PRIMERAS PALABRAS
Los textos que componen este pequeño volumen, con excepción de uno, «La alfabetización como elemento de formación de la ciudadanía», fueron escritos durante el año 1992 y discutidos en reuniones realizadas ya en Brasil, ya fuera de él.
Hay un tema recurrente en todos: la reflexión político-pedagógica. Es ése tema lo que en cierto modo los unifica o les da equilibrio como conjunto de textos.
Me gustaría hilar algunos comentarios en esta especie de conversación directa con sus probables lectores en torno a dos o más puntos de reflexión político-pedagógica siempre presentes en ellos.
El primero que es preciso subrayar es la posición en que me encuentro, críticamente en paz con mi opción política, en interacción con mi práctica pedagógica. Posición no dogmática sino serena, firme, de quien se encuentra en permanente estado de búsqueda, abierto al cambio, en la medida misma en que desde hace mucho dejó de estar demasiado seguro de sus certezas.
Cuanto más seguro me siento de que estoy en lo cierto, tanto más corro el riesgo de dogmatizar mi postura, de congelarme en ella, de encerrarme sectariamente en el círculo de mi verdad.
Esto no significa que lo correcto sea «deambular» en forma irresponsable, receloso de afirmarme. Significa reconocer el carácter histórico de mi certeza, la historicidad del conocimiento, su naturaleza de proceso en permanente devenir. Significa reconocer el conocimiento como una producción social, que resulta de la acción y de la reflexión, de la curiosidad en constante movimiento de búsqueda. Curiosidad que terminó por inscribirse históricamente en la naturaleza humana y cuyos objetos se dan en la historia tal como en la práctica histórica se gestan y se perfeccionan los métodos de aproximación a los objetos de los que resulta la mayor o menor exactitud de los descubrimientos. Métodos sin los cuales la curiosidad, vuelta epistemológica, no adquiriría eficacia. Pero al lado de las certezas históricas, respecto de las cuales debo estar siempre abierto, a la espera de la posibilidad de reverlas, tengo también certezas etnológicas. Certezas oncológicas social e históricamente fundadas. Es por eso por lo que la preocupación por la naturaleza humana se halla tan presente en mis reflexiones. Por la naturaleza humana constituyéndose en la historia misma y no antes o fuera de ella. Es históricamente como el ser humano ha ido convirtiéndose en lo que viene siendo: no sólo un ser finito, inconcluso, inserto en un permanente movimiento de búsqueda, sino un ser consciente de su finitud. Un ser con vocación para ser más que sin embargo históricamente puede perder su dirección y, distorsionando su vocación, deshumanizarse.[1] La deshumanización, por eso mismo, no es vocación sino distorsión de la vocación de ser más. Por eso digo, en uno de los textos de este volumen, que toda práctica, pedagógica o no, que atente contra ese núcleo de la naturaleza humana es inmoral.
Esta vocación de ser más que no se realiza en la inexistencia de tener, en la indigencia, exige libertad, posibilidad de decisión, de elección, de autonomía. Para que los seres humanos se muevan en el tiempo y en el espacio en cumplimiento de su vocación, en la realización de su destino, obviamente no en el sentido común de la palabra, como algo a lo que se está condenado, como un sino inexorable, es preciso que participen constantemente en el dominio político, rehaciendo siempre las estructuras sociales, económicas, en que se dan las relaciones de poder y se generan las ideologías. La vocación de ser más, como expresión de la naturaleza humana haciéndose en la historia, necesita condiciones concretas sin las cuales la vocación se distorsiona.
Sin la lucha política, que es la lucha por el poder, esas condiciones necesarias no se crean. Y sin las condiciones necesarias para la libertad, sin la cual el ser humano se inmoviliza, es privilegio de la minoría dominante lo que debería ser atributo de todos. Forma parte también y necesariamente de la naturaleza humana el que hayamos llegado a ser este cuerpo consciente que estamos siendo. Este cuerpo que en su práctica con otros cuerpos y contra otros cuerpos, en la experiencia social, llegó a hacerse capaz de producir socialmente el lenguaje, de transformar la cualidad de la curiosidad que, nacida con la vida, se perfecciona y se profundiza con la existencia humana. De la curiosidad ingenua que caracterizaba la lectura poco rigurosa del mundo a la curiosidad exigente, metodizada con rigor, que busca descubrir con mayor exactitud. Lo que significó también cambiar la posibilidad de conocer, ele ir más allá de un conocimiento conjetural mediante la capacidad de aprehender con rigor creciente la razón de ser del objeto de la curiosidad.
Uno de los riesgos que necesariamente correríamos al superar el nivel del mero conocimiento conjetural, mediante la metodización rigurosa de la curiosidad, es la tentación de sobrevaluar la ciencia y menospreciar el sentido común. Es la tentación que se concretó en el cientificismo que, al postular como absolutos la fuerza y el papel de la ciencia, terminó por convertirla casi en magia. Es urgente, por eso mismo, desmixtificar y desmitificar la ciencia, es decir, ponerla en su debido lugar, y por lo tanto respetarla.
El cuerpo consciente y curioso que estamos siendo ha venido haciéndose capaz de comprender, de inteligir el mundo, de intervenir en él en forma técnica, ética, estética, científica y política.
La conciencia y el mundo no pueden ser entendidos separadamente, en forma dicotomizada, sino en sus relaciones contradictorias. La conciencia no es la hacedora arbitraria del mundo, de la objetividad, ni es puro reflejo de él.
La importancia del papel interferente de la subjetividad en la historia da especial importancia al papel de la educación.
Si los seres humanos fueran seres totalmente determinados y no seres «programados para aprender»[2] no habría por qué apelar, en la práctica educativa, a la capacidad crítica del educando. No habría por qué hablar de educación para la decisión, para la liberación. Pero por otra parte, tampoco habría por qué pensar en los educadores y las educadoras como sujetos. No serían sujetos, ni educadores, ni educandos, así como no puedo considerar a Jim y Andra, mi pareja de perros pastores alemanes, sujetos de la práctica en que adiestran a sus cachorros, ni a sus cachorros objetos de esa práctica. Les falta la decisión, la facultad de enfrentarse a los modelos y romper con uno para escoger otro.
Nuestra experiencia, que incluye condicionamientos pero no determinismo, implica decisiones, rupturas, opciones, riesgos. Viene haciéndose en la afirmación, ya sea en la afirmación de la autoridad del educador que, exacerbada, anula la libertad del educando —caso en que éste es casi objeto— o bien en la afirmación de ambos, respetándose en sus diferencias —caso en el que son, uno y otro, sujetos y objetos del proceso—, o bien en la anulación de la autoridad, lo que implica un clima de irresponsabilidad.
En el primer caso, tenemos el autoritarismo; en el segundo, el ensayo democrático; en el tercero, el espontaneísmo licencioso. Conceptos que en el fondo —autoritarismo, ensayo democrático, espontaneísmo— que sólo fuimos capaces de inventar porque, primero, somos seres programados, condicionados, y no determinados; segundo, porque antes de inventarlos experimentamos la práctica que ellos representan en forma abstracta.
En cuanto condicionados hemos podido reflexionar críticamente sobre el propio condicionamiento e ir más allá de él, lo que no sería posible en el caso del determinismo. El ser determinado se halla encerrado en los límites de su determinación.
La práctica política que se basa en la comprensión mecanicista de la historia, reduciendo el futuro a algo inexorable, «castra» a las mujeres y a los hombres en su capacidad de decidir, de optar, pero no tiene fuerza suficiente para cambiar la naturaleza misma de la historia. Más tarde o más temprano, por eso mismo, prevalece la comprensión de la historia como posibilidad, en la que no hay lugar para las explicaciones mecanicistas de los hechos ni tampoco para proyectos políticos de izquierda que no apuesten a la capacidad crítica de las clases populares.
En este sentido, además, las dirigencias progresistas que se dejan tentar por las tácticas emocionales y místicas por parecerles más adecuadas a las condiciones histórico-sociales del contexto terminan por reforzar el atraso o la inmersión en que se hallan las clases populares debido a los niveles de explotación y sumisión a que se encuentran tradicionalmente sujetas por la realidad favorable a las clases dominantes. Obviamente su error no está en respetar su estado de preponderantemente inmersas en la realidad, sino en no problematizarlas.
Es así como se impone reexaminar el papel de la educación que, sin ser la hacedora de todo, es un factor fundamental en la reinvención del mundo.
En la posmodernidad progresista, en cuanto clima histórico pleno de optimismo crítico, no hay espacio para optimismos ingenuos ni para pesimismos deprimentes.
Como proceso de conocimiento, formación política, manifestación ética, búsqueda de la belleza, capacitación científica y técnica, la educación es práctica indispensable y específica ele los seres humanos en la historia como movimiento, como lucha. La historia como posibilidad no prescinde de la controversia, de los conflictos que, por sí mismos, generarían la necesidad de la educación.
Lo que la posmodernidad progresista nos impone es la comprensión realmente dialéctica del enfrentamiento y de los conflictos, y no su inteligencia mecanicista. Digo realmente dialéctica porque muchas veces la práctica así llamada es en realidad puramente mecánica, de una dialéctica domesticada. En lugar del decreto de una nueva historia sin clases sociales, sin ideología, sin lucha, sin utopía y sin sueño, que la cotidianidad mundial niega contundentemente, lo que debemos hacer es colocar nuevamente en el centro de nuestras preocupaciones al ser humano que actúa, que piensa, que habla, que sueña, que ama, que odia, que crea y recrea, que sabe e ignora, que se afirma y se niega, que construye y destruye, que es tanto lo que hereda como lo que adquiere. Así restauraremos la significación profunda de la radicalidad. La radicalidad de mi ser, como persona y como misterio, no permite sin embargo el conocimiento de mí en la estrechez de la singularidad de apenas uno de los ángulos que sólo aparentemente me explica. No es posible entenderme tan sólo como clase, o como raza o como sexo, aunque por otro lado mi posición de clase, el color de mi piel y el sexo con que vine al mundo lo se pueden olvidar en el análisis de lo que hago, de lo que pienso, de lo que digo. Como no se puede olvidar la experiencia social en que participo, mi formación, mis creencias, mi cultura, mi opción política, mi esperanza.
Me daré por satisfecho si los textos que siguen mueven a los lectores y las lectoras a una comprensión crítica de la historia y de la educación.
São Paulo, abril de 1993