maqueta creada a su antojo, y todas las criaturas que pueblan Mundolecu son invenciones suyas.

Fueron esas cosas —especialmente el mentón peinado a la raya, los ojos oscurísimos como de maquillaje, el rostro dibujado a rotring— las que fascinaron a la pequeña Magui cuando se fue a vivir a Ciudad Mediana y alquiló un cuarto justo enfrente del agujero en el que Lecu trajinaba sus asuntos y almacenaba albóndigas y tebeos y hacía y deshacía el cosmos por capricho, saliendo por el ventano como un insecto por la mañana, entrando como un lagarto por la tarde.

Esas cosas.

MaiT desnuda en una caja. En una de las sábanas del mercadillo encontró un radiocasete y un estuche con doce cintas: seis de un curso de italiano, tres de canciones mezcladas, dos de cuentos infantiles, una de conversaciones eróticas. También encontró un fajo de revistas con mujeres de pelo rizado y zapatos de plástico. Lo compró todo junto y regresó al agujero sin pasar por la trasera del supermercado. Sacó las pilas de la linterna, las puso en el radiocasete, pulsó play en la cinta de conversaciones eróticas. Ninguna de las mujeres de las revistas le pareció tan bonita como MaiT.

MaiT no pertenecía a la misma especie.

MaiT también era una niña mutante.

Por eso los centinelas la perseguían y le daban caza.

Por eso.

Y por eso la apresaron y la encerraron en un autobús de camino a un campo de reeducación.

Por eso.

El Sr. Alto y Locuaz es un centinela sarmentoso, un rastreador diabólico que olfatea el aire en busca de mutantes asustados e indefensos; el halcón sulfúrico de Jean Grey debería atraparlo con sus garras y reventarlo contra el asfalto, las garras de Logan deberían caligrafiarle en el pecho un poema de cuatro versos, yo debería perseguirlo y achicarlo contra una esquina, escupirle ráfagas de albóndigas hasta que los ojos se le caigan al suelo como dos huevos duros.

Pero de pronto, en una de las páginas finales, aparece una jovencita en una urna de cristal anunciando una película de próximo lanzamiento, una joven que se abraza las rodillas y se inclina como si recibiera una herida en el costado. Calza botas militares, le cubre el rostro una máscara antigás y los senos (y eso puede jurarlo el hobbit llamado Lecu), los senos son los mismos sobre los que él escalaba, y el vientre (y pondría los dedos en la guillotina para jurarlo), el vientre es el mismo sobre el que su flequillo rojo clavaba la bandera de territorio conquistado. Pasa los dedos sobre el grano de la fotografía, pone la nariz en el cromo gelatinoso de la página, MaiT ha sido capturada, MaiT está desnuda en una caja, los centinelas le hacen perrerías mientras él se masturba en su agujero, cada vez menos limpio y despejado, menos blanqueado y simple, más próximo al universo de los mendigos magnéticos y sus complicaciones. Lecu no se da cuenta pero en las esquinas ya se apilan demasiados trastos, en el mueblecito no caben más latas, los tebeos de Hazañas Bélicas forman columnas tambaleantes.

Hace plop. El chaval tiene una lágrima de euforia contraída en el párpado, no se atreve a moverse por si todo hace plop y se desvanece, la piel de Magui es mucho más suave que las sábanas de dibujitos que mamá estira en la cama. Su oído, aplicado como una ventosa sobre el estómago, es un radar que sondea las concavidades de Magui, quisiera hacerse diminuto y bacteria e introducirse en esas concavidades, follarse su estómago y su hígado, follarse sus intestinos, su páncreas, sus arterias.

Magui mira muy seria el aliento en la ventana y se acuerda de las tardes de invierno con Buenchico, tan distintas: Magui reposaba su cabeza sobre Buenchico y ahora es ella quien protege al soldado herido, el joven soldado que regresa del espanto del frente. Magui mira muy-muy seria la ventana, en el suelo se arrugan las mismas bragas que subía y bajaba al ritmo de Buenchico, pero ella no es la misma, las yemas de sus dedos urden otro trazado.

El chaval se siente fuerte y poderoso, podría tumbar una vaca a puñetazos, podría agarrar al imbécil de Buenchico que lo mira con esa cara de desgraciado y arrancarle confesiones humillantes. También se siente perceptivo, osado, poeta, quisiera escribir versos largos y dolientes, dibujar a Magui idealizada en un cuaderno, escuchar un disco de Pink Floyd, drogarse, revolcarse con Magui, llorar de éxtasis.

Con el flequillo del chaval emborronando su vientre, Magui está a punto de hacer uno de los descubrimientos más importantes de sus diecisiete años: que le importa muy poco hacer esas cosas, que sería ingrato negárselo a un chico tan bondadoso, que le gusta apretar una carne tan frágil, tan de niño pequeño (los huesos del chaval se encajan en su pellejo sin fuerza, sin músculo), que es insignificante que apenas se mueva dentro de ella, que se quede tan rígido y se muerda el labio y mire para otro lado y no se atreva a agarrarse a su culo; a Magui no le importa nada de eso, es generosa y magnánima, ha descubierto que los hombres se mueren por estar con ella, y a ella no le causa ninguna angustia follarse a un hombrecito al que no ama.

Nada es culpa, nada es pecado, nada es crucial; las habitaciones son espacios estancos donde no caben las categorías decadentes de Mundoantiguo, son repúblicas anárquicas sobre las que los hombres de las barbas y las togas no tienen ningún derecho. Las discusiones del chico con el profesor de Filosofía le parecen ahora una madeja innecesaria, pajas mentales, y en cambio ve cierta transparencia en Baroja, en Sócrates y en todos esos nombres propios que no recuerda, y con la cabeza hermosa de aquel hombre-niño sobre su vientre ella también siente deseos de coger un bolígrafo, abrir un cuaderno, leer una novela, escribir cosas muy distintas de las bobadas lloronas que abigarraron el Diario de Kitty inexistente. Y siente lástima por su madre, e incluso cierta comprensión hacia el indio puto. Cada uno, piensa, cada uno escarba su manera de no dejarse comer por los gusanos.

Máscara de barro. La Sra. Amable Dos ha subido al autobús. Lecu está sentado al final y ella se detiene en la primera fila, de modo que puede observarla sin temor a ser descubierto. El pelo trigueño forma una trenza de esparto en su espalda, el rostro es una máscara de barro. Desde su asiento Lecu no puede verlo pero las manos de la Sra. Amable Dos están punteadas de manchas como un leopardo, las venas parecen a punto de reventar a chorros, las muñecas son delgadas como patitas de pájaro. La Sra. Amable Dos es un esqueleto mal vestido al que la tristeza y la mala conciencia le escupieron veinte años encima; veinte años de condena por no haberse atrevido a ir detrás del niño Lecumberri, por no mandar al cuerno al Sr. Alto y Locuaz y sus férreas instrucciones de no pasar, peligro de muerte, por no haber ido a la policía con un retrato suyo, busquen a este muchacho, no tiene a nadie en el mundo, sus padres no son sus padres, su casa ya no es su casa, tráiganlo de vuelta, yo lo cuidaré, limpiaré de pelusas la habitación, comeremos croquetas y flamenquines todos los días. Pero la Sra. Amable Dos no hizo nada de eso y siguió acudiendo a las reuniones, escuchando la voz grávida del Sr. Alto y Locuaz, repitiendo los salmos con algarabía, pidiendo clemencia por todo el daño que su cobardía había producido, rezando a sus espíritus, sintiendo tanto vacío en el cuarto de Lecu que a veces dormía en su y camita y leía en voz alta algún párrafo de Débil Ovalo de Luz o de Alpha Centauro: Misión Suicida mientras las pelusas le hacían cosquillas en la nariz y estornudaba.

La Sra. Amable Dos se baja del autobús, frágil como una anciana.

Cuidado. Uno de los mendigos magnéticos ronda el agujero, uno que conserva todos sus dientes, acude a los comedores de beneficencia, se da una ducha de cuando en cuando y sólo bebe vino de cartón, pero igual de peligroso que el resto que se machaca con metadona, leche condensada y galletas de la Cruz Roja, igual, los que ya no tienen fuerzas ni ganas para seguir siendo yonquis, los que vieron extinguirse la Era Yonqui y quedaron convertidos en seres inhábiles, flojos como globos, desdentados como bebés, muy lejos del furor de las agujas, lejos de las carreras enérgicas de la casucha al cajero, vaqueros apretadísimos, sinusitis, pelo húmedo. El intruso se siente distinto, no necesita ablandar las galletas antes de engullirlas, no se pincha en el tobillo ni tiene revisión de condena, es un mendigo aristócrata que conoce secretos fabulosos, cuidado con él.

En cuclillas, junto al ventano, arroja todo su vaho de vino y lo desempaña haciendo un catalejo con las manos. Sobre el colchón, Lecu rebobina las cintas de italiano, la tua sorellina ha già imparato a leggere.

El mendigo aristócrata observa el agujero, il mió fratello ha studiato a Roma.

Está razonablemente limpio. Cubos. Almohadas. Comida. El mendigo aristócrata quiere ese agujero, tua moglie è una donna molto intelligente.

Lecu ve la sombra en el ventano, la mía vecchia zia mi aiutta moltissimo.

El mendigo aristócrata se arruga como un gusano, salta dentro del agujero, pone sus manos sobre los hombros de Lecu y dice bonjour, qué bien montado lo tienes, tu colchoncito, tu cocinita, tus revistas guarras, yo quiero una casita como la tuya, te la cambio, pide por esa boca, las monjas no te dejan tener revistas guarras en el albergue, qué va, hace un millón de siglos yo tenía una casa de verdad, con una mujer de verdad, un perro, un jardincito en la entrada y un buzón con mi nombre, pero mi mujer era como una de ésas de las revistas, je, se follaba a los vecinos cuando yo estaba en el trabajo, je, se los follaba en mi propia casa, con el cabrón del perro lamiéndole la manita al puto de turno, ¿tú aguantarías eso?, hay que ser muy maricón para saberlo y callarse, ¿no?, pues yo lo supe y me callé durante cinco años, cinco años pensando que mientras yo mamaba en el trabajo ella se la mamaba a los vecinos, y no te creas que a muchachitos guapos como tú, naaa, se follaba a cualquiera, a los viejos más asquerosos se follaba, a tíos que daba fatiga mirarlos a la cara, cinco años callado como un maricón para que después me diga que está harta de mí y que se larga, ¡que se larga la muy puta, se larga!, y yo me pongo a llorar como un gilipollas y ella se ríe y yo me agarro a sus tobillos y ella dice que la suelte, y yo no quiero soltarla, y el juez dice que todo es por mi culpa y me quita la casa y me dice que tengo que pagarle una pensión para que se compre bragas nuevas.

Logan dice: hazlo.

Defiende lo tuyo, no permitas que el Intruso inficione con su pestilencia el tatami, patea su culo, rómpele la nariz de vinagre, expulsa al Intruso de la tierra sagrada.

Logan dice: muerde, desgarra, hazlo.

Y Lecu se incorpora y gruñe, siente que al Intruso se le erizan las fibras de su abrigo de pelo de camello, gatea, hace círculos alrededor, retrocede, con movimiento veloz abre el mueblecito y saca dos latas de albóndigas y las arroja como granadas de mano contra el Intruso, que se encoge dentro de su abrigo de pelo de camello pero no logra evitar que uno de los proyectiles le abra ampliamente la ceja, un buen tajo de dos dedos. Antes de que le dé tiempo a echarse las manos a la herida, Lecu-feroz ya agarra otra lata de albóndigas y la utiliza como percutor contra su enemigo, golpea, golpea su cabeza lanuda, le aprieta el cuello del abrigo para que no se escurra. El Intruso sangra por la nariz y el oído, logra desembarazarse, salta al ventanuco y repta hacia la salvación mientras Lecu-Logan sujeta su culo y lo patea.

Algo después, los haces azules del patrullero cubren las paredes. Un agente mete la linterna por el ventano. Lecu-heroico limpia la sangre y exprime el trapo en un cubo.

Prosperidad. En la comisaría todo sucede rápido y sin dolor. Los agentes se conforman con que firme la declaración, a nadie le importa un carajo que el Aristócrata se quede con las encías peladas como un bebé, bastará con una llamada al propietario para que sepa que hay un loco parasitándole esa especie de garaje, sanidad debería denunciarlo a usted por no tenerlo debidamente cerrado, ¿sabe?, es un foco de infecciones.

Lecu pasa la noche en el calabozo, caliente y sin pensamientos. A la mañana siguiente lo sueltan con alguna advertencia y dos empellones, y vuelve caminando hasta el agujero, a tiempo para lavarse en el cubo, calzarse el buzo reflectante y coger el autobús.

Al Aristócrata, una vez cosido y anestesiado, los agentes lo convencen de que se olvide del asunto y se busque otra madriguera, no te conviene cabrearlo, está chiflado ese tío. Sentado en el taburete del ambulatorio, el Aristócrata llora mientras le pespuntean la ceja: ahora las monjitas del comedor se divertirán torturándole con buenos filetes de ternera, hijas de puta, mientras él sorbe su cuenco de tapioca.

Pasan los meses, Lecumberri prospera en el trabajo, una de las chicas de la oficina le abrocha en el buzo de lona una insignia de la confusa jerarquía paramilitar del personal de tierra, el Orco Rotundo dice: con la cara de tarado que tienes pensé que no me durabas ni dos días, pero te lo ganaste, chico, y lo desmonta de dos palmadas en la espalda. Recompensas y castigos, Lecu no entiende nada de eso pero comprende que es algo bueno porque en el sobre que recoge en el banco han aumentado los billetes azules.

La vida del próspero Lecu fluye lentamente, sin sobresaltos. Los mendigos magnéticos se alejan de él, la policía lo da por perdido. De vez en cuando un agente asoma la linterna por el ventano, sigue tranquilito ahí dentro, ¿eh, loco?, si te vas a cargar a alguno ten el detalle de no hacerlo un lunes ni un miércoles, ¿eh, loco?, que me toca guardia, ¿eh?

Una noche, su sentido arácnido presiente dos ojos muy distintos a los de la policía y los mendigos. Se incorpora, aprieta los músculos y convoca a Logan, dispuesto al combate. Pero enseguida los ojos se retiran y unos pasos de suela de goma huyen al galope por la acera antes de que las latas de albóndigas reluzcan como cuchillos.

Cada cosa en su sitio, las albóndigas formando filas marciales en el mueblecito.

Buenos días, tristeza. El gesto de Magui ha cambiado. Lee, estudia, sonríe, casi no piensa en mamá y nunca en Buenchico, siente vergüenza de aquella melancolía pasada pero se compadece de sí, dice sólo era una niña. Todo gracias al chaval y sus camisetas oscuras, le está tan agradecida que de cuando en cuando lo toma de la mano y lo arrastra hasta su cama, siente gratitud, gratitud y confianza, o una figura parecida a la confianza que no había experimentado antes. Magui está tan satisfecha de su nueva identidad —serena, provocativa, lúcida, pelín triste y ausente— que lo demás son migajas.

El chaval, en cambio, sufre. A ratos es un niño desconsolado que se lame las heridas, a ratos es huraño y erizo, qué te pasa, hijo, el vaso de leche rodando en la encimera de fórmica. Siente rabia hacia su flequillo, rabia hacia las sábanas de dibujos, rabia hacia Kurt Cobain, y comienza (ah, y ésa es la primera paletada de su fosa), comienza a escuchar blanduras de Guns Roses. Languidece como un perro por los pasillos del instituto, enflaquece como un viejito viudo, busca constantemente la mirada de Magui, se angustia si no aparece a primera hora y luego todo es euforia y nervios y alas en los tobillos cuando, de pronto, siente en la nuca el pellizco de un beso, es Magui, Magui. Por su cumpleaños le regala Buenos días, tristeza. Ella le promete que lo leerá enseguida.

El curso termina. El profesor de Filosofía felicita a Magui, ha hecho usted unos progresos excepcionales, y reconviene al chaval, ni siquiera se presentó a la recuperación, no logro entenderlo. Ella aprueba todos los exámenes, él se encasquilla, balbucea, renuncia. Su madre está convencida de que esa chica tiene la culpa, sus camisetitas, sus vaqueritos rotos.

En junio, delante de la hoja de matrícula, los vaqueros rotos tiemblan y se desgarran de ímpetu. Magui consulta los códigos, agarra firme el bolígrafo, suspira y escribe Psicología sobre el delgado papel multicopia. Psicología, sin pensarlo demasiado. Ignora que muy pronto conocerá a su primer caso clínico.

Suelas de goma. El Propietario recibió una llamada de la comisaría. El corazón le dio un vuelco, mire, le llamo para informarle de que hay un tío viviendo en un garaje que está a su nombre, debería tener aquello bien cerrado si no lo va a utilizar, se le ha colado un huésped, je, y resulta que si usted no denuncia no podemos tocarle un pelo.

El Propietario hace crujir sus zapatos de goma. Camina y tiembla al agacharse junto al ventano, aparta sin ruido el cartón, observa el interior a través del vidrio partido. Ve ropa doblada en el suelo. Ve revistas y libros apilados. Ve cubos, botes, esponjas, platos, mantas. Ve un colchón y dos pies desnudos. Ve un cuerpo encogido, un cuerpo que se incorpora y gruñe, dos filas de dientes blancos.Y las suelas de goma huyen al galope.

Hurga, busca. Magui guarda sus libros y desmonta la mesa de caballete cuando alguien llama a la puerta. Toe, toe. Magui se sobresalta, acude y abre.

No es el chaval.

No es Buenchico.

Ni Françoise Sagan.

Es mamá.

La señora que antes fue mamá.

La señora que antes fue mamá y que ahora viste de un modo extraño y hace toe, toe tímidamente en la puerta de su propia casa.

Mamá dice ya te vas, ¿no?

Magui dice sí, pronto.

Mamá dice aprobaste todas.

Magui dice sí, todas.

Envíame la dirección.

Magui asiente.

Y ven alguna vez. Ven cuando quieras.

Magui asiente.

Ahora todo está muy bonito allí, las flores, los árboles.

Silencio.

Te irá bien, serás feliz.

Magui asiente. Mamá le da un beso en la mejilla y Magui quisiera morirse de dolor, reventarse de dolor en el suelo —la espalda contra la puerta, las rodillas temblorosas, el pecho hinchándose de hipos y mocos, los mocos formando una bola en la garganta— pero por más que hurga, busca y rebusca dentro de sí no lo encuentra, no encuentra esa clase de dolor perfecto que debería sentir. Desde la ventana ve a su madre bajando la cuesta de la plaza fría, ve las sandalias de cuero, ve el insólito sari que la envuelve, ve los cabellos desgreñados donde ya aparecieron mechones blancos que no se molesta en cubrir, y vuelve a la sala para seguir guardando sus apuntes, desmontando la mesa de caballete, abriendo las maletas, despidiéndose de la vida mugrienta que le tocó en suerte.

Todo lo que tenía cabía en una bolsa de lona. En Ciudad Mediana, Magui comparte piso con una chica que estudia el último curso de Farmacia y un chico que insiste en segundo de Ingeniería. La chica es bajita, fea y arisca. Se encierra en su dormitorio, separa su comida en la nevera, se sienta enfrente del televisor con un grueso manual lleno de pegatinas amarillas, ve programas infantiles vestida con un pijama masculino y no deja de subrayar y sobar el manual cambiando las pegatinas de sitio, arrugando el canto de las páginas, fabricando electricidad estática con sus zapatillas. El chico ha envejecido diez años con el fiasco de la convocatoria de septiembre, es divertido y holgazán, tiene tripa y calvicie de tuno, gafas llovidas de motitas de dentífrico, fajos monstruosos de apuntes que siempre permanecen en el mismo sitio, como sagrada escritura intocable. En su balda de la nevera guarda envases con guisos fermentados que hacen enfurecer a la chica bajita y arisca, pero ella está tan necesitada de sonrisas que bastan dos bromas y una morisqueta para que se ablande y se olvide del moho que comienza a trepar por la rejilla de ventilación. Hace mucho que se conocen y se toleran, se guardan cierto cariño e incluso comparten algunas cosas: los dos piensan, por ejemplo, que el otro es un triste personaje sin rumbo, un desgraciado. La llegada de Maguiultraterrena amenaza con desmontar su frágil ecosistema de condescendencia y lástima.

Ocurrió así: la alienígena Magui aterriza en el Planeta Aburrido procedente de Brillante Andrómeda transportando sus libros, su ropa sencilla, sus mejillas refulgentes de rubor infantil, las campanitas de los rizos sobre los hombros redondos, el cascabel en el tobillo, su vocecita de niña ronca que regresa del campamento, la gota de sudor que hace plop en un poro de la nuca y se desliza entre los omoplatos salvando cada vértebra como una lancha neumática en el arroyo, deshaciéndose en la pequeña montura del cóccix, en la espuma de vello rubio que si la tumbas de espaldas en la mesa del comedor y enciendes la luz descubres que forma un finísimo triángulo entre las nalgas como si fuera el envés del pubis, y enseguida ¡plop! otra gota estalla y emerge y emprende el mismo recorrido de parque acuático.

La chica bajita y fea puso fauces de jabalí en cuanto la vio desmontar de su nave intergaláctica y pararse quietecita en el umbral, pero Magui no se iba a arredrar por eso, no, Magui ya había sufrido el desprecio de otros rostros grasientos de maquillaje, Magui se había acostumbrado a esa ojeriza, a ese asco, a esa rivalidad tan frecuente en la galaxia mierdosa de la que provenía.

Al chico tripudo se le caía la baba mientras alisaba la bayeta de su pelo escaso, encogía barriga, preparaba un chiste y limpioteaba el cristal de las gafas con la camiseta del viaje de fin de curso de la promoción a la que debería pertenecer, pensando qué suerte tengo, qué suerte tan increíble tengo, nadie se va a creer esto, je, y lamentando que aún faltara una década para que existiera la tecnología doméstica necesaria para, por ejemplo, instalar en la ducha una discretísima cámara miniaturizada.

A Magui le tocó el cuarto más pequeño pero todo lo que tenía cabía en una bolsa de lona. Colgó la ropa en el armario y puso Buenos días, tristeza en el alféizar de una ventana que abría al patio. Una lluvia rara de septiembre caía sobre la techumbre de uralita del primer piso. Se sentó en la cama, y sonrió.

Magui no entiende nada. Los profesores hablan y ella no entiende una palabra. En orden reglado dispone sus bolígrafos, sus lápices y su diccionario sobre la mesa pero ni siquiera alcanza a tomar notas porque en cuanto comienza a apuntar una frase encorchetada otra ya se desliza por la barba del profesor y ocupa el espacio de la primera, las palabras desconocidas forman largas ristras inasibles, el diccionario se aburre, Magui observa a los demás afanándose sobre sus folios y piensa soy idiota, soy tan idiota como las vacas de los prados, las vacas que sólo saben llorar como bebés, al menos ellas pueden llorar como bebés y sienten el consuelo de otras vacas que también lloran como bebés, y yo en cambio no tengo a nadie con quien llorar, nadie a quien decirle que soy idiota, cómo se busca todo en el diccionario, todo dice «(Del lat.totus). adj. Dicho de una cosa: que se toma o se comprende enteramente en la entidad o el número», y no es cierto, no se comprende nada, hasta el horario de clase, codificado en abreviaturas, le resulta una incógnita tártara, y la complicada organización de aulas y pasillos hace que camine como una niña tonta por el edificio, como un personaje de videojuego buscando una señal oculta en los muros, deteniéndose miope delante de cada aviso. La secuencia se repite varias veces al día: llega con retraso a clase después del agobiante deambulatorio, se sienta con sigilo, ordena el papel y los bolígrafos, dirige sus cinco sentidos hacia la tarima, se pellizca cuando se le va el santo al cielo y aun así sigue sin entender nada de lo que escribe en la pizarra la profesora joven de las piernas bonitas con el gracioso entusiasmo de yo era como vosotros hasta hace muy poco. Sí entiende, en cambio, a los compañeros que al oír la puerta se giran y la observan largo y no dejan de mirarla hasta que la profesora se pone celosa, y luego procuran que no se note cuando tuercen la cabeza para comprobar que no era un espejismo, que la chica asustada de las camisetas sencillas y los vaqueros gastados se sienta detrás de ellos con esa atmósfera de desamparo, ese estratosfera de naufragio, esa troposfera de cachonda languidez, y luego las campanitas sobre los hombros redondos, el cascabel en el tobillo, los demás etcéteras tan lúbricos. Esas miradas, son esas miradas las que Magui sí que entiende a la perfección, lleva años absorbiéndolas, comunicándose con ellas, de algún modo se alimenta de eso, en Brillante Andrómeda las criaturas celestiales siguen una dieta rigurosa y extraña.

Ninguno dejaría de abalanzarse sobre la chavala de los vaqueros gastados pero sólo se atreve quien menos confía en que le haga caso, y con aire de agitador estudiantil se acerca en el intercambio, le enseña una octavilla que anuncia una fiesta de bienvenida para los nuevos y le da dos besos muy lentos sabiéndose observado por la comparsa de los demás. Magui siente tanta ternura hacia ese chico rescatador de náufragos, niñas asustadas y minihéroes de videojuegos que comprende que debe ser amable y llevarlo de la mano al pequeño cuarto del armario que huele a rancio, Buenos días, tristeza sobre el alféizar, las cintas del chaval del flequillo sonando en un pequeño reproductor, el agitador estudiantil haciendo prácticas de laboratorio en el cuerpo elástico de Magui, Kurt lamentándose de lo chunga que es la vida, Magui pasando el rastrillo de sus dedos por la cabeza rizada del agitador hasta que, al amanecer, los despierta el fragor con el que la chica bajita y arisca se cepilla los dientes en el baño contiguo, las cerdas erosionando las encías, hilillos de sangre en los intersticios, la mirada fija en el espejo, la rabia de saber que Magui-alienígena ya abdujo a su primera víctima, lo sabía, lo sabía. Al día siguiente, Magui conoce en la fiesta de la octavilla a otros chicos muy simpáticos que se envalentonan y le dicen en plan padrecito que no debe angustiarse, los profesores lo sacan todo del mismo libro, sólo hay que coger ese libro y fusilarlo, y luego en clase finges que estás muy pendiente y que todo lo que ellos dicen te parece una genialidad. Magui escucha y sonríe, baila con ellos, bebe con ellos, hace tonterías y se queda dormida al lado de uno, despierta sin bragas en aquel piso de habitaciones gigantes, camina descalza hasta el baño, recuerda muy pocas cosas pero le escuece, se siente muy triste, en el salón hay grandes ventanas, entra la luz del mediodía, alguien duerme en el sofá, huele a tabaco y a cerveza derramada, Magui pisa la cerveza derramada, mira sus pies y comprueba que le falta una uña, sangra, busca sus cosas, se viste, se marcha sin despertar a nadie. El zapato le hace daño, en el calcetín hay una gota de sangre oscura. Se sienta en un banco y se adormece viendo a unos niños jugando al fútbol. Al abrir los ojos ya es de noche, las muñecas le duelen y las mejillas le arden. Cuando llega a casa tiene fiebre, el pie está infectado. En el ambulatorio el médico bromeará con ella para distraerla mientras extrae los restos de la uña partida.

Durante los días que siguen. Durante los días que siguen, el chico que va haciéndose viejo y algún día abandonará la carrera cuida de ella como un hermano, le calienta un caldo casi reciente que cocinó su madre, compra antibióticos en la farmacia y le trae libros de Benedetti porque sabe que Benedetti es una autopista directa hacia la ingle de las chavalas sensiblotas, y ella se sentirá tan agradecida, tan desamparada y desvalida en su tonta invalidez que muy pronto se acurrucará a su lado y le devolverá el favor, sí. Aunque nunca llegará a ser ingeniero, el chico sabe eso porque conoce el funcionamiento de ciertos mecanismos. Y cuando ocurra, la chica que estudia Farmacia con denuedo ya no logrará contenerse y en un rapto de ira le dirá todo lo que debió decirle desde el principio, y correrá a su habitación y dará un portazo formidable, le está bien empleado, sentirá deseos de arrancar los botones de su pijama masculino pero no lo hará porque a diferencia de la puta de su compañera de piso ella no hace cosas ridículas e impetuosas como arrancar botones de un pijama o acurrucarse al lado de nadie

al lado de nadie

y esa noche no conseguirá estudiar ni una sola línea y las horas pasarán en blanco cambiando las pegatinas de sitio y verá el amanecer sobre los tejados y pensará que es la primera vez en su vida que ve el amanecer sobre los tejados

sobre las zarzas de un cerro

sobre el cristal de un lago

sobre los cabellos

y las pestañas

y los dedos de un hombre

(las mangas de su pijama

son los únicos brazos masculinos

que la abrazan)

y al amanecer se atreverá a decirse en voz muy baja yo debería ser igual de puta, igual de puta, y sus manos abiertas hurgarán dentro del pijama y harán lo que nadie hace nunca,

nunca.

La Navidad supone una tregua en las hostilidades. Cada noche, el chico que bebe cerveza y observa cómo sus sienes se despueblan confía en que los nudillos suaves de Magui-convaleciente vuelvan a llamar a la puerta de su cuarto, pero nunca se repite esa escena delicada, Magui ya se encuentra bien, ya no siente esos arrebatos de gratitud, y ahora el chico sueña con un virus casi mortífero que persigue a jóvenes lindas y taciturnas, los científicos dicen que como remedio sólo sirve el caldito recalentado de una madre, los calditos recalentados se convierten en objetos muy cotizados, no te preocupes, muñeca, aún guardo tres botes en la nevera. Ella no debe de tener madre, piensa, nunca suena el teléfono, nunca vino nadie a visitarla a excepción de esos gorilas de la facultad que se escabullen dentro de su dormitorio, jadean y duermen a ronquido limpio hasta que la chica bajita y fea comienza a dar manotadas en la puerta. Está sola en el mundo, piensa.

La uralita repite en el patio el sonido de la lluvia y la cantinela de la lotería. El chico exhala sobre el cristal de sus gafas y dice tristemente que se va con su familia, nos vemos a la vuelta. La chica no dice nada pero dobla su pijama masculino debajo de la almohada, guarda sus libros gruesos en una maleta y se marcha ruidosamente.

La casa queda vacía.

No hay vademécum en la mesa de cristal, no hay bromas ni botellas.

Es mediodía, la lluvia y las ciento veinticinco mil pesetas vibran en el patio, Magui se abriga en su cama, se olvida del almuerzo, se hace un ovillo como si estuviera borracha.

Pero Magui no está borracha, no.

Magui se encuentra muy sobria y muy espabilada, sus cinco sentidos afilados y al acecho, las pupilas son dos sumideros gigantes, el finísimo velo de los oídos tiembla con la onda más débil, los ojos muy abiertos y fijos en una junta o en una moldura del armario rancio, en la caja transparente de una de las cintas, en la esquina doblada de Buenos días, tristeza, el oído-radar capturando todas las frecuencias que el patio reproduce, la válvula del cocido de la vecina, el traspié de una chancleta contra la alfombra, el trote de un niño descalzo, la canica que cae, rebota, hace una muesca en la losa.

Y así, estimulado su cerebro por señales tan nítidas, Magui percibe en el refugio de su cama el pellizco de la lucidez, ahora lo comprendo todo, ahora lo entiendo todo, y la electricidad zigzaguea sobre las ondulaciones del córtex y provoca tormentas y cortocircuitos y es tan clarividente la lucidez con la que observa cada cosa que se siente aturdida en el centro del gigantesco canal de información, las piezas buscan su molde y al principio se deslizan muy despacio, pero pronto se desploman como piedras y a Magui no le da tiempo de colocarlas todas —azules, rojas, verdes—, llora, comprende.

Como si el mundo fuera un charco de mierda.

Claro que el mundo es un charco de mierda, Kurt se lo ha dicho muchas veces.

Magui recuerda algo que apuntó en clase de Estadística: el suicidio es la primera causa de mortalidad entre las mujeres de treinta años. Y dice: soy una mujercita precoz, jovencita transmutada en mujer de treinta años, mujer prematura, piensa, pero no quiero la navaja ni la soga ni el gas, sólo quiero quedarme en esta cama para siempre, no moverme de este nudo que forman mis piernas de niña pequeña recogidas en mis manos de niña mayor, ¿puede alguien provocarse la muerte así, la muerte por inacción, morirse de asco sin más?, ¿es posible eso? Y decide probar, fosilizarse, petrificarse en el ovillo como un trilobite, no mover un dedo hasta que algo ocurra, probar a ver cuánto aguanto, si resisto hasta que dentro de dos semanas la llave de la chica fea y arisca abra la puerta con escándalo, arrastre sus bártulos y sus pesados libros por el pasillo y perciba ese olor tan ácido que desprenden las jovencitas prematuramente transmutadas en mujeres de treinta años, ¿qué hará entonces?, ¿dará saltitos de alegría, escupirá sobre el despojo amarillo?, ¿o correrá al teléfono, el corazón batiendo de dolor y remordimiento, se arrodillará a mi lado suplicándome perdón por todos los agravios, por el desprecio, por no haber entendido que estoy tan sola en el mundo como tú, tan sola? Todas las piezas —las amarillas, las azules, las verdes— se desbaratan y caen, el bulbo raquídeo es una lámpara recalentada que se funde, Magui absorbe el narcótico del sueño y del hambre y de los huesos contraídos, la oscuridad ya no permite ver las molduras del armario rancio ni la cajita transparente ni la esquina doblada del libro, es madrugada, en el patio se extinguieron las luces blancas de la cocina y los tenedores batiendo huevos para la cena, el borde quemado de la tortilla, la radio repitiendo los números premiados en la lotería, las temperaturas mínimas, el tráfico será denso en dirección a la costa, sonaron todos los clics de todos los interruptores de todos los dormitorios, ya nada existe, ya cada párpado cerrado.

Es madrugada, Magui siente que es el único humanoide con vida en este planeta de dolor y náusea.

Y entonces ocurre.

Ocurre.

Ocurre que los órganos de Magui se resisten, confabulan y acuerdan una medida de urgencia para salvarla de la destrucción, y a través de las galerías linfáticas envían señales químicas y contracciones musculares, y los tejidos se deshidratan y un analgésico inhibe los esfínteres para que el fluido recorra los conductos y encuentre despejada la salida, y Magui se mea encima, Magui se encharca en las sábanas, se inunda de meados amarillos, verdeazulados, castaños, chorros distintos que provienen de lugares distintos de su cuerpo, chorros continuos e inacabables que hacen que Magui naufrague en la balsa de su cama oscura, muy oscura y maloliente, y las sábanas empapadas se pegan a sus muslos, y el pubis es un charco, y al incorporarse las manos resbalan, y Magui despierta de su letargo y da un grito y se revuelve y lucha para liberarse de las sábanas y siente asco pero otro asco muy distinto que no lleva a la inacción ni a la parálisis sino al lavabo.

Como en un anuncio de café soluble. Como en un anuncio de café soluble, Magui sostiene una taza caliente, el pelo mojado sobre la nuca, el agua de colonia borrando las moléculas de orina, los ojos fijos en la ventana que da a la calle donde los faroles de hierro iluminan a nadie. Detrás de ella, el centrifugado de la lavadora exprime las sábanas con su zumbido de cohete interestelar. Las manos le huelen a lejía. Respira despacio, como un animal en reposo que recupera el pulso después de la huida, ya no hay predadores ni orejas puntiagudas en el risco, ya el asesino tropezó en la roca y se hirió la garra, ya regresa la quietud a la madrugada lenta de la casa deshabitada. La mesa de cristal, sin vademécum ni pegatinas amarillas, refleja el líquido naranja del alumbrado público, es denso, es una atmósfera que convierte a Magui en alienígena naranja, dedos naranjas, pies naranjas, vientre vacío y naranja. A sorbos bebe su taza caliente y se complace del pijama limpio y de la supervivencia.

La supervivencia.

Como un anuncio de café soluble.

Magui recuerda: en mi habitación, encima de una cómoda donde mamá guardaba mis camisetas interiores y mis braguitas y mis calcetines, había una pequeña estantería de plástico donde se apilaban los veinte volúmenes de la Biblioteca de los Jóvenes Castores. Cada uno tenía en el lomo un pequeño dibujo que formaba un puzle con los demás, si los movías de su sitio el puzle se desbarataba y sólo veías pies y orejas y picos desordenados en lugar de las figuritas completas de los cuatro sobrinos del Pato Donald que, pequeños cabrones, manteaban y hacían volar a su tío sobre sus cabezas. Los Jóvenes Castores eran listísimos, sabían hacer nudos de diferentes clases, fabricar una brújula con una aguja y una hoja de árbol, calcular la edad de una secuoya, seguir las huellas de un alce en la nieve, construir un comedero para pájaros con una botella vacía; pero en Belalcázar no había secuoyas ni alces vagando en la nieve, y mamá no me dejaba colgar un comedero en el patio porque los gorriones iban a ponerlo todo perdido de cagadas pero yo era una alumna aplicada y pasaba las tardes aprendiendo a trenzar nudos corredizos con los cordones de mis zapatos, estudiando el lenguaje morse por si algún día, perdida en el bosque de las secuoyas, tuviera que lanzar señales de aviso con el humo de una fogata o los reflejos de la linterna que un joven castor siempre lleva encima: punto-punto-punto, raya-raya-raya, punto-punto-punto, save our souls, save our souls, decía el telegrafista de aquel barco condenado que se hundió en el océano.

punto-punto-punto    raya-raya-raya

punto-punto-punto

Y Magui se hunde en el océano, y hace clic-clic-clic con el interruptor de la luz de la sala, y repite el mensaje tres, cuatro, cinco veces, hasta que en una ventana, a ras de suelo, en un sótano que parece un agujero, se enciende y se apaga una luz,

una luz,

que escribe letras sin sentido.

Su nombre en un parpadeo. En la sábana que el quincallero estira sobre la acera, Lecu encuentra cada jueves incalculables tesoros. Encuentra, por ejemplo, una lamparita de aceite, el puño de nácar de un bastón, un abrecartas con forma de espada medieval, fotonovelas, manuales de haipkido, la Guía del Nuevo Samurái y, detrás de un quinqué con pantalla de cristal, los veinte volúmenes casi nuevos de la Biblioteca de los Jóvenes Castores. Por eso el joven hobbit llamado Lecu sabe cómo imantar una aguja de coser, cuál es el lugar propicio para levantar un campamento, cómo encender fuego con leña mojada, es decir, todo lo que el Sr. Alto y Locuaz no aprendió con las monjas de la inclusa; pero sobre todo sabe escribir en morse con la linterna «Logan tiene hambre», «Logan afila sus garras», y también entiende

punto-punto-punto    raya-raya-raya

punto-punto-punto

save our souls, save our souls,

aunque a veces confunde rayas y puntos, y las letras le bailan y no recuerda si auxilio se escribía con equis o sin equis, y Magui se exprime para buscarle un sentido al galimatías que apunta en el cuaderno, cómo te llamas, cree que dice, y ella responde Magui, Magui, pero él entiende Guima.

Durante los días siguientes la escena se repite. Al caer la noche, Magui saluda y Lecu responde con letras desconcertantes, igual que los espíritus a los que convocaba la Sra. Amable Dos con su abecedario. Magui dice no sé tu nombre y Lecu dice Logan, Logan.

Logan, piensa Magui.

Y en su cabeza surgen hombros muy fuertes, manos muy grandes, cabellos muy brillantes.

Logan, piensa Magui.

Es hermoso.

Y decide coger del cuartito una manta, las cintas de Kurt y Buenos días, tristeza y olvidarse del armario rancio y mudarse al salón de la mesa de cristal, eso hace. El sofá se convierte en una balsa mullida, ya no está sola, la navegación es suave, el océano fosforece.

Cada noche el juego continúa hasta que Magui se queda dormida antes de que Lecu se arrastre fuera del agujero, soñoliento, y camine hacia la parada del autobús, el Orco Rotundo le escupirá a ti qué coño te pasa esta semana. Logan sueña con Guima mientras atiborra la tripa del boeing y Magui aún no sabe nada del mechón de queratina, los ojos oscurísimos, la boca delgada como un sobre. Para ella, Logan es una luz que le manda un besito de enamorado, y esa luz le aporta la energía para levantarse, hervir un puñado de arroz, encender la televisión, comer una pizca, dejar el plato medio lleno, esperar a que se haga de noche, leer un versito de Benedetti, distraerse con el tubo de desodorante, escribir alguna cosa en un cuaderno, no pensar en el resto.

Pero en Nochevieja

hostiaputa

cuando todo marchaba, todo

fluía, nada estorbaba, nada rompía la armonía de balsa-ventana-luz-agujero, nada,

ese día,

joder

algo sucede en el interior de Magui.

Algo distinto del concierto de los órganos, el escapismo de los fluidos, algo.

Sucede que siente náuseas y una centella en su vientre, un pálpito de pánico la atraviesa, los dedos hacen la suma de cuatro, seis, ocho semanas, cae en la cuenta

hostiaputa

cae en la cuenta de que no le viene la regla desde hace dos meses.

Magui —arrasada en su balsa de tres plazas, náufraga como jamás lo fue— no tiene dudas, hay un bicho aquí dentro, estoy invadida por un bicho con dientes y uñas, dice, y se imagina todo el alboroto de esperma que su vagina, serás idiota, deglutió durante aquellas fiestecitas de las octavillas, las entradas y salidas de su cuarto, el rastrillo de dedos en las cabezas de rizos y en las cabezas lacias, el rencor de la chica bajita y arisca, se pondrá contentísima cuando lo sepa, habría que recurrir al censo universitario para hacer la lista de candidatos, tal vez sea un poco de todos, tal vez se fusionaron unos pececitos con otros, pequeños buceadores rebujados, y entre todos se abrieron paso e introdujeron su carga explosiva como diminutos zapadores, ¡bum! ¡bum!, ahora darás a luz a una camada de muchachotes, Magui-cochina. El tiempo transcurrió tan rápido y tan narcótico, sin abrir un libro, sin estudiar una página ni pasar a limpio los apuntes incomprensibles con su letra escolar; lo único que hizo durante esos meses fue follarse a cada chico de la facultad que se le acercaba, follarse a los guapos y a los feos, a los que la seguían por los pasillos y a los que ni siquiera tuvieron que mendigarle, y todos sus planes, todos, aquel proyecto fabuloso que concibió en el pueblucho de mierda ya es nada, ya es cuento, ya es un óvulo masivamente concebido.

Porque Magui no necesita hacerse ninguna prueba en la farmacia, orinar sobre ningún cartoncito, no. Basta coger un espejo, sentarse en el suelo y abrir las piernas para ver los ojos nacientes del astuto invasor, ya está aquí, ya fabricó su refugio, su muralla de coágulos y cartílagos, piensa, como los nabucodonosorcitos en la maceta de Epi. Y ahora qué. Qué vas a hacer ahora, Margarita. Y ni la luz parlante ni las manos soñadas le sirven de consuelo ni le dan respuesta alguna.

Frente al espejo, dice muy seria: «Nadie te llamó, nadie quiso que vinieras, márchate, búscate otro sitio». Si pudiera sacarlo con unas pinzas y meterlo en una botella, lo alimentaría, piensa, le daría granitos de arroz y gotitas de leche. Pero no aquí dentro. Aquí dentro no. Aquí dentro Buenchico y Kurt y los muchachos asustados y quien yo decida. Aquí dentro Logan. Pero no un intruso, no un insecto invasor.

«Puedo matarme de hambre y escuchimizarte, te lo advierto. Puedo beber hasta que te vomite y me desmaye. Puedo tirarme por una escalera, eso siempre funciona. Puedo comer cosas podridas (en la nevera hay muchas), intoxicarme, deshidratarme, secarte, exprimirte, expulsarte en una diarrea. Puedo odiarte. Odiarte y no dejar que salgas nunca. Follar hasta que te revienten».

Magui-premamá se desespera y llora, piensa en hospitales, en tenazas, púas y luces de quirófano, las mismas pinzas con las que el médico le arrancó la uña partida, la uña que aún es carne blanda y arrugada, como el intruso, el mismo olor a yodo y agua oxigenada que impregnaba el cuartito del practicante sádico que dijo esto te va a doler mucho, muchísimo, la nariz hundida en el cobijo de los senos apacibles de mamá, adonde ir, qué decirle a quién, qué escribir en el formulario

no

yo no quiero derramarme en una mesa

no quiero las manos frías de un médico

no quiero el foco ni la conmiseración

no quiero la sonrisa de complicidad

no quiero a nadie tan cerca

ningún topo comerraíces

ningún buceador de plástico arponeando

dentro de mí

esto no es un vientre

ni una gruta ni una madriguera

es un sarcófago

una cámara mortuoria

No del todo humano. Lecu observa unos filamentos blanquecinos que se agitan con nervio dentro del cubo. Son lombrices.

Lecu alumbra con dolor a los Primeros Nacidos de Mundolecu y se rasca las nalgas como un perrillo pulgoso retorciéndose en el colchón, sufriendo y pensando que todo es un ardid de los centinelas, los cobardes centinelas cazadores de mutantes que inyectaron un virus maligno en las latas de albóndigas. Lecu convoca a Logan con un alarido lastimoso pero las garras de adamiantum no sirven contra un enemigo de ese tamaño, los gusanitos trepan por los colmillos y siguen perforando, ñam-ñam, perforando su interior, la fiebre le hace sudar y llorar con un aullido agudo. Algunos viandantes se alarman al oír ese grito no del todo humano, la mayoría aprieta el paso o cambia de acera pero otros se asoman y salen corriendo al ver el revoltijo que Lecu forma en el colchón, el cubo a sus pies.

Pasan las horas, los días. Lecu se deshace, pierde el combate. En la calle hay ruido de botellas rotas y fuegos artificiales.

No quiero que nadie.

Secuencia Uno. Interior. Habitación en penumbra. La oscuridad permite ver un sofá gigante como balsa de náufrago, una ventana, una mesa de cristal, un televisor. En el suelo hay una cámara de vídeo, una botella de cocacola, un plato de arroz seco, papel higiénico, suciedad. Espacio pequeño y denso.

Sentada en el sofá, una mujer.

La llamaremos Magui o Margarita o Marga.

En el televisor se reproduce Ben-Hur. Nicodemo dice: «¿Por qué me has permitido vivir hasta este día?», y se tapa los ojos, horrorizado. La mujer apaga la televisión, enciende la cámara, la deja en el suelo.

A través de la ventana llegan risas y voces masculinas. La mujer se asoma. Las risas se alejan. La mujer canta una canción tonta. Su mano cubre la lente. En el dorso puede leerse la palabra HUMO escrita con rotulador. Primer plano.

MAGUI: No quiero que nadie me meta una cuchara en la vagina.

Detiene la grabación, rebobina la cinta y vuelve a grabar.»No voy a dejar que nadie me...

Stop. Rew. Rec.

»Que haga ras-ras...

Stop. Rew. Rec.

»Tengo veinte años. Cuando tú...

Stop. Rew. Rec.

»Tengo veinti...

Stop. Rew. Rec.

»Soy tu mamá. Di «hola, mamá».

Silencio.

»No, yo no soy tu mamá, sólo soy el conducto por el que te deslizaste hacia unos guantes de goma.

Silencio.

»E1 médico gritaba “¡pónganle tal cosa!, ¡no sé cuántos miligramos de estupiterol!, ¡ahora, ahora! ¡La perdemos!”. Risas.

»Me dijeron: tienes el corazón demasiado pequeño.

Silencio. La cámara enfoca los pies, las manos, las rodillas de la mujer.

»Me dijeron: será como provocarte un infarto. El corazón, bum-bum, bum-bum, tendrá que latir más deprisa y... y... te morirás allí mismo, el bebé en brazos de una desconocida.

Silencio.

»(Susurrando, sigue imitando otra voz) Por eso tienes que dejar que ras-ras-rasquemos para sacártelo ahora que no tiene huesos ni ojos.

Silencio.

»Piensa que es un insecto, una infección, una bola de pus, una bala. ¿Qué te pasa? ¿Eres católica o qué?

Risas en la calle. Carreras, una botella rota.

»Nadie tiene que jurarme amor eterno para acostarse conmigo.

Silencio.

»Pensarás que tu mamá-mala era una puta. Sobre todo si tu mamá-buena te ha llevado a un colegio caro. Pero qué más da. Cuando veas esto ya habrá pasado tanto tiempo. De mí no quedará nada.

Silencio.

»Tú te lo habrás tragado todo, glotona.

Silencio.

»(Imitando) Niña buena, niña mala, niña buena, niña mala.

Silencio.

»Si fueras un niño te llamaría Mortimer. O Kurt. O Stalin.

Silencio.

»Si fueras una niña te llamaría Natacha. O Tatiana. O Judith.

Silencio.

»Para que tuvieras un nombre homicida.

Silencio.

»No necesito ir a un médico para saberlo. Mi corazón es muy pequeño. Cuando el tuyo comience a latir, te comerás el mío a bocados.

Silencio.

»A bocados.

punto-punto-punto    raya-raya-raya

punto-punto-punto

¿Hay alguien ahí?, save our souls, dice Magui, la luz del agujero está encendida pero no titila, no habla; justo esa noche en la que ella necesita como nunca el abrazo peludo de Logan.

punto-punto-punto    raya-raya-raya

punto-punto-punto

Magui ha perdido la cuenta de los días, los días y las noches se confundieron pero al oír los gritos, las carreras, los cristales rotos y los fuegos de artificio, comprende: es nochevieja, el mundo celebra el amor renacido y la felicidad irresponsable, el mundo no es mi sitio. Piensa en Buenchico, en el niño-Kurt, en el agitador de las octavillas y en todos los demás brindando con sus familias, besándose con otras chicas, es nochevieja, piensa, soy un muerto viviente de Ghost ‘n Goblins.

punto-punto-punto    raya-raya-raya

punto-punto-punto

La luz sigue fija y muda. Piensa: quizá exista una Sra. Logan. Una Sra. Logan que lleve medias y vestido oscuro y que beba champaña, Sra. Logan.

Y ese pensamiento es una gota china sobre su frente, pie, pie, las carreras, las botellas descorchadas, las serpentinas, las chicas que se enredan en ellas y se abrazan a sus novios, los coches tocando las bocinas, es nochevieja, oh, Logan, eres odioso, ¡odioso!, te has burlado de mí, perro-Logan.

punto-punto-punto    raya-raya-raya

punto-punto-punto

Y Magui se ve a sí misma tan idiota abriendo la puerta de casa (plano picado, travelín lento), bajando las escaleras (detalle de unos zapatos deportivos desatados), cruzando las calles sin esquivar a los coches que zumban (cenital largo, contraplano grotesco de los chicos canallas, borrachos, las chicas maquilladas, bellas, borrachas), trotando hasta la boca del agujero (audio apagado, plano medio muy lento hasta el culo, tiene un bonito culo, a la gente le gustará esto).

Y se asoma.

Y ve el mueblecito de las albóndigas.

Ve el infiernillo y las sartenes sucias.

Ve los libros desperdigados.

Ve las revistas guarras, las cintas del curso de italiano, la Guía del Nuevo Samurái, la Biblioteca de los Jóvenes Castores, el cubo maloliente, el colchón.

Y en el colchón un pie descalzo. Un cuerpo muy blanco que tirita.

El mechón rojo como llama de superhéroe,

superhéroe derribado,

superhéroe caído en tintas ocres,

esto me han urdido mis enemigos malos.

Y Magui sabe que Logan se muere, mi amado Logan, príncipe marchito.

Y que ella es la única dama cósmica que puede salvarlo.

Y cierra los ojos y se concentra y convoca a los dioses para que habiten en sus dedos sanadores, magnéticos, suaves.

El Propietario. El Propietario sube el volumen de la siemprencendida para ahogar el tableteo de sus propios dientes. En la pantalla, un presentador de esmoquin pone su manaza sobre la cadera de una infeliz que sostiene dos globos aerostáticos debajo de un bikini de lagrimitas. El Propietario contempla la escena con ojos vacíos, el visor estancado de vejaciones, nada cambió, todo sigue como siempre, dice. La ultraprotección de su madre hizo de él un niño asustadizo, no te subas ahí, te vas a caer, eso tiene microbios, no te acerques al borde, ten cuidadito, si te duele mucho avisa, hoy es mejor que no vayas al colé, abrígate, se cogen los peores resfriados en verano, no te fíes, es difícil sobreponerse a tanta metralla, es realmente complicado afianzar una identidad en medio de esa sopa. Siempre ha vivido dentro de sí, acorazado como un armadillo, con la vista baja y el reojo dispuesto, temiendo un traspiés, un asalto, pero el tiempo pasa y ya perdió demasiado pelo, cumplió treinta, quedó huérfano y desamparado, la declaración de la renta se ha vuelto enrevesada por culpa del apartado sucesiones y patrimonios, no es un hombre rico pero podría permitirse muchos caprichos, ha dibujado en su mente un plan de redención inspirado en la luz amarilla de Los vigilantes de la playa y en algún Booker Prize perturbador.

El plan, básicamente, consiste en: quemar todos sus trajes, ahorcar todas sus corbatas, lanzar por los aires todos los mocasines, comprar camisas sembradas de pacíficos, subir la escalerilla de un avión, sonreír con gesto extraño a las azafatas, volar muchas horas al sur del paralelo 20, alquilar una choza mugrienta, aprender a pescar y a cazar osos, casarse con una jovencita de piel de cuero.

Es decir, lo de siempre.

Lo de siempre salvo por un pequeño detalle: el propietario del agujero y las suelas de goma realmente va a hacerlo. Y realmente ha comprado mapas y revistas de viaje, ha trazado las rutas, se ha vacunado, ha reunido el dinero, ha acumulado el pecado de la usura al de la insustancialidad.

Es decir, todo está dispuesto.

Todo salvo un pequeño asuntillo.

Y el asuntillo es Lecu.

El hijo de puta que vive en el agujero.

No puede permitir que un invasor se cuele en su propiedad, que un bolchevique ponga sus sucias plantas en su territorio. Se esperaría que esa misma noche la policía sacara de los pelos al polizonte y lo tirara por la borda, una corte de tiburones haciendo chirriar sus mandíbulas, o incluso que él mismo se remangara, se escupiera en las manos y saltara dentro del agujero para soltarle una andanada de hostias, aprende a respetar lo que no es tuyo, gusano.

Pero al Propietario se le vino encima todo el miedo devanado en su cabecita, y si sabe dónde vivo, y si se burla de mí, y si se entera de que lo denuncié, y si llama de madrugada a la puerta, y si. Que viva ahí dentro si le gusta, que se muera de asco o de sobredosis (¡ah!, si quedó inmunizado de chiquito, si se trata del niño mutante, qué poco lo conoces, Propietario-incauto), y desde ese día no dejó de escrutar y se acostumbró a seguir los horarios del invasor con unos prismáticos, observando sus idas y venidas, su flequillo brillante, sus estrambóticos ojos fijos, y cuando aquel agente llamó a casa y en ese tono tan indiferente le dijo hay un tío viviendo en su garaje, el Propietario se convenció de que no queda sino batirnos y, clinc-clanc, espadas al sol, y en un gesto de bravura se calzó sus zapatos de goma, bajó las escaleras, enfiló la acera con paso seguro, se asomó al agujero y vio esa cosa, oh, vio ese cuerpo retorcido, vio el cubo y las heces, vio los ojos de Lobo-Lecu clavados en los suyos.

Y huyó.

Huyó, y por eso ahora tiembla como un conejo, sube el volumen de la siemprencendida para enmudecer los hipos y el sorbete de mocos con el que se queja de su mala suerte, triste de mí, ay, infelice, por qué no nací con puños fuertes en lugar de estos trapos, por qué mamá no me apuntó a judo, por qué me tortura ahora esta ristra de negaciones, no sirves para nada, eres un mierda, un cobarde, un niñito llorica, te condenaste a follar sólo lo que permita tu cartera.

Pero eso es mucho, ahora eso es muchísimo, piensa enseguida, y hace memoria de todo su dinero y enjuga una lágrima reconfortante viendo a la muchachita vestida de corista que parece a punto de hincharse, hincharse, hincharse dentro del bikini y despegar como un zepelín sobre la tonsura del presentador. Estimulado por el dulce icono y tonificado por el recuerdo de su fecunda cuenta bancaria, el propietario del agujero sonríe y se chofturba.

Dulce Rostro. En la neblina de la fiebre aparecen los ojos y la nariz de Magui,

que no se apartó de su lado,

que tiró a la basura las latas de albóndigas,

que en la farmacia compró cápsulas para acabar

con los bichitos que vivían en la tripa de Logan,

que mojaba su frente con un paño frío,

que le hablaba en susurros diciendo cosas de enamorados.

El Dulce Rostro de María —piensa—, sus ojos como constelaciones, sus mejillas como prados sembrados de flores rojas: todo eso contemplaremos en el cielo si seguimos el camino de Jesús, ¿quieres seguir el camino de Jesús?, ¿quieres? Pero huele a colonia, el cubo está vacío y escurrido, los libros se apilan junto al mueblecito, no, ni siquiera el cielo puede tener esta pinta, ¿qué ocurre?, despierta, Logan, despierta.

Y entonces Logan-Lecu abre bien los ojos y Magui se abraza a él y le besa los párpados y la frente, besos frenéticos y mojados que caen en llovizna y le hacen reír, se siente tan débil, tan débil y aturdido que no acierta a devolver ninguno aunque quisiera encajar su nariz en el cuello fragante de Magui y apretarla tan fuerte como Magui aprieta a Logan, ¡estás vivo!, ahora no te muevas, mi amor, tienes que descansar, descansar y ponerte fuerte, estuviste muy enfermo, agarra la mano blanda de Lecu y la posa sobre su vientre.

Pronto, las cintas de Kurt, las camisetas sencillas, los vaqueros gastados y Buenos días, tristeza se mudan al agujero.

Como si fueran humanos. Lecu dejó de madrugar —la garganta de Orco Rotundo contraída, dónde se ha metido este imbécil—, abandonó sus rutas dominicales en autobús y sus expediciones por las traseras del supermercado para adentrase como un salvaje en la fronda del territorio maguiano.

Magui no volvió a clase —la profesora de las piernas bonitas respiró aliviada—, no se despidió de la chica resentida ni del chico divertido ni de su cohorte de folladores de la facultad, guardó todas sus cosas en el armario de las albóndigas, escondió su dinero en el azulejo, saltó de la balsa de náufrago y llenó sus pulmones de ácido y oxígeno para sumergirse en las fosas submarinas de Mundolecu.

Cualquiera que los hubiera visto paseando por la avenida como una pareja de enamorados, besándose en los bancos, bebiendo cerveza y comiendo altramuces en las terrazas como si fueran humanos, habría llegado a pensar que eran humanos de verdad en lugar de dos heliotropos mutantes. Dos humanos que hacían planes de futuro, sonreían, jugaban como cachorros de la misma especie y parecían felices, raros y felices, cómicamente felices: la barriga de Magui inflándose como un globo, el mechón de Lecu ondeando como el emblema de su victoria sobre mí.

Ya amanece y los zapatos caminan apresurados detrás del medio vidrio. Un haz de luz ilumina el ovillo que Magui forma sobre el cuerpo apagado de Lecu, sus dedos largos, el índice izquierdo tronchado, los brazos delgados, el hueso de los hombros, el sello enigmático de la vacuna de la rubéola como un orificio por el que se pudiera soplar y llenar la piel vacía. Retengo cada fotograma en mi visor atrapasueños, ninguna imagen de la siemprencendida, ningún encuadre de cinemascope puede ser tan hermoso: sus cuerpos jugando al twister, círculo rojo, círculo azul, el mierdoso nene Lecu transitando la llanura de Magui, Magui retorciéndose, Lecu explorando a Magui como un mapa mudo sobre el que imprimir cordilleras, estuarios y afluentes con sus ojos de rotring, trazando espirales sobre la marca de la rubéola, marca hipnótica como el disco de un mago, como los parabrisas del coche detenido en el arcén (la lluvia aprieta, los pilotos de emergencia tintinean como insectos), en el cuarto de la Casa de las Yucas se pasaba las horas observando la circunferencia labrada en la piel de MaiT, nene-bobo-absorto buscando un significado, imaginando campos de concentración y guardianas crueles que hierven el hierro en el horno crematorio.

Desde mi ventana sigo cada fase del juego: las luces parpadeantes, el cortejo, sus sucios pies y sus sucias manos sobre mi propiedad. Atravieso los muros, desintegro los obstáculos, fotografío a los invasores dentro de su cámara oscura, soy el cíclope Scott Summers y el rayo justiciero habita en mis ojos, agudizados en el esfuerzo de seguir a Magui calle arriba, calle abajo, de recontar a todos los chicos que la besaron en el portal y subieron con nervio a su casa, en el ejercicio de perseguir en la distancia el corchete del sujetador de Magui, adiestrados en odiar a Lecu-invasor, en sobornar a los mendigos magnéticos, llamar a la policía diez veces en una noche, inventar historias, ser el archienemigo de Logan.

Lecumberridiota, Lecumberridiota: vive en ese agujero si te place, púdrete, fosilízate con las losas, es tuyo, te lo regalo, serás su habitante-hobbit de por vida. Pero no el habitante de Magui. No la tierna carne de Magui en tu boca. No su hermosa aversión contra el mundo, su trauma hermoso, sus tinieblas materiales, su languidez lúbrica.

Yo puse mi divisa sobre ella la primera vez que sus pies de ardilla tocaron esta calle, sus vaqueros gastados, sus púdicas camisetas, el morral de lona donde guardaba todas sus cosas.

Me dije esa chica es el cáliz.

El portal se llenó de muchachos pero nada me importaba porque ellos no aspiraban el aroma de su nuca haciendo cola en el supermercado, no jugaban al escondite en los pasillos del bazar; esas incursiones eran mi privilegio.

Pero dejar que se pierda en tu mundo subterráneo, dejar que la hundas contigo en la propiedad usurpada... no, es demasiado. Así que afila tus garras, araña las paredes de tu cueva, olfatea el viento, busca mi sombra, porque pronto tu cabeza será un adorno en mi despacho, liberaré a la chica capturada y ella se abrazará a mí con una falda muy corta mientras la luz amarilla dice Congratulations! Try now the highest level!

Ay, mísero, ay, infelice. Yo vigilaba a Magui como un centinela, sus vaqueros y su pelo recogido con un lápiz, sus hombros, sus pequeños pies, y ahora en cambio el viento de las huertas atiborra de estiércol la parada del autobús, Logan arruga la nariz, su olfato se encuentra aturdido en la nube tóxica, Magui ni siquiera percibe eso porque de niña sus fosas nasales sintetizaron la química de las vacas y la llamaron aire—la barriga gomosa le tapa los pies escondiendo sus botas de mujer resuelta, Logan vio esas botas sobre la manta del quincallero y dijo son perfectas para Guima, la barriga es una sandía artificialmente engordada—. Mis dos heliotropos. Mi Magui robada. El odioso Lecu. Yo no quisiera que nunca llegara el autobús que aguardan, que para siempre quedaran congelados en esa viñeta de cómic, el dibujo plasticoso, el trazo grueso de tinta brillante. Pero un motor ya ruge y en la esquina cabecean los retrovisores, suena el silbido del compresor de aire, las puertas se abren, el dibujo de Magui-Lecu se mueve, sube, el diésel ronca.

La calle queda desierta como en aquellas películas de holocaustos, dónde poner ahora los ojos que no saben estarse quietos.

Por eso salgo de mi escondite (plano detalle del rostro contraído).

Bajo las escaleras (picado rápido).

Me dejo cegar por la luz (cámara subjetiva).

Cruzo la calle como un soldado que teme a los francotiradores (travelín).

Aparto el cartón, el medio vidrio (detalle).

Me escurro resoplando dentro del agujero (audio ampliado).

Con rencor de roca miro sus mierdas y sus cosas (cámara al hombro), revuelvo, escupo, orino sobre su colchón, golpeo, salto de una pared a otra, imprimo las suelas de mis zapatos de goma en los tabiques hasta que un azulejo cede y cae.

Cae y se rompe con estruendo de vajilla delicada.

Se rompe y muestra un hueco horadado en el cemento.

Y en el hueco, una caja.

Y en la caja, dinero.

Dinero.

Oh.

Todo ese dinero

que no necesito.

La azafata representa su función como una actriz de kabuki, gélida la mueca detenida mientras la voz eléctrica del sobrecargo recita el poema Advertencias de Seguridad. Le queda tan mal el uniforme que todos nos compadecemos de ella, igual que ella se compadece de mí con la discreta amabilidad que le enseñaron en la academia.

El avión aguarda en la pista como un animal agazapado. El pasaje gruñe, los dedos tamborilean sobre el reposabrazos. Desde la ventana observo la flota de boeings atracados en los muelles como galgos exhaustos con su vitola en las ancas: las caligrafías de las compañías japonesas, el sol naranja de Thai, las hojas de arce de Canadá, los tigres, las enramadas, los mosaicos de British. Los reactores resuenan y fastidian mi meditación zen, la garra se afirma, el animal se lanza en desquiciada cabalgata hacia la boca de la pista, intento rezar de veras pero no recuerdo el padrenuestro ni el avemaria, ni siquiera el jesusitodemivida, sólo la voz de Samuel L. Jackson en Pulp Fiction, el camino del hombre recto está rodeado de la injusticia de los egoístas y la tiranía de los hombres malos, el cinturón se aprieta en mi estómago, bendito sea el pastor que rescate a los débiles del valle de la oscuridad, la hebilla compite con los jugos gástricos comprimiendo el desayuno, porque él será el guardián de sus hermanos y el descubridor de los niños perdidos, quiero una estampita de la Virgen de Nosequé, una medalla del Santo Rosario, un perfil del Cristo de las Tres Caídas, y os aseguro que vendré a castigar con furia y cólera a aquellos que intenten envenenar y destruir a mis hermanos, y en cambio sólo guardo el cromo del cachorro Lecu, de la herida Magui, y tú sabrás que mi nombre es Yahvé cuando caiga mi venganza sobre ti, los atesoro, fabrico un refugio con los dedos, el avión levanta la nariz y me oprime contra el asiento, ya vuela, ya vuela.

Al sur del paralelo 20, inquieto como un niño hiperactivo y encorvado sobre la mesa plegable, escribo en el cuaderno esponjoso, el codo tapando la nota como el estudiante rastrero, la lamparita encendida mientras todos dormitan o azulean delante de sus minipantallas de cristal líquido, la azafata comprobando cada tanto que respiro y no muerdo, el boeing silbando hacia el arrecife de Kalim, el rompiente de delineante, hidromecánica práctica, los antros amarillos donde las chicas gritan mister, mister, fíve dollars (pero fíve dollars nunca son five dollars, fíve dollars se convierten arteramente en five dollars, y la mirada malaya del protector dice just pay the girl and go, mister, aprietas el pasaporte y temes), la cabaña, la empalizada de bambú, la pequeña de la piel de cuero a tu lado, los mosquitos zumbando como diminutos stukas, Lecusurpador y Maguinvisible muy lejos, el dinero palpitando en el bolsillo como el corazón arrancado de un ciervo.

La azafata me mira con esos ojos y se concentra en servir cocacolas enanas y tazas de café, finge que no ve las mejillas rosadas de Magui, redondas como cerezas, los ojos oscuros de Lecu, brillantes como lomo de escarabajo. La azafata confía en Dios, ama a sus padres, no quiere creer en las hadas ni en las estadísticas de siniestros ni en esas figuras diminutas que algunos hombres transportan en el bolsillo de sus camisas, se convence de que eso que hizo en Sydney no es un pecado tan grave, echa de menos a su hijito, se arrepiente de haber renunciado a la custodia, etcétera. Siento lástima por ella, tan verosímil y dramática, enterrada dentro de su uniforme, el pelo recogido con un pasador con forma de fósil. Con los brazos abiertos recorre el pasillo, dice ¿se encuentra bien, señor?, y observa el verde de mis mejillas, la mandíbula apretada. Me ofrece zumos y revistas en lugar de besos y vodkas, sobre la mesa plegable deja un vaso de plástico y un magacín que me convence de que el mundo no me pertenece, el mundo es de Tessa Tip, la nueva estrella del pop, lo dice el destello de su planchado rubio, el candor de sus ojos estrábicos, la fuerza hipnótica transformadora de voluntades infantiles, totémica energía de Tessa Pulcrísima (dama del lago, dríade del hueco del árbol, piececita de tente cada diente en su boca), el gesto impropio con el que acentúa algún momento especialmente intenso de su actuación (como si se encogiera, como si le doliera el vientre o le bajara la regla, pero, oh, dioses, ¿puede tener menstruación esta criatura?), boy.; you said so many things, cosas como: arráncate los dientes, ponte implantes, haz mucho ejercicio, nunca fumes marihuana.

Tessa Tip: protegido por los muelles de mi butaca, me relamo con su reportaje, absorbo su serenidad a través del papel impreso, contemplo el granulado de la página y en cada poro bebo una pizca de esa hidromiel adolescente que me dulcifica, me apacigua; pero una niña me observa desde el otro lado del pasillo, me ve tomar notas en el cuaderno, revolverme como un bicho, empequeñecer con cada visita de la azafata, me vigila, ve los rizos de Tessa al pasar la página de la revista y tira de la manga de su padre. El padre se levanta y amablemente me dice ¿le importa?, y señala a la dulce Tessa con dedo de hombrecillo bueno, pero no, Tessa me pertenece, el mundo pertenece a Tessa y Tessa me pertenece a mí, no, ¡no!, le digo sacando a la luz todo mi Asperger.

El cosmos está contenido en este asiento: la mesa que sostiene en equilibrio mi ración, los auriculares y la minipantalla que me narcotizan, el cuaderno, la estampa de Tessa, la frontera del reposabrazos distinguiéndome, sitiándome. Es mi universo, mi universo conocido, mi vieja habitación trasladada a esta cápsula, todo permanece como siempre, el asiento es una metáfora, incluso las incursiones bondadosas de la azafata son una representación de aquellos que me quisieron y llamaron a la puerta y se preocuparon por mí. Por eso puedo mirar un punto fijo, clavar los ojos en él y no mover un párpado como si meditara o tuviera profundos pensamientos aunque ninguna idea me habite, ninguna sensación distinta de la soledad, ese guante de dedos oscuros que te acaricia y te convence de que todo está en su sitio, tu ración sobre la mesa, el cuaderno disponible, las ficciones, los dibujos, las miniaturas de Lecu y Magui junto al vaso de plástico, arropados por la servilleta de papel, sus narices muy juntas, qué lástima que no tengas ojos rasgados ni mamá deje el bol de arroz en la puerta, qué lástima que no recibas una etiqueta social, formes parte de ninguna estadística, preocupes de ninguna manera a los sagaces analistas del magacín, la sociedad japonesa observa con inquietud el aumento de los llamados hikikomori adolescentes y jóvenes que se sienten incapaces de cumplir los roles que se esperan de ellos y se encierran durante meses o años en su habitación, pero mira a tu alrededor, separa los ojos de ese centímetro, observa al resto del pasaje: ¿no ves en ellos la misma sustancia, la misma soledad contenida? Cada asiento, cada espacio protegido por codos y reposabrazos, ¿no es un territorio hostil, una nación enemiga, otro cosmos? Fíjate en esos dos que se aman y se acarician y quisieran esconderse en el baño, ¿no se encuentran contenidos dentro de la cápsula de sus cuerpos, no sufren y lloran y se esfuerzan por escapar de ella? Trabajan, revientan, huyen en vacaciones, compran gruesas novelas, se afilian a Médicos sin Fronteras, se suscriben a páginas de pornografía; todo para no detener el curso cotidiano de los pensamientos, siempre hacia el futuro aunque el futuro sea un nicho, un alguien que se quedará sin ti.

Por eso debes despertar a Lecu y a Magui, tirar despacio de la servilleta, mover sus piececitos con la punta del tenedor de plástico, susurrarles alguna cosa, esperar a que se desperecen y abran los ojos y se abracen y se besen como dos enamorados en una estación de tren. Entonces abrirás el cuaderno, harás clic en el bolígrafo, anotarás cada pálido murmullo del mundo que construyeron para escapar de ti.

Profanación. De vuelta en el agujero, Magui y Lecu se desmoronan al ver las suelas grabadas en las paredes, las sábanas mojadas, las revistas, las cintas de italiano, todos los librillos bulliciosos. Profanación.

Como si quisiera taparle los ojos a la criatura que transporta, Magui sujeta su barriga y llora con dos surcos silenciosos mientras Lecu se arrodilla y trata de recomponer el armario descolado. Guiados por un pálpito, los dos levantan la vista al tiempo y ven el azulejo partido, el hueco en el cemento.

No es la primera vez que el mundo se desploma sobre sus cabezas pero ahora se sienten viejos y cansados, demasiado vapuleados para el trasiego de recomponer, restaurar, sonreír, resucitar. Magui se desliza, apoya las manos y se queda muy quietecita sobre una baldosa hasta que se hace de noche; se diría que apenas respirase si no fuera por el sollozo de gatito huérfano. Durante unos minutos, Lecu se concentra en su trabajo: separa todas las piezas del armario, sopla sobre los tablones, extrae los clavos como un cirujano que sanase un cuerpo enfermo; luego lo abandona y se sienta junto a Magui. Pasa mucho, mucho tiempo. Ninguno dice nada.

El Propietario, mientras tanto, aguarda prudentemente en el banco para cerrar todas sus cuentas, compra una maleta nueva, ordena los billetes sobre la mesa del comedor, los guarda en diferentes sobres, dobla sus camisas, cierra las ventanas y las llaves de paso, baja las palancas, suspira delante del espejo del ascensor, arrastra la maleta en dirección contraria al agujero, siente miedo, un aliento detrás de él, unas botas muy cerca, una llama roja, una esfera mágicamente transportada por una dama de cuento que le señala.

El Propietario corre a la velocidad que le permiten las ruedas de la maleta, llega al cruce, llama a un taxi, al aeropuerto, dice, al aeropuerto.

En el magacín, en el reverso de Tessa Tip, reluce la cuatricromía del Sr. Alto y Locuaz, aguda entrevista de un sagaz reportero que quiere desvelar las tinieblas de la nueva Iglesia, un millón de fíeles sigue las palabras de este hombre carismático, fundador de la Comunidad Neocristiana, piel de guardia de asalto, la jerarquía católica observa con fascinación el ascenso del movimiento, su vitalidad creciente y su energía inagotable, ojos orientales, ascéticos, al principio era considerado un hereje, un loco con aires de telepredicador que musicaba salmos y organizaba vigilias, bautizos y ayunos, punta de barba afilada como dedo señalador, pero ahora nadie discute el valor que la Comunidad Neocristiana ha adquirido dentro de la Iglesia, frente comprimida en un solo pensamiento, los neocristianos carecen del elegante prestigio de las antiguas congregaciones, de la profundidad teológica de las órdenes religiosas y de la consistencia económica de las macroestructuras creadas por Balaguer y Marcial Maciel, pero superan en entusiasmo, convicción y demografía al resto de intrafuerzas católicas, el cuello de la camisa duro y cerrado, ahora los jóvenes neocristianos son el ariete y el músculo de Roma, la fuerza recobrada tras el fíasco de la Teología de la Liberación, el cabello muy corto, ultraconservador iluminado, actor y seductor, artista de la oratoria y hombre de circo que canta, baila, compone, escribe, pinta y fascina: mejillas agrestes, así es su fundador, un enigma y un icono mediático, «Yo fabrico familias. Yo lleno las parroquias y los seminarios, acudo con mis muchachos a recibir al Papa y le ofrezco nuestro sacriñcio compartido, pero no obedezco a obispos decadentes ni a curas trasnochados», de labrador, de marino, «¿Cuántos hijos tenéis?», pregunta a los matrimonios que acuden a las parroquias seducidos por la liturgia, la música, el aroma de felicidad y entusiasmo que desprenden sus seguidores, mandíbula de dibujo animado, «Pocos, muy pocos», responde sonriendo ante cualquier cifra, «Jesús necesita nuevos cristianos para repoblar el mundo y nosotros debemos proporcionárselos, ¿hay algo más hermoso que servir a Jesús?, ¿algo más hermoso que ofrecerle la sangre de nuestra sangre a quien derramó la suya por nosotros?», las manos alisan el doblez de la americana, «Las leyes de los gobiernos laicos rompen la familia», se eriza sobre los pies como un muñeco articulado, «¡Y a eso le llaman progreso!», los ojos clavados como hachas en su interlocutor, «Homosexualidad, pornografía, divorcio, anticonceptivos, eutanasia y jesuítas, ¡hace falta estar ciego, tener raspaduras de vidrio metidas en los ojos para no ver que el reino de Dios peligra en manos de esos gobernantes necios! En los países nórdicos los chavales se suicidan a los veinte años, hartos de familias rotas y vidas vacías, devorados por su propio agnosticismo», soltero y célibe «Nuestros jóvenes neocristianos no fornican, no se drogan, no se sienten solos, ¡no se suicidan!, mayoral del rebaño, visionario, porque saben que cumplen un cometido, saben que han sido elegidos para reevangelizar Occidente» pero no sacerdote «Oriente se islamiza y aprovecha el flanco abierto por el escepticismo cultural para destilar su jugo en Europa» ni seglar, «Si trescientos mil muchachos se reúnen en una plaza para rezar y defender la familia y plantar cara a los gobiernos laicos, si eso ocurre es porque aún late la esperanza» la nariz en busca de la lente del fotógrafo, «Primero hay que reevangelizar a los cristianos durmientes, los que recibieron a Cristo con flojera y ahora necesitan el estímulo de la nueva carne, el nuevo compromiso», la expresión arbolada, «Después llegará el tiempo de los demás», la serenidad fingida, «Yo no quiero convencerte de nada», la humildad, «Si no crees en Jesús nada puedo hacer por ti», la certidumbre, «Cuando descubras a Jesús comprenderás el valor del compromiso», los ojos ascéticos tensos como un arco, «Todo es Jesús», la punta afilada de la barba que advierte «Fuera está el mundo» del error de la derrota, «Y el mundo es perverso». Desde su página impar, Tessa observa al fundador con ojos de enamorada, porque Tessa está enamorada de cada criatura que puebla el planeta, a Tessa el mundo le parece un lugar bello y algodonoso donde sus rizos dorados se deslizan como una cascada, Tessa no sabe nada de arrepentimiento ni de palabra indebida, porque en Tessamundo todo es verde y de purpurina, su primer disco ha sido un éxito.

Mientras el boeing cabecea hacia Bangkok, yo sostengo el magacín como un objeto mágico que me ofrece la respuesta a cada enigma: el universo es un mecanismo frágil y fabuloso que condensa en una sola partícula la plastilina de Tessa y el sulfuro del Sr. Alto y Locuaz. Digiero esa enseñanza como un aprendiz oriental y comprendo la complicada armonía. El aparato se mece durante el largo descenso hasta la pista, el cuaderno desoye mis pensamientos delicados, se abre con vida propia, me toma de las solapas y me obliga a escribir cosas repugnantes:

Encontraron una. La casa del Propietario ni siquiera tuvo tiempo de humedecerse, de encastrarse en la soledad y convertirse en uno de esos lugares deshabitados y crujientes que todos los narradores desean para comenzar sus historias diciendo «el polvo cubría los muebles del apartamento como una fina membrana». No, al día siguiente ya se abrieron las llaves de paso, se subieron los fusibles y se invadieron las habitaciones, y al poco tiempo había flores en un jarrón, olía a tortilla en la cocina y a crema suavizante en el baño. No imaginaba el Propietario que Magui y Lecu saldrían pronto de su conmoción, treparían fuera del agujero, comenzarían a llamar a todas las casas de la calle hasta que encontraron una desocupada. Las garras de Logan jugaron con la cerradura, los dos se colaron muy serios y serenos como si hubieran hecho eso muchas veces, inspeccionaron las habitaciones, buscaron comida y ropa, comprobaron que el agua corría en los grifos, sonrieron, se hicieron un hueco en la cama grande donde el Narrador nunca había dormido porque aún sentía la presencia fantasmagórica de su mamá aprensiva, y aquella misma noche ejercitaron allí sus primeras prácticas de exploración y submarinismo mientras el avión del paralelo 20 ni siquiera había despegado y el Orco Rotundo olvidaba lanzar dentro de la bodega la maleta nueva del Propietario, que quedaba en el hangar como un niño al que nadie viene a recoger con su interior de camisas dobladas, libros, mapas, un diccionario, algunos sobres con dinero, te asustaba llevar encima todo eso, Narrador-Propietario, ¿quién guarda dinero en una maleta?, aparece en el primer capítulo de Consejos útiles para el viajero novato, incluso alguien como tú debería saber eso, alguien que ha pasado media vida detrás de la cáscara del miedo.

No importa, ten confianza, dibuja esto: en el rompiente de Kalim se volatilizarán todos los mundos, Mundolecu, Tessamundo, Neocosmos, Maguiverso, todos. No habrá más azafatas ni agentes de policía ni maletas perdidas ni siemprencendidas diciendo lo debido ni azulejos llamándote a gritos ni cuadernos exigiéndote. Pasarán los años con dulzura, el estómago adiposo se desprenderá de ti, de la calvicie brotarán mechones californianos, te casarás con una jovencita de piel de cuero, tendréis hijos, seréis felices, jugaréis al mahjong sobre la tarima de la cabaña. El mar seguirá ocupando el lugar del mar. La roca donde la roca, cada cosa en su sitio, el pasaporte escondido en una vara de bambú, el mar moliendo muy frío la roca, las yemas de tus dedos percibiendo la trashumancia mágica del plancton, la migración invisible de los pensamientos, como versos esculpidos en el mihrab en el que rezan los hombrecitos que te odian y conspiran para arrancarte los testículos y dárselos de merienda a los perros; primero la disidencia rebelde en la selva; luego el entusiasmo de las arengas en las mezquitas clandestinas; pronto la furia contra las corporaciones occidentales, el contagio de la doctrina, la represión y la exhibición de los mártires, los atentados terribles, el ataque a las embajadas, el cierre de la frontera, ya no quedan antros ni chicas en Pitbong, el Gobierno recomienda a todos los extranjeros que salgan del país pero al rompiente de Kalim no llegan los avisos ni los periódicos ni las patrullas sino el enredo de algas que la tormenta arroja, el rastro de las tortugas en la arena durante el desove; no hay estampidas ni saqueos en el arrecife sino marejadas y migración microscópica, eufonía, ciclo; ni la mujercita de la piel de cuero ni tú sabéis nada de esos hombres que gritan y ensucian la tarima con sus botas, os arrastran por la espesura, os arrojan sobre las rodadas de sus coches. Antes de que tus pulmones revienten como neumáticos ves el bullicio de pequeñas manos y pequeños pies que tus hijos forman en la presa de alguno de ellos.

Sin ti, cada cosa seguirá en su sitio. El mar en el lugar del mar, la roca donde la roca, la mesa bien ordenada, tu cuaderno abierto y esponjoso: el Sr. Alto y Locuaz declamando versículos, engrandeciéndose en las fotografías; la Sra. Amable Dos murmurando el salmo sin convicción, desgarrada por el diente de la culpa; el Hombre del Cráneo Enroscado cautivo en la granja, reprendido por la Mujer con Cara de Niña cada vez que olvida tomar una de sus píldoras; la Mujer del Vestido Recatado, invisible y dócil, pintando pastorcitos de escayola, azul para los ojos, amarillo para el pelo; la mamá de Magui abrazada al tronco de baobab que el torrente no desgarra; Magui y Lecu, bellos y turbios, inmóviles en la parada del autobús radial, el olor a detrito arrugando sus narices; y en el banco de plástico, con un gato mugroso sobre las rodillas,

toda asombro

vida ojos

amor manos

alegría

canta y juega

ríe ríe

una niña una

niña

que a veces se despierta y siente miedo y desciende de su camita y camina a ciegas y llega a la habitación donde los rizos (los de ella) se enroscan en los dedos (los de él), y en la curva del cuello (el de ella) busca acomodo una nariz (la de él), y los dos se aman y respiran y arrullan, y la niña se acurruca en la cesta, y el gato duerme fuera de casa.