10. El escenario
Imagina que llegas a París en 1920 pero que solo tienes siete años. A esa edad es imposible que sepas que te encuentras en la ciudad perfecta en el momento idóneo. Es inútil tratar de explicarte que, a los pocos meses de tu llegada, la mayor proeza de la historia de la literatura, Ulises, se estará gestando en la cabeza de James Joyce mientras cena con Nora y sus dos hijos —Giorgio, de quince años, y Lucia, de trece— en el Michaud (actualmente Le Comptoir), un restaurante que estaba entre las calles Jacob y Saint Pères. Al mismo tiempo, Marcel Proust está en el Ritz, diseccionando la alta sociedad parisina. Ambos coincidirán una sola vez en toda su vida: en mayo de 1922, a la salida de una cena a la que acuden otros gigantes, como Picasso o Stravinski. Ese día, Joyce y Proust comparten taxi. Ninguno ha leído la obra del otro. Joyce quiere fumar y baja la ventanilla, pero Proust, que se encuentra muy enfermo (morirá pocos meses después), le pide que no lo haga. ¿De qué hablan? Según Ellmann, el biógrafo de Joyce, de trufas y de duquesas.
A los siete años difícilmente reconocerías a la crème de la crème de los intelectuales reunidos cada noche en los cafés Le Dôme y La Coupole. Gertrude Stein y Alice B.Toklas («peinada como Juana de Arco en los dibujos de Boutet de Monvel», escribiría Hemingway años más tarde) no te invitarían a tomar el té en el salón-museo de su casa, en el mítico número 27 de la Rue de Fleurus, ni te llamarían especialmente la atención las dos librerías de la Rue de l’Odéon, La Maison des Amis des Livres y Shakespeare and Company. Nunca conocerías a Sylvia Beach ni, por supuesto, a Scott Fitzgerald, T. S. Eliot, Ezra Pound, André Gide, Paul Valéry, Jules Romains y tantos otros. Posiblemente, te llenarían de desconcierto las pinturas de Fernand Léger, Juan Gris, Francis Picabia, Max Ernst, Salvador Dalí, Joan Miró y Marcel Duchamp. No entenderías una palabra de las pugnas entre André Breton y Tristan Tzara sobre el concepto de vanguardia artística, serías incapaz de distinguir la dolorosa, la triste y la grave entre las tres Gymnopédies de Satie, y acabarías dando cabezadas durante una de las representaciones del ballet de Jean Cocteau Le boeuf sur le toit en el Théâtre des Champs-Élysées, aunque tal vez te reirías cuando el ventilador de techo cae y decapita al oficial de policía (los niños tenéis ese punto de sadismo).
A los siete años, lo que más te impresionaría del París efervescente y genial de 1920 sería, pura y simplemente, París.
Levantar la vista frente al Louvre y sentirse insignificante. Quedarse sin aliento al ver surgir la Ópera de París, el Palais Garnier, al fondo de la larga avenida que lleva su nombre; al cruzar el exuberante puente de Alejandro III; al recorrer los callejones de Montmartre, confundiéndolos con un bullicioso laberinto cuya única salida es la basílica del Sacré-Coeur. Pasear bajo la sombra de los árboles que bordean el muelle de Montebello contemplando Notre Dame al otro lado del Sena. Detenerse ante todas y cada una de las estatuas que pueblan el jardín de las Tullerías, aunque tus preferidas sean las de Alejandro venciendo al león y la dedicada al Nilo, con ese terrorífico relieve de unos hipopótamos luchando contra unos cocodrilos. Pero, sobre todo, te fascinarían los comercios (¡hay tantos, y tan variados, en París!): el olor a pan recién hecho de la boulangerie de la Rue Descartes; el olor a frutas y legumbres del pequeño establecimiento que hay en Mouffetard; el quiosco de Sèvres esquina con Potain (atendido por ese chico que siempre viste de negro y con una gorra gris, y que te sonríe guiñándote un ojo todos los días cuando te ve pasar); la zapatería del 17 de la Rue du Petit-Pont, con unas largas ristras de zapatos que cuelgan como ajos en la entrada; y tus preferidas, las tiendas con maniquíes. Desde los simples troncos decapitados que se amontonan en la corsetería de A. Simon, en el Boulevard de Strasbourg, hasta las mujeres casi reales que parecen seguirte con la mirada desde el escaparate de la peluquería de la Avenue de l’Observatoire.
Imagina que tienes siete años y que has vivido siempre en una pequeña aldea donde el progreso apenas ha llegado. Te sorprenderá hasta el más ínfimo detalle de todo lo que, de repente, se ofrece con tanta generosidad ante tus ojos. Esa expresión soñolienta de los leones que yacen al sol frente a la iglesia Saint-Sulpice. Esa obsesión de los franceses por colocar sobre la puerta de cada establecimiento un símbolo: un racimo de uvas en A la Grappe d’Or, en la Place d’Aligre; un ancla en la Maison Petite del muelle de Béthune; un caballero de resplandeciente armadura sentado sobre un cañón con una copa en la mano en el café A l’Homme Armé, en la Rue des Blancs-Manteaux. Esas callejuelas estrechas con las fachadas tapizadas de carteles desde el suelo hasta los primeros pisos, que parecen gritarte mientras caminas:
Visitez les nouvelles galeries à La Ménagère. Bernot, prix d’été. Logiz de la Lune Rousse: tous les soirs, les beaux dimanches. Louvre: lundi 2 mars, exposition générale des nouveautés.
Imagina que tienes siete años y que tu padre, al que creías haber perdido y al que quieres con toda tu alma, es tu compañero de aventuras en ese viaje alucinante. Desde que el día empieza a clarear hasta que cae la noche andáis infatigablemente cogidos de la mano, como dos niños de cuento perdidos por el interminable bosque de la Ville Lumière, la que sobrevivió a la gran inundación de 1910 que la transformó en otra Venecia. Tú no tienes modo de saberlo, pero unos meses después de tu llegada, el fotógrafo Eugène Atget firmará un acuerdo con el director de Bellas Artes, Paul Léon, por el que cederá su colección de fotografías de la ciudad de principios de siglo (más de dos mil seiscientos negativos) a cambio de la considerable suma de diez mil francos. Y, de paso, escribirá una frase para la historia: «Puedo decir que yo poseo todo el viejo París».
Imagina que tú empiezas a sentir lo mismo, que posees todo París atesorado en tus retinas.
Imagina que eres Sión y que, al principio, no dejas de pensar en lo que sentiría Manoela ante tanta maravilla.
—¿Vendrá algún día? —le preguntas a tu padre.
—Algún día —responde él sin mucha convicción.
El tiempo pasa, y un día Maurice (que sigue insistiendo en que le llames abuelo, pero a ti te cuesta) deja de lamentarse por su sueño roto de Le Magnifique, se consuela en parte con el dinero recuperado gracias al seguro y le dice a tu padre que es hora de aprender el negocio familiar: se lo lleva todos los días a primera hora al hotel que posee en la Rue de l’Évangile, cerca de la Place Hébert (solo has estado una vez, pero te pareció un palacio, es sencillo imaginarse a tu padre conviviendo diariamente con reyes y princesas). Isabelle (que nunca te ha pedido que la llames mamá) se vuelca entonces en ti, te da las primeras lecciones de francés, jugáis juntas, te acompaña a descubrir más monumentos, más calles, más rincones. París sigue siendo París y, sin embargo, no es lo mismo.
Llega el 23 de abril, tu cumpleaños, e Isabelle te lleva a conocer la tienda más maravillosa del mundo. Está en el 63 de la Rue de Sèvres, se llama Au Bébé Bon Marché y es toda de muñecas. Muñecas altas como niñas de verdad o pequeñas como un pulgar. Muñecas rubias, morenas, mulatas, que sonríen o que no, con el pelo lacio o ensortijado. Muñecas que parecen damas, novias o princesas. Y para todas ellas existen vestidos y sombreros y zapatos y bolsos y guantes y hasta espejos de tocador (como insinuando que, además de presumidas, son capaces de verse a sí mismas), y casas, preciosas casas de madera tan bien decoradas que, si no fuera por su tamaño reducido, sería imposible distinguirlas de un hogar real. Y por toda la tienda (que es más bien estrecha, hay que andar con precaución para no romper nada) hay estantes hasta el techo plagados de miniaturas pensadas para hacer más cómoda la vida de las muñecas: mesas de comedor y sillas, ollas, sartenes, platos y cubiertos y bandejas diminutas con su tetera y sus dos tazas, butaquitas con sus cojincitos, lámparas, percheros, cortinas para las ventanas y sábanas para las camas, incluso cuadros al óleo de unos pocos centímetros, tan bien hechos que estudiándolos con una lupa revelan la firma del pintor.
Imagina que te cuesta decidirte, porque te llevarías sin pensar toda la tienda, pero que al final acabas escogiendo una muñeca de las más pequeñas, una mulatita de menos de un palmo que viste un sencillo vestido blanco de algodón.
—¿Seguro que quieres esta? —te pregunta Isabelle, como insinuando que hay otras mucho más bonitas.
Y tú asientes, aun sabiendo que es verdad, que la muñeca, pobre, no es muy agraciada.
Pero, en fin, imagina que esa es justamente la muñeca que escoges. Imagina que te recuerda a tu hermana Maria Aparecida.
Imagina que así empezó la nueva vida de Sión.
Su padre llegó cuando ya llevaba un buen rato acostada. Empujó unos milímetros la puerta, vio que aún no dormía y entró, precedido por la luz mortecina del aplique del pasillo. Sión no acababa de acostumbrarse a verle con el pelo engominado y vistiendo trajes con chaleco. Parecía otro hombre, un hombre mayor y más cansado.
—¿Qué tal la escuela, bicho? —preguntó, sentándose en la cama.
—No muy bien, papá.
—Ya, bueno. Eso pasa al principio. Ya te acostumbrarás.
—No es eso. Es que todas me odian.
Él sonrió levemente y le apartó el pelo de la cara.
—Seguro que exageras. ¿Quién podría odiarte, con esta cara preciosa que tienes?
—Pues me odian todas: Claudine, Marianne, Paulette y Anne-Marie. Anne-Marie la que más. ¿Sabes lo que ha hecho?
—No tengo ni la menor idea.
—A la salida ha invitado a las otras a merendar a su casa. Ha dicho que su madre había hecho galletas de chocolate. Y lo ha dicho gritando, papá, para que yo la oyera y me diera envidia.
Él se quedó callado. Durante unos segundos, Sión pensó que iba a enfadarse y que saldría corriendo, buscaría como un loco por todo París la casa de los padres de Anne-Marie, agarraría a esa repelente cría por el pelo y se la llevaría a rastras para que le suplicara perdón. Su padre era capaz de eso y de mucho más. Pero esta vez optó por contenerse.
—No te preocupes —dijo—. Aún no te conoce. Dale tiempo.
—Pero ¿cuánto?
—No lo sé. Habla con ella. Contaos cosas. Hazte amiga suya.
Sión arrugó la frente, pensativa. Era un gesto suyo, muy característico desde que era un bebé.
—Es que, además, la profesora habla muy deprisa. No se entiende lo que dice. En serio, papá: yo creo que aprendería más en casa. Isabelle podría…
—Ya hemos hablado de eso.
—Ya —murmuró, derrotada—. Maurice cree que ir a esa escuela es lo mejor para mí.
—Y tiene razón, Sión. Confía en nosotros.
—Está bien, lo intentaré. —Se dio la vuelta rápidamente y cerró los ojos, poniendo punto final a la conversación—. Buenas noches, papá.
Su padre se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
—Sabes que te quiero, ¿verdad, bicho?
—Y yo.
—Que duermas bien.
Oyó sus pasos que se dirigían hacia la puerta.
—Papá…
—¿Qué?
—Si algún día consigo que esas niñas no me odien…
—¿Sí?
—¿Podré invitarlas a merendar?
Mademoiselle Juliette, su profesora, siguió hablando a la misma velocidad, pero llegó un día en que Sión apenas tuvo que esforzarse para entenderla. La niña había heredado el don de su padre para absorber nuevos conocimientos en muy poco tiempo. Aprendió a pronunciar las erres como si tuviera una ge atragantada, a escribir correctamente palabras llenas de trampas, como orthographe, a sumar y a restar pequeñas cantidades y a situar París en un globo terráqueo. Entonces invitó a merendar a Anne-Marie, a Claudine, a Marianne y a Paulette, y las cuatro aceptaron. Llegaron puntualmente con sus madres (que se quedaron a charlar con Isabelle en el salón de invitados), comieron galletas y pastelitos como para un regimiento y luego se encerraron en la habitación de juegos. Cuando salieron un par de horas después parecía que acabara de pasar un vendaval.
Se encontraban ya en el vestíbulo, con las invitadas abrochándose los abrigos a punto de marcharse, cuando Anne-Marie, que en presencia de su madre solía acentuar sus buenos modales, le dijo:
—Muchas gracias por todo, Sión. Tienes una casa preciosa.
—No es mía, es de mi abuelo. —Y señaló a Maurice, que acababa de llegar.
Fue la primera vez que le llamó así. La sonrisa de Maurice habría podido iluminar la ciudad entera.
Entonces empezó a hacer frío. Luego hizo más frío aún. Y más. Hasta que una mañana, al despertar, Sión miró por la ventana de su habitación y se quedó boquiabierta al verlo todo blanco. La nieve no existía en Ilhabela, pero eso daba igual, porque todos los niños del mundo nacen con el instinto de saber qué hacer con ella. Fue corriendo a despertar a su padre, y diez minutos después ya estaban en la calle, en la Rue Campagne-Première, en pleno corazón de Montparnasse, persiguiéndose el uno al otro, esquivando lentos coches y a apresurados transeúntes, arrojándose bolas cada vez más grandes, fingiéndose heridos de muerte al recibir cada impacto, desplomándose de espaldas y riendo a carcajadas. Una de estas veces, su padre se levantó y dijo:
—Tengo una idea. Sígueme.
Y fueron a la torre Eiffel.
El plan empezó siendo sencillo: subir a lo más alto y arrojar una bola de nieve. Sin embargo, a medida que se acercaban por el Campo de Marte, que, de tan blanco, parecía una salina, decidieron añadirle emoción. Llevarían la bola desde abajo. Y nada de ascensores: subirían a pie. En ese instante les pareció un reto excitante, una aventura.
Los dos primeros intentos fueron un fracaso, porque antes de alcanzar el segundo piso las bolas ya se habían deshecho en sus guantes. Sión y Joan se sentían frustrados; les costaba respirar, las piernas les dolían de un modo atroz, cada músculo les gritaba: «¡Dejadlo correr ya, es una estupidez!». Pero habían hecho un pacto padrehija y tenían que cumplirlo; así que volvieron a bajar y, esta vez sí, amasaron una bola de nieve ganadora. Se pasaron tanto rato haciéndola que terminaron por atraer a un grupo de curiosos que no hacían más que eso, observarlos con perplejidad, como intuyendo que estaba a punto de ocurrir algo, no sabían muy bien qué. Uno de ellos, un anciano malhumorado que llevaba unos llamativos botines de charol de color negro y violeta, hizo todo lo posible por desanimarlos:
—¡Mirad cómo pierde el tiempo nuestra ociosa sociedad! —no paraba de gritar con su voz cavernosa—. ¡Así va el mundo!
Ni Sión ni su padre le hicieron caso y la bola se fue haciendo más y más grande. Al final, casi llegaba hasta el pecho de la niña. Para comprobar que podía sostenerla, su padre tuvo que extender los brazos al máximo. Volvió a depositarla cuidadosamente en el suelo y dijo:
—Bien, bicho. Esto es lo que haremos: yo la llevo y tú vas delante, avisando a toda la gente para que se aparte. Tenemos que subir muy, muy deprisa, o no lo conseguiremos. —Tomó una profunda bocanada de aire—. ¿Preparada?
—Sí, papá.
—Pues ¡vamos!
Según la versión que contarían más tarde, durante la cena, tardaron poco más de cuarenta minutos en subir los mil seiscientos sesenta y cinco escalones de la torre. La bola hizo honor a ese récord y llegó prácticamente intacta.
—¡No me lo creo! —exclamó Maurice, tronchándose de risa—. Nos estáis tomando el pelo.
Sión, ofendida, hizo su gesto de arrugar la frente.
—¡Es cierto! Yo tenía que ir guiando a papá, que no veía por dónde pisaba. Ha estado a punto de caerse un montón de veces, ¿sí o no, papá?
—Así que al final ¿la habéis lanzado? —preguntó Isabelle, temerosa.
Sión y su padre se miraron.
—No —gruñó Sión.
—Había un gendarme en el tercer nivel —explicó Joan—. Al parecer siempre hay uno allí, para evitar suicidios y accidentes. Ha dicho que era peligroso y nos ha confiscado la bola.
Maurice se reía tanto que acabó atragantándose con una espina del lenguado y por poco se ahoga; aun así, en cuanto dejó de toser y se sintió mejor, siguió riendo.
—¡Mañana sin falta tengo que subir a esa dichosa torre! Seguro que vuestra bola sigue arriba.
Si hubiese hojeado Le Matin al día siguiente, probablemente le habría llamado la atención una noticia a dos columnas que había en la parte inferior de la portada: «Blessé dans des circonstances mystérieuses», decía el titular. En la foto que ilustraba la noticia (el oportuno fotógrafo debía de haber pasado por allí en el momento justo del suceso) se veía a un grupo de curiosos rodeando una enorme esfera blanca, parcialmente destrozada. Por debajo de ella asomaban las piernas del herido. No se veía nada más de él, solo sus piernas más bien enclenques y sus pies, calzados con un par de botines. A falta de más información, como la identidad de la víctima o una explicación racional de los hechos, el autor de la crónica, un tal G. Leroux, describía esos botines como «muy peculiares, de charol, negros y violetas».
En cualquier caso, aquel fue un día muy feliz para Sión.
Pero no el que la marcaría para siempre.
Llegaron las fiestas navideñas y descubrió que en París hacían un montón de cosas que no hacían en Guanxuma. Para empezar, pusieron un árbol en una esquina del salón principal y lo adornaron con bolitas de cristal de color rojo. Y en clase, mademoiselle Juliette les enseñó a cantar a coro un villancico que empezaba diciendo:
Il est né le divin enfant,
jouez hautbois, résonnez musettes!
Il est né le divin enfant,
>chantons tous son avènement!
Luego trataron de explicarle que en Francia, en Nochebuena, un hombre mágico llevaba regalos a los niños. Fue bastante confuso, porque Maurice e Isabelle no se ponían de acuerdo. Uno decía que se llamaba Bonhomme Noël y que vestía una larga túnica blanca con vivos dorados, y la otra que no, que era Père Noël y que iba de rojo y blanco. El caso es que uno de los dos cumplió, y la mañana del 25, cuando Sión bajó las escaleras a toda prisa y entró en el salón, se encontró debajo del árbol navideño una preciosa casa primorosamente amueblada.
«Pour Marie», decía una nota escrita a mano.
Sión dedujo que el hombre mágico se refería a Maria, su muñequita mulata.
Fue otro día muy feliz, pero tampoco el que cambiaría el rumbo de su vida.
Para eso tendría que esperar un par de meses más.