¿ Y por qué? Si esto es así, ¿por qué demonios en la
evo-lución desaparecen los seres de gran tamaño? Es decir, los
orangutanes, los dinosaurios… parecería que, biológicamente, tener
un tamaño grande es una ventaja, pero en realidad supone un
inconveniente para sobrevivir. Es mucho más fácil que te extermine
un meteorito si eres muy grande, e intervienen otros factores como
la velocidad de replicación y la reproducción o la velocidad de
evolución, porque los animales grandes se reproducen más lentamente
y evolucionan más despacio. Quizá cuando el mundo cambia con mucha
rapidez son menos capaces de adaptarse. Intervienen distintos
factores, pero en general se da esta relación: cuanto mayor eres,
más lento se vuelve tu metabolismo, por lo que necesitas comer
menos alimentos y consumir menos en relación con el
tamaño.
Un organismo grande consume menos energía y lo hace más
lentamente que uno pequeño. Pero esto puede ser tanto una ventaja
como un inconveniente. La realidad es que si un elefante quemase
tanta energía (proporcionalmente) como un ratón, acabaría
derritiéndose. Generaría tanto calor interno que se fundiría. «Pero
puede que todo sea más complicado y que existan ventajas, ventajas
energéticas, sólo por ser de mayor tamaño. Una vez que aparece la
célula eucariota con mitocondrias internas, la célula se puede
volver más grande, mientras que las bacterias, como respiran a
través de su membrana externa, no tendrían ninguna ventaja por ser
más grandes, sino más inconvenientes. Cuando la respiración se
vuelve interna, ser mayor supone una ventaja, porque
energéticamente es más eficaz. Así que se recompensan los tamaños
mayores, quizá hasta llegar al tamaño de los dinosaurios, en el que
sobrevienen los problemas».
El ADN mitocondrial presenta ventajas importantísimas en las
investigaciones. Por ejemplo: supongamos que en la escena del
crimen la policía forense encuentra sólo un pelo. En ese pelo hay
una o dos células con una o dos copias de ADN nuclear, que, sin
embargo, contienen cientos de copias del llamado complejo V
mitocondrial, a partir del cual es mucho más fácil y
estadísticamente más probable que el investigador obtenga un ADN de
calidad con el que efectuar la comparación.
En una ocasión, Lorente recibió la llamada de una persona que
quería identificar restos humanos, posiblemente procedentes de
fosas comunes de la Guerra Civil. «Nos trasladamos al lugar donde
estaban los cuerpos, tomamos fragmentos de huesos y de dientes, y
volvimos a Granada para ponernos a trabajar. El material que
comenzamos a estudiar estaba en muy mal estado, muy degradado, muy
contaminado, procedía de una fosa muy antigua. Pero el ADN nuclear
no aportó resultados positivos, por lo que decidimos trabajar
exclusivamente con el área mitocondrial, que tiene mayor número de
copias y se conserva en mejores condiciones en los
huesos».
La extracción del ADN del hueso o del diente es un proceso
realmente dificultoso y lento, porque se encuentra dentro de
células que están calcificadas en la membrana, entre fosfatos y
restos de colágeno. Lo que se hace, en primer lugar, es pulverizar
el hueso y añadir una serie de sustancias que van rompiendo la
membrana y permitiendo la liberación de ese ADN a un líquido, a
partir del cual procedemos a la extracción.
Una vez extraído el ADN del interior de las células del hueso
o del diente, lo que hay que hacer es multiplicarlo, porque la
cantidad extraída es muy pequeña. Para ello se utiliza una técnica,
la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), que permite obtener
miles o incluso cientos de miles de copias a partir de lo que había
en el hueso o en el diente.
«La presencia de lo que denominamos contaminación biológica
es un peligro muy importante en este tipo de casos», nos contó
Lorente, «pues sobre el hueso o sobre el diente se depositan restos
de ADN provenientes de otras personas; por ejemplo, los que han
manipulado los cuerpos o han estado cerca. Pueden ser pelos, saliva
e incluso el mero contacto con las manos. Esto es peligroso, porque
el ADN de esas personas se mezcla con el que hay en los huesos en
muy poca cantidad y puede ser causa de que finalmente lo que se
estudia no sea el ADN del hueso, sino el de la persona
contaminante. En aquel caso no hubo ningún problema con
contaminación de tipo biológico, con lo cual pudimos pasar
directamente a la secuenciación del ADN mitocondrial, que consiste
en estudiar una a una las unidades o nucleótidos que conforman ese
ADN, y así obtener el perfil genético mitocondrial de la víctima
fusilada».
El ADN mitocondrial se hereda por vía materna; por tanto,
para identificar a esta persona fusilada durante la Guerra Civil
habría que contar con su madre o con un hermano. Pero ambos habían
muerto. Tras varias investigaciones se consiguió la identificación
de una persona que vivía en Argentina y era hija de una hermana del
fallecido y, por tanto, que compartía su ADN mitocondrial. Se
analizó su secuencia, se comparó y se comprobó que eran idénticas
las secuencias entre la sobrina-nieta y la persona desaparecida
durante nuestra guerra.
Una vez conocido este caso detectivesco llevado a cabo en los
laboratorios de la Universidad de Granada, volvemos a interesarnos
por la forma de vida de las bacterias y las células eucariotas. Por
ejemplo, sabemos que las bacterias no son caníbales, no se comen
entre sí, pero las células eucariotas si lo hacen. Y esto supone
una gran diferencia.
Las células eucariotas tienen en su interior, como hemos
visto antes, las mitocondrias y éstas tienen un ADN diferenciado,
sus propios genes. Es decir, que dentro de la célula eucariota vive
un organismo diferenciado de ella. «Ya no hay ninguna duda de que
las mitocondrias tuvieron como ancestro a bacterias de vida libre.
La pregunta es cuál fue la célula, la célula colaboradora, ¿cuál
fue la célula que la incorporó? ¿Fue acaso una célula eucariota que
iba por ahí comiendo a otras células? ¿O bien fue otra cosa, otra
bacteria, que no pudo comerla, pero que pudo haber establecido una
colaboración que condujo a su absorción? Esto es mucho menos común:
simplemente porque las bacterias no se comen a otras bacterias de
este modo. La explicación más aceptada es que la mitocondria, o
mejor dicho su célula antecesora, simplemente fue absorbida por una
célula mucho mayor, una protoeucariota que iba por allí capturando
a otras células para alimentarse, y que de algún modo sobrevivió.
El problema de esta idea es que no explica por qué sólo tenemos un
tipo concreto, por qué todos los organismos eucariotas tienen el
mismo ancestro, por qué esta célula no podía engullir todo tipo de
bacterias diferentes. No se explica por qué los eucariotas sólo
evolucionaron una vez. ¿Qué tenía de especial esta relación? Pues
bien, la teoría que más me gusta lo explica como una relación
química especial entre dos células bacterianas, ninguna de las
cuales estaba adaptada para vivir en simbiosis, pero llegaron a esa
absorción de forma gradual, porque químicamente les resultaba
apropiado. Y esto es mucho menos común».
GÉNEROS
El sexo es el sistema que utilizan los genes para
perpetuarse. Con la reproducción se consigue que la muerte de un
organismo no suponga también el fin de la especie. Tanto en las
plantas como en los animales es el objetivo más importante que
marcan las instrucciones del código genético: transferir la
información que contiene el genoma a la siguiente generación y que
esta cadena no se rompa nunca.
En el caso de los humanos y en el de otras muchas especies se
necesitan dos progenitores, alguien del sexo femenino y alguien del
masculino para crear un solo descendiente. Pero ¿por qué dos? La
división entre machos y hembras supone un gran obstáculo para
procrear, e implica -en el mundo moderno- que no nos podamos
reproducir con más de 3.000 millones de individuos de nuestro mismo
género. ¿No sería mucho más efectivo que no existiese esa
diferenciación? Si sólo existiera un género, las posibilidades de
encontrar una pareja se multiplicarían por dos. O mejor aún, que en
lugar de haber dos géneros hubiera un número infinito de ellos,
todos compatibles los unos con los otros, eso también sería una
buena solución. Dos es definitivamente la peor opción posible, pero
existe una razón para esta dualidad y se cree que las mitocondrias
son las responsables.
En la reproducción sexual el nuevo organismo hereda el 50 por
ciento de genes de la madre y el 50 por ciento del padre. Pero esta
mezcla sólo se produce en el núcleo de la célula, donde se combinan
los genes procedentes del óvulo y los del espermatozoide. En
cambio, las mitocondrias se heredan únicamente por vía materna. Por
tanto, si Eva hubiese existido de verdad, todos los seres humanos
llevaríamos copias de sus mitocondrias.
Para que la célula funcione correctamente el genoma del
núcleo y el de la mitocondria tienen que cooperar. Desde el núcleo
se regula casi toda la actividad celular, pero necesita a las
mitocondrias para procurarle energía. Es muy importante que la
comunicación sea clara y efectiva. Si los genes mitocondriales
también se mezclasen, el buen entendimiento entre los dos genomas
se complicaría mucho. Sería corno juntar en una tertulia demasiadas
personas que hablan diferentes idiomas.
Para que tanto los genes de las mitocondrias como los del
núcleo se adapten correctamente, machos y hembras especializan sus
funciones en la reproducción: el sexo femenino, en transmitir las
mitocondrias al descendiente, y el masculino, en no transmitirlas.
Así se asegura que los genes mitocondriales se mantengan iguales
que los de la madre, y se evita el conflicto entre dos poblaciones
genéticamente diferentes.
Finalmente los organismos superiores, entre ellos nosotros
los humanos, no somos sino una comunidad andante de células. De
mitocondrias y de células eucariotas. Por la complejidad que puede
observarse al microscopio de la relación entre estos minúsculos
seres, incluso la violencia, la organización de un organismo
superior debe suponer algo así como una batalla biológica entre
genes… No es difícil pensar en un organismo multicelular como un
prodigio de colaboración celular en pro de un interés superior,
pero no es así en absoluto: «Todas las células mantienen sus
propios intereses. Los genes, como dijo Richard Dawkins, conservan
sus propios intereses y las mitocondrias hacen lo mismo con los
suyos. Se pueden ver las consecuencias de ello en el cáncer. Las
células empiezan a actuar por su cuenta y escapan de los controles
del cuerpo. Pero, por norma general, la razón de que no tengamos
cáncer es que las células se ven forzadas a autodestruirse mediante
este proceso de apoptosis. El cuerpo se mantiene gracias a las
células que se suicidan según un calendario de desarrollo. Durante
el embarazo, a medida que se desarrolla el feto, muchas células
cerebrales, por ejemplo, se pierden por apoptosis. Y los dedos se
forman porque las células que estaban entre ellos mueren. Así que
es algo muy importante para el desarrollo».
La muerte de las células es inevitable salvo en aquellas que
ocupan la función reproductora, el óvulo y el espermatozoide,
incluso las células rebeldes, las causantes del cáncer, que luchan
por transmitirse, acaban fracasando. La sexualidad es la causa de
la llamada «línea germinal», un mecanismo para que todas las
células colaboren, porque sus intereses sólo pueden salvaguardarse
si las copias de sus genes se transmiten a través de las relaciones
sexuales a una generación futura.
Pero no todas las células pueden hacerlo. Simplemente son
incapaces, la naturaleza no contempla su supervivencia. En la
actualidad la clonación puede conseguirlo.
El proceso de reproducción sexual se ha impuesto hasta el
extremo que resulta interesante preguntarnos por su eficacia. En él
las células se fusionan en lugar de dividirse; por tanto, debería
ser más lento, pero «todos los linajes que se volvieron
permanentemente asexuales se han extinguido, salvo una o dos
excepciones curiosas, que tienden a ser muy pequeñas y que tienen
una propagación o proliferación muy rápida, lo que podría
explicarlo. Así que el sexo es sin duda uno de los principales
factores que permite que las células de un organismo sigan
colaborando, porque la mayoría de células no pueden transmitirse
salvo mediante este mecanismo sexual. Si intentan escabullirse, hay
un castigo muy directo: simplemente son
eliminadas».
Las mitocondrias se revelan ante nosotros como verdaderos
personajes de una película de misterio. Creo haber escuchado a la
bióloga estadounidense Lynn Margulis decir que las células que hace
2.000 millones de años se dividían para perpetuarse, las llamadas
eucariotas, ya necesitaban, mientras estaban en ese proceso, la
ayuda de las mitocondrias para poder respirar. Es decir, que ya
eran las grandes colaboradoras en aquellos remotos
tiempos.
El microbiólogo de la Universidad de Barcelona Ricard
Guerrero nos visitó de nuevo en Redes, esta vez para ayudarnos a
seguir descubriendo la personalidad de este agente secreto del que
cada día sabemos más cosas. «Una mitocondria es en realidad una
bacteria, es más, se ha comprobado que son alfaproteobacterias; es
decir, un grupo determinado de bacterias que respiran por toda la
superficie de su contorno. Esa bacteria injertada en el interior de
una célula es lo que, de manera permanente, se convierte en
mitocondria. Es verdad que podía haber existido vida sin necesidad
de las células eucarióticas, pero para que existieran organismos
grandes, animales y plantas, en un ambiente en el que había mucho
oxígeno, era necesario un mecanismo emergente, una revolución. Y la
revolución fue que diversas bacterias entraron en contacto, y en
lugar de devorarse unas a otras organizaron una sociedad con
distintas funciones, con distintas responsabilidades
genéticas.
A esa sociedad la llamamos célula eucariótica, que es lo que
permite la existencia de seres grandes y también determina su
muerte».
El sexo biológico garantiza la diversidad mediante la
recombinación de genomas, de instrucciones genéticas, en la fusión
de dos o varias células. Más tarde, aproximadamente hace 700
millones de años, esa fusión se hizo entre el esperma y el óvulo.
Por así decirlo, la reproducción se especializó. Desde que existen
las células eucariotas se puede dar el proceso, pero en organismos
grandes, compuestos de miles de células, éstas no se pueden dividir
una a una en dos para dar origen a un nuevo ser. Es más sencillo
que una parte pequeñísima de él se especialice y se una a otra de
otro organismo para dar origen a un tercero. Esa pequeñísima parte
es la que sobrevive; el resto muere.
Este proceso, que visto a escala humana puede parecer-nos tan
elemental, tuvo en la evolución una importancia extraordinaria,
entre otras cosas porque las bacterias que antes de él formaban la
vida no morían o al menos no necesitaban morir. Pero a partir de un
momento determinado en la historia de la evolución se produce el
secuestro de las células reproductoras. Y todas las demás -que son
muchas más, las somáticas- se mueren. A partir de entonces el
privilegio de transmitir la vida, de perpetuar la especie, va a
estar en manos de unas pocas células. Hasta el punto de que el
hecho de que tú y yo estemos vivos es consecuencia de la
replicación de unos genes que no han parado de replicarse y nunca
se han muerto desde el origen de la vida. Si no, no estaríamos
aquí. Ha si do la reproducción continua.
Las mitocondrias están en el origen sexual de la vida y en la
muerte. Son, por tanto, como afirmaba Nick Lane, el auténtico
poder. Pero el poder también puede presentar problemas. En
ocasiones las mitocondrias enferman, y por esta causa hay mujeres
que no pueden tener hijos o los tendrían con graves problemas. La
primera enfermedad causada por una mutación mitocondrial que se
descubrió fue la llamada «atrofia óptica de Lever», una neuropatía
que causa la atrofia del nervio óptico y que desemboca en la
pérdida de visión central.
Es decir, que a algunos humanos (y por supuesto, también a
otros seres vivos) les vendría muy bien modificar o cambiar sus
mitocondrias. Podría ser una solución pero no parece fácil.
Virginia Nunes, del Instituto de Recerca Biomèdica de Barcelona,
nos lo explicó: «Si sabemos que el problema está en la mitocondria
-y no en el núcleo-, como en el caso de la atrofia óptica de Lever,
una solución, teóricamente, sería poder llegar a cambiar esas
mitocondrias. Esto es difícil, aunque se está trabajando en
ello».
Es cierto, los científicos afirman que entre las bacterias
existe un cierto acuerdo, una especie de quórum vital. Pero el
sistema de reproducción sexual es duro. A partir de todo esto mi
pregunta es la siguiente: para que las personas nos lancemos a la
fusión, a la reproducción sexual, ¿la evolución ha previsto como
necesario que enloquezcamos un poco, que nos enamoremos? Algunos
neurólogos, particularmente británicos, han intentado identificar
las reglas de conducta de unos supuestos inhibidores latentes
cerebrales; la irrupción de estos mecanismos permitiría, en un
vagón de tren abarrotado, por ejemplo, concentrarse en la lectura
del periódico haciendo abstracción de todo el ruido circundante.
Los enamorados harían gala de un funcionamiento exageradamente
preciso de los inhibidores, puesto que el sujeto enamorado hace
abstracción de todo el resto y ni reconoce defecto alguno al ser
querido. A los artistas predispuestos a dejarse influir por
cualquier incentivo, en cambio, a escrutar cualquier señal en busca
de conocimiento, sus inhibidores latentes les fallarían una vez sí
y otra no.
Tanto Virginia Nunes como Ricard Guerrero parecen estar de
acuerdo en que no es necesario enloquecer, ni enamorarse, pero sí
debe existir la atracción, por supuesto. Pero la atracción puede
estar mediada desde por las feromonas hasta por cualquier otra
cosa. Y, sobre todo, por una necesidad de perpetuación que está más
allá del raciocinio. La esencia de la vida es dejar más vida, es
crear materia que perviva y que pueda pasar a través del tiempo, y
el objetivo fundamental que tienen los organismos es reproducirse.
Para seguir existiendo en sus descendientes. Cualquier cosa, con
tal de sobrevivir, Ahora bien, esto implica poder elegir un
individuo de la misma especie y es muy difícil renunciar a
cualquier metodología tanto en el caso de los humanos como del
resto de los animales.
El origen del lenguaje
Y ahí, en los impulsos que los arrastran y en las señales que
emiten durante el juego, encuentra Chris Knight indicios de un
posible origen del lenguaje, aunque admite que las señales del
juego y del lenguaje no son las mismas. Lo importante, parece, es
una actividad cerebral subyacente al juego. Las señales que se
emiten no son las mismas «pero [en el juego] analizan lo que piensa
el otro, se están comunicando…, aunque no es lenguaje. Si pensamos
en nuestros niños podemos preguntarnos: "De acuerdo, tengo un niño
de 2 o 3 años. ¿Qué pasa exactamente? ¿Qué sucede para que, de
pronto, hable?". Todos estaremos de acuerdo en que es el momento en
el que los niños son más imaginativos con el lenguaje y el habla.
Es el periodo del juego simbólico. Así que no es imposible pensar
que el origen del lenguaje viene del instinto del juego. Pero lo
interesante es que en el mundo animal sólo se juega en la infancia,
mientras que en el ser humano el juego durante la infancia tiene
mucho de preparación para la realidad adulta».
Chris Knight parece sostener que la dimensión simbólica de la
realidad en los humanos es una especie de juego basado en un
acuerdo que dijera: vamos a fingir. Un fingimiento bastante serio
que se extiende a las manifestaciones más veneradas de nuestra
cultura como la religión o la literatura. Para él los animales
tienen, como nosotros, el instinto de jugar y a través del juego se
comunican, pero esa comunicación no llega a conformar un lenguaje.
¿Qué es lo que les falta, por ejemplo a los primates, para llegar a
poseer un lenguaje? La respuesta de Knight, enunciada sin más
explicaciones, puede resultar sorprendente: la
política.
«¿Por qué un chimpancé joven, al que se le da muy bien jugar
a pelearse, de repente detiene o cambia el juego y empieza a pelear
en serio? ¿Por qué llega un momento en el que la lucha es de
verdad? ¿Qué es lo que hace que se vuelva real? La respuesta es que
esto pasa cuando el animal no se puede permitir perder. Quiero
decir que el sexo en los monos y simios no es un motivo de juego
sino más bien la fuente de enormes tensiones, conflictos y
violencia. Y cuando el sexo está en juego uno no quiere perder,
especialmente si es un macho. Cuando dos gorilas machos empiezan a
incordiarse el uno al otro, no van a mostrarse juguetones, sino que
habrá una pelea. Así que el juego de lucha en el periodo preadulto
no se transforma, como en el caso de los humanos, en lenguaje y
cultura que se transmiten de una generación a la siguiente, sino
que es una preparación para las luchas reales. Lo que digo es que
el conflicto sexual es lo que limita el juego al periodo presexual
del animal. Y las expresiones del juego, los gestos del juego se
paralizan, se pierden. Los animales adultos no los manifiestan,
exceptuando, tal vez, cuando juegan con sus crías. Así que la
inmortalidad, por así decirlo, de los gestos del juego desaparece:
el juego no se transmite con sus formas de una generación a la
siguiente. Cada nueva generación debe reinventar la rueda con
nuevas expresiones de juego».
Jugamos porque necesitamos descubrir, conocer, aprender y
sobre todo entendernos. Jugamos porque necesitamos experimentar
sensaciones que nos provoquen placer. ¿Quién no se ha disfrazado
alguna vez de médico? ¿Cuántas veces no hemos sido mamas y papas de
ficción o hemos comprado verduras de plástico en un mercado
improvisado?
Durante la infancia iniciamos un tipo de juego que será
decisivo para nuestra vida adulta; es el llamado juego simbólico.
Se da en una edad en la que necesitamos crear símbolos para los
objetos, las personas o situaciones para entendernos mejor. A
través de los símbolos niños y niñas consiguen reducir la
complejidad de lo real y llevarlo a un territorio que pueden
dominar. El juego facilita la comprensión de lo que somos y de lo
que podemos llegar a ser y hacer. Reproducimos situaciones reales
como si se tratara de un ensayo del mundo en el que nos toca vivir;
el juego simbólico permite además jugar con la realidad pero no
estar dentro de ella, por lo que es más seguro. También podemos
equivocarnos, experimentar, probar, proyectar sin consecuencias
punitivas.
El juego es aprendizaje y placer. Con estas virtudes es
difícil imaginar una vida sin juego, que de hecho no desaparece
nunca de nuestras vidas. Aunque se atenúen los actos lúdicos
conservamos nuestra capacidad para crearlos. Paradójicamente, la
especie humana es casi la única que conserva a lo largo de toda su
existencia un cierto infantilismo y propensión al juego; en mayor
medida en los hombres que en las mujeres en su edad
adulta.
Tengo la impresión de estar llegando al meollo de la
cuestión. Cuando Knight menciona el mundo «reglamentado», lo que
sugiere -y lo que constituye en mi opinión su verdadera
contribución al estudio de los orígenes del lenguaje- es que deben
preexistir un modelo de regulación, ciertos derechos y cierta
confianza mutua entre la gente. Es necesario disponer de un -aunque
rudimentario- sistema de leyes para que aparezca el lenguaje. En
cierto modo, debes tener buena predisposición hacia mucha gente. Si
imperan la desconfianza, la ansiedad y existe una falta interna de
civismo en el grupo, no hay, por así decirlo, manera de sentirse en
buena disposición y, por tanto, las señales en las que el individuo
logra confiar son distintas. Y esa seguridad, esa confianza en el
grupo es lo que no llega a existir, por ejemplo, entre los
chimpancés…
«Exacto, no llegan a confiar en nada que pueda manipularse,
nada que pueda ser cognitivo, nada que pueda ser un engaño: ignoran
ese tipo de cosas y se concentran en aquello que es difícil de
fingir: un parpadeo involuntario, un movimiento del vello o un
cambio en la coloración del rostro, porque ésas son manifestaciones
difíciles de fingir y saben que son necesariamente auténticas,
honestas. Nos ocurriría incluso a los humanos. Imagínate que tú y
yo fuéramos de la mafia y robáramos un banco, y saliéramos de ahí
cada uno con una parte del botín sin saber dónde ha puesto el otro
su parte. Las palabras no bastarían: querríamos estar totalmente
seguros de la información, tú me mirarías, yo te miraría, pero
buscaríamos algo más fiable que un simple: "Ah, sí, pues el botín
está en algún lugar del desván". Buscaríamos algo en lo que
pudiéramos confiar. Los monos y los simios necesitan que sus
señales sean fiables y, por tanto, comprueban la señal, su calidad,
su fiabilidad, y la evalúan dentro de una escala determinada. En
cierto modo, el modelo de comunicación animal se asemeja al
ronroneo de un gato. Cuando un gato ronronea, sabes que es feliz:
se trata de lenguaje corporal, no puede estar fingiendo. Un gato no
puede ronronear y dejar de ronronear a su antojo».
PALABRAS
Y lo importante es que los chimpancés no pueden falsear esta
señalización, no pueden manipular sus señales
vocales».
Y muchas personas se preguntan por qué ocurre eso, creen que
quizá se trate de algún defecto, que el pobre chimpancé no ha
evolucionado muy bien, piensan que quizá le iría mejor si pudiera
controlar cognitivamente sus señales vocales… «¡No es así en
absoluto!», contesta Knight. Si esas señales se pudieran manipular
no valdrían nada, serían como billetes sin las marcas de seguridad.
Nos preguntaríamos: ¿quién lo habrá falseado? Los humanos hemos
roto todas las reglas y podemos jugar a voluntad con nuestras
señales vocales, controlarlas cognitivamente, pero ¿cómo pudo
suceder eso? No hay nada ni remotamente parecido en todo el
planeta.
Y aun así está comprobado que las palabras sólo transmiten el
7 por ciento del mensaje; el tono de voz, entre el 20 y el 30, y el
resto de nuestro cuerpo, especialmente el rostro, entre el 60 y el
80 por ciento. La conclusión final es que el 93 por ciento de un
mensaje se transmite mediante comunicación no
verbal.
En la antropología social, la disciplina a la que pertenece
Chris Knight, es costumbre hablar del concepto de cultura simbólica
y, relacionado con él, lo que denominan el sistema de leyes», lo
que hizo posible que los humanos llegaran i confiar en el lenguaje
verbal. «A menudo no se entiende lo que queremos decir, algunos
creen que nos referimos sólo al lenguaje, pero la cultura simbólica
va mucho más allá. Para explicarlo siempre recurro a la siguiente
metáfora: imagínate que estás en una gran ciudad, por ejemplo,
Barcelona, y conduces un coche en el que tienes instalado un equipo
electrónico fantástico, con los intermitentes izquierdo y derecho,
los faros, las luces de posición y de cruce, y luego todas las
señales viales. Todo es muy sutil, pero es una manera de indicar
adonde va cada cual, y si conduces un camión enorme deberás
detenerte en un semáforo en rojo igual que si condujeras un pequeño
Volkswagen. Pero ahora imagina que el sistema de leyes dejara de
funcionar. Imagina que fallaran los semáforos y llegaras a una
intersección muy grande. ¿Adonde irías? ¿Cómo te desplazarías?
Sería un caos. De repente los intermitentes no servirían para nada,
todas tus pequeñas señales electrónicas serían una pérdida de
tiempo. Si conduces un vehículo grande, tal vez tengas mejores
perspectivas que si conduces un vehículo pequeño y, a no ser que
quieras quedarte en el cruce varias horas, será necesario asumir
riesgos y tendrás que retar a los otros conductores a que se
arriesguen a colisionar y, si no te importan demasiado los demás,
probablemente ganes».
Knight parece querer decirnos que el lenguaje surge cuando
previamente existe un contrato social: cuando funcionan los
semáforos. Si los semáforos funcionan, entonces el potencial que
tenemos para expresarnos con palabras se libera. Pero en el mundo
real no hablamos de conducir por la izquierda o por la derecha, ni
de vehículos ni de semáforos, hablamos de algo fundamental. Y la
causa fundamental que pudo provocar un atasco en los monos y en los
simios o los humanos es el caos sexual. El conflicto sexual. Así
que la reglamentación, el código de reglas, debe aplicarse ante
todo a aquello que es más difícil de controlar. Y no hay ningún
instinto más poderoso y, en cierto modo, más incontrolable que el
instinto sexual.
Si no podemos controlar ese instinto, no podremos controlar
nada. Es un ámbito en el que tanto el conflicto como la cooperación
parecen endémicos y muy fuertes. Los humanos hemos desarrollado
numerosos semáforos para controlar la sexualidad: el sistema de
parentesco, el tabú del incesto… el respeto a la suegra… «Tenemos
unas reglas extremadamente estrictas en todos estos aspectos. Por
supuesto, no siempre funcionan, pero tanto si eres un hombre o una
mujer, si tu pareja te engaña, si se acuesta con otra persona…
realmente afecta a vuestra manera de hablar el uno con el otro, y
eso significa que, a no ser que lo arregléis, no estaréis en una
buena predisposición para el diálogo. Pero también significa que,
cuando uno está en esa situación (y quizá las mujeres lo sientan
más que los hombres), en algunas circunstancias las palabras no
ayudan. Si el hombre dice algo así como: "Lo siento, cariño, no
pasará nunca más"…, a ella no le servirá de mucho. Ella necesita
una señal fiable, algo más sólido, antes de restablecer la
confianza y la buena comunicación».
Knight sabe que las palabras no sirven para nada. Las
palabras, el lenguaje no sirven para que las personas sientan una
buena predisposición para el diálogo. Para ganar la confianza de
alguien se requiere algo más poderoso que las palabras. No es
verdad que hablando la gente se entiende. Hablando la gente se
confunde.
El niño empieza jugando y es el juego el que lo conducirá
poco a poco a construir su modo de comunicación y su comportamiento
en la sociedad. Pero ¿qué sucede si en la primera infancia aparecen
dificultades o alteraciones del lenguaje, problemas en la
comunicación? Al niño le será más difícil practicar el juego y por
tanto desarrollar sus aptitudes de intercambio con sus padres, con
los otros niños. Si la comunicación no aparece, sólo el juego la
acabará provocando. El juego es la base de los aprendizajes, de
todos los aprendizajes que el niño va a adquirir a lo largo de su
vida. Cuando un niño presenta dificultades en el lenguaje o en la
comunicación, muchas veces también presenta dificultades en el
juego simbólico.
Asombroso. Es cierto que en el seno del sistema familiar de
los humanos se mantienen una serie de leyes. Comienzan en el sutil
tratamiento que la madre brinda al bebé y culminan en todos los
aspectos de la vida diaria guiados siempre por un criterio de
protección hacia los más pequeños. Te sorprenderías de lo humano
que puede ser un chimpancé, de lo gracioso y lingüístico que puede
llegar a ser. No tanto como un niño, por supuesto, pero tendrá
sentido del humor, inventará nuevos términos lingüísticos,
utilizará metáforas. Por tanto, no se trata de que el resto de los
animales no tengan potencial lingüístico, sino de que su vida
política en estado salvaje, su política sexual especialmente, no
permite que ese potencial para el lenguaje se
libere.
La propuesta de Knight sobre el origen del lenguaje se aparta
notablemente de los conceptos de aquellos que piensan que el origen
del lenguaje estuvo en la mutación de un gen y que a partir de ella
se desarrolló de forma paulatina y planetaria. El propone que ese
acontecimiento extraordinario que tuvo lugar en los albores de la
vida humana fue la consecuencia de una revolución social, frente a
Noam Chomsky y muchos otros lingüistas que se contentan con la idea
de una revolución genética.
En cierto modo, esas tesis respaldarían las sugerencias más
modernas de la neurobiología en el sentido de que estamos
programados para ser únicos. Se ha comprobado que la experiencia
deja una huella en el inconsciente que afecta al vinculo genético
de manera que para explicarse procesos como el lenguaje hace falta
el conocimiento de los especialistas en leyes universales ya sean
del cerebro o del lenguaje -genetistas y lingüistas-, tanto como
los psicoanalistas que puedan seguir la evolución e impacto de la
huella dejada por la experiencia en el
inconsciente.
Entre los arquetipos femeninos sin duda la bruja es de los
más importantes. Personaje ligado al mal desde tiempos in
memoriales, la bruja tuvo en nuestra civilización cristiana
occidental un protagonismo y una interpretación muy singular en los
años finales de la Edad Media. Hasta entonces dominaba en la
sociedad la idea de san Agustín (Agustín de Ipona), que venía a
considerar cualquier acontecimiento en el mundo como obra de Dios.
A partir del siglo XIII, santo Tomás de Aquino afirma que el
demonio puede, y de hecho interviene, en los acontecimientos de
este mundo. Fue entonces cuando la bruja, la curandera, la mujer
que sufría cualquier trastorno de conducta que la hacía diferente,
pasó a ser una aliada del demonio en su lucha por destruir la
cristiandad. Entre los años 1450 y 1750, más de 110.000 mujeres
fueron procesadas y 60.000 fueron ejecutadas sólo en Europa. ¿Qué
hicieron para merecerlo?
La bruja es uno de los arquetipos femeninos más conocidos de
la mitología popular. Todos tenemos en la cabeza la imagen de una
mujer fea y malvada que prepara extrañas pociones y tiene tratos
con el diablo, pero ¿de dónde viene esta imagen? Agustí Alcoberro,
profesor de Historia en la Universidad de Barcelona, nos ayudará a
descubrirlo. «El estereotipo de la bruja es el de una mujer vieja y
sola que se congrega en unas reuniones llamadas aquelarres. El
sistema de reunión es siempre el mismo. Las brujas llegan
cabalgando a lomos de sus demonios, normalmente en forma de
cabrones, aunque también pueden volar con escobas. Una vez
reunidas, llega el demonio en forma de caballero o también de gran
cabrón, y es adorado. Pero todo en un aquelarre funciona invertido,
al revés. La adoración al diablo consiste en besarle el culo [el
llamado beso negro u ósculo infame]. Luego se produce una orgía
colectiva en la que el diablo copula con todos y todas los
asistentes, pero siempre por detrás, y cuando llegan al paroxismo,
las brujas se untan con sus ungüentos, vuelven a volar y entonces
es cuando producen todo tipo de maldades».
Es bastante probable que el origen de este mito esté en el
miedo. El miedo que las mujeres sentían a sus propios
conocimientos. Desde la Prehistoria, mientras los hombres volcaban
sus esfuerzos en actividades como la caza y otras ocupaciones
externas, las mujeres, recluidas en sus cuevas o al menos siempre
cerca y al cuidado de las crías, se volvieron expertas en el
conocimiento de las plantas. Este conocimiento, que pasaba de mujer
a mujer, llegó a convertirse en una especialización que perduró
hasta la Edad Media. «Algunos ámbitos del saber popular
correspondían esencialmente a las mujeres, incluso de manera
monopolística. Eran las encargadas de traer los niños al mundo, las
parteras, y, por tanto, las que conocían los remedios de grandes
males, las curanderas».
La imagen que se había creado en el imaginario colectivo dio
lugar a una persecución sangrienta. Aquellas mujeres acusadas de
brujería fueron torturadas para que confesaran y delataran a otras.
Después eran colgadas en La horca, ya que la hoguera era una
herramienta que solo usaba la Santa Inquisición. Un fenómeno tan
complejo y masivo como la caza de brujas no puede obedecer a una
sola causa. Por un lado está la época que algunos historiadores han
denominado «crisis del siglo XVII», caracterizada por un descenso
en la producción de cereales y en general de la productividad
agraria. Sabemos, a través de la historia del clima, que fue una
época caracterizada por una pequeña glaciación, de inviernos más
fríos y veranos más húmedos. Existieron muchos factores
atmosféricos imprevistos y adversos. Por otra parte conviene
remarcar también que fue una época en la que la intolerancia avanzó
y dio pasos decisivos, tanto en el mundo de la Reforma protestante
como en el del catolicismo. En la Contrarreforma se impuso un
modelo de sociedad homogéneo según el cual aquel que era diferente
o extraño pasaba a ser considerado una amenaza. «Pero probablemente
el factor más importante es que la imagen de esta bruja diabólica
que pertenece a una secta, que obedece al diablo y que actúa contra
el mundo cristiano, penetró en las clases populares, y fue este
arraigo lo que condujo a la gran caza de brujas del siglo
XVII».
La caza de brujas es uno de los procesos históricos de
persecución de la mujer mejor documentados. Miles de mujeres cuyo
único delito era simplemente ser diferentes fueron torturadas y
ahorcadas, lo que contribuyó a recrear el mito de la mujer
hechicera malvada frente al hombre sabio y bueno. Estos
estereotipos sobre la mujer han calado fuertemente en nuestra
cultura, hasta el punto de que las contribuciones de la mujer a la
evolución de la humanidad han sido borradas de la historia. ¿Hasta
cuándo?
Chris Knight nos explica que uno de los trucos utilizados por
la mujer para mantener cerca de ella y de sus crías a su pareja fue
la ocultación de su periodo de celo. «Entre los primates, para un
macho, la situación ideal es aquella en la que se ahorra tiempo en
el sexo. Porque ahorrar tiempo en el sexo significa dejar
embarazada a tina hembra, pasar a otra, pasar a otra más…, y para
ello necesita saber cuál es el mejor momento, necesita información
que ayude a ahorrar tiempo. Y en eso consiste el celo, también
llamado estro: es una señal, un indicador biológico de que la
hembra está ovulando. En muchos primates, a la hembra también le
interesa ahorrar tiempo en el sexo, porque después de un embarazo
no puede quedar nuevamente preñada hasta pasado un tiempo. ¿Para
qué necesita más esperma? Así que es una buena idea ganar tiempo en
el sexo dando al macho la información correcta. Y, finalmente,
también cabe esperar que, si la estrategia femenina es simplemente
obtener esperma del macho, las hembras evolucionarán para no estar
sincronizadas entre sí. Sus relojes interiores no estarán
sincronizados, de modo que cuando una hembra ovule y emita una
señal para ello, tal vez en tres o cuatro días otra hembra empiece
a ovular y también lo señalice… El macho entonces podrá decir: "De
acuerdo, ahora me apareo contigo, y en tres días o cuatro creo que
me aparearé con ésa, que ya estará preparada para entonces". Ese
sería el modelo de una estrategia de ahorro de tiempo eficaz en el
sexo.
»La pregunta, sin embargo, sería: ¿le importa a algún humano
ahorrar tiempo en el sexo? Creo que a pocos. En una comunidad sin
lenguaje ¿qué podría hacer una hembra interesada en que el macho
pase más tiempo junto a ella? Evolucionar. Pero ¿en qué sentido?
Evolucionará para no ahorrar tiempo con el sexo, sino para
desperdiciarlo… y se puede argüir, y espero que no se me
malinterprete por ello, que la hembra humana es la que más tiempo
desperdicia en practicar sexo en todo el planeta. Ha eliminado la
información que ahorraba tiempo, ocultando el momento de su
ovulación, es como si el estro, la señal de "estoy lista para el
sexo" se hubiera extendido por todo el ciclo. Es como si la mujer,
para conseguir tiempo del hombre, se negara a dar esa información
correcta o hubiera evolucionado para no poder darla. Y ahora el
hombre no sabe distinguirlo, así que piensa que es mejor practicar
el sexo hoy, y mañana, y pasado mañana… porque quizá un día de
estos ella quede embarazada».
La mujer necesitó que el hombre le dedicara tiempo, porque el
tiempo se traduce en energía, en aprovisionamiento, en carne, en
ayuda con los hijos…, entonces, quizá, debía invertir lo que haría
una hembra normal y lo hizo. En lugar de señalizar la ovulación
durante un periodo breve, la ocultó y, en lugar de evitar la
coincidencia de su ciclo con el resto de mujeres, pasó a
sincronizar incluso la ovulación. De este modo, aunque el hombre
llegara a desarrollar una inteligencia para contrarrestarlo,
incluso si llegaba a detectar el momento adecuado para el sexo, no
le serviría de nada, porque cuando su pareja fuera fértil el resto
de mujeres también lo serían, y todos sus rivales estarían
pasándolo bien al mismo tiempo que él, de manera que las hembras
lograrían maximizar el número de machos en el sistema reproductivo,
además del tiempo que estos machos pasaran con ellas. Pero, por
supuesto, en cierto modo el peor coste para la mujer es que tuvo
que convertirse en una máquina sexual a todas
horas.
Así que la mujer evolucionó para poder practicar sexo en
cualquier momento de su ciclo hormonal. Incluso durante el embarazo
o la lactancia. Es, afirma Knight, «como si la hembra humana
hubiera evolucionado para actuar bajo la premisa de que los hombres
son algo que conviene tener y que todas deberían tener por lo menos
uno».
Esta revolución sexual llevada a cabo por las hembras en los
albores de nuestra evolución como especie estaría en la raíz del
nacimiento del conjunto de leyes que dieron seguridad al grupo,
rebajaron el estrés y la desconfianza e hicieron posible la
aparición del lenguaje.
El machismo de la cultura en general y de la ciencia en
particular es algo que se ha reflejado en miles de modelos,
hipótesis y teorías que se han formulado a lo largo de los siglos.
El hombre bueno y sabio, frente a la mujer (la bruja) fea y malvada
fue una de las concreciones que consiguieron arraigar en el
imaginario popular, causar miles de muertes y convertirse en una
especie de mitología familiar a través de la narración oral y
literaria.
Aquí confluyen las dos historias, aparentemente tan alejadas,
de este capítulo. Un cambio de perspectiva en la ciencia que
aportará novedades sorprendentes, como la que propone Chris Knight
sobre el origen del lenguaje.
El mundo no existe sin memoria
La Tierra se mueve sin parar, cada día da una vuelta sobre sí
misma, y no sólo eso, también gira alrededor del Sol a 30
kilómetros por segundo. Pero es que a su vez el Sol se desplaza por
la Vía Láctea a unos 250 kilómetros por segundo y la Vía Láctea
navega a su vez por el universo a más del doble de esta velocidad.
Mientras tanto, nosotros no nos damos ni cuenta de lo rápido que se
mueve todo.
Los sentidos nos engañan, nos abruma la permanencia de la
arena de la playa comparada con la fugacidad de las huellas que
dejamos en ella. No estaban allí antes de que pasáramos y cuando
volvamos la vista atrás habrán desaparecido. La arena en cambio
siempre ha estado allí y siempre estará, pero si miramos un poco
más allá veremos que esto tampoco es cierto. Las huellas
desaparecen porque las olas las borran, la arena que hoy pisan tus
pies mañana puede estar a muchos kilómetros de la
orilla.
El mundo es un proceso, por eso nunca podremos bañarnos dos
veces en el mismo río. Cuando volvamos a sus aguas, ni el río ni
nosotros seremos los mismos. Cambiarán nuestras ideas y nuestra
forma de ser, y nuestro cuerpo también será otro. Dentro de un
tiempo todas las células que nos forman habrán muerto y miles de
nuevas las habrán reemplazado. Incluso en la contemplación hay
movimiento, no importa lo tranquilamente que estemos mirando algo,
nuestro ojo ha de moverse 50 veces por segundo para que la imagen
no desaparezca de nuestro campo de visión.
Con cada uno de estos movimientos aumenta la actividad de la
corteza cerebral visual. Es una señal que manda la visión al
cerebro para que actualice continuamente su información. Las
ráfagas oculares refrescan la imagen de la retina para no perder
detalle. El movimiento lo impregna todo, en nuestro interior y en
el exterior todo se mueve. Un cambio necesario para que todo siga
siendo lo mismo.
Todo lo que conocemos del mundo nos llega por los cinco
sentidos, empezamos a conocer cuando transformamos en señales
eléctricas lo que nos envía la retina al cerebro. Hemos descubierto
incluso la proteína con la que fabricamos los colores que, hasta
ahora, creíamos que estaban en el universo. Sabemos algo sobre el
oído. Empezamos a sospechar incluso que nos comunicamos
químicamente mediante feromonas como los insectos, pero lo que no
sabíamos, lo que no podíamos imaginar, es que sin la memoria el
universo no existiría.
El mundo no existiría sin la memoria. Enunciado así parece
una conclusión excesivamente contundente. «Por supuesto, parece una
conclusión lapidaria Pero te voy a dar un ejemplo muy sencillo: los
pacientes con la enfermedad de Alzheimer han perdido todos los
circuitos cerebrales que tienen que ver con el almacenamiento de
información de la experiencia acumulada en el pasado. Los sujetos
son capaces aún de sentir cosas en las manos, de ver, de oír algo,
de degustar probablemente sabores; pero son incapaces de reconocer
el entorno en el que están, son incapaces de reconocer una
pregunta, son incapaces de reconocer la cara de un familiar. Lo que
tenemos en nuestro cerebro es una serie de circuitos cerebrales
verdaderamente asombrosos que son capaces de guardar nuestra
experiencia, que es lo que nos permite la identidad. En nuestro
cerebro traemos todo el pasado y sin el pasado no podemos saber lo
que somos en el presente».
El presente no existe. De alguna forma, aunque sólo sea por
las milésimas de segundo que tardamos en procesar una información
antes de actuar o de emitir una frase, vivimos siempre en el
pasado… o desde el pasado. Estamos en el pasado. De hecho, las
preguntas que me hacen los lectores ahora mismo puedo imaginarlas
concediendo a mi cerebro unas milésimas de segundo para que yo las
pudiera procesar. Y todas las respuestas que estoy emitiendo en
este momento están en el pasado. Vivimos en el pasado. Lo que
entendemos como el presente no es otra cosa más que el
pasado.
Un planteamiento tan radical de nuestra dependencia de la
memoria me lleva a preguntarme qué sucede cuando la memoria se
pierde, cómo navega nuestro cerebro, qué le queda para representar,
al menos, un simulacro de realidad. «Una de las grandes virtudes
que tiene nuestro cerebro, afortunadamente, es que puede
generalizar. Puede ir más allá de lo que ha aprendido y ha guardado
en la memoria. Nuestro cerebro es capaz de transformar las
experiencias y de transformar también la información que vierte
sobre la realidad. Lo hace de tal manera que ya no sabes cuál es la
realidad: si la que traes en el cerebro o la que entra a través de
los órganos de los sentidos. Si no tiene memoria, le queda la
asociación».
Sería aburrido, sí. Es decir, cuando sentimos una sensación
de hastío, de pereza mental, debemos imaginar que nuestras neuronas
están hartas de mirar siempre por la misma ventana O de soportar el
mismo pensamiento, sentimiento o sensación. En la variedad esta el
gusto, dice un refrán, y parece que acierta. «Sin ser un consejero
matrimonial ni jugar al doctor Amor, pienso que las relaciones
humanas se mantienen gracias a que existe un componente atractivo
de continuo cambio. No podemos mantener siempre la misma estrategia
con el mismo individuo si queremos contar con su interés. Tenemos
que hacer variaciones del mismo tema. Es como cuando tocas siempre
una misma pieza al piano. ¡Hazle algunas variaciones para llamar la
atención!».
Pero sin duda las manos son el órgano mayor. Desde que éramos
monos han sido nuestra herramienta principal y aún hoy nos sirven
para hacer cosas básicas para sobrevivir. Son nuestras exploradoras
más eficaces; cuando no conocemos nuestro entorno, palpamos todo lo
que nos rodea. Nos sirven para transmitir los sentimientos,
necesitamos tocar y que nos toquen, los estímulos que captan las
yemas de los dedos desencadenan sensaciones en nuestro cerebro. Nos
gustan las cosas suaves pero no las ásperas, preferimos las cálidas
a las que están muy frías o muy calientes, utilizamos las manos
para medirlo todo, nos proporcionan una información indispensable y
nuestro cerebro lo sabe. Por eso destina al procesamiento de la
información que le llega de las manos muchas más neuronas que para
otros territorios de nuestro cuerpo.
El número de receptores sensoriales correspondientes a cada
zona del cuerpo determina el espacio que dicha zona ocupa en
nuestro cerebro, y en las yemas de los dedos tenemos muchos más
receptores que en cualquier otra zona. Esta capacidad cerebral
varía de una persona a otra. Un guitarrista tendrá las yemas de los
dedos más sensibles que alguien que no toque la guitarra, incluso
para una misma persona la representación cerebral de su
sensibilidad cambia a lo largo de su vida: es un modelo dinámico
que se va adaptando al ritmo que le marca su
dueño.
Pero la ciencia nos depara sorpresas en este territorio. Si
voy caminando por una playa y alguien lanza una pelota hacia mí, en
un instante sé qué volumen tiene, la velocidad a la que llega,
desde dónde la lanzaron y la veo de un color determinado. Y
entonces ocurre que la ciencia dice: ese color no existe en la
naturaleza, sólo está en tu cerebro. Si eso me lo dicen a mí, pues
me sumen en la perplejidad, pero si se lo dicen a un artista que ha
estado luchando por trasladar ese color, exactamente ése y no otro
parecido, al lienzo, la perplejidad quizá venga acompañada de una
cierta irritación.
El tema que siempre me ha fascinado es la representación de
la realidad del cerebro. En una ocasión le dije a un colega que la
realidad estaba en el cerebro y puso el grito en el cielo. Me dijo
«¡Pero si ahí están las estrellas! ¡Eso es física, y aquí están las
piedras, y aquí estamos sentados!». Estamos sentados y están las
estrellas y estamos sintiendo todo gracias a nuestro cerebro,
porque la realidad está en el cerebro. Es una paradoja que la
realidad esté en el cerebro y que también haya una realidad física.
No hay duda de que el mundo existe: los mares y el cosmos están
ahí. Pero con esta realidad que está en nuestro cerebro hemos
construido todo nuestro universo. Yo no sé cuál será el universo
del mono o de la rata; de hecho, la rata no utiliza la modalidad
visual ni auditiva, utiliza los bigotes para explorar el universo y
por ello tiene una representación del universo basada en la
información que entra por sus bigotes. Nosotros, los primates
superiores, generamos una realidad basada en las propiedades,
limitadas, que tienen nuestros órganos sensoriales y que
amplificamos a través del mecanismo de las representaciones
neurales. Pero no hay duda de que estas representaciones están y
ocurren en el cerebro.
A lo largo de la historia no todos los colores tenían nombre.
Algunos de los que hoy nos parecen tan distintos como el verde y el
rojo incluso recibían un mismo nombre. Y el gris, el marrón o el
rosado son producto de nuestra mente porque el que ve, en realidad,
es el cerebro. Yo puedo ver tu cara y su contorno en tres
dimensiones, pero en realidad la entrada de información a mi
aparato visual es un plano en dos dimensiones; mi cerebro se
encarga de ponerlo en tercera dimensión y de darle forma. La
textura, como tal, tampoco existe: es una abstracción, un agregado
que le pone el cerebro, como el color. «El color que creemos que
tienen los objetos es una construcción central de nuestro cerebro
que después proyectamos al exterior», dice Romo. «El cerebro
interno se vuelve exocerebro mandando proyecciones hacia fuera. Yo
puedo evocarte sensaciones activando artificialmente ciertas zonas
internas de tu cerebro, pero las expresiones subjetivas de esas
sensaciones y de esas percepciones son hacia fuera, son tuyas.
Entonces no me extraña que lo que defienda el pintor sea el color
de los objetos. Porque esos colores tan interesantes que está
plasmando son proyecciones de su cerebro».
Verde, azul, rojo… Actualmente tenemos palabras no sólo para
los colores, sino para sus tonalidades secundarias y terciarias,
pero no siempre fue así. El término medieval sinopia se podía
referir tanto al rojo como al verde, al menos hasta el siglo XV.
¿Cómo podían fusionarse?
En realidad la culpa la tiene la clasificación de los colores
que hacían los griegos: los extremos eran el blanco y el negro: luz
y oscuridad; el rojo y el verde eran colores medianos y, por tanto,
equivalentes.
Según esta escala se describía con la misma palabra la
oscuridad de una nube que la de la sangre, o el brillo de un metal
que el de un árbol. Curiosamente, y a pesar de estar separados en
la escala, amarillo y azul también compartían
nombre.
Por razones que no están claras hoy en día, el mismo hecho se
encuentra en lenguas eslavas, japonesas, africanas y americanas, y
aún hay más: el azul era sólo una variante del negro para los
griegos y los celtas, mientras que los vietnamitas y los coreanos
no lo distinguían del verde en términos del lenguaje. Si a esto
añadimos que el marrón y el gris tampoco tienen nombre en la
mayoría de culturas, ¿quiere decir que algunos colores están
discriminados? Pues sí, y existe un ranking que lo demuestra. El
blanco y el negro son los números uno y casi todas las culturas
tienen nombres distintos para ellos. Los sigue el rojo y, en la
tercera posición, el verde y el amarillo. En cambio el azul, el
marrón, el gris, el naranja y el rosado parecen captar menos
nuestra atención. ¿Tendrá esto algo que ver con cómo vemos los
colores?
Si se hace atravesar un rayo de luz blanca por un prisma, se
descompone en distintas ondas de longitud diferente. Cada vez que
vemos un color, en realidad lo que estamos haciendo es identificar
una de esas ondas; las diferencias entre las longitudes de unas y
otras son microscópicas, del orden de nanómetros, y un nanómetro es
el resultado de dividir un metro en mil millones de partes
iguales.
Es asombroso que cambios tan absolutamente pequeños sean los
responsables de algo tan evidente para nosotros como los colores.
¿Dónde están el gris o el marrón o el rosado? ¿Acaso estos colores
son productos de nuestra mente? ¿Es que los imaginamos? En
realidad, los colores que vemos no son sólo el producto de las
longitudes de onda distintas de la luz. Por ejemplo, una hoja
intrínsecamente verde puede ser percibida de maneras muy distintas.
Por tanto, cuando nuestro cerebro elabora un color, lo hace a
partir de varios ingredientes que recibe de las señales
visuales.
Dentro de nuestros ojos unos sensores reaccionan ante la
llegada de los rayos de luz. Sólo tres tipos de receptores son
necesarios -los que captan las ondas del rojo, del azul y del
verde- para percibir toda la gama de colores, es decir, de mezclas
de luz. Es el mismo sistema que se utiliza para obtener los colores
en televisiones y en pantallas de ordenador.
Existen dos tipos de células receptoras: tenemos 120 millones
de bastoncillos y cinco millones de conos en cada retina humana.
Los bastoncillos absorben la luz de todo el espectro visible; sin
embargo, no reconocen las diferentes longitudes de onda ni, por
tanto, los colores, y son sólo capaces de informar al cerebro de si
hay luz u oscuridad.
Estas células son las que empleamos para ver cuándo la
iluminación es escasa, y por eso en estas condiciones nos cuesta
tanto distinguir los colores. Los conos se clasifican en tres
tipos, según su sensibilidad a la luz azul, verde y roja; los conos
de luz azul son menos sensibles que los otros dos tipos y ésa es la
razón por la que cuando está muy saturado nos parezca relativamente
negro. En último término esto podría explicar la reticencia
histórica de diferentes culturas por considerar al azul un
color.
La combinación de estos tres tipos nos da el resto de colores
que contienen la luz. Sin embargo, el ojo hace algo más que captar
longitudes de onda. Es sensible también a la intensidad del rayo,
es decir, a la cantidad de fotones que recibe. A eso lo llamamos
brillo, y es sensible en particular a la longitud de onda del
amarillo y, por eso, nos parece más brillante que el resto de
colores.
Así nuestro cerebro construye algo llamado gris cuando nos
llegan todas las longitudes de onda juntas pero a medio gas -luz
blanca, poco intensa-, y construye marrones cuando lo que recibe
son rayos amarillos o naranjas a medio gas, poco brillantes. Una
especie de gris sucio, salpicado de esas longitudes de
onda.
Pero además, los rayos de los colores también se mezclan con
la luz blanca y se obtienen percepciones como el rosa, que no es
más que rojo poco saturado, es decir, no puro.
Existen miles de colores producidos por estas combinaciones
que nos resultan difíciles de catalogar. En cambio, quizá una
intuición nos ha llevado a lo largo de la historia a identificar
fácilmente los colores más puros. ¿Dónde acaba un color y comienza
otro? Nuestras retinas son como una paleta de infinitas
posibilidades. Somos nosotros quienes creamos el
color.
Para que existan, en nuestro cerebro, los tres colores
básicos -el azul, el rojo y el verde-, es necesario que en nuestra
retina exista una determinada proteína. Ella es la responsable de
que podamos verlos: «Este fue un descubrimiento muy interesante
realizado por colegas de la Universidad Johns Hopkins hace
aproximadamente quince años. Es extraordinario en sí mismo, pero
también porque nos pone sobre la pista de que no todo es neuronal,
no todo es cerebro. Nuestros órganos sensores son aparatos
preneuronales que traducen formas de energía. En el caso de la
visión de los colores, la energía luminosa es absorbida por estas
proteínas, que son las que codifican su longitud de onda, y una vez
codificada, la trasladan a las neuronas de la retina. Estas
neuronas transmiten al cerebro unas chispitas eléctricas que se
trasladan por los circuitos cerebrales hasta la llamada corteza
visual, que está en la parte de atrás del cráneo. En esa zona se
forma un mapa espacial (tenemos que localizar algo en el espacio) y
lo que está en ese mapa está codificado en el circuito en forma de
tres colores».
Posteriormente el cerebro se encargará de realizar
combinaciones entre ellos. Combinaciones no categóricas, sino
sutiles, algo que permite llenar los picos entre diferentes
longitudes de onda. Todo esto sucede en nuestro circuito cerebral y
en nuestra corteza visual pero… no sucede en el cerebro de mi
perra. «Algunos animales no tienen esta capacidad porque carecen de
la proteína que absorbe esas longitudes de onda y del circuito
neural que genera los colores», me explicó Romo.
Lo fantástico de esto es que ¿cómo es posible que el olor que
experimentaste hace treinta años con algún plato exquisito que te
preparó la abuela lo asocies ahora con sentimientos, con afectos,
pero además con espacios visuales o acústicos? «Lo que ocurre es
que esta información que entra a través del olfato va a la parte
más vieja del cerebro, que tiene que ver con la información en
general y que, a través de la evolución filogenética de los
organismos, ha permitido guardar las memorias. Por eso los perros,
los gatos o las ratas tienen una memoria muy superior a la nuestra.
En nuestro caso lo podemos recrear de una manera más poética, con
matices emocionales, como si dijéramos. Estos circuitos están
conectados prácticamente con todo y por eso nos permiten hacer
asociaciones auditivas, visuales y afectivas con el olfato. Es una
maravilla».
El olfato es un sentido primitivo y precoz, anterior al
lenguaje. Se ha enriquecido con éste para servir mejor en su papel
para la supervivencia, y de paso conseguir que en un rincón del
sistema límbico (la zona del cerebro donde, entre otras cosas, se
gestionan las emociones y que está estrechamente asociada con las
estructuras olfativas) se estremezclan unas cuantas fibras de puro
placer.
MISMO
Un amigo mío, corresponsal extranjero, llegó un día a su
hotel de Nueva York y sacó de la maleta su maquinilla de afeitar.
Fue al cuarto de baño y cuando enchufó el aparato se le fundió.
Salió a la habitación y comprobó que tampoco había luz allí. Cuando
miró por la ventana vio que toda Nueva York estaba a oscuras, era
el blackout, el famoso apagón de Nueva York
de agosto de 2003, y mi amigo dijo: «Pero ¿qué he
hecho?».
Algo parecido imagino que debió de sentir Daniel Goleman ante
el tremendo alboroto desencadenado por la publicación de su estudio
sobre inteligencia emocional.
¿Por qué este increíble revuelo por un libro?, pregunté a
Goleman cuando me reuní con él en su nueva casa del distrito de
Maine para un programa de Redes dedicado a
ese tema.
«La gente empieza a darse cuenta de que la razón por sí sola
no puede resolver todos los problemas, no basta. La tecnología ha
contribuido tanto a mejorar como a empeorar nuestra situación. Tal
y como explico en mi libro, seguimos teniendo el mismo cerebro y el
mismo cerebro de siempre, y el corazón también es el mismo y nos
mete en los mismos líos. El problema está en que la capacidad de
las emociones para apoderarse y secuestrar al cerebro cuando nos
enfadamos va ahora de la mano de un poder de destrucción mucho
mayor, producto del desarrollo tecnológico. De ahí que nuestras
emociones nunca hayan sido tan peligrosas».
Parece ser que los seres humanos seguimos siendo tan
incapaces de controlar nuestras emociones, nuestros sentimientos,
como lo éramos hace 10.000 años. Y, sin embargo, ahora vivimos en
un mundo mucho más complejo en el que tenemos que asimilar el
significado de símbolos sociales con los que nunca nos habíamos
topado durante los miles de años en que fueron evolucionando
nuestro cerebro y nuestros centros emocionales. Tenemos, pues, el
cerebro emocional, que era muy importante para sobrevivir en el
pasado y que hoy reacciona trente a realidades simbólicas. El
científico Richard Dawkins llama a esta hipoteca heredada del
pasado «el código de los muertos», un código que funcionaba más o
menos hace 10.000 años pero que es totalmente inservible en el
entorno moderno de Manhattan.
Los grandes enfados, los ataques de cólera, que en otro
tiempo cumplían las funciones de garantizar la supervivencia frente
a un peligro físico real o una situación de vida o muerte, no
tienen ya una justificación práctica y sólo nos crean problemas.
Por eso el objetivo hoy día sería introducir la inteligencia en el
control de las emociones. Estoy hablando de la famosa «inteligencia
emocional», popularizada por Daniel Goleman. «La inteligencia
emocional», dice Daniel Goleman, «es una manera distinta de ser
inteligente. No es la típica inteligencia de la que hablamos en la
escuela, que se puede medir mediante coeficientes. Tiene que ver
con cómo gestionamos nuestras emociones y las de los demás. Tiene
cinco componentes: el autocontrol, es
decir, conocer tus sentimientos y utilizarlos para tomar decisiones
acertadas. Luego está la gestión de las
emociones, principalmente las negativas, de manera que los
estados de ansiedad no te conduzcan a hacer cosas de las que luego
te vas a arrepentir. El tercer componente es la motivación, funcionar con objetivos, permanecer
optimista a pesar de los contratiempos y los fracasos; el cuarto es
la empatía, la capacidad de saber lo que
los demás sienten sin necesidad de palabras, porque la gente casi
nunca nos dice con palabras lo que siente, nos lo dice el tono de
voz con sus muecas. Y por último estaría la percepción social,
saber identificar las claves necesarias para interactuar, saber
tratar a la gente para que se sienta mejor. Estos son los elementos
básicos».
Aunque -digo yo- que si nuestras emociones siguen siendo tan
primitivas, las mismas que teníamos, por ejemplo, en la Edad Media,
y en su gestión interviene tan poco el cerebro, entonces ¿se puede
mejorar la inteligencia emocional? y, sobre todo, ¿se puede medir
igual que se mide el cociente intelectual?
Las conclusiones de Goleman sobre inteligencia emocional
están basadas en investigaciones sobre la empatía, la percepción
social, las motivaciones. «No hay un índice específico que yo pueda
recomendar como si se tratara de un cociente intelectual, pero sí
es posible medir de forma independiente cada uno de los componentes
de la inteligencia emocional. Hay unas que no se pueden agrupar
bajo un único denominador, como el autocontrol, y otras que para
valorar, siempre puedes preguntar a terceros. Esta persona: ¿pierde
la calma?, ¿es tímida con los demás?, ¿sabe controlarse o se enfada
con facilidad?…».
Es el gran tema de moda, la capacidad de gestionar nuestras
emociones para así mejorar nuestra vida. Nos están diciendo que no
basta con haber ido al colegio o estudiado una carrera o incluso
haber hecho un máster en el extranjero. Ahora necesitamos también
recibir clases para aprender a administrar nuestras emociones, o de
lo contrario lo vamos a pasar muy mal. Y me atrevería a afirmar que
la única educación que hemos recibido en este sentido no la han
dado el cine, la televisión o la literatura. La ficción, en
definitiva, ya que nadie se ha puesto a enseñarnos a manejar estas
emociones en la vida real.
José Antonio Marina, que es nuestro Goleman español, es un
gran defensor de la educación sentimental. Cuando estuvo en
Redes, le formulamos la misma pregunta que
a Goleman: ¿por qué esta explosión planetaria en torno a la gestión
de las emociones, justo ahora en este momento? A su juicio, el
inmenso interés por estos temas «viene a demostrar que existe una
preocupación que raya casi en la alarma social, porque hay una gran
falta de equilibrio entre nuestra educación científica, técnica,
económica, que es cada vez más elevada, y nuestra capacidad para
resolver problemas afectivos, que es cada vez menor. Y en este
momento hay que tener en cuenta que esto supone el fracaso de una
idea de la inteligencia propia de nuestra cultura, no de otras
culturas. Llevamos nada menos que 25 siglos separando la
inteligencia cognoscitiva de la inteligencia afectiva y eso no
funciona, porque las personas somos las dos cosas indisolublemente
y, por tanto, tenemos que recuperar esa unidad
perdida».
La comunicación no verbal, la expresión de las emociones con
nuestro cuerpo, parece ser, pues, una de las claves para aprender a
comunicarnos con los demás, una herramienta más en la educación
sentimental que, a juicio de los expertos, tanto necesitamos.
Empieza a aparecer en los libros de psicopatología una enfermedad
llamada alexitimia, que es la incapacidad de expresar o poner en
palabras las emociones. Quienes la padecen tienen dificultades para
identificar y comunicar sentimientos. También les cuesta mucho
distinguir entre afectos y sensaciones corporales y poseen escasa
capacidad para el lenguaje simbólico y para la imaginación. Sin
llegar a ese extremo, muchos individuos tienen enormes dificultades
para expresar correctamente sus emociones y, curiosamente, son más
hombres que mujeres. Los primeros son más evasivos, las segundas
tienen menos reparos en verbalizar sus frustraciones o su
resentimiento… Sin embargo, hablar demasiado en ocasiones puede ser
pernicioso. Dejarse llevar por la ira, atacar al otro puede
terminar matando la pareja. Y por eso es necesaria la empatía, que,
como hemos visto, es una de las cinco bases sobre las que se
asienta la inteligencia emocional.
La necesidad de amor es quizá de lo poco que no ha cambiado
en esta vida, pero si alguien se imaginaba a Cupido acertando con
sus flechas del amor el corazón de las parejas, nada que ver con la
realidad. Ahora sabemos que es el cerebro, ese gran desconocido, y
no el corazón el que lleva la voz cantante cuando nos
enamoramos.
Los científicos han encontrado algunos mecanismos neuronales
y hormonales que explican los signos del enamoramiento. El cerebro
segrega las sustancias amorosas: anfetaminas naturales que producen
sentimientos de euforia y exaltación.
El psiquiatra Enrique Rojas está especializado en el
tratamiento de la ansiedad, la depresión y los trastornos de
personalidad. «En el momento del enamoramiento, en el momento más
álgido físicamente, se producen unas descargas de adrenalina y se
conjugan unas sustancias bioquímicas, los neurotransmisores, que
regulan, organizan y ordenan todo lo que está ocurriendo. Es
entonces cuando aparecen los síntomas físicos: opresión precordial,
sequedad de boca, taquicardia; es decir, la resonancia somática de
esa emoción. Desde el punto de vista psicológico aparece una
sensación de dilatación de la personalidad, una hipertrofia del yo
al descubrir a otra persona. Yo diría que es una de las emociones
más placenteras que existen en la vida y en la que resulta
fundamental saber elegir, fijarnos en la persona adecuada. Donde
más se retrata el ser humano es en la elección
amorosa».
El resultado es un estado de felicidad, un bloqueo cerebral a
los influjos negativos. Un dato importante es que durante ese
tiempo de éxtasis anímico la persona enamorada se muestra inmune a
ciertas enfermedades y dolencias, pero también desciende de manera
drástica su producción en el trabajo, rinde mucho
menos.
Los seres humanos, según los expertos, al igual que los
mamíferos, manifiestan tres emociones primarias: el deseo sexual,
la atracción preferente por una determinada pareja y la relación
afectiva o vínculo. Sin embargo, en los humanos, las tres emociones
se pueden dar al mismo tiempo, lo que implica que no se puede
sentir vinculado a su pareja estable, mientras se ve atraído por
una segunda persona y desea a una tercera.
Para Enrique Rojas el concepto de amor ha variado a lo largo
de la historia. Por ejemplo, en la Edad Media existía el llamado
amor cortés, caballeresco, un amor totalmente platónico,
idealizado, que cantaban poetas y trovadores. «El amor en la
actualidad es más cercano y real, y por eso también es más
conflictivo», dice Enrique Rojas, que además advierte diferencias
entre el comportamiento sentimental del hombre y el de la mujer.
«Yo diría que la mujer se enamora más por el oído y el hombre por
la vista. Es decir, lo que la mujer percibe en primer plano del
hombre es lo que escucha tanto directamente de él como a través de
terceras personas, mientras que en el hombre todo entra por los
ojos. La belleza, el aspecto físico de la mujer, es lo que más le
llama la atención de entrada. Luego el hombre profundo, el hombre
sólido, rico emocionalmente, ese que es capaz de buscar la belleza
interior, es decir, la calidad humana, baja a los sótanos de la
personalidad del otro y descubre allí el porqué de muchas de sus
conductas».
En El viaje al amor mis lectores encontrarán una visión mucho
más rupturista del amor al vincularlo al instinto de fusión de los
primeros organismos en la historia de la evolución hace más de
3.000 millones de años. La falta de energía suficiente, la
degradación de los tejidos y la necesidad de sobrevivir impulsaron
el primer instinto de supervivencia que hoy llamamos
amor.
GRACIA
Seguramente es un buen consejo conferir algo de modestia y
discreción a esta palabra tremenda: amor. E indagar, como sugería
antes, en su utilidad. ¿Para qué y en qué contexto surge el impulso
de fusión entre dos organismos? Además los españoles, me dicen,
tenemos alguna hipoteca adicional en este campo, porque ésta es la
patria del amor místico, y, cuando el objeto amado no es sólo
fabuloso, sino inalcanzable, se produce un proceso de elevación y
de ausencia de corrupciones que luego, probablemente, cuando
intentamos trasplantar a la pareja de carne y
hueso…
Una de las metáforas que se emplean para describir a una
persona enamorada es que parece que tiene alas en los pies, que
baila en lugar de caminar. ¿No nos gustaría a todos poder vivir en
la vida como una especie de suflé andante, con esa soltura que se
tiene durante el baile, incluidas las relaciones amorosas? Para
José Antonio Marina «el gran mérito del bailarín es que consigue
transformar el esfuerzo en gracia. Si fuéramos capaces de hacer
eso, estaríamos más cerca de la perfección en la conducta. Porque
el bailarín se pasa muchas horas en la barra practicando para que
luego parezca que hace esa maravilla sin esfuerzo. Eso tenía que
ser el centro no sólo de toda nuestra vida educativa, sino de toda
nuestra vida a secas: transfigurar el esfuerzo en
gracia».
Éste sería, pues, el mensaje: para volar, como advierte José
Antonio Marina, antes han sido necesarias muchas horas de práctica
y disciplina. Con lo cual volvemos al comienzo del capítulo, en el
que Daniel Goleman nos decía que un gran componente de la
inteligencia emocional, de otra manera de ser inteligente, es la
concentración, el esfuerzo, la meditación. Para saber amar hay que
estudiar primero. Es el llamado aprendizaje
sentimental.
economistas más citados de los
últimos
tiempos. Sus 35 libros y más de
500 artículos lo sitúan como uno de
los teóricos del dinero más prolíficos
de La historia. A sus 86 años sigue
trabajando en su despacho de la
Universidad de Nueva York, donde nos
recibió para hablar de por qué el
capitalismo se ha convertido en el
modelo económico triunfante en el
mundo contemporáneo.
LA TEORÍA
Ciertos sectores de la sociedad culpan a la economía de libre
mercado de todos los males de la humanidad. Baumol opina lo
contrario: que la economía funciona mucho mejor de lo que jamás
habríamos pensado. Aunque rápidamente se apresura a aclarar que no
es un fanático del libre mercado, tampoco de la economía
controlada, y menos aún centralizada. En sus libros siempre incluye
un capítulo en el que analiza aquellos aspectos que en el libre
mercado funcionan mal y en el que habla de la tendencia monopolista
o de la contaminación ambiental, entre otras cuestiones que se
oponen al bienestar público. «Lo único que, en mi opinión, ha hecho
del libre mercado el mejor sistema económico posible es estimular
el crecimiento. En este sentido no tiene rivales. Existen países
que han creado una literatura y un arte sensacionales, pero ninguno
de ellos ha instaurado los estándares de vida, de reducción de la
pobreza y de longevidad de aquellos que han aplicado una economía
libre. Aunque, desafortunadamente, esto sólo ha ocurrido en
occidente».
La concepción de Baumol de la economía de libre mercado es la
de una inmensa máquina de innovación, algo sin precedentes en la
historia. Y precisamente es esa capacidad de innovación la que hace
posible y mantiene el crecimiento. Claro que el primer concepto que
deberíamos aclarar es el de innovación, que para él no se resume en
el invento. La sociedad con una economía de mercado no sólo inventa
cosas, inventa con ellas todo un proceso de puesta en el mercado, y
ese proceso de acercamiento de un nuevo producto al mercado es la
verdadera, la completa innovación. En su opinión siempre han
existido economías (sociedades) con una capacidad de invención
maravillosa, pero, «por lo general, los únicos inventos cuyo uso se
generalizó fueron los militares: se utilizaban máquinas para
destruir las murallas de las ciudades amuralladas, se inventaban y
utilizaban mejores espadas. Pero los inventos para mejorar la
alimentación, el alojamiento… en suma, la calidad de vida,
prácticamente brillaron por su ausencia, economía tras economía, y
aquí es donde nuestra economía de libre mercado destaca. Sin
embargo, es importante recalcar que esto no sucede porque los
capitalistas sean personas buenas, amables y virtuosas… Los
capitalistas, como siempre, hacen lo que les aporta riqueza, poder
y prestigio, y con el capitalismo ocurre, por primera vez, que la
forma más fácil de enriquecerse es a través de la innovación, a
diferencia de cuando la mejor manera de enriquecerse era
convertirse en un burócrata, en alguien que recaudaba sobornos».
Esta singularidad es la que olvidan, a menudo, críticos del sistema
capitalista tan reconocidos como el propio premio Nobel de
Economía.
Tendemos a ver la tecnología como el resultado final de un
largo proceso. Como la resolución de una secuencia narrativa que
tiene un planteamiento, un nudo y un desenlace. Hay una situación
que necesita solucionarse, los científicos investigan posibles
remedios y finalmente surge una nueva herramienta que resuelve el
problema inicial. Pero ¿qué pasaría si, en lugar de avanzar hacia
delante, la secuencia narrativa fuese hacia atrás? Es decir, ¿qué
pasaría si surgiese primero una herramienta y luego se encontrase
su explicación?
Esto es lo que sucedió con la bombilla eléctrica. Edison
construyó el primer sistema eléctrico sin ayuda de las ecuaciones
matemáticas que explican el comportamiento de la electricidad. Sólo
unos años más tarde se desarrolló el conocimiento teórico necesario
para explicar el invento matemáticamente, pero por entonces Edison
y su equipo ya habían inventado y comercializado todos los
componentes del sistema eléctrico, es decir, la bombilla, los
cables y hasta los generadores. Otros inventos, como el motor de
explosión, el avión o el automóvil, también siguen esta dinámica.
Primero surge la tecnología y después la ciencia que explica su
funcionamiento.
Sin embargo, la idea general es que la tecnología es el
resultado de la aplicación de la ciencia, es un planteamiento que
les viene muy bien a las empresas. Desde los departamentos de
investigación se crean historias de nuevos inventos magníficos que
solucionarán todos nuestros problemas. Es la manera más eficiente
para convencer a los inversores y a la opinión pública en general.
Las empresas farmacéuticas también utilizan este recurso: prometen
encontrar la vacuna contra el cáncer y contra todas las
enfermedades que nos acechan y así consiguen el dinero para
financiar sus estudios. Pero ¿se cumplirán algún día todas estas
promesas?
Muchos medicamentos se descubren de manera fortuita al
observar los efectos que provocan en la aplicación de otros
tratamientos. El ejemplo paradigmático es el de la Viagra, un
medicamento concebido inicialmente para tratar la hipertensión y la
angina de pecho, pero las pruebas clínicas desvelaron rápidamente
el verdadero efecto de estas pastillas que han hecho felices a
tantas personas.
En el fondo se diría que miles de egoístas funcionando juntos
generan una máquina de innovación poco egoísta. Es la máquina la
que es poco egoísta, aunque las personas que la componen lo sean en
alto grado. Y es que el sistema recurre al egoísmo para motivar a
las personas. En el Renacimiento una de las cuestiones que más
debate suscitaba entre los filósofos era: si Dios es todopoderoso,
¿por qué permite que la gente sea tan egoísta y se comporte tan
egoístamente? Adam Smith fue el primero en responder a eso al
afirmar que, de hecho, tras la expulsión de Adán y Eva del Jardín
del Edén quedó patente que la humanidad ya no sería perfectamente
virtuosa y que el egoísmo iba a convertirse en una de las fuerzas
impulsoras más poderosas. Por eso Dios ideó un plan B: proporcionar
incentivos que convirtieran el egoísmo en una virtud… De eso trata
el fragmento sobre «la mano invisible» en su libro La riqueza de
las naciones, porque en el siglo XVIII -cuando Adam Smith lo
escribió- todo el mundo sabía que la expresión «la mano invisible»
hacía referencia a Dios, era la mano de Dios.
Resulta, siempre según Baumol, que como en tantas otras
cosas, el grado intermedio es el adecuado. Japón no tiene escasa
protección sobre sus ideas innovadoras, tiene exactamente el
adecuado. Estados Unidos, donde el índice de rentabilidad en este
aspecto también es de los más altos, se encuentra en un caso
similar. «Se necesita cierta protección. Si no la hubiera, la única
manera de beneficiarse de un invento sería mantenerlo en secreto y
no permitir que nadie tuviera acceso a él, mientras que con la
patente se convierte en una mercancía que se puede vender, porque
yo puedo darte acceso a mi invento, pero tú sólo podrás usarlo si
firmamos un contrato en virtud del cual pagues un precio que a
ambos nos sea rentable. Esto es lo que sucede tanto en Estados
Unidos como en Japón, pero en el caso japonés, hasta cierto punto,
ha funcionado con más eficacia».
No existe una respuesta exacta, pero es probable que una
sensación generalizada de que existe mayor cooperación entre las
industrias o el mero hecho de saber que una innovación no se
convierte automáticamente en monopolio genera un mayor crecimiento
real y una mayor difusión de los conocimientos. «Antes he
mencionado a IBM. Pues resulta que IBM me dijo, y me permitió
publicar, que tenían un contrato con todos sus principales
competidores del mundo para todos los componentes informáticos más
importantes. Y de este modo, IBM puede permitir que el competidor
disponga de todo lo que la empresa invente durante los próximos
cinco años, pongamos, siempre que el competidor le permita a IBM
disponer de todo lo que el competidor invente durante esos próximos
cinco años, y pague el porcentaje que marquen sobre todo lo que
vendan con esas patentes».
¿BONDADES DEL MONOPOLIO?
William Baumol tendría escaso futuro como político, entre
otras cosas porque defiende hasta cierto punto las ventajas del
monopolio. Y lo cierto es que casi todos pensamos que la
concentración de grandes empresas es lo peor que puede ocurrir.
«Nuevamente, hay que encontrar el justo punto medio. No estoy
postulando, como hacía Joseph A. Schumpeter, que el monopolio sea
algo bueno… Lo que digo es que el oligopolio, que es algo más
intermedio, es mejor en el proceso de innovación, pero sólo hasta
cierto punto, y deberé explicarlo mejor, porque incluso esto no es
completamente cierto. Los oligopolios desempeñan un papel
importante en el crecimiento económico, pero a la vez engañan a la
gente, a veces conllevan juego sucio y hay que vigilarlos. Porque
en oligopolios hay muchas personas inmorales, desagradables, en las
que no hay que confiar ni por asomo. En Estados Unidos hemos
presenciado muchos ejemplos de esto en los últimos años. De modo
que no digo que los oligopolistas sean buenos ni virtuosos, lo
único que digo es que, al igual que sucede con el mercado, estas
grandes empresas desempeñan un papel limitado en el proceso de
crecimiento. Su papel es sólo parcial, porque son las empresas
pequeñas las que han contribuido sobre todo al conjunto de grandes
inventos que ha dado la historia reciente».
Confieso que no me resulta fácil seguir la argumentación. Si
no son fiables, si hay que vigilarlos, si las pequeñas empresas son
las más innovadoras, ¿para qué sirven los oligopolios? ¿Cuál es su
mérito? Baumol argumenta que en el proceso de innovación son las
pequeñas empresas las que han generado los inventos más
apasionantes, más nobles y creativos, pero luego son las empresas
oligopolistas las que hacen posible su materialización. Por
ejemplo, los hermanos Wright inventaron el primer avión operativo,
pero no fueron quienes lo comercializaron. De hecho la aviación
pronto pasó a estar controlada por Boeing y Airbus, dos gigantes
empresariales que invirtieron e invierten grandes cantidades de
dinero en construir aviones más grandes, más seguros, más cómodos.
Y más rentables, desde luego, porque eso es justamente lo que los
impulsa a hacerlo. La división del trabajo consiste en que las
grandes empresas casi nunca son las creadoras de los inventos
realmente brillantes que constituyen un gran avance, ese papel
corresponde a las pequeñas empresas, pero luego, o bien estas
pequeñas empresas se vuelven grandes, o bien venden sus inventos a
oligopolios gigantes que invierten enormes cantidades de dinero en
el proceso, haciendo una pequeña mejora aquí, añadiendo un poco más
de comodidad allá… y todo esto junto es lo que nos lleva de los
pequeños aviones primitivos que creaban los inventores europeos y
los hermanos Wright en Estados Unidos, al gigantesco Airbus 380
fabricado recientemente.
Éste es el optimismo de William Baumol, un optimismo
razonable que se basa en una interpretación nada emocional de la
realidad. No discute que el genio sea engullido y transformado por
la rentabilidad; cada uno, en su opinión, tiene su tiempo y su
margen de realización. Es una visión burguesa de la realidad, quizá
inadmisible para el idealismo, pero bastante
confortable…
Junto al equilibrio o el posibilismo keynesiano del profesor
Baumol existen otras formas de abordar el hecho económico. Y entre
ellas, las que se enfrentan a las grandes interrogantes. Aquellas
que, por ejemplo, se preguntan por qué en un mundo tecnológicamente
desarrollado sigue habiendo millones de hambrientos. Arcadi
Oliveres, experto en economía mundial y presidente de la Fundació
per la Pau y la ONG Justicia i Pau, nos acompaña en la búsqueda de
respuestas. Las diferencias las hallará el lector muy rápidamente:
«Es evidente que la economía es aquella ciencia que intenta
administrar los recursos escasos que nos suministra la naturaleza
para satisfacer las necesidades de la gente. Pues bien, hay quien
opina que la población mundial ha llegado a un límite. Yo no soy de
este parecer. Entiendo, de acuerdo con lo que ha dicho la FAO, la
Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la
Alimentación, que los recursos del planeta darían para alimentar
hasta 15.000 millones de personas, pero esto tiene evidentemente
otra cara: no es compatible con el ritmo al que consumimos los
1.200 millones de privilegiados que vivimos en el primer
mundo».
Arcadi Oliveres piensa, es evidente, que la economía mundial
podía ser de otra manera y sus opiniones, como profesor de Economía
Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona, están largamente
meditadas. Existen numerosos rincones oscuros en el capitalismo
global y él nos ayudará a descubrirlos: por ejemplo: «Era bueno y
lógico elegir una palabra de importancia en el mundo económico como
es cooperativa, porque en una cooperativa está implícito el
concepto básico de empresa. Una empresa al fin y al cabo es la
colaboración entre el que aporta el capital y el que aporta el
trabajo para transformar bienes de la naturaleza en algo que pueda
ser útil para cubrir las necesidades de los ciudadanos, y en la
cooperativa prácticamente se unen en una misma persona el capital y
el trabajo, lo cual podría hoy en día evitar muchísimos problemas.
Por ejemplo, el problema de la deslocalización, en la cual el
capital se queda en un sitio y el trabajo acude a otro, o estas
otras cuestiones escandalosas, como son las enormes diferencias
salariales entre los que ocupan puestos importantes y puestos de
niveles más inferiores en las empresas, en casos patentes en que la
multiplicación del salario puede ser de 100, de 200, de 700 veces
el uno respecto del otro. En una cooperativa esto no puede existir,
y pienso que si una parte del mundo empresarial fuese cooperativa
(y afortunadamente una parte ya lo es), las cosas irían bastante
mejor».
Sus experiencias en sociedades del Tercer Mundo, en lugar de
sumirlo en la depresión a la que conducen a la mayoría de los
occidentales, a él le infunden esperanza, una esperanza rebelde es
cierto, pero muy alejada del nihilismo imperante. «Tuve ocasión de
visitar Bamako [la capital de Mali] con motivo del Foro Social
Mundial y, si bien por un lado pude constatar la verdadera pobreza
e incluso miseria que sufre la mayoría de la población, era
evidente también que existía una enorme esperanza entre las gentes.
Grupos de campesinos con proyectos concretos de desarrollo agrario,
grupos de protesta y también amargura por el trato que reciben en
occidente sus emigrantes, es decir, voluntad de cambiar las cosas.
Evidentemente la injusticia de la situación me rebelaba, pero, al
mismo tiempo, sentí que un futuro era posible».
El informe es doblemente interesante, porque por un lado nos
presenta la situación de los países del mundo en el área económica,
los grandes datos sobre la renta, la deuda externa, el comercio
exterior, el gasto militar y la educación, pero al mismo tiempo
también hace algo muy interesante y que se ha puesto de moda en los
18 años que lleva publicándose el informe: establece un ranking de
los países, no en función de la renta per cápita, lo más común,
sino en función de lo que llaman Índice de Desarrollo Humano (IDH);
un baremo en el que entra la renta, sí, pero también el nivel
educativo y el nivel de salud. Un baremo que está en fase de
perfeccionamiento para que en el futuro pueda dar cuenta de asuntos
como el umbral de pobreza, la condición de las mujeres o la
situación medioambiental.
‘COPYLEFT:’ CEDER PARA CRECER
Como vemos, el mundo sigue dividido entre aquellos que se
conforman con explicarse el porqué y el cómo suceden las cosas, y
los que aspiran a saber cómo deberían ser y qué se puede hacer para
que eso ocurra. En la última década -algo más, afirmarían los
puristas de la cronología- las nuevas tecnologías han cambiado
realmente dos aspectos trascendentales: nuestro concepto de
realidad (lo virtual se ha incorporado a lo real) y nuestra
relación con el trabajo que equivale a constatar la trascendencia
de la fusión entre biología y tecnología en los próximos años. Ante
este fenómeno realmente nuevo, y al mismo tiempo asimilado
socialmente en un tiempo récord, existe, cómo no, un nuevo
dualismo. De una parte se encuentran quienes opinan que las nuevas
tecnologías promueven el individualismo y el consumo masivo y, de
otra, quienes piensan que pueden servir para todo lo contrario.
Obviamente en el segundo apartado se encuentran los más jóvenes,
quienes como Susana Noguero, profesora del Instituto Audiovisual de
la Universidad Pompeu Fabra y responsable de Platoniq, empresa
especializada en desarrollo de software, bases de datos y
logística, piensan que «la combinación del hazlo tú mismo con una
buena dosis de reciclaje útil y mucha información ciudadana sería
una buena fórmula para no gastar tanto dinero y que lo interesante
de Internet en estos momentos es que se ha convertido en una
especie de dios consultor que lo sabe todo y que permite la
creación de espacios en los que muchas personas comparten
informaciones útiles».
Un ejemplo de esto serían las licencias copyleft, que, traducido del inglés, significa algo
así como licencia permitida o autorizada y que precisamente se han
desarrollado para permitir la libre circulación de nuevas ideas y
obras culturales. Los propios autores son los que deciden qué
permisos ceden a la hora de usar y distribuir sus trabajos. A
Susana Noguero este hecho le parece una «consecuencia obvia de la
revolución tecnológica que ha permitido que los bienes culturales y
los conocimientos se independicen de los viejos formatos físicos y
que puedan distribuirse en las grandes redes telemáticas de una
forma potencialmente mundial y bajo un coste casi
cero».
¿Qué nos parecería una estación pública de radio donde se
pudiese acceder a la música de más de 800 artistas de todo el mundo
con licencia copyleft totalmente legal y al
mismo tiempo gratuita? El colectivo Platoniq, en colaboración con
un grupo creciente de músicos, artistas y sellos discográficos que
distribuyen su música o sus contenidos bajo licencias copyleft en Internet, lo hacen posible. «A partir
del ano 2003 empezamos a desarrollar el proyecto Burn Station. La
idea fue combinar la experiencia de los sistemas de intercambio de
datos, donde la gente se puede bajar y subir archivos muy
fácilmente, con el espíritu de los sistemas de sonido y fiestas
radiofónicas que montaban los jamaicanos en las décadas de 1950 y
1960 en las que disfrutaban además de la música, de estar entre
amigos y otra gente a la que le gustaba la música. Por otro lado,
Burn Station es un software libre diseñado para el sistema
operativo Linux, lo que permite que otros grupos y espacios se lo
puedan instalar y reproducir así el proyecto en otras ciudades del
mundo».
¿Y qué opinaría el lector de un espacio público donde pudiese
enseñar lo que sabe a todos los interesados en aprender? ¿Y si
además aprendiese algo de manera gratuita? Este es el caso del
proyecto Banco Común de Conocimientos, una plataforma de producción
colectiva de contenidos copyleft y de
experiencias piloto en torno a la transmisión libre de
conocimientos y la educación mutua. En Barcelona existe desde
septiembre de 2007.
VANGUARDIA EMPRESARIAL: NUEVAS SOLUCIONES
Se las conoce como spin-off y son
empresas surgidas de una institución madre que las impulsa a
crecer, las protege y las acoge durante sus primeros pasos, los más
difíciles en el mundo empresarial. Representan la forma más
elegante de permitir a la sociedad beneficiarse de los últimos
descubrimientos científicos: con empresas creadas dentro del ámbito
de la universidad o de los centros de
investigación.
Carlos Buesa y Támara Maes nos hablaron en Redes de su experiencia con Oryzon Genomics, una
empresa que apostó por las aplicaciones de la biotecnología en el
campo de La salud. Una empresa que, como algunas otras, responde al
desafío de transformar la investigación universitaria en riqueza y
puestos de trabajo. «Oryzon se ha enfocado al desarrollo de
herramientas diagnósticas, sobre todo en dos tipos de enfermedades,
las enfermedades oncológicas y las neurodegenerativas, como el
Parkinson y el Alzheimer. Lo que buscamos son biomarcadores,
pequeñas o grandes moléculas que están presentes y que suben o
bajan de nivel de una manera muy notable cuando una persona padece
una determinada enfermedad». Iniciaron sus actividades recurriendo
a la familia, a los amigos y a los conocidos… un caso claro de
friends, fools and family (amigos, locos y
familiares). «Tenemos una expresión muy castiza que es el sablazo y realmente Oryzon empezó a funcionar con
dos rondas de friends, fools and family. En
dos grandes sablazos recaudamos más de 250.000 euros de gente que
creyó en nosotros cuando la empresa no era más que unos papeles en
blanco con anotaciones». Después lograron una serie de préstamos
blandos, del programa de ayudas NEOTEC del Ministerio de Industria
y de la Fundación Bosch i Gimpera, y pusieron en funcionamiento un
embrión de empresa con el que generaron los primeros equipos, y
finalmente consiguieron convencer al capital riesgo de que el suyo
era un proyecto de interés.
En siete años Oryzon ha conocido un formidable crecimiento,
es una empresa tecnológicamente muy sofisticada y cuenta con 50
personas en plantilla. Pero empezó con dos personas en una
habitación alquilada de unos 15 metros cuadrados. Hoy ocupa una
extensión de 700 metros cuadrados en el Parque Científico de la
Universidad de Barcelona. El pensamiento que hizo posible el
proyecto es sencillo: que una serie de científicos traslade sus
investigaciones al mundo empresarial y trabaje en el desarrollo de
productos basados en sus investigaciones. De esta manera la
investigación puede llegar a los pacientes, a la agricultura o a
cualquier otra aplicación práctica.
En el contexto anterior veremos, con toda seguridad,
afianzarse en los próximos años lo que en el mundo anglosajón se ha
calificado de proyectos trasnacionales; son empresas apiñadas en
torno a un pequeño centro de investigación que sabe trasladar
simultáneamente al mundo real de la enseñanza los logros
conseguidos para, finalmente pero en el misino centro, distribuir
el producto a los que lo demandan o necesitan. En el campo de la
gestión emocional, por ejemplo, esto implicaría crear un centro de
investigación cuyos productos sirvieran para confeccionar un modelo
que se destinaría, primero, al profesorado interesado y del que se
aprovecharían también los padres o alumnos en busca de ayuda a raíz
de la crisis de la adolescencia.
Hemos divisado el mundo de la economía visto desde el
inmediato presente, un punto en el que convergen el análisis
clásico y parcialmente optimista de Baumol con la crítica política
y ecológica, las posibilidades aparentemente infinitas de Internet
y el valor de cambio de la investigación aplicada. Una convivencia
sin duda apasionante, que evoluciona a velocidad de vértigo y que,
en el fondo, es sólo otra manera de interpretar, de observar el
rostro mutante de nuestra sociedad.
Aquí concluye nuestro recorrido por las interrogantes y
también por las respuestas científicas que nos brindan los cerebros
más activos de nuestro tiempo, desde el misterio de las primeras
moléculas que aprendieron a replicarse hasta los seres complejos en
que nos hemos convertido. Quizá, incluso, demasiado
complejos.
En el camino hemos descubierto muchas cosas de nosotros
mismos; por ejemplo, que somos comunidades de bacterias, que la
razón (uno de los dioses de nuestro pasado más reciente) no basta
para canalizar la vida o que un pequeño cambio en alguno de los
genes que contiene nuestro ADN podría transformar radicalmente
nuestro comportamiento.
La residencia de lo que llamamos
inteligencia o, dicho de otra manera, el funcionamiento de nuestro
cerebro quizá sea el tema más apasionante de la investigación
contemporánea. Por eso a través de los neurocientíficos hemos
podido vislumbrar asuntos como el lenguaje de los humanos, ese
milagro de la evolución, y aproximarnos a nuevas perspectivas sobre
la sexualidad y la reproducción, algunas
inquietantes.
Sobre asuntos menos susceptibles de ser analizados en un
laboratorio, como la belleza, el dinero o el comportamiento en
sociedad, hemos compartido las ideas de antropólogos, economistas y
filósofos, todos ellos situados en el vértice de su especialidad y
también cercanos, interesados por la ciencia pura. Porque uno de
los avances, de los hechos que pueden mover al optimismo en la
actualidad, es la convergencia que se está produciendo entre la
comunidad, científica y el resto de la sociedad del conocimiento.
Una aventura que no ha hecho más que comenzar
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10/09/2009
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