Me sucedió la cosa más chistosa. No sé, extraña. Conocí a una nena loquísima. Yo estaba estudiando para mis pinches exámenes finales en el departamento de un cuate, que para su información es el Romano. Más bien estaba yo descansando. Mis cuates estudiaban. Yo estaba recargado en el barandal de la terraza viendo, como se dice, la noche. Eran más o menos las ocho y pico. Y desde la terraza —en un quinto piso— veía los anuncios de neón, los coches que pasaban por la glorieta del Riviera o, revolucionariamente, llamada de la División del Norte. En fin, todo lo que se ve. Y vi a una mujer paseándose por la banqueta. Lo primero que pensé es que era una puta. ¿Qué piensa uno cuando ve a una vieja a esa hora paseando sola por la calle? Muchos coches se detenían frente a ella. Pero pensé que no se ponía de acuerdo con sus clientes. No le di importancia; las putas nunca han llamado mi atención y por eso me prometí no ir a burdeles. Luego, que me fijo bien en ella. No, en realidad no podía ser puta. Estaba muy joven. Bueno, en realidad, putas hay desde los diez años. Pero no, se veía bien vestida y tenía tipo de que era decente. Entonces ya no pensé que era puta. Lo más normal que pensara es que estaba esperando a alguien. Digo, a su novio, a algún amigo, a algún cuate que se la cachondeaba y toda esa onda. En resumidas cuentas, que aunque no fuera puta era una gorda del faje. Pasó como media hora, y la nena seguía allí. En realidad yo no sabía qué pensar, estaba hecho bolas como las albóndigas. Y dije: ¿por qué no bajo y me la ligo? Estoy vestido como inglés y será fácil. Y me decidí a bajar y hablarle.
Antes de hablarle lo pensé dos veces. Quién sabe por qué chingaderas dudé. Cuando bajé y la vi me entró algo, como que algo me paralizó, no sé por qué. La nena —más o menos le calculé unos diecisiete o dieciocho años— seguía allí volteando a todos lados como loca, como si en serio estuviera esperando a alguien. Y eso pensé, que a lo mejor al momento que yo le hablara llegaría el que esperaba. Pero en fin, una más una menos, dije, y me aventé como audaz y valiente espontáneo al ruedo.
—Hola amiga —le dije como sin darle importancia.
Hizo un gesto como de que se espantó.
—¿Qué haces, eh? —le dije mirándola y luego viendo a otro lado.
—Es…
—¿Esperas a alguien?
—Sí, espero a mi novio.
—Qué bien. ¿No te molesto?
—No. No —dijo volteando para todos lados, mirando encima de mi cabeza, como si no me hiciera caso, haciendo muecas con los labios.
Bueno, estuve platicando con ella, no me acuerdo bien de qué, pero da lo mismo, de cualquier cosa. Belinda, así me dijo que se llamaba, se veía toda nerviosa y a veces me contestaba con ondas que no venían al caso. Hablamos de su novio, de que yo iba en primero de prepa, etcétera, etc.
Pasó bastante tiempo hasta que me aventé a decirle:
—Creo que tu novio ya no vino.
—Sí, creo que no —me dijo como si le costara trabajo. Hizo cara de novia plantada, pero enamorada: consecuente y resignada. ¿Eh?
—Amiga, ¿qué te parece si te invito un café?
—Como quieras… vamos —me dijo muy decidida.
Yo, francamente, no esperaba que aceptara así de pronto. Digo, que la onda fuera tan fácil. Como que esperaba que se hiciera del rogar, que tenía que hacerle al loco durante cierto tiempo para convencerla. Pero no, aceptó rápido. Me aventé un diez. Me sentí realmente un chingón para las nenas. Digo, no es por nada pero Belinda estaba divina, muy suave.
—Bueno, a dónde vamos —le dije.
—Al Gatoloco —me dijo sonriendo.
—Hecho gorda, vamos… Pero, espérame. Voy a recoger unas cosas del departamento, mis libros. ¿Me esperas o subes? —dudando le pregunté.
Después de pensarlo durante cinco segundos:
—Mejor te espero —dijo.
Subí la escalera como si tuviera diarrea y toqué la puerta como loco. Pensaba que a lo mejor Belinda se iría y esas cosas. Uno de los cuates abrió. Yo en realidad no iba por nada, sino que no tenía billetes. Entré a la recámara donde mis cuates estudiaban y les pedí prestado.
—¡Acabo de ligarme a una nena! —les dije alborotado.
—No seas mamón —dijo el Sapi, que en cuestión de mujeres siempre me ha tenido envidia.
—Por Dios, tengo plan. ¿No vieron que bajé? Ella está abajo esperándome. En la calle.
—No seas hocicón —dijo Pepucho, que siempre jode como ladilla que es.
Para no hacerla larga ni de vaqueros, hasta que se asomaron por la terraza y la vieron esperándome, los cabrones no me creyeron. Les conté rápido la onda y por fin me soltaron las monedas. Medio de cotorreo, medio en serio, como quien no quiere la cosa, me dijeron que si había chance la trajera al departamento para coger. Yo les seguí la corriente, los tiré a loco. Bajé hecho la madre y sentí como alivio al verla esperándome.
—¿Y tus libros?
—Ah, sí, se me… luego paso por ellos.
Tomamos un taxi. Yo ya me las empezaba a oler que Belinda estaba medio tocada. Me hablaba y hablaba de que su novio era el hijo del dueño de un banco, de que su padrino de quince años había sido Miguel Alemán Jr., que en las vacaciones de mayo había ido a Nueva York (es tan grande, que no soporto más de dos días ahí, sólo porque me voy a comprar ropa) y quién sabe cuántas cosas más. Yo nada más le seguía la corriente. Me dijo que vivía en Polanco (Petrarca 172) y que además tenía dos teléfonos en su mansión; uno era exclusivo de ella, pues como su papá había visto que le hablaban mucho, decidió mandarlo a instalar, y que había ido a la H. NARVARTE a visitar a una tía; que su novio había quedado de pasar por ella y no se explicaba por qué la había dejado plantada. Luego explicó que como su novio tenía un Thunderbird y era un salvaje manejando, lo más seguro era que se hubiera estrellado en un poste; ya había deshecho tres coches sport. Belinda sonreía, cotorreando y cotorreando sin parar. En fin, antes de que llegáramos al Gato Destrampado me hizo jurarle por Dios que después la llevaría a su residencia. Se lo prometí solemnemente.
Entramos al Gato A-Travieso.
Desquintada ja já jajá
Desquintada ja já jajá
El Krasykat estaba a reventar de rebecos y golfas, prisioneros del rock n’ roll, como de dieciséis a veintitantos años. Las ociosas con mallas, peinadas a la Bardot, esperando a que se las ligaran, o las que tenían pareja destrampándose. Los rebecos, con suéters de colores eléctricos, melenudos y copetudos, sin pelar a nadie. Digo, yo al principio me sentía mal, como que creía que Belinda Lee era otra clase de chamaca, que no era de la onda de las que estaban allí. Y además me encabronaba que unos pinches nacos greñudos se la estuvieran comiendo con los ojos. Pero me hice el que le valía madre. Nos sentamos a una mesa y pedimos una limonada cada quien.
¡Mué-vanse toodos!
¡Mué-vanse toodos!
¡Chinguen a su madre toodos!
Belinda se veía contenta pero como molesta por algo. Y pensaba una de dos: o se escondía o buscaba a alguien. Y tres: tal vez estaba en su mes. Volteaba la Belinda para todos lados.
—¿Qué vas a estudiar después? —me preguntó.
—Arquitectura. ¿Y tú qué estudias?
—Comercio. Estoy en el Francés del Terregal. Aich, pero ya me chocó. Creo que mi papá tiene pensado mandarme de interna a Estados Unidos al Long Islan’.
Belinda palmoteaba y llevaba el ritmo con los pies, moviéndose y sacudiéndose toda. De vez en cuando echaba grititos de fanática prisionera del Gran Ritmo. El conjunto de los Diablos Perezosos tocaba entre un Londres de humo de cigarro. Danzarinas y rebecos fumaban. Belinda sin decirme nada le pidió a una mesera una cajetilla de cigarros y empezó a fumar como lo que estaba, loca, cigarro tras cigarro.
¡Ai biene la Flash, le gusta bailar!
¡Y cuando se la están cachondeando!
¡Se mueve, ummmmmm, a todo dar!
—Con esa canción me acuerdo de Enrique Guzmán; fue mi novio. ¿No me crees? —con un movimiento de cabeza dije que sí—. Nada más un mes. Eso de las giras, y ya sabes cómo lo siguen las mujeres, hasta Angélica María anda de arrastrada. Terminé con él. Bueno, yo no. Mi mamá me obligó, me dijo que me quemaba siendo novia de un rocanrolero. Pero era tan mono Enrique. ¿A poco no te gusta como canta? Yo me iba a lanzar como cantante, pero no me dejó mi mamá; dice que eso de artista nomás no, que sería un bochorno para la familia.
Para no hacerla más de emoción, después me confesó que en realidad no se había enamorado de E. Guzmán. Que lo quiso, pero que no lo tomó en serio. Y que fue mejor cortarlo; sentía feo no quererlo cuando él estaba loco por ella. Que cuando lo cortó, él le rogó durante una semana para que volvieran, pero ella había tomado una decisión y era suficiente. Luego, que en realidad se había enamorado pocas veces, que en eso era medio desconfiada.
Tú tienes la desa relajada.
Tú tienes la desa aflojada.
¿Por qué eres alocada?
Bueno, para no hacerla larga, estuvimos platicando de su infancia, de sus viajes, de todo. Hasta me invitó a pasar el fin de año en su casa de Acapulco.
Salimos del Gato Idiota. Y cuando estábamos esperando un taxi, que empieza a llorar como loca desesperada. Y luego —que fue lo que de a tiro me dejó hecho una bestia— empezó a reír, y toda tranquila, como si estuviera pidiendo un cigarro, me dijo:
—No tengo dónde ir. Me fugué de mi casa. Me iba a fugar con mi novio, pero… pues tú viste, no llegó.
Pensé que Belinda me estaba carneando, pero realmente me quedé como baba, hecho un imbécil, sin saber qué hacer o qué demonios decirle. Verídico. Estaba, como dice mi hermana, traumatizado. Como que no podía creer que Belinda se hubiera fugado de su home; en serio, me cae, creía que mentía descaradamente.
—¡No juegues! —le dije.
Y al rato.
—Ahí está el departamento de mi amigo… Te puedes quedar.
—¿Vive solo?
—Lo que se dice solo, no. Vive con su hermano. Pero no está en México. Por eso no te preocupes.
—¿En serio? —me preguntó.
—Sí, en serio. ¡Por Dios! ¿Por qué crees que estaba yo estudiando con él? ¿No me crees?
Hice un gesto para que me creyera.
—¿Me das tu palabra?
—Te la doy.
—Pues… vamos.
Digo, si al principio, cuando me dijo que se había fugado me traumatizó, cuando aceptó, ya mero y me da un ataque cardiaco en plena calle.
—¿En serio te fugaste… de tu casa? —le pregunté tartamudeando la primera parte de la frase.
—Sí… vámonos…
—Belinda, no estoy jugando. Dime la verdad sin cotorrearme.
Agachó la cabeza.
—Sí. Me fugué —dijo como llorando.
—¿En serio quieres irte conmigo?
—No tengo a dónde ir.
—¿En serio quieres irte conmigo?
—Ya te dije que no tengo a dónde ir.
Me rasqué la cabeza.
—¿Por qué no regresas a tu casa? Sí, vete a tu casa; todavía no es tarde.
—Hace dos días que me salí de mi casa.
—Regresa. Sí, regresa. Este… no seas tonta. Sí, y es lo mejor que puedes hacer. Si quieres te llevo.
—Pero ya no puedo regresar —dijo así como muy calmada.
—¿Cómo? No te entiendo.
—No, ya lo hice y no puedo… Creen que estoy en Los Ángeles, ya no puedo.
Pero su calma se le terminó y empezó a llorar como loca. Yo me sentía en una situación realmente horrible. No sabía qué hacer y me molestaba que estuviera llorando en plena calle.
—Cálmate, cálmate ya, Belinda… Ven… Vente conmigo… Ya, no llores Belinda, ya… Vamos a tomar un taxi.
Todo el maldito camino fue llorando. Nada más piensen en qué pinche situación estaba yo. Todo desesperado y sin pensar en nada. Además me encabronaba la risita del chofer, que se reía entre dientes como pensando que el llanto de Belinda se debía a que me la había desquintado. En fin, luego yo consolándola.
—Tranquila, cálmate, etcétera.
Y pensaba en cómo diablos la metería al departamento del Romano. De seguro estaba su hermano y los cuates. En un intento de zafarme de ella, ya cuando habíamos llegado, antes de tocar el timbre, le dije:
—Oye… además de mis amigos están otros cuates y no sé si quieran que entres. Y, además, cómo vas a estar entre puros cuates.
—Si hubiera desconfiado de ti no hubiera venido. Me caíste muy bien, sé que eres bueno…
Como los pavos reales del zoológico ante la gente, me crecí. Belinda Lee me desarmó. Antes de entrar se detuvo.
—Si no quieres, no me importa, me voy, me largo, no me importa a dónde…
—Si te quieres quedar, quédate…
Lo pensó siete segundos y entramos. Le dije que se esperara en la sala. No sé si estaba nerviosa, asustada o haciendo teatro. Fui a la recámara a hablar con el Romano. Ahí estaban su crema hermano y los cuates.
—¿Qué hago? Se fugó de su casa y no tiene dónde quedarse.
—Que se quede, así nos la cogemos todos —dijo Pepucho.
—Una vieja que se fuga de su casa es que es bien puta —dijo el Sapi brillantemente.
—No podemos tener esa responsabilidad —dijo el hermano del Romano en su papel de gente grande.
—No mames, ¿cuál? —le preguntó Romano.
—Pues de tener a una mujer fugada de su casa, aquí.
Para entender la conducta del hermano de Romano, hay que decir que estudia leyes. Pero después de todo, aceptó. Los cuates planearon cuidadosamente la violación. Yo les seguí la onda. Yo ya de plano quería cortarme. Belinda estaba tocadísima. Pero me dijo que yo era el responsable de ella y que me quedara y bueno, me quedé no sé por qué.
El Pepucho me acompañó a hablarle por teléfono a mi mamá. Le eché la obvia larga de que me faltaba un friego que estudiar y que me iba a quedar toda la noche estudiando con mis amigos.
El Pepucho, ayudándome en el cotorreo, le dijo que era cierto. Y, en fin, mi mamá me dejó.
Los demás, estoy seguro, estaban espiando. Yo estaba en la sala con Belinda, oyendo el radio. Para esto ya eran como las nueve y pico de la noche. Se levantó y dijo que bailáramos. Y estuvimos bailando. Y me dijo que de chica su sueño dorado era ser bailarina de flamenco. Y luego empezó a besarme y luego yo también… Bueno, para no hacerla de película de misterios, casi la desvestí en la sala y todo eso. Digo, estaba buenísima, muy cuero, unas piernas y unos senos de espectáculo, increíbles, como dice mi hermana cuando algo le parece de poca madre. Ya mero y me la enchufo allí en el sofá. Entonces el estudiante de leyes me llamó. Fui a la recámara.
—Oye —me dijo el imbécil—, es mejor que te la lleves. Yo no quiero tener problemas. Tal vez la anda buscando la policía. No te metas en líos con esa clase de mujeres.
Bueno, eso me cayó y me dolió como si me hubieran pateado el de atrás.
—Pero tú dijiste que se podía quedar.
—Sí, güey —le dijo el Sapi con cara de caliente—. Nos la cogemos todos.
—Sí, carajo —dijo el Pepucho—; ha de ser bien puta.
El hermano se quedó pensativo. Y no sé, como que me entró algo y me sentí como indignado. En caso de que Belinda fuera una puta, yo no la iba a pasar a los cuates. Y digo, no sé por qué, pero como que, claro, me molestó que me corrieran y todo eso. Lo mandé a la chingada directamente por la vía más corta: le menté la madre. ¿Para qué rogarle? En fin, le platiqué a Belinda la onda y ella también se indignó y me dijo que nos fuéramos a un hotel. Y, claro, luego luego le dije que sí.
Salimos a la calle. Caminábamos hablando de todo y qué sé yo. A Belinda no le había afectado nada que nos hubieran corrido. Y verdaderamente a mí tampoco. Fue mejor. Empecé a sentirme mal. En primera nunca había ido a un hotel con una nena y no sé qué me daba hacerlo. Pero luego la cosa se complicó. Me entró una onda que empecé a desvariar. No era ya la cosa del hotel, sino que pensaba que Belinda podía meterme en un lío. Que cuando estuviéramos en el hotel iba a llegar la policía, que ella a lo mejor decía que yo me la había desquintado y me obligaban a casarme con ella y todo eso. Así que yo tenía más miedo que la chingada. Y en serio, del miedo temblaba como salvaje. No sé, hubiera sido fácil cogérmela. Digo, en el departamento yo estaba bien caliente y ella también. Pero no sé, me entró un maldito pánico.
—Belinda… Es mejor que regreses a tu casa.
—Te dije que ya no puedo. ¿Y por qué quieres que vuelva a mi casa?
—Es lo mejor que puedes hacer. Yo no te puedo… Está bien, me voy contigo al hotel y yo mañana tengo que regresar a mi casa. ¿Y luego? No tiene caso, es una tontería. ¿Qué vas a hacer después?
—No sé y no me importa. No puedo regresar.
—Sí puedes.
—¡Que no! —gritó, y luego se puso a llorar.
Yo me sentía todo así, digo, este, horriblemente mal, y sin pensarlo le dije:
—Lo que has hecho es idiota; si no quieres regresar a tu casa, no lo hagas, yo te dejo.
Quise irme. Belinda me detuvo. En fin, estuvimos mucho tiempo parados como babosos sin hablar. Yo ya todo enfermo. Eran cerca de las diez de la noche. Y no sé por qué seguía con ella.
—¿Me llevas a mi casa? —dijo despacio en voz queda.
Tomamos un taxi. En todo el camino no hablamos. Belinda recargó su cabeza en mi hombro. Llegamos a una calle de la Colonia Obrera. Pagué el taxi. Belinda estaba pálida, ida. Caminamos varias cuadras. En fin, estuvimos camina y camina dando vueltas a una manzana de casas y edificios viejos. No sé por qué yo no quería hablar, pero por fin le dije:
—Belinda, tengo que irme, si quieres te acompaño… hablo…
—No… No —dijo muy quedo.
Nos paramos frente a un edificio viejo. Belinda señaló una ventana; había luz.
—Ahí vivo —me dijo.
El edificio, además de viejo, se veía asquerosamente sucio. Horrible como todos los de esa colonia.
Yo me sentía como triste o no sé. Pero me sentía horriblemente mal, con ganas de irme a mi casa.
—¿Te acompaño?
—No… Voy sola. Sí, ha de estar él…
—¿Quién?
—Mi padre… Voy sola… ¿Tienes teléfono?
Le di mi número.
—Bueno, adiós, te hablo, adiós —dijo despacio y en voz muy baja.
—Adiós Belinda.
Para acabarla pronto, Belinda no me habló nunca por teléfono, ni nada. En serio, para mí todo fue muy extraño.
No sé, creo que sí.
A Nidia, porque de cierta manera me ayudó a vivir. Y a Brian Jones, maese Stone que con su guitarra sacudió mis nervios de estupideces.