Capítulo VI

Me quedé mudo de estupor, sin comprender de momento lo que implicaba este acontecimiento. Se me ocurrieron de momento una serie de pequeños detalles y me atormentó, sobre todo, una cuestión inquietante: ¿Cómo era que no me habían avisado? Zira no me dejó tiempo de protestar:

—Soy yo quien se dio cuenta de ello, hace dos meses, al regreso del viaje. Los gorilas no se habían fijado en nada. Telefoneé a Cornelius, que tuvo una larga conversación con el administrador. Los dos estuvieron de acuerdo en que era preferible guardarlo en secreto. Nadie está al corriente de nada, excepto ellos y yo. Está aislada en una jaula y soy yo quien se ocupa de ella.

Este disimulo por parte de Cornelius se me figura como una traición y veo que Zira se siente incómoda. Me hace el efecto de que algo se está tramando en la sombra.

—Tranquilízate. Está bien tratada y no le falta nada. La cuido muy bien, nunca se ha rodeado de tantas precauciones el embarazo de una hembra de hombre.

Ante su mirada irónica, bajo los ojos como si fuera un colegial sorprendido al cometer una falta. Ella se esfuerza en adoptar un tono irónico, pero me doy cuenta de que está turbada. Sé, desde luego, que desde que reconoció mi verdadera naturaleza, le ha desagradado mi intimidad física con Nova, pero en su mirada hay algo más que despecho. La causa de su inquietud es el apego que me tiene. Nada presagian de bueno estos misterios con respecto a Nova. Me imagino que no me ha dicho toda la verdad, que el Gran Consejo está al corriente de la situación y que ha habido discusiones en las altas esferas.

—¿Cuándo debe desocupar?

—Dentro de tres o cuatro meses.

De repente me doy cuenta del lado tragicómico de la situación. Voy a ser padre en el sistema de Betelgeuse. En el planeta Soror voy a tener un hijo con una mujer por la que siento una gran atracción material, a veces lástima, pero que tiene el cerebro como un animal. Ningún otro ser en el cosmos se ha encontrado nunca en situación parecida. Me dan ganas de reír y llorar al mismo tiempo.

—Zira, quiero verla…

La mona hace una pequeña mueca de despecho.

—Sabía que me lo pedirías. Ya he hablado de ello a Cornelius y creo que lo consentirá. Te espera en su despacho.

—¡Cornelius es un traidor!

—No tienes el derecho de hablar así. Él debe compaginar su amor por la ciencia con su deber de simio. Es lógico que este próximo nacimiento le inspire serios temores.

Mientras seguía a Zira por los pasillos del Instituto mi angustia iba en aumento. Adivino el punto de vista de los simios sabios y su temor de ver surgir una raza nueva que… ¡Pardiez! Ahora veo bien cómo puede cumplirse la misión de que me siento encargado.

Cornelius me acoge con palabras amables, pero entre nosotros ha nacido un malestar permanente. Hay momentos en que me mira con una especie de terror. Me esfuerzo en no abordar en seguida el objeto que me interesa. Le pido noticias de su viaje y del resultado final de su estancia en las ruinas.

—Apasionante. Tengo un conjunto de pruebas irrefutable.

Se le han animado los pequeños ojos inteligentes. No ha podido jactarse de proclamar su éxito. Zira tiene razón: está debatiéndose entre su amor por la ciencia y su deber de simio. En aquel momento es el sabio quien habla, el sabio entusiasta para el cual sólo cuenta el triunfo de sus teorías.

—Esqueletos —dijo—. No uno, sino un conjunto, encontrados en tales circunstancias y en tal orden que, sin duda posible, se trata de un cementerio. Hay con que convencer a los más obtusos. Nuestros orangutanes, como puede comprenderse, se obstinan en no ver más que coincidencias curiosas en todo ello.

—¿Y estos esqueletos?

—No son de simios.

—Ya veo.

Nos miramos a los ojos. Su entusiasmo había decaído en gran parte. Siguió diciendo:

—No puedo ocultárselo. Usted lo ha adivinado; son esqueletos de hombres.

Zira está ya al corriente porque no manifiesta sorpresa alguna. Los dos me miran aún insistentemente. Por fin Cornelius se decide a abordar el problema con toda franqueza.

—Hoy estoy seguro de que en nuestro planeta ha existido una raza de seres humanos de espíritu comparable al de usted y al de los hombres que pueblan la Tierra, raza que ha degenerado y ha vuelto al estado bestial. Por otra parte, a mi regreso, he encontrado aquí otras pruebas de lo que estoy diciendo.

—¿Otras pruebas?

—Sí. Las ha descubierto el director de la sección encefálica, un joven chimpancé, de gran porvenir. Tiene incluso genio… Haría usted mal en creer que los simios han sido siempre imitadores. Hemos hecho innovaciones notables en ciertas ramas de la ciencia, especialmente en lo que se refiere a estos experimentos sobre el cerebro. Si puedo, le mostraré algún día los resultados. Estoy seguro de que le sorprenderán.

Parecía querer persuadirse a sí mismo del genio simiesco y se expresaba con inútil agresividad. Yo no le había atacado nunca sobre este punto. Era él quien dos meses atrás deploraba la falta de espíritu creador de los simios. Prosiguió, en un arranque de orgullo:

—Créame, llegará un día que aventajaremos a los hombres en todas las materias. No hemos tomado su sucesión por causa de un simple accidente, como podría usted suponer. Este acontecimiento estaba escrito en las líneas normales de la evolución. El hombre racional había cumplido ya su tiempo y tenía que sucederle un ser superior, que conservaría los resultados esenciales de sus conquistas y las asimilaría durante un período de aparente estancamiento antes de emprender un nuevo vuelo.

Era una manera nueva de considerar el acontecimiento. Podría haberle contestado que muchos hombres entre nosotros habían tenido el presentimiento de un ser superior que un día nos sucedería, pero que ningún sabio, filósofo ni poeta se había imaginado nunca a este superhombre con los rasgos de un simio. Pero no me siento muy inclinado a discutir sobre este punto. Después de todo, ¿no es lo esencial que el espíritu se encarne en algún organismo? La forma de este organismo importa poco. Tengo otras cosas en la cabeza. Llevo la conversación a Nova y su estado. No hace comentario alguno e intenta consolarme.

—No se atormente. Espero que todo se arreglará. Probablemente será un niño como todos los pequeños de los hombres de Soror.

—Confío que no. Estoy seguro de que hablará.

No he podido disimular mi indignación. Zira frunció el ceño para hacerme callar.

—No lo desee mucho —dice Cornelius con gravedad—. Ni en su interés ni en el de usted.

En un tono más familiar añade:

—Si hablara, no estoy seguro de que pudiese seguir protegiéndoles como hasta ahora. ¿No se da usted cuenta de que el Gran Consejo está alarmado y he recibido órdenes muy estrictas para mantener este nacimiento en secreto? Si las autoridades supieran que usted está enterado, yo sería despedido igual que Zira, y usted se encontraría solo ante…

—¿Ante enemigos?

Desvía los ojos. Es precisamente lo que yo pensaba. Se me considera como un peligro para la raza simiesca. De todas maneras me siento feliz al saber que tengo en Cornelius, si no un amigo, por lo menos un aliado. Zira ha debido defender mi causa con más calor de lo que me ha dejado entender y él no hará nada que pueda disgustarla. Me da autorización para ver a Nova, en secreto desde luego…

Zira me conduce hacia un pequeño edificio aislado del que ella sola tiene la llave. La habitación en la que me hace entrar no es grande. No hay en ella más que tres jaulas y dos están vacías. Nova ocupa la tercera. Nos ha oído llegar y el instinto la ha advertido de mi presencia porque se ha levantado y ha tendido los brazos antes de verme. Le estrecho las manos y froto mi cara contra la suya. Zira se encoge de hombros con aire desdeñoso, pero me da la llave de la jaula y se va al corredor a montar la guardia. ¡Qué alma más bella tiene esta mona! ¿Qué mujer sería capaz de tal delicadeza? Ha adivinado que tenemos que decirnos un montón de cosas y nos ha dejado solos.

¿Cosas que decirnos? ¡Ay de mí! He olvidado una vez más la condición miserable de Nova. Me he precipitado dentro de la jaula. La he estrechado entre mis brazos, le he hablado como si ella pudiera comprenderme, como habría hablado a Zira, por ejemplo.

¿No comprende nada ella? ¿No tendrá, por lo menos, una intuición confusa de la misión que nos ha sido encomendada, en lo sucesivo, a los dos, a ella y a mí?

Me he tendido en la paja, a su lado. He palpado el fruto naciente de nuestro amor insólito. De todos modos, me ha parecido que la nueva situación le ha dado una personalidad y una dignidad que antes no tenía. Cuando paso los dedos por su vientre, se estremece. Es cierto que su mirada ha adquirido una intensidad nueva. De repente tartajea penosamente las sílabas de mi nombre que yo le había enseñado a articular. No ha olvidado mis lecciones. Estoy lleno de alegría. Pero su mirada se apaga otra vez y se vuelve de espaldas para devorar los frutos que le he llevado.

Zira vuelve. Es hora de marcharme. Salgo con ella. Me siento desamparado y ella me acompaña hasta mi habitación, donde me pongo a llorar como un niño.

—¡Oh, Zira, Zira!

Mientras ella me acaricia como una madre empiezo a hablarle, a hablarle con ternura, sin parar, dando salida por fin al torrente de sentimientos y de ideas que Nova no puede apreciar.