Capítulo VIII
CON EL JEFE ESPIRITUAL DE LA INDIA DEL SUR
Alguien se me acerca antes de llegar al fin del camino que conduce hacia Madrás. Vuelvo la cabeza. El yogi del manto amarillo, pues es él, me premia con una sonrisa mayestática. La boca se extiende casi de oreja a oreja; sus ojos sonríen convirtiéndose en estrechas troneras.
—¿Desea usted hablarme? —le pregunto.
—Sí, señor —replica rápidamente con una buena pronunciación inglesa—. ¿Me permite preguntarle qué hace usted en nuestro país?
Su curiosidad me hace dudar, por lo que decido dar una respuesta vaga.
—Paseando, nada más.
—Creo que usted está interesado en nuestros santos.
—Sí... algo.
—Señor, soy yogi —me informa.
Es el yogi al parecer más pesado que hasta ahora he visto.
—¿Cuánto tiempo hace que practica usted?
—Tres años, señor.
—Pues no parece haberle sentado mal, si usted me permite que se lo diga.
Se recoge en sí mismo y adopta la posición que corresponde a la orden militar de atención. Como está descalzo, mi imaginación suple el golpeteo de los tacones.
—Durante siete años fui soldado al servicio del Rey y Emperador1 —exclama.
—¡Ah, sí!
—Sí, señor. Serví como soldado raso en el Ejército hindú durante la campaña de Mesopotamia. Después de la guerra, pasé al Departamento Militar de Contabilidad debido a mi inteligencia superior.
Me veo obligado a sonreír por ese testimonio sobre sí mismo que nadie le ha pedido.
—Dejé el servicio por problemas de familia, pasando después por un período de grandes dificultades, lo que me indujo a seguir el sendero espiritual y convertirme en yogi.
Le entrego mi tarjeta y le pido que me diga su nombre.
—Mi nombre personal es Subramanya y el de mi casta es Aiyar —me dice en seguida.
—Bien, señor Subramanya, espero una explicación de las palabras que usted murmuró en la casa del Sabio Que Nunca Habla.
—Pues yo he esperado todo este tiempo para dársela. Plantee usted sus cuestiones a mi maestro, pues es el hombre más sabio de la India, más sabio que los yogis.
—¡Vaya! ¿Ha viajado usted por todo el país? ¿Ha conocido usted a todos los grandes yogis para poder afirmar eso?
—He encontrado varios de ellos; conozco el país desde el cabo Comorín hasta el Himalaya.
—¡Ah, sí!
—Señor, nunca he encontrado a nadie como él. Es un alma grande. Quiero que usted lo conozca.
—¿Por qué?
—Porque él me ha conducido a usted. Su poder atrae a usted a la India.
Esta afirmación exagerada resulta excesiva, por lo que empiezo a apartarme de aquel hombre. Temo siempre las exageraciones retóricas de los emotivos, y es evidente que el yogi del manto amarillo es hombre de intensa emotividad. Su voz, sus gestos, su apariencia, la atmósfera que lo rodea, lo revelan claramente.
—No le entiendo —respondo fríamente.
—Lo conocí hace ocho meses; durante cinco se me permitió permanecer junto a él; después se me envió nuevamente en peregrinación. No me parece probable que usted encuentre otro igual. Sus dotes espirituales son tan grandes que responderá a pensamientos no expresados. Sólo es necesario que usted permanezca un corto tiempo con él para comprender su grandeza espiritual.
—¿Está usted seguro de que le agradará mi visita?
—¡Oh, señor, ciertamente! Es él quien me ha guiado hasta usted.
—¿Dónde vive?
—En Arunachala, la colina del Fuego Sagrado.
—¿Dónde queda eso?
—En el territorio de Arcot del Norte. Seré su guía. Permítame usted que le conduzca allí. Mi maestro resolverá sus dudas y eliminará sus problemas, pues conoce la más alta verdad.
—Eso parece ser muy interesante —admito algo a mi pesar—. Pero lamento que por ahora esa visita sea imposible. Mis valijas están prontas y dentro de muy poco me iré hacia el noreste. Tengo dos importantes compromisos.
—¡Pero esto es más importante!
—Lo siento. Nos hemos encontrado demasiado tarde. He terminado mis preparativos y no es fácil modificarlos ahora. Probablemente vuelva al sur, pero actualmente no puedo efectuar ese viaje.
El yogi está evidentemente contrariado.
—Usted desperdicia una oportunidad, señor...
Preveo una discusión inútil, por lo que decido terminar de una vez...
—Tengo que dejarle. Gracias, de todas maneras.
—Me niego a aceptar esa imposibilidad —asegura obstinadamente—. Mañana por la tarde le visitaré y espero oírle decir entonces que ha cambiado de opinión.
Nuestra conversación termina bruscamente. Observo su robusta figura, bien formada, vestida de amarillo, mientras emprende su camino por la carretera.
Cuando llego a casa empiezo a creer que quizás he juzgado mal. Si el maestro vale sólo la mitad de lo que dice su discípulo, entonces valdría la pena también un viaje hasta el extremo sur de la península. Pero algunos hechos me inducen a desconfiar de los devotos demasiado entusiastas. Cantan himnos de alabanza a sus maestros que, en el curso de una investigación, resultan ser lamentablemente pobres, según las normas más críticas de Occidente. Además, las noches sin sueño y los días de calor pegajoso han disminuído la fortaleza de mis nervios, por lo que lo más probable es que el viaje pueda resultar una casa infructuosa.
Pero la argumentación no puede deshacer el sentimiento. Una extraña corazonada me advierte que la fogosa insistencia del yogi sobre las cualidades que distinguen a su maestro puede tener una base real. Es imposible reprimir la idea de que me he equivocado en mi perjuicio.
* * *
Cerca de la hora del tiffin, esto es, el té con galletitas, el sirviente anuncia un visitante que resulta ser otro hermano de la fraternidad de los dedos manchados de tinta, es decir, el escritor Venkataramani.
Varias cartas de presentación se encuentran todavía donde las arrojé: en el fondo de mi baúl. No tengo ningún deseo de utilizarlas. Se debe esto a una curiosa ocurrencia mía, según la cual será mejor dejar que los dioses lo hagan, bien o mal, como puedan. Sin embargo, utilicé una en Bombay al preparar mi investigación y otra en Madrás, por habérseme encargado entregar personalmente con ella un mensaje. Es esta segunda carta la que conduce a Venkataramani hasta mis puertas.
Pertenece al Senado de la Universidad de Madrás, pero es más conocido como autor de inteligentes ensayos y cuentos sobre la vida aldeana. Es el primer escritor hindú de la Presidencia de Madrás que usa el inglés y al que se ha honrado entregándole públicamente una placa de marfil con una inscripción por sus servicios a la literatura. Él escribe con un estilo delicado de tales méritos que ha merecido elogios de Rabindranath Tagore en la India y del difunto Lord Haldane en Inglaterra. Su prosa rebosa de bellas metáforas y sus cuentos relatan la melancólica vida de las aldeas abandonadas.
Cuando entra en mi habitación observo su figura alta y delgada, su pequeña cabeza, con el minúsculo mechón de pelo; la barbilla pequeña y sus ojos provistos de lentes, que son los de un pensador, un idealista y un poeta, todo en una pieza. Sin embargo, el iris expresa la profunda preocupación por los sufrimientos de los aldeanos.
Muy pronto encontramos varios puntos de contacto. Después de haber comparado notas acerca de la mayoría de las cosas, después de haber analizado la política y agitado los incensarios de la adoración ante nuestros escritores favoritos, me siento repentinamente decidido a revelarle la razón de mi visita a la India. Le explico con toda franqueza mi verdadero objeto; le pregunto si conoce la residencia de algún auténtico yogi que haya logrado algo extraordinario y le advierto con claridad que no me interesa especialmente encontrar ascetas cubiertos de suciedad o faquires semejantes a juglares.
Inclina la cabeza en señal de asentimiento y luego la sacude negativamente.
—La India ya no no es el país de esos hombres. Por una parte, con el creciente materialismo de nuestra patria, y su profunda degeneración, por otra, con el impacto de la descreída cultura occidental, los hombres que usted busca, los grandes maestros casi han desaparecido del todo. Creo firmemente, sin embargo, que existen algunos reclusos, tal vez en bosques solitarios, pero a menos que usted dedique toda una vida a buscarlos, los encontrará con muchas dificultades. Cuando uno de mis compatriotas emprende hoy esa investigación, tiene que recorrer grandes distancias. ¡Cuánto más difícil no será para un europeo!
—Entonces, ¿tiene usted muy pocas esperanzas? —pregunto yo.
—Bueno, no se puede decir; quizá tenga usted suerte.
Algo me induce a plantear repentinamente una pregunta.
—¿Ha oído usted hablar de un maestro que vive en las montañas de Arcot del Norte?
Sacude negativamente la cabeza.
Nuestra conversación vuelve a los temas literarios.
Le ofrezco un cigarrillo, pero se disculpa. Enciendo uno para mí y mientras inhalo el perfumado humo de la yerba turca, Venkataramani derrama su corazón alabando apasionadamente los ideales de la antigua cultura hindú, que desaparecen rápidamente. Se refiere a ideas como la simplicidad de la vida, el servicio de la comunidad, la existencia con amplio tiempo libre y los fines espirituales. Quiere suprimir algunas estupideces parásitas que crecen en la sociedad de su patria. Sin embargo, la idea más grandiosa es su pretensión de salvar el medio millón de aldeas hindúes, para evitar que se conviertan en centros de reclutamiento de los barrios proletarios de las grandes ciudades. Aunque esta amenaza es más remota que real, su visión profética y su conocimiento de la historia industrial de Occidente, le inducen a creer que eso será un resultado seguro de las tendencias actuales. Venkataramani me cuenta que su familia posee propiedades cerca de una de las más antiguas aldeas del sur de la India; lamenta profundamente la decadencia cultural y la pobreza material en las que ha caído la vida aldeana. Le gusta hacer proyectos para mejorar la suerte de la simple gente campesina y se niega a ser feliz mientras ellos sean desdichados.
Escucho en silencio, tratando de entender su punto de vista. Finalmente, se levanta para irse y observo cómo desaparece su alta y delgada figura alejándose por el camino.
Temprano, a la mañana siguiente, me sorprende recibir su inesperada visita. Su coche llega apresuradamente a la puerta, pues teme que me haya ido.
—Anoche, ya muy tarde, recibí un mensaje, en el cual se me advierte que uno de mis más importantes protectores permanecerá un día en Chingleput —estalla.
Después de haber recobrado el aliento, continúa diciendo:
—Su Santidad Shri Shankara Acharya de Kumbakonam es el jefe espiritual de la India del Sur. Millones de personas le tienen por uno de los maestros de Dios. Se toma mucho interés por mí y me ha alentado en mi carrera literaria; naturalmente, es una de las personas a quienes acudo cuando necesito consejos espirituales. Puedo decirle ahora lo que me abstuve de mencionar ayer. Vemos en él un maestro que ha alcanzado las más altas cumbres espirituales. Pero no es yogi. Es el más alto dignatario del hinduismo del sur de la India, un verdadero santo y un gran entendido en cuestiones filosóficas y teológicas. Como observa atentamente la mayoría de las corrientes religiosas de nuestra época y por sus propios éxitos en lo espiritual, posee probablemente un conocimiento poco común de los verdaderos yogis. Recorre frecuentemente las aldeas y las ciudades, por lo que está particularmente bien informado de esas cuestiones. A cualquier parte que vaya, los santos se presentan a rendirle homenaje. Es posible que pueda darle algún buen consejo. ¿Le gustaría visitarle?
—Eso es muy bondadoso de su parte. Me gustaría mucho ir. ¿A qué distancia queda Chingleput?
—Sólo a 56 kilómetros. Pero espere...
—Diga usted.
—Empiezo a dudar que Su Santidad le conceda una audiencia. Naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano. Pero...
—¡Soy europeo! —digo terminando la frase por él—. Entiendo.
—¿Está usted dispuesto a correr el riesgo de una negativa? —pregunta con un poco de ansiedad.
—¡Claro que sí! ¡Vamos!
Después de una comida ligera iniciamos el viaje. Abrumo a preguntas a mi compañero acerca de ese hombre a quien espero ver hoy. Me entero de que Shri Shankara lleva una vida de sencillez casi ascética, en lo que respecta al alimento y al vestido, pero la dignidad de su alto cargo le obliga a viajar en un tren real. Le sigue un cortejo de elefantes, camellos, pundits, discípulos, heraldos y en general gente que se une a su séquito. A cualquier parte que vaya se convierte en el centro de atracción de muchedumbres de visitantes de las localidades vecinas. Llegan pidiendo ayuda espiritual, mental, física y financiera. Los ricos ponen a sus pies todos los días millares de rupias, pero como ha hecho voto de pobreza, ese dinero se emplea en buenos fines. Ayuda a los necesitados, contribuye a la educación, repara templos en ruinas y mejora el estado de los estanques artificiales alimentados por las lluvias, tan útiles en los campos sin corrientes de agua del sur de la India. Sin embargo, primordialmente su misión es espiritual. En cada lugar, dondequiera se detenga, trata de producir en el pueblo una comprensión más profunda de su herencia hindú, así como de elevar sus corazones y sus almas. Generalmente pronuncia un discurso en el templo local y responde, después, privadamente a la multitud de solicitantes que acuden a él.
Me entero de que Shri Shankara es la sexagésima sexta persona que lleva ese título en sucesión directa desde el Shankara2 original. Para tener una idea clara de su dignidad y de sus derechos me veo obligado a hacer varias preguntas a Venkataramani, acerca del fundador de la dinastía. Según parece, el primer Shankara floreció hace unos mil años, y fué uno de los más grandes sabios brahmánicos que consigna la historia. En las crónicas figura como un místico racional y un filósofo de primer orden. Encontró el hinduismo de su época en un estado desordenado y decrépito; su vitalidad espiritual decrecía rápidamente. Al parecer nació con una misión. Desde los 18 años recorrió la India a pie, discutiendo con los intelectuales y los sacerdotes de todos los distritos situados en su camino, enseñando sus propias doctrinas, adquiriendo un número considerable de partidarios. Su inteligencia era tan aguda que, generalmente, estaba por encima de sus adversarios. Tuvo la suerte de ser aceptado y honrado como un profeta durante su propia vida y no después de habérsele escapado ésta por la boca.
Era un hombre de muchos propósitos. Aunque fué el campeón de la religión de su país, condenaba enérgicamente las perniciosas costumbres que habían florecido bajo su manto. Intentó llevar a la gente por el camino de la virtud y criticó la futilidad de limitarse a complicados ritos sin esfuerzo personal. Rompió las reglas que regulan las relaciones entre las castas, dirigiendo los funerales de su propia madre, por lo cual fué excomulgado. Aquel joven sin miedo fué un digno sucesor de Buda, el primer enemigo famoso de ese sistema de estratificación social. En oposición a los sacerdotes, enseñó que todo ser humano, sin tener en cuenta la casta o el color, puede alcanzar la gracia divina y conocer la más alta verdad. No fundó ningún credo especial, pero mantuvo que toda religión conduce a Dios, si se cree sinceramente en ella y se la sigue hasta su intimidad mística. Elaboró un sistema filosófico, muy completo y sutil, para demostrar sus afirmaciones. Dejó una gran colección de escritos que se tienen en alta estima en todo lugar de erudición sagrada de la India. Los pundits aprecian mucho su legado religioso y filosófico, aunque, naturalmente, discuten su significado y juegan con sus palabras.
Shankara recorrió la India con un manto de color amarillo y un bastón de peregrino. Fué notable acto de estrategia fundar grandes institutos en los cuatro puntos cardinales. Había uno en Badrín, en el norte; en Puri, en el este, etcétera. En el sur, donde inició su obra, se encontraba el centro de su organización junto con su templo y un monasterio. Cuando terminaba la estación de las lluvias, de esas instituciones salían bandas de adoctrinados monjes que recorrían el país llevando el mensaje de Shankara. Este hombre notable murió a los 32 años, aunque según una leyenda simplemente desapareció.
El valor de estas informaciones me parece evidente, cuando me entero de que su sucesor, a quien veré hoy, lleva a cabo la misma labor y enseña las mismas ideas. A este respecto, existe una extraña tradición. El primer Shankara prometió a sus discípulos que permanecería con ellos en espíritu y que lo haría por el misterioso procedimiento de influir espiritualmente sobre sus sucesores. Ss atribuye algo similar a la dignidad del Gran Lama del Tibet. Durante sus últimos momentos de agonía, el Shankara nombra al que es digno de seguirlo. Generalmente la persona elegida es un muchacho de pocos años, de quien se encargan los mejores maestros disponibles; se le da una educación completa para hacerle capaz de desempeñar su alta dignidad. Sus estudios no son sólo religiosos e intelectuales, sino que comprenden también la yoga superior y la práctica de la meditación. A esa educación sigue una vida de gran actividad al servicio de su pueblo. Es un hecho singular que, a través de los siglos desde su fundación, ni uno solo de los mantenedores de esa dignidad haya carecido del más puro y generoso carácter.
Venkataramani adorna su relato con anécdotas acerca de las notables dotes que posee el sexagésimosexto Shri Shankara. Me cuenta la maravillosa curación de su propio primo, que ha debido permanecer en la cama durante muchos años, paralizado por el reumatismo. Shri Shankara le visita, toca su cuerpo y a las tres horas el enfermo se encuentra tan bien que puede abandonar el lecho y muy pronto está completamente curado.
Se asegura también que su santidad puede leer los pensamientos de otras personas; como quiera que sea, Venkataramani cree firmemente en ello.
* * *
Entramos en Chingleput por una carretera, a cuyos lados crecen palmas, encontrando un amontonamiento de edificios blanqueados de cal y dispuestos desordenadamente, con rojos techos montados los unos sobre los otros, separados por estrechas callejuelas. Descendemos del auto y caminamos hasta el centro de la ciudad, donde se encuentra una gran muchedumbre. Se me conduce a una casa, en la que un grupo de secretarios está sumamente ocupado con la extensa correspondencia que sigue a su Santidad, desde sus oficinas centrales, en Kumbakonam. Espero en una antesala que carece de sillas, mientras Venkataramani envía a uno de los secretarios con un mensaje para Shri Shankara. Pasa más de media hora antes de que vuelva diciendo que la audiencia no puede concederse. Su Santidad no entiende por qué ha de recibir a un europeo, habiendo más de doscientas personas que esperan. Muchas de ellas esperan desde la noche anterior para estar seguras de lograr una entrevista. El secretario se deshace en disculpas. ^
Acepto filosóficamente la situación, pero Venkataramani dice que en su calidad de amigo privilegiado tratará de hablar personalmente con su Santidad e insistir en mi nombre. Varias personas que forman parte de la muchedumbre murmuran desagradablemente cuando comprenden su intención de entrar fuera de turno. Después de muchas explicaciones y largos parlamentos, pude pasar. Vuelve sonriente y victorioso.
—Su Santidad hará una excepción en su caso. Nos recibirá dentro de una hora aproximadamente.
Paso el tiempo recorriendo lentamente las pintorescas callejuelas que conducen al templo principal. Me encuentro con algunos servidores que conducen a una manada de elefantes grises y grandes camellos pardos a un bebedero. Alguien, me señala el magnífico animal que conduce al jefe espiritual de la India del sur, durante sus viajes. Los efectúa de manera principesca, solo, en un opulento howdah, sobre el lomo de un alto elefante. Está ricamente cubierto de complicadas gualdrapas y preciosos tejidos bordados en oro. Observo al viejo y digno animal, mientras avanza por la calle. Levanta la trompa arrollándola y la deja caer otra vez cuando pasa.
Al recordar la antigua costumbre que requiere llevar frutas, flores o algunos dulces, cuando se visita a un personaje espiritual, me procuro un presente para colocarlo ante mi augusto huésped. Lo único que encuentro son naranjas y flores, comprando de ambas cosas todo lo que puedo llevar cómodamente.
Entre la muchedumbre que se apretuja ante la residencia temporaria de su Santidad, olvido otra importante costumbre hindú.
—¡Quítese los zapatos! —me recuerda apresuradamente Venkataramani. Me los quito y los dejo afuera en la calle. ¡Espero encontrarlos cuando salga!
Pasamos por una pequeña puerta y entramos en una desnuda antesala. En el extremo más lejano hay un recinto, débilmente iluminado, donde observo una figura pequeña, de pie entre las sombras. Me aproximo, deposito mi ofrenda y me inclino profundamente. Hay un valor artístico en esa ceremonia que me atrae, aparte de su necesidad como expresión de respeto y de cortesía, que no perjudica a nadie. Sé muy bien que Shri Shankara no es el papa, pues no existe un pontífice en el hinduismo, pero es el maestro y el inspirador de un enorme rebaño religioso. Toda la India del Sur acepta su tutela je.
* * *
Lo observo en silencio. Aquel hombre pequeño está vestido con el ropaje color amarillo de un monje y se apoya en un bastón de peregrino. Según me cuenta, todavía no tiene 40 años, por lo que me sorprende ver en su cabeza numerosos mechones blancos.
Su noble rostro, moreno grisáceo, ocupa un sitio de honor en la gran galería de retratos de mi memoria. En su cara aparece ese elusivo elemento, que los franceses designan adecuadamente con la palabra spirituel. Su expresión es modesta y suave, siendo extraordinariamente tranquilos y bellos sus grandes ojos negros. La nariz es pequeña, recta y clásicamente regular. Crece una barba corta y áspera debajo del labio inferior; se advierte en seguida la gravedad de su boca. Esa cara pudo haber pertenecido a uno de los santos que enriquecieron con la gracia la Iglesia de Cristo, durante la Edad Media, excepto que ésta tiene una cualidad más: la intelectualidad. Nosotros los occidentales, gente práctica, diríamos que sus ojos son los de un soñador. Algo me advierte que hay algo más que meros sueños detrás de esos pesados párpados.
Su Santidad ha sido muy bondadoso al recibirme —digo a modo de introducción.
Se vuelve hacia mi compañero, el escritor, y dice algo en su propio idioma. Adivino correctamente lo que quiere expresar.
—Su Santidad entiende cuando usted habla inglés, pero teme que no corresponda el suyo, por lo cual prefiere que yo traduzca —dice Venkataramani.
Pasaré velozmente por las primeras frases de esta entrevista, pues se refieren más particularmente a mí mismo que a este primado hindú. Me interroga acerca de mis observaciones y experiencias personales en el país; se interesa mucho por establecer la impresión exacta que la gente y las instituciones de la India producen en un extranjero. Le doy mis impresiones sin retoques, mezclando libre y francamente la alabanza y la crítica.
Pasa después la conversación a derroteros más amplios; me sorprendo mucho al enterarme de que Su Santidad lee regularmente los periódicos ingleses y que está bien informado de los problemas actuales del mundo fuera de su círculo. No carece de noticias sobre el último rumor de Westminster y sabe también por qué dolorosas dificultades pasa actualmente en Europa la joven y atribulada democracia.
Recuerdo la inconmovible creencia de Venkataramani, según la cual Shri Shankara posee visión profética. Mi fantasía me induce a sonsacarle alguna opinión acerca del futuro del mundo.
—¿Cuándo cree usted que en todas partes empezará a mejorar el estado político y económico?
—No es probable que se produzca dentro de poco tiempo una mejoría —responde—. Es un proceso que requiere cierto tiempo. ¿Cómo pueden mejorar las cosas cuando las naciones gastan cada año más y más en armamentos para la muerte?
—Sin embargo, se habla mucho del desarme. ¿Significa eso algo?
—Que ustedes desmantelen sus barcos de guerra y dejen que sus cañones se deshagan en herrumbre carece de importancia; con eso no se evitan los conflictos armados. Los hombres seguirán luchando aunque tengan que usar bastones.
—Pero, ¿qué puede hacerse para mejorar las cosas?
—Sólo el entendimiento espiritual entre las naciones, entre el rico y el pobre, producirá la buena voluntad, conduciendo así a la verdadera paz y prosperidad.
—Eso parece una posibilidad muy lejana. Nuestro futuro es poco halagüeño.
Su Santidad apoya su brazo algo más fuertemente en su bastón de peregrino.
—Todavía queda Dios —observa bondadosamente.
—Si existe, parece estar muy lejos —protesto yo audazmente.
—Dios no tiene sino amor para la humanidad —me responde blandamente.
—A juzgar por la infelicidad y la profunda miseria que aflige al mundo de hoy, Él no tiene sino indiferencia —estallo yo impulsivamente, incapaz de evitar la amarga fuerza de la ironía en mi voz. Su Santidad me observa de extraña manera. Inmediatamente lamento mis apresuradas palabras.
—Los ojos del hombre paciente ven mucho más allá. Dios usará a los hombres como instrumentos para ajustar las cosas a su debido tiempo. La lucha entre naciones, la maldad de la gente y los sufrimientos de millones de miserables conducirán a que, a modo de reacción, algún gran hombre con inspiración divina acuda a salvarnos. En este sentido, cada siglo tiene su propio salvador. El fenómeno ocurre como si obedeciera a una ley física. Cuanto mayor sea la maldad, causada por la ignorancia de las cosas del espíritu y por el materialismo, más grande será el hombre que se levantará para ayudar al mundo.
—¿Espera usted, entonces, que alguien haga eso también en nuestros tiempos?
—En nuestro siglo —me corrige—. Ciertamente. Las necesidades del mundo son tan grandes y la obscuridad espiritual tan completa que seguramente aparecerá un hombre inspirado por Dios.
—¿Opina usted, entonces, que aumenta la degradación del hombre? —inquiero.
—No, no creo eso —responde tolerantemente—. Existe en el hombre un alma divina que, a la larga, le conducirá de vuelta a Dios.
—Pero en nuestras ciudades de Occidente hay rufianes que se portan como si tuvieran demonios dentro —replico pensando en los modernos gansters.
—No culpe usted tanto a la gente como al ambiente en que nació. Su medio y las circunstancias los obligan a convertirse en algo peor de lo que son en realidad. Eso es cierto tanto en Oriente como en Occidente. Es necesario para la sociedad elevar el tono y compensar el materialismo con el idealismo; no existe otra cura real para las desgracias del mundo. Los males en los que se hunden las naciones son realmente las desgracias que obligarán al cambio a producirse, así como un fracaso es frecuentemente una indicación de la necesidad de cambiar de rumbo.
—¿Pretende usted que la gente introduzca principios espirituales en sus asuntos mundanos?
—Ciertamente. No es impracticable, pues es el único camino capaz de producir resultados satisfactorios para todos y que no desaparecerán rápidamente. Si existiera más gente que hubiera encontrado la luz, ésta se esparciría más pronto. En honor de la India debe decirse que mantiene y respeta sus santos, aunque menos que en tiempos anteriores. Si todo el mundo hiciera lo mismo y se dejara guiar por hombres de visión espiritual, cada uno hallaría muy pronto la paz y la prosperidad.
Prosigue nuestra conversación. Noto rápidamente que su Santidad no crítica al Occidente para exaltar al Oriente, como hacen tantos de sus compatriotas. Admiten que cada mitad del globo posee su propio conjunto de virtudes y vicios y que, en lo que a esto respecta, son aproximadamente iguales. Espera que una generación más sensata fundirá en un esquema social más alto y equilibrado las mejores cualidades de ambas civilizaciones: Europa y Asia.
Dejo el tema y pido permiso, que se me concede sin dificultad, para hacer algunas preguntas personales.
—¿Cuánto tiempo hace que su Santidad posee ese título?
—Desde 1907. Entonces sólo tenía doce años. En 1911, me retiré a una aldea en las orillas del Cauvery, donde me entregué a la meditación y al estudio hasta 1914. Después inicié mi actividad pública.
—Supongo que usted permanece muy poco tiempo en su residencia, en Kumbakonam.
—La razón de ello es que en 1918 me invitó el Maharajá de Nepal como huésped durante un tiempo. Acepté y desde entonces he estado viajando lentamente hacia sus estados, que están muy lejos hacia el norte. Pero verá usted, durante todos estos años no he podido avanzar más que unos pocos centenares de kilómetros, pues por la tradición de mi cargo debo detenerme en toda aldea o ciudad por la que pase o se me invite, si no está muy alejada de mi ruta. He de predicar sobre asuntos espirituales en el templo local e impartir algunas enseñanzas a los habitantes.
Expongo la índole de mi investigación y su Santidad me interroga acerca de los diversos yogis o santos que he conocido. Después le digo francamente:
—Me gustaría conocer a alguien con amplios conocimientos prácticos de la yoga y capaz de darme alguna prueba o demostración de ello. Muchos de sus santos dan sólo conversación cuando se les pide eso. ¿Exijo demasiado?
La mirada de aquellos ojos tranquilos se encuentra con la de los míos.
Hay una pausa que dura todo un minuto. Su Santidad se acaricia la barba con los dedos.
—Si desea iniciarse en la verdadera yoga superior, usted no exige demasiado. La intensidad de su deseo le ayudará; percibo, además, cuán enérgica es su determinación; dentro de usted empieza a despertarse una luz que, sin duda, le guiará hasta su meta.
No estoy muy seguro de haber entendido bien.
—Hasta ahora he dependido de mí mismo para guiarme. Algunos de sus antiguos sabios dicen que no existe otro dios que el que está dentro de nosotros mismos —me aventuro a decir.
La respuesta llega rápidamente.
—Dios está en todas partes. ¿Cómo podríamos limitarlo al propio yo? El mantiene todo el Universo.
Siento que estoy perdiendo pie e inmediatamente aparto la conversación de ese tema semiteológico.
—¿Cuál es el método más práctico que debería seguir?
—Continúe sus viajes. Cuando haya terminado, recuerde los diversos yogis y santos que ha encontrado y elija el que más le atraiga. Vuelva y él lo iniciará seguramente.
Observo su calmo perfil y admiro su singular serenidad.
—Supongamos que ninguno de ellos me atrae lo suficiente. ¿Qué haré entonces?
—En ese caso, usted deberá proseguir solo hasta que Dios mismo lo inicie. Practique regularmente la meditación; contemple con amor las más altas cosas de su corazón; piense a menudo en el alma y eso lo conducirá a usted hacia lo que busca. La mejor hora para esas prácticas es la mañana, cuando se despierta, después le sigue la hora del crepúsculo. En esos momentos el mundo está más en calma y lo molestará menos en sus meditaciones.
Me mira con benevolencia. Empiezo a envidiar la santa paz que reside en su cara barbada. Creo que su corazón nunca ha conocido las terribles tempestades que han devastado el mío. Me siento inclinado a preguntar impulsivamente.
—Si fracaso, ¿puedo volver a solicitar nuevamente su ayuda?
Shri Shankara sacude bondadosamente la cabeza.
—Soy jefe de una institución pública, un hombre cuyo tiempo ya no le pertenece. Mis actividades exigen casi todo mi tiempo. Durante muchos años he dormido cada noche sólo tres horas. ¿Cómo podría hacerme cargo de la enseñanza de discípulos? Usted debe encontrar un maestro que le dedique todo su tiempo.
—Pero me dicen que los verdaderos maestros son raros y es improbable que un europeo los encuentre.
Inclina la cabeza en señal de asentimiento y agrega:
—La verdad existe y puede encontrarse.
—¿No puede usted indicarme alguno que, en su opinión, sea capaz de darme pruebas del contenido real de la yoga superior?
Su Santidad no responde sino después de un intervalo de prolongado silencio.
—Sí. Conozco en la India dos maestros que podrían proporcionarle lo que usted busca. Uno vive en Benares, recluido en una casa grande, que se encuentra escondida en un espacioso bosque. Muy pocas personas tienen acceso a él; ciertamente, ningún europeo ha podido irrumpir hasta ahora en su soledad. Podría mandarle allí, pero temo que se niegue a admitir a un europeo.
—Y el otro... —pregunto yo excitado mi interés por lo que he oído.
—El otro vive en el interior, más lejos hacia el sur. Le visité una vez y sé que es un gran maestro. Le recomiendo que vaya.
—¿Quién es?
—Se le llama Maharishee. Vive en Arunachala, la colina del Fuego Sagrado, en el territorio de Arcot del Norte. ¿Debo darle instrucciones para que le encuentre?
Una imagen aparece de repente como un rayo ante los ojos de mi alma.
Veo al monje vestido de amarillo que intentó inútilmente que visitara a su maestro. Le oigo murmurar un nombre: “¡La colina del Fuego Sagrado!”
—Muchas gracias, su Santidad —respondo—, pero ya tengo un guía que viene precisamente de allí.
—Entonces, ¿irá usted?
Dudo en responder.
—He hecho todos los preparativos para salir mañana del sur de la India —murmuro inseguramente.
—En ese caso, tengo algo que pedirle.
—Lo haré con el mayor placer.
—Prométame usted que no abandonará nuestra región sin haber visitado al Maharishee.
Leo en sus ojos un sincero deseo de ayudarme, por lo que accedo.
Una benévola sonrisa pasa por su rostro.
—No se preocupe. Usted encontrará lo que busca.
Llega desde la calle penetrando en la casa el murmullo de la muchedumbre que la llena.
—He distraído a usted durante mucho de su valioso tiempo —digo disculpándome—. Lo siento.
Cede el gesto grave alrededor de la boca de Shri Shankara. Me acompaña hasta la antesala donde murmura algo al oído de Venkataramani, y oigo que pronuncia mi nombre.
Al llegar a la puerta me inclino en señal de despedida su Santidad me llama para darme un mensaje final:
—¡Usted se acordará siempre de mí y yo me acordaré siempre de usted!
Con esas palabras enigmáticas y extrañas, abandono, de malísima gana, la compañía de este interesante hombre cuya vida entera, desde la infancia, está dedicada a Dios. Es un pontífice que no se preocupa por el poder temporal, pues ha renunciado y se ha resignado a todo. Cualquier cosa material que recibe la entrega en seguida a los que la necesitan. Su bella y amable personalidad seguramente perdurará mucho tiempo en mi memoria.
Recorro Chingleput hasta la tarde, explorando su perenne belleza artística, tratando finalmente de ver otra vez a su Santidad antes de volver al hotel.
Le encuentro en el templo más grande de la ciudad. La figura pequeña, vestida de amarillo, se dirige a una gran concurrencia de hombres, mujeres y niños. Reina completo silencio entre los presentes. No puedo entender lo que dice, pues habla su propio idioma, pero observo muy bien la profunda atención con que le escuchan, desde el intelectual brahmán hasta el campesino analfabeto. No lo sé, pero me aventuro a decir que habla de los más profundos tema? de la manera más sencilla, pues tal es el carácter que leo en él.
Aunque aprecio su bella alma, envidio la fe simple de su vasto auditorio. Al parecer, la vida nunca les proporciona profundas tormentas de duda. Dios existe y con eso termina todo. No parecen saber lo que significa atravesar las negras noches del alma, cuando el mundo parece la terrible escena de una lucha como las de la jungla, cuando la misma existencia del hombre no parece ser más que un tránsito espasmódico a través de ese pequeño y efímero fragmento del Universo llamado Tierra.
Salimos en auto de Chingleput, bajo un cielo azul índigo, tachonado de estrellas. Oigo las palmas que majestuosamente mecen sus ramas sobre la orilla del agua, movidas por una inesperada brisa.
Mi compañero interrumpe bruscamente el silencio que reina entre nosotros.
—¡Realmente usted tiene suerte!
—¿Por qué?
—Esta es la primera entrevista que su Santidad ha concedido a un escritor europeo.
—Entonces...
—¡Con ello es usted partícipe de sus buenos augurios!
* * *
Es casi media noche cuando llego a casa. Echo una última mirada al cielo. Las estrellas brillan por miríadas en la vasta cúpula. En ninguna parte de Europa pueden observarse en número tan impresionante. Subo corriendo los escalones que conducen a la terraza, sirviéndome de mi lámpara de bolsillo.
De la obscuridad se levanta una figura que está agachada y me saluda.
—¡Subramanya! —exclamo asombrado—. ¿Qué hace usted aquí? —El yogi vestido de amarillo gasta otro de sus gestos de oreja a oreja que en él pasan por sonrisas.
—¿No prometí visitarlo, señor? —me dice con tono de reproche.
—¡Naturalmente!
En el cuarto grande le hago una pregunta a quemarropa.
—Su maestro... ¿se llama Maharishee?
Ahora le toca a él retroceder asombrado.
—¿Cómo lo sabe usted, señor? ¿Quién puede habérselo dicho?
—Eso no importa. Mañana saldremos a verlo. He cambiado mis planes.
—¡Esas, sí que son buenas noticias!
—Aunque no me quedaré mucho tiempo; probablemente sólo un par de días.
Durante la próxima media hora le formulo rápidamente pregunta tras pregunta y después, profundamente cansado, me voy a la cama. Subramanya se contenta con dormir en una estera de palma, sobre el suelo. Arrolla alrededor del cuerpo una delgada tela de algodón, que le sirve al mismo tiempo de sábana y colchón, despreciando mi ofrecimiento de un lecho más cómodo.
La próxima cosa de la que tengo conciencia es la de despertarme súbitamente. El cuarto está completamente a obscuras. Siento mis nervios en un extraño estado de tensión. La atmósfera que me rodea parece aire electrificado. Saco el reloj de debajo de la almohada y por la fosforescencia de sus números y manecillas veo que son las tres menos cuarto. Entonces me doy cuenta de la existencia de algo luminoso al pie de la cama. Me siento al instante y lo observo con atención.
Mi asombrada mirada encuentra la cara y la figura de su Santidad Shri Shankara. Es claramente visible sin lugar a dudas. No es una forma etérea, sino un ser humano de carne y hueso. En torno a esa figura, separándola de la obscuridad que la rodea, hay una misteriosa luminosidad.
Pero ¡lo que veo no puede ser! ¿No lo he dejado en Chingleput? Cierro fuertemente los ojos en un esfuerzo para ponerlos a prueba. ¡No importa, sigo viéndolo claramente!
Baste decir que tengo la impresión de la presencia de algo benévolo y amistoso. Abro los ojos y observo la bondadosa figura en la suelta vestimenta de color amarillo.
El rostro se mueve, los labios sonríen y parecen decir:
—¡Sé humilde y entonces encontrarás lo que buscas!
¿Por qué siento que es un ser humano el que se dirige a mí de esa manera? ¿Por qué no considero, por lo menos, que es un espíritu?
La visión desaparece tan misteriosamente como ha llegado. Me deja en un estado de exaltación y de felicidad no enturbiado por su naturaleza sobrenatural: ¿Debo rechazarla como un sueño? ¿Qué importa aunque así fuera?
Ya no puedo dormir más. Estoy tendido en la cama, reflexionando sobre la memorable entrevista de aquel día con su Santidad Shri Shankara, de Kumbakonam, el representante de Dios para la gente sencilla del Sur de la India.