EL ESPACIO COMO HERRAMIENTA
No me gusta este espacio. Ayer, a esta misma hora, estábamos en la Universidad de Caracas, actuando bajo un árbol; por las noches, representamos Ubu, Rey en un viejo cine, semiderruido y abandonado, y el espacio es perfecto. Hoy, ustedes me han invitado a dar una conferencia sobre el espacio en el teatro en este salón deslumbrante y ultramoderno, y yo no me siento a gusto. Y me pregunto ¿por qué? Creo que cualquiera puede darse cuenta a simple vista de que éste es un espacio difícil. Y lo sentimos así porque lo que a nosotros nos importa es la posibilidad de tener un contacto viviente y verdadero entre todos. Si ese contacto no se produce, entonces todo lo que eventualmente podamos decir sobre el teatro en teoría quedaría invalidado.
A mi parecer, el teatro se basa en una característica humana muy particular, la necesidad, que surge de vez en cuando, de establecer con el prójimo una relación renovada y más íntima. Sin embargo, en este momento, mirando a mi alrededor, observando todo este ámbito, tengo la impresión de que todos mantienen la distancia… Si tuviera que actuar aquí, lo primero que tendría que hacer es tratar de zanjar esa distancia. Y esto me recuerda uno de los primeros principios que descubrimos, trabajando bajo todo tipo de condiciones. Nada es más irrelevante que la comodidad.
La comodidad suele debilitar, quitarle la vida a la experiencia. Por ejemplo, ustedes están todos cómodamente sentados; si en este momento yo quisiera decir algo para provocar en ustedes una reacción inmediata, tendría que hablar práctícamente a gritos, para tratar de proporcionarle nueva energía a la persona que tuviera más cerca, y a la otra, y a la otra, y así sucesivamente, hasta abarcar a todos los presentes en el salón. Y aun cuando tuviera éxito en mi intento, la reacción que obtendría de ustedes sería muy lenta; se vería demorada por el espacio entre las personas que han impuesto los arquitectos, sin lugar a dudas para cumplir con las reglamentaciones. Dado que éste es un nuevo edificio, tiene que haber en él una determinada cantidad de asientos, dispuestos de determinada manera.
Además, todo edificio nuevo está sometido a las nuevas regulaciones en cuanto a incendios, que cada día se vuelven más y más estrictas. De modo que la inhóspita naturaleza de este ámbito me lleva a hacer una referencia muy simple para medir la diferencia entre un espacio vivo y un espacio muerto: la manera en que los seres humanos que están en él se hallan ubicados, uno en relación con el otro.
En todos nuestros experimentos hemos podido establecer que el público nunca está incómodo si la acción es permanentemente dinámica. Tomemos por ejemplo nuestra situación, aquí, ahora: todos ustedes están sentados en cómodas butacas. ¡Y corren el riesgo de quedarse dormidos.
Una de las dificultades que genera un espacio como este es la distancia -en toda la amplitud de la palabra- involucrada en él. La manera en que han sido emplazados los asientos, que por supuesto es la más lógica, la más común si lo que se busca es que haya capacidad suficiente para albergar con comodidad al mayor número de personas, tiene como consecuencia que cada uno de nosotros deba mirar la nunca de la persona que tenga delante. Y supongo que coincidiremos en que la nuca es la parte menos interesante de la anatomía del vecino.
Aquí surge otro notable fenómeno. Mi voz se desplaza lentamente por todo este ámbito, no solamente debido al sistema de traducción simultánea sino también por la magnitud del espacio que debe atravesar. Si yo fuera un actor, esto me obligaría a hablar más pausadamente, más enfáticamente, con menos espontaneidad. Ahora bien: si estuviéramos más cerca, si estuviéramos todos bien cerca uno de otro, el intercambio entre nosotros sería muchísimo más dinámico.
Es innegable que los espacios imponen ciertas condiciones y es fácil ver el precio que pagamos por cada uno de los factores que determinan la elección que hacemos del espacio.
Supongamos que tuviéramos que representar una obra en este ámbito. Tendríamos entonces dos alternativas a elegir: una sería ubicar a los actores a cierta altura respecto del público, lo cual crearía inmediatamente una nueva relación entre todos; si yo me subo a la mesa… ¡miren!… ahora todos están obligados a alzar la vista para mirarme. Me he convertido en un superhombre, en un misterio, en alguien que observa a su auditorio desde una cierta altura, como un político pronunciando su discurso en un estrado. Ésta es la clase de relación arbitraria y artificial que ha caracterizado al teatro durante cientos y cientos de años.
La otra alternativa sería la de situar al actor al mismo nivel que el público. Hagámoslo… ¿ven algo?… no, no pueden ver nada; la mayoría de ustedes no puede ver nada. Mis únicos contactos posibles se han reducido a un muy limitado número de personas. Ese hombre de gafas, por ejemplo, sentado aquí, muy cerca; o aquél allí, parado junto a esos espejos, o esta señora aquí a mi izquierda, sentada en el suelo. Todos los demás tienen la inexpresividad de quien se ha quedado «fuera del asunto». Y no es culpa de ustedes; sucede simplemente que la ubicación de las butacas que ocupan les da muy escasas posibilidades de establecer conmigo un contacto verdadero.
Una manera de resolver el problema de este espacio en particular sería transportar al público a un lugar más elevado. Pero a primera vista se comprueba que eso, aquí, no serviría de nada, puesto que si bien el ámbito es notablemente profundo no tiene la altura suficiente; en otras palabras, la cantidad de gente que podría ser ubicada por encima del nivel de los actores sería sumamente reducida.
De todas maneras, si efectivamente situamos al público en un lugar más elevado con respecto a los actores, comprobaremos que la situación que acabamos de crear al hacerlo tiene sus consecuencias. Si nos detenemos a considerar la acción, veremos que se establece una nueva interrelación dramática y que el significado mismo del evento teatral volverá a verse modificado.
Este tipo de cambio debe ser estudiado con precisión; no debe ser considerado como meramente accidental.
En Inglaterra, país que jamás había tenido un teatro nacional, se decidió finalmente, y por extrañas razones de orgullo patriótico, que debía construirse uno. Y así fue como me vi formando parte de un comité responsable de controlar los proyectos arquitectónicos. En nuestras primeras reuniones se plantearon preguntas como las siguientes: «¿Cuál es el ángulo ideal para el emplazamiento de las butacas?» Mi respuesta fue: «No pierdan tiempo haciendo planos del teatro; olvídense un poco de las matemáticas, de los tableros de dibujo. Mejor, dediquen tres o cuatro meses a establecer contacto con la gente de las más diversas ocupaciones. Síganlos, obsérvenlos en la calle, en los restaurantes, en medio de alguna discusión. Sean pragmáticos; siéntanse en el suelo y miren hacia arriba; suban lo más alto que puedan y miren hacia abajo, pónganse de espaldas a la gente, en medio de la gente, frente a la gente. Y entonces sí, saquen sus conclusiones científicas y geométricas de la experiencia directa que han adquirido».
Podríamos intentar lo mismo ahora, en este ámbito. Por ejemplo, si yo aparto el micrófono y trato de que mi voz se proyecte por sí sola, conseguiré que ustedes se sientan mal, que se pierda toda calidez, porque este espacio, este ambiente, dado el carácter de su cielorraso y de sus muros, le quita vida a las palabras y a los sonidos. Nos hallamos en un edificio moderno, higiénico, que esteriliza el sonido. Ese cine de Caracas donde estamos actuando ahora es, en este sentido, mucho mejor, porque sus paredes de cemento permiten que haya más vibración. Y el lugar donde actuamos la semana pasada en Francia era aún mejor, porque trabajamos al aire libre, en un espacio de suelo de piedra que producía una extraordinaria resonancia. Lo importante no es el espacio en teoría, sino el espacio como herramienta.
Si nuestra única meta en este momento fuera comunicar un texto preciso, en el que cada palabra tuviera su significado, agregaríamos una separación aquí y otra allá, y entonces todos se agruparían en un pequeño espacio, de manera tal que los actores pudieran hablar rápidamente y mirar en todas direcciones. Eso daría como resultado que este ámbito quedara transformado en un espacio muy apto y satisfactorio. Aunque su acústica no es la mejor, ni una de las más románticas, igual podría resultar útil. Diríamos que es «funcional».
Después tendríamos que examinar las diferentes funciones. Si quisiéramos hacer Edipo y el público tuviera que recibir una fuerte carga emocional generada por los tonos graves de la voz del actor, en este ámbito no podríamos hacerlo. Si el propósito de la puesta en escena fuera precisamente evocar un mundo frío y blando como esto que nos rodea, entonces estaríamos en el lugar ideal. Pero si el propósito fuera dejar volar la imaginación para hacer entrar al público en un mundo de fantasía, bueno, es evidente que aquí eso se nos haría cuesta arriba.
El problema del espacio es relativo. Siempre se podría reacomodar este salón; podríamos perfectamente contratar a un diseñador para que lo disfrazara, para que lo transformara totalmente. Si lo hiciéramos nos toparíamos cara a cara con otra cuestión: si ése fuera el caso, ¿por qué no actuar directamente en un teatro? La relación entre el hecho teatral y un lugar que tiene carácter propio se esfuma apenas comenzamos a reconstruir el espacio.
En el teatro hay cosas que ayudan y cosas que obstruyen. Y fuera del teatro ocurre lo mismo.
Cuando dejamos los espacios convencionales y salimos a la calle, al campo, al desierto, a un garaje, a un establo, o a cualquier lado, siempre y cuando sea al aire libre, eso puede significar al mismo tiempo una ventaja y un retroceso.
La ventaja es que entre los actores y el mundo puede establecerse de inmediato una relación que no podría surgir en ninguna otra circunstancia. Esto aporta al teatro un hábito de vida nueva.
El hecho de invitar al público a romper con sus hábitos condicionados -entre los cuales se incluye el asistir a lugares especiales para determinados fines- es un gran progreso en términos dramáticos.
El elemento más importante para tener en cuenta, eso que realmente establece una diferencia entre un espacio y otro, es el problema de la concentración. Porque si existe alguna diferencia entre el teatro y la vida real, diferencia que puede no ser fácil de definir, siempre se trata de una diferencia en términos de concentración. El evento teatral puede ser similar o idéntico a un evento de la vida, pero gracias a ciertas condiciones y técnicas que existen en él nuestra concentración es mayor. De manera que el espacio y la concentración son dos elementos inseparables.
Si el propósito de una representación fuera el de crear una imagen de confusión, entonces una esquina de una calle sería perfecta para ello. Pero si el objetivo fuera el de centrar el interés en un punto único, y hubiera ruidos molestos o mala visibilidad, o si los acontecimientos ocurriran al mismo tiempo, arriba, abajo, detrás y muy cerca del espectador, entonces éste comprobaría que concentrarse es imposible.
Alguna vez hemos llevado a cabo experimentos en los cuales el actor sale del escenario y comienza a desplazarse entre el público, teniendo mucho cuidado de mantener la relación actorespectador. Esta relación dependerá de las dimensiones del espacio, de la velocidad de los movimientos, de la manera en que habla el actor y de la extensión del experimento; porque llegará un momento en el que el contacto se habrá roto, en el que toda comunicación se habrá quebrado, y el experimento quedará reducido a la nada. Esto es claro índice de hasta qué punto condiciona al evento la distancia, la duración y el sonido dentro de un determinado espacio.
No hay reglas estrictas que nos digan cuando un espacio es bueno o malo. De hecho, todo esto remite a un tipo de ciencia tan rigurosa y precisa que sólo podemos desarrollarla mediante la continua experimentación, y un empirismo basado en los hechos.
! Eso es! ¡Basta de teorización!