Lo pequeño o lo grande es una disyuntiva biológica directamente relacionada con la energía, que a su vez lo está directamente con el metabolismo. Si apiláramos un montón de ratones hasta conseguir el tamaño de un elefante, el «monstruo» resultante necesitaría veinte veces más energía para vivir y de tiempo para llevar a cabo sus procesos. Un elefante tiene un metabolismo veinte veces más lento que un montón de ratones del tamaño de un elefante.


¿ Y por qué? Si esto es así, ¿por qué demonios en la evo-lución desaparecen los seres de gran tamaño? Es decir, los orangutanes, los dinosaurios… parecería que, biológicamente, tener un tamaño grande es una ventaja, pero en realidad supone un inconveniente para sobrevivir. Es mucho más fácil que te extermine un meteorito si eres muy grande, e intervienen otros factores como la velocidad de replicación y la reproducción o la velocidad de evolución, porque los animales grandes se reproducen más lentamente y evolucionan más despacio. Quizá cuando el mundo cambia con mucha rapidez son menos capaces de adaptarse. Intervienen distintos factores, pero en general se da esta relación: cuanto mayor eres, más lento se vuelve tu metabolismo, por lo que necesitas comer menos alimentos y consumir menos en relación con el tamaño.

Un organismo grande consume menos energía y lo hace más lentamente que uno pequeño. Pero esto puede ser tanto una ventaja como un inconveniente. La realidad es que si un elefante quemase tanta energía (proporcionalmente) como un ratón, acabaría derritiéndose. Generaría tanto calor interno que se fundiría. «Pero puede que todo sea más complicado y que existan ventajas, ventajas energéticas, sólo por ser de mayor tamaño. Una vez que aparece la célula eucariota con mitocondrias internas, la célula se puede volver más grande, mientras que las bacterias, como respiran a través de su membrana externa, no tendrían ninguna ventaja por ser más grandes, sino más inconvenientes. Cuando la respiración se vuelve interna, ser mayor supone una ventaja, porque energéticamente es más eficaz. Así que se recompensan los tamaños mayores, quizá hasta llegar al tamaño de los dinosaurios, en el que sobrevienen los problemas».


DETECTIVE ADN


José Antonio Lorente, forense y profesor de Medicina Legal y Forense de la Universidad de Granada, colaborador del FBI y uno de los grandes expertos de nuestro país en identificación por el ADN, ha escrito un libro titulado Un detective llamado ADN, en el que pone de relieve el papel fundamental que ha adquirido la investigación genética en criminología. La mitocondria, en su opinión, tiene mucha importancia en el campo de la medicina forense, incluso un papel protagonista, porque contiene material genético especial, el ADN mitocondrial, que se hereda por vía materna: la madre lo transmite a todos sus hijos, y esto hace que se puedan estudiar generaciones a lo largo del tiempo.


El ADN mitocondrial presenta ventajas importantísimas en las investigaciones. Por ejemplo: supongamos que en la escena del crimen la policía forense encuentra sólo un pelo. En ese pelo hay una o dos células con una o dos copias de ADN nuclear, que, sin embargo, contienen cientos de copias del llamado complejo V mitocondrial, a partir del cual es mucho más fácil y estadísticamente más probable que el investigador obtenga un ADN de calidad con el que efectuar la comparación.

En una ocasión, Lorente recibió la llamada de una persona que quería identificar restos humanos, posiblemente procedentes de fosas comunes de la Guerra Civil. «Nos trasladamos al lugar donde estaban los cuerpos, tomamos fragmentos de huesos y de dientes, y volvimos a Granada para ponernos a trabajar. El material que comenzamos a estudiar estaba en muy mal estado, muy degradado, muy contaminado, procedía de una fosa muy antigua. Pero el ADN nuclear no aportó resultados positivos, por lo que decidimos trabajar exclusivamente con el área mitocondrial, que tiene mayor número de copias y se conserva en mejores condiciones en los huesos».

La extracción del ADN del hueso o del diente es un proceso realmente dificultoso y lento, porque se encuentra dentro de células que están calcificadas en la membrana, entre fosfatos y restos de colágeno. Lo que se hace, en primer lugar, es pulverizar el hueso y añadir una serie de sustancias que van rompiendo la membrana y permitiendo la liberación de ese ADN a un líquido, a partir del cual procedemos a la extracción.

Una vez extraído el ADN del interior de las células del hueso o del diente, lo que hay que hacer es multiplicarlo, porque la cantidad extraída es muy pequeña. Para ello se utiliza una técnica, la reacción en cadena de la polimerasa (PCR), que permite obtener miles o incluso cientos de miles de copias a partir de lo que había en el hueso o en el diente.

«La presencia de lo que denominamos contaminación biológica es un peligro muy importante en este tipo de casos», nos contó Lorente, «pues sobre el hueso o sobre el diente se depositan restos de ADN provenientes de otras personas; por ejemplo, los que han manipulado los cuerpos o han estado cerca. Pueden ser pelos, saliva e incluso el mero contacto con las manos. Esto es peligroso, porque el ADN de esas personas se mezcla con el que hay en los huesos en muy poca cantidad y puede ser causa de que finalmente lo que se estudia no sea el ADN del hueso, sino el de la persona contaminante. En aquel caso no hubo ningún problema con contaminación de tipo biológico, con lo cual pudimos pasar directamente a la secuenciación del ADN mitocondrial, que consiste en estudiar una a una las unidades o nucleótidos que conforman ese ADN, y así obtener el perfil genético mitocondrial de la víctima fusilada».

El ADN mitocondrial se hereda por vía materna; por tanto, para identificar a esta persona fusilada durante la Guerra Civil habría que contar con su madre o con un hermano. Pero ambos habían muerto. Tras varias investigaciones se consiguió la identificación de una persona que vivía en Argentina y era hija de una hermana del fallecido y, por tanto, que compartía su ADN mitocondrial. Se analizó su secuencia, se comparó y se comprobó que eran idénticas las secuencias entre la sobrina-nieta y la persona desaparecida durante nuestra guerra.

Una vez conocido este caso detectivesco llevado a cabo en los laboratorios de la Universidad de Granada, volvemos a interesarnos por la forma de vida de las bacterias y las células eucariotas. Por ejemplo, sabemos que las bacterias no son caníbales, no se comen entre sí, pero las células eucariotas si lo hacen. Y esto supone una gran diferencia.

Las células eucariotas tienen en su interior, como hemos visto antes, las mitocondrias y éstas tienen un ADN diferenciado, sus propios genes. Es decir, que dentro de la célula eucariota vive un organismo diferenciado de ella. «Ya no hay ninguna duda de que las mitocondrias tuvieron como ancestro a bacterias de vida libre. La pregunta es cuál fue la célula, la célula colaboradora, ¿cuál fue la célula que la incorporó? ¿Fue acaso una célula eucariota que iba por ahí comiendo a otras células? ¿O bien fue otra cosa, otra bacteria, que no pudo comerla, pero que pudo haber establecido una colaboración que condujo a su absorción? Esto es mucho menos común: simplemente porque las bacterias no se comen a otras bacterias de este modo. La explicación más aceptada es que la mitocondria, o mejor dicho su célula antecesora, simplemente fue absorbida por una célula mucho mayor, una protoeucariota que iba por allí capturando a otras células para alimentarse, y que de algún modo sobrevivió. El problema de esta idea es que no explica por qué sólo tenemos un tipo concreto, por qué todos los organismos eucariotas tienen el mismo ancestro, por qué esta célula no podía engullir todo tipo de bacterias diferentes. No se explica por qué los eucariotas sólo evolucionaron una vez. ¿Qué tenía de especial esta relación? Pues bien, la teoría que más me gusta lo explica como una relación química especial entre dos células bacterianas, ninguna de las cuales estaba adaptada para vivir en simbiosis, pero llegaron a esa absorción de forma gradual, porque químicamente les resultaba apropiado. Y esto es mucho menos común».


EL ORIGEN DEL SEXO Y DE LOS

GÉNEROS

Decíamos irónicamente al principio del capítulo que las mitocondrias, causantes del envejecimiento, no habían sido detenidas al ser descubiertas porque también participan en una cuestión de vital importancia el sexo pero que la mitocondria ayude a la célula a dividirse, ¿qué tiene que ver con la sexualidad? Cuando la célula se divide, en dos se está replicando, y el sexo es lo opuesto a ese proceso; hablamos de sexo cuan do un espermatozoide y un óvulo se fusionan. Según Nick Lane, podríamos explicarlo así: «Imaginemos una célula con muchas mitocondrias en su interior. Esta célula sólo puede dividirse un número determinado de veces, por lo que llega un momento en que las mitocondrias quedarían atrapadas en su interior sin posibilidad de dividirse… Tampoco pueden asesinar a su anfitriona y salir de allí; en esa circunstancia es cuando manipulan a las células para que se fusionen, y esta fusión de las células fue lo que más tarde derivó en el sexo». De esta manipulación de las células por sus mitocondrias existen ejemplos en las algas y los hongos primitivos.


El sexo es el sistema que utilizan los genes para perpetuarse. Con la reproducción se consigue que la muerte de un organismo no suponga también el fin de la especie. Tanto en las plantas como en los animales es el objetivo más importante que marcan las instrucciones del código genético: transferir la información que contiene el genoma a la siguiente generación y que esta cadena no se rompa nunca.

En el caso de los humanos y en el de otras muchas especies se necesitan dos progenitores, alguien del sexo femenino y alguien del masculino para crear un solo descendiente. Pero ¿por qué dos? La división entre machos y hembras supone un gran obstáculo para procrear, e implica -en el mundo moderno- que no nos podamos reproducir con más de 3.000 millones de individuos de nuestro mismo género. ¿No sería mucho más efectivo que no existiese esa diferenciación? Si sólo existiera un género, las posibilidades de encontrar una pareja se multiplicarían por dos. O mejor aún, que en lugar de haber dos géneros hubiera un número infinito de ellos, todos compatibles los unos con los otros, eso también sería una buena solución. Dos es definitivamente la peor opción posible, pero existe una razón para esta dualidad y se cree que las mitocondrias son las responsables.

En la reproducción sexual el nuevo organismo hereda el 50 por ciento de genes de la madre y el 50 por ciento del padre. Pero esta mezcla sólo se produce en el núcleo de la célula, donde se combinan los genes procedentes del óvulo y los del espermatozoide. En cambio, las mitocondrias se heredan únicamente por vía materna. Por tanto, si Eva hubiese existido de verdad, todos los seres humanos llevaríamos copias de sus mitocondrias.

Para que la célula funcione correctamente el genoma del núcleo y el de la mitocondria tienen que cooperar. Desde el núcleo se regula casi toda la actividad celular, pero necesita a las mitocondrias para procurarle energía. Es muy importante que la comunicación sea clara y efectiva. Si los genes mitocondriales también se mezclasen, el buen entendimiento entre los dos genomas se complicaría mucho. Sería corno juntar en una tertulia demasiadas personas que hablan diferentes idiomas.

Para que tanto los genes de las mitocondrias como los del núcleo se adapten correctamente, machos y hembras especializan sus funciones en la reproducción: el sexo femenino, en transmitir las mitocondrias al descendiente, y el masculino, en no transmitirlas. Así se asegura que los genes mitocondriales se mantengan iguales que los de la madre, y se evita el conflicto entre dos poblaciones genéticamente diferentes.


SEXUALIDAD O MUERTE


Ahora se entiende claramente la relación entre las mitocondrias y el sexo. ¿Servirían los mismos principios para explicar su papel en la apoptosis? Es decir, la capacidad de las mitocondrias para inducir la muerte en células que han dejado de funcionar correctamente. «Si existen componentes que no funcionan bien conjuntamente en el núcleo de la célula y en la mitocondria, lo que sucede es que el proceso de respiración se bloquea y entonces las mitocondrias liberan una proteína, llamada citocromo, que forma parte integral del suicidio celular, de la apoptosis. Así que si se bloquean los elementos respiratorios, la muerte celular esta programada», nos explica Lane.


Finalmente los organismos superiores, entre ellos nosotros los humanos, no somos sino una comunidad andante de células. De mitocondrias y de células eucariotas. Por la complejidad que puede observarse al microscopio de la relación entre estos minúsculos seres, incluso la violencia, la organización de un organismo superior debe suponer algo así como una batalla biológica entre genes… No es difícil pensar en un organismo multicelular como un prodigio de colaboración celular en pro de un interés superior, pero no es así en absoluto: «Todas las células mantienen sus propios intereses. Los genes, como dijo Richard Dawkins, conservan sus propios intereses y las mitocondrias hacen lo mismo con los suyos. Se pueden ver las consecuencias de ello en el cáncer. Las células empiezan a actuar por su cuenta y escapan de los controles del cuerpo. Pero, por norma general, la razón de que no tengamos cáncer es que las células se ven forzadas a autodestruirse mediante este proceso de apoptosis. El cuerpo se mantiene gracias a las células que se suicidan según un calendario de desarrollo. Durante el embarazo, a medida que se desarrolla el feto, muchas células cerebrales, por ejemplo, se pierden por apoptosis. Y los dedos se forman porque las células que estaban entre ellos mueren. Así que es algo muy importante para el desarrollo».

La muerte de las células es inevitable salvo en aquellas que ocupan la función reproductora, el óvulo y el espermatozoide, incluso las células rebeldes, las causantes del cáncer, que luchan por transmitirse, acaban fracasando. La sexualidad es la causa de la llamada «línea germinal», un mecanismo para que todas las células colaboren, porque sus intereses sólo pueden salvaguardarse si las copias de sus genes se transmiten a través de las relaciones sexuales a una generación futura.

Pero no todas las células pueden hacerlo. Simplemente son incapaces, la naturaleza no contempla su supervivencia. En la actualidad la clonación puede conseguirlo.

El proceso de reproducción sexual se ha impuesto hasta el extremo que resulta interesante preguntarnos por su eficacia. En él las células se fusionan en lugar de dividirse; por tanto, debería ser más lento, pero «todos los linajes que se volvieron permanentemente asexuales se han extinguido, salvo una o dos excepciones curiosas, que tienden a ser muy pequeñas y que tienen una propagación o proliferación muy rápida, lo que podría explicarlo. Así que el sexo es sin duda uno de los principales factores que permite que las células de un organismo sigan colaborando, porque la mayoría de células no pueden transmitirse salvo mediante este mecanismo sexual. Si intentan escabullirse, hay un castigo muy directo: simplemente son eliminadas».

Las mitocondrias se revelan ante nosotros como verdaderos personajes de una película de misterio. Creo haber escuchado a la bióloga estadounidense Lynn Margulis decir que las células que hace 2.000 millones de años se dividían para perpetuarse, las llamadas eucariotas, ya necesitaban, mientras estaban en ese proceso, la ayuda de las mitocondrias para poder respirar. Es decir, que ya eran las grandes colaboradoras en aquellos remotos tiempos.

El microbiólogo de la Universidad de Barcelona Ricard Guerrero nos visitó de nuevo en Redes, esta vez para ayudarnos a seguir descubriendo la personalidad de este agente secreto del que cada día sabemos más cosas. «Una mitocondria es en realidad una bacteria, es más, se ha comprobado que son alfaproteobacterias; es decir, un grupo determinado de bacterias que respiran por toda la superficie de su contorno. Esa bacteria injertada en el interior de una célula es lo que, de manera permanente, se convierte en mitocondria. Es verdad que podía haber existido vida sin necesidad de las células eucarióticas, pero para que existieran organismos grandes, animales y plantas, en un ambiente en el que había mucho oxígeno, era necesario un mecanismo emergente, una revolución. Y la revolución fue que diversas bacterias entraron en contacto, y en lugar de devorarse unas a otras organizaron una sociedad con distintas funciones, con distintas responsabilidades genéticas.

A esa sociedad la llamamos célula eucariótica, que es lo que permite la existencia de seres grandes y también determina su muerte».


BACTERIAS INMORTALES


El concepto de sexo biológico es algo distinto del que tenemos los humanos sobre el asunto. El sexo en biología significa recombinación de caracteres, recombinación o unión de dos genomas, de dos células distintas aunque sean de la misma especie, que desemboca en un resultado que puede ser totalmente distinto a los dos progenitores.


El sexo biológico garantiza la diversidad mediante la recombinación de genomas, de instrucciones genéticas, en la fusión de dos o varias células. Más tarde, aproximadamente hace 700 millones de años, esa fusión se hizo entre el esperma y el óvulo. Por así decirlo, la reproducción se especializó. Desde que existen las células eucariotas se puede dar el proceso, pero en organismos grandes, compuestos de miles de células, éstas no se pueden dividir una a una en dos para dar origen a un nuevo ser. Es más sencillo que una parte pequeñísima de él se especialice y se una a otra de otro organismo para dar origen a un tercero. Esa pequeñísima parte es la que sobrevive; el resto muere.

Este proceso, que visto a escala humana puede parecer-nos tan elemental, tuvo en la evolución una importancia extraordinaria, entre otras cosas porque las bacterias que antes de él formaban la vida no morían o al menos no necesitaban morir. Pero a partir de un momento determinado en la historia de la evolución se produce el secuestro de las células reproductoras. Y todas las demás -que son muchas más, las somáticas- se mueren. A partir de entonces el privilegio de transmitir la vida, de perpetuar la especie, va a estar en manos de unas pocas células. Hasta el punto de que el hecho de que tú y yo estemos vivos es consecuencia de la replicación de unos genes que no han parado de replicarse y nunca se han muerto desde el origen de la vida. Si no, no estaríamos aquí. Ha si do la reproducción continua.

Las mitocondrias están en el origen sexual de la vida y en la muerte. Son, por tanto, como afirmaba Nick Lane, el auténtico poder. Pero el poder también puede presentar problemas. En ocasiones las mitocondrias enferman, y por esta causa hay mujeres que no pueden tener hijos o los tendrían con graves problemas. La primera enfermedad causada por una mutación mitocondrial que se descubrió fue la llamada «atrofia óptica de Lever», una neuropatía que causa la atrofia del nervio óptico y que desemboca en la pérdida de visión central.

Es decir, que a algunos humanos (y por supuesto, también a otros seres vivos) les vendría muy bien modificar o cambiar sus mitocondrias. Podría ser una solución pero no parece fácil. Virginia Nunes, del Instituto de Recerca Biomèdica de Barcelona, nos lo explicó: «Si sabemos que el problema está en la mitocondria -y no en el núcleo-, como en el caso de la atrofia óptica de Lever, una solución, teóricamente, sería poder llegar a cambiar esas mitocondrias. Esto es difícil, aunque se está trabajando en ello».


TODO POR SOBREVIVIR


Vuelvo a preguntarme por la necesidad de tanta complicación en la reproducción de las especies. ¿Por qué la complicación de la sexualidad? Si antes todo era más sencillo… Guerrero nos lo explica: «Como decía nuestro querido profesor Ramón Margalef, la evolución tiende al barroquismo: se va haciendo cada vez más compleja y agota todas las posibilidades. Que era posible hacer células mayores que habitaran en otros ambientes, pues se hizo. La vida empezó con bacterias y seguramente acabará con bacterias. Cuando desaparezcamos los humanos quedarán bacterias, sobre eso no hay ninguna duda. ¿Por qué esa vida más complicada? La respuesta es que la evolución tiende a explorar todas sus posibilidades, es democrática dentro de una cierta regulación. Pongamos el ejemplo de un tren: ¿qué es más importante en él? ¿Las ruedas, los asientos, la locomotora, el sistema de captación de energía? Todo es importante». Ricard Guerrero quiere convencernos de la democracia celular, pero a mí se me antoja un sistema (el de la vida celular) un tanto fascista: a las que no funcionan se las condena a muerte, a las que enredan también. «A lo mejor», continua Guerrero, «se han puesto de acuerdo sobre quiénes mueren y quiénes sobreviven…».


Es cierto, los científicos afirman que entre las bacterias existe un cierto acuerdo, una especie de quórum vital. Pero el sistema de reproducción sexual es duro. A partir de todo esto mi pregunta es la siguiente: para que las personas nos lancemos a la fusión, a la reproducción sexual, ¿la evolución ha previsto como necesario que enloquezcamos un poco, que nos enamoremos? Algunos neurólogos, particularmente británicos, han intentado identificar las reglas de conducta de unos supuestos inhibidores latentes cerebrales; la irrupción de estos mecanismos permitiría, en un vagón de tren abarrotado, por ejemplo, concentrarse en la lectura del periódico haciendo abstracción de todo el ruido circundante. Los enamorados harían gala de un funcionamiento exageradamente preciso de los inhibidores, puesto que el sujeto enamorado hace abstracción de todo el resto y ni reconoce defecto alguno al ser querido. A los artistas predispuestos a dejarse influir por cualquier incentivo, en cambio, a escrutar cualquier señal en busca de conocimiento, sus inhibidores latentes les fallarían una vez sí y otra no.

Tanto Virginia Nunes como Ricard Guerrero parecen estar de acuerdo en que no es necesario enloquecer, ni enamorarse, pero sí debe existir la atracción, por supuesto. Pero la atracción puede estar mediada desde por las feromonas hasta por cualquier otra cosa. Y, sobre todo, por una necesidad de perpetuación que está más allá del raciocinio. La esencia de la vida es dejar más vida, es crear materia que perviva y que pueda pasar a través del tiempo, y el objetivo fundamental que tienen los organismos es reproducirse. Para seguir existiendo en sus descendientes. Cualquier cosa, con tal de sobrevivir, Ahora bien, esto implica poder elegir un individuo de la misma especie y es muy difícil renunciar a cualquier metodología tanto en el caso de los humanos como del resto de los animales.


CAPÍTULO XIV


El origen del lenguaje

Es sabido que uno de los instintos más arraigados a lo largo de la historia de la evolución ha sido el instinto sexual. La ejecución del rito nupcial por la mosca del vinagre -ciega de nacimiento- en el interior del tubo de ensayo cuando se introduce otra mosca del género opuesto no se olvida fácilmente. Pues bien, hay quien ha defendido con éxito la idea de que otros instintos, como el del lenguaje, son igualmente innatos y potentes.



TODO EMPEZÓ JUGANDO


Chris Knight, catedrático de Antropología en la University of East London, dista mucho de ser una figura académica convencional. Su visión de la antropología rompe con muchos de los moldes tradicionales. Knight reivindica la importancia de la mujer, de la solidaridad y de la vida en comunidad en la evolución del ser humano y, muy especialmente, del conjunto de cosas que llamamos «cultura», y defiende la aparición del lenguaje como una adaptación al medio social. Sus ideas representan la creciente influencia del pensamiento evolutivo en la lingüística contemporánea y se oponen a la visión de numerosos lingüistas -Noam Chomsky entre ellos-, para quienes el lenguaje humano apareció como surgido de la nada y representa un principio totalmente distinto al de cualquier otro sistema conocido de comunicación animal. El acceso a una especie de gramática universal sería innato y sólo es to explicaría el hecho sorprendente de que un niño de 3 años pudiera dominar de repente algo tan complejo como el len guaje. Dice Knight: «No creo que surgiera de la nada. Si analizamos el mundo animal, especialmente el de los monos y los simios, en busca de algo tan impredecible, tan libre, tan creativo e imaginativo como el lenguaje, mi teoría es que todos los animales, de pequeños, tienen el instinto del juego, el instinto de jugar. Esto se constata mirando cómo juegan dos cachorros, dos garitos o dos monos pequeños. Son realmente espontáneos y muy ingeniosos».


Y ahí, en los impulsos que los arrastran y en las señales que emiten durante el juego, encuentra Chris Knight indicios de un posible origen del lenguaje, aunque admite que las señales del juego y del lenguaje no son las mismas. Lo importante, parece, es una actividad cerebral subyacente al juego. Las señales que se emiten no son las mismas «pero [en el juego] analizan lo que piensa el otro, se están comunicando…, aunque no es lenguaje. Si pensamos en nuestros niños podemos preguntarnos: "De acuerdo, tengo un niño de 2 o 3 años. ¿Qué pasa exactamente? ¿Qué sucede para que, de pronto, hable?". Todos estaremos de acuerdo en que es el momento en el que los niños son más imaginativos con el lenguaje y el habla. Es el periodo del juego simbólico. Así que no es imposible pensar que el origen del lenguaje viene del instinto del juego. Pero lo interesante es que en el mundo animal sólo se juega en la infancia, mientras que en el ser humano el juego durante la infancia tiene mucho de preparación para la realidad adulta».

Chris Knight parece sostener que la dimensión simbólica de la realidad en los humanos es una especie de juego basado en un acuerdo que dijera: vamos a fingir. Un fingimiento bastante serio que se extiende a las manifestaciones más veneradas de nuestra cultura como la religión o la literatura. Para él los animales tienen, como nosotros, el instinto de jugar y a través del juego se comunican, pero esa comunicación no llega a conformar un lenguaje. ¿Qué es lo que les falta, por ejemplo a los primates, para llegar a poseer un lenguaje? La respuesta de Knight, enunciada sin más explicaciones, puede resultar sorprendente: la política.

«¿Por qué un chimpancé joven, al que se le da muy bien jugar a pelearse, de repente detiene o cambia el juego y empieza a pelear en serio? ¿Por qué llega un momento en el que la lucha es de verdad? ¿Qué es lo que hace que se vuelva real? La respuesta es que esto pasa cuando el animal no se puede permitir perder. Quiero decir que el sexo en los monos y simios no es un motivo de juego sino más bien la fuente de enormes tensiones, conflictos y violencia. Y cuando el sexo está en juego uno no quiere perder, especialmente si es un macho. Cuando dos gorilas machos empiezan a incordiarse el uno al otro, no van a mostrarse juguetones, sino que habrá una pelea. Así que el juego de lucha en el periodo preadulto no se transforma, como en el caso de los humanos, en lenguaje y cultura que se transmiten de una generación a la siguiente, sino que es una preparación para las luchas reales. Lo que digo es que el conflicto sexual es lo que limita el juego al periodo presexual del animal. Y las expresiones del juego, los gestos del juego se paralizan, se pierden. Los animales adultos no los manifiestan, exceptuando, tal vez, cuando juegan con sus crías. Así que la inmortalidad, por así decirlo, de los gestos del juego desaparece: el juego no se transmite con sus formas de una generación a la siguiente. Cada nueva generación debe reinventar la rueda con nuevas expresiones de juego».


SENTIRNOS SEGUROS


El juego es un momento placentero donde no existe el riesgo, o por lo menos no debería existir. A todos nos gusta jugar, ponernos en situaciones atípicas que nos saquen de nuestra realidad y de nuestra rutina. Es algo innato, un instinto que nos permite desarrollar la imaginación, compartir experiencias y además adquirir una serie de habilidades sociales que necesitaremos durante la vida adulta. Es un espacio donde tenemos la oportunidad de interactuar con nosotros mismos, con los demás y con nuestro entorno.


Jugamos porque necesitamos descubrir, conocer, aprender y sobre todo entendernos. Jugamos porque necesitamos experimentar sensaciones que nos provoquen placer. ¿Quién no se ha disfrazado alguna vez de médico? ¿Cuántas veces no hemos sido mamas y papas de ficción o hemos comprado verduras de plástico en un mercado improvisado?

Durante la infancia iniciamos un tipo de juego que será decisivo para nuestra vida adulta; es el llamado juego simbólico. Se da en una edad en la que necesitamos crear símbolos para los objetos, las personas o situaciones para entendernos mejor. A través de los símbolos niños y niñas consiguen reducir la complejidad de lo real y llevarlo a un territorio que pueden dominar. El juego facilita la comprensión de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser y hacer. Reproducimos situaciones reales como si se tratara de un ensayo del mundo en el que nos toca vivir; el juego simbólico permite además jugar con la realidad pero no estar dentro de ella, por lo que es más seguro. También podemos equivocarnos, experimentar, probar, proyectar sin consecuencias punitivas.

El juego es aprendizaje y placer. Con estas virtudes es difícil imaginar una vida sin juego, que de hecho no desaparece nunca de nuestras vidas. Aunque se atenúen los actos lúdicos conservamos nuestra capacidad para crearlos. Paradójicamente, la especie humana es casi la única que conserva a lo largo de toda su existencia un cierto infantilismo y propensión al juego; en mayor medida en los hombres que en las mujeres en su edad adulta.

Tengo la impresión de estar llegando al meollo de la cuestión. Cuando Knight menciona el mundo «reglamentado», lo que sugiere -y lo que constituye en mi opinión su verdadera contribución al estudio de los orígenes del lenguaje- es que deben preexistir un modelo de regulación, ciertos derechos y cierta confianza mutua entre la gente. Es necesario disponer de un -aunque rudimentario- sistema de leyes para que aparezca el lenguaje. En cierto modo, debes tener buena predisposición hacia mucha gente. Si imperan la desconfianza, la ansiedad y existe una falta interna de civismo en el grupo, no hay, por así decirlo, manera de sentirse en buena disposición y, por tanto, las señales en las que el individuo logra confiar son distintas. Y esa seguridad, esa confianza en el grupo es lo que no llega a existir, por ejemplo, entre los chimpancés…

«Exacto, no llegan a confiar en nada que pueda manipularse, nada que pueda ser cognitivo, nada que pueda ser un engaño: ignoran ese tipo de cosas y se concentran en aquello que es difícil de fingir: un parpadeo involuntario, un movimiento del vello o un cambio en la coloración del rostro, porque ésas son manifestaciones difíciles de fingir y saben que son necesariamente auténticas, honestas. Nos ocurriría incluso a los humanos. Imagínate que tú y yo fuéramos de la mafia y robáramos un banco, y saliéramos de ahí cada uno con una parte del botín sin saber dónde ha puesto el otro su parte. Las palabras no bastarían: querríamos estar totalmente seguros de la información, tú me mirarías, yo te miraría, pero buscaríamos algo más fiable que un simple: "Ah, sí, pues el botín está en algún lugar del desván". Buscaríamos algo en lo que pudiéramos confiar. Los monos y los simios necesitan que sus señales sean fiables y, por tanto, comprueban la señal, su calidad, su fiabilidad, y la evalúan dentro de una escala determinada. En cierto modo, el modelo de comunicación animal se asemeja al ronroneo de un gato. Cuando un gato ronronea, sabes que es feliz: se trata de lenguaje corporal, no puede estar fingiendo. Un gato no puede ronronear y dejar de ronronear a su antojo».


EL ESCASO VALOR DE LAS

PALABRAS

Los animales solamente pueden crear, en cierto modo, lenguaje corporal. Pero los humanos nos sorprenderíamos si fuéramos capaces de observar cuánto de ese lenguaje corporal permanece en nuestro alambicado juego con las palabras. «En el caso de las señales animales, si están diseñadas por la selección natural para convertirse en señales, es especialmente para la comunicación vocal, precisamente porque el canal auditivo es tan útil a efectos comunicativos, será difícil fingir el lenguaje corporal. Los primatólogos han establecido varias categorías de señales… tenemos el gemido de la copulación: si estás copulando y eres una hembra, emites un sonido determinado que significa, exactamente, lo que estás haciendo. No cabe duda al respecto: si escuchamos ese sonido, sabemos que esa actividad se está llevando a cabo. Luego está el gruñido de la comida, que significa que un chimpancé ha encontrado comida. El entusiasmo estimulado por la presencia de comida hace, estoy seguro, que se activen las glándulas salivares… Cuando oyes uno de esos gruñidos de detección de comida es como si escucharas la saliva, casi como si escucharas la comida. Y sabes que es verdad.


Y lo importante es que los chimpancés no pueden falsear esta señalización, no pueden manipular sus señales vocales».

Y muchas personas se preguntan por qué ocurre eso, creen que quizá se trate de algún defecto, que el pobre chimpancé no ha evolucionado muy bien, piensan que quizá le iría mejor si pudiera controlar cognitivamente sus señales vocales… «¡No es así en absoluto!», contesta Knight. Si esas señales se pudieran manipular no valdrían nada, serían como billetes sin las marcas de seguridad. Nos preguntaríamos: ¿quién lo habrá falseado? Los humanos hemos roto todas las reglas y podemos jugar a voluntad con nuestras señales vocales, controlarlas cognitivamente, pero ¿cómo pudo suceder eso? No hay nada ni remotamente parecido en todo el planeta.

Y aun así está comprobado que las palabras sólo transmiten el 7 por ciento del mensaje; el tono de voz, entre el 20 y el 30, y el resto de nuestro cuerpo, especialmente el rostro, entre el 60 y el 80 por ciento. La conclusión final es que el 93 por ciento de un mensaje se transmite mediante comunicación no verbal.

En la antropología social, la disciplina a la que pertenece Chris Knight, es costumbre hablar del concepto de cultura simbólica y, relacionado con él, lo que denominan el sistema de leyes», lo que hizo posible que los humanos llegaran i confiar en el lenguaje verbal. «A menudo no se entiende lo que queremos decir, algunos creen que nos referimos sólo al lenguaje, pero la cultura simbólica va mucho más allá. Para explicarlo siempre recurro a la siguiente metáfora: imagínate que estás en una gran ciudad, por ejemplo, Barcelona, y conduces un coche en el que tienes instalado un equipo electrónico fantástico, con los intermitentes izquierdo y derecho, los faros, las luces de posición y de cruce, y luego todas las señales viales. Todo es muy sutil, pero es una manera de indicar adonde va cada cual, y si conduces un camión enorme deberás detenerte en un semáforo en rojo igual que si condujeras un pequeño Volkswagen. Pero ahora imagina que el sistema de leyes dejara de funcionar. Imagina que fallaran los semáforos y llegaras a una intersección muy grande. ¿Adonde irías? ¿Cómo te desplazarías? Sería un caos. De repente los intermitentes no servirían para nada, todas tus pequeñas señales electrónicas serían una pérdida de tiempo. Si conduces un vehículo grande, tal vez tengas mejores perspectivas que si conduces un vehículo pequeño y, a no ser que quieras quedarte en el cruce varias horas, será necesario asumir riesgos y tendrás que retar a los otros conductores a que se arriesguen a colisionar y, si no te importan demasiado los demás, probablemente ganes».

Knight parece querer decirnos que el lenguaje surge cuando previamente existe un contrato social: cuando funcionan los semáforos. Si los semáforos funcionan, entonces el potencial que tenemos para expresarnos con palabras se libera. Pero en el mundo real no hablamos de conducir por la izquierda o por la derecha, ni de vehículos ni de semáforos, hablamos de algo fundamental. Y la causa fundamental que pudo provocar un atasco en los monos y en los simios o los humanos es el caos sexual. El conflicto sexual. Así que la reglamentación, el código de reglas, debe aplicarse ante todo a aquello que es más difícil de controlar. Y no hay ningún instinto más poderoso y, en cierto modo, más incontrolable que el instinto sexual.

Si no podemos controlar ese instinto, no podremos controlar nada. Es un ámbito en el que tanto el conflicto como la cooperación parecen endémicos y muy fuertes. Los humanos hemos desarrollado numerosos semáforos para controlar la sexualidad: el sistema de parentesco, el tabú del incesto… el respeto a la suegra… «Tenemos unas reglas extremadamente estrictas en todos estos aspectos. Por supuesto, no siempre funcionan, pero tanto si eres un hombre o una mujer, si tu pareja te engaña, si se acuesta con otra persona… realmente afecta a vuestra manera de hablar el uno con el otro, y eso significa que, a no ser que lo arregléis, no estaréis en una buena predisposición para el diálogo. Pero también significa que, cuando uno está en esa situación (y quizá las mujeres lo sientan más que los hombres), en algunas circunstancias las palabras no ayudan. Si el hombre dice algo así como: "Lo siento, cariño, no pasará nunca más"…, a ella no le servirá de mucho. Ella necesita una señal fiable, algo más sólido, antes de restablecer la confianza y la buena comunicación».

Knight sabe que las palabras no sirven para nada. Las palabras, el lenguaje no sirven para que las personas sientan una buena predisposición para el diálogo. Para ganar la confianza de alguien se requiere algo más poderoso que las palabras. No es verdad que hablando la gente se entiende. Hablando la gente se confunde.

El niño empieza jugando y es el juego el que lo conducirá poco a poco a construir su modo de comunicación y su comportamiento en la sociedad. Pero ¿qué sucede si en la primera infancia aparecen dificultades o alteraciones del lenguaje, problemas en la comunicación? Al niño le será más difícil practicar el juego y por tanto desarrollar sus aptitudes de intercambio con sus padres, con los otros niños. Si la comunicación no aparece, sólo el juego la acabará provocando. El juego es la base de los aprendizajes, de todos los aprendizajes que el niño va a adquirir a lo largo de su vida. Cuando un niño presenta dificultades en el lenguaje o en la comunicación, muchas veces también presenta dificultades en el juego simbólico.


NO SIN MIS GENES


Knight no niega la importancia de los genes en el lenguaje. Son importantes en cuanto que desencadenan el instinto de hablar, de jugar con los símbolos. Cada niño tiene un instinto para el lenguaje, en el sentido de que se lanzará a hablar con tanta alegría, humor, creatividad y entusiasmo que es como si hubiéramos nacido para ser lingüísticos. Y hemos nacido para ser lingüísticos, no cabe duda. Pero debe haber libertad, debe haber un Contexto que permita expresar ese instinto. Y un niño humano que se haya criado sin amor, con exceso de ansiedad y aislamiento social puede padecer graves deterioros en el desarrollo del instinto lingüístico. De la misma manera que un gatito necesita ver cosas cuando desarrolla los ojos, un bebé necesita jugar con su madre, necesita reír, necesita sentirse querido, necesita sentir que alguien lo escucha para que se desarrolle el instinto del lenguaje. «Y ésta es una faceta del tema que, en mi opinión, Noam Chomsky y los científicos que explicaron originalmente la revolución cognitiva no han tenido en cuenta. Y es una verdadera pena, porque en cierto modo es lo más importante porque, si lo pensamos, incluso los bonobos, también llamados chimpancés pigmeos, tienen algún tipo de potencial lingüístico. Si acoges a un chimpancé en tu casa desde pequeño, tal vez con su madre, y lo tienes en casa contigo, desarrollará algo de ese instinto».


Asombroso. Es cierto que en el seno del sistema familiar de los humanos se mantienen una serie de leyes. Comienzan en el sutil tratamiento que la madre brinda al bebé y culminan en todos los aspectos de la vida diaria guiados siempre por un criterio de protección hacia los más pequeños. Te sorprenderías de lo humano que puede ser un chimpancé, de lo gracioso y lingüístico que puede llegar a ser. No tanto como un niño, por supuesto, pero tendrá sentido del humor, inventará nuevos términos lingüísticos, utilizará metáforas. Por tanto, no se trata de que el resto de los animales no tengan potencial lingüístico, sino de que su vida política en estado salvaje, su política sexual especialmente, no permite que ese potencial para el lenguaje se libere.

La propuesta de Knight sobre el origen del lenguaje se aparta notablemente de los conceptos de aquellos que piensan que el origen del lenguaje estuvo en la mutación de un gen y que a partir de ella se desarrolló de forma paulatina y planetaria. El propone que ese acontecimiento extraordinario que tuvo lugar en los albores de la vida humana fue la consecuencia de una revolución social, frente a Noam Chomsky y muchos otros lingüistas que se contentan con la idea de una revolución genética.

En cierto modo, esas tesis respaldarían las sugerencias más modernas de la neurobiología en el sentido de que estamos programados para ser únicos. Se ha comprobado que la experiencia deja una huella en el inconsciente que afecta al vinculo genético de manera que para explicarse procesos como el lenguaje hace falta el conocimiento de los especialistas en leyes universales ya sean del cerebro o del lenguaje -genetistas y lingüistas-, tanto como los psicoanalistas que puedan seguir la evolución e impacto de la huella dejada por la experiencia en el inconsciente.


MUJERES FUERA DE LA HISTORIA


Ahora el discurso va a tomar aparentemente un rumbo muy distinto al que desarrollábamos sobre el origen del lenguaje. Y digo aparentemente, porque al final nos daremos cuenta de que la represión de la mujer en la historia, el ocultamiento de su protagonismo, forma parte de los errores, tópicos y obcecaciones de la humanidad y también de la ciencia.


Entre los arquetipos femeninos sin duda la bruja es de los más importantes. Personaje ligado al mal desde tiempos in memoriales, la bruja tuvo en nuestra civilización cristiana occidental un protagonismo y una interpretación muy singular en los años finales de la Edad Media. Hasta entonces dominaba en la sociedad la idea de san Agustín (Agustín de Ipona), que venía a considerar cualquier acontecimiento en el mundo como obra de Dios. A partir del siglo XIII, santo Tomás de Aquino afirma que el demonio puede, y de hecho interviene, en los acontecimientos de este mundo. Fue entonces cuando la bruja, la curandera, la mujer que sufría cualquier trastorno de conducta que la hacía diferente, pasó a ser una aliada del demonio en su lucha por destruir la cristiandad. Entre los años 1450 y 1750, más de 110.000 mujeres fueron procesadas y 60.000 fueron ejecutadas sólo en Europa. ¿Qué hicieron para merecerlo?

La bruja es uno de los arquetipos femeninos más conocidos de la mitología popular. Todos tenemos en la cabeza la imagen de una mujer fea y malvada que prepara extrañas pociones y tiene tratos con el diablo, pero ¿de dónde viene esta imagen? Agustí Alcoberro, profesor de Historia en la Universidad de Barcelona, nos ayudará a descubrirlo. «El estereotipo de la bruja es el de una mujer vieja y sola que se congrega en unas reuniones llamadas aquelarres. El sistema de reunión es siempre el mismo. Las brujas llegan cabalgando a lomos de sus demonios, normalmente en forma de cabrones, aunque también pueden volar con escobas. Una vez reunidas, llega el demonio en forma de caballero o también de gran cabrón, y es adorado. Pero todo en un aquelarre funciona invertido, al revés. La adoración al diablo consiste en besarle el culo [el llamado beso negro u ósculo infame]. Luego se produce una orgía colectiva en la que el diablo copula con todos y todas los asistentes, pero siempre por detrás, y cuando llegan al paroxismo, las brujas se untan con sus ungüentos, vuelven a volar y entonces es cuando producen todo tipo de maldades».

Es bastante probable que el origen de este mito esté en el miedo. El miedo que las mujeres sentían a sus propios conocimientos. Desde la Prehistoria, mientras los hombres volcaban sus esfuerzos en actividades como la caza y otras ocupaciones externas, las mujeres, recluidas en sus cuevas o al menos siempre cerca y al cuidado de las crías, se volvieron expertas en el conocimiento de las plantas. Este conocimiento, que pasaba de mujer a mujer, llegó a convertirse en una especialización que perduró hasta la Edad Media. «Algunos ámbitos del saber popular correspondían esencialmente a las mujeres, incluso de manera monopolística. Eran las encargadas de traer los niños al mundo, las parteras, y, por tanto, las que conocían los remedios de grandes males, las curanderas».


TODO ESTÁ EN LOS LIBROS


Podría y debería pensarse que el papel desempeñado por las mujeres era no sólo encomiable, sino científicamente importante. ¿Qué ocurrió en aquellos años para que la figura de la curandera se transformara en la de bruja? No fue, como cabría pensar, una casualidad, sino fruto del esfuerzo premeditado de algunos hombres. Todo comenzó cuando en el siglo XV dos dominicos alemanes llamados Heinrich Kramer y James Sprenger escribieron el libro Malleus maleficarum (El martillo de las brujas), en el que describían y aseguraban la existencia de una supuesta secta universal. Su coincidencia con la aparición de la imprenta de tipos móviles gracias a Gutenberg multiplicó la difusión de este libro y de otros manuales de brujería por toda Europa. La caza de brujas fue un fenómeno represivo de gran crueldad, pero poco tiene que ver con los fenómenos que conocemos como, por ejemplo, la persecución del luteranismo por parte de la Inquisición. A diferencia de estos fenómenos, la caza de brujas surgió desde abajo, fue el pueblo el que lo protagonizó y fue el pueblo el que exigió que se hiciera una represión sistemática.


La imagen que se había creado en el imaginario colectivo dio lugar a una persecución sangrienta. Aquellas mujeres acusadas de brujería fueron torturadas para que confesaran y delataran a otras. Después eran colgadas en La horca, ya que la hoguera era una herramienta que solo usaba la Santa Inquisición. Un fenómeno tan complejo y masivo como la caza de brujas no puede obedecer a una sola causa. Por un lado está la época que algunos historiadores han denominado «crisis del siglo XVII», caracterizada por un descenso en la producción de cereales y en general de la productividad agraria. Sabemos, a través de la historia del clima, que fue una época caracterizada por una pequeña glaciación, de inviernos más fríos y veranos más húmedos. Existieron muchos factores atmosféricos imprevistos y adversos. Por otra parte conviene remarcar también que fue una época en la que la intolerancia avanzó y dio pasos decisivos, tanto en el mundo de la Reforma protestante como en el del catolicismo. En la Contrarreforma se impuso un modelo de sociedad homogéneo según el cual aquel que era diferente o extraño pasaba a ser considerado una amenaza. «Pero probablemente el factor más importante es que la imagen de esta bruja diabólica que pertenece a una secta, que obedece al diablo y que actúa contra el mundo cristiano, penetró en las clases populares, y fue este arraigo lo que condujo a la gran caza de brujas del siglo XVII».

La caza de brujas es uno de los procesos históricos de persecución de la mujer mejor documentados. Miles de mujeres cuyo único delito era simplemente ser diferentes fueron torturadas y ahorcadas, lo que contribuyó a recrear el mito de la mujer hechicera malvada frente al hombre sabio y bueno. Estos estereotipos sobre la mujer han calado fuertemente en nuestra cultura, hasta el punto de que las contribuciones de la mujer a la evolución de la humanidad han sido borradas de la historia. ¿Hasta cuándo?


ECONOMÍA SEXUAL


Para mantener la vida y, en ocasiones, la evolución de la vida y de la especie, a la mujer no le quedó más remedio que ocultar sus conocimientos. Es significativo y aterrador descubrir de pronto -leyendo un manuscrito de una monja en tiempos de la Inquisición- el contraste inconfundible entre la profundidad de su pensamiento y la vulgaridad de sus faltas de ortografía y sintaxis en el mismo texto. Sorprendente, claro, hasta que descubres que las faltas de ortografía estaban destinadas a dejar creer a los inquisidores potenciales que se trataba de una autora vulgar y nada sofisticada. En modo alguno de una mente que pudiera cuestionar los principios sacrosantos de la Iglesia.


Chris Knight nos explica que uno de los trucos utilizados por la mujer para mantener cerca de ella y de sus crías a su pareja fue la ocultación de su periodo de celo. «Entre los primates, para un macho, la situación ideal es aquella en la que se ahorra tiempo en el sexo. Porque ahorrar tiempo en el sexo significa dejar embarazada a tina hembra, pasar a otra, pasar a otra más…, y para ello necesita saber cuál es el mejor momento, necesita información que ayude a ahorrar tiempo. Y en eso consiste el celo, también llamado estro: es una señal, un indicador biológico de que la hembra está ovulando. En muchos primates, a la hembra también le interesa ahorrar tiempo en el sexo, porque después de un embarazo no puede quedar nuevamente preñada hasta pasado un tiempo. ¿Para qué necesita más esperma? Así que es una buena idea ganar tiempo en el sexo dando al macho la información correcta. Y, finalmente, también cabe esperar que, si la estrategia femenina es simplemente obtener esperma del macho, las hembras evolucionarán para no estar sincronizadas entre sí. Sus relojes interiores no estarán sincronizados, de modo que cuando una hembra ovule y emita una señal para ello, tal vez en tres o cuatro días otra hembra empiece a ovular y también lo señalice… El macho entonces podrá decir: "De acuerdo, ahora me apareo contigo, y en tres días o cuatro creo que me aparearé con ésa, que ya estará preparada para entonces". Ese sería el modelo de una estrategia de ahorro de tiempo eficaz en el sexo.

»La pregunta, sin embargo, sería: ¿le importa a algún humano ahorrar tiempo en el sexo? Creo que a pocos. En una comunidad sin lenguaje ¿qué podría hacer una hembra interesada en que el macho pase más tiempo junto a ella? Evolucionar. Pero ¿en qué sentido? Evolucionará para no ahorrar tiempo con el sexo, sino para desperdiciarlo… y se puede argüir, y espero que no se me malinterprete por ello, que la hembra humana es la que más tiempo desperdicia en practicar sexo en todo el planeta. Ha eliminado la información que ahorraba tiempo, ocultando el momento de su ovulación, es como si el estro, la señal de "estoy lista para el sexo" se hubiera extendido por todo el ciclo. Es como si la mujer, para conseguir tiempo del hombre, se negara a dar esa información correcta o hubiera evolucionado para no poder darla. Y ahora el hombre no sabe distinguirlo, así que piensa que es mejor practicar el sexo hoy, y mañana, y pasado mañana… porque quizá un día de estos ella quede embarazada».

La mujer necesitó que el hombre le dedicara tiempo, porque el tiempo se traduce en energía, en aprovisionamiento, en carne, en ayuda con los hijos…, entonces, quizá, debía invertir lo que haría una hembra normal y lo hizo. En lugar de señalizar la ovulación durante un periodo breve, la ocultó y, en lugar de evitar la coincidencia de su ciclo con el resto de mujeres, pasó a sincronizar incluso la ovulación. De este modo, aunque el hombre llegara a desarrollar una inteligencia para contrarrestarlo, incluso si llegaba a detectar el momento adecuado para el sexo, no le serviría de nada, porque cuando su pareja fuera fértil el resto de mujeres también lo serían, y todos sus rivales estarían pasándolo bien al mismo tiempo que él, de manera que las hembras lograrían maximizar el número de machos en el sistema reproductivo, además del tiempo que estos machos pasaran con ellas. Pero, por supuesto, en cierto modo el peor coste para la mujer es que tuvo que convertirse en una máquina sexual a todas horas.

Así que la mujer evolucionó para poder practicar sexo en cualquier momento de su ciclo hormonal. Incluso durante el embarazo o la lactancia. Es, afirma Knight, «como si la hembra humana hubiera evolucionado para actuar bajo la premisa de que los hombres son algo que conviene tener y que todas deberían tener por lo menos uno».

Esta revolución sexual llevada a cabo por las hembras en los albores de nuestra evolución como especie estaría en la raíz del nacimiento del conjunto de leyes que dieron seguridad al grupo, rebajaron el estrés y la desconfianza e hicieron posible la aparición del lenguaje.

El machismo de la cultura en general y de la ciencia en particular es algo que se ha reflejado en miles de modelos, hipótesis y teorías que se han formulado a lo largo de los siglos. El hombre bueno y sabio, frente a la mujer (la bruja) fea y malvada fue una de las concreciones que consiguieron arraigar en el imaginario popular, causar miles de muertes y convertirse en una especie de mitología familiar a través de la narración oral y literaria.

Aquí confluyen las dos historias, aparentemente tan alejadas, de este capítulo. Un cambio de perspectiva en la ciencia que aportará novedades sorprendentes, como la que propone Chris Knight sobre el origen del lenguaje.


CAPÍTULO XV


El mundo no existe sin memoria

Parpadea una sola vez y el mundo entero habrá cambiado. A nuestro alrededor todo está en continuo movimiento, que no nos engañen la aparente quietud de un paisaje montañoso o la calma de un cielo despejado. A simple vista nos pueden parecer imperturbables, estáticos, pero nada más lejos de la realidad.


La Tierra se mueve sin parar, cada día da una vuelta sobre sí misma, y no sólo eso, también gira alrededor del Sol a 30 kilómetros por segundo. Pero es que a su vez el Sol se desplaza por la Vía Láctea a unos 250 kilómetros por segundo y la Vía Láctea navega a su vez por el universo a más del doble de esta velocidad. Mientras tanto, nosotros no nos damos ni cuenta de lo rápido que se mueve todo.

Los sentidos nos engañan, nos abruma la permanencia de la arena de la playa comparada con la fugacidad de las huellas que dejamos en ella. No estaban allí antes de que pasáramos y cuando volvamos la vista atrás habrán desaparecido. La arena en cambio siempre ha estado allí y siempre estará, pero si miramos un poco más allá veremos que esto tampoco es cierto. Las huellas desaparecen porque las olas las borran, la arena que hoy pisan tus pies mañana puede estar a muchos kilómetros de la orilla.

El mundo es un proceso, por eso nunca podremos bañarnos dos veces en el mismo río. Cuando volvamos a sus aguas, ni el río ni nosotros seremos los mismos. Cambiarán nuestras ideas y nuestra forma de ser, y nuestro cuerpo también será otro. Dentro de un tiempo todas las células que nos forman habrán muerto y miles de nuevas las habrán reemplazado. Incluso en la contemplación hay movimiento, no importa lo tranquilamente que estemos mirando algo, nuestro ojo ha de moverse 50 veces por segundo para que la imagen no desaparezca de nuestro campo de visión.

Con cada uno de estos movimientos aumenta la actividad de la corteza cerebral visual. Es una señal que manda la visión al cerebro para que actualice continuamente su información. Las ráfagas oculares refrescan la imagen de la retina para no perder detalle. El movimiento lo impregna todo, en nuestro interior y en el exterior todo se mueve. Un cambio necesario para que todo siga siendo lo mismo.

Todo lo que conocemos del mundo nos llega por los cinco sentidos, empezamos a conocer cuando transformamos en señales eléctricas lo que nos envía la retina al cerebro. Hemos descubierto incluso la proteína con la que fabricamos los colores que, hasta ahora, creíamos que estaban en el universo. Sabemos algo sobre el oído. Empezamos a sospechar incluso que nos comunicamos químicamente mediante feromonas como los insectos, pero lo que no sabíamos, lo que no podíamos imaginar, es que sin la memoria el universo no existiría.


EL PRESENTE NO EXISTE


El prestigioso neurocientífico mexicano Ranulfo Romo, cuyos trabajos sobre los códigos neuronales han resultado decisivos en variados campos de la neurobiología contemporánea, será recordado en el futuro por un descubrimiento trascendental: el mundo, tai y como lo conocemos, no existiría sin la memoria. Una conclusión a la que llegó tras largas investigaciones con monos Rhesus, con personas y gracias al auxilio fundamental de las computadoras.


El mundo no existiría sin la memoria. Enunciado así parece una conclusión excesivamente contundente. «Por supuesto, parece una conclusión lapidaria Pero te voy a dar un ejemplo muy sencillo: los pacientes con la enfermedad de Alzheimer han perdido todos los circuitos cerebrales que tienen que ver con el almacenamiento de información de la experiencia acumulada en el pasado. Los sujetos son capaces aún de sentir cosas en las manos, de ver, de oír algo, de degustar probablemente sabores; pero son incapaces de reconocer el entorno en el que están, son incapaces de reconocer una pregunta, son incapaces de reconocer la cara de un familiar. Lo que tenemos en nuestro cerebro es una serie de circuitos cerebrales verdaderamente asombrosos que son capaces de guardar nuestra experiencia, que es lo que nos permite la identidad. En nuestro cerebro traemos todo el pasado y sin el pasado no podemos saber lo que somos en el presente».

El presente no existe. De alguna forma, aunque sólo sea por las milésimas de segundo que tardamos en procesar una información antes de actuar o de emitir una frase, vivimos siempre en el pasado… o desde el pasado. Estamos en el pasado. De hecho, las preguntas que me hacen los lectores ahora mismo puedo imaginarlas concediendo a mi cerebro unas milésimas de segundo para que yo las pudiera procesar. Y todas las respuestas que estoy emitiendo en este momento están en el pasado. Vivimos en el pasado. Lo que entendemos como el presente no es otra cosa más que el pasado.

Un planteamiento tan radical de nuestra dependencia de la memoria me lleva a preguntarme qué sucede cuando la memoria se pierde, cómo navega nuestro cerebro, qué le queda para representar, al menos, un simulacro de realidad. «Una de las grandes virtudes que tiene nuestro cerebro, afortunadamente, es que puede generalizar. Puede ir más allá de lo que ha aprendido y ha guardado en la memoria. Nuestro cerebro es capaz de transformar las experiencias y de transformar también la información que vierte sobre la realidad. Lo hace de tal manera que ya no sabes cuál es la realidad: si la que traes en el cerebro o la que entra a través de los órganos de los sentidos. Si no tiene memoria, le queda la asociación».


PROHIBIDO ABURRIRSE


Ranulfo Romo hizo otro descubrimiento, trascendente para algunas cuestiones muy íntimas de los seres humanos, mientras trabajaba con sus monos Rhesus en el laboratorio. Comprobó que a medida que se prolonga un estímulo sensorial disminuye, en la misma medida, la descarga neuronal que dicho estímulo produce. Algo así como si la costumbre y el tiempo generaran una adaptación de la respuesta neuronal. Lo que trasladado a la vida íntima de una pareja humana, por ejemplo, podría tener consecuencias desastrosas… la rutina sexual, la falta de ilusión amorosa, el hastío… «Bueno, nosotros trabajamos en un ambiente frío y minimalista del laboratorio donde se ponen a prueba las hipótesis de trabajo, donde los estímulos ya no son tan naturales y no ocurren como en nuestra vida diaria, sino que son controlados por las computadoras, y escuchamos con nuestros micrófonos el lenguaje de las neuronas directamente. En ese ambiente, la fisiología sensorial nos enseña algo muy valioso: que no podemos estar prestando atención a la información sensorial todo el rato y por el resto de nuestros días. En algún momento tiene que romperse la cadena. Y lo que hemos observado en el laboratorio es que la atención del observador que tenemos en el cerebro o el que está en el cerebro del mono se enfoca realmente en un periodo limitado del estímulo, no durante toda su duración. Lo que hacen las neuronas es prestar atención durante los primeros segundos y después, poco a poco, se van desconectando, ya no prestan atención al estímulo aunque siga presente. Esto nos indica que nuestro cerebro no puede estar mirando o escuchando permanentemente la misma cosa. Es igual que cuando comemos; no podemos permanecer concentrados sobre un único sabor, sería aburrido». ¿Cómo interpretar esto en el contexto de las relaciones humanas y experiencias concretas como las del amor?


Sería aburrido, sí. Es decir, cuando sentimos una sensación de hastío, de pereza mental, debemos imaginar que nuestras neuronas están hartas de mirar siempre por la misma ventana O de soportar el mismo pensamiento, sentimiento o sensación. En la variedad esta el gusto, dice un refrán, y parece que acierta. «Sin ser un consejero matrimonial ni jugar al doctor Amor, pienso que las relaciones humanas se mantienen gracias a que existe un componente atractivo de continuo cambio. No podemos mantener siempre la misma estrategia con el mismo individuo si queremos contar con su interés. Tenemos que hacer variaciones del mismo tema. Es como cuando tocas siempre una misma pieza al piano. ¡Hazle algunas variaciones para llamar la atención!».


EL CUERPO COMO RECEPTOR


En la corteza cerebral se centralizan todos los estímulos sensoriales que capta nuestra piel. Nuestra cara es muy extensa, especialmente la lengua y los labios. La fineza perceptiva de estos órganos es básica; en la lengua reside el sentido del gusto y nos ayuda a distinguir los sabores. Tenemos, repartidas por toda su superficie, papilas gustativas que detectan los distintos sabores aunque recientemente hemos descubierto la importancia del olfato a la hora de recordar sabores de infancia. Las células olfativas son más complejas y sofisticadas que las gustativas. Los labios también son muy importantes; gracias a su extrema sensibilidad los bebés encuentran el alimento cuando aún no pueden abrir los ojos.


Pero sin duda las manos son el órgano mayor. Desde que éramos monos han sido nuestra herramienta principal y aún hoy nos sirven para hacer cosas básicas para sobrevivir. Son nuestras exploradoras más eficaces; cuando no conocemos nuestro entorno, palpamos todo lo que nos rodea. Nos sirven para transmitir los sentimientos, necesitamos tocar y que nos toquen, los estímulos que captan las yemas de los dedos desencadenan sensaciones en nuestro cerebro. Nos gustan las cosas suaves pero no las ásperas, preferimos las cálidas a las que están muy frías o muy calientes, utilizamos las manos para medirlo todo, nos proporcionan una información indispensable y nuestro cerebro lo sabe. Por eso destina al procesamiento de la información que le llega de las manos muchas más neuronas que para otros territorios de nuestro cuerpo.

El número de receptores sensoriales correspondientes a cada zona del cuerpo determina el espacio que dicha zona ocupa en nuestro cerebro, y en las yemas de los dedos tenemos muchos más receptores que en cualquier otra zona. Esta capacidad cerebral varía de una persona a otra. Un guitarrista tendrá las yemas de los dedos más sensibles que alguien que no toque la guitarra, incluso para una misma persona la representación cerebral de su sensibilidad cambia a lo largo de su vida: es un modelo dinámico que se va adaptando al ritmo que le marca su dueño.


LA INVENCIÓN DEL COLOR


Ningún sentido es más fuertemente estimulado en nuestra sociedad que el de la vista. Demasiado, opinan muchos. Vivimos en la civilización de la imagen y, por otra parte, quizá desde tiempos muy remotos han sido la vista y las imágenes que nos procura, la información a la que hemos otorgado más confianza. Ver para creer, decimos. Particularmente éste es un asunto que interesa a los artistas que se afanan por la búsqueda del color y por desentrañar sus significados.


Pero la ciencia nos depara sorpresas en este territorio. Si voy caminando por una playa y alguien lanza una pelota hacia mí, en un instante sé qué volumen tiene, la velocidad a la que llega, desde dónde la lanzaron y la veo de un color determinado. Y entonces ocurre que la ciencia dice: ese color no existe en la naturaleza, sólo está en tu cerebro. Si eso me lo dicen a mí, pues me sumen en la perplejidad, pero si se lo dicen a un artista que ha estado luchando por trasladar ese color, exactamente ése y no otro parecido, al lienzo, la perplejidad quizá venga acompañada de una cierta irritación.

El tema que siempre me ha fascinado es la representación de la realidad del cerebro. En una ocasión le dije a un colega que la realidad estaba en el cerebro y puso el grito en el cielo. Me dijo «¡Pero si ahí están las estrellas! ¡Eso es física, y aquí están las piedras, y aquí estamos sentados!». Estamos sentados y están las estrellas y estamos sintiendo todo gracias a nuestro cerebro, porque la realidad está en el cerebro. Es una paradoja que la realidad esté en el cerebro y que también haya una realidad física. No hay duda de que el mundo existe: los mares y el cosmos están ahí. Pero con esta realidad que está en nuestro cerebro hemos construido todo nuestro universo. Yo no sé cuál será el universo del mono o de la rata; de hecho, la rata no utiliza la modalidad visual ni auditiva, utiliza los bigotes para explorar el universo y por ello tiene una representación del universo basada en la información que entra por sus bigotes. Nosotros, los primates superiores, generamos una realidad basada en las propiedades, limitadas, que tienen nuestros órganos sensoriales y que amplificamos a través del mecanismo de las representaciones neurales. Pero no hay duda de que estas representaciones están y ocurren en el cerebro.

A lo largo de la historia no todos los colores tenían nombre. Algunos de los que hoy nos parecen tan distintos como el verde y el rojo incluso recibían un mismo nombre. Y el gris, el marrón o el rosado son producto de nuestra mente porque el que ve, en realidad, es el cerebro. Yo puedo ver tu cara y su contorno en tres dimensiones, pero en realidad la entrada de información a mi aparato visual es un plano en dos dimensiones; mi cerebro se encarga de ponerlo en tercera dimensión y de darle forma. La textura, como tal, tampoco existe: es una abstracción, un agregado que le pone el cerebro, como el color. «El color que creemos que tienen los objetos es una construcción central de nuestro cerebro que después proyectamos al exterior», dice Romo. «El cerebro interno se vuelve exocerebro mandando proyecciones hacia fuera. Yo puedo evocarte sensaciones activando artificialmente ciertas zonas internas de tu cerebro, pero las expresiones subjetivas de esas sensaciones y de esas percepciones son hacia fuera, son tuyas. Entonces no me extraña que lo que defienda el pintor sea el color de los objetos. Porque esos colores tan interesantes que está plasmando son proyecciones de su cerebro».

Verde, azul, rojo… Actualmente tenemos palabras no sólo para los colores, sino para sus tonalidades secundarias y terciarias, pero no siempre fue así. El término medieval sinopia se podía referir tanto al rojo como al verde, al menos hasta el siglo XV. ¿Cómo podían fusionarse?

En realidad la culpa la tiene la clasificación de los colores que hacían los griegos: los extremos eran el blanco y el negro: luz y oscuridad; el rojo y el verde eran colores medianos y, por tanto, equivalentes.

Según esta escala se describía con la misma palabra la oscuridad de una nube que la de la sangre, o el brillo de un metal que el de un árbol. Curiosamente, y a pesar de estar separados en la escala, amarillo y azul también compartían nombre.

Por razones que no están claras hoy en día, el mismo hecho se encuentra en lenguas eslavas, japonesas, africanas y americanas, y aún hay más: el azul era sólo una variante del negro para los griegos y los celtas, mientras que los vietnamitas y los coreanos no lo distinguían del verde en términos del lenguaje. Si a esto añadimos que el marrón y el gris tampoco tienen nombre en la mayoría de culturas, ¿quiere decir que algunos colores están discriminados? Pues sí, y existe un ranking que lo demuestra. El blanco y el negro son los números uno y casi todas las culturas tienen nombres distintos para ellos. Los sigue el rojo y, en la tercera posición, el verde y el amarillo. En cambio el azul, el marrón, el gris, el naranja y el rosado parecen captar menos nuestra atención. ¿Tendrá esto algo que ver con cómo vemos los colores?

Si se hace atravesar un rayo de luz blanca por un prisma, se descompone en distintas ondas de longitud diferente. Cada vez que vemos un color, en realidad lo que estamos haciendo es identificar una de esas ondas; las diferencias entre las longitudes de unas y otras son microscópicas, del orden de nanómetros, y un nanómetro es el resultado de dividir un metro en mil millones de partes iguales.

Es asombroso que cambios tan absolutamente pequeños sean los responsables de algo tan evidente para nosotros como los colores. ¿Dónde están el gris o el marrón o el rosado? ¿Acaso estos colores son productos de nuestra mente? ¿Es que los imaginamos? En realidad, los colores que vemos no son sólo el producto de las longitudes de onda distintas de la luz. Por ejemplo, una hoja intrínsecamente verde puede ser percibida de maneras muy distintas. Por tanto, cuando nuestro cerebro elabora un color, lo hace a partir de varios ingredientes que recibe de las señales visuales.

Dentro de nuestros ojos unos sensores reaccionan ante la llegada de los rayos de luz. Sólo tres tipos de receptores son necesarios -los que captan las ondas del rojo, del azul y del verde- para percibir toda la gama de colores, es decir, de mezclas de luz. Es el mismo sistema que se utiliza para obtener los colores en televisiones y en pantallas de ordenador.

Existen dos tipos de células receptoras: tenemos 120 millones de bastoncillos y cinco millones de conos en cada retina humana. Los bastoncillos absorben la luz de todo el espectro visible; sin embargo, no reconocen las diferentes longitudes de onda ni, por tanto, los colores, y son sólo capaces de informar al cerebro de si hay luz u oscuridad.

Estas células son las que empleamos para ver cuándo la iluminación es escasa, y por eso en estas condiciones nos cuesta tanto distinguir los colores. Los conos se clasifican en tres tipos, según su sensibilidad a la luz azul, verde y roja; los conos de luz azul son menos sensibles que los otros dos tipos y ésa es la razón por la que cuando está muy saturado nos parezca relativamente negro. En último término esto podría explicar la reticencia histórica de diferentes culturas por considerar al azul un color.

La combinación de estos tres tipos nos da el resto de colores que contienen la luz. Sin embargo, el ojo hace algo más que captar longitudes de onda. Es sensible también a la intensidad del rayo, es decir, a la cantidad de fotones que recibe. A eso lo llamamos brillo, y es sensible en particular a la longitud de onda del amarillo y, por eso, nos parece más brillante que el resto de colores.

Así nuestro cerebro construye algo llamado gris cuando nos llegan todas las longitudes de onda juntas pero a medio gas -luz blanca, poco intensa-, y construye marrones cuando lo que recibe son rayos amarillos o naranjas a medio gas, poco brillantes. Una especie de gris sucio, salpicado de esas longitudes de onda.

Pero además, los rayos de los colores también se mezclan con la luz blanca y se obtienen percepciones como el rosa, que no es más que rojo poco saturado, es decir, no puro.

Existen miles de colores producidos por estas combinaciones que nos resultan difíciles de catalogar. En cambio, quizá una intuición nos ha llevado a lo largo de la historia a identificar fácilmente los colores más puros. ¿Dónde acaba un color y comienza otro? Nuestras retinas son como una paleta de infinitas posibilidades. Somos nosotros quienes creamos el color.

Para que existan, en nuestro cerebro, los tres colores básicos -el azul, el rojo y el verde-, es necesario que en nuestra retina exista una determinada proteína. Ella es la responsable de que podamos verlos: «Este fue un descubrimiento muy interesante realizado por colegas de la Universidad Johns Hopkins hace aproximadamente quince años. Es extraordinario en sí mismo, pero también porque nos pone sobre la pista de que no todo es neuronal, no todo es cerebro. Nuestros órganos sensores son aparatos preneuronales que traducen formas de energía. En el caso de la visión de los colores, la energía luminosa es absorbida por estas proteínas, que son las que codifican su longitud de onda, y una vez codificada, la trasladan a las neuronas de la retina. Estas neuronas transmiten al cerebro unas chispitas eléctricas que se trasladan por los circuitos cerebrales hasta la llamada corteza visual, que está en la parte de atrás del cráneo. En esa zona se forma un mapa espacial (tenemos que localizar algo en el espacio) y lo que está en ese mapa está codificado en el circuito en forma de tres colores».

Posteriormente el cerebro se encargará de realizar combinaciones entre ellos. Combinaciones no categóricas, sino sutiles, algo que permite llenar los picos entre diferentes longitudes de onda. Todo esto sucede en nuestro circuito cerebral y en nuestra corteza visual pero… no sucede en el cerebro de mi perra. «Algunos animales no tienen esta capacidad porque carecen de la proteína que absorbe esas longitudes de onda y del circuito neural que genera los colores», me explicó Romo.


RECORDAMOS OLORES


Desde la famosa magdalena de Proust en En busca del tiempo perdido, es un tópico que determinados recuerdos vuelven a nosotros asociados a los sabores de la infancia, a los dulces de la abuela o al horrendo potaje que nos servían en el colegio. Sin embargo, parece que se trata de una creencia falsa. Los neurólogos saben, como sugeríamos antes, que las células gustativas son mediocres y que cuando mueren no se renuevan con facilidad. El secreto del recuerdo parece estar entonces en las células olfativas. ¿Son tan fantásticas como afirman los neurólogos? «El aparato preneuronal al que nos referíamos al hablar de la percepción de los colores es fundamental para lo que hará nuestro cerebro, porque lo único que recibe son chispitas eléctricas que vienen de cada uno de estos módulos sensoriales. En el caso del sistema olfativo, se descubrió una familia de proteínas en la mucosa nasal. Esas proteínas son receptoras de ciertos componentes químicos y están conectadas a las fibras eléctricas que transportan la señal en forma de chispas eléctricas al cerebro, donde se generan mapas de representación odorífica».


Lo fantástico de esto es que ¿cómo es posible que el olor que experimentaste hace treinta años con algún plato exquisito que te preparó la abuela lo asocies ahora con sentimientos, con afectos, pero además con espacios visuales o acústicos? «Lo que ocurre es que esta información que entra a través del olfato va a la parte más vieja del cerebro, que tiene que ver con la información en general y que, a través de la evolución filogenética de los organismos, ha permitido guardar las memorias. Por eso los perros, los gatos o las ratas tienen una memoria muy superior a la nuestra. En nuestro caso lo podemos recrear de una manera más poética, con matices emocionales, como si dijéramos. Estos circuitos están conectados prácticamente con todo y por eso nos permiten hacer asociaciones auditivas, visuales y afectivas con el olfato. Es una maravilla».

El olfato es un sentido primitivo y precoz, anterior al lenguaje. Se ha enriquecido con éste para servir mejor en su papel para la supervivencia, y de paso conseguir que en un rincón del sistema límbico (la zona del cerebro donde, entre otras cosas, se gestionan las emociones y que está estrechamente asociada con las estructuras olfativas) se estremezclan unas cuantas fibras de puro placer.


LA TRAMPA DE ENTENDERSE A SÍ

MISMO

Ranulfo Romo lleva más de treinta años trabajando en neurología de la percepción. Ante una persona así, y dadas sus altas cotas de conocimiento científico, siento la curiosidad de saber si quedan ganas de seguir profundizando, o si por el contrario se siente al borde de saberlo ya casi todo y desea, por así decirlo, disfrutar de la vida. La respuesta de Romo en Redes fue, pásmense, una nueva advertencia para navegantes. «Una de las cosas que el ser humano debe entender es que jamás podrá entenderse a sí mismo, porque es el cerebro tratando de entenderse. Así como hemos discutido sobre si el cerebro nos engaña, el cerebro también nos puede generar la ilusión de que estamos en vías de poder entenderlo. Pero pienso que es una trampa. Una trampa muy bella, porque nos va a mantener activos, trabajando con la ilusión de que existe algo que podemos entender. Pienso que aún estamos muy lejos de hacerlo, aunque también creo que una de las funciones que algún día entenderemos muy bien es la percepción. Creo que estamos cerca de entender cómo vemos, cómo oímos, cómo escuchamos y cómo sentimos, cómo elaboramos nuestras percepciones, cómo hacemos asociaciones entre todas estas cosas. Prácticamente ya conocemos la biofísica y la neurobiología de estos procesos. Lo que no comprendemos todavía es la parte subjetiva de nuestras percepciones, cómo emana nuestra subjetivad, que yo creo que es la parte más atractiva del ser humano. En los próximos años vamos a enfocar este aspecto subjetivo del individuo y ésta es una de mis grandes pasiones. No sé hasta dónde se puede llegar, pero es como un marinero que se dispone a surcar un mar desconocido». ¿Qué tal si descubrimos América otra vez?



CAPITULO XVI


La educación sentimental


Educar nuestros sentimientos, controlar nuestras emociones y gestionarlas de forma correcta para poder hacer frente a la adversidad y a los fracasos, y saber relacionarnos con los demás son herramientas indispensables para llevar una vida más o menos feliz. Sin embargo, no nacemos sabiéndolas, sino que tenemos que aprenderlas. La publicación en 1995 del libro de Daniel Goleman, La inteligencia emocional. Por qué es más importante que el cociente intelectual, un best seller instantáneo traducido a más de 25 idiomas, revolucionó por completo muchos aspectos de la sociedad, desde los métodos de enseñanza hasta las relaciones padres-hijos, pero sobre todo trajo consigo una nueva forma de vernos a nosotros mismos, los humanos. El libro de Goleman y lo que afirma en él se han convertido en un verdadero fenómeno social y cultural, en una nueva manera de interpretar las relaciones interpersonales. La inteligencia emocional se ha convertido en una destreza esencial en el desarrollo tanto de personas como de organizaciones, porque sus principios proporcionan una nueva manera de entender y evaluar el comportamiento y las habilidades de cada uno. También ha resultado fundamental en la educación de los hijos en casa y en las escuelas.



EMOCIONES PELIGROSAS


Simplificando mucho se podría decir que en los animales funcionan el instinto y las emociones; su problema es la falta de inteligencia. En la especie humana, dotada de inteligencia, en cambio, el problema es la falta de control de sus instintos y emociones, no saber gestionar los sentimientos.


Un amigo mío, corresponsal extranjero, llegó un día a su hotel de Nueva York y sacó de la maleta su maquinilla de afeitar. Fue al cuarto de baño y cuando enchufó el aparato se le fundió. Salió a la habitación y comprobó que tampoco había luz allí. Cuando miró por la ventana vio que toda Nueva York estaba a oscuras, era el blackout, el famoso apagón de Nueva York de agosto de 2003, y mi amigo dijo: «Pero ¿qué he hecho?».

Algo parecido imagino que debió de sentir Daniel Goleman ante el tremendo alboroto desencadenado por la publicación de su estudio sobre inteligencia emocional.

¿Por qué este increíble revuelo por un libro?, pregunté a Goleman cuando me reuní con él en su nueva casa del distrito de Maine para un programa de Redes dedicado a ese tema.

«La gente empieza a darse cuenta de que la razón por sí sola no puede resolver todos los problemas, no basta. La tecnología ha contribuido tanto a mejorar como a empeorar nuestra situación. Tal y como explico en mi libro, seguimos teniendo el mismo cerebro y el mismo cerebro de siempre, y el corazón también es el mismo y nos mete en los mismos líos. El problema está en que la capacidad de las emociones para apoderarse y secuestrar al cerebro cuando nos enfadamos va ahora de la mano de un poder de destrucción mucho mayor, producto del desarrollo tecnológico. De ahí que nuestras emociones nunca hayan sido tan peligrosas».

Parece ser que los seres humanos seguimos siendo tan incapaces de controlar nuestras emociones, nuestros sentimientos, como lo éramos hace 10.000 años. Y, sin embargo, ahora vivimos en un mundo mucho más complejo en el que tenemos que asimilar el significado de símbolos sociales con los que nunca nos habíamos topado durante los miles de años en que fueron evolucionando nuestro cerebro y nuestros centros emocionales. Tenemos, pues, el cerebro emocional, que era muy importante para sobrevivir en el pasado y que hoy reacciona trente a realidades simbólicas. El científico Richard Dawkins llama a esta hipoteca heredada del pasado «el código de los muertos», un código que funcionaba más o menos hace 10.000 años pero que es totalmente inservible en el entorno moderno de Manhattan.

Los grandes enfados, los ataques de cólera, que en otro tiempo cumplían las funciones de garantizar la supervivencia frente a un peligro físico real o una situación de vida o muerte, no tienen ya una justificación práctica y sólo nos crean problemas. Por eso el objetivo hoy día sería introducir la inteligencia en el control de las emociones. Estoy hablando de la famosa «inteligencia emocional», popularizada por Daniel Goleman. «La inteligencia emocional», dice Daniel Goleman, «es una manera distinta de ser inteligente. No es la típica inteligencia de la que hablamos en la escuela, que se puede medir mediante coeficientes. Tiene que ver con cómo gestionamos nuestras emociones y las de los demás. Tiene cinco componentes: el autocontrol, es decir, conocer tus sentimientos y utilizarlos para tomar decisiones acertadas. Luego está la gestión de las emociones, principalmente las negativas, de manera que los estados de ansiedad no te conduzcan a hacer cosas de las que luego te vas a arrepentir. El tercer componente es la motivación, funcionar con objetivos, permanecer optimista a pesar de los contratiempos y los fracasos; el cuarto es la empatía, la capacidad de saber lo que los demás sienten sin necesidad de palabras, porque la gente casi nunca nos dice con palabras lo que siente, nos lo dice el tono de voz con sus muecas. Y por último estaría la percepción social, saber identificar las claves necesarias para interactuar, saber tratar a la gente para que se sienta mejor. Estos son los elementos básicos».

Aunque -digo yo- que si nuestras emociones siguen siendo tan primitivas, las mismas que teníamos, por ejemplo, en la Edad Media, y en su gestión interviene tan poco el cerebro, entonces ¿se puede mejorar la inteligencia emocional? y, sobre todo, ¿se puede medir igual que se mide el cociente intelectual?

Las conclusiones de Goleman sobre inteligencia emocional están basadas en investigaciones sobre la empatía, la percepción social, las motivaciones. «No hay un índice específico que yo pueda recomendar como si se tratara de un cociente intelectual, pero sí es posible medir de forma independiente cada uno de los componentes de la inteligencia emocional. Hay unas que no se pueden agrupar bajo un único denominador, como el autocontrol, y otras que para valorar, siempre puedes preguntar a terceros. Esta persona: ¿pierde la calma?, ¿es tímida con los demás?, ¿sabe controlarse o se enfada con facilidad?…».


EL PODER DE LA MENTE


Existen ahora pruebas científicas sobre el poder de la mente para mejorar la salud del cuerpo. Hay incluso determinados médicos, como Larry Dorsy, que han estudiado los efectos beneficiosos de la oración, de la plegaria en la cura de las enfermedades. Para el profesor Goleman la cosa no es tan sencilla como decir «estoy bien» y en consecuencia estar bien, pero lo que sí se ha descubierto es que los centros emocionales del cerebro están conectados con el sistema inmunológico que lucha contra los gérmenes y el cáncer, y también con el sistema cardiovascular. Hay estados emocionales que afectan directamente a la capacidad de estos sistemas biológicos para conservar nuestra salud, de manera que ya sea rezar, creer o estar muy tranquilo o meditar tienen un efecto positivo e inmediato en el sistema inmunológico y en el corazón. Hay centenares de estudios con enfermos que demuestran, por ejemplo, que las personas que siempre están angustiadas o pesimistas, siempre enfadadas y alteradas emocionalmente tienen el doble de riesgo de contraer enfermedades de gravedad. Y también funciona al revés: las personas que afrontan la vida con optimismo, serenidad y buen humor tienen más posibilidades de permanecer sanas.


Es el gran tema de moda, la capacidad de gestionar nuestras emociones para así mejorar nuestra vida. Nos están diciendo que no basta con haber ido al colegio o estudiado una carrera o incluso haber hecho un máster en el extranjero. Ahora necesitamos también recibir clases para aprender a administrar nuestras emociones, o de lo contrario lo vamos a pasar muy mal. Y me atrevería a afirmar que la única educación que hemos recibido en este sentido no la han dado el cine, la televisión o la literatura. La ficción, en definitiva, ya que nadie se ha puesto a enseñarnos a manejar estas emociones en la vida real.

José Antonio Marina, que es nuestro Goleman español, es un gran defensor de la educación sentimental. Cuando estuvo en Redes, le formulamos la misma pregunta que a Goleman: ¿por qué esta explosión planetaria en torno a la gestión de las emociones, justo ahora en este momento? A su juicio, el inmenso interés por estos temas «viene a demostrar que existe una preocupación que raya casi en la alarma social, porque hay una gran falta de equilibrio entre nuestra educación científica, técnica, económica, que es cada vez más elevada, y nuestra capacidad para resolver problemas afectivos, que es cada vez menor. Y en este momento hay que tener en cuenta que esto supone el fracaso de una idea de la inteligencia propia de nuestra cultura, no de otras culturas. Llevamos nada menos que 25 siglos separando la inteligencia cognoscitiva de la inteligencia afectiva y eso no funciona, porque las personas somos las dos cosas indisolublemente y, por tanto, tenemos que recuperar esa unidad perdida».


ENTENDER AL OTRO


María Helena Feliù es psicóloga clínica y ha publicado varios libros sobre los problemas sentimentales de pareja y cómo afrontarlos. En su enfoque defiende la importancia de los componentes verbal y no verbal de la comunicación. «El hecho de que haya un contacto ocular adecuado, el timbre y el tono de voz… es significativo. Aunque todo esto a menudo está mediatizado por nuestras emociones, que nuestro interlocutor no sabe descifrar, o al menos no de la forma adecuada, porque tiene en mente otros prejuicios que a la vez, están entorpeciendo el mensaje. De todas formas creo que debemos aprender a manifestar cómo nos sentimos sin palabras pero también con ellas, que es una parte importantísima de la comunicación, explicar nuestros sentimientos positivos y también los negativos, ser capaces de pedir lo que deseamos y también de detectar de dónde proceden las fuentes de insatisfacción y de satisfacción».


La comunicación no verbal, la expresión de las emociones con nuestro cuerpo, parece ser, pues, una de las claves para aprender a comunicarnos con los demás, una herramienta más en la educación sentimental que, a juicio de los expertos, tanto necesitamos. Empieza a aparecer en los libros de psicopatología una enfermedad llamada alexitimia, que es la incapacidad de expresar o poner en palabras las emociones. Quienes la padecen tienen dificultades para identificar y comunicar sentimientos. También les cuesta mucho distinguir entre afectos y sensaciones corporales y poseen escasa capacidad para el lenguaje simbólico y para la imaginación. Sin llegar a ese extremo, muchos individuos tienen enormes dificultades para expresar correctamente sus emociones y, curiosamente, son más hombres que mujeres. Los primeros son más evasivos, las segundas tienen menos reparos en verbalizar sus frustraciones o su resentimiento… Sin embargo, hablar demasiado en ocasiones puede ser pernicioso. Dejarse llevar por la ira, atacar al otro puede terminar matando la pareja. Y por eso es necesaria la empatía, que, como hemos visto, es una de las cinco bases sobre las que se asienta la inteligencia emocional.


LO QUE NECESITAS ES AMOR


Cuando se produce un flechazo de amor, se desencadenan más de 250 sustancias que al parecer incendian literalmente el cerebro. Estamos hablando del amor químico, del amor biológico, del amor sentimental, del amor frágil al que se le pide que perdure en un mundo en constante zapping.


La necesidad de amor es quizá de lo poco que no ha cambiado en esta vida, pero si alguien se imaginaba a Cupido acertando con sus flechas del amor el corazón de las parejas, nada que ver con la realidad. Ahora sabemos que es el cerebro, ese gran desconocido, y no el corazón el que lleva la voz cantante cuando nos enamoramos.

Los científicos han encontrado algunos mecanismos neuronales y hormonales que explican los signos del enamoramiento. El cerebro segrega las sustancias amorosas: anfetaminas naturales que producen sentimientos de euforia y exaltación.

El psiquiatra Enrique Rojas está especializado en el tratamiento de la ansiedad, la depresión y los trastornos de personalidad. «En el momento del enamoramiento, en el momento más álgido físicamente, se producen unas descargas de adrenalina y se conjugan unas sustancias bioquímicas, los neurotransmisores, que regulan, organizan y ordenan todo lo que está ocurriendo. Es entonces cuando aparecen los síntomas físicos: opresión precordial, sequedad de boca, taquicardia; es decir, la resonancia somática de esa emoción. Desde el punto de vista psicológico aparece una sensación de dilatación de la personalidad, una hipertrofia del yo al descubrir a otra persona. Yo diría que es una de las emociones más placenteras que existen en la vida y en la que resulta fundamental saber elegir, fijarnos en la persona adecuada. Donde más se retrata el ser humano es en la elección amorosa».

El resultado es un estado de felicidad, un bloqueo cerebral a los influjos negativos. Un dato importante es que durante ese tiempo de éxtasis anímico la persona enamorada se muestra inmune a ciertas enfermedades y dolencias, pero también desciende de manera drástica su producción en el trabajo, rinde mucho menos.

Los seres humanos, según los expertos, al igual que los mamíferos, manifiestan tres emociones primarias: el deseo sexual, la atracción preferente por una determinada pareja y la relación afectiva o vínculo. Sin embargo, en los humanos, las tres emociones se pueden dar al mismo tiempo, lo que implica que no se puede sentir vinculado a su pareja estable, mientras se ve atraído por una segunda persona y desea a una tercera.

Para Enrique Rojas el concepto de amor ha variado a lo largo de la historia. Por ejemplo, en la Edad Media existía el llamado amor cortés, caballeresco, un amor totalmente platónico, idealizado, que cantaban poetas y trovadores. «El amor en la actualidad es más cercano y real, y por eso también es más conflictivo», dice Enrique Rojas, que además advierte diferencias entre el comportamiento sentimental del hombre y el de la mujer. «Yo diría que la mujer se enamora más por el oído y el hombre por la vista. Es decir, lo que la mujer percibe en primer plano del hombre es lo que escucha tanto directamente de él como a través de terceras personas, mientras que en el hombre todo entra por los ojos. La belleza, el aspecto físico de la mujer, es lo que más le llama la atención de entrada. Luego el hombre profundo, el hombre sólido, rico emocionalmente, ese que es capaz de buscar la belleza interior, es decir, la calidad humana, baja a los sótanos de la personalidad del otro y descubre allí el porqué de muchas de sus conductas».

En El viaje al amor mis lectores encontrarán una visión mucho más rupturista del amor al vincularlo al instinto de fusión de los primeros organismos en la historia de la evolución hace más de 3.000 millones de años. La falta de energía suficiente, la degradación de los tejidos y la necesidad de sobrevivir impulsaron el primer instinto de supervivencia que hoy llamamos amor.


TRANSFORMAR EL ESFUERZO EN

GRACIA

No podemos vivir sólo de las emociones, porque nuestra vida sería un caos, pero lo cierto es que tampoco podemos prescindir de ellas. La emoción por excelencia, el amor, es objeto a menudo de definiciones simplistas. Dice José Antonio Marina que «debería estar prohibido utilizar la palabra «amor» porque se ha vuelto del todo equívoca. Cuando mis alumnos adolescentes están en esa época, en ese trance de supuesto «enamoramiento», intento enseñarles que saber lo que verdaderamente se siente por otra persona es más complicado de lo que parece y que, si a un sentimiento que suele ser confuso nos apresuramos a ponerle la etiqueta amor, nos meteremos en muchas dificultades y cometeremos muchas equivocaciones. Les recomiendo que más que preguntar a otra persona ¿qué sientes por mí?, porque eso producirá que la otra persona dé también una respuesta apresurada, le haga una pregunta que parece muy tosca, pero que es muy efectiva y constituye un test mucho más fiable del sentimiento amoroso: ¿qué te gustaría hacer conmigo?».


Seguramente es un buen consejo conferir algo de modestia y discreción a esta palabra tremenda: amor. E indagar, como sugería antes, en su utilidad. ¿Para qué y en qué contexto surge el impulso de fusión entre dos organismos? Además los españoles, me dicen, tenemos alguna hipoteca adicional en este campo, porque ésta es la patria del amor místico, y, cuando el objeto amado no es sólo fabuloso, sino inalcanzable, se produce un proceso de elevación y de ausencia de corrupciones que luego, probablemente, cuando intentamos trasplantar a la pareja de carne y hueso…

Una de las metáforas que se emplean para describir a una persona enamorada es que parece que tiene alas en los pies, que baila en lugar de caminar. ¿No nos gustaría a todos poder vivir en la vida como una especie de suflé andante, con esa soltura que se tiene durante el baile, incluidas las relaciones amorosas? Para José Antonio Marina «el gran mérito del bailarín es que consigue transformar el esfuerzo en gracia. Si fuéramos capaces de hacer eso, estaríamos más cerca de la perfección en la conducta. Porque el bailarín se pasa muchas horas en la barra practicando para que luego parezca que hace esa maravilla sin esfuerzo. Eso tenía que ser el centro no sólo de toda nuestra vida educativa, sino de toda nuestra vida a secas: transfigurar el esfuerzo en gracia».

Éste sería, pues, el mensaje: para volar, como advierte José Antonio Marina, antes han sido necesarias muchas horas de práctica y disciplina. Con lo cual volvemos al comienzo del capítulo, en el que Daniel Goleman nos decía que un gran componente de la inteligencia emocional, de otra manera de ser inteligente, es la concentración, el esfuerzo, la meditación. Para saber amar hay que estudiar primero. Es el llamado aprendizaje sentimental.


CAPITULO XVII


Por qué funciona el sistema



William Baumol es uno de los

economistas más citados de los últimos
tiempos. Sus 35 libros y más de
500 artículos lo sitúan como uno de
los teóricos del dinero más prolíficos
de La historia. A sus 86 años sigue
trabajando en su despacho de la
Universidad de Nueva York, donde nos
recibió para hablar de por qué el
capitalismo se ha convertido en el
modelo económico triunfante en el
mundo contemporáneo.

Entre tanto discurso pesimista que nos rodea, no viene mal conocer un enfoque muy optimista de cómo están yendo las cosas, por lo menos desde el punto de vista económico, aunque no sólo.



PRIMERO LA PRÁCTICA, DESPUÉS

LA TEORÍA

La única nota negativa en el panorama, por lo demás bastante halagüeño, que dibuja el profesor Baumol de la economía mundial tiene que ver con el crecimiento del producto nacional en todos los países, al menos de Estados Unidos y de Europa. Este aumento de la productividad hace que los productos manufacturados sean cada vez más baratos, incluidos aquellos que sirven para la guerra y el terrorismo. Hoy pueden caer en manos de gente que no lo merece armas muy baratas, sobre todo si comparamos la situación actual con la de hace sólo 30 años. En cierto modo, el poder de las grandes multinacionales y de las grandes potencias pueden igualarlo individuos que recurran a los últimos adelantos de la biología o la nanotecnología.


Ciertos sectores de la sociedad culpan a la economía de libre mercado de todos los males de la humanidad. Baumol opina lo contrario: que la economía funciona mucho mejor de lo que jamás habríamos pensado. Aunque rápidamente se apresura a aclarar que no es un fanático del libre mercado, tampoco de la economía controlada, y menos aún centralizada. En sus libros siempre incluye un capítulo en el que analiza aquellos aspectos que en el libre mercado funcionan mal y en el que habla de la tendencia monopolista o de la contaminación ambiental, entre otras cuestiones que se oponen al bienestar público. «Lo único que, en mi opinión, ha hecho del libre mercado el mejor sistema económico posible es estimular el crecimiento. En este sentido no tiene rivales. Existen países que han creado una literatura y un arte sensacionales, pero ninguno de ellos ha instaurado los estándares de vida, de reducción de la pobreza y de longevidad de aquellos que han aplicado una economía libre. Aunque, desafortunadamente, esto sólo ha ocurrido en occidente».

La concepción de Baumol de la economía de libre mercado es la de una inmensa máquina de innovación, algo sin precedentes en la historia. Y precisamente es esa capacidad de innovación la que hace posible y mantiene el crecimiento. Claro que el primer concepto que deberíamos aclarar es el de innovación, que para él no se resume en el invento. La sociedad con una economía de mercado no sólo inventa cosas, inventa con ellas todo un proceso de puesta en el mercado, y ese proceso de acercamiento de un nuevo producto al mercado es la verdadera, la completa innovación. En su opinión siempre han existido economías (sociedades) con una capacidad de invención maravillosa, pero, «por lo general, los únicos inventos cuyo uso se generalizó fueron los militares: se utilizaban máquinas para destruir las murallas de las ciudades amuralladas, se inventaban y utilizaban mejores espadas. Pero los inventos para mejorar la alimentación, el alojamiento… en suma, la calidad de vida, prácticamente brillaron por su ausencia, economía tras economía, y aquí es donde nuestra economía de libre mercado destaca. Sin embargo, es importante recalcar que esto no sucede porque los capitalistas sean personas buenas, amables y virtuosas… Los capitalistas, como siempre, hacen lo que les aporta riqueza, poder y prestigio, y con el capitalismo ocurre, por primera vez, que la forma más fácil de enriquecerse es a través de la innovación, a diferencia de cuando la mejor manera de enriquecerse era convertirse en un burócrata, en alguien que recaudaba sobornos». Esta singularidad es la que olvidan, a menudo, críticos del sistema capitalista tan reconocidos como el propio premio Nobel de Economía.

Tendemos a ver la tecnología como el resultado final de un largo proceso. Como la resolución de una secuencia narrativa que tiene un planteamiento, un nudo y un desenlace. Hay una situación que necesita solucionarse, los científicos investigan posibles remedios y finalmente surge una nueva herramienta que resuelve el problema inicial. Pero ¿qué pasaría si, en lugar de avanzar hacia delante, la secuencia narrativa fuese hacia atrás? Es decir, ¿qué pasaría si surgiese primero una herramienta y luego se encontrase su explicación?

Esto es lo que sucedió con la bombilla eléctrica. Edison construyó el primer sistema eléctrico sin ayuda de las ecuaciones matemáticas que explican el comportamiento de la electricidad. Sólo unos años más tarde se desarrolló el conocimiento teórico necesario para explicar el invento matemáticamente, pero por entonces Edison y su equipo ya habían inventado y comercializado todos los componentes del sistema eléctrico, es decir, la bombilla, los cables y hasta los generadores. Otros inventos, como el motor de explosión, el avión o el automóvil, también siguen esta dinámica. Primero surge la tecnología y después la ciencia que explica su funcionamiento.

Sin embargo, la idea general es que la tecnología es el resultado de la aplicación de la ciencia, es un planteamiento que les viene muy bien a las empresas. Desde los departamentos de investigación se crean historias de nuevos inventos magníficos que solucionarán todos nuestros problemas. Es la manera más eficiente para convencer a los inversores y a la opinión pública en general. Las empresas farmacéuticas también utilizan este recurso: prometen encontrar la vacuna contra el cáncer y contra todas las enfermedades que nos acechan y así consiguen el dinero para financiar sus estudios. Pero ¿se cumplirán algún día todas estas promesas?

Muchos medicamentos se descubren de manera fortuita al observar los efectos que provocan en la aplicación de otros tratamientos. El ejemplo paradigmático es el de la Viagra, un medicamento concebido inicialmente para tratar la hipertensión y la angina de pecho, pero las pruebas clínicas desvelaron rápidamente el verdadero efecto de estas pastillas que han hecho felices a tantas personas.


LA FUERZA DEL EGOÍSMO


Este devenir de la innovación tecnológica no ha tardado en generar críticas. La más común es que los propietarios de la innovación no permiten, mediante patentes u otros sistemas, que otros se beneficien de su aportación. Dicho más claramente, el innovador se convierte en un monopolista. Según Baumol, lo que acabamos de escribir no es totalmente cierto, es más, piensa que «de hecho es, sorprendentemente, poco frecuente». Aunque, «de nuevo, no es porque los capitalistas sean buenos, sino porque proporcionan sus innovaciones a los demás a cambio de dinero. Un ejemplo: IBM, una de las empresas más grandes del mundo, autoriza el uso de todas y cada una de sus innovaciones a otras empresas -incluidos todos sus competidores- en todo el mundo. Y esto no es porque IBM sea un modelo de virtud, sino porque a cambio obtiene dinero o los inventos de los demás. Según mis cálculos, en el último año del que dispongo de datos, que fue hace varios, el 20 por ciento de los beneficios de IBM procedía de permitir que sus competidores utilizaran sus inventos. Esto es exactamente lo que hace el mercado: parte de personas que son egoístas, que son avariciosas, que quieren riqueza y les dice: «podéis obtenerla si dejáis que los demás usen vuestros inventos, podéis obtenerla intercambiando vuestros inventos por los suyos, podéis obtenerla haciendo circular estos inventos tan rápido como sea posible». Y en consecuencia, muchas de estas empresas no sólo permiten que otras personas utilicen sus inventos, sino que intentan buscar clientes para sus innovaciones».


En el fondo se diría que miles de egoístas funcionando juntos generan una máquina de innovación poco egoísta. Es la máquina la que es poco egoísta, aunque las personas que la componen lo sean en alto grado. Y es que el sistema recurre al egoísmo para motivar a las personas. En el Renacimiento una de las cuestiones que más debate suscitaba entre los filósofos era: si Dios es todopoderoso, ¿por qué permite que la gente sea tan egoísta y se comporte tan egoístamente? Adam Smith fue el primero en responder a eso al afirmar que, de hecho, tras la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén quedó patente que la humanidad ya no sería perfectamente virtuosa y que el egoísmo iba a convertirse en una de las fuerzas impulsoras más poderosas. Por eso Dios ideó un plan B: proporcionar incentivos que convirtieran el egoísmo en una virtud… De eso trata el fragmento sobre «la mano invisible» en su libro La riqueza de las naciones, porque en el siglo XVIII -cuando Adam Smith lo escribió- todo el mundo sabía que la expresión «la mano invisible» hacía referencia a Dios, era la mano de Dios.


LA PARADOJA NIPONA


En todos los países existen leyes públicas para proteger los inventos a través de patentes. Sin embargo, Baumol suele citar en sus libros lo que podríamos denominar «la paradoja nipona». Japón consigue, con una protección pública mucho menor sobre estos asuntos, una mayor difusión del conocimiento y una mayor rentabilidad. La respuesta reside, una vez más, en la eficacia del juego de múltiples intereses, o de intereses cruzados: «Si yo invento algo y a ti te resulta fácil copiarlo, aunque necesites un año para descubrir cómo hacerlo, sé que perderé dinero si no te lo oculto; pero tú sabes que podrás ganar mucho más dinero si lo consigues inmediatamente en lugar de tener que esperar un año, de modo que la manera habitual de negociar este tipo de cosas es que yo te diga: "te dejo que dispongas de la patente inmediatamente, incluso formaré a tus trabajadores sobre cómo usarla -lo que constituye una práctica muy común- siempre y cuando de cada producto que vendas utilizando esta patente me pagues el 5 por ciento de los ingresos". De esta manera se consiguen ambas cosas: por un lado, el incentivo para que una empresa italiana, pongamos, invente algo nuevo, pero también un incentivo para que esta empresa italiana proporcione su invento con mucha rapidez a Rumania, porque divulgando su invento puede obtener el 5 por ciento de los ingresos. De modo que la empresa tiene incentivos para inventar, pero también incentivos para difundir sus inventos».


Resulta, siempre según Baumol, que como en tantas otras cosas, el grado intermedio es el adecuado. Japón no tiene escasa protección sobre sus ideas innovadoras, tiene exactamente el adecuado. Estados Unidos, donde el índice de rentabilidad en este aspecto también es de los más altos, se encuentra en un caso similar. «Se necesita cierta protección. Si no la hubiera, la única manera de beneficiarse de un invento sería mantenerlo en secreto y no permitir que nadie tuviera acceso a él, mientras que con la patente se convierte en una mercancía que se puede vender, porque yo puedo darte acceso a mi invento, pero tú sólo podrás usarlo si firmamos un contrato en virtud del cual pagues un precio que a ambos nos sea rentable. Esto es lo que sucede tanto en Estados Unidos como en Japón, pero en el caso japonés, hasta cierto punto, ha funcionado con más eficacia».

No existe una respuesta exacta, pero es probable que una sensación generalizada de que existe mayor cooperación entre las industrias o el mero hecho de saber que una innovación no se convierte automáticamente en monopolio genera un mayor crecimiento real y una mayor difusión de los conocimientos. «Antes he mencionado a IBM. Pues resulta que IBM me dijo, y me permitió publicar, que tenían un contrato con todos sus principales competidores del mundo para todos los componentes informáticos más importantes. Y de este modo, IBM puede permitir que el competidor disponga de todo lo que la empresa invente durante los próximos cinco años, pongamos, siempre que el competidor le permita a IBM disponer de todo lo que el competidor invente durante esos próximos cinco años, y pague el porcentaje que marquen sobre todo lo que vendan con esas patentes».

¿BONDADES DEL MONOPOLIO?

William Baumol tendría escaso futuro como político, entre otras cosas porque defiende hasta cierto punto las ventajas del monopolio. Y lo cierto es que casi todos pensamos que la concentración de grandes empresas es lo peor que puede ocurrir. «Nuevamente, hay que encontrar el justo punto medio. No estoy postulando, como hacía Joseph A. Schumpeter, que el monopolio sea algo bueno… Lo que digo es que el oligopolio, que es algo más intermedio, es mejor en el proceso de innovación, pero sólo hasta cierto punto, y deberé explicarlo mejor, porque incluso esto no es completamente cierto. Los oligopolios desempeñan un papel importante en el crecimiento económico, pero a la vez engañan a la gente, a veces conllevan juego sucio y hay que vigilarlos. Porque en oligopolios hay muchas personas inmorales, desagradables, en las que no hay que confiar ni por asomo. En Estados Unidos hemos presenciado muchos ejemplos de esto en los últimos años. De modo que no digo que los oligopolistas sean buenos ni virtuosos, lo único que digo es que, al igual que sucede con el mercado, estas grandes empresas desempeñan un papel limitado en el proceso de crecimiento. Su papel es sólo parcial, porque son las empresas pequeñas las que han contribuido sobre todo al conjunto de grandes inventos que ha dado la historia reciente».

Confieso que no me resulta fácil seguir la argumentación. Si no son fiables, si hay que vigilarlos, si las pequeñas empresas son las más innovadoras, ¿para qué sirven los oligopolios? ¿Cuál es su mérito? Baumol argumenta que en el proceso de innovación son las pequeñas empresas las que han generado los inventos más apasionantes, más nobles y creativos, pero luego son las empresas oligopolistas las que hacen posible su materialización. Por ejemplo, los hermanos Wright inventaron el primer avión operativo, pero no fueron quienes lo comercializaron. De hecho la aviación pronto pasó a estar controlada por Boeing y Airbus, dos gigantes empresariales que invirtieron e invierten grandes cantidades de dinero en construir aviones más grandes, más seguros, más cómodos. Y más rentables, desde luego, porque eso es justamente lo que los impulsa a hacerlo. La división del trabajo consiste en que las grandes empresas casi nunca son las creadoras de los inventos realmente brillantes que constituyen un gran avance, ese papel corresponde a las pequeñas empresas, pero luego, o bien estas pequeñas empresas se vuelven grandes, o bien venden sus inventos a oligopolios gigantes que invierten enormes cantidades de dinero en el proceso, haciendo una pequeña mejora aquí, añadiendo un poco más de comodidad allá… y todo esto junto es lo que nos lleva de los pequeños aviones primitivos que creaban los inventores europeos y los hermanos Wright en Estados Unidos, al gigantesco Airbus 380 fabricado recientemente.


LOS OLVIDADOS


Lo que argumenta el profesor Baumol está muy claro y parece sensato. El pez grande compra al chico, lo engorda y lo vende a trocitos. Trocitos de utilidad, de comodidad, de ¿progreso? En todo caso es la lógica de las cosas que suceden a nuestro alrededor. Y ha venido sucediendo desde hace más de un siglo. Hay mercados en los que las pequeñas empresas dicen claramente que están buscando un comprador para su estupendo invento.


Éste es el optimismo de William Baumol, un optimismo razonable que se basa en una interpretación nada emocional de la realidad. No discute que el genio sea engullido y transformado por la rentabilidad; cada uno, en su opinión, tiene su tiempo y su margen de realización. Es una visión burguesa de la realidad, quizá inadmisible para el idealismo, pero bastante confortable…

Junto al equilibrio o el posibilismo keynesiano del profesor Baumol existen otras formas de abordar el hecho económico. Y entre ellas, las que se enfrentan a las grandes interrogantes. Aquellas que, por ejemplo, se preguntan por qué en un mundo tecnológicamente desarrollado sigue habiendo millones de hambrientos. Arcadi Oliveres, experto en economía mundial y presidente de la Fundació per la Pau y la ONG Justicia i Pau, nos acompaña en la búsqueda de respuestas. Las diferencias las hallará el lector muy rápidamente: «Es evidente que la economía es aquella ciencia que intenta administrar los recursos escasos que nos suministra la naturaleza para satisfacer las necesidades de la gente. Pues bien, hay quien opina que la población mundial ha llegado a un límite. Yo no soy de este parecer. Entiendo, de acuerdo con lo que ha dicho la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, que los recursos del planeta darían para alimentar hasta 15.000 millones de personas, pero esto tiene evidentemente otra cara: no es compatible con el ritmo al que consumimos los 1.200 millones de privilegiados que vivimos en el primer mundo».

Arcadi Oliveres piensa, es evidente, que la economía mundial podía ser de otra manera y sus opiniones, como profesor de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona, están largamente meditadas. Existen numerosos rincones oscuros en el capitalismo global y él nos ayudará a descubrirlos: por ejemplo: «Era bueno y lógico elegir una palabra de importancia en el mundo económico como es cooperativa, porque en una cooperativa está implícito el concepto básico de empresa. Una empresa al fin y al cabo es la colaboración entre el que aporta el capital y el que aporta el trabajo para transformar bienes de la naturaleza en algo que pueda ser útil para cubrir las necesidades de los ciudadanos, y en la cooperativa prácticamente se unen en una misma persona el capital y el trabajo, lo cual podría hoy en día evitar muchísimos problemas. Por ejemplo, el problema de la deslocalización, en la cual el capital se queda en un sitio y el trabajo acude a otro, o estas otras cuestiones escandalosas, como son las enormes diferencias salariales entre los que ocupan puestos importantes y puestos de niveles más inferiores en las empresas, en casos patentes en que la multiplicación del salario puede ser de 100, de 200, de 700 veces el uno respecto del otro. En una cooperativa esto no puede existir, y pienso que si una parte del mundo empresarial fuese cooperativa (y afortunadamente una parte ya lo es), las cosas irían bastante mejor».

Sus experiencias en sociedades del Tercer Mundo, en lugar de sumirlo en la depresión a la que conducen a la mayoría de los occidentales, a él le infunden esperanza, una esperanza rebelde es cierto, pero muy alejada del nihilismo imperante. «Tuve ocasión de visitar Bamako [la capital de Mali] con motivo del Foro Social Mundial y, si bien por un lado pude constatar la verdadera pobreza e incluso miseria que sufre la mayoría de la población, era evidente también que existía una enorme esperanza entre las gentes. Grupos de campesinos con proyectos concretos de desarrollo agrario, grupos de protesta y también amargura por el trato que reciben en occidente sus emigrantes, es decir, voluntad de cambiar las cosas. Evidentemente la injusticia de la situación me rebelaba, pero, al mismo tiempo, sentí que un futuro era posible».


COMO SIEMPRE, DESIGUALDADES


El agua que cubre la mayor parte de nuestro planeta se ha convertido en un símbolo. Es un bien magnífico, aparentemente a disposición de todos, pero en realidad es algo de lo que algunos abusamos y de lo que otros carecen. «Naciones Unidas ha presentado un informe según el cual «los norteamericanos consumen 550 litros de agua por persona y día; los europeos, un promedio de 350, y los africanos del África negra, entre ocho y 10 litros de agua por persona y día, lo cual de muestra las enormes diferencias del planeta. Esta es una primera lectura, la segunda sería el mal aprovechamiento que los países del norte hacen de esta agua y además, algo todavía mucho más peligroso -ya que el agua debe ser por naturaleza y por principio un bien público-, empiezan a existir grandes empresas dedicadas especialmente a las bebidas que intentan privatizarla mediante la adquisición de manantiales. Si a esto añadimos el hecho de que, por ejemplo, en el Pirineo se construye una enorme cantidad de casas para gente que las ocupa 19 noches al año de media, la conclusión es que estamos claramente desaprovechando el recurso básico».


El informe es doblemente interesante, porque por un lado nos presenta la situación de los países del mundo en el área económica, los grandes datos sobre la renta, la deuda externa, el comercio exterior, el gasto militar y la educación, pero al mismo tiempo también hace algo muy interesante y que se ha puesto de moda en los 18 años que lleva publicándose el informe: establece un ranking de los países, no en función de la renta per cápita, lo más común, sino en función de lo que llaman Índice de Desarrollo Humano (IDH); un baremo en el que entra la renta, sí, pero también el nivel educativo y el nivel de salud. Un baremo que está en fase de perfeccionamiento para que en el futuro pueda dar cuenta de asuntos como el umbral de pobreza, la condición de las mujeres o la situación medioambiental.

‘COPYLEFT:’ CEDER PARA CRECER

Como vemos, el mundo sigue dividido entre aquellos que se conforman con explicarse el porqué y el cómo suceden las cosas, y los que aspiran a saber cómo deberían ser y qué se puede hacer para que eso ocurra. En la última década -algo más, afirmarían los puristas de la cronología- las nuevas tecnologías han cambiado realmente dos aspectos trascendentales: nuestro concepto de realidad (lo virtual se ha incorporado a lo real) y nuestra relación con el trabajo que equivale a constatar la trascendencia de la fusión entre biología y tecnología en los próximos años. Ante este fenómeno realmente nuevo, y al mismo tiempo asimilado socialmente en un tiempo récord, existe, cómo no, un nuevo dualismo. De una parte se encuentran quienes opinan que las nuevas tecnologías promueven el individualismo y el consumo masivo y, de otra, quienes piensan que pueden servir para todo lo contrario. Obviamente en el segundo apartado se encuentran los más jóvenes, quienes como Susana Noguero, profesora del Instituto Audiovisual de la Universidad Pompeu Fabra y responsable de Platoniq, empresa especializada en desarrollo de software, bases de datos y logística, piensan que «la combinación del hazlo tú mismo con una buena dosis de reciclaje útil y mucha información ciudadana sería una buena fórmula para no gastar tanto dinero y que lo interesante de Internet en estos momentos es que se ha convertido en una especie de dios consultor que lo sabe todo y que permite la creación de espacios en los que muchas personas comparten informaciones útiles».

Un ejemplo de esto serían las licencias copyleft, que, traducido del inglés, significa algo así como licencia permitida o autorizada y que precisamente se han desarrollado para permitir la libre circulación de nuevas ideas y obras culturales. Los propios autores son los que deciden qué permisos ceden a la hora de usar y distribuir sus trabajos. A Susana Noguero este hecho le parece una «consecuencia obvia de la revolución tecnológica que ha permitido que los bienes culturales y los conocimientos se independicen de los viejos formatos físicos y que puedan distribuirse en las grandes redes telemáticas de una forma potencialmente mundial y bajo un coste casi cero».

¿Qué nos parecería una estación pública de radio donde se pudiese acceder a la música de más de 800 artistas de todo el mundo con licencia copyleft totalmente legal y al mismo tiempo gratuita? El colectivo Platoniq, en colaboración con un grupo creciente de músicos, artistas y sellos discográficos que distribuyen su música o sus contenidos bajo licencias copyleft en Internet, lo hacen posible. «A partir del ano 2003 empezamos a desarrollar el proyecto Burn Station. La idea fue combinar la experiencia de los sistemas de intercambio de datos, donde la gente se puede bajar y subir archivos muy fácilmente, con el espíritu de los sistemas de sonido y fiestas radiofónicas que montaban los jamaicanos en las décadas de 1950 y 1960 en las que disfrutaban además de la música, de estar entre amigos y otra gente a la que le gustaba la música. Por otro lado, Burn Station es un software libre diseñado para el sistema operativo Linux, lo que permite que otros grupos y espacios se lo puedan instalar y reproducir así el proyecto en otras ciudades del mundo».

¿Y qué opinaría el lector de un espacio público donde pudiese enseñar lo que sabe a todos los interesados en aprender? ¿Y si además aprendiese algo de manera gratuita? Este es el caso del proyecto Banco Común de Conocimientos, una plataforma de producción colectiva de contenidos copyleft y de experiencias piloto en torno a la transmisión libre de conocimientos y la educación mutua. En Barcelona existe desde septiembre de 2007.

VANGUARDIA EMPRESARIAL: NUEVAS SOLUCIONES

Se las conoce como spin-off y son empresas surgidas de una institución madre que las impulsa a crecer, las protege y las acoge durante sus primeros pasos, los más difíciles en el mundo empresarial. Representan la forma más elegante de permitir a la sociedad beneficiarse de los últimos descubrimientos científicos: con empresas creadas dentro del ámbito de la universidad o de los centros de investigación.

Carlos Buesa y Támara Maes nos hablaron en Redes de su experiencia con Oryzon Genomics, una empresa que apostó por las aplicaciones de la biotecnología en el campo de La salud. Una empresa que, como algunas otras, responde al desafío de transformar la investigación universitaria en riqueza y puestos de trabajo. «Oryzon se ha enfocado al desarrollo de herramientas diagnósticas, sobre todo en dos tipos de enfermedades, las enfermedades oncológicas y las neurodegenerativas, como el Parkinson y el Alzheimer. Lo que buscamos son biomarcadores, pequeñas o grandes moléculas que están presentes y que suben o bajan de nivel de una manera muy notable cuando una persona padece una determinada enfermedad». Iniciaron sus actividades recurriendo a la familia, a los amigos y a los conocidos… un caso claro de friends, fools and family (amigos, locos y familiares). «Tenemos una expresión muy castiza que es el sablazo y realmente Oryzon empezó a funcionar con dos rondas de friends, fools and family. En dos grandes sablazos recaudamos más de 250.000 euros de gente que creyó en nosotros cuando la empresa no era más que unos papeles en blanco con anotaciones». Después lograron una serie de préstamos blandos, del programa de ayudas NEOTEC del Ministerio de Industria y de la Fundación Bosch i Gimpera, y pusieron en funcionamiento un embrión de empresa con el que generaron los primeros equipos, y finalmente consiguieron convencer al capital riesgo de que el suyo era un proyecto de interés.

En siete años Oryzon ha conocido un formidable crecimiento, es una empresa tecnológicamente muy sofisticada y cuenta con 50 personas en plantilla. Pero empezó con dos personas en una habitación alquilada de unos 15 metros cuadrados. Hoy ocupa una extensión de 700 metros cuadrados en el Parque Científico de la Universidad de Barcelona. El pensamiento que hizo posible el proyecto es sencillo: que una serie de científicos traslade sus investigaciones al mundo empresarial y trabaje en el desarrollo de productos basados en sus investigaciones. De esta manera la investigación puede llegar a los pacientes, a la agricultura o a cualquier otra aplicación práctica.

En el contexto anterior veremos, con toda seguridad, afianzarse en los próximos años lo que en el mundo anglosajón se ha calificado de proyectos trasnacionales; son empresas apiñadas en torno a un pequeño centro de investigación que sabe trasladar simultáneamente al mundo real de la enseñanza los logros conseguidos para, finalmente pero en el misino centro, distribuir el producto a los que lo demandan o necesitan. En el campo de la gestión emocional, por ejemplo, esto implicaría crear un centro de investigación cuyos productos sirvieran para confeccionar un modelo que se destinaría, primero, al profesorado interesado y del que se aprovecharían también los padres o alumnos en busca de ayuda a raíz de la crisis de la adolescencia.

Hemos divisado el mundo de la economía visto desde el inmediato presente, un punto en el que convergen el análisis clásico y parcialmente optimista de Baumol con la crítica política y ecológica, las posibilidades aparentemente infinitas de Internet y el valor de cambio de la investigación aplicada. Una convivencia sin duda apasionante, que evoluciona a velocidad de vértigo y que, en el fondo, es sólo otra manera de interpretar, de observar el rostro mutante de nuestra sociedad.

Aquí concluye nuestro recorrido por las interrogantes y también por las respuestas científicas que nos brindan los cerebros más activos de nuestro tiempo, desde el misterio de las primeras moléculas que aprendieron a replicarse hasta los seres complejos en que nos hemos convertido. Quizá, incluso, demasiado complejos.

En el camino hemos descubierto muchas cosas de nosotros mismos; por ejemplo, que somos comunidades de bacterias, que la razón (uno de los dioses de nuestro pasado más reciente) no basta para canalizar la vida o que un pequeño cambio en alguno de los genes que contiene nuestro ADN podría transformar radicalmente nuestro comportamiento.

La residencia de lo que llamamos inteligencia o, dicho de otra manera, el funcionamiento de nuestro cerebro quizá sea el tema más apasionante de la investigación contemporánea. Por eso a través de los neurocientíficos hemos podido vislumbrar asuntos como el lenguaje de los humanos, ese milagro de la evolución, y aproximarnos a nuevas perspectivas sobre la sexualidad y la reproducción, algunas inquietantes.

Sobre asuntos menos susceptibles de ser analizados en un laboratorio, como la belleza, el dinero o el comportamiento en sociedad, hemos compartido las ideas de antropólogos, economistas y filósofos, todos ellos situados en el vértice de su especialidad y también cercanos, interesados por la ciencia pura. Porque uno de los avances, de los hechos que pueden mover al optimismo en la actualidad, es la convergencia que se está produciendo entre la comunidad, científica y el resto de la sociedad del conocimiento. Una aventura que no ha hecho más que comenzar

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