Una lánguida luz fluye a borbotones del solitario farol y dibuja una caricatura del jardín. Alarga los aguijones de los espinos, tiñe las rosas de gris, multiplica por veinte los chillidos de insectos petulantes. Llega un automóvil. Se detiene un momento ante la verja de seguridad, al ralentí. Baja una mujer. Treinta y pocos años, pelirroja, bien acicalada. Abrigo blanco de marta cibelina, collar de perlas kilométrico, zapatos de charol blanco, de altos tacones. La mujer prende un cigarrillo moreno, aspira tres veces y después lo tira. Aprieta el botón del portero automático. Pasa un momento, y luego se oye el zumbido de un enjambre de abejas mezclándose con la voz grave e ininteligible de un hombre.

—Buenas noches —la visitante sube el diapasón—. Soy Margaret Lotman. Había quedado con el doctor Hildebrand a las…

La comunicación se interrumpe bruscamente. La puerta deja escapar un grosero estornudo mecánico y se abre de par en par, dividiéndose en dos mitades gemelas. El automóvil penetra por la abertura y la mujer lo hace avanzar por un senderuelo de tierra, flanqueado a uno y otro lado por aterradoras sombras de centinelas vegetales. Entonces Margaret Lotman recuerda una historia. No sabe por qué, pero la recuerda. Acababa de cumplir siete años cuando la policía local encontró en un bosque de las afueras el cadáver descuartizado de la tía Horacia. Después de reconstruirlo pacientemente, se dieron cuenta de que faltaba una pieza: la cabeza. No apareció hasta el día siguiente, en una papelera del centro de Xaitania. Alguien le había arrancado los ojos.

Ahora siente frío. Lleva puesto el abrigo de marta cibelina blanca y ha subido las ventanillas del coche, pero aún tiene la carne de gallina. Se estremece de cintura para arriba como un pájaro aterido. Se enjuga el sudor de la nuca y con la misma mano se lleva otro cigarrillo a los labios, lo enciende y lo deja en equilibrio sobre su labio inferior mientras intenta concentrarse en el camino. Le extraña que se prolongue tanto. Hace más de cinco minutos que ha dejado atrás la entrada, y la vereda, iluminada por los faros, no deja de zigzaguear, adentrándose cada vez más en el corazón de aquel frondoso jardín negro, absurdamente dilatado.

De improviso, a un centenar de metros, surge una figura fantasmagórica. Un hombre sesentón, de níveos cabellos, muy alto y descamado, ataviado con un smoking blanco de mayordomo. Con una linterna, le hace señales ostensibles para que detenga el coche. Ella nota que tiene la carne de gallina y que la nuca le suda como un manantial, pero decide arriesgarse a pesar de todo y frena. Las ruedas, al bloquearse, patinan sobre la tierra húmeda y ella está a punto de atropellar al estrafalario irradiador de luz. Para acabarlo de arreglar, el ser hace un gesto repentino y un rayo de la linterna choca con la mirada de ella, cegándola momentáneamente. Entonces Margaret Lotman oye una voz rancia y gutural que la llama:

—Señorita Margaret…

No puede contestar. Tiene algo clavado en la garganta que le ahoga hasta los monosílabos.

—Soy Besarión —prosigue el otro—. El ayudante del doctor Hildebrand. Espero no haberla asustado… Mire, tendrá que bajar del coche y seguir a pie hasta la clínica. No se preocupe, es aquí mismo. Yo la guiaré —se calla un momento y añade—: Ha sido la tormenta de esta tarde, ¿sabe? Ha derribado unos cuantos árboles podridos y ahora obstruyen el camino.

El anciano sirviente camina poco a poco, intentando no tropezar con ninguna de las trampas diseminadas por la imponente tormenta ya extinguida. De vez en cuando, se vuelve hacia Margaret y le advierte que tenga cuidado con unas ramas o con una parte del terreno que puede ser resbaladiza. Ella tiene miedo. Avanza hipnotizada, sin osar apartar la vista de la lámpara casi holoédrica que esgrime Besarión. Presiente que un simple atisbo hacia cualquier otra dirección le haría descubrir centenares de siluetas aberrantes que evocarían a la tía Horacia, muerta y descabezada.

—Ya hemos llegado, señorita —anuncia Besarión.

La linterna se hace inútil. Frente a ellos, el camino se difumina en un valle iluminado donde se erige la clínica, una mansión toda blanca y refulgente, impregnada de un extraño hálito amenazador. Detrás de cada ventanal hay un candil encendido y los ventanales son incontables. Besarión y Margaret se aproximan a la puerta principal, ascendiendo por los lentos escalones de una titánica escalinata de mármol. Musculosos guerreros petrificados siembran el parque, acechándoles.

—Un momento —dice Besarión.

Tantea en el bolsillo de su smoking y extrae un objeto casi plano, rectangular, diminuto como medio libro de bolsillo, metálico y lleno de teclas. Besarión oprime cuatro o cinco de estas, suena un chirrido electrónico y la inmensa puerta se abre.

—Antes tenía que hacerlo yo mismo —comenta el mayordomo, juguetón—. O sea, abrir y cerrar. Y le aseguro que era una auténtica murga, porque la puerta esta pesa un…

Titubea.

—¿Un cojón, tal vez? —propone Margaret.

—Un… un centenar de kilos, tirando por lo bajo —Besarión tiene las mejillas encendidas—. Adelante, señorita. Considérese en su casa. Y ahora, si no le importa esperar un segundo, iré a avisar…

—¡Margaret!

—¡…al doctor Hildebrand! —Besarión está satisfecho. Ha conseguido transformar, sobre la marcha, el final de su frase en una aceptable presentación.

—¡Margaret! —repite el eminente director del centro de salud mental de Crazinia—. ¡Margaret Lotman! Deje que la mire. Dios mío. Dios mío. ¡Ex–qui–si–ta!

—Muy amable doctor Hil…

—¡Nada de doctor! Usted es amiga mía, ¿no? Pues con señor Hildebrand es más que suficiente.

—D–O–C–T–O–R> Hildebrand… —el único enemigo presente en la sala se ha dado por aludido y se muestra incómodo—. Si no me necesita, me iré a dormir.

—Vete, Besarión, vete.

—Buenas noches, Besarión —le dice Margaret—. ¡Ah! Y gracias por acompañarme hasta aquí.

Besarión se inclina hacia delante, entrechoca los talones y desaparece. Pero no metafóricamente. De pronto ya no está.

—¡¡¡Increíble!!! —exclama Margaret—. ¿Cómo lo ha hecho?

—¡Bah! Este criado mío es un fantasma. ¿Había oído usted hablar de Brianlatoteph, el faquir loco de Alvénida?

—No.

—Pues Brianlatoth era él, Besarión en persona. Y es verdad que le faltaba un tomillo. Las autoridades de Alvénida no se lo acababan de creer, pero al final se apearon del burro cuando Besarión intentó meterse en la boca el sidecar del alcalde. Le hicieron escupirlo inmediatamente, claro. Le juzgaron por gamberro y le condenaron a pasar ocho años en mi clínica. Tengo que aclararle que una semana después ya le había dado el alta, pero Besarión me dijo que me había cogido cariño, y que si no me importaría acogerle como criado. De eso hace más de quince años —Hildebrand atrapa un cigarrillo entre labio y labio, le atiza un par de caladas, lo apaga en un cenicero portátil y murmura—: Ex–qui–si–ta, ex–qui–si–ta de verdad. ¿Se lo había dicho ya? ¿De qué es el abrigo? ¿De marta?

—Marta cibelina. Vale una fortuna.

—Quíteselo.

—Encantada. Aquí dentro no hace nada de frío.

Cuando Margaret se libera de la pesada carga de su espeso sobretodo se da cuenta de que los ojos del doctor Hildebrand centellean de deseo. Ella esquiva la obscena mirada y posa los ojos en una pared de espejos. Se contempla durante una fracción de segundo: la blusa transparente, desabrochada hasta más abajo de los turgentes senos, insinúa los amplios círculos morenos que dibujan sus pezones; la falda, larga y vaporosa, astutamente abierta a los lados, confeccionada con crueles tejidos que se pegan dulcemente a las esbeltas piernas de diosa pelirroja, cincelada por el roce de un beso intenso y transitorio entre el azar y la más impúdica venustidad. Margaret vuelve a buscar la mirada de lava del doctor y se quema.

—Ese collar es interesante —opina Hildebrand, que sonríe como si acabase de tener una erección—. ¿Perlas?

Ella barrunta que la respuesta debe de importarle poco. Es obvio que se trata de perlas. Redondas, blancas y satinadas como los pechos de una adolescente. Seguro que Hildebrand sólo pretende acechar el sensual vaivén de sus labios rojos cuando le contesten que sí, que es un collar de perlas.

—Sí —intenta que su boca dibuje una O perfecta—. Es un collar de perlas.

La sonrisa delatora de Hildebrand le sigue traicionando, se vuelve tan exagerada que parece una mueca. Margaret percibe una mórbida corriente que le lame el espinazo y, en el acto, le arrulla el cuerpo entero un cosquilleo molesto y seductor. Adivina que muy pronto se le despertarán las lanzas de sus pezones, espoleadas por la incorruptible oleada de perfume que exhala el macho. Acaba de reconocerlo: Marquina. El doctor Hildebrand se ha empapado de pies a cabeza de Marquina, esa mezcla de substancias prohibidas que anuncian por la radio. Todo él huele a Marquina. El cabello corto, negrísimo, cuidadosamente peinado hacia atrás, chorreando brillantina, huele a Marquina. El rostro moreno, terso, afeitado a navaja, también. Y el cuello ancho, de cabestro, y el pecho granítico y peludo que acecha por el escote del kimono, y también el propio kimono de seda negra, bordado con exóticos hilos dorados y rojos.

Este atavío no consigue disimular la robusta anatomía que ostenta su propietario. Margaret no había sospechado antes que el sorprendente doctor fuese tan musculoso, y ahora se pregunta cuánto tardará en repasarla de cintura para abajo. Así podrá reparar en las bragas negras, diminutas, que ella ha elegido expresamente para que contrasten con la falda de papel de fumar. Hildebrand le ha leído el pensamiento. Apunta sus ojos verdes hacia abajo, se aclara la garganta y dice:

—Le he pedido que viniese porque tenía que enseñarle una cosa.

—Ya me lo imagino.

—Referente a Agatha, por supuesto.

—Sí, claro.

—Bien, pues… si me hace el favor de seguirme…

Hildebrand la lleva hasta un pasillo angosto e interminable, lleno de puertas lacadas en blanco. Las paredes también son blancas, desnudas, sin nada que las vista. Del techo penden doce arañas de cristal que producen una luz intensa, de quirófano. Llegan al final del túnel. Allí aparecen dos puertas diferentes a las demás. Lacadas en negro. Hildebrand opta por la primera. Saca un aparato idéntico al de Besarión, pulsa cuatro teclas y la puerta cede silenciosamente.

—Usted primero, por favor —ordena.

—Gracias.

Margaret da un paso para entrar y se encienden todos los fluorescentes del interior. Es una sala de proyecciones en miniatura. Hay media docena de butacas de terciopelo rojo, orientadas hacia una pantalla cuadrada con trípode plegable, que está en el fondo.

—Siéntese aquí —dice el doctor Hildebrand. Mientras la atónita invitada obedece, él pulsa tres teclas más y se hunden cuatro baldosas del suelo. Del hueco emerge un proyector de super–ocho. Tiene colocada una película.

Una vez más, la indescriptible corriente recorre el espinazo de Margaret cuando los ojos esmeralda de Hildebrand se clavan en su boca húmeda y apetitosa. El despiadado seductor se sienta ceremoniosamente en la butaca de al lado y, de pronto, le fustiga los sentidos con una obnubilante vaharada de Marquina. Ella se seca rápidamente el sudor de la nuca. El pulsa una tecla y la luz se apaga. El proyector se pone en marcha.

—Observe esto con atención, Margaret.

La pantalla se ilumina. Aparece una habitación adamantina, toda blanca, sin muebles, sin ningún objeto, con techo y paredes acolchados. En una esquina hay una mujer acuclillada. Es joven, aparentemente. Llora. Tiene el pelo largo y la tez pálida. Se cubre el rostro con los brazos. No lleva nada encima.

—¿Agatha? —pregunta Margaret.

—Sí. Esta escena se captó la semana pasada. Supongo que le extrañará que su amiga esté desnuda.

—(…)

—No es frecuente. Quiero decir, que no es norma de esta clínica que los pacientes vayan sin ropa. Es más bien por deseo de Agatha que… Pero espere. Fíjese ahora y lo comprenderá…

El ambiente empieza a saturarse de Marquina cuando aparece un nuevo personaje en la pantalla. Se abre la única puerta del cuchitril de Agatha y entra Besarión. Lleva en las manos una bandeja de cartón, con un vaso de papel lleno de alguna sustancia oscura y un par de croissants. Él también va desnudo.

—¿Pero qué…? —intenta preguntar Margaret.

—¡Sssssshhhh! ¡Silencio! —brama Hildebrand como si estuviese en el cine.

Besarión se agacha y deposita la bandeja en el suelo. Hasta ese momento Margaret no se ha dado cuenta de que lleva colgado al cuello un gigantesco consolador rosado. El escabroso lacayo del film se vuelve hacia Agatha y exclama:

—El desayuno, reina.

En ese instante, la sosegada paciente reacciona. Salta sobre Besarión, le ciñe con furia la cintura y consigue tumbarlo de espaldas. Una vez en el suelo, le besa por todas partes. Pega sus labios contra la boca, el cuello, el sexo de él. Lame el miembro y los testículos seniles de Besarión mientras acaricia frenéticamente la monstruosa verga colgante. Besarión se deja hacer, mansamente. Y aunque no llega nunca a ereccionar, permite que Agatha le llene de baba la entrepierna, que se la embadurne de café tibio, babas y trozos de croissant, y que después se le eche encima como un buitre hambriento para engullir la repugnante bazofia.

Ahora es Margaret la que permanece petrificada en su butaca. No osa pronunciar ni una palabra.

Agatha se ha sentado espatarrada ante el rostro desencajado de Besarión. La loca no para de acariciarse, de excitarse los correosos pezones con las yemas de los dedos. De vez en cuando emplea las palmas de las manos. Tiene los ojos cerrados y se humedece el labio superior con la lengua, constantemente.

—¿Es el momento? —barbota, afanosamente, Besarión.

Y entonces Agatha, que sigue en posición de sentada, se eleva un metro escaso por encima del ex–mago–faquir. Simplemente flota, como un colosal globo de gas.

—No es ningún truco, ¿eh? —aclara rápidamente Hildebrand—. Ya sabe que este criado mío…

Besarión continúa echado, mirando sin parpadear el cuerpo ingrávido y convulso que si cayese de pronto le aplastaría la narizota.

—Ábrete un poco más de piernas, reina —exclama.

Y cuando la reina obedece, el viejo criado sin librea lanza un manotazo febril a su propio cuello y se arranca el consolador. Lo coge con ambas manos y apunta.

—¡Ya! ¡Yaaaaa! —le suplica Agatha al criado—. ¡Veeeen!

Se oye un clic y la imagen se desvanece. La sala de proyecciones queda a oscuras, impregnada de Marquina y del eco extasiado de la voz de la loca. Ambos espectadores hacen mutis. Durante un momento eterno. Margaret advierte que el doctor abandona su butaca cautelosamente y que a continuación se oye el sutil roce de una prenda de vestir al caer al suelo. Hildebrand vuelve a sentarse y es él quien rompe finalmente el silencio:

—He detenido la proyección —murmura con voz ronca—, porque el fragmento que hemos visto basta para exponer la parte principal de mis avances con la paciente.

—Prosiga.

—Básicamente, lo que he descubierto durante estos tres meses es que su amiga Agatha padece lo que mi colega Boris G. Spitts denomina «el síndrome de la cosa».

—Comprendo.

—¿De verdad?

—Sí, demonios. Quiere decir que Agatha ha sufrido una especie de reacción negativa en su mente, motivada por la contemplación accidental de un objeto–fetiche que, según parece, le ha hecho rememorar una experiencia acaecida en un pasado reciente. Podríamos decir que la cosa, la cosa que vio Margaret, fuera cual fuese, la ha colocado en un estado parecido a la pre–consciencia, o sea, que Agatha ha superado el shock, regresando a un momento que conservaba grabado en la memoria: un revolcón de antología, me atrevería a afirmar. ¿Me equivoco?

—Veo que ha hojeado a Spitts —la voz del doctor suena un poco molesta—. Mejor. Eso me ahorrará un montón de divagaciones. Iré al grano: la escena que ha visto forma parte de una terapia con Agatha —lo piensa mejor y corrige—, ES MI TERAPIA. Cada mañana, Besarión, obedeciendo instrucciones mías, se desnuda y le lleva el desayuno a su amiga. No sé si me creerá, pero al principio no pasaba nada. Ni un signo de mejoría. Se limitaba a devorar como una hiena el contenido de la bandeja y listo. Pero al tercer día de iniciar el experimento, se me ocurrió lo del collar fálico. Fue un presentimiento, claro. Usted, usted me había comentado algo respecto a un collar.

—Sí. Yo llevaba uno cuando Agatha… pero la verdad, no creo que…

—A partir de la incorporación del collar, Agatha ha intentado violar cada día al pobre Besarión, el cual ya no… Bueno, se ve obligado a utilizar sus poderes mágicos y el consolador para ultimar la faena. Ya nos entendemos. Pues sepa usted que en cuanto la punta del falo de goma acaricia la vagina, la paciente llega al orgasmo.

—¡Increíble!

Margaret cambia de postura y nota que tiene la blusa y la falda empapadas, pegadas a la piel. El doctor Hildebrand ya ha hecho anteriormente eso de leerle los pensamientos, pero ahora vuelve a la carga:

—Tiene calor, ¿verdad?

—Sí. Me… preguntaba si…

—¿Preferiría que encendiese la luz, tal vez?

—No, no es eso.

—Se está mejor así. Mucho mejor. Me gusta escuchar su voz en la oscuridad. Tiene una voz exquisita, Margaret. Meliflua, excitante. Además, si quiere, puede hacer como yo. Hace un momento me he quitado el kimono y ya me encuentro mucho mejor.

—Estoy un poco mareada. ¿Podría…? Es decir… ¿Más tarde podré ver a Agatha?

—Claro. Más tarde. Ahora relájese.

Margaret tiene los pulmones borrachos de Marquina y se abandona. Cierra los ojos. Cierra los ojos y siente que el brazo implacable de Hildebrand avanza a ciegas hacia su blusa, sin prisas. Que los dedos implacables de esa mano implacable le desabrochan uno a uno los escasos botones que todavía le aprisionan. Nota cómo se abre la blusa y la mano ardiente y experta le acaricia apasionadamente los pechos. Margaret se abandona. Siente que el aire ya no huele a Marquina, sino que hiede a sudor de fieras a punto de copular. Nota que él se inclina hacia ella y le arremanga la falda. Nota su aliento trastornado entre las piernas, nota cómo le araña ferozmente las piernas con esas peludas extremidades, poseídas de una fuerza terrorífica. Nota cómo le clava las garras en la carne, le hace sangre y en seguida la chupa y se la traga, pegando el sediento hocico a las heridas. Nota cómo la bestia invisible clava los colmillos en la cinta de las bragas y las desgarra con la misma facilidad que si desgarrase un pétalo de amapola. Nota que está deseando que la posea, pero que él lo advierte y disfruta retrasando ese instante. Nota en la vulva húmeda el calor de la cabeza hirsuta del animal, que aúlla estremecedoramente mientras le explora el clítoris y la vagina con la lengua. Una lengua dilatada y dolorosa. Un aberrante tentáculo afilado que la castiga por dentro a tutiplén. Ella gime. Se convulsiona, arquea medio cuerpo para saborear mejor la crueldad de esa perversa serpiente. De pronto, se separan. Los ojos verdes de la abominable fiera brillan ahora como dos faros perdidos en las tinieblas. Con los titilantes rayos que proyectan, ella se da cuenta de que la anómala fiera ha conseguido levantarse sobre sus patas traseras. Margaret se abandona. Se deja caer por el respaldo de la butaca y separa mucho los labios para tragarse el príapo gigantesco del lobo. El lobo está alerta. Cuando ella empieza a lubricar con saliva y carmín el apetitoso extremo de la verga, él salta hacia delante, se introduce entero hasta obturar la garganta de la víctima, y la aplasta entre sus genitales y el asiento aterciopelado.

A Margaret le falta poco para desmayarse. Le cuesta respirar mientras su quimérico amante la obliga a tragarse totalmente aquel vástago musculoso y dulce, pubescente e innombrable. Pero lo estrecha aún más. Se pega ardientemente al pesado cuerpo de su verdugo. Clava las uñas en sus nalgas tensas y le obliga a clavarle más a fondo el correoso cilindro. En un arrebato de placer, hunde la dentadura en el sexo de la bestia. La bestia deja escapar un alarido de dolor y se aparta, pero en seguida vuelve a embestir. Se venga. Lacera con las garras los mullidos pechos y el vientre de Margaret. Le arranca la blusa y la falda, le golpea la cara, le hiere la carne de los hombros royéndola con sus colmillos sangrientos, y finalmente, la obliga a abrirse del todo y la penetra. Margaret tiene la sensación de que algo invencible la ha reventado en su interior, que hurgan su coño el puño y el antebrazo de un simio. Abre mucho los ojos y grita. El puño recula y vuelve a taladrarla. La vigorosa bestia ultrajada le araña los pechos, le tortura los pezones, aúlla. Tensa los endurecidos músculos y concentra en la criminal herramienta la última palabra que pronunciará su cuerpo. Se vacía dentro de Margaret. Margaret nota cómo el esperma caliente del animal le incendia las entrañas. Y entonces, también ella llega al orgasmo. Cimbrea la espalda hacia atrás y se aferra a las extremidades superiores del rudo amante. La butaca se rompe y cazador y presa caen al suelo. Gritan, gimen, ruedan abrazados, embadurnados de sudor, con los sexos chorreando flujos vaginales y pegajoso semen.

Trascurre una eternidad.

Hildebrand dice:

—Ahora es mejor que se vaya. Se ha hecho tarde. Demasiado tarde. Podrá ver a Agatha cuando vuelva a visitamos —parece haber concluido, pero de pronto añade—. Espero que sea pronto.

Margaret no le contesta. A tientas, recoge los jirones de su vestido y se los pone. Hildebrand habla de nuevo:

—Diré a Besarión que le traiga el abrigo y la acompañe, Margaret.

—No hace falta. Sabré encontrar sola el abrigo y el coche. Gracias.

—Bueno, entonces buenas noches.

—Buenas noches.

Margaret encuentra la puerta y la abre. La intensa luz del pasillo la obliga a parpadear varias veces.

—Buenas noches —repite. Sale de la habitación y cierra la puerta tras de sí.

Hildebrand escucha cómo se apaga progresivamente el seco martilleo de los tacones de Margaret contra las baldosas. Cuando se desvanece totalmente, enciende los fluorescentes, se pone el kimono y sale. Comprueba que el corredor esté vacío y entonces se decide a llamar a la segunda puerta negra. Pasa más de un minuto, pero al final se abre la puerta. Casi en el umbral pero dentro de su habitación, el auténtico doctor Hildebrand se aferra al picaporte con expresión asustada.

—Buenas noches, doctor Hildebrand —dice el doctor Hildebrand—. ¿Qué…? ¿Sucede algo?

—Nada, Besarión. Sólo quería asegurarme de que has obedecido mis indicaciones.

—Naturalmente, doctor Hildebrand. Es lo primero que he hecho después de dejarles a usted y a la señorita Margaret. Yo…

—¿Algún problema?

—Ninguno, doctor Hildebrand. Bueno, he tenido que forzar una de las puertas del coche, pero no creo que tenga importancia.

—No la tiene. Muy bien, Besarión. Buenas noches.

—Buenas noches, doctor Hildebrand.

Mientras el auténtico doctor Hildebrand vuelve a la cama, el feliz Brianlatoteph se entretiene saltando por el corredor y cambiando continuamente de fisonomía. Eso sí. Mantiene todo el rato idéntica sonrisa. Piensa que pronto escuchará el grito de Margaret, y que entonces sabrá que la célebre y arruinada clínica de Crazinia tiene un nuevo paciente. A no ser, claro, que la tenue luz del jardín enmascare el bote de cristal que reposa en el asiento delantero del coche. Nada del otro mundo; un simple bote de mermelada lleno hasta los bordes de una mezcla arcana y transparente, en la que flotan los ojos incorruptos de la tía Horacia.

Sería una lástima que Margaret retrasara su descubrimiento.