Anno Domini 1155
Estaba sentado en una cuba rígido como una estatua y ligeramente inclinado hacia delante. Apretaba las mandíbulas de la emoción. Tenía las manos juntas sobre las rodillas como para rezar. Alumbraba una sola vela, y él contemplaba cautivado su llama. Probablemente la mecha era demasiado larga. En todo caso el resplandor bailaba de un lado a otro como un animal desquiciado. O como un cebo envenenado. Se rió para sus adentros. Una bodega siempre era un lugar de ocio y reflexión, un refugio como una iglesia donde uno podía ordenar sus ideas. Hoy le costaba mucho.
Hasta entonces siempre había logrado encontrar un equilibrio para hacer sus planes y recobrar fuerzas.
¿Una bodega similar a una iglesia? Sonrió. Por supuesto, no era un lugar sagrado. Faltaba la imagen de la Virgen María. Y también el agua bendita. Pero había una imponente selección de vino de misa difícil de superar. Por lo menos eso creía hasta entonces. De momento sus vinos de misa yacían ahí y disfrutaba de un monopolio. No sólo como viticultor, también como partidario privilegiado del conde de Barcelona, era uno de los hombres más poderosos de Cataluña.
Hasta hacía poco su vino de misa recibía grandes elogios.
Vino de misa, qué tontería.
Las reliquias sagradas eran los vinos que ahí se guardaban. Se sacaban para un homenaje especial. Pero tampoco eran sus creaciones las que recibían grandes halagos, sino las de un viticultor navarro que le disputaba el negocio. Desde la Reconquista la demanda de buenos caldos había aumentado, por suerte. Algunos viticultores acudían a Barcelona y se peleaban por los suculentos beneficios de recibir una distinción de palacio.
Y el tonel con el nuevo vino de ese ridículo navarro estaba también ahí, representaba, por así decirlo, un retablo.
Había que arrodillarse para santiguarse. ¿El vino de la eucaristía no estaba consagrado a Dios? ¿Qué dicen las Sagradas Escrituras? ¡Ese cáliz con mi sangre que se derrama por vosotros! O algo parecido. Hacía mucho que no iba a la iglesia. Como siempre. Su labor consistía en expulsar y eliminar a los paganos. Una tarea divina. Pero creía recordar que en la eucaristía se hacía una plegaria. Si aquello parecía una capilla, también podía hacer un ruego.
Deseaba, para lograr la paz, liberarse de las ganas de perjudicar a otras personas y alegrarse de sus desgracias… ¿De verdad lo deseaba?
No. Tenía sed de venganza. Quería la muerte y la ruina para sus adversarios, y no eran pocos.
Para él era mucho más importante dar rienda suelta a su ambición de poder y riqueza que la eterna salvación, y eso no iba a arruinarlo un inútil navarro. Debería tener cuidado de que a él y a su familia no les ocurriera ninguna desgracia.
¿Dónde estaba la magia de aquel lugar? No encontraba la tranquilidad creativa que por lo general reinaba cuando iba allí.
Desde que ese muchacho de Poboleda tuvo una visión, habían cambiado demasiadas cosas. Le costaba ordenar las ideas.
Bueno, había llegado hasta aquí para cometer un pecado mortal. Se levantó y se puso manos a la obra.
Casi en una caricia rozó la madera de roble francés. Sí, ese pequeño enano de Navarra se estaba metiendo en un lío con su caldo. El barril dejó respirar el vino y le introdujo otros componentes aromáticos. Si se hacía correctamente, luego era más suave, armónico y también complejo.
Por la inscripción dedujo que su adversario había elaborado dos vinos por separado y luego los había unido.
Una risa histérica brotó de su garganta.
Todo estaba bajo el símbolo de la fiesta cristiana. Mañana ese caldo debía coronar otro día de celebración en casa del conde. Pero no era el suyo. No había sido escogido ni su excelente vino de misa, guardado en las bóvedas del palacio real, ni uno de sus tintos para obsequiar al grupo de la próxima jornada, sino el vino de Navarra.
La luna llena y la noche estrellada eran ideales para sus propósitos. Las celebraciones empezaban a primera hora del día. Tiempo suficiente para llevar a cabo su plan perverso.
Miró a su alrededor, nervioso. La situación era angustiosa y no apta para nervios débiles. Pero no le afectaba, al fin y al cabo tenía práctica en urdir y ejecutar planes tenebrosos.
Se dirigió al barril que había traído el viticultor. Sacó el tapón del recipiente y miró en el interior. El vino tenía un aspecto impecable. El color rojo intenso, casi negro, era perfecto. El fuerte aroma a vino que le invadió casi le corta la respiración. Le empezaron a escocer los ojos. Los entornó e inspiró el olor.
¡Qué buqué! Maduro, un poco borgoñón.
No haría ningún daño con catarlo.
Tomó un poco de aire con la boca fruncida. Luego empezó a saborear el vino con lentitud. Por un momento olvidó sus ideas de venganza. Sus labios pronunciaron:
—Vitis vinifera.
¡Qué finura y elegancia! Zarzamora y grosella, una gran fuerza juvenil e intensidad. ¡Majestuoso! Se rió para sus adentros. Bueno, la zarzamora no estaba mal. Tenía que reconocer el mérito del viticultor. Lástima que fuera su enemigo y que al día siguiente fuera a acabar con él. No se alegraba de corromper el vino, pero no podía ser de otra manera.
Esbozó una sonrisa torcida mientras sacaba del sayo una bolsa con bayas y todo tipo de flores y tallos. Era estupendo que aquellos arbustos de tallos gruesos y troncos espinosos florecieran tan bien y en tanta cantidad.
Sacó las hojas de vello lanoso en forma de huevo. Era un fruto mortífero, cuyas hojas actuaban con tanta rapidez como las flores en forma de campanilla. Ya había probado el efecto en su perro y aumentó la dosis correspondiente a la cantidad de la gente que participaba al día siguiente en la celebración. Él sólo sufriría una intoxicación leve para quedar libre de toda sospecha.
Casi con devoción desmenuzó los tallos y flores de la belladona y los dejó caer en el barril.
Ya estaba hecho.
El viticultor de Navarra ya hacía días que había dejado reposar el vino para que desarrollara toda su fuerza. El añadido de estas peculiares especias de la casa Casamont darían por fin su espíritu al vino y se llevarían al viticultor para siempre.
—¡Perdóname, bendito Baco! —rogó con fervor al dios del vino y la embriaguez.
Ése fue su ruego personal.
* * *
Las campanas de Barcelona llamaban con gran estruendo a la misa mayor. El sonido penetraba irritante en los oídos de Rashid, que junto con su señor Bobo iba de camino a la ceremonia de celebración bautismal del hijo del conde Berenguer. El bautizo en sí fue justo después al nacimiento, ya que no se podían arriesgar a dejar sin el sacramento a un recién nacido. Si moría, su alma sería presa fácil para el diablo, porque todavía no habría sido purificado. El bautizo afectaba a los descendientes y herederos al trono. Como invitados del conde de Barcelona acudieron los reyes de Aragón, así como los representantes de sus provincias, que llegaban hasta el sur de Francia. También Bobo y Rashid estaban invitados a participar en las celebraciones y animar el palacio en el banquete con su excelente vino.
Ya hacía unas horas que habían salido de la mansión de su compañero de negocios Sir Haley. La gente se agolpaba en las Ramblas. Por todas partes había ciudadanos de Barcelona con sus túnicas más caras que intentaban superarse con sus joyas y agua de lavanda.
La muchedumbre empujaba, y ni Rashid ni su señor podían resistirse. Rashid miró exaltado por encima de las cabezas de la gente. Estaba en medio, entre cristianos. Se le aceleró el corazón a medida que se acercaban a la iglesia. No sólo porque caminaba entre enemigos, sino porque estaba seguro de que aquel día volvería a ver a Alba.
Una multitud variopinta y de colores estridentes avanzaba hacia el portal de la iglesia como una ola gigante y se dejaba llevar cuando por fin abrieron las puertas.
El incienso competía con los aromas de las damas y los pañuelos empapados que agitaban hombres y mujeres para refrescarse.
A Rashid le dolía la cabeza de todas las emociones que sentía en su interior. Miró varias veces a su alrededor en busca de Alba. La corte todavía no había llegado, ni la familia Berenguer ni las doncellas e infanzones del conde. Bobo ya le había avisado de que tendrían que permanecer en esa sofocante falta de espacio un rato más, hasta que empezara la ceremonia. Había contestado largo y tendido a las preguntas que su aprendiz le planteaba como por casualidad. A diferencia de otras ocasiones, esta vez Rashid escuchaba con atención mientras Bobo le respondía con una sonrisa que no sabía con seguridad si las damas de palacio participarían en la ceremonia.
—Al fin y al cabo la madre está contaminada por la sangre del parto y sólo puede volver a purificarse mediante la bendición eclesial. Pero por lo menos Petronila de Aragón no se verá obligada a esperar en un banco de la iglesia hasta que el cura la vaya a buscar y le permita tomar asiento. Así se hace en Navarra.
Rashid sintió vergüenza al oír las explicaciones de Bobo sobre el momento de impureza. Al mismo tiempo se preguntaba por qué conocía tan bien el tema. Intentaba disimular su desconcierto y por eso observaba con atención a los impolutos visitantes que circulaban en grupos por la iglesia. Contemplaba divertido a las damas elegantes de la sociedad, que miraban con desprecio a la multitud de mendigos y lisiados que pasaban por ahí y apestaban en contraste con los perfumes. Los pedigüeños ya se habían alineado junto a la pared para dejar a la vista sus miembros amputados. Aguantaban pellizcos y atropellos, ya que todos sabían que el de la misa mayor era uno de los días más provechosos de su miserable vida.
* * *
Rashid buscaba con la mirada por todas partes a Alba, cuyo rostro no había podido quitarse de la memoria durante los últimos años. Bobo le dio un golpe en el costado.
—Vamos cerca de la entrada, allí no se está tan apretado.
Rashid no quería retirarse, sino adentrarse todavía más en las profundidades de la iglesia. Aquel día era muy importante para él. No sólo por ver de nuevo a la sobrina de Berenguer, no, también estaría presente el séquito del conde. Y quería ver la cara de cada uno de los catalanes. Quién sabe, tal vez el asesino de su madre se encontraba entre ellos. Por eso se negó.
—Creo que aquí estamos mejor situados, ahí detrás todos se precipitan atropelladamente hacia dentro, y al final también tendríamos que vigilar nuestras monedas, los canallas también se han reunido al fondo.
El viticultor suspiró.
—Está bien, puede que tengas razón. Sólo es que me oprime un poco el corazón el tener demasiada gente a mi alrededor.
El inesperado honor que representaba la invitación de Berenguer hacía que Bobo caminara con torpeza sobre sus zapatos de corcho.
—Yo os conseguiré el espacio necesario. ¡Venid!
Rashid siguió abriéndose camino hacia delante, al tiempo que formaba un pasillo para su maestro, que asentía complacido. Sin embargo, pese a su resolución no llegaron muy lejos. De todos modos el joven había conseguido un buen lugar para él y su maestro. Entre el coro y la zona donde se encontraba la multitud de asistentes al culto divino se abría un pasillo ancho a lo largo de la nave de la iglesia. Estaban en la segunda fila y tenían una buena vista del camino por donde seguro que pasaría toda la corte. Los tendría a todos a la vista, nadie podría escapar a su mirada. Rashid empujó a su maestro un poco más para poder ver sin esfuerzos por encima de él y de la gente de delante. A pesar de los peculiares zapatos que llevaba el viticultor, su aprendiz lo sobrepasaba un palmo.
Rashid se movía inquieto de un lado a otro. Los que le rodeaban, a los que ya había pisado, le lanzaban miradas de reprobación y le amonestaban. Entonces uno de los criados le dio un empujón y le susurró:
—¡El príncipe!
Rashid giró la cabeza para mirar la figura del conde, que infundía respeto. En ese preciso instante cesó el murmullo de los asistentes a la iglesia que estaban tras él. Luego corrió un susurro entre los espectadores hasta que aumentó de tono y prorrumpieron en una ovación. Rashid se irguió un poco más. Había movimiento entre el gentío. Se separó y vio que la luz penetraba por el portalón principal abierto. También su maestro estiró el cuello, desistió y preguntó emocionado:
—¿Es Berenguer?
Rashid asintió, ya que en ese momento divisó al ocupante cristiano, cuya gloria era inconmensurable desde la Reconquista. El rostro pálido estaba dominado por los ojos brillantes y las cejas oscuras. De nuevo se quedó sin aliento: el recuerdo de su primer encuentro con Berenguer lo arrolló como una poderosa ola.
* * *
El conde de Barcelona caminaba despacio por el pasillo hacia el coro. Junto a él había un hombre enorme. Sus ojos juntos, dos puntos que resaltaban en su rostro anguloso, miraban burlones a la multitud. Rashid observaba petrificado a aquel gigante. Le hervía la sangre, se le hinchó el cuello: podría ser él. Tenía que ser él. Reconoció la malicia en su figura. No sólo el joven se estremeció cuando Berenguer pasó con aquel hombre, también los demás presentes retrocedieron.
Luego siguieron más miembros de la corte, entre ellos un adonis alto y esbelto cuya belleza provocó exclamaciones y muestras de deseo en las mujeres, que él correspondía con una fría sonrisa. Muy cerca, Rashid vio a un joven noble que le resultaba familiar. Pasado un rato cayó en la cuenta de a quién tenía enfrente. Era el joven caballero que presenció su humillación en Montserrat. Él también le vio. Avergonzado, bajó la cabeza un instante antes de seguir buscando a Alba.
—Las mujeres llegan por separado. ¡Paciencia! —le susurró Bobo acompañando con un guiño sus palabras.
Poco después entró la comadrona con el bebé en brazos, que todavía miraba el mundo con los ojos abiertos sin saber qué papel le había asignado el destino.
Le siguieron las damas de palacio y por fin Rashid vio a aquélla por la que tanto había suspirado. Con una profunda nostalgia observó su figura perfecta, su mirada brillaba entre los cabellos dorados y la piel blanca. Por un instante fugaz captó aquellos ojos azul cielo que miraban tristes al vacío. El desaliento en su mirada lo conmovió en lo más profundo de su corazón. ¡Si pudiera estar cerca de ella!…
* * *
El coro elevó su voz y acompañados de sus cantos, que inundaban la nave de la iglesia, los curas salieron de la sacristía y se dirigieron hacia el altar. Tras un último tono, el coro enmudeció, mientras el cardenal caminaba hacia el centro con sus ornamentos de color rojo vivo. Los presentes esperaban expectantes y en silencio el inicio de la misa bautismal. La mayoría no entendía las palabras del cardenal, pero la ceremonia de celebración tuvo un peculiar efecto en los parroquianos ingenuos e incultos. Rashid escuchó horrorizado el áspero latín del dignatario eclesiástico mientras pronunciaba la primera bendición y rociaba al niño con agua bendita. La consulta del nombre quedó enmudecida por los berridos del recién nacido, así como la bendición para el niño. Los gritos penetrantes fueron en aumento cuando le colocaron sal en la boca. Ni la mano apoyada del clérigo ni el ligero balanceo de la comadrona lograron calmarlo. Sólo cuando el heredero del trono estuvo en brazos de su madrina, que lo mecía, se calló poco a poco.
El incienso que hervía no era lo único que estaba enloqueciendo a Rashid, también la imagen de Alba con el bebé en brazos lo hechizaba. La absorbía como una esponja en su interior. Le costó desprenderse de su rostro para pasear la mirada entre los hombres del gobernante de Cataluña. Una y otra vez se quedaba estancado en el que había acompañado a Berenguer a la iglesia. La estatura y el magnetismo del infanzón le obligaban a mirarlo con insistencia. Se juró que tendría la vista puesta en ese hombre.
Tras la misa mayor el pueblo se reunió. Algunos músicos comenzaron a tocar para el baile con flautas, grallas, trompetas, trombones, tubas y tambores. Los catalanes se cogieron de las manos. Luego formaron varios círculos y se movieron al son. Ejecutaban pasos pequeños que cambiaban a izquierda y derecha y daban golpecitos en el suelo con las puntas de los pies, intensificaron con la música sus ligeros movimientos hasta dar pequeños saltos y estiraron los brazos hacia arriba. Bobo estaba entusiasmado.
—La sardana tiene el ritmo de Cataluña, el corazón baila y la cabeza cuenta.
Rashid tuvo que dar la razón a su maestro. Sonrió satisfecho y recordó nostálgico a las bailarinas del palacio moro de Siurana, las lujosas y desenfrenadas fiestas en el salón de fiestas.
* * *
Entraron en una sala grande con la alta sociedad. Después de salir de la iglesia, volvieron a toda prisa al palacio real mayor para realizar los preparativos de la noche. Hacía días que aquel vino noble especial que Bobo había elaborado yacía en la bodega del conde. El vino de Navarra había tenido tiempo suficiente para desarrollarse durante el almacenamiento. Era importante, ya que Bobo había mezclado su mejor vino de Navarra con un tinto de Borgoña. A juicio del navarro también era necesario un tiempo para que el tinto se restableciera del largo transporte. Esa observación provocó la risa del bodeguero y el escanciador de palacio, pero el maestro de Rashid no dejó que eso le quitara la calma, le hubiera resultado desagradable. El aprendiz recordó molesto esa escena. La estoica serenidad de su mentor no dejaba de sorprenderle. Sólo le importaba la calidad de los vinos. Le traía sin cuidado si la gente tenía en buena consideración o no su relación con el caldo.
Rashid estaba impresionado. La sala no tenía nada que envidiar en opulencia al palacio moro de Siurana. La luz de los innumerables cirios los sumergía en una agradable y cálida luminosidad. Soberbios tapices decoraban las paredes y mostraban escenas de batalla de El Cid, venerado por los cristianos. El mármol negro embellecía el suelo y unos manteles con ricos ornamentos adornaban las mesas largas donde ya se habían acomodado un gran número de invitados. Los músicos y juglares les entretenían con dulces melodías y espectáculos de acrobacias. Más tarde tocarían para el baile, le explicó Bobo, entusiasmado. Los dos tenían sus lugares asignados. Como al mediodía, se escurrieron entre filas de cuerpos hasta que pudieron colocarse. A Rashid no le sorprendió del todo ver enfrente a los nobles Ramón de Montcada y Raúl de Flor, que le saludaron con una sonrisa pícara.
—Por lo que veo todavía os acordáis de mí —declaró Rashid, mientras el recuerdo de su primer encuentro lograba ruborizarle.
Ambos se rieron con benevolencia.
—¿Cómo no? —Ramón de Montcada se inclinó hacia delante y continuó con un susurro—: ¡Pero seremos una tumba, palabra de honor!
Rashid se sintió aliviado.
* * *
Enseguida empezó el opulento banquete. Una infinidad de sirvientes iba por los pasillos y colocaba platos en la mesa. Rashid disfrutó de un pollo blanco, cocinado con leche y almendras. Lo colocó en una rebanada de pan y le dio un mordisco. Era una delicia. Luego degustó el primer vino, lo sorbió con los labios y se lo tragó. Menudo chasco. Hizo una mueca de desilusión.
Los dos hombres le observaban.
—Me parece que habéis aprendido algo de vinos desde nuestro último encuentro, ¿verdad?
Rashid asintió.
—Sí, he tenido un buen maestro que me ha enseñado a prensar el vino de forma que no hay que añadir aditamentos.
Sus compañeros de mesa tenían la estupefacción escrita en el rostro.
—¿Cómo?, ¿no se añade nada al jugo de uva para eliminar el sabor avinagrado? ¡No me lo puedo creer!
Rashid los miraba a uno y a otro divertido.
—También funciona sin sal, harina o polvo de mármol. Tampoco añadimos pez ni resina a ningún vino para hacerlo bebible.
Un hombre con hábito de monje que hasta entonces había estado sentado en silencio y de espaldas junto a ellos, se presentó como el prior Pere.
—¿Y qué han añadido a este brebaje? —insistió con curiosidad.
—A éste se le han añadido hojas de acebo o se ha hervido con trigo cocinado. Es muy común para quitarle el amargor al vino. De todos modos, esperaba algo mejor para una celebración de esta categoría —Rashid hizo un gesto de reprobación antes de continuar—: Por supuesto, hoy tendréis el placer de degustar un tinto excelente adecuado para la ocasión.
Sus interlocutores abrieron los ojos de par en par. Incluso el más callado de los dos caballeros, Raúl de Flor, se relamió un momento los labios.
—Eso sí que es una promesa. Recuerdo con fruición la última degustación de su señor.
El prior Pere asintió pensativo.
—¡Uno nunca sabe lo que le deparará el día!
Intrigado, Rashid observó a sus vecinos. El cristiano le impresionó: ojos vivos de mirada amable, pero también parecía astuto por la cabeza pelada. Todo apuntaba a una personalidad orgullosa y recta. Le llamó la atención que el monje no comiera carne.
—¿No os gusta el pollo?
El prior Pere le sonrió.
—No, nos está prohibido el placer de la carne. En general nos dedicamos más a las cuestiones espirituales que a las mundanas.
Su vecino de la derecha le dio un empujón de complicidad.
—¿Pero qué tipo de hermano sois?
Un fuerte grito acompañó su pregunta, a la que el monje reaccionó con una sonrisa bondadosa.
—Soy cartujo. Nos dedicamos a la oración, el canto, la meditación espiritual, la lectura y el trabajo manual para que la silenciosa escucha del corazón se acostumbre a la voz de Dios.
No había censura ni altivez en sus palabras al explicar la vida de un cartujo y la fundación de su orden por parte de Bruno de Colonia.
—Somos una comunidad de eremitas muy estricta. Bruno, como casi todas las personalidades destacadas de la vida monacal, procedía de una casa noble y luego fue director de la famosa escuela catedrática del Rin. Tras una experiencia de revelación que tuvo un profundo efecto en él, empezó con seis valientes compañeros una vida de estricto aislamiento en el desierto montañoso de la Cartuja. Levantaron dos edificios, uno para los hermanos de fe y otro para los legos. Animado por los padres del desierto y los Padres de la Iglesia, dividían el día entre la oración y el trabajo, y éste no era sólo espiritual, sino también físico. Y lo seguimos hasta hoy.
Durante un rato formaron una pequeña isla de reflexión en el ambiente jovial de la fiesta y el mar de luces, y escucharon cautivados las palabras del prior Pere.
* * *
La comida se deshacía en la lengua. Sin embargo, Bobo no tenía tiempo de disfrutar de los manjares. Vestido de punta en blanco, brincaba entre los invitados de aquí para allá, mientras Rashid explicaba orgulloso a sus amables amigos cómo su señor de Navarra manipulaba el vino. Entre tanto, no paraba de desentumecerse y estirarse para divisar a Alba con disimulo.
—¡Vamos, come, Ramón! —le animó Bobo en una de sus breves visitas—, quién sabe durante cuánto tiempo tendremos el placer de estar aquí y comer opíparamente despreocupados.
—Calmaos, maestro, vuestro vino será el colofón, tal y como el conde de Barcelona deseaba. ¡Lo superará todo con creces, de eso estoy seguro!
Bobo se fue de nuevo sacudiendo la cabeza.
Rashid se encogió de hombros compasivo.
—Es una ocasión tan especial para él, estar invitado aquí para ofrecer su vino… Será un día muy especial para mi señor.
El ambiente era alegre y distendido. El grupo empinaba el codo y comía a discreción y con creciente sed. Los sirvientes, que incansables no paraban de llevar nuevos platos, pasaban empapados en sudor, llenaban bandejas, traían otras y corrían de aquí para allá entre la cocina y la sala. Aromas seductores inundaban la estancia. Habían atraído a los perros, que holgazaneaban bajo las mesas con la esperanza de que cayera algo entre sus fauces. También especulaban con ello los mendigos y jornaleros. Era un día especial para ellos y esperaban un gesto de generosidad de Berenguer.
Trajeron carne de caza y capón relleno, y se sirvió el vino de Navarra. El propio prior Pere lo degustó con interés, dio un sorbo y lo mantuvo en el paladar pensativo. Rashid lo observaba intrigado.
—¿Qué os parece?
Varios pares de ojos se posaron expectantes en Pere, que suspiró satisfecho.
—Vuestro señor ha elaborado un buen vino. No estoy seguro, pero me sabe a bayas —el monje hizo una pausa para concentrarse de nuevo—. Sí, tal vez zarzamora y grosella, pero también sabe a otra cosa. Podría ser un fruto del bosque.
Rashid estaba atónito.
—Me sorprende. Parece que la vida de asceta ha favorecido vuestro sentido del gusto. Tenéis razón: el vino lleva los aromas de la zarzamora y la grosella. Tal vez vos también deberíais dedicaros a la viticultura, como los demás monasterios.
Tenía que sonar inocente, pero se le había colado cierta acritud en la voz que al eclesiástico no le pasó por alto.
—Quién sabe, tal vez me dejo tentar. Al fin y al cabo he reconstruido un monasterio y tengo que proporcionar un medio de vida a mis hermanos.
—¿Estáis construyendo un nuevo monasterio? —insistió Rashid, asombrado.
—Sí, en Scala Dei. Es una buena ubicación. Un muchacho temeroso de Dios de Poboleda tuvo una visión en el altiplano del Montsant: unos ángeles flotaban en una escalera celestial de arriba abajo. Esa noticia se propagó con rapidez y también llegó al conde de Barcelona, que decidió colocar un monumento y pidió que superara cien veces al monasterio de Poblet.
A Rashid le empezó a dar vueltas todo, sólo captaba las voces y cantos de los invitados a lo lejos. ¡Scala Dei! Conocía ese lugar. En los buenos tiempos él y Juan miraban desde la terraza más alta de Siurana hacia Scala Dei.
Volvió en sí cuando Pere y Ramón de Montcada lo zarandearon. Miró desconcertado aquellos rostros expectantes.
—¿Qué te ocurre, Ramón?
Era imposible explicar qué le había descolocado tanto.
—Disculpad, no me encuentro bien. Tal vez la comida…
—… ¡O el vino! —le tomaron la palabra los dos caballeros.
* * *
El timbre de la flauta y los violines poco a poco fue superado por los gritos de los invitados bebidos. El aire estaba impregnado de las emanaciones del alcohol que se mezclaban con los olores a comida. Su señor corría de aquí para allá con los nobles para recomendar su vino. Sólo el acompañante de Berenguer no se inmutaba ante las graciosas explicaciones del viticultor, que eran recompensadas con una sonrisa benevolente. Mientras Rashid estudiaba con atención los rostros de la nobleza catalana, Ramón de Montcada le dio un puñetazo en el costado.
—¿Quién es la mujer que está al lado de Petronila de Aragón? Es una preciosidad.
Antes de que Rashid pudiera contestar, dijo el cartujo:
—La dama se llama Alba de Aragón, y como dice el nombre, es realmente la reina de los corazones. De todos modos… —Pere se inclinó sobre la mesa— ya está prometida con el hijo de un infanzón de Berenguer.
Por un momento reinó un silencio de asombro.
Montcada suspiró.
—Qué lástima, espero que el afortunado sepa cuidar a la dama. Yo sabría hacerlo —agregó el caballero entre risas.
—¡Bien dicho, señor! —insinuó un joven que se había levantado tras dar un último gran sorbo. Era un hombre gallardo que ahora empezaba a hablar del amor entre Lancelot y Ginebra. Su voz armoniosa los hechizó a todos. Las conversaciones enmudecieron una tras otra y todos le escucharon cautivados.
—¿Quién es? —preguntó Rashid a Montcada.
—Chrétien de Troyes, un trovador de Occitania. Mira cómo se prepara. Me temo que su canción va dirigida sobre todo a la sobrina de Petronila…
No sólo las damas de palacio se sentían halagadas y estaban pendientes de los labios del cantor, también el recién nacido soltaba gritos de júbilo a sus padres.
—El futuro rey de Cataluña y Aragón tiene un oído excelente. ¡Quién sabe, tal vez sea algún día el rey de los trovadores! —exclamó el joven a voz en grito.
Todos se rieron aliviados. Sobre todo se oyó la risa cristalina de Alba.
Rashid siguió la mirada lasciva de Montcada y vio a la encantadora Alba sentada junto a Petronila. La esposa de Berenguer se volvió hacia su recién nacido, apretujado en lino fresco. Dichosa, lo cogió en brazos, lo meció y elogió a ese niño tan precioso y sano. A diferencia de su vecino, Rashid encontró que los miembros de la corte tenían buenos modales en la mesa. Petronila de Aragón se cortó un bocadito de carne, se lo llevó a la boca con sus delicados dedos y se limpió los labios muy formal con la servilleta antes de tomar otro bocado. La delicadeza de Alba lo conmovió en lo más profundo. Rashid lanzó un profundo suspiro al verla y pensar lo inalcanzable que era para él. Por eso se volvió de nuevo hacia su vecino.
—Bueno, dicen que es un obsequio de Berenguer en reconocimiento a sus servicios en la Reconquista —añadió el vecino de Pere—, fue prometida al hijo de Casamont, el castellano de Siurana —señaló al infanzón que ya había llamado la atención en la iglesia con su figura descomunal y se dedicó de nuevo a su asado.
A una velocidad sorprendente roía las patas de pollo hasta los huesos y con la otra mano sujetaba las provisiones que había acumulado con sabia previsión y creciente hambre. Tras esa comilona se limpió la boca que le brillaba de grasa con la manga de la camisa y lanzó los restos bajo la mesa. Sin duda, era más aficionado a los placeres culinarios de aquella velada que a las intrigas de palacio. El sayo ya se le estiraba de forma preocupante en el pecho. Eructó levantó su vaso de vino.
—Un magnífico brebaje, da igual que sepa a bayas o a incienso.
Miró travieso a Rashid a la espera de una respuesta divertida. Para su sorpresa, vio un rostro lívido, con los ojos desorbitados como si hubiera visto a Satanás.
Ramón de Montcada carraspeó fuerte.
—Por supuesto, no es el regalo, sino más bien lo que va asociado a él. Es decir, el vínculo con la corona de Aragón y el condado de Barcelona.
A Rashid le flaqueaban las piernas. ¡Era el asesino de su madre! Había imaginado tantas veces cómo sería cuando estuviera frente a él, y en ese momento no sentía nada. El frío se apoderó de él. Las conversaciones a su alrededor enmudecieron poco a poco. Rashid se había quedado de piedra, incapaz de moverse, con los ojos fijos en la larga mesa de los gobernantes. Montcada y De Flor miraron asombrados a Rashid. El silencio se apoderó de ellos hasta que Bobo pasó por allí saltando y dio un fuerte golpe en el costado a su aprendiz.
—¡El conde ha pedido algunas cubas de nuestro excelente vino! Imagínate…
El empujón sacó a Rashid de su letargo. Al final se levantó, miró a sus preocupados vecinos de mesa.
—Creo que necesito aire fresco —dijo.
Abandonó la sala. De hecho no se encontraba bien. Aparte de que se le había encogido el corazón al oír quién era el castellano de Siurana, sentía un rugido en el estómago que no tenía nada que ver con su excitación.
Bajo el cielo nocturno de Barcelona, se le fue calmando la respiración. Abatido, Rashid dio la vuelta al patio. Buscaba aquél en que había encontrado a Alba aquella vez. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Debían de ser ya unos dos inviernos. Con la edad Alba había adquirido una belleza embaucadora. A Rashid le había costado un esfuerzo infinito no mirarla durante toda la velada. Pero Alba era tan inalcanzable como Siurana, donde ahora se había establecido el asesino de su madre como una espina. Y encima Alba le recibía como nuera y miembro político de la corte catalana.
«El asesinato vale la pena», pensó Rashid con cinismo. «Total, qué significa ya un moro: mejor muerto que vivo.» El graznido de un cuervo lo sacó de sus siniestros pensamientos. Un vago presentimiento se adueñó de él al recordar que desde su huida ya había topado varias veces con ese pájaro oscuro. ¿Era sólo una superstición?
Atribulado, caminaba de aquí para allá como si quisiera deshacerse de su angustia con ese continuo ir y venir. Pasado un buen rato, volvió despacio a la fiesta. Su paso pesado parecía ser el único ruido en las inmediaciones. El silencio de la noche y el viento frío que soplaba sobre el palacio le habían sentado bien.
Al abrir la puerta de la sala, vio una imagen del horror. En un primer momento creyó que era una actuación bizarra de juglares e ilusionistas. Pero no era una escena lo que se representaba en la sala, sino una cruel realidad. Algunos invitados yacían en el suelo de mármol donde habían vomitado. Otros se retorcían en los bancos y mesas, proferían gritos de dolor, y otros gemían con mayor discreción. Rashid miró a su alrededor despavorido. ¿Qué había ocurrido? Entre los invitados corrían los que aún intentaban ayudar. Las criadas llevaban paños mojados y acariciaban con ellos la frente de los comensales. Rashid reconoció al cartujo Pere, inclinado sobre su vecino de mesa, que estaba agachado, lívido y con la mirada perdida. Bobo también intentaba ayudar. Rashid fue hacia él y lo agarró con suavidad del hombro. Su maestro se dio la vuelta asustado.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé, Ramón. Es horroroso. La corte ya se ha retirado. No te vas a creer lo que ha pasado. Uno de los miembros del séquito me ha acusado de haber endulzado el vino con demasiado plomo. ¡Yo sería el culpable! —Bobo sollozó—. ¿Sabes qué significa si el conde cree las acusaciones?
Rashid sacudió la cabeza vacilante.
—Pero él sabe que es una calumnia.
El rostro de Bobo transmitía su desesperación. Con un gesto desconsolado le señaló la sala.
—Mira a tu alrededor. Toda esta gente. Y he visto la mirada de rabia del cortesano. No sé por qué, pero he tenido la sensación de que le producía placer acusarme de un delito.
Durante toda la noche los pocos que no habían tenido un cólico se ocuparon de los enfermos. También el estomatólogo de Berenguer examinó, pero tras algunos buenos consejos se despidió de nuevo con rapidez.
* * *
El día siguiente parecía interminable, como si el sol ya no estuviera dispuesto a retirarse del campo. Un dolor sordo rumoreaba en el vientre de Rashid. Él también había sufrido un cólico. Cuando el conde de Barcelona mandó buscar a Bobo, sintió el miedo en las entrañas. A pesar de todos los temores, no quería dejar ir solo a su maestro, que tenía un aspecto lamentable. Un enemigo lo habría interpretado como la conciencia de culpa. Pero el viticultor también había tenido dolor de estómago como muchos invitados. Además, las acusaciones de Casamont le habían provocado una gran angustia.
Al llegar a palacio, se levantó ante ellos una bandada de cuervos, con las alas oscuras brillando a la luz del sol. Rashid se dio la vuelta por instinto y vio el rostro de Casamont, que les esperaba con un soldado en la puerta del gran salón. El joven se quedó congelado en su movimiento. La expresión de la cara del cristiano era tan inequívocamente hostil que cualquier palabra amable no pasaba de la garganta.
Mientras Bobo y Rashid eran conducidos a la sala, a éste se le acentuó el ruido del estómago al ver a los nobles que esperaban su aparición junto a Berenguer. Se acercó con su señor, en silencio, e hizo una reverencia respetuosa ante Berenguer. Este contestó lacónico a su muestra de respeto y empezó enseguida con su acusación.
—Señores, seréis acusados de haber añadido demasiado plomo al vino, de manera que más de cien vidas han muerto como consecuencia de este envenenamiento, y encima el día del bautizo de mi hijo. ¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa?
Antes de que su maestro pudiera decir nada, Rashid exclamó.
—¡Mi maestro no es un adulterador!
Se hizo el silencio en el pequeño grupo.
—Yo creo al joven —salió en su ayuda el arzobispo—. ¡Por lo menos el viticultor no ha intoxicado a la gente a propósito!
—¡Silencio! —atronó el gigante. Fue terrible, ya que Albert de Casamont no sólo había faltado al respeto al eclesiástico, sino también al conde de Barcelona—. A vosotros se os ha nublado la mente, como a la mayoría, por su charla sobre las propiedades del vino noble —al recordar la presentación de Bobo de su vino, algunos de los presentes esbozaron una sonrisa—. Mientras escuchabais sus jactanciosas palabras, él os obsequiaba con un vino intoxicado —concluyó Casamont.
Bobo no reaccionó en absoluto a los reproches de Casamont. No dejaba de sacudir la cabeza y siguió murmurando.
—¡Cien almas, cien almas!
Berenguer se dio la vuelta con la mirada severa hacia su vasallo.
—Acusáis a este hombre de un delito grave. ¿Podéis probarlo?
Rashid y Bobo levantaron temerosos la cabeza. Una pequeña llama de esperanza se encendió en el joven. ¿Cómo iba a probar algo que no se había producido? Pero Casamont dio un salto hacia delante enseguida, llamó a su capitán, cuyo rostro a Rashid le resultaba curiosamente familiar, le susurró algo al oído, y acto seguido salió de la sala.
Mientras esperaban la vuelta del soldado, el aprendiz miró a su alrededor. Por todas partes veía rechazo. A excepción del obispo, que respondía a su deber de cristiano, pero que desde entonces calló, por lo visto allí no contaban con ningún apoyo.
Nadie que pudiera dar fe de su buena fama, nadie que pudiera demostrar que se estaba levantando un falso testimonio.
El esbirro de Casamont volvió, y a remolque un joven que debía de ser el hijo de Casamont, ya que se parecían como dos gotas de agua.
Rashid lo reconoció enseguida. Era el muchacho con el que se había tropezado durante su huida en la maleza y después, la primera vez que estuvieron en el palacio y se encontró con Alba. Lanzó un profundo suspiro desde el pecho. Estaba prometida con ese hombre. Justamente él.
—¡Mirad, hemos descubierto este recipiente, bien escondido, en el carro del viticultor!
Bobo miraba confuso a Rashid. Éste se había quedado sin habla y seguía perplejo la explicación del joven Casamont acerca de su hallazgo.
—Esta caja no nos pertenece. ¡Mi maestro nunca ha mezclado vino con plomo! —exclamó Rashid a voz en grito.
Cuando se encontró con la mirada esquiva de Berenguer, se desesperó.
Al mismo tiempo sintió los ojos del joven Casamont clavados en él. Le observaba frío y burlón. Odiaba con todas sus fuerzas a aquel individuo, mejor dicho a la familia Casamont. A la vez, su voz no quería obedecerle.
—¡Mentís! —la palabra salió de los labios de Rashid apenas como un susurro, pero todos lo habían oído.
Casamont hizo una señal a su soldado. Éste se acercó al joven moro y le golpeó con todas sus fuerzas en la cara. Rashid dejó escapar un grito ahogado y empezó a manar sangre de la nariz y la boca.
Entre tanto, Bobo miraba el suelo apático y se balanceaba ligeramente adelante y atrás. Indolente, aceptó la determinación de Berenguer de seguir investigando el caso.
Tampoco cuando los soldados los conducían fuera pudo Rashid advertir ni un movimiento en su maestro. Le daban miedo las mazmorras. Al ver al comerciante completamente destrozado el miedo se apoderó de él. ¿Y si Bobo no sobrevivía al calabozo? ¿Qué sería de él entonces, si superaba el arresto? Al mismo tiempo se avergonzaba de sus pensamientos interesados. Su alma era una confusión de sentimientos encontrados. La preocupación por Bobo y la nostalgia de Alba luchaban con el odio hacia Casamont, y todo quedaba relegado al miedo por su propia vida, ya que debía someterse a la tortura de la bicicleta en el agua.
* * *
El agua llegaba de muy encima del orificio del calabozo. Un haz de luz de la amplitud de un brazo se precipitaba sobre su angosta celda. El agua del Llobregat cubría ya más de un tercio de los peldaños que subían hacia la puerta de la salvación que hacía poco se había cerrado tras él. Había perdido la noción del espacio y el tiempo. El miedo lo invadió cuando pasado un rato el agua ya le llegaba al pecho. Estaba prisionero en la oscuridad de su mazmorra. El resplandor de una antorcha que habían colocado tras el enrejado de la puerta del calabozo brillaba con intermitencias y alumbraba un poco la celda. A Rashid le corría el sudor a raudales por la cara, del miedo y el esfuerzo. No recordaba si su maestro Bobo todavía estaba vivo, sólo sabía que era la tercera vez que se veía expuesto a ese martirio. Luchaba por su vida, que la familia Casamont quería arrebatarle sin piedad. No sabía por qué, ya que Casamont no le había reconocido como hijo de Azia. Todavía no. Y tampoco era probable ya, porque moriría ahogado en su calabozo de forma miserable sin haber cumplido su venganza. Lo peor no había sido moverse entre sus enemigos, ellos no le esperaban. Rashid se subió a los pedales de la bomba. Sólo sobreviviría si pisaba a cierta velocidad, a la que le empujaba el miedo a la muerte. Las cadenas con las que estaba atado le entorpecían y le rozaban en las heridas que le escocían como el fuego. Le corrían destellos brillantes por el tórax del esfuerzo, le dolían las extremidades, pero no se rindió. No quería morir ahogado como un perro sarnoso. Se afanaba por mantener la bomba en movimiento, pero el nivel de agua no descendía. El agua ya le llegaba hasta la barbilla y no paraba de llegar más.
«Desiste, Rashid. Desiste», le susurraba una voz interior, como cuando emprendió la huida en el Montsant y tras días hambriento su instinto de supervivencia se veía mermado. La tentación era grande. Todo pasaría, todo: el dolor, los sufrimientos y el miedo. Sería rápido y quedaría liberado. Pero se encabritaba de nuevo. No quería morir, deseaba vivir, aunque sólo fuera por llevar a cabo su venganza. ¡No, no quería morir ahogado!
Levantó la barbilla, enseguida le entraría agua en la boca. El pánico se adueñó de él. Jadeó. ¡Malditos sean, todos! Siguió luchando. Los músculos le quemaban, le silbaba la respiración y luego se dio cuenta: el nivel de agua empezaba a descender. Pero Rashid no debía parar todavía. Le costó un esfuerzo increíble concentrarse en el pedaleo.
Con el agua en descenso también retrocedió el miedo a la muerte, y cuando sólo cubrían el suelo de la prisión algunos charcos, dejó la bomba. Del esfuerzo había escupido una bilis amarga y con sus últimas fuerzas se arrastró hacia los escalones inferiores. Volvió a centrar los sentidos en el resplandor trémulo y el olor putrefacto que había dejado el agua. Lo invadió una sensación de asco al pensar lo que llevaba consigo el agua del Llobregat: no sólo los apestosos tintes de los tintoreros, sino también las fétidas aguas residuales de los curtidores, blanqueadores y los jaboneros.
Había luchado por su vida. ¿Tendrían ahora compasión de él y por fin le llevarían a una celda en el ala trasera de la prisión? La perspectiva de una mazmorra seca le parecía tan seductora como las prostitutas del paraíso.
El miedo no lo mantuvo mucho rato despierto, pronto cayó en un profundo sueño del que le sacó el chirrido de la puerta de la celda. Rashid lanzó un grito porque creía que el agua saldría con toda su furia a través de la abertura. En cambio, llegó el maestro carcelero. El joven casi se echó a llorar. Iba a retirarle las cadenas.
El guardián abrió los grilletes de los pies. Se tomó su tiempo y, a pesar de ver las profundas heridas que tenía incrustadas en la carne, hizo su trabajo sin cuidado. Rashid se mordía los labios de dolor. ¿Era libre ahora?
—Yo te habría dejado aquí. Pero ahora tienes que ir al calabozo de tu maestro, debes agradecérselo a la falsa indulgencia de Berenguer.
—¿Al calabozo? —exclamó Rashid. ¿Entonces todavía no había terminado? ¿Cómo podían demostrar su inocencia? ¿Cuándo iban a hacer justicia con ellos por fin y dejarlos libres?
—Sí, y luego el señor os someterá a un juicio, en unos días, en caso de que para entonces no os hayan roído ya las ratas. ¡Y ahora levántate! —le ordenó el celador, al tiempo que le propinaba un golpe en el costado.
Aturdido y débil, Rashid subió a trompicones hacia la puerta, espoleado por el maestro carcelero que disfrutaba torturándolo con golpes de bastón.
En la sala de vigilancia ya le esperaba el joven Casamont. Miró con odio a Rashid y le dedicó una sonrisa maliciosa al saludarle.
—¿No te dije, comenabos, que no deberías encontrarte conmigo otra vez? —le escupió, antes de salir triunfal del torreón.
—¡Camina!
Con otro golpe empujaron a Rashid al ala de celdas trasera.
* * *
Se despertó con dolores insoportables. Estaba tendido boca arriba y tenía la sensación de haberse caído de un caballo. Sí, era así. Volvió a intuir la misma imagen. Estaba sentado en el temperamental caballo de su madre Azia. Lo había rechazado y le había pisoteado. Entonces Juan le ayudó y le dijo con una sonrisa:
—¡Deberías prestar más atención!
A Rashid se le detuvieron los pensamientos y abrió los ojos. Juan estaba muerto. Reinaba la oscuridad absoluta.
—¿Qué ocurre aquí?
—¿Ramón? —oyó la voz de Bobo.
—¿Dónde estamos?
—¡Adivina!
Rashid palpó con los ojos cerrados a su alrededor. Tocó la pared esponjosa y se estremeció. Apretó los dientes, y se le escapó un leve gemido.
—¡Shhh! Cuidado, cuidado —murmuró Bobo apaciguador.
Rashid se atrevió con precaución.
Escuchó en la oscuridad para localizar a su maestro.
Extenuado, estaba de pie en el calabozo con los brazos colgando. Podría haber permanecido así una eternidad. No quería moverse. Hacia dónde. Nunca volvería a ver la luz del día. Se tambaleó.
Oyó que Bobo se arrastraba. Rashid deseaba tener luz, sólo una lumbre diminuta o algo a lo que agarrarse. Para no dejarse caer.
Bobo lo había alcanzado.
—¿Qué te ocurre, Ramón?
—¡No lo soporto más! —quería gritar.
Bobo agarró las manos húmedas y mojadas entre las suyas. Estaban calientes y en cierto modo eran un consuelo. Rashid rompió a llorar.
—¡Todo saldrá bien, créeme!
—¿Hay ratas aquí?
—No, Ramón, creo que aquí dentro hay demasiada humedad para eso. ¡Vamos, cálmate, ya no eres un niño!
Rashid se echó a llorar de nuevo.
—De niño era feliz —luego respiró hondo varias veces—. Pero tienes razón. Tengo que tranquilizarme, de lo contrario no saldremos de aquí.
Aun así se sentía inseguro. No veía que eso era lo peor.
A Rashid le vino una idea aterradora.
—¿Y si dejan que nos pudramos aquí para siempre?
Entonces le contó a Bobo su encuentro con Casamont en la sala de vigilancia del maestro carcelero.
Bobo ya lo había pensado.
—No entiendo en absoluto qué está pasando. Pero no hemos hecho nada y por eso algún día volveremos a ser libres.
—Si para entonces todavía estamos vivos. ¡Y todo esto por un vino adulterado!
Advirtió la irritación de Bobo por su arrebato. En el calabozo su maestro mantenía su pasión por el vino. ¿Pero para qué todo eso? ¿Adónde le había conducido?
—Ramón, ¿recuerdas las palabras de Pepa? Nos avisó de las intrigas políticas de palacio. Nos recomendó no viajar a Barcelona. Probablemente tenía razón. Hemos sido víctimas de una conspiración, sin saber por qué y cómo.
En el fondo Rashid debía darle la razón. No había otro motivo sensato. ¿Quién sacrificaría cien vidas humanas para vengarse de un viticultor de Navarra que obviamente había creado un vino excelente? Sonaba absurdo.
—El joven Casamont dijo que Berenguer nos aceptará para el próximo día de juicio. ¿Cuándo será?
—Jesús. El próximo día de juicio probablemente tendrá lugar el mes que viene, pero para entonces nos habrá venido a buscar la muerte —contestó Bobo con la voz cansada.
Rashid se estremeció al oír sus palabras. Pero se mordió el labio, cerró la boca y siguió lamentándose por dentro.
* * *
Cuanto más tiempo pasaba, más tranquilo se sentía Rashid, aunque el estado de Bobo empeoraba. Tenía su miedo más o menos bajo control y cuidaba con cariño de Bobo, cada vez más débil.
Un ruido estruendoso le despertó. Era la tos que aquejaba a Bobo, que se esforzaba por dominarla.
Habían adquirido el hábito de caminar de aquí para allá en la celda para que no se les durmieran las extremidades. Entre tanto, hablaban sobre los textos de Plinio y Catón, su amigo Ramón Pedro de Novas y de los avances en viticultura que había que agradecer a Carlomagno. Pero cuanto más tiempo pasaban encerrados, más le costaba a Bobo mantener esas tertulias y concentrarse en el tema que comentaban. Y a Rashid cada vez le parecía más grave la tos de Bobo.
—Irá a peor.
—Bueno, Ramón, ya ha empeorado —dijo el maestro, y tosió.
Al día siguiente Bobo ya no se podía levantar. En vez de la tos, Rashid sólo percibió una leve respiración bronca. Se arrodilló y puso la cabeza de su maestro en el regazo. Entonces se percató de lo mucho que éste había adelgazado. Nada indicaba ya su afición a las comilonas, porque el Bobo antes gordinflón había perdido su barriga. Estaba caliente y tenía la frente perlada de sudor. Mientras estaba así sentado con su señor en el regazo, Rashid recordó el tiempo que había pasado con él. Su mente vagó por el pasado, mientras las piernas se le entumecían poco a poco por el peso del viticultor. La tristeza y el agradecimiento se apoderaron de él. Meció en brazos a su maestro, que languidecía.
Los pulmones de Bobo hicieron un ruido. La fiebre seguía subiendo, le brillaba la frente. Rashid se sentía confuso.
—¿Dónde irás cuando te dejen libre? —preguntó Bobo con la voz ronca.
—¿Dónde? No me voy a quedar en Barcelona, ¿no?
—No, no me refiero a eso. ¿Intentarás llegar a Al-Andalus, con tus hermanos?
Rashid se quedó sin habla. Intentó recobrar el aliento para contestar, pero Bobo se le adelantó.
—No temas. No se lo he contado a nadie y hace ya mucho tiempo que lo sé —a Rashid casi le pareció ver una sonrisa pícara—. Prométeme una cosa, Ramón, o como sea que te llames, continúa mi obra, crea un vino inolvidable que nos colme de honores. ¿Prometido?
—¡Prometido! —juró Rashid, y no pudo contener las cálidas lágrimas.
A Rashid le desesperaba el sufrimiento de Bobo. Sentía literalmente que el viticultor cada vez empequeñecía más. Tenía que hacer algo. Aunque profesara otra fe, había aprendido lo importante que era para un cristiano poder someterse a la confesión. Por eso colocó a Bobo con dulzura junto a él para levantarlo. A continuación se le resintieron las piernas, había perdido la sensibilidad. Pero luego volvieron a la vida. Un cosquilleo insoportable le mostró que todavía le corría sangre por las venas. Necesitó varios intentos para ponerse en pie. Con esfuerzos se arrastró hasta la puerta y la aporreó con los puños. Escuchó en el silencio. Nada. Siguió golpeando los tablones y gritó con la voz ahora ronca al centinela. Por fin alguien tuvo compasión. La puerta se abrió y entraron los guardias. Uno llevaba una tea en la mano, el otro estaba de pie en la puerta, vigilante.
—¿Qué le ocurre? —preguntó a Rashid.
—Está muy enfermo, necesita un médico.
—Olvídalo. Aquí nunca vienen médicos.
—¡Por favor, entonces un cura!… —Rashid miró al centinela suplicante para ablandarle el corazón.
El centinela desvió la mirada de Rashid a Bobo, que yacía en el suelo con la respiración ronca, luego asintió y se fue de nuevo.
Le pareció una eternidad hasta que volvió. Entre tanto, Bobo había empezado a decir incoherencias. Rashid sólo entendía fragmentos sin ningún sentido.
No tenía ni idea de qué hacer para ayudar a su maestro. Oía preocupado la tos y agudizó el oído para escuchar fuera. ¿Por qué tardaba tanto?
Bastante tiempo después se abrió la puerta y entró un monje benedictino. Se retiró la capucha y Rashid vio que no era muy viejo. La coronilla recogía un ligero brillo de la luz de la antorcha que el centinela les había dejado.
El monje hizo una señal de la cruz ante Rashid y el agonizante Bobo.
—Dios esté contigo, hijo mío.
Rashid suspiró con fuerza.
—En efecto, lo necesito, pero le urge más a mi señor.
El benedictino se inclinó y escuchó la respiración de Bobo.
—Se morirá, ¿verdad? —a Rashid le costó un esfuerzo increíble contener las lágrimas. Quería gritar.
—Sí, la humedad se le ha asentado en los pulmones.
—¿Le dará la extremaunción? —tragó saliva con lentitud.
—Cuando se confiese.
En aquel momento a Bobo le vino uno de esos accesos de tos que le daban miedo.
Rashid miró desesperado al benedictino.
—Ha sido un buen hombre que no ha hecho lo que se le ha imputado. Hace poco que se confesó, antes de que lo confinaran al calabozo.
—Me acuerdo de él. Aunque apenas se parece a aquel hombre gordo que correteaba por todas partes y que estuvo de invitado en nuestro monasterio de Poblet —el monje hizo una pausa significativa. A Rashid le pareció que quería evocar en la mente la imagen del viejo Bobo—. El vino es una ofrenda secular de la humanidad a Dios, en el cristianismo simboliza la sangre derramada de Jesucristo. «Era uva, soy pisoteado, seré vino», así nos lo transmitió nuestro hermano Notker de Saint Gallen. ¿Qué significa que Jesús, la noche en que fue entregado, escogiera el pan y el vino como símbolos de su amor? Primero nos dijo: se trata de vuestra vida y vuestra felicidad. El pan es la encarnación del alimento del que no podemos prescindir. Cuando en el Padrenuestro pedimos el pan de cada día, se refiere a todo lo que necesitamos para vivir. Que el Señor también tome el cáliz de vino y se lo dé a los suyos demuestra que no sólo nos quiere dar lo imprescindible. También nos adjudica lo que nos proporciona alegría. Igual que el pan significa todo lo que necesitamos para vivir, el vino simboliza lo que nos hace felices en la vida.
El largo discurso del benedictino confundió a Rashid, pero había conmovido a su maestro, que tenía los ojos abiertos. El joven agradeció al monje que no insistiera en la confesión, y por primera vez se alegró de haber parado siempre en monasterios durante sus viajes. Era el único motivo por el que el monje se mostraba tan caritativo.
A Bobo le costaba respirar, le corría sudor por la cara y miraba con ojos febriles e inquietos a su alrededor mientras el benedictino le daba la extremaunción. Rashid sollozó en voz baja.
Tras finalizar su trabajo, se despidió de Rashid con palabras de consuelo y le aseguró que diría algunas buenas palabras a los centinelas para que le dejaran volver a la luz del día.
El preso no sabía si era de día o de noche. Sostuvo a Bobo en brazos, imperturbable, hasta que sintió que se le escapaba la vida. Lloró lágrimas cálidas y amargas.
* * *
La noche antes del juicio Rashid no durmió. Por suerte, el centinela se había apiadado de él y le había dado una antorcha. Estaba sentado en su celda y observaba cómo la llama titilaba ante él. Al final, cuando la luz de la antorcha se mezclaba con el alba, pudo deshacerse de la apatía que se había apoderado de él desde la muerte de Bobo.
Era una mañana fría y agitada. Como de costumbre, el juicio tuvo lugar en la escalinata del palacio real mayor. Berenguer estaba sentado justo enfrente de la entrada de su palacio, con el jurado a su derecha. Tenía el semblante rígido como si estuviera esculpido en mármol. A su alrededor se reunían los ministros reales y los miembros de su corte. A su derecha estaba Casamont. Tras la barrera se amontonaba el pueblo llano como en el bautizo de su hijo, ávido de espectáculo. El gentío estiraba el cuello y miraba boquiabierto y ansioso al acusado. Estaba presente media Barcelona para deleitarse en la escena. Muchos ya afilaban la lengua sobre el viticultor, con tantas muertes sobre su conciencia. Miraban expectantes, deseosos de habladurías, a Rashid y los demás presos. ¿Quién caminaría de rodillas por vergüenza o se mancillaría de miedo? La justicia no les interesaba. Querían salir por un instante de sus tristes vidas y ver a alguien que lo pasara peor, incluso alguien castigado.
—¡Adulterador de vinos!
Cerca de Rashid había una mujerona gorda con un brillo malicioso en los ojos pequeños. Le miró con una sonrisa sardónica.
—¡Merece que lo hagan polvo! —se adhirió una tintorera, inconfundible por las manos y brazos teñidos de azul oscuro que intentaba ocultar bajo la túnica.
Rashid se alegró de que Bobo no tuviera que pasar entre las filas de curiosos. Se consolaba con la idea de que en realidad no podía pasarle nada, al fin y al cabo no había hecho nada. Esperaba que por fin se aclarara todo. Pero al ver que Casamont levantaba las cejas al verlo, volvió a perder la esperanza.
Junto con los demás acusados, Rashid aguardó tras la barrera muy cerca del conde Berenguer, custodiado por una docena de soldados cristianos.
Sentía una vergüenza terrible. Había vislumbrado a Alba, que junto con las otras damas de la corte observaba el proceso desde una ventana. Llevaba la ropa destrozada y harapienta de su estancia en el agua y el calabozo. Tenía el rostro magullado. Apenas se sentía las manos, las cadenas le cortaban la circulación. Se palpó la túnica de vergüenza y miró inquieto de un lado a otro. Evitaba elevar su mirada hacia Alba.
* * *
Casamont no se inmutaba. Miraba fijamente a los presos.
—¡Queda inaugurado el día de juicio!
La voz de Berenguer penetró sin esfuerzos en las cabezas de los espectadores. Rashid se inclinó ante la voz firme del conde. Por el rabillo del ojo vio a los nobles Ramón de Montcada y Raúl de Flor, que siempre lo encontraban en situaciones ignominiosas. Junto a ellos estaba el prior Pere, el cartujo que le sonreía bondadoso. Los susurros y murmullos de los espectadores habían disminuido. Berenguer pronunció un breve discurso sobre la verdad y luego inició el juicio. Rashid notaba su rigor, pero también sus esfuerzos por implantar justicia.
El conde llamó a Rashid ante el jurado para oír la acusación. Con las piernas temblorosas se colocó ante el invasor de su patria, que arrugaba la frente iracundo. Rashid sabía que aquel día se decidía su futuro, y en el fondo sólo esperaba tener uno. Por consiguiente, se esforzó por parecer sumiso y al mismo tiempo inocente, mientras Berenguer ordenaba a Casamont repetir su acusación una vez más.
—El juicio debe responder hoy a la pregunta de quién tiene la culpa. El señor de Siurana expondrá de nuevo su acusación.
Casamont se preparó. Disfrutaba de su actuación, se había acicalado para la ocasión. La voz sonaba áspera. Volvió a explicar que había encontrado en el carro del viticultor navarro un recipiente con plomo y remitió de forma explícita a que muchos viticultores endulzaban sus intragables vinos con plomo.
—Para mí estaba claro que no fue un descuido, sino algo intencionado —exclamó, al tiempo que sostenía en alto el objeto en un gesto triunfal. Rashid apretó los labios—. ¡Este recipiente contiene el plomo suficiente para eliminar a media Barcelona! —Casamont se dio la vuelta seguro de sí mismo hacia el conde.
Los ojos de Rashid reflejaban puro estupor. ¿Tendría ocasión de demostrar su inocencia y la de su maestro?
Por último, el hijo de Casamont explicó que el viticultor ya había mostrado un comportamiento extraño días antes de la fiesta. No paraba de mirar a la tribuna donde se sentaba Alba. Mencionó que también el escanciador había hablado mal del viticultor.
El testigo aludido confirmó, un poco a disgusto, la declaración del joven noble y se alegró cuando Berenguer lo dejó marchar de nuevo.
Muy a su pesar, el conde no le hacía caso. Así que Rashid se calló. Tampoco vio ningún intercesor a su favor que le pudiera salvar. El único que tal vez aún sentía simpatía hacia él era Sir Haley, que le había lanzado un grito de ánimo cuando lo conducían al juicio. Pero ¿de qué le servía que el inglés diera testimonio de su buena reputación? ¿Un hombre que se dedicaba al comercio de esclavos y hacía negocios con los odiados moros?
Rashid empezó a creer que recibiría una sentencia de muerte ante la mirada de Alba. Esperaba no protagonizar ninguna escena lamentable ante el anuncio de la sentencia y ejecución.
¿Qué pena correspondía al envenenamiento? ¿Era homicidio, incluso asesinato? A pesar del cálido sol de primavera tenía frío, no veía ninguna posibilidad de escapar a la muerte. Pero antes de que Berenguer pudiera pronunciar su sentencia, el prior Pere se abrió paso entre la barrera y pidió la palabra. Casamont miró visiblemente enojado al cartujo, que se había entrometido en el juicio de forma discreta pero también inapropiada. El pueblo, ávido desde hacía tiempo de sensaciones, permaneció en tensión para oír las palabras del monje, que tuvieron su efecto.
—Este joven nos habló a mí y a otros invitados de una forma impresionante sobre la viticultura, tal y como la practicaba su maestro. El viticultor, fallecido en las mazmorras —Pere se calló un instante a modo de reproche—, desarrolló nuevos métodos basados en las lecturas de Plinio y otros. Todo lo que me explicó este joven en vuestra fiesta con tanta pasión me convenció de que el viticultor no tenía ninguna culpa de la muerte de tantos invitados. Y las instrucciones de este joven fueron tan exquisitas que, se lo aseguro, ¡yo habría notado el plomo! Pero sólo saboreé zarzamoras, grosella y otro fruto que no pude deducir, lo que me disgustó mucho. Por eso… ¡yo me fío de su aprendiz!
Casamont miraba cada vez más enojado, mientras Rashid se sonrojaba por las palabras del prior. Lo había defendido. Había desafiado a Casamont delante de todo el mundo, el infanzón más poderoso de Berenguer. Eso también lo notó el conde de Barcelona.
¿Qué sería de él?
La gente esperaba con expectación la reacción de su gobernante. Las caras se volvieron hacia Rashid. Le retumbaban las sienes. Intentó recomponerse. Levantó la cabeza y miró a la cara a Berenguer. Éste apartó la vista.
Entre tanto, los Casamont susurraron entre sí y luego se dirigieron al conde. Se produjo un rápido intercambio de impresiones entre Berenguer y su vasallo. Rashid observaba preocupado la discusión. Todos los que participaban en el proceso agudizaron el oído, pero nadie entendía nada.
Por fin parecía haber terminado. Rashid miraba al frente. Todo se hundía a su alrededor, tenía la sensación de venirse abajo. No quería volver a la tina. Entonces vio que Berenguer se levantaba y le miraba con severidad. Rashid apenas osaba respirar. Enseguida se vería impotente ante la mirada de Alba.
A lo lejos, la voz de Berenguer penetró en el oído.
—La sentencia es la siguiente: debido a la falta de claridad de las pruebas, no se te hará responsable de la muerte de todas esas almas. ¡Irás a Scala Dei con el prior Pere para ayudarle a construir allí un monasterio y poblar los viñedos no productivos! ¡Doy por concluido el juicio!
Libre… ¿De verdad libre? Rashid podría dar gritos de júbilo y llorar a la vez. Lanzó una mirada de agradecimiento al prior Pere, que parecía muy satisfecho consigo mismo y con el mundo.
También Ramón de Montcada y el propio Raúl de Flor le lanzaron una mirada de ánimos. Sólo Albert de Casamont se había puesto rojo de la rabia al ver que Rashid era liberado de sus cadenas. Estuvo a punto de hacer una objeción, al fin y al cabo había expuesto los puntos importantes de la acusación y no quería dejar escapar con tanta facilidad a su víctima. Miró fijamente a Rashid. Su consternación era inconfundible. Luego se dio la vuelta y miró al prior Pere. Casamont era muy consciente de que ese prior que se había instalado en la sombra de Siurana le había engañado. Se le mudó el semblante. Estaba enojado. Rashid creía poder leer sus pensamientos. El señor de Siurana sabía cuál había sido su error: había subestimado la influencia del prior. Al fin y al cabo, el prior, en comparación con el cortesano, era una figura ridícula, con un hábito que no había lavado ni una sola vez. Casamont había sufrido una dolorosa derrota. En ese momento Rashid se sintió recompensado por algunas cosas que había sufrido gracias a Casamont. La alevosía y humillación con que, siendo príncipe moro, una mano cristiana le arrebató todo lo que significaba algo para él. Se irguió, un poco más seguro de sí mismo, y luego miró extrañado a su salvador. El prior Pere levantó la barbilla y se arriesgó a lanzar una mirada a Casamont. En ese momento cometió el pecado de la soberbia. La mirada de Pere era un mensaje para Casamont: quien quisiera engañar al prior Pere de los cartujos antes tendría que ponerse en pie…
Rashid miró fascinado el silencioso duelo de fuerzas de ambos adversarios, que no podían ser más diferentes, y tuvo la sensación de que había más en juego que su vida.
* * *
No quedaba mucho tiempo para preparar su viaje. Al día siguiente el prior Pere debía presentarse de nuevo ante Berenguer. La construcción de un monasterio costaba dinero. Y de eso se trataba. Pere tenía planes ambiciosos, como le explicó a Rashid por la tarde. Quería dirigir un monasterio próspero que también abasteciera a los lugareños de los alrededores. Quería negociar los medios que necesitaba con el gobernante de Cataluña. De todos modos el castellano de Siurana también estuvo presente en la conversación, ya que Casamont codiciaba la tierra y el bosque del Montsant, que era muy productivo por su riqueza natural. Después de la cena, Rashid cayó en un inquieto y angustioso sueño. Hacia medianoche se despertó empapado en sudor y meditó sobre el curso que tomarían las cosas. Seguro que Casamont quería apropiarse del bosque y la caza vinculada a él. No renunciaría a su querida caza en sociedad. El monasterio, a su vez, necesitaba la madera del bosque para poder construir, así como la cantera de la vecina Prades. ¿Qué sucedería a continuación, cuando volviera con Pere a su lugar de nacimiento? ¿Y Alba? ¿Podría volver a hablar con ella algún día? No era del todo imposible que se volvieran a encontrar. Ese encuentro le daba miedo y al mismo tiempo lo anhelaba.
A primera hora de la mañana se dirigió con Pere al palacio de Berenguer, esta vez como un hombre libre, y aun así estaba inquieto. Pere lo condujo. Un soldado con una espada en el cinturón y una porra en la mano se acercó al prior. Rashid sintió una sensación cálida en el estómago al pensar que volvería a ver tan rápido al invasor cristiano. Todavía le oprimía más el espíritu la idea de encontrarse de nuevo con Casamont. Atravesaron el impresionante centro de poder del rey de Cataluña. A paso ligero pasaron por la planta baja de la que Rashid tenía recuerdos vagos. La primera vez que estuvo allí con Bobo, su maestro buscó la cocina y la encontró. Luego se topó con Alba. Como siempre que pensaba en ella, Rashid miró a su alrededor esperanzado. Aquel recuerdo borró por un instante la desagradable idea de las inminentes negociaciones con Berenguer. Al llegar a la escalera que llevaba al salón real, se detuvieron un momento para que su acompañante hiciera una señal sin decir palabra a dos centinelas que ya les esperaban. Ambos realizaron una leve reverencia ante el prior antes de llevar a Rashid y su nuevo compañero hasta Berenguer.
El suelo del gran salón estaba cubierto de esteras de juncos, de manera que todos los pasos quedaban amortiguados. También había un hogar, bancos y algunos asientos de piedra unidos a la pared exterior.
Rashid se preguntaba quién se acomodaría en aquellos asientos. ¿Eran los estrictos y fieles servidores del conde o eran adversarios conducidos hasta allí para que la piedra dura y la posición incómoda les infundiera respeto de entrada?
Rashid se encontraba mal de inquietud y miedo. Claro, era libre. Pero el día anterior había estado tan cerca de la muerte… Nada era permanente, de eso estaba más seguro que nunca. El resultado de las negociaciones contribuiría a su futuro. Confiaba en Pere, pero a pesar de todo no podía calibrar lo que le esperaba en Scala Dei. Le avergonzaba su túnica agujereada, a diferencia de Pere, que aguardaba su entrada con una calma estoica y gran convencimiento. Había más gente en el salón. Un montón variopinto de comerciantes adinerados y cortesanos con lujosos vestidos que esperaban junto a otros eclesiásticos. Casamont estaba junto al fuego y conversaba con su hijo de rizos rubios. Rashid esperaba su presencia, pero con Berenguer, no en esa sala de tránsito.
Rashid se volvió hacia Pere.
—¡Mirad, el señor de Siurana también está aquí!
El prior asintió.
—Sí, y seguro que no es casualidad que espere aquí fuera con nosotros.
Parecía molesto por la presencia de Albert de Casamont.
Rashid, en cambio, la consideraba amenazadora. Ahora que sabía que Casamont era el asesino de su madre, la sed de venganza luchaba con el miedo a que lo desenmascararan como moro. Junto al hijo del asesino estaba Alba. Era ella. Real y en persona. La había observado tantas veces a lo lejos, y ahora les separaban apenas diez pasos, tan cerca estaba de él.
Observó al grupo con mayor atención. Junto a Alba vio a otra dama de la corte. Rashid supuso que se trataba de la doncella de Alba. Guillem, el hijo de Casamont, irguió con orgullo la cabeza. Entonces a Rashid le llamó la atención que aquel joven impertinente se hubiera convertido en un hombre apuesto. Era casi tan alto como su padre y tenía los hombros anchos y fuertes. Tampoco parecía ya bobo y desorientado como aquella vez en la maleza. Era esbelto y hábil, con el rostro de rasgos finos. «Es guapo», pensó Rashid. Siempre y cuando no lo miraras con más atención y no le vieras los ojos. Pero tal vez las mujeres le veían algo que Rashid no reconocía, cegado por la envidia. Iba vestido con la mejor seda. ¡Un señorito engreído! Al ver a Rashid todavía acentuó más la pose para dejarle clara su propiedad, pues tal consideraba que era Alba.
Ella le conmovió el espíritu, como siempre. Su belleza era sobrecogedora. Iba vestida con una túnica azul oscuro, pero sus delicados movimientos delataban las suaves formas de su precioso cuerpo. Una cascada de rizos rubios rodeaba su rostro claro. ¡Alba, la aurora! Ese nombre le encajaba a la perfección. Rashid sonrió. ¿Y si le reconocía?
Ella le dedicó una sonrisa tímida. De repente Rashid se ruborizó. Agradeció la luz tenebrosa, confiado en que no se apreciara su rubor. Guillem volvió la cabeza en dirección a Rashid. Antes de llevar a Alba a un rincón, ella le dedicó otra sonrisa maravillosa. El joven tuvo la sensación de que se le clavaba una flecha en el pecho. Suspiró profundamente, se dio la vuelta y topó con la mirada afable del prior Pere, que le guiñó un ojo.
* * *
Por fin había pasado y las dos partes fueron recibidas. Antes de que Rashid pudiera seguir pensando en lo que sentía por Alba, un hombre se adelantó e hizo una reverencia.
—¡El señor de Siurana y el prior Pere de Scala Dei!
—Sí, acercaos —contestó Berenguer, y al ver a Rashid, continuó—: ¿Y quién es éste? Le he visto varias veces y nunca sabía de quién se trataba. ¿Mezclador de venenos, ayudante o viticultor?…
Berenguer fue elevando un poco el tono, como una pregunta.
Rashid carraspeó.
—Ramón, aprendiz de un excelente viticultor y por desgracia fallecido…
Hizo una reverencia al decirlo, consciente de que sus palabras contenían un leve reproche que no debería expresar, mucho menos delante del gobernador de Cataluña. Le salió un tono muy alto poco adecuado.
«Aquí estoy, el hijo de la última reina mora de Siurana, postrado ante mi ocupante», le pasó por la cabeza. Se irguió con brusquedad, bajo la atenta mirada de Berenguer. Pere le sonrió.
El conde se volvió hacia el prior.
—Bueno, prior Pere, os he pedido que levantéis un monasterio para honrar a Dios, y en concreto en el lugar donde un valiente joven temeroso del Señor tuvo una visión. ¿Qué os preocupa entonces? ¿Acaso no basta con ese honor? —planteó Berenguer con astucia.
—No debería ser mi afán alcanzar la fama y el honor, aunque admito que el pecado de la soberbia no me resulta ajeno. Para que vos, mi rey, recibáis los honores, necesito apoyo. En definitiva, me gustaría construir un monasterio próspero donde los monjes rindieran homenaje a Dios y a vos, además de proporcionar subsistencia al prójimo.
Casamont intervino alborotado.
—¿Ponéis al rey al mismo nivel que a un constructor?
Berenguer soltó una carcajada, aunque no sonó antipática.
—Esas sutilezas están fuera de lugar —dijo, y añadió con una mirada de soslayo a Casamont—: ¡ante Dios todos somos iguales!
Rashid se sintió un poco mejor. Por lo menos Casamont no lo conseguía todo.
Berenguer los observó a ambos con una mirada pensativa.
—Tengo que pensar en todos mis fieles.
Ante esas palabras, Casamont levantó las cejas. Rashid se sorprendió. ¿Acaso el señor feudal creía que sólo él se vería obsequiado con tierras del Montsant, que antes que a él pertenecían a Rashid?
—Bueno, como no me gustaría discriminar a ninguno, la cuestión es cómo repartir la tierra del Montsant entre Siurana y Scala Dei.
Casamont se incorporó. Estaba esperando esta ocasión y ahora olfateaba la posibilidad de hacer su petición.
—Siurana necesita los bosques para la construcción y la repoblación, ya que son el sustento de mis ciudadanos.
Pere contraatacó:
—¡Pero seguro que también hay gente hambrienta fuera de Siurana!
La disputa divertía al conde.
—Calma, calma… Repartiremos la zona… —había visto la expresión de rechazo de Casamont y por eso continuó dirigiéndose a él—: A veces más vale pájaro en mano que ciento volando.
Rashid miró a lo largo de las paredes, observó los tapices murales y su diseño, con el único objetivo de disimular sus nervios.
Casamont tomó primero la palabra.
—¿Repartir la zona? —preguntó—. ¿Cómo?
Rashid sonrió para sus adentros. No era un mal comienzo. Como mínimo siente curiosidad.
Pere había captado sus posibilidades con mayor celeridad y se dirigió directamente al señor de Siurana.
—Vos recibiréis la mejor mitad.
—¿La mejor mitad? —preguntó Casamont—. ¿Qué significa eso?
El prior Pere miró serio a su interlocutor.
—¿Qué preferís? ¿Tierra cultivable o bosque?
Albert de Casamont estalló.
—¡Por supuesto, tierra cultivable!
—Bien, entonces, si el rey consiente, recibiréis la tierra. ¡Nosotros nos quedamos con el bosque!
Casamont entornó los ojos.
—¿Queréis el bosque por la madera?
—Por supuesto, al fin y al cabo hay que construir la cartuja y edificios anexos —contestó calmado el monje.
Todos escuchaban en tensión la conversación entre los dos.
—La modestia no parece ser una de vuestras virtudes, honorable padre. ¿Qué ocurre entonces con los prados y pastos?
—Señor, ¿qué queréis tener?
Casamont contestó enseguida.
—¡Los pastos de ganado!
Rashid se preguntaba si el prior había olvidado algo respecto a los prados, al ver que el adversario quería con tanta urgencia y seguridad los pastos de ganado.
—Bien, así será. ¿Queréis la pedrera de Poboleda o la cría de ovejas?
El castellano sonrió con ironía.
—Queréis la pedrera, pero me la quedo yo.
Rashid sabía que la pedrera también era importante para la construcción del monasterio, al fin y al cabo contenía material de construcción barato. Pero Pere se encogió de hombros ligeramente. Rashid no tenía la sensación de que el cartujo se sintiera desilusionado por los acuerdos con Casamont. Al contrario.
—¡Entonces yo me quedo con la cría de ovejas!
—¡De acuerdo! —tronó la voz fuerte de Berenguer sobre todos los presentes—. ¡Me alegra que seáis capaces de entenderos en algo! Haré que redacten los documentos correspondientes. ¡Acudid de nuevo mañana para sellar el pacto!
Pasaron la tarde juntos exaltados. El prior estaba de buen humor porque sus deseos se veían cumplidos, y hablaba con entusiasmo a Rashid sobre cómo procedería en la construcción del monasterio.
Al final del día el joven también estaba atónito por el rápido acuerdo entre Pere y el castellano de Siurana. Había esperado un duro enfrentamiento.
* * *
Al día siguiente se encontraron a la misma hora en el salón del palacio real mayor. Para decepción de Rashid, esta vez Alba no estaba presente. En una rápida sucesión subían y bajaban escaleras los cortesanos y solicitantes. «Hoy las decisiones complacen rápido a Berenguer», pensó Rashid. Sumiso, miró hacia el suelo cuando les dejaron pasar. Sólo quería ser un espectador pasivo, sin llamar mucho la atención. Sin embargo, se dio cuenta de que tenía las uñas clavadas en la palma de la mano de la enorme excitación. Le costaba relajarse. Por eso se mantuvo un poco apartado cuando Berenguer pidió tranquilidad con la mano en alto. Carraspeó y empezó con la lectura.
—Mi leal súbdito Albert de Casamont es bajo juramento a día de hoy señor de Siurana. Por ese cargo el señor de Casamont recibe el palacio, así como toda la tierra cultivable, incluidos los bienes arrendados a vasallos y los pastos de ganado de la planicie.
A Rashid le costaba disimular su exaltación y rabia. Arriesgó una mirada a Casamont. Tenía ganas de levantarse y abalanzarse sobre él.
El prior también parecía nervioso, se balanceaba sin cesar adelante y atrás. Berenguer posó la mano sobre Casamont y dijo:
—Vos, Albert de Casamont, sois por la presente el propietario legítimo de las tierras mencionadas junto con las rentas referidas.
El conde levantó las manos. Luego se dirigió de nuevo a todos.
—Todas las demás tierras se las traspaso al priorato de Scala Dei para que se levante una cartuja y una iglesia.
Mientras el prior miraba radiante a su rey, Casamont se quedó paralizado. Estaba boquiabierto, con los ojos desorbitados, que transmitían su incredulidad. El señor feudal comprendió que el prior, con sus preguntas del día anterior, lo había desviado de su propio objetivo. Con las preguntas sobre si quería tener esto o aquello, sólo había escogido, sin reflexionar, lo que realmente quería tener en posesión.
—Por lo tanto, el priorato de Scala Dei recibe el derecho a explotar la pedrera, y cultivará de nuevo la viña por mandato nuestro. Sólo las viñas de alrededor de Siurana quedan reservadas al castellano —continuó el conde.
Rashid quedó petrificado. ¿Ahora salían a la luz nuevos aspectos que no había oído así el día anterior, o estaba alucinando? Claro que no, ya que Casamont miraba indignado a su señor. El acuerdo fue confirmado de palabra por ambas partes, la voz de Pere sonó más firme que la del castellano, que sólo pudo expresar su consentimiento. Pere y Rashid salieron eufóricos del salón. Llegaron al portal a la vez que Casamont. Su rostro no prometía nada bueno. Tenía una mueca horrible de odio, como si destilara veneno y bilis.
—Os juro solemnemente que jamás encontraréis la paz en Scala Dei. ¡Acabaré con vosotros!
Rashid y el prior siguieron con la mirada al partidario de Berenguer. Su buen humor se había esfumado.
—Me temo, Ramón, que ahora tenemos un enemigo de por vida… ¡Y tan cerca!
* * *
Ya era mediodía cuando se desviaron de la Costa Dorada de Tarragona hacia Reus. Rashid estaba contento de no haber parado en el lugar de su dolorosa humillación, Montserrat, y en su lugar haber seguido por la costa. Pero también recordó melancólico el cercano Valls y la imagen de su maestro se le apareció en la mente.
Tragó saliva con esfuerzos, miró fijo al frente y se esforzó por mantener la compostura. El hecho de que al prior Pere no se le hubiera ocurrido la idea de pasar la noche en esa ciudad con los recuerdos amargos de su primera pelea con Bobo lo alivió.
La partida de Barcelona se había producido con rapidez. Como Pere, Rashid también tenía la sensación de que Casamont quería, obcecado, tomar represalias por su derrota. Sólo le habría gustado volver a encontrarse con Alba, pero las pocas veces que había estado en el patio para toparse con ella habían sido en vano. La tropa que se había puesto en marcha con el encargo de poblar Scala Dei formaba un pelotón variopinto. El prior Pere tenía cuatro correligionarios más en su séquito y a Carlos, un ayudante que debía apoyar a Rashid. El joven no hablaba mucho. De sus escasos comentarios Rashid dedujo que había huido de la servidumbre y se había escondido durante un año de las autoridades. Duraría hasta que se desatascara el ambiente en la ciudad. Carlos había trabajado en las viñas de un monasterio y por lo tanto seguro que serviría de ayuda a Rashid. Este tenía la intención de instruir al joven tan bien como lo hizo su maestro con él.
Tarragona ya era, desde que los romanos se asentaron ahí, famosa por su viticultura y por lo tanto interesante para los que se dedicaban a ella. Pero aquí también predominaban los recuerdos dolorosos para Rashid, que los evocaba de nuevo milla tras milla.
Para su alivio, siguieron cabalgando por el Puente del Diablo, y pararon en una venta situada en la vía comercial hacia Reus. Al día siguiente al mediodía ya llegaron al Montsant. La áspera belleza de su patria abrumó al príncipe moro. Los valles de corte profundo de Siurana y sus afluentes le ablandaron el corazón, que al mismo tiempo intentaba asumir el regreso.
De repente tuvieron Gratallops ante ellos, rodeado de viñas secas, una señal de que en algún momento la viticultura había determinado el trabajo diario de los habitantes. El lugar estaba en ruinas y se aferraba a una pequeña colina de roca roja que se elevaba escarpada sobre el lecho de un río sucio.
Junto a la hospedería se encontraba una jaula en la que habían encerrado a esclavos moros vigilados por perros. Éstos no eran sólo centinelas, también ofrecían protección ante los lobos que a menudo hacían de las suyas en la comarca. Rashid todavía se acordaba de eso. Se alegró cuando Pere, al ver a esa gente encerrada, decidió no reposar en aquel lugar.
El joven estaba de vuelta en la patria de su infancia y en tierra enemiga.
* * *
Finalmente llegaron a Scala Dei, un lugar abandonado en el que abruptos riscos se extendían hacia el cielo. Rashid se estremeció al pensar en lo próxima que se encontraba de Siurana. Al mismo tiempo lo atormentaba la idea de que Alba estaría también cerca. Ella podría verle desde la llanura de Siurana si algún día estaba ahí.
Polvo, sol y sudor. Tenían un barbecho ante ellos. El astro había abrasado la región sobre la que soplaba un cálido viento de poniente. Rashid miró hacia el cielo. No quería olvidar lo que sentía en ese momento.
El prior Pere lo miró con orgullo y se frotó las manos.
—Un lugar realmente divino que no abandonaremos tan rápido. Espero que no te angustie la cantidad de trabajo que nos espera.
—No, en absoluto.
Juntos exploraron la tierra y examinaron las viñas.
—Querido Ramón, ya sé, por supuesto, que el vino de Navarra es excelente, ¿pero lo conseguiremos también aquí?
Rashid sintió la misma incertidumbre en vista de los viñedos baldíos.
—Padre, hace ya siglos que no cambia nada fundamental en la esencia de la viticultura: en invierno podaremos las viñas, en primavera el viticultor labra y en otoño cosecha. Ese ritmo determina hasta la eternidad la vida del viticultor. Y mientras el mundo siga girando, las plantas se someterán al mismo ritmo. En otoño, semanas después de la vendimia, las hojas de parra se tiñen de amarillo, al final se ponen marrones y se caen. Y entonces uno se da cuenta de repente, ya sin hojas, de la forma de la vitis vinifera. A menudo recuerda a un gnomo con muchos brazos largos de color ocre. Si la dejáramos crecer así, como ella quisiera, se convertiría en una larga serpiente y cubriría el suelo con infinidad de vástagos. Todos los vástagos intentan producir uva, pero como hay tantos, la planta no puede atender todas las exigencias. Algunas uvas estarán sanas y madurarán, pero la mayoría se quedan endebles y pequeñas. Y por eso la poda de la viña decide su futuro. No es nada más —concluyó.
Una mirada de asombro y reflexión se posó sobre Rashid.
—Me parece que no es tan fácil en absoluto. De lo contrario no habría vinos amargos que necesitan hacerse bebibles con todo tipo de condimentos. Pero ¿cuándo contará Scala Dei con su primer vino?
Rashid sonrió ante la impaciencia de Pere.
—Querido Pere, todavía no hay ni una sola pared de vuestro monasterio y ya tenemos cepas y plantaremos nuevas. Dentro de cuatro inviernos habrán crecido las viñas y se podrá escoger una poda para cosechar la mayor cantidad posible de uvas uniformes. Así lo consideraba mi maestro. Con las cepas jóvenes todavía tenemos que controlar los vástagos.
* * *
Habían pasado varias lunas y las hojas del Montsant ya se teñían de amarillo rojizo cuando el prior Pere levantó una cartuja provisional para los monjes y legos que se habían unido a él.
No muy lejos de ahí habían levantado un edificio de piedra donde vivía Rashid con el ayudante Carlos. El prior Pere no paraba de pedir a su protegido que buscara una sirvienta que le llevara la casa y preparara las comidas. Rashid se resistía con resolución por no enfrentarse al pasado. A lo mejor trabajaría con él una chica de Siurana. Sin embargo, envió un mensaje a Pepa y le preguntó si quería ir con él para ayudarle. Además le pidió que trajera la documentación enterrada que todavía se encontraba en la bodega de Bobo.
Unas semanas después estaba ella ante la puerta.
—¿Pepa? —la examinó con detenimiento. Se había hecho fuerte y llevaba un vestido nuevo de paño oscuro. El cabello flotaba sobre los voluptuosos pechos—. ¡Dios mío, qué guapa estás!
Ella se sonrojó, pero no sonrió.
—Pepa, estás en tu casa. ¡Aquí no te ocurrirá nada!
—Sí.
—¡Ven, te enseñaré tu futuro reino!
Rashid la condujo lleno de orgullo a la sala junto a la cocina. Era una habitación vacía todavía más grande, por la ventana se colaba un aire desagradable ahora que empezaban los vientos.
En lugar de paja, los suelos estaban cubiertos de polvo y suciedad, porque ni Carlos ni Rashid se esforzaban mucho en la limpieza. De todos modos, había una gran chimenea y durante los meses de invierno se sentaban junto a ella para ocuparse de su correspondencia con un buen licor.
—¡Sé que esto no es lo que Bobo podía ofrecer, pero es mío!
—Sí, pero seguro que no es digno de un príncipe moro —añadió Pepa.
Rashid se dio la vuelta asustado.
—¡Cállate! No hables jamás de mí como Rashid, hijo de la reina mora Azia. ¿Prometido?
Pepa despachó su objeción con un gesto de rechazo de la mano.
—Está bien, no desvelaré nada. Pero me explicarás exactamente de una vez qué ha ocurrido y qué planes tienes.
Entre tanto, sacó de la bolsa los pergaminos en los que estaban inmortalizadas las reflexiones e ideas de Bobo sobre la creación de un verdadero vino majestuoso.
* * *
Rashid estaba de lado, con la cabeza apoyada en la mano izquierda, recorrió el cuello de Pepa con el dedo índice y descendió por la pequeña elevación de la laringe hasta el pecho. Le encantaba acariciarla.
Pepa yacía con los ojos cerrados boca arriba. Muda, inmóvil y con el semblante serio.
—Oh, lástima, tengo que irme —murmuró él, pesaroso. Sin embargo, no se levantó.
—Hacía mucho tiempo que no nos acostábamos juntos. Ya no sabía cómo era —comentó ella.
—Sí —murmuró él.
Rashid disfrutaba de la compañía de Pepa, aunque comprobó con pesar que la antigua intimidad se había desvanecido. La tarde anterior habían estado mucho tiempo sentados juntos y Rashid le explicó sus experiencias. Recordaron juntos a Bobo, aunque algo los separaba. Pero por fin no sólo compartían un secreto, eso era solidaridad suficiente, esperaba Rashid.
Lo que preferiría por encima de todo sería estar junto a Alba.
—Me gustaría que pensaras en mí cuando sonríes de esa manera —dijo Pepa con un suspiro.
Había una amargura en la voz que intentaba suavizar con una sonrisa.
—¿En quién iba a pensar si no?
—Te lo ruego. ¡No me tomes por tonta! —giró la cabeza con vehemencia. Rashid ya llevaba toda la tarde pensando que algo la afligía. ¿Quería saber qué era lo que la apesadumbraba? No estaba seguro. Le daba miedo—. Respétame con tus mentiras. Es mejor que te reserves para tu amada. En todo caso no soy yo y no me gustaría ser la suplente. Para eso ya tienes suficientes mujeres al alcance —soltó con brusquedad, y salió.
Así que era eso. Para ser sinceros, ya lo sabía. Tal vez era mejor así.
—Bien, si sólo quieres ser una sirvienta…
No pudo contener esa respuesta, aunque no sabía si Pepa la había oído.
* * *
Pepa empezó ya el primer día con la limpieza de la casa. También ahuyentó a las aves de corral que habían anidado en la cocina, como los bichos que veía en la paja. Rashid y Carlos estaban satisfechos de recibir por fin un desayuno como es debido.
Pasados unos días la casa apenas era reconocible. Los suelos estaban fregados y relucientes, preparados con paja fresca y hierbas aromáticas. Pepa había encalado las paredes y arreglado la cocina. Ahora los cacharros de cobre brillaban y en la despensa colgaban jamones y salchichas, embutidos que olían bien.
A Rashid le invadía una sensación agradable cada vez que entraba en su casa. Ahora se sentía en su hogar. Pepa había cubierto de pergamino incluso las ventanas más grandes y adornado los lechos con baldaquines.
—Te estoy realmente agradecido, Pepa. ¡Te preocupas de que Carlos y yo no nos volvamos bestias y convirtamos esta casa en una cuadra!
Pepa le miró sin inmutarse.
—Para eso me fuiste a buscar, ¿no? Y hay que arreglar los cuartos, puede venir visita distinguida a la que debamos obsequiar de acuerdo con su posición.
—Bah, ¿qué noble iba a venir a mi casa, la de un viticultor en ciernes sin recursos a merced del prior de Scala Dei?
* * *
La Navidad llegó y se fue, y la primavera hizo su tímida entrada en Scala Dei. Los pastos reverdecieron y Carlos había pescado los primeros peces de la vecina Siurana cuando un día llegó una delegación del conde de Barcelona a la cartuja, donde ya estaban cubiertos los techos. Berenguer sonrió al ver al prior Pere en medio de los trabajadores. El cartujo llevaba una sotana manchada que parecía aún más lastimera a la vista de la túnica de calidad que llevaba el conde.
Su silla de montar estaba generosamente guarnecida con plata y los arreos del lujoso caballo decorados con piedras nobles. Sus acompañantes parecían descoloridos. Habían llegado para realizar el primer inventario que al mismo tiempo sellaba el acuerdo entre el conde y el cartujo. Por este motivo Berenguer iba acompañado de un notario, extenuado tras la dura cabalgata.
Rashid se colocó junto a Pere e hizo una elegante reverencia.
El prior saludó alegre y exaltado a su señor feudal.
—Es un honor. ¡Sed bienvenido!
Tras el recibimiento recorrieron las propiedades de la cartuja para abarcar tanto los bienes de las propiedades como las tierras. Cuando empezaron el inventario, Rashid y Carlos se colocaron detrás del conde y su notario, un cura y Pepa como letrados para atestiguar más tarde la copia. Antes de registrar el menaje, el bona mobilia et immobilia, se desplazaron a los anexos exteriores del monasterio cartujo.
El edificio del monasterio constaba de algunas casuchas de madera unidas por un sobretecho que llevaba a una pequeña capilla provisional de piedra y algunos espacios comunes. Dos de los compañeros de Pere, legos, se habían asentado más allá en dirección al valle y mediante la cría de ganado abastecían a la comunidad. El notario contó las ovejas y vacas y examinó los quesos. La actividad económica y la prelatura impresionaron al señor feudal tanto como el avance de los trabajos de construcción en el exterior.
Uno tras otro entraron a los aposentos de un piso, formados por dos pequeñas habitaciones y un jardincito. Siempre que un miembro de la delegación pasaba por el umbral se rezaba un Ave María.
—Os puede parecer curioso que digamos un Ave María cada vez aquí. Esta costumbre nace de la devoción por la Madre de Dios, santa patrona de nuestra orden.
Tras la cartuja se elevaba una poderosa montaña rocosa donde, según Pere, se podía experimentar el silencio de la naturaleza, pero también encontrar tiempo para la meditación y la oración.
La delegación siguió caminando para admirar la impresionante maquinaria que accionaban los monjes. El notario apuntó con mano ágil los bienes y medidas del correspondiente lugar. Por último examinaron las viñas, cuyas cepas habían sido tratadas y cuidadas por Rashid. Mientras algunas pendientes parecían un poco más áridas y desconsoladas, en la parte sur protegida ya se distinguían vástagos con uvas completas.
Allí, en los viñedos, el conde de Barcelona hundió la mano en la tierra, la sacó, se volvió hacia el prior y dejó que la tierra fructífera corriera entre sus dedos, como símbolo del traspaso al priorato.
* * *
Más tarde se presentaron todos en casa de Rashid porque la cocina del monasterio estaba pensada para las modestas necesidades de los cartujos y no podían atender como era debido las exigencias de un gobernante. Berenguer coqueteó con su modestia, pero quedó claro que sabría apreciar un alojamiento un poco más confortable.
Rashid llamó a Carlos.
—¡Corre a la casa y pon al corriente a Pepa de que tenemos invitados para comer y pasar la noche!
Carlos abrió los ojos de par en par. Cuando Rashid entró con Pere y sus invitados en la casa un rato después, ya estaba todo dispuesto. Había una habitación para las visitas distinguidas que ahora estrenaría Berenguer. Tenía una gran cama ostentosa cubierta de tapices. Rashid, sorprendido, se preguntó de dónde había sacado Pepa esas cosas. Comprobó satisfecho que había pensado en todo, ya que al conducir a Berenguer a su habitación encontró, además de una jofaina preparada, una jarra de vino.
Tras dejar a Berenguer, llevó a sus dos acompañantes a sus aposentos, un poco más modestos, pero también arreglados con un aire acogedor.
Rashid volvió orgulloso al salón que ya resplandecía al ritmo de muchas luces. Pepa había extendido incluso un mantel de lino sobre la mesa. El notario se sentó entre tanto en el escritorio del joven y preparó la documentación que todos debían firmar. Con un pergamino en las manos asomó la cabeza un momento en el salón y lanzó una mirada de interrogación a su señor.
—Señor, ¿qué denominación tiene esta zona? Tengo que poner un nombre a este feudo, todavía tenemos que determinar con claridad sus límites.
El aludido carraspeó, miró al prior Pere y de nuevo apartó la vista.
—Como este hombre temeroso de Dios sin duda dejará su impronta en esta región y además ya ha ofrecido servicios impagables, es justo que pongamos un nombre a esta zona en su honor. ¡Pon «Priorat»!
El prior miró estupefacto a su señor, contento como un niño pequeño de su ocurrencia.
Poco después todos atestiguaron mediante la firma de la documentación la cesión y los bienes que quedaban incluidos. Sólo se le negaba a Pere el día de mercado, que tanto deseaba, pero Berenguer temía una disputa entre vecinos.
—El señor de Siurana ya ha recibido el derecho a un día de mercado como regalo de boda, de manera que no puedo otorgar otro.
A Rashid le hervía la sangre. ¿Boda? Así que ya estaba hecho. Se casaría con ese impertinente. ¿Llegaría pronto a Siurana?
Su corazón albergaba nuevas esperanzas. Se juró que buscaría un encuentro con ella. Se sumió en sus ensoñaciones y despertó cuando trajeron el primer plato. Consistía en montañas de volovanes rellenos de trufas y carne. Para el prior Pere, que era vegetariano, Pepa había preparado un plato con volovanes rellenos exclusivamente de hierbas.
Devoraron y bebieron, y cuanto más tiempo pasaban juntos, más perdían la compostura los formales acompañantes de Berenguer. Hasta bien entrada la noche estuvieron juntos, y sólo cuando Rashid ya estaba en su habitación se dio cuenta de que había bebido con los saqueadores de su patria y los que expulsaron a sus correligionarios.
* * *
Albert de Casamont estaba sentado en la butaca de la cabecera de la mesa, el asiento de Azia, la reina mora, que no podía olvidar. Desde aquella noche en que la orgullosa mora se había precipitado hacia la muerte, su imagen lo tenía cautivado. Estaba fascinado por su valentía y al mismo tiempo la odiaba por haberle adjudicado esa derrota. Detestaba los fracasos. Por eso estaba contento con el vínculo que ahora se establecía con la casa de Aragón y Barcelona mediante el enlace de su hijo Guillem con Alba. Al mismo tiempo la impotencia que sentía hacia el prior de Scala Dei era cada vez más acuciante. Durante las últimas semanas había salido a caballo a menudo a observar la cartuja. Tenía que reconocerlo: Pere sabía de operaciones económicas, y Albert estaba seguro de que el prior tendría éxito en todas sus empresas.
¡Lástima! Casamont suspiró. Apenas acababa de eliminar a un adversario aparecía un nuevo enemigo. ¿Se había hecho mayor? Ahí estaba ahora, en el palacio moro de Siurana. Pronto su hijo Guillem ocuparía su lugar y se instalaría en esa silla. Jamás estaría a la altura del legado que él dejaría atrás. Era una lástima.
Pero antes de terminar quería conseguir algo. La educación de su hijo había costado una buena suma de dinero. Albert lo observó y sacudió la cabeza resignado. Había aprendido la crueldad de él, pero era un cobarde que sólo se lanzaba a la batalla si su padre, Albert, le empujaba a ella. Desvió la mirada hacia su nuera. Era encantadora. Tampoco él era del todo indiferente a su carisma. Últimamente, la veía como un extra a lo que de todos modos le correspondía. El cuarto del grupo era Rodrigo, sentado a la mesa, a quien el administrador Pepe había agarrado por el cuello y traído con sus propias manos. Era un hombre mayor, su mirada astuta era de lo más desagradable y lo que más llamaba la atención en él. Hoy además tenía verdades poco afortunadas que comunicar.
—¡Señor, ya no tenemos dinero!
—¿Qué significa eso? —bramó Guillem, pero enseguida se contuvo al ver la mano levantada de su padre que le pedía moderación.
Albert vio la expresión de desdén de Alba. Bueno, de ese punto se ocuparía más tarde.
—¿Qué demonios significa eso, Pepe? —preguntó con aspereza—. ¡Tiene que haber algo! ¡Siempre queda un poco más!
Pepe se comportaba de un modo arrogante a ojos de Casamont. «¿Qué se cree?, ¿que no tiene nada que temer de mí?»
—Señor, no hay absolutamente nada. ¡La marea está baja en la caja!
A Albert le picaban las manos. Tenía ganas de estrangular a ese tipo asqueroso.
—¿Entonces no tenemos ingresos? —preguntó, más tranquilo.
—Por supuesto, ingresamos maravedís sin cesar, pero también gastamos siempre algo.
Albert examinó el rostro orgulloso del administrador. Saltaba a la vista que era un presuntuoso. ¿Podía confiar en él? Ésa era la cuestión. Le gustaría poder leer la mente de ese gallo presumido. Pero por desgracia no era posible. El administrador tenía fama de ser un hombre de fiar y sensato. Así que algo debía ocurrir.
—En tiempos pasados gastamos demasiado para la Reconquista y, disculpad, señor, habéis aflojado las riendas.
—¿Cómo te atreves? —contestó Albert furioso. Pero en el fondo de su corazón sabía que el administrador decía la verdad.
—¿Qué ha ocurrido, Pepe?
El viejo carraspeó avergonzado. Siempre era como caminar por la cuerda floja cuando tenía que explicar sus errores a los grandes señores. Podían rodar cabezas con rapidez y Casamont ya había adquirido una siniestra fama por sus crueles castigos.
—La gente se va de Siurana porque no quiere trabajar en los establos, busca otra ocupación. Por eso algunas fincas se retrasan en el pago de sus diezmos.
El administrador le alcanzó un papel mugriento con una larga lista de nombres. Malhumorado, Casamont limpió un poco la hoja. Siempre se sentía incómodo cuando tenía que leer. No era un perro faldero, sino un soldado de primera línea. Le costaba leer y escribir, prefería el manejo de la espada.
—¿Qué hacemos con los arrendatarios que no han pagado?
Pepe le lanzó una mirada turbia.
—¿Pues qué vamos a hacer? Si les quitáis todo a esa gente o los expulsáis de la finca, no tendremos a nadie que se ocupe de la tierra y la cultive. Así que habréis perdido por partida doble.
—Pero ¿entonces adónde va esa gente?
Nadie dijo nada.
Pepe se movía inquieto de un lado a otro en su asiento.
—¡A Scala Dei, allí hay buenos ingresos para los hombres jóvenes!
A continuación Casamont enmudeció. Sólo se le veía una arruga de ira que le atravesaba la frente.
—Si no cierras pronto la boca, te estrangularé con mis propias manos. Mañana iremos a ver a nuestros arrendatarios —hizo una pausa—. Por lo menos a los que todavía nos quedan, recaudaremos nuestro dinero. ¡De los hombrecillos de sotana y sus adulteradores de vinos ya me ocuparé más tarde!
Al levantarse, posó su mirada en Alba, que le correspondió aterrada.
* * *
Una cortina de nubes se había colocado sobre el cielo del Montsant cuando Casamont emprendió el camino hacia las fincas de sus arrendatarios. A su lado cabalgaban Rodrigo, su esbirro, algunos de sus hombres y su hijo Guillem, con el administrador junto a él. Además de Pepe había hombres preparados para la guerra que parecían fornidos y violentos y no rehuían ningún conflicto. El castellano había decidido dirigirse hacia García, un lugar en el límite de sus tierras. Era una pequeña aldea habitada por siervos y pequeños propietarios. Los siervos le debían una cantidad fija por día de trabajo y una parte de su cosecha. En cambio, los pequeños propietarios le pagaban una renta que abonaban en monedas o en especies. Tres de ellos llevaban retraso con los pagos. Sin embargo, Albert estaba seguro de que habían obtenido lo suficiente para poder pagar su renta.
Era un largo trayecto. El sol se mantenía alto en el cielo y les abrasaba. El estado de ánimo de Casamont empeoraba con cada milla que cabalgaban. A un trote ligero y con la rabia en el estómago llegaron a la pequeña aldea. En la plaza vieron a algunos lugareños que hacían el descanso.
«Eso me va muy bien, así los tengo a todos en un grupo», pensó Albert.
Los hombres se levantaron con timidez, saludaron con respeto y mantuvieron la cabeza baja.
En un tono enérgico, exclamó:
—Tres de mis hombres llevan retraso, ¿no es cierto, administrador?
Con voz aguda contestó Pepe:
—¡Sí, señor!
—¿Quiénes son esos hombres y qué motivos han aducido? —Casamont observó con satisfacción el miedo que poco a poco se apoderaba de los aldeanos. Tenía razón, todos le estafaban, seguro. Miró a Pepe con impaciencia y le ordenó que diera un paso adelante y nombrara a los morosos.
Pepe avanzó un paso e informó en voz baja.
—Ribot hace un año que no paga. Se han muerto sus animales…
Casamont no quiso escuchar más y le tomó la palabra a su administrador.
—¿Quién de vosotros es Ribot? ¡Un paso adelante!
Su voz no toleraba objeción alguna y también les quedó claro a los siervos y pequeños propietarios. Retrocedieron y se juntaron. Casamont lo observó con complacencia. Olía su miedo. Dejó que Pepe llamara a los otros pagadores morosos. Luego se acercó a ellos.
—Ribot, ¿por qué no has abonado tu renta?
—Señor, soy un hombre viejo. Ahora que mis hijos se han ido, no tengo ayuda, y además se me han muerto animales…
Casamont interrumpió el discurso del propietario con un gesto malhumorado.
—¡Silencio! ¿Adónde han ido tus hijos?
—A Scala Dei. Ahí buscan ayudantes para la construcción del monasterio y para las viñas, reciben un salario justo por su trabajo y están bien alimentados.
¿Había oído mal o había cierto despecho en la voz del aldeano? Casamont saltó enfurecido de su corcel.
—¡Tú también debes recibir tu recompensa justa!
Casamont agarró su espada y levantó la hoja con el lado llano al hombre por encima de la cabeza. El viejo soltó un gemido, las piernas apenas le tenían en pie. La sangre se derramó desde los gruesos cabellos blancos por el rostro y descendió por el cuello. Casamont arrastró a Ribot.
—¡Ven! —se volvió hacia los aldeanos, que seguían la escena con total estupor—. ¡Mirad, así sabéis lo que le ocurre al que roba a la familia Casamont!
Con su mano de acero arrastró al hombre que todavía sangraba tras de sí. Su capitán Rodrigo empujó a los otros dos deudores al claro delante de la puerta del pueblo. A Casamont parecían no importarle los gritos de los aldeanos. Escuchó en los callejones que llegaba la multitud de espectadores y sus partidarios. Ribot seguía sangrando. Con un pañuelo que alguien le había procurado, intentaba detener la hemorragia. Guillem de Casamont y otros dos oficiales salvajes bajaron la pendiente al galope hacia el claro.
Los tres deudores se estremecieron cuando Casamont, con la voz potente y furiosa atronando como la de un loco, gritó a su hijo:
—Guillem, ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar trayendo más morosos?
La voz de su señor aterró a los deudores. Guillem puso las espuelas a su caballo y bajó de él. Casamont se calló por un momento. Luego miró a Ribot y le ordenó:
—¡Desnúdate!
Ribot palideció. Con ayuda de su vecino se quitó el sayo empapado en sangre.
Casamont se rió con malicia. Los aldeanos tenían el pavor escrito en el rostro. Temían que su señor feudal no tuviera piedad.
A paso ligero, Albert de Casamont se dirigió al anciano, le levantó la mano derecha y elevó su espada.
Ribot vio que se jugaba la vida y se volvió hacia su señor.
—¡Clemencia! —balbuceó el anciano.
Casamont le miró con una frialdad de piedra.
—No tienes que morir. ¡Dame sólo la mano!
Y la volvió a agarrar.
Ribot se desplomó sobre sus rodillas, lloró, la sangre se mezclaba con sus lágrimas.
—Le pido clemencia, señor. ¿Qué haré después? Vivo del trabajo de mis manos.
Su señor feudal soltó una salvaje carcajada.
—Me has robado y estafado, yo también vivo del trabajo de tus manos. Pero no me has dado nada… ¡Así que es una mano inútil!
Con esas palabras arrastró a aquel hombre aterrorizado hasta un tocón.
Ribot intentaba zafarse y gritó a la desesperada:
—Llévese todo lo que tengo, pero déjeme la mano. ¡Se lo suplico! —rompió a llorar de nuevo.
Casamont se quedó mudo. Sacudió la cabeza despacio y le dio la vuelta a Ribot. Éste volvió a retirar la mano con todas sus fuerzas.
—¡Tomad la izquierda, por favor, la izquierda! ¡Piedad, por favor, la izquierda, piedad!
Casamont agarró de nuevo la mano de Ribot y le denegó la petición.
A pesar de que Ribot estaba débil por la pérdida de sangre, no se rendía e intentaba una y otra vez retirar la mano derecha. Pero Casamont era más fuerte, colocó la mano sobre el tocón y golpeó contra la muñeca. Los hombres del señor feudal soltaron alaridos. Ribot gritó. Salpicó la sangre. Un segundo golpe lo dejó al borde del desmayo redentor. El tercer corte le tocó el hueso. El bramido penetrante de Ribot puso los pelos de punta a los aldeanos, que observaban con un odio absoluto durante aquel acto diabólico a Casamont, que ahora entregaba la espada ensangrentada a su capitán.
—¡Vamos, continúa tú!
Tras haber ejecutado su castigo, montaron en sus caballos, y antes de abandonar la aldea el castellano se dio la vuelta una vez más, con tranquilidad.
—Informad a los demás de lo que les ocurre a los que quieren estafar a los Casamont.
Los habitantes le siguieron con una mirada hostil.
* * *
Durante los pocos años que Rashid llevaba de vuelta en su patria con el prior, Scala Dei había experimentado cambios increíbles. Donde antes se alzaba un reluciente risco rojo hacia el cielo, ahora emergían las instalaciones de un monasterio que le daba al paisaje rocoso un aspecto paradisíaco. Cuando Berenguer hizo el inventario, sólo había construcciones provisionales rodeadas de viñedos áridos y rocas. Entonces existían únicamente el monasterio y la casa de Rashid, y un par de cabañas destartaladas en la llanura. Ahora, todo aquel que se acercara a Scala Dei por los fértiles campos vería que el pueblo se había duplicado. Entre el río Siurana y el conjunto monástico habían surgido casas que alojaban sobre todo a trabajadores de la construcción del monasterio. Scala Dei se había convertido en una preciosa comunidad.
Casamont estaba en una llanura y miraba hacia abajo la cartuja. Últimamente no paraba de crecer su odio hacia el prior Pere y Ramón, el viticultor, ya que cada vez que quería recaudar dinero oía el mismo discurso: los jóvenes se iban a Scala Dei para ayudar en la construcción o en las viñas. Siempre le daba problemas esa pequeña ciudad. Desde la ocupación de Siurana las cosas ya no funcionaban como él quería. A excepción del enlace de su hijo con Alba. Aunque también en eso sentía que algo no iba del todo como debiera. El matrimonio esta crispado y tampoco había previsiones de darle un nieto después de un año. Su nuera estaba pálida y aburrida. Era desagradable verla con su inocencia afectada. Era tan insoportable como ese lugar que tenía a la vista a diario. Un viento frío sopló en la llanura. Casamont lanzó una última mirada hacia abajo a la planicie. «Scala Dei, acabaré contigo, es una promesa.»
* * *
Rashid atravesó una vez más el bosque. Desde que sabía que Alba vivía en Siurana no dejaba pasar una oportunidad de encontrarse con ella. Temía ese encuentro tanto como lo deseaba. Aquella vez le sonrió en el palacio real mayor. ¿Le había reconocido? ¿O sólo era amable? Aquellas ideas lo atormentaban y angustiaban. Visitaba con regularidad los mercados vecinos, siempre con la esperanza de verla. Pero no se atrevía a ir a Siurana.
En el cruce de caminos que dirigía hacia García, por fin se cumplió su sueño. Allí estaba. Sintió el impulso de salir corriendo hacia ella y estrecharla entre sus brazos. Se acercó a paso ligero, ella le miró con amabilidad y despreocupada.
—¿Por qué vais tan deprisa?
Él levantó la cabeza y le sonrió. No podía creer que le sonriera. Se atrevió a hacer algo que antes habría considerado imposible.
—Disculpad. Me he quedado mirándoos como un muchacho estúpido.
Hizo una reverencia en silencio.
Ella rechazó su contestación con un gesto.
—Oh, por favor, no seáis tan formal. Al fin y al cabo ya nos confiamos secretos y lloramos juntos.
Rashid suspiró aliviado. Entonces recordaba su primer encuentro en el patio del palacio.
La observó con curiosidad. Por fin estaba tan cerca que veía cada vena de su rostro etéreo. Ella se retiró un rizo rubio de la frente.
—¿Y qué ha sido de nosotros? A pesar de todos los padecimientos no pudimos oponernos a nuestro destino, ¿verdad?
Sus palabras tenían un deje melancólico.
—¿Qué os ocurre? Vuelvo a oír tristeza en vuestra voz.
—Nunca se desvaneció del todo, y ahora me encuentro en un calabozo oscuro donde reinan la melancolía y la violencia.
Él la observó con mayor detenimiento. A pesar del ánimo alicaído de sus ojos tenía un aspecto arrebatador. Llevaba un majestuoso gabán anaranjado que le recordaba los fastuosos colores de los jardines palaciegos de Siurana.
—¿Llamáis al palacio moro un calabozo?
—El palacio y sus dependencias son maravillosos de ver, pero la belleza también está subordinada a la vida que transcurre en el interior —su mirada vagó por los prados—. Aquí todo está lleno de vida. Exuberante y vivo.
Rashid no sabía con certeza lo que quería decir pero la entendía.
Había fantaseado miles de veces con ese momento, mil veces la había acariciado en sueños y pronunciado su nombre. Ni en una sola ocasión había osado imaginar que su encuentro sería tan íntimo. Sus temores habían desaparecido.
—¿Y cómo le va a vuestro esposo?
La respuesta fue un resoplido de desdén.
—Gracias a Dios de momento me he librado de sus impertinencias —esbozó una sonrisa apocada—. Disculpad, no estoy acostumbrada a hablar de ello.
A Rashid le dio un vuelco el corazón. Era un buen presagio.
Se retiró la cascada de rizos.
—¿Nos volveremos a ver?
Él no había osado preguntar. Y tampoco podía decir nada. Sólo quería contemplarla para toda la eternidad.
—Sería un honor para mí.
Con una graciosa sonrisa Alba se despidió. Rashid se sentía abrumado de felicidad. La siguió con la mirada hasta que desapareció de su campo de visión. ¿Todo eso había sucedido en realidad o sólo era un sueño? Con multitud de ideas absurdas en la cabeza cabalgó hacia casa. No se daba cuenta de nada, estaba atrapado en sus sueños. Era cierto, quería estar con él. Rashid parecía flotar de felicidad, se le exaltaba el corazón al pensar en un próximo encuentro.
Pero le sacaron de sus sueños de un bandazo. Al topar con Pepa exclamó:
—Saludos. ¿No es un día maravilloso?
Ella lo observaba con los brazos en jarras.
—Cuando el trabajo lo hacen los demás, tal vez —contestó, enojada.
Rashid se sintió atrapado y culpable al mismo tiempo.
—Bueno, entonces enseguida me pongo manos a la obra.
No iba a permitir que Pepa arruinara su felicidad. Por eso se dirigió a los viñedos para controlar los vástagos y comentar con Carlos la inminente vendimia. A diferencia de Navarra, en el Priorat la máxima dificultad consistía en lograr llegar a la viña. El trabajo en los viñedos era muy arduo y en la vendimia participaban todos los constructores, así como mujeres y niños, agachados sobre las cepas. Estas no estaban en filas, sino en grupos. Era un caos absoluto. Rashid y Carlos ya habían decidido no plantar los nuevos viñedos según el orden francés, sino en filas para facilitar la recogida. Los vendimiadores cortaban el tallo con la hoja oscilante de la podadera. Luego dejaban los racimos en canastos. Les había supuesto un quebradero de cabeza dar con el camino más corto posible de la uva a la bodega. En el Priorat la vendimia sólo se conseguía con sudor: los vehículos y carros únicamente se podían llevar hasta el pie de los viñedos, no más allá. Rashid y Carlos se llegaron a plantear el colocar una prensa directamente en el viñedo. Sin embargo, los suelos demasiado irregulares y la limpieza que ya Carlomagno imponía en la bodega impedían hacerlo fuera, y decidieron que había que llevar las tinas abajo, un factor que requería mucha energía y tiempo. Rashid ya tenía una idea de cómo organizar mejor la vendimia. Destinaría algunos trabajadores sólo al transporte. Además, el prior Pere les había prometido que algunos legos podrían ayudar. Desde luego eso significaba que debía fabricar más podaderas y tinajas para que los vendimiadores enseguida pudieran volver al trabajo. Carlos estaba muy ilusionado con su plan. Entre tanto, también se había instalado un tonelero en el lugar.
* * *
Rashid estaba atrapado en sus sueños mientras fuera el mundo giraba cada vez más rápido. La cartuja era imponente, y los legos se afanaban en acrecentar los beneficios del monasterio, mientras Casamont hacía de las suyas en Siurana y recaudaba dinero con una violencia brutal. Rashid aguardaba en la curva del camino a Scala Dei. Esperaba a Alba. Como durante los días anteriores, cabalgaron un rato juntos hasta que ella le preguntó si conocía algún lugar retirado donde nadie les molestara.
—Sí, conozco uno. Y el peligro de que Guillem nos encuentre allí es mínimo.
—Oh, no temas. Ahora mismo mi esposo está con su padre recorriendo el feudo para cobrar deudas.
Él se rió y se alejó a galope ligero hasta que en un meandro idílico encontró un lugar que le pareció adecuado. El agua murmuraba misteriosa al pasar. La condujo a través de los matorrales hasta que llegaron a un claro, rodeado de viejos y frondosos árboles que les protegían de miradas indeseadas.
Alba miró a su alrededor, abrió los brazos y empezó a dar vueltas, eufórica.
—¡Este lugar es maravilloso!
—Me alegra que te guste —contestó Rashid. El hecho de que se sintiera cómoda le daba un poco de confianza en sí mismo. Observaba feliz a Alba, que contemplaba el entorno con los ojos de par en par.
—Es tan romántico, Ramón. Como hecho para nosotros —con esas palabras se dejó caer en la hierba—. ¿Y si es un lugar mágico que nos ha hechizado? —se rió.
Era un placer oír su risa burbujeante. Rashid estaba entusiasmado. Todavía tenía sujetas las bridas, se tomó su tiempo para atar los caballos y luego se tendió en el valle a una distancia prudencial de Alba. Arrancó una brizna de hierba y se la metió en la boca.
Los rayos de sol le hacían cosquillas y lo deslumbraban. Cerró los ojos. No quería olvidar ese momento, intentaba grabar cada olor, cada matorral y cada sensación en su memoria. Lo absorbía todo. Dejó correr libres los pensamientos.
Oh, tenía tantas ganas de estrecharla en sus brazos… ¡Qué no daría por hacerlo!
—¿Por qué no lo haces y ya está? —le susurró ella.
Rashid se quedó anonadado. Nunca habría pensado que le resultara tan fácil leerle los pensamientos. Abrió los ojos atónito y se volvió hacia ella.
—Acércate —le ordenó Alba en un tono suave.
Rashid no sabía qué iba a ocurrir. Deseaba a esa criatura encantadora. Se había imaginado con frecuencia cómo sería estar acostado a su lado. Se sonrojó, y ahora ella estaba tan cerca, tan cerca…
Redujo la distancia entre ellos. Se le hizo un nudo en la garganta al sentirla. Ella le acarició el cabello con dulzura y le miró. El joven se inclinó y la besó en la boca. Estaba emocionado, igual que Alba, que lo apretaba contra su cuerpo. Él acarició su piel suave. La deseaba más que nada en el mundo. Todas sus reflexiones y temores habían quedado atrás. Exploró su cuerpo. Le desató con suavidad el gabán, abrió los cordones y le acarició el cuello, descendió entre los pechos hasta que ella le cogió la mano y la colocó sobre el seno derecho. Rashid temía que los callos de sus dedos dañaran esa piel tan fina, pero Alba suspiró de placer ante la caricia. Cerró los ojos y se arqueó hacia él. Rashid la acercó y le puso un brazo bajo el vientre. Los párpados de Alba revoloteaban y se miraron un instante. Luego él se inclinó sobre ella, la besó y avanzó con la lengua. Ella gimió.
La abrazó con mayor firmeza, la apretó contra la hierba y la penetró. Se exploraron mutuamente, se abrazaron y se movieron con la flexibilidad de los juncos al viento. Ella gritó y Rashid creyó morir. Se sentía como fragmentado. Disfrutaron del momento, acostados muy juntos, atrapados en sus sensaciones. Él no quería soltarla, pero pasado un rato se le entumeció el brazo y se desprendió de ella. La contempló con prudencia. Alba se arrimó de nuevo a él.
—¿Por qué estás tan triste, Ramón?
A Rashid se le encogió el corazón al pensar que lo abandonaría de nuevo.
—Vuelves a Siurana.
Alba se incorporó. Tenía el semblante serio.
—Sí, tengo que regresar.
En su imaginación lo peor siempre había sido no verla, no estar cerca de ella. Pero no tenía ni idea de lo duro que sería soportar que volviera con su esposo, ¡y encima con un Casamont! Si se enteraba de que había estado con Alba sería hombre muerto.
—No nos verá, no te preocupes —lo apaciguó ella.
De nuevo Rashid no sabía si le leía el pensamiento o había hablado en voz alta. Le beso el cuello de despedida.
—Te amaré mientras pueda… Incluso un poco más.
* * *
Rashid volvió justo a tiempo para la cena. Entró presuroso en la habitación, saludó a Carlos, a Pepa y a los demás empleados que le ayudaban en los viñedos, que también se sentaban a la mesa con él. Su saludo obtuvo una respuesta respetuosa. Se lavó las manos y se dirigió a su sitio entre los demás, sacudiendo aún briznas de hierba de sus hombros.
—Dios mío, ¿no puedes hacerlo fuera? —le riñó Pepa.
Rashid le sonrió y luego se sentó. Hoy estaba demasiado contento para que Pepa le pusiera de mal humor. Hacía días que estaba irritable. Cuanto mejor le iba a él, más amargada parecía.
Miró pensativo al grupo. Veía sus caras a diario, y aun así le resultaban curiosamente extraños. ¿Tanto había cambiado su vida desde la tarde? Era impensable lo que ocurriría si Guillem o su padre se enteraban de lo que había sucedido entre Alba y él. No sólo Rashid se vería en apuros, probablemente Casamont aprovecharía la oportunidad para vengarse de todos los de Scala Dei, fiel a su estilo.
El tono de reproche de Pepa lo devolvió a la realidad.
—¡Hay que respetar la comida y no desmenuzarla!
Rashid sonrió.
—¿Me quieres echar una reprimenda? —levantó la cabeza divertido y vio que ella tenía un brillo furioso en los ojos. Quiso entonces ser conciliador y preguntó en broma—: ¿Algo te ha sentado mal al estómago?
Con una mirada llena de rabia, Pepa se levantó y se dirigió orgullosa hacia la puerta.
—Pepa, ¿qué te pasa ahora? ¡Vuelve!
Sin dudarlo, ella salió del cuarto. El joven miró asombrado su desplante, y luego a sus compañeros de mesa, que bajaron la cabeza desconcertados. Se hizo un silencio incómodo. Pepa se comportaba como una mujer celosa.
El día había tenido un inicio perfecto y ahora, al final, le quedaba un sabor amargo.
* * *
Rashid también percibió durante los días siguientes la rabia contenida de Pepa. En realidad no quería ocuparse de ello. Ya había aguantado suficientemente sus cambios de humor. Ahora no tenía ganas y además tenía mucho que hacer. Su trabajo lo absorbía por completo, ya que Carlos falló algunos días a causa de un accidente. Era el momento de instruir al joven en la dirección del negocio, habría sido una ocupación adecuada para él. Rashid tuvo que asumir todas sus tareas. Y además estaba Alba, que había entrado en su vida a bombo y platillo. Se encontraban casi a diario en lugares aislados del Montsant, siempre alerta y con el miedo a que descubrieran que eran amantes. Incluso cuando Guillem no estaba en Siurana debían ser prudentes, ya que los Casamont tenían muchos espías que por una recompensa soltarían cualquier secreto. Quedaban cerca del río en el claro donde estuvieron juntos por primera vez, o también en las inmediaciones de la cartuja. A veces encontraban una casa abandonada que les ofrecía cobijo para sus horas ociosas. Pero Rashid evitaba que se vieran cerca de Siurana. Sabía que algún día tendría que contarle la verdad a Alba. Y ese momento ya no estaba lejos, lo presentía. Buscaban pretextos para pasar tiempo juntos, y a veces sólo se podían encontrar durante unos minutos sin aliento, promesas de eternidad dichas con prisa, unidas a la excitante pasión de su amor. El miedo a ser descubiertos alimentaba su deseo, y aun así por suerte podían decir que todavía no les había descubierto nadie.
Un día estuvo esperando en vano en el punto de encuentro acordado. Aburrido, miraba el cielo gris, cubierto por un velo de nubes. Hacía fresco. Su caballo pastaba desganado en el claro, mientras Rashid se ponía cada vez más nervioso. Ella acudiría, se lo había prometido con una seductora sonrisa atrevida. Pero aquel día se había tomado su tiempo. Él esperó y esperó. Se colocó bajo la copa de un árbol. Las ramas que colgaban bajas le protegían un poco de las miradas, pero no podía permanecer más tiempo ahí. Inquieto, dio un salto y se puso a caminar de aquí para allá. Oscilaba entre la inquietud y el enfado. Justo cuando se disponía a volver a Scala Dei oyó que se acercaba un caballo. El alivio por su llegada dio paso al enojo por haber esperado durante horas. Se dio la vuelta con rencor. Por su aspecto ya se dio cuenta de que algo había sucedido. Alba apartaba furiosa las ramas que le golpeaban en la cara mientras se acercaba a galope ligero.
El mal humor de Rashid se desvaneció. Cuando llegó hasta él, saltó de su montura de manera bastante poco femenina, se plantó sin aliento frente a él y le miró con los ojos desorbitados de preocupación.
—¿Qué ha pasado?
—Guillem… —le rodeó con un brazo. Una ligera esperanza se abrió en el corazón de Rashid, pero enseguida se desvaneció cuando Alba continuó con la voz tomada—: Ha vuelto con su panda de asesinos. Colérico y furioso con todos los de Scala Dei —estalló en sollozos intensos como una niña pequeña. El le acarició la espalda con suavidad y la besó en la coronilla—. Ramón, ¿qué será ahora de nosotros? —le miró desdichada—. ¡Que Dios nos asista!
Rashid se dio la vuelta con brusquedad.
—¡Dios no hará nada por ti y por mí! —al ver la mirada de desconcierto de Alba le supo mal haber reaccionado tan bruscamente.
Se le agolpaban las lágrimas bajo los párpados al pensar que Guillem y su padre estaban instalados de nuevo en Siurana. Siempre había sabido que el tiempo con Alba tenía un fin, pero sentía una dolorosa punzada al ver que ese momento hubiera llegado tan rápido. ¿Cómo iba a vivir sin ella? Le tenía atrapado el corazón con todos los garfios divinos del amor. Ya no quería entregarla. Su vida no tendría sentido, cada día sin ella era un desperdicio.
La pena y el miedo por la joven amenazaban con desmoronarlo.
—¿Cuándo nos podremos ver, Alba?
Ella esbozó una triste sonrisa.
—Por desgracia, no puedo compraros una cuba de vino como coartada. .. Pero te enviaré a un mensajero, te lo prometo.
—El próximo domingo tenemos mercado… ¿Tal vez puedas venir a Scala Dei con algún pretexto? —propuso, con el corazón tembloroso.
—Sí, quizá el día de mercado…
* * *
Albert de Casamont dirigía la pequeña tropa que cabalgaba hacia Scala Dei. Había casas nuevas por todas partes. Bordeaban el camino hacia el monasterio como manchas marrones. La zona estaba cultivada, habían levantado casas de piedra y los muros del monasterio parecían fuertes y resistentes. El prior Pere incluso había instalado un embarcadero junto al Siurana. Scala Dei se había convertido en un lugar próspero. La ira de Casamont hacia el prior se agudizó. Durante los últimos meses el nombre del monasterio lo había fastidiado con tanta frecuencia que su enojo había crecido sin mesura. Ahora veía que sus arrendatarios decían la verdad. Los muchachos jóvenes acudían allí para agilizar la construcción del lugar y así dar un nuevo rumbo a su vida. Bien mirado, el prior Pere y ese Ramón eran culpables del declive económico de Siurana. Los pedidos de los palacios se habían resentido en sus dominios, y Casamont estaba seguro de que esos adulteradores de vino no habían sufrido ningún descenso.
La arruga de enojo en su frente se hizo más profunda al ver una muchedumbre ondulante que se movía en Scala Dei.
Entre ellos también descubrió algunos habitantes de Siurana, que se apartaron enseguida a un lado al ver que se acercaba su señor. Le siguieron asombrados con la mirada, mientras él cabalgaba junto a su siniestro peón. Hoy también iba acompañado de algunas damas de su palacio, entre otras de su preciosa nuera, cuyo semblante triste conmovía los corazones de los vasallos de Siurana.
La noticia de los procedimientos brutales de Casamont en la recaudación de sus rentas había corrido como la pólvora. Pasadas unas semanas, ya no encontraba mujeres y niños en sus inspecciones y los hombres estaban preparados para su visita. A medida que el grupo se acercaba al monasterio, Casamont aceleraba la marcha. Sólo sus vasallos le siguieron, los otros visitantes a caballo cambiaron el paso porque veían que se avecinaba una pelea. Siempre le divertía entrar en una ciudad al galope y atemorizar a la gente. Los cascos de las hordas de caballeros retumbaban sobre la tierra rojiza y ahuyentaba a personas y animales. Los transeúntes se ponían a salvo en los fosos. Algunos alaridos daban testimonio de que no todos habían podido resguardarse de las pezuñas de los caballos.
Carlos había visto acercarse a los caballeros vestidos de negro y presintió desgracias ese domingo. Iba de camino a recoger otro barril de vino. El buen tiempo había atraído a más visitantes de los que esperaban el prior Pere y Ramón, y ahora debían encender los fogones y traer más caldo para servir a todas las almas sedientas. Se colocó con su carro justo enfrente de los caballeros de Siurana, así que éstos tuvieron que retroceder.
Casamont tenía ahora tranquilidad para observar el pueblo con atención, y vio junto a algunas tabernas y cantinas también los talleres de los toneleros y herreros. La prosperidad que se presentaba ante él con tal desfachatez lo enervó hasta hacerle hervir la sangre.
Todo a costa de Siurana, el prior Pere tenía que pagar por ello.
La modesta apariencia de las instalaciones del monasterio no logró refrenar su ira. El extravagante prior se sentía comprometido con los principios de su orden, a diferencia de muchos otros hermanos de fe. No obstante, eso no le impedía darse cuenta de que Pere le había aventajado con creces. Y Ramón, el viticultor, era igual que su maestro, una posibilidad que Casamont no había tenido en cuenta. Acababa de servir ese vino para el bautizo de Dulce, la hija de Berenguer. Casamont ya contaba con que le confiarían a él esa honrosa tarea, pero también entonces se interpuso Scala Dei.
Y todo a pesar de los sucesos acaecidos en la ceremonia de bautizo del primogénito del conde de Barcelona. Casamont ya no entendía este mundo. Todo había sido en balde. El, Albert de Casamont, el infanzón más poderoso de la corte de Berenguer, había sido burlado por un insignificante prior y un joven grosero. «No me extraña que no obtenga ganancias», pensó amargado al ver el gentío en el conjunto monástico. La gente corría por todas partes como abejas, pasaban por los diferentes puestos, conversaban. Allí donde mirara los dueños cambiaban monedas, ya que el mercado casi abarcaba todo el territorio de la cartuja. Furioso, Casamont calculaba los beneficios del monasterio. Sólo las comisiones por los puestos y los derechos de aduana llenaban las arcas notablemente.
No se lo esperaba. Ese maldito prior hacía un negocio que no le correspondía. De nuevo pensó en cómo fue engañado. Miró furibundo a su alrededor. Su hijo estaba boquiabierto y probablemente no entendía nada de lo que ocurría, mientras que su nuera parecía revivir. Le brillaban las mejillas y los ojos vagaban de aquí para allá ilusionados. Comprobó enojado que avanzaba sólo al ritmo de la gente porque las callejuelas estaban colapsadas por infinidad de personas. Encaminó su caballo hacia el muro oriental del monasterio y ordenó a sus seguidores que desmontaran.
Guillem se volvió hacia él, exaltado.
—¡Es increíble cómo ha crecido este lugar!
Su padre le tomó la palabra con aspereza.
—Tú, inútil, todo esto perjudica a Siurana, ¿lo entiendes?
—¿A Siurana o a vos? —preguntó Alba, que recibió una mirada agradecida de su esposo, rojo de la vergüenza por aquella reprimenda en público.
Antes de que Albert pudiera amonestar a su nuera, la aparición del prior Pere puso fin a su disputa.
Tenía los brazos en jarras y les miraba con un gesto amenazador. Albert y Guillem se echaron a reír. El prior estaba ridículo en esa postura. «Y además, qué ocurrencia lo de cruzarse en mi camino», pensó Albert.
Ni siquiera les saludó con el debido respeto. Tuvo que contenerse para no armarla enseguida, ya que estaba seguro de que Pere de momento no tenía el consentimiento de Berenguer para alojar el mercado.
—¡Prior Pere! Saludos. ¡Me alegro de encontraros!
El cartujo contestó malhumorado.
—¡Yo también, señor, yo también!
¿Y ahora qué debía hacer? ¿En qué tono le hablaba ese monje?
Albert de Casamont se puso tenso.
—Celebráis un mercado. ¿Tenéis autorización? —preguntó desafiante.
El prior le cortó.
—¿Qué os importa eso a vos?
Ahora le tocaba a Casamont mirar perplejo. ¿Le tomaba por tonto o le estaba provocando?
—Siurana recibió el derecho a mercado, no Scala Dei. ¡Dudo que a Berenguer le entusiasme la idea!
—¿Queréis hablar de derecho en la corte catalana? —la voz de Pere adquirió un tono amenazador—. Vos, que durante las últimas semanas habéis torturado a gente…
—Eso no importa ahora. No tiene nada que ver.
—Vos y vuestros mozos de tortura habéis cortado manos durante las últimas semanas, violado mujeres y provocado incendios. ¿Cómo osáis venir aquí, a un lugar sagrado? —la voz de Pere eran tan imponente que todas las conversaciones y la música enmudecieron. En el monasterio se hizo un silencio sepulcral. Todos escuchaban el duelo verbal del prior con Casamont—: ¡Arderéis en el infierno por vuestras atrocidades!
Rashid seguía la disputa con absoluta pasividad. Su rostro no desvelaba una sola emoción, oía la discusión a lo lejos. Vio a Pere que se había colocado frente a Albert con una furia increíble. Nada podía impresionarle en su estado de ánimo actual o impedirle hablar. Desde que corrieron las primeras noticias de las crueldades de Casamont el prior estaba inquieto.
El señor de Siurana se encogió de hombros indiferente. Un gesto que todavía encendió más la ira justificada de Pere.
—¡También un castellano debe asumir su responsabilidad ante un jurado si ha dado muerte!
El aludido sonrió con ironía.
—Yo no he matado a nadie.
Rashid agudizó el oído. De hecho, se hablaba de crueles mutilaciones, pero no había muerto ninguno de sus deudores. Y los castigos físicos draconianos no eran inusuales contra los pequeños propietarios y siervos adscritos. Rashid dudaba que Casamont recibiera grandes castigos.
Entre tanto, se había congregado una multitud de cartujos, mercaderes y visitantes del mercado que escuchaban el enfrentamiento.
—La tortura y la violación pueden ser una plaga de la guerra, pero vivimos en tiempos de paz, Casamont. Vais en camino de convertiros en un carnicero. ¡Abandonad este lugar y no lo ensuciéis más con vuestra presencia!
Guillem palideció. Las palabras del prior le infundieron miedo. Miraba desesperado a su padre y al religioso. Le zumbaban los oídos, apenas entendía una palabra de lo que decía su padre.
—Vos tenéis la culpa —acusó Albert de Casamont al prior.
Se oyó un murmullo entre la gente.
—Si vos no hicierais competencia, tendría mis medios de subsistencia. ..
El prior avanzó un paso hacia Casamont, la gente retrocedió, acordonaron a los contendientes, para gran disgusto de Guillem, que se sentía muy miserable. Su mirada de desesperación vagó a su alrededor hasta que se posó en el rostro de Alba, que parecía tranquila sentada en su caballo, escuchando la disputa con atención. Ni una sonrisa apaciguadora, ni un gesto de amabilidad hacia él, su mirada sólo transmitía desprecio.
—Señor, abandone este lugar sagrado en el acto. ¡Seguro que el rey tomará una decisión justa si se le expone la situación!
Casamont hervía de rabia, pero vio que no podía medirse con ese monje. Ordenó a su gente que montara en los caballos, lanzó un último gesto malicioso hacia atrás y se fue. Le habría gustado correr al galope entre la gente, pero estaban muy apretados y dudaba que le dejasen el camino libre. Era una nueva sensación para Albert. Nadie retrocedió ante él… Nadie.
* * *
Cuando el trote de los caballos sólo se oía a lo lejos, estalló el júbilo. Todos aplaudían y celebraban con gritos el triunfo de Pere sobre su opresor.
El prior levantó la mano. Se volvió a imponer el silencio por un momento.
—Ahora disfrutemos del día —se volvió hacia Rashid y lo agarró del brazo—. Ramón, en el futuro tendremos que actuar con más prudencia. Mañana hablaremos sobre cómo proteger Scala Dei y su gente de ese monstruo. El derecho a mercado se lo tendríamos que solicitar a nuestro rey. Aunque le expliquemos que sólo era alguna gente espabilada que vendió comida y bebidas a los ayudantes y que con el tiempo se convirtió en un verdadero mercado se enfadará mucho. Deberíamos tenerlo en consideración.
Rashid tuvo que dar la razón al prior. Casamont siempre había sido su adversario, pero ahora, tras aquella humillación pública, impulsaría la destrucción de Scala Dei. La ofensa personal y su prosperidad en declive podían ser una mezcla explosiva. Tendrían que estar alerta.
—Sí, padre, pero sabremos suavizar el enfado de Berenguer con un vino excepcional.
El prior se echó a reír.
—¡Ramón, ahora hablas como tu maestro Bobo!
* * *
El cielo se despejó un poco mientras el obispo de Tarragona celebraba la misa en la iglesia del monasterio de Scala Dei. Rashid miró a su alrededor. Habían venido todos: Ramón de Berenguer y su familia. Incluso la pequeña Dulce, la hija del conde, participaba del culto divino, igual que su hermano, cuyo bautizo había conllevado tanta tragedia.
Pepa había estado muy triste por la mañana. Por primera vez desde su llegada a Scala Dei, abrió de nuevo su corazón a Rashid. Lloraba por Bobo. Cuando él quiso abrazarla a modo de consuelo, se puso tensa y salió corriendo.
Fue un breve instante de recuerdo, luego el joven viticultor se vio absorbido por el trabajo que debía hacer. Hoy obsequiaría a Berenguer con un tinto que había elaborado según las ideas e instrucciones de su maestro. Desde que los Casamont estaban de nuevo en Siurana, no había vuelto a tener ocasión de encontrarse con Alba. Le costaba un gran esfuerzo soportar el dolor de la pérdida, así que se dedicaba con afán a sus vinos.
Hoy la había visto de nuevo. Se quedó petrificado cuando ella entró con su esposo Guillem y la corte en la iglesia.
Ni siquiera Albert de Casamont había osado ausentarse de la bendición del monasterio de Scala Dei. De todos modos, Rashid y Pere temían que aprovechara justo esa ocasión para hablarle a su señor del mercado no autorizado.
El pueblo llano estaba de pie en las naves laterales y en el claustro, en cuyos bordes se habían alineado los desesperados, mendigos y holgazanes para hacer un buen negocio aquel día. Los monjes se colocaron tras el obispo en el coro. Los de mayor rango tomaron asiento en la nave central. Ahí divisó Rashid también a Alba. No pudo apartar la vista de ella en toda la ceremonia. Su belleza quitaba el aliento. Ni siquiera cuando multitud de bocas comenzaron a musitar el Padrenuestro había podido desviar de ella su mirada. Bajó la cabeza apenado. No quería llamar la atención sobre ellos. Sólo Pepa lo miraba furiosa y arrugaba la nariz. Luego dio media vuelta y se sumergió en el gentío.
Tras la misa todos los invitados se dirigieron a la comida en el jardín del monasterio. Rashid había hecho levantar una sala allí, según el modelo del salón de fiestas moro, pero sin las típicas decoraciones y adornos. El prior estaba entusiasmado con la idea, ya que así podían agasajar a los nobles como correspondía a su posición. Pere tuvo mucho cuidado en lograr el bienestar de Berenguer, y para ello necesitaba también un adecuado alojamiento para la familia real. Rashid estaba loco de alegría porque también los Casamont pernoctaban en Scala Dei, algo que aparte de él no agradaba a nadie.
Alba y él se habían citado mediante pequeñas señas durante el banquete. Ahora estaba sentado en el salón, emocionado como un niño, y esperaba a que Berenguer se retirara, porque entonces les estaría permitido a todos los demás abandonar la sala.
Pero antes debía ofrecer otro vino. El escanciador ya había servido, y Rashid comprobó cómo el conde degustaba el tinto con gran cuidado. Aspiró con prudencia el aroma del vino, frunció la boca y sorbió ruidosamente. Por un instante cerró los ojos, luego levantó la copa y sonrió al viticultor.
—En efecto, un caldo noble, Ramón. Os habéis superado una vez más.
Rashid hizo una reverencia un poco más marcada que de costumbre. Eso no podía hacer ningún daño. Observó las miradas de odio de los dos Casamont clavadas en él mientras Berenguer elogiaba su vino.
—¡Gracias, señor!
—¿Cómo explicáis este extraordinario sabor? —la pregunta del gobernador catalán denotaba un sincero interés.
—Muy fácil: cuando las cigarras cantan con furia, casi ensordecedoras, llegan aires cálidos y calores pesados a los viñedos, entonces sabemos que tendremos un vino ahumado en las barricas.
—¿Entonces el descubrimiento de un nuevo vino es una cuestión de sentido común, que depende del tiempo, o cómo lo hace para elaborar un vino así? —insistió Berenguer.
Rashid no sabía muy bien cómo explicar el proceso sin parecer presuntuoso, pero dio una respuesta rápida:
—Lo sueño —se detuvo un momento al ver los rostros de asombro y escepticismo—. Sí, y lo digo totalmente en serio. El vino es tan complejo en su esencia que la pura lógica no le haría justicia. Éste lleva el sol de Occitania en su interior. Una uva que por cierto ya conocía Catón, pero hasta ahora era muy inusual mezclar distintas uvas. De todos modos, estas cepas todavía son jóvenes y por eso la cosecha es muy escasa. Pero creo que por eso el vino tiene un sabor tan completo.
Rashid se detuvo para comprobar el efecto de sus palabras. El conde le escuchaba atento, igual que su esposa y Alba, que estaba sentada en la mesa ligeramente sonrojada. Albert de Casamont daba golpecitos sin querer en la mesa. Su cara lo decía todo. Parecía esperar el final del monólogo de Rashid.
Rashid miró otra vez a Berenguer.
—Simplemente me gusta probar siempre nuevas combinaciones que sean más armónicas en el sabor que las anteriores.
—Bah —exclamó Casamont—, ¡habláis del jugo de uva como si fuera una persona!
—Bueno, sin duda algunos vinos tiene más alma que mucha gente —replicó Rashid.
Para disgusto de Casamont, Berenguer se calló impresionado tras las palabras del viticultor.
Por dentro maldecía a ese joven que hablaba de sus vinos con tal elocuencia y encima ofrecía buenos caldos que le arruinaban el negocio. Reconocía a su maestro en sus palabras, a quien Albert eliminó sin que le sirviera de nada hasta el momento. Todos habían escuchado con atención a Rashid, a excepción de la joven sirvienta que esperaba en casa del viticultor y miraba enfurruñada. Observó a Pepa con un interés renovado. Se preguntó si no sería más inteligente, en vez de recaudar dinero, concentrarse en el enemigo. Siempre había sido su gran punto fuerte enfrentarse a los diferentes adversarios. Y eso no era otra cosa que una batalla. Ya había subestimado demasiado tiempo al prior y a ese Ramón. En primer lugar empezaría a recabar información, y en eso seguro que la sirvienta era una buena fuente. Muy a pesar de su difunta esposa, siempre había sabido tratar a las mujeres. En cuanto descubrían su auténtico ser lo abandonaban horrorizadas.
* * *
El mes del nacimiento de Cristo, Pere tomó una decisión. Tras las constantes querellas con Casamont, que interceptaba a los visitantes de Scala Dei y aterrorizaba de tal forma que el río de gente antes abundante no paraba de disminuir, había llegado el momento de hablar con Berenguer.
Era una tarea espinosa porque quería solicitar el derecho de mercado para Scala Dei. No sabía lo que ya había dicho Casamont, aunque debía dar por supuesto que el señor de Siurana se habría quejado.
Casi se le rompe el corazón al oír las atrocidades del infanzón. Quería regalar a sus semejantes temerosos de Dios y justos un día de mercado fijo que además, admitió avergonzado por su interés personal, le reportase grandes beneficios que necesitaba para más proyectos. El prior Pere tenía planes ambiciosos para Scala Dei en los que no sólo la viticultura jugaba un papel importante. Pero hoy también quería que las víctimas inocentes de Casamont por fin recibieran justicia. No era un ingenuo. Sabía que Albert de Casamont era un hombre importante para el conde, por lo menos más importante que un monje con vida de asceta.
¿Acaso tenía él la culpa de la infelicidad que se había expandido por el Montsant? ¿Se había excedido? ¿Había sido demasiado vanidoso? ¿O había desafiado de forma demasiado evidente el orden establecido al humillar a Casamont en público? Pronto conocería las consecuencias de su conducta.
Agradecía a Rashid que lo quisiera acompañar.
Tenía que ir a ver a Berenguer antes de que Casamont lo estropeara todo. No le resultaba agradable.
Pere quería viajar a Barcelona para reclamar justicia. Rezó y luego abandonó el monasterio. Cuando salió por el portal de la iglesia, el sol ya había despertado y sumergía el cielo en un cálido naranja que se extendía sobre Scala Dei como una mano protectora. Era el momento de partir. Rashid y Pere habían realizado todos los preparativos. Frente al establo, situado junto al muro exterior del monasterio, el joven ya le aguardaba; las monturas estaban ensilladas; los aldeanos y legos se habían presentado para despedirse de ellos; y Pepa les observaba junto a los caballos de Rashid. Antes ya le había llamado la atención a Pere la confianza de la chica. No consideraba apropiado que viviera bajo el mismo techo que Ramón y Carlos. Pero el joven viticultor le había convencido de que era más su alumna que su consuelo durante las horas que compartían. Desde hacía algún tiempo las bromas sinceras de la sirvienta habían dado paso a amargos reproches. Pere se preguntaba una y otra vez qué la afligía. Hoy tenía el semblante impasible y recibió con estoicismo la bendición del prior.
Los aldeanos agradecieron la bendición y le desearon a él y a su acompañante un buen y exitoso viaje. Un mozo de cuadras trajo otro caballo de carga que llevaba sobre todo provisiones para el viaje y el modesto equipaje de Pere.
También Rashid se despidió con cariño de los aldeanos y sus ayudantes, abrazó vacilante y tenso a Pepa y le dio a Carlos un cachete de camaradería.
Montaron en los caballos y Rashid se dio cuenta, enojado, de que tendría que estar sentado durante muchos días sobre una dura silla de montar. Al mirar atrás, vio que los aldeanos y monjes se despedían con señas. Sólo Pepa se mantenía al margen, rígida, sin alzar su brazo.
* * *
Llegaron a Barcelona un soleado día de invierno. Ya desde lejos habían vislumbrado los riscos de Montserrat y la silueta de Barcelona, aprisionada entre el mar y las montañas. Cuando llegaron a la ciudad, el ajetreo y la actividad de los barceloneses los superó. Tras unos días apacibles de camino la ciudad latente resultaba intimidatoria por el ruido y el tufo y al mismo tiempo fascinante.
Durante los últimos años Barcelona había sufrido un crecimiento desenfrenado. Casi se perdían en esa ciudad irritante. Ya hacía días que el mar les acompañaba en su camino. A veces era terriblemente turbulento, oscuro y aterrador, pero hoy brillaba la blanca espuma que competía con el azul deslumbrante de las olas y del cielo. Pere lo interpretó como una señal de que les esperaban negociaciones fructíferas.
* * *
Rashid había necesitado sus artes de persuasión, pero al final Pere accedió a pasar la noche en casa de Sir Haley. Sobre todo porque no había ningún monasterio en los alrededores. El chico estaba contento de volver a ver a su viejo amigo, con quien Bobo y él habían pasado ratos emocionantes. Hoy también le estaba agradecido por no haberle abandonado cuando le encerraron. Tras la entrevista con Berenguer, Rashid quería hablar con Haley para incrementar sus negocios. Dejaron sus caballos al doncel del inglés.
Después de asearse, los dos se dirigieron al palacio real mayor.
Al acercarse, Rashid se percató de que los centinelas los observaban con desconfianza. Pero les dieron paso, y después de esperar en la misma sala que unos años atrás pudieron entrar sin objeción alguna.
Rashid y Pere hicieron una profunda reverencia y luego se volvieron a erguir. El conde de Barcelona les saludó con voz imponente.
—Saludos, honorable padre. ¿Traéis vuestro diezmo en forma de un vino exquisito?
Los cortesanos se rieron y también Pere esbozó una sonrisa. A pesar del cariñoso saludo, a Rashid le impresionó el aspecto de Berenguer. En la bendición del monasterio irradiaba vitalidad, hoy transmitía una extraña tristeza.
—No, vengo porque la obra de Dios, la reconstrucción del Montsant, necesita la ayuda urgente de mi señor.
Berenguer ya no se reía con la misma cordialidad de antes.
—Por lo que he oído, sabéis arreglaros por vuestra propia cuenta. ¿Entonces para qué necesitáis mi ayuda? —a Rashid le dio rabia. Casamont ya había actuado, la voz de Berenguer estaba cargada de acritud—: Mi señor feudal de Siurana ya me ha presentado sus quejas contra vuestro día de mercado.
Berenguer escrutó con la mirada a su solicitante. Pere se esforzó por explicar el origen del día de mercado en un tono objetivo.
—Eso da igual. Habéis creado vuestro propio derecho. Yo concedí los derechos de mercado a Siurana, no a Scala Dei. Este proceder pone en peligro la pervivencia de Siurana.
A Rashid no le sorprendió la reacción de Berenguer, sino la respuesta de Pere.
—Le pido disculpas, mi señor. He estado pensándolo —dijo Pere—. A pesar de la escasa distancia que nos separa de Siurana, los dos días de mercado podrían coexistir. Para los pueblos y asentamientos de nuestras inmediaciones el trayecto hasta Siurana resulta pesado porque esta localidad se encuentra en lo alto de un risco y no ofrece ninguna vía para el ganado y los carros. Otro motivo por el cual no han ido tantos visitantes a Siurana —el prior puso especial énfasis en remarcar ese «otro»—. Podríamos dividir el derecho de mercado por productos. Todas las mercancías que se deban transportar en barriles o en carros se venderán en Scala Dei. En cambio, las pequeñas cantidades de piezas y volúmenes, en Siurana.
Todos miraron a Pere atónitos, y Berenguer expresó lo que muchos pensaban.
—¡Nunca se ha hecho algo así!
Pere sonrió.
—Bueno, entonces es el momento —y añadió—: ¡Os lo ruego, dadnos derecho a mercado!
—¿Pagaréis las actas?
¿Eso era lo que preocupaba a Berenguer? Era habitual pagar por ello, pero una comunidad religiosa también podía quedar exenta de la tasa.
—Sí, mi rey, pagaré si no nos queréis conceder el derecho a mercado de forma gratuita por la alta gloria de Dios.
—¡Muy bien dicho! —Berenguer parecía divertirse—. Venid mañana y os comunicaré mi decisión.
* * *
Abandonaron el salón. Atravesaban la sala de espera cuando un mensajero paró a Rashid y le entregó un mensaje.
Le dio un vuelco el corazón, no le cabía duda de que esa noticia sólo podía venir de Alba.
Más tarde, por la noche, salió con sigilo de la casa del inglés. La encontró en el lugar acordado. Se abrazaron con una gran nostalgia. Hacía tanto tiempo que no estaban juntos… El la amó aquella noche con una facilidad inusitada. Por primera vez sintió que el amor no consistía en la intensidad del deseo físico o en las relaciones íntimas, sino en la entrega. Respiraban al unísono.
Fue como si se desprendieran del mundo terrenal. Sólo importaba que estaban juntos, acurrucados. La amó con intimidad, como si fuera inminente su inevitable separación.
Cuando salió al amanecer de la casa donde había estado con Alba no advirtió la sombra que le seguía. Atravesó silbando la Barcelona dormida hasta su alojamiento.
El buen humor se mantuvo mientras tomaba el desayuno con Haley y Pere. Este se mostraba preocupado porque estaba seguro de que Berenguer quería ver dinero por los documentos. Rashid retomó el tema de forma indirecta.
—Buen amigo —se volvió hacia el inglés—, ¿cómo van las relaciones comerciales con Inglaterra que habíais impulsado junto con mi mentor?
Sir Haley carraspeó y se levantó enseguida para buscar algunos papeles.
—Las relaciones hay que cultivarlas. Y algunas cubas de vino han hecho el resto.
Pere miraba con curiosidad a uno y a otro. En realidad no entendía de qué hablaban. Rashid se lo explicó.
—Hace unos años que empezamos a vender vino a Inglaterra. En todos los palacios de este mundo quieren saborear el caldo, y como las posibilidades de cultivo en la isla son muy limitadas y los resultados no son bebibles, iniciamos el comercio. En contrapartida recibíamos el mejor bacalao, un pescado que se conserva durante mucho tiempo y amplía las posibilidades gastronómicas de la nobleza ibérica.
Haley se volvió hacia el prior.
—¡Hemos tardado mucho en entablar relaciones comerciales! ¡Pero hoy tenemos una buena red y ya hemos obtenido unos cuantiosos beneficios que tal vez os ayuden a pagar las actas!
* * *
Al día siguiente Rashid y Pere se encontraban de nuevo en el palacio real. Era un día importante en sus vidas. Había mucho en juego. Berenguer estaba sentado en su trono y parecía, en comparación con el día anterior, casi disgustado cuando les llamó a ambos.
No se anduvo con rodeos.
—Me habéis pedido que os conceda la autorización para vuestro mercado.
—Sí, señor —Rashid añadió de inmediato—: El beneficio obtenido de éste repercutirá en exclusiva en la conclusión del monasterio y la viticultura.
—¿Qué día de la semana queréis celebrar vuestro mercado? —preguntó Berenguer.
—El domingo.
El conde de Barcelona miró estupefacto al prior.
—¿El domingo? ¡Y eso lo propone un monje! Entonces nadie irá a misa.
—Al contrario. El mercado se montará justo después del culto divino. Así se une todo. La gente acude para asistir al culto, luego podrían hacer compras o vender sus productos en el mercado.
—Vos ya habéis reflexionado bien sobre todo eso, ¿no es cierto, modesto prior de Scala Dei?
Pere encajó la pequeña indirecta con humildad y se limitó a asentir brevemente con la cabeza para responder la pregunta de Berenguer.
—Bien, confirmo que Scala Dei recibe los mismos derechos a mercado que Siurana. Para ello me pagaréis cincuenta libras, igual que el señor de Siurana. Eso es todo.
Parecía que a Pere le había atravesado un rayo. ¿Cincuenta libras? ¿Cuánto era eso en maravedís? Jamás lograría reunir semejante suma. Ni la actividad económica del monasterio ni la viticultura le proporcionarían tanto dinero en un futuro próximo.
Cuando Pere y Rashid volvieron a casa de Haley, era tan evidente su desilusión que su anfitrión deseó al principio que les hubieran denegado los derechos a mercado sin más.
Pere interpretó la serenidad del inglés como vanidad. Pero Haley le informó de algo mejor.
—Con nuestro negocio ya tenéis veinticinco libras. Quedan otras veinticinco todavía por abonar. Ahora que tenéis los derechos a mercado, podríais ofrecer vuestra propia feria de vinos.
—¿De verdad podríamos hacerlo? —preguntó Rashid, asombrado.
Sir Haley le dio un golpecito en la cabeza.
—¡Si tenéis los mismos derechos que Siurana, sí! Imaginadlo: una feria como en Champagne. Irían muchos comerciantes, vuestro vino goza ya de buena fama.
Volvió el alivio. Aunque Pere no podía alegrarse del todo.
—Sí, pero el dinero nos urge ahora. Se necesita tiempo para crear una feria de vinos. En invierno se podría preparar bien, pero tendría que celebrarse en verano. Yo debo pagar antes. De lo contrario no recibiremos ningún acta y por lo tanto tampoco tendrá lugar ninguna feria.
El inglés observó al prior y luego miró a Rashid.
—Yo os compraré el vino por anticipado. Tengo el derecho a lo mejor de vuestra cosecha hasta que hayáis saldado vuestras deudas conmigo.
Pere se habría arrodillado ante el comerciante.
—Os lo agradezco. Scala Dei os está muy agradecida. Os incluiremos en nuestras oraciones.
* * *
Enviaron un comunicado al palacio catalán para abonar las actas y emprendieron la vuelta al Priorat. Rashid tenía el corazón en un puño. Una vez más debía separarse de Alba. Cada vez le resultaba más difícil. La despedida siempre iba unida a la preocupación por ella. No sabía lo que Guillem le haría si descubría que le engañaba, y justamente con él, su rival en Scala Dei. Pero se controló, ya que de todas formas ahora tenía el futuro asegurado y no quería estropear el buen humor de Pere con sus pensamientos melancólicos.
A su regreso, recibieron una calurosa bienvenida. Por la tarde celebraron una comida en el edificio de Rashid. Pepa cumplió con sus obligaciones como siempre.
Cuando los invitados se despidieron y mientras la servidumbre estaba junto a la chimenea y se daban calor unos a otros, Rashid se acercó a la joven para agradecerle sus esfuerzos.
—Pepa, te lo agradezco de todo corazón. Como de costumbre, te has superado.
Ella lanzó los últimos restos de comida sin hacerle caso y ni le miró. Sus movimientos eran bruscos y le daba la espalda.
Consternado, Rashid le miraba la espalda, que no dejaba de temblar.
—¿Por qué lloras?
Ella no contestó.
Rashid se acercó a ella despacio. Se mordió el labio. ¿La había dejado a un lado? No, en realidad no. Ella ya no quería saber nada de él. Sin embargo, se sentía culpable.
—¿Qué te ocurre?
Pepa se dio la vuelta. La expresión de sus ojos lo hizo estremecer.
—¡Vamos, no te hagas el inocente!
—Perdona pero no soy adivino. ¿Me vas a decir de una vez qué ha pasado?
La miró y vio un amuleto que llevaba en el cuello. Le irritó porque no lo había visto nunca.
Ella le miró un instante sin decir nada. Luego cerró un momento los ojos, alzó la cabeza y enderezó la espalda.
—Ya estoy enterada. ¡De tu adulterio!
La miró a la cara y supo que decía la verdad.
Rashid dio un gran paso para aproximarse y la cogió de las manos. Estaban heladas.
—¡Déjame! —ella le soltó y se frotó los brazos—. Voy a dejar la casa. No puedo seguir viviendo contigo bajo el mismo techo.
Rashid reaccionó a sus palabras con un gesto impaciente. Se sentía culpable, aunque no tenía ningún compromiso con ella, y torpe. De repente todo le parecía tan ajeno, tan frío.
—¿Pero adónde quieres ir?
—A Siurana —contestó con voz gélida.
El se dio la vuelta y se marchó.
Rashid pasó los últimos días del año 1160 en un estado de melancolía. Se sentaba durante horas en su escritorio y comprobaba documentos, pensaba en nuevos vinos y planeaba los meses siguientes. Pero su corazón no estaba concentrado. Se sentía afligido por Pepa y su mala conciencia hacia ella luchaba con el miedo a que desvelara algo llevada por los celos. Era la única que conocía su verdadero origen. ¿Hasta dónde llegaría su orgullo herido? Ni siquiera Alba conocía su auténtico rostro, no quería arruinar sus escasos encuentros con confesiones. De todos modos, se decía, también era cobarde porque temía las consecuencias de una confesión que no dejaba de imaginarse despierto.
* * *
Rashid invirtió las gélidas semanas del nuevo año en planear la feria. Carlos le ayudaba.
—Por todos los cielos, Carlos, ¿cómo podríamos asegurar protección a los comerciantes? ¿Nos dirigimos a Berenguer con la petición de que ponga a nuestra disposición los soldados necesarios para garantizar la seguridad de los comerciantes a su llegada y salida?
Hacía unos años que Carlos, como quinto hijo de un campesino, estaba bajo la custodia del prior, tras huir de la servidumbre. Hasta entonces había trabajado en el campo y en los viñedos. De repente se vio atosigado por preguntas en las que no había pensado jamás. Pero sabía que la presencia de soldados para proteger a los comerciantes era importante, ya que el anuncio de Pere de celebrar una feria había causado sensación. Casamont estaba rabioso. A pesar de haber recibido el derecho de Berenguer, todos en Scala Dei sabían que el infanzón actuaría en cualquier momento.
—Significa que las ferias de Champagne y de Brie gozan de tanto éxito porque las ciudades aumentan la protección para que los visitantes estén más seguros —Rashid estudiaba meditativo unos papeles—. Lo mejor sería que la feria se celebrara justo antes o después de las de Francia. Todos los mercaderes, sobre todo ingleses y holandeses que de momento controlaban el comercio del vino, estarían entonces dispuestos a viajar.
Se alegró cuando el prior fue a verle. En la mayoría de los casos sus conversaciones daban buen resultado.
—Padre, ¿cómo podríamos lograr que vinieran el máximo de visitantes posible a la feria del vino?
—En general, las tasas de arrendamiento y de los puestos se determinan al alza. ¿Y si hacemos lo contrario? Bajamos los presupuestos de los puestos, establecemos tasas e impuestos más bajos que en el resto de ferias o las eliminamos del todo.
—No es mala idea —contestó Rashid—, es importante que vengan muchos comerciantes. Debemos crear un aliciente para viajar al Priorat. De todos modos así renunciaríamos a ciertos beneficios.
Contaron y calcularon y al final decidieron llevar a cabo la propuesta de Pere. Ahora sólo tenían que ocuparse de que los comerciantes estuvieran al corriente. Pensaron en más medidas para hacer atractiva su feria. Aun así, el cartujo rechazó la habitual abolición del derecho de devolución.
—No me gustaría que camparan a sus anchas por aquí malhechores y delincuentes sin temer un castigo.
* * *
Una corriente continua de gente y vehículos se dirigía hacia Scala Dei. El prior había logrado que Berenguer ampliara el derecho a escolta condal en Cataluña y estuviera disponible como protección de los comerciantes perjudicados por asalto o siniestro. Ese anuncio fue recibido con gran entusiasmo por parte de los mercaderes, así como la introducción de una moneda propia para la feria.
Rashid y Pere habían mantenido duras negociaciones y al final adoptaron la moneda de la feria de Champagne, el denar de Provenza, que había dado buenos resultados. Los comerciantes podían pagar en una moneda conocida para ellos, una astuta maniobra de Rashid a la que Casamont había reaccionado con resentimiento.
El viticultor, de común acuerdo con el prior, estableció la feria en los meses de septiembre y octubre. Así los comerciantes podían ver con sus propios ojos la crianza de vinos y la vendimia. Estaba seguro de que a muchos mercaderes les interesaba presenciar la vendimia y la prensa de uva.
Todo estaba preparado, Pere y Rashid estaban en un saliente del risco por encima de la cartuja y miraban a la gente como dos niños ilusionados.
Detrás ya sonaba la intrata, que anunciaba la feria de tejidos general de diez días, en la que se podían introducir y sacar mercancías sin pagar derechos. El día anterior, algunos pregoneros oficiales ya avisaron de su inicio con las palabras «¡Hare, hare!». Rashid había presentado a Pere la propuesta de combinar la feria de vinos con una feria de productos general, ya que esperaba cambiar su caldo por paños flamencos. Quería regalar a Alba uno de aquellos pañuelos. Hacía semanas que estaba absorbido por el trabajo, y no siempre podía pensar en ella. Temía que Pepa los delatara a ambos. Esa preocupación se había desvanecido poco a poco, sólo de vez en cuando surgía la idea. Y, a decir verdad, tenía que admitir que le pesaba más la envidia hacia Guillem. Simplemente no podía sacársela de la cabeza. En ocasiones se quedaba despierto por las noches y no podía apartar de su mente la imagen los dos juntos, y eso le ponía enfermo. Se acostumbró a beber un tinto fuerte por las tardes para poder dormir. Eso, unido al arduo trabajo físico, le ayudaba a distraerle, lo necesitaba.
Pero ella acudiría a la feria, la volvería a ver y tal vez podía esperar un contacto fugaz.
Los primeros puestos ya estaban colocados, los propietarios habían expuesto sus mercancías y esperaban detrás a la expectativa. Sus parientes y los habitantes de Scala Dei lo recorrían todo exaltados. El ambiente era asfixiante. Nunca había habido tanto ajetreo en esa apacible comarca. Los visitantes antes sin recursos sentían curiosidad sobre todo por los comerciantes del resto del mundo. Seguro que no compraban nada, pero los juglares y malabaristas ambulantes se ocuparían de procurarles la diversión correspondiente.
* * *
Más tarde el prior Pere despidió a la gente de la misa sagrada con un «Ita, missa est!», y en un santiamén sus fieles se mezclaron entre los comerciantes y vendedores de regiones remotas con consumidores adinerados y espectadores curiosos.
Rashid lo observaba todo desde su puesto, que era de los más grandes. Recordó con una sonrisa de satisfacción el rostro de pavor de Pere al divisar entre la corriente de visitantes de la feria también algunas prostitutas que ahora callejeaban de aquí para allá a la espera de sus clientes.
El viticultor esperaba hacer buenos negocios, pero cada vez miraba más nervioso los pasillos entre los puestos para divisar a Alba a tiempo.
Para los niños, el mercado y la feria unida a él eran un espectáculo enorme. Corrían por todas partes con los ojos desorbitados.
Ya hacía unas semanas que Sir Haley estaba en el Priorat como invitado de Rashid. Durante las semanas siguientes habría poco espacio en Scala Dei. Había que dar alojamiento a multitud de visitantes y mercaderes. Con una sabia previsión, los legos de la cartuja habían allanado una gran superficie un poco alejada del pueblo y levantaron allí alojamientos provisionales. Scala Dei parecía una colmena donde se regateaba y comerciaba sin cesar.
Hacia el mediodía, Rashid ya había cerrado sus primeros tratos. Como bienvenida ofrecía un vino a todos los visitantes, que por regla general se lo bebían, aunque no tenía ningún toque especial, mientras charlaban un poco antes de entrar en las negociaciones. Para ello Rashid colocaba cada vez varios vasos sobre la mesa y ofrecía siempre sólo un caldo. Hablaba sobre el vino como antiguamente lo hacía Bobo, su esencia y su origen, como por ejemplo el clima que había dominado durante su maduración. Siempre seguía el mismo orden. A continuación ofrecía un caldo corriente, limpio, fácil de beber pero sin provocar estallidos de entusiasmo. El último vaso, el último licor, era el punto culminante. Al final de las negociaciones regateaba con su interlocutor hasta que acordaban un precio con un apretón de manos y sellaban el trato con un trago de vino. Por lo general vendía unas cubas de la primera muestra y un barril del tinto más caro que había ofrecido. Pero nunca más de un barril, una medida comercial nueva para el comprador. En vez de apartarse sacudiendo la cabeza, alimentaba aún más su codicia y regateaban y suplicaban para adquirir un barril más.
Repetía el ritual con todos los compradores. Rashid ofrecía al comerciante algo de comer, negociaba con ellos el precio, pero se mantenía estricto con la cantidad que entregaría de su mejor vino. Seguro que aquel día ganaría mucho dinero, y lo que le parecía más importante: consolidaría su fama como viticultor.
Y aun así se sentía miserable.
Alba todavía no había llegado. Durante las últimas noches había vuelto a estar despierto, a solas con sus recuerdos agridulces. Ella estaba tan cerca y tan lejos a la vez… Quería tenerla consigo. La necesitaba.
Tampoco Casamont se había dejado ver por el momento, algo que por una parte lo aliviaba y por otra lo turbaba.
Por la tarde, Rashid dejó el puesto en manos de Carlos. Quería sumergirse en la multitud. Se mezcló entre los visitantes, que contemplaban con asombro a los acróbatas, hechiceros y malabaristas. Todos daban lo mejor de sí, y al final de su representación hacían circular un sombrero donde tintineaban las monedas en abundancia.
El grupo de ilusionistas se había colocado de forma visible a lo lejos sobre una tarima. En primer lugar actuó un hábil malabarista antes de que subieran a la tarima algunos que hicieron bromas y farsas para divertir a los espectadores. La actuación del siguiente tragafuegos fue fulminante. Rashid contempló estupefacto cómo el hombre tragaba las llamas y luego volvía a expulsarlas como un dragón, o como un canalla que hubiese escapado una vez más al fuego del infierno. Por último actuó un trovador que conmovió a sus oyentes hasta las lágrimas. Tenía una voz tan cautivadora que algunos incluso olvidaban cerrar su puesto. De una forma extraña y con una belleza terrible, entonaba melodías desconocidas que hacían olvidar a la gente su oneroso destino.
Los visitantes se divertían muchísimo y por eso se sentían generosos. También querían aprovecharlo curanderos y adivinos que imponían sus servicios. Incluso había jugadores y domadores en Scala Dei. Montones de gente variopinta recorrían los callejones, pasaban de atracción en atracción, compraban jabones aromáticos de Italia o cintas de seda. El ambiente estaba impregnado de las risas alegres de los visitantes y el tintineo de las monedas.
* * *
Por la tarde se celebró una recepción para el conde Ramón de Berenguer. El gran salón de casa de Rashid estaba al principio moderadamente lleno. Gaiteros y tamborileros recibían a los invitados distinguidos y brincaban delante de los recién llegados. Muchos nobles vestidos con elegancia aguardaban a que les condujesen al lugar que les estaba adjudicado. Rashid sentía que el orgullo le hervía por dentro. Al fin y al cabo era en su casa donde Berenguer y su séquito pernoctarían, y los nobles esperaban poder participar en el banquete festivo. No importaba lo que Pepa dijera al respecto, tenía motivos para sentirse muy satisfecho.
Una tela blanca cubría la mesa, con candelabros y vasos encima. Sirvientes de la corte de Berenguer trajeron taburetes y poco a poco las damas y caballeros del séquito tomaron asiento. El olor a carne de caza asada y cordero llenaba el ambiente. El salón estaba abarrotado, pero habían encontrado un lugar donde dormir apropiado para todos los nobles. El séquito y los soldados debían darse por contentos con lechos más sencillos. Por supuesto, todo eso no podía compararse con el palacio de Siurana donde Rashid había pasado su infancia. Cuando lo recordaba, a veces le asombraba el camino que había seguido. Criado como hijo de la reina mora, medio muerto de hambre y con la ropa desgarrada huido por los bosques. Ahora vivía entre cristianos y cerca de su enemigo personal Casamont.
El asiento elevado del rey de Aragón y conde de Barcelona todavía estaba vacío. Al lado, los demás se iban ocupando. Rashid vio a Alba, enfrascada en una conversación con una dama de la corte. Como de costumbre, al verla se le aceleró el corazón. Había estado esperándola durante todo el día. Por fin estaba ahí. Pensó en la última noche que pasaron juntos y se sonrojó. Se volvió enseguida hacia sus invitados. Descubrió a Ramón de Montcada y le saludó con la cabeza. Cuando el noble le vio, se le iluminó la cara.
Un poco más allá estaban sentados Albert de Casamont y su hijo Guillem. Observaban a Rashid sin disimulo, como si quisieran fulminarlo con la mirada. Rashid les correspondió con una sonrisa sarcástica e hizo una reverencia exagerada.
Al otro lado de la mesa habían tomado asiento junto al prior Pere Ramón de Montcada y Raúl de Flor. Sir Haley se unió a ellos, así como un comerciante de Borgoña con quien el inglés mantenía correspondencia desde hacía tiempo, y el trovador Chrétien de Troyes, que ya había deleitado a la gente en el bautizo del primer hijo de Berenguer.
«Así que ésta es la balanza de mi vida.» Rashid sonrió ante esta imagen y se dirigió aliviado hacia sus amigos.
Todos estaban cautivados por las palabras del trovador y le escuchaban con la respiración contenida. Chrétien recitaba con el semblante serio y parpadeando.
Rashid se sentó junto a Pere y le dio un breve apretón de manos. Luego se sumergió en el recital poético de Chrétien, que cantaba un poema amoroso de Albrecht von Johannesdorf traducido del alemán al occitano.
«Sé muy bien cómo surge el amor,
mas no sé cómo acaba.
Debo saber en mi interior
cómo el corazón el amor atrapa,
entonces guárdame, Señor, de la separación
que es tan amarga:
me causa pavor, sin condición.
Donde dos amorosos corazones se encuentren,
cuya alianza conozca la lealtad,
nadie debe separarlos, me parece,
hasta que lo haga la muerte sin piedad.
si me respondiera, hablaría así:
pierdo a mi amigo,
jamás volveré a sentir el frenesí.
Aquel a quien sirvo y serviré por siempre jamás
entenderá mis razones.
seguir hablando estaría de más.
A su merced confío mis oraciones,
y su misericordia, que mucho me es menester.
Y si ella quiere, yo me siento contento,
y si no, mi corazón la pena ha de conocer.»
Rashid estaba conmovido por la pureza de las palabras. De vez en cuando lanzaba una mirada a Alba durante el recital. La observó con disimulo durante toda la tarde. La luz de las velas titilantes bailaba sobre su rostro mientras hablaba sonriente con su doncella. No le dedicó ni una mirada.
—Una verdadera preciosidad, ¿no es cierto? —dijo en voz baja Pere.
Rashid insinuó un leve gesto de asentimiento.
—Sí que lo es.
Pere siguió una vez más la mirada de Rashid.
—Es la esposa de Casamont.
—Sí, lo sé. Sólo la estoy mirando.
—Ramón, es peligroso. ¡Casamont es temible!
Rashid refunfuñó y reprimió una respuesta colérica porque el trovador había finalizado su actuación. Cuando los aplausos se hubieron extinguido, se hizo el silencio. Todos esperaban un bis.
—¡Buen hombre, en verdad sabéis hechizar las almas de la gente, como ya demostrasteis en el bautizo del futuro rey de Aragón!
Con esas palabras habló Raúl de Flor a los demás invitados de todo corazón, que de nuevo aplaudieron entusiasmados. Casi con timidez se inclinó el hombre ante su público y, de repente inseguro, tomó de nuevo asiento junto a Rashid. A éste le asombró la transformación del artista, que entonaba con tal seguridad sus canciones y poemas, pero tras su actuación se convertía en alguien que no quería llamar la atención bajo ningún concepto. Chrétien adivinó lo que estaba pensando, y levantó las manos a modo de disculpa.
—¿Os sorprende? Sólo soy demasiado tímido para reuniones como ésta.
—Pero recitáis canciones de amor… Sin avergonzaros.
—Sí, porque la palabra que se escucha se pierde si no se entiende con el corazón —sonrió Chrétien, ruborizado—, y en eso ya he superado mis escrúpulos.
Rashid lo observó pensativo. Rara vez eran sólo las apariencias las que contaban, también el momento. Hizo una señal a un sirviente, que le trajo deprisa y orgulloso un vaso de vino. Desde el bautizo, Rashid siempre tomaba algunas precauciones de seguridad antes de las grandes fiestas. Así, unos días antes los barriles del vino que iban a servir ya estaban colocados en un pasadizo secreto. No le iban a volver a acusar jamás de adulterar el caldo.
Se mordió el labio. Como hacía a menudo, pensó en los acontecimientos pasados y vio a Bobo frente a él andando nervioso con sus zapatos demasiado altos.
Sir Haley le dio un golpe reconfortante en la espalda y lo devolvió al presente. Tenía un brillo sospechoso en los ojos cuando se giró hacia Rashid.
—A veces uno debe dejar en paz el ayer y centrarse en el hoy.
Rashid levantó las cejas, pero antes de poder contestar apareció el conde de Barcelona en compañía de su esposa Petronila de Aragón.
Berenguer agradeció al prior y al viticultor la feria que había traído a tanta gente a Cataluña, y además elogió el vino.
—Confío en que el licor del Priorat pronto gozará de una excelente fama.
Rashid hizo una profunda reverencia ante el rey, y, para disfrutar un poco más de ese momento, miró a Albert de Casamont, que había palidecido debido al elogio público del conde. Se quedó ahí sentado, inmóvil como una estatua, luego lanzó una mirada al joven y derramó ante sus ojos el vaso de vino.
Fue una disputa silenciosa. Rashid respondió a la mirada. Ramón de Montcada se había dado cuenta de ese desafío mudo.
—¿Vais a tolerarlo?
—Todavía no he tenido ocasión de matarlo —contestó sin pensar.
El caballero catalán silbó con suavidad entre dientes.
—Tenéis aspecto de ser más inocente de lo que en realidad sois.
Siguió con los ojos clavados en Rashid. Se sentía incómodo. Le habría gustado zarandearlo, pero el joven lo habría malinterpretado.
El grupo comía en abundancia. Cada caballero y cada dama de la mesa presidencial era servido por un siervo o paje propio. Con mirada experta, el sirviente escogía el trozo más tierno de carne. Antes de que lo eligiera otro, pinchaba con el cuchillo en el asado y lo reservaba para su señor. Luego separaba con habilidad el lomo del trozo de carne y lo cortaba en un plato de cinc en bocados cómodos para la boca. El sirviente de Berenguer superaba a todos los demás. Tenía un instinto infalible para el mejor trozo y dominaba el arte del servicio a la perfección. Siempre conseguía los muslos más gruesos, los trozos de carne más crujientes o el mejor pescado. Los perros y mendigos se peleaban por los huesos roídos que caían bajo la mesa.
En la mesa señorial había sentado un hombre que llamó la atención de Rashid.
Tenía que ser un moro. ¿Por qué estaba sentado a la mesa con Berenguer? Estaba perplejo. Observó con curiosidad cómo conversaba animado con su distinguido vecino.
Se volvió hacia Pere.
—Padre, ¿sabéis quién es ese forastero de la mesa de Berenguer? —preguntó mientras señalaba al hombre con un leve movimiento de cabeza.
Pere siguió su indicación.
—Oh, sí. Es Idrisi. Por desgracia, no puedo darte el nombre exacto completo. Es cartógrafo y geógrafo y vivía en el palacio del rey normando Rogelio II, antes de empezar a viajar por todas partes y a explorar. Realizó un planisferio de plata que muestra todo el mundo.
Era inevitable percibir la admiración.
—Pero es moro y se sienta aquí con su opresor a la mesa. ¿Cómo puede hacerlo?
El prior le observó con una mirada compasiva, eso le pareció a Rashid.
—Pero Ramón, no somos bárbaros. ¿Por qué no iba a comer con nosotros un erudito tan importante? Además, ha venido por invitación de Berenguer para examinar el Priorat.
Durante los días siguientes Rashid vio al estudioso sólo en contadas ocasiones, cosa que ya le iba bien. Temía descubrirse ante Idrisi, y por algún motivo le resultaba desagradable. Además no quería dejar pasar ninguna oportunidad de encontrarse con Alba.
* * *
Alba sacudió sus soberbios rizos y se quitó algunas briznas de paja del cabello. Rashid la estrechó con fuerza entre sus brazos.
—¡No te vayas todavía, por favor!
Siempre era el mismo ritual. La mayoría de sus encuentros eran breves. Palabras de amor susurradas con la respiración agitada, placer breve y apasionado, siempre acompañado del miedo a ser descubiertos. La visita de Berenguer a Scala Dei tenía la ventaja de que también había venido Albert de Casamont con su séquito. Principalmente porque temía ser burlado. La codicia de los Casamont regaló a Rashid días felices, ya que Alba estaba cerca con su esposo Guillem.
—¿A veces no desearías que Guillem muriera y tener el camino libre?
Rashid la miró sorprendido. Sí, eso sonaba muy bien.
—¿Entonces sería así de fácil? No estoy seguro, Alba.
Le retiró un rizo de la cara.
—Tal vez tengas razón. De todas formas no sirve de nada desear que las cosas sean diferentes. El añorarlo sólo te hace infeliz.
La entendía muy bien. También deseaba cada nuevo día que su vida transcurriera de otro modo, con Alba a su lado. ¿Acaso ella ya se había rendido a su destino?
Le besó el pelo con ternura, desprendía un ligero aroma a lavanda. Luego la dejó marchar, vacilante.
Durante los siguientes días se vieron siempre que tuvieron ocasión. Hacía un tiempo maravilloso que atrajo a un torrente de visitantes que tampoco en la quinta semana de la feria se marchaban. Carlos se había integrado bien, de manera que Rashid le dejaba a cargo de su puesto con mayor frecuencia para poder encontrarse con Alba en sitios escondidos. Decidió mostrarle su lugar secreto preferido, adonde volvía cuando estaba bajo de ánimos y quería rendirse a los brazos de su nostalgia.
Deseaba compartir su refugio con Alba, con nadie más.
Había una pequeña cueva en el límite de la viña occidental.
—¿Cuánto tiempo seguiremos así, Ramón?
Rashid le dio un beso en la frente y se colocó ante a ella. Levantó ligeramente los hombros.
—Depende. ¿Quieres dejarle?
Una sombra de tristeza se extendió por su rostro lánguido.
—Por supuesto que quiero abandonarle. Pero me mataría.
—Sí, a ti y a mí. ¡Que Dios maldiga a ese hijo de perra! —contestó Rashid con vehemencia.
Alba levantó las cejas.
—Ramón, no te había oído maldecir nunca.
—Alba, ¿de verdad es bueno contigo? Nunca hablas de tu vida conyugal.
—Sí, porque desde nuestra noche de bodas me deja tranquila. Guillem no es un mal tipo, ha tenido una mala educación. Es muy supersticioso. Cuando tras la boda y las celebraciones fuimos a nuestros aposentos, quiso lanzar nuestros anillos al suelo a toda costa para que no nos reconocieran los encantadores. Pero no me pudo sacar el mío. Más tarde la comadrona de Petronila me explicó que los días calurosos los dedos se hinchan. Nunca ha vuelto a intentar tocarme. Pero en algún momento Albert querrá tener un nieto…
Rashid la escuchaba sorprendido y aliviado en igual medida. Había oído hablar de ese miedo que algunos tenían al maleficio de la impotencia. Esa gente creía en demonios, brujas y magos. Se decía que esos poderes hacían nudos durante la boda o conseguían que un castillo se desmoronara para que el matrimonio no pudiera tener relaciones sexuales. Estaba contento de que Guillem creyera en esa superstición que le impedía tomar a su esposa. Tal vez el saberlo suavizaría un poco el dolor de los celos.
—Ya ves, me deja en paz. Va con sus compañeros a emborracharse, y tal vez también acude a prostitutas, ya que el embrujo sólo afecta al matrimonio. Quiere que lleve su casa y reciba a los invitados. Y le gusta hacer creer al mundo que es un marido perfecto.
—¡Pero eso no se lo cree nadie, todos saben que es un monstruo, como su padre!
—Por supuesto que es un ser detestable. Y es un pobre diablo…
Él le tomó las manos entre las suyas, las sostuvo una eternidad antes de darle el beso de despedida.
—No sé cuánto tiempo podré seguir soportándolo.
Con la voz tomada por las lágrimas se inclinó hacia él.
—Yo tampoco. Pero no tienes de qué preocuparte. No me hará daño, mientras no sepa nada de nosotros dos.
* * *
Los niños de Berenguer se habían adaptado bien a la casa de Rashid. El joven Ramón y la encantadora Dulce eran los preferidos y mimados por todos. A Dulce le apasionaba corretear por los alrededores, mientras que Ramón era más tranquilo y serio. Al futuro rey de Aragón le interesaba la viticultura, y por eso iba con Rashid con más frecuencia a la viña o le hacía compañía cuando estaba sentado ante los libros haciendo cálculos. A veces era difícil deshacerse del pequeño. Pero cuando quería encontrarse con Alba, tenía que pensar una excusa para escaparse sin que hubiera un grito.
Tras el inicio de las últimas dos semanas de la feria, momento en que había que saldar todas las deudas, los centinelas y también Rashid tenían mucho que hacer. Pese a todo, una de las últimas jornadas se encontró con Alba. Suponía un riesgo extremo, al fin y al cabo uno nunca sabía quién había de camino por la noche. Pero Rashid no podía evitarlo. Los días estaban contados y por enésima vez tendrían que separarse. Ella le esperaba ya y le saludó con una sonrisa. Él la besó con devoción, le puso los brazos en la cintura y la atrajo hacia sí.
—¿Qué te ocurre? —preguntó, mientras le rozaba las mejillas con los labios.
—Estoy triste porque pronto se acabará —susurró ella, mirándole a los ojos.
Tan desamparada y entregada. A él se le hizo un nudo en la garganta. La acarició.
Le ponía furioso verla triste. Todo porque él era incapaz de hacer nada.
Permanecieron mucho tiempo juntos, aunque sin hablar. Tampoco tenía sentido, no podían cambiar las cosas.
* * *
Durante las semanas siguientes Rashid ordenó los papeles y calculó junto con el prior Pere las ganancias del monasterio. Había sido un buen año, la feria fue todo un éxito y no sólo les había proporcionado unos lucrativos ingresos, sino también buena fama. Los comerciantes se habían marchado con la promesa de volver al año siguiente. Cargados de vino, los flamencos e ingleses avanzaban hacia el norte para tomar un barco en San Sebastián que les llevara a casa con sus tesoros rápido y sin problemas. Los italianos, alemanes y franceses querían seguir haciendo negocios en la «Feria Fría» de Champagne antes de volver a su país para el invierno.
También Rashid empezó a viajar. Cabalgó hacia al norte, arriba hacia San Sebastián para cerrar el trato y trueque de vino y bacalao. El acuerdo consistía en unas cubas de caldo que debía entregar el próximo otoño, en concreto en una ciudad llamada Dover. Era un detalle interesante del contrato, ya que Rashid todavía no había hablado con Sir Haley sobre cómo se iba a cargar el vino hacia Inglaterra. De todos modos temía más la pérdida de calidad del vino que el fracaso de la transacción. El inglés le había explicado que quería llevar cargamentos enteros de barcos de licor. A Rashid le sorprendieron las cantidades que se habían encargado y frenó un poco a su compañero de negocios británico. Al fin y al cabo no querían proveer a un solo contratante, sino a varios. Y el Priorat no tenía infinidad de viñedos a su disposición. Al principio Rashid lo dudaba, pero tras su éxito en la corte pensó en compensar la escasa cantidad con una calidad excepcional y por consiguiente pedir muchas monedas.
Estaba más que satisfecho con los resultados de su viaje a San Sebastián. A la vuelta hizo parada en el palacio real de Barcelona, únicamente para encontrarse con Alba. Y la vio, porque siempre hallaban la manera de estar juntos. Cuando volvieron a encontrarse por primera vez a escondidas, corrieron el uno hacia el otro, se abrazaron y se quitaron la ropa el uno al otro. Se amaron precipitadamente casi sin hablar. Tenían nostalgia acumulada. Habían pasado meses sin verse. Así que al principio saciaron su sed de placer físico. Durante el periodo de separación no habían tenido ninguna posibilidad de escribirse, ya que ni Alba ni Rashid sabían quién podría prestarles servicios de mensajero con discreción entre Scala Dei y Siurana.
—Pronto volveré al Priorat.
Alba apoyó la cabeza en el hombro de Rashid.
—¿Así que vuelves a dejarme sola?
El suspiró.
—Puedes venir conmigo, como mi esposa.
—No puedo ser tu esposa, Ramón.
Rashid no contestó enseguida.
—En el fondo vuestro matrimonio no fue consumado.
Ella se movió inquieta.
—Sabes que no puede ser.
—El verdadero problema, Alba, es que no te decides. ¡Tienes miedo!
—Tal vez… Quién sabe lo que nos deparará el futuro.
* * *
Pasados unos días Rashid volvió a abandonar Barcelona, no sin antes encontrarse con su amigo inglés, que le habló de unos ingresos de vértigo. Haley le explicó que tanto los ingleses como los habitantes del norte de la península estaban locos por el vino del Priorat y el bacalao. Como no quería abrir una nueva actividad económica ni comerciar con paños ni bacalao, acordaron que Haley organizaría los negocios de trueque, mientras Rashid preparaba con esmero la próxima feria. Eran buenas noticias que el viticultor llevaba con gusto a Scala Dei para comunicárselas al prior Pere.
—¿Os acordáis de la esclava que compramos juntos en subasta aquella vez en el puerto de Barcelona? —preguntó Haley de forma casual.
Rashid se quedó paralizado. Su pasado regresó con una furia repentina. Hafsa… Cuántas veces se había refugiado en ella de niño. Sí, por supuesto que se acordaba. Haley la había vendido al gobernante moro de Granada.
—El moro adoraba a la preciosa Hafsa. Pero no sólo él. En su palacio se alojaba en aquel tiempo el poeta Abu Dschafar. La esclava y el poeta se enamoraron. Tal vez el hecho de que ambos estuvieran en Siurana cuando fue ocupada ayudó a que se sintieran unidos. Un día el poeta recitó en público una canción de amor a la esclava, en presencia del gobernante. Éste lo hizo azotar y colgar. Acto seguido la esclava se quitó la vida. Es el destino.
Para Haley era sólo un cotilleo, pero para Rashid era la más dolorosa historia de amor de una persona a la que se sentía vinculado. El suelo temblaba bajo sus pies.
—No, no es el destino. Murieron por su amor, ¿puede haber algo más bello?
* * *
Al mismo tiempo Berenguer se dirigía a su provincia francesa. Debido a los anteriores altercados con el condado de Toulouse, aliado con Francia y Federico I Barbarroja, el conde de Barcelona simpatizaba con Inglaterra. Se había aliado con Enrique y había rechazado el juramento feudal a Barbarroja. Pero ahora Berenguer quería prestar juramento y reconocer al papa Víctor IV, fiel al emperador. Sin embargo no lo consiguió porque jamás regresó de ese viaje. Cayó en una emboscada y murió en agosto del año 1162.
* * *
El lánguido crepúsculo se tiñó de violeta sobre Barcelona mientras los ciudadanos de la capital catalana rezaban sus últimas oraciones por su soberano.
Las ceremonias de duelo tuvieron lugar en medio de un gran interés. Todos habían acudido para acompañar por última vez al invasor cristiano. Berenguer había unido las casas de Aragón y Barcelona, y también fue quien reconquistó las taifas moras. La Reconquista estaba irremediablemente unida a su nombre. Llegaba gente incluso desde Montserrat, Poblet y San Juan de la Peña, los antiguos cementerios de los condes de Barcelona. Acudieron delegados de las provincias de Carcassone, Bezier y Nimes, así como los reyes de Aragón y Castilla. El propio Rashid lamentó la pérdida al recibir la noticia de esa muerte. No se alegró por el mal ajeno, ya que durante el transcurso de los años el gobernante catalán le había convencido de que la lucha era en la mayoría de casos un asunto sucio, y sin embargo existían señores de la guerra en todas partes que intentaban gobernar con justicia y temor a Dios. Su muerte había provocado consternación, mezclada con el miedo al propio futuro.
El cadáver de Berenguer fue trasladado con grandes honores a Poblet. Lloraba su muerte no sólo la nobleza, sino también el pueblo llano de Cataluña. Formaban silenciosas filas gruesas a lo largo del camino polvoriento que llevaba al monasterio. Al primer repique de campanas el cadáver fue depositado en el sepulcro, y con el último empezaron ya las intrigas y disputas en la corte. Su primogénito, Ramón Berenguer, fue elevado al trono en el acto como legítimo sucesor, rebautizado como Alfonso II y proclamado rey de Aragón y conde de Barcelona. Como todavía era demasiado joven para las cuestiones de Estado, la regencia recayó en su madre Petronila de Aragón, y también fue ella quien tuvo que negociar de nuevo con el prior Pere.
El cadáver de Berenguer todavía estaba caliente y el señor de Siurana ya había puesto en tela de juicio la decisión de Berenguer y reclamado su derecho a mercado único.
* * *
Desde todas las ciudades y monasterios del país los dignatarios emprendieron el camino hacia Barcelona para participar en las celebraciones de coronación. Casi todos aceptaron la invitación de Petronila e inundaron las calles. Las hospederías de la ciudad ya estaban saturadas y el gentío no tenía fin. Quien no recibía un lecho adecuado a su categoría tenía que conformarse con un modesto alojamiento en las casas de los ciudadanos. Los nobles también trajeron consigo a la ciudad a estafadores y ladrones.
Por la mañana atronaron las campanas de la iglesia.
—Puer natus est nobis, et filius natus est nobis.,.
Los vapores dulzones de incienso y un penetrante olor a cera atravesaban la nave eclesial hasta el coro, mientras los solemnes cantos inundaban el edificio de piedra.
Mientras el arzobispo celebraba la misa en honor del Redentor, el pequeño Alfonso, antes Ramón, estaba sentado en el trono con el semblante serio a un lado del altar. Iba lujosamente ataviado con una túnica elegante de seda y el abrigo del conde de Barcelona. Le habían colocado un cojín debajo porque el trono se había creado para su padre siendo ya adulto. Junto a él había tomado asiento Petronila de Aragón. Con la cabeza erguida y el rostro serio seguía la misa de coronación.
Rashid pensó en lo que ese día podía significar para el pequeño, que unas semanas atrás aún podía corretear con ingenuidad. ¿Era consciente de que su voluntad dirigía el destino del país? El viticultor apretó los labios al ver que presentaban en una mesa las insignias del poder y le colocaban la pesada corona en la cabecita.
—Ite, missa est.
—¡Deo gratías!
Así terminó la Santa Misa.
Un silencio tenso se impuso en toda la iglesia. Sólo las palabras susurradas de los dignatarios nobles y eclesiásticos vagaban entre las filas y llegaban hasta los acaudalados y nobles. Los abanicos de las doncellas, de tejidos nobles, remarcaban con ligeros golpes la febril expectativa al ver a los monaguillos que se apresuraban hacia la sacristía para ir a buscar el aceite consagrado. Entre tanto, los demás hicieron otros preparativos hasta que el arzobispo alzó la mano.
Alfonso II se levantó con algunas dificultades de su asiento y avanzó para que todos los invitados pudieran ver a su futuro gobernante. Los monjes entonaron un nuevo cántico. Mientras, el arzobispo untaba con aceite cabeza, brazos y pecho del heredero al trono.
A la luz temblorosa de las velas y ante los ojos de innumerables súbditos, Alfonso hizo el juramento real y se arrodilló para recibir la bendición. Ahora era conde de Barcelona, Girona, Besalú, Osona, la Cerdaña, Ripoll y Valespierre.
Un alegre repique de campanas celebró la coronación. En el espacio adornado en la entrada de la iglesia y en los jardines de los barrios circundantes las mesas ya estaban cargadas de los alimentos que se habían elaborado en honor al nuevo rey. Alfonso invitó a pasar a la comida, todos le siguieron y lo celebraron con alborozo hasta bien entrada la noche.
Nadie quería llegar tarde. Ante los ojos de los ciudadanos rendían solemne homenaje al joven rey, además del clero, los infanzones de la nobleza catalana y aragonesa. Como recompensa a su juramento de lealtad recibían regalos. También Albert de Casamont se arrodilló, y al ver a su adversario del Priorat se le aceleró un poco el corazón. Petronila era la que daba un brillo especial a ese día solemne. Firmaba privilegios, entregaba feudos y prometía a sus nobles elegidos algo más. Rashid temía, como Pere, que Casamont se aprovechara de esa afición de la nueva regente.
Por la tarde se encontraron con un festín. En recuerdo del conde fallecido las celebraciones se organizaron con moderación. Los prestidigitadores y malabaristas no eran bienvenidos, los invitados llevaban colores oscuros.
Los días pasaban lentos en Barcelona aguardando la inminente audiencia con Petronila. No sólo Rashid, también para el prior aquella prolongada espera era una tortura. Por fin les llamaron y se dirigieron al palacio catalán. Ambos estaban tensos porque no sabían qué cabía esperar de Petronila. De nuevo se encontraron en la antesala a los dos Casamont, que les saludaron con una sonrisa victoriosa.
A diferencia de antes, la sala de audiencias había ganado en comodidad. Tapices y candelabros adornaban la gran sala, antes austera. Olía a flores y no a perros y sus secreciones. Rashid se sentía incómodo, como siempre que estaba en el palacio del gobernante catalán. Además, la mayoría de las veces los Casamont también estaban implicados, algo que siempre lo inquietaba. Pero al mismo tiempo representaba una oportunidad de reencontrarse con Alba. Esa expectativa endulzaba la visita, como de costumbre.
* * *
Era un día decisivo. Si Petronila les privaba del derecho a mercado con retroactividad, en un futuro próximo Scala Dei ya no tendría buenas perspectivas, ya que el mercado y la feria aseguraban la existencia de sus habitantes. Artesanos, pequeños propietarios y comerciantes se establecían allí porque esperaban tener trabajo y unas buenas ganancias. Como sabían que el prior no los atosigaba ni maltrataba como se decía de Casamont, iban con gusto a la cartuja.
Nunca se había parado a pensar en Petronila. ¿Cómo era? Ojalá le hubiera preguntado a Alba por ella siquiera una sola vez. Pero nadie pensó que a Berenguer se le acabarían tan rápido sus días. Sólo porque el conde de Barcelona no había podido sellar antes de su viaje a las provincias francesas los documentos sobre el derecho a mercado acordado, a Casamont se le abría otra oportunidad.
Petronila de Aragón estaba sentada en un trono con una rica ornamentación que se diferenciaba sustancialmente del de su esposo fallecido. Les miró con desdén. Tenía una delicada figura femenina y unos oscuros ojos orgullosos enmarcados por el pelo castaño. Llevaba un abrigo de seda entallado con suntuosos bordados que realzaba su grácil silueta. Era una preciosidad, pero no tenía la gracia ni el encanto de Alba. Petronila miraba a Rashid rígida e inaccesible. Hicieron una reverencia ante ella y esperaron a que la reina les dirigiera la palabra. Al principio Petronila hizo caso omiso de los cuatro visitantes y habló distendida y afectadamente con un escriba que le extendía y explicaba con gestos sumisos algunos rollos de pergamino.
Rashid no entendía qué estaba ocurriendo. Encontraba de muy mala educación el hacerles esperar. Sabía que los gobernantes tenían tendencia a semejantes demostraciones de poder. ¿Acaso su madre también había actuado así alguna vez? No lo sabía. En aquel momento le resultaba extraño el hecho de saber tan poco sobre Azia, pero no podía imaginarse a su madre comportándose con una soberbia similar a la de la regente.
Meditó sobre ello mientras esperaban. Pasado un rato la reina por fin se volvió hacia sus visitantes. Los Casamont se mantuvieron apartados del prior y de Rashid. Petronila y Albert de Casamont intercambiaron una mirada cómplice. Esa familiaridad se debía a que Albert y Guillem acudían con frecuencia al palacio. Seguro que era una ventaja para los dos. Rashid temía que tuvieran pocas opciones.
Petronila tomó la palabra como para probar.
—Bueno, mi señor de Siurana, vos me habéis llamado la atención sobre el hecho de que en Scala Dei tienen lugar ferias y mercados. Sin autorización. ¿Correcto?
Con un gesto triunfal, Albert de Casamont se inclinó levemente hacia Petronila.
—Sí, señora.
A continuación Petronila se dirigió al prior Pere.
—¿Cómo es que no hace caso al derecho vigente? —inquirió, mientras examinaba con frialdad a Rashid y Pere de tal modo que el joven ya se desanimó.
El prior explicó a Petronila la peculiar situación.
—En el fondo contábamos con la aprobación de su difunto esposo. Pero por desgracia no se llegó a confirmar el acuerdo. Pero confiando en la palabra de vuestro marido, temeroso de Dios, celebramos el mercado y la feria y pagamos las tasas correspondientes.
Pere enmudeció y esperó en tensión la reacción de Petronila.
La viuda de Berenguer se volvió hacia Casamont sin dirigir ni una palabra más al prior.
—¿Vos teméis que Siurana pierda ingresos por el mercado en Scala Dei?
—Sí, mi señora —Albert de Casamont tomó la palabra—: Es cierto, ya que Scala Dei y Siurana se hallan demasiado cerca para que puedan coexistir dos mercados.
Para Rashid ese argumento era poco convincente y no se contuvo.
—Dado que Siurana se encuentra en un lugar poco accesible, para muchos comerciantes resulta pesado viajar hasta allí.
Casamont examinó al viticultor con una evidente curiosidad. Parecía que algo había despertado un nuevo interés en él. Rashid empezó a sentirse incómodo por su mirada. ¿Había cometido alguna inconveniencia?
Petronila se volvió hacia las partes.
—Ambos habéis recibido algo de mi esposo. Como yo misma estuve en la feria de Scala Dei y vi su extraordinario éxito, no podría anular ese derecho a mercado, sino confirmarlo. Por ello os entrego los certificados.
El escriba, que había permanecido en un segundo plano, avanzó y entregó a Petronila un rollo de pergamino.
Rashid respiró aliviado.
Sin embargo, la regente no había acabado. Con las cejas levantadas, manifestó su extrañeza de que el prior Pere no hubiera respetado el derecho y la ley.
—Como compensación para la familia Casamont, determino también que el señor de Siurana no tenga que pagar nada por las actas que le conceden los mismos derechos que a Scala Dei.
¿Por qué lo resaltaba una vez más de forma explícita? Rashid no sabía si era bueno o no, pero le aliviaba que ahora los límites entre Casamont y Scala Dei estuvieran claros. El semblante de Casamont no revelaba nada de lo que pensaba sobre la decisión de Petronila. En su fuero interno seguro que no lo aceptaba. Pero se mostró conforme e hizo una respetuosa reverencia de despedida ante su señora.
* * *
Rashid pasó la tarde con Pere y Haley. Éste compartía su sensación de alivio por el hecho de que la lucha hubiera concluido ahora también con una carta y un sello. Mientras el prior atribuía la decisión favorable de Petronila a la benevolencia, el inglés les dio una explicación mejor.
—La reina no puede permitirse eliminar esos ingresos de Scala Dei. Tenéis que mirar vuestras posesiones con los ojos de una persona ajena. Es un lugar próspero, prior Pere. Los hombres tienen trabajo suficiente. Nadie en Scala Dei muere de hambre, al contrario: a la mayoría les va realmente bien. Y si celebráis cada año una feria, el Priorat se convertirá en una región muy rica. Dos meses de feria aportan mucho más que un mercado dominical, que sobre todo sirve para contentar a los habitantes.
El largo discurso del inglés logró su objetivo. No sólo Rashid sintió un repentino orgullo cuando Haley enumeró sus méritos.
* * *
Ya había oscurecido mientras Rashid atravesaba la ciudad. Todas las campanas repicaban para el Ángelus. Era una tarde agradable y en las calles reinaba una cautivadora tranquilidad de día festivo. Quien tenía familia estaba reunido con sus seres queridos. Debía de ser una sensación excepcional. Un compañero de negocios le había puesto a su disposición su casa en la ciudad. La sonrisa insinuante y lasciva le había dado asco a Rashid, y le costó algunos esfuerzos ocultar su antipatía. Por otra parte estaba contento de poder encontrarse con Alba en un lugar seco y más o menos seguro.
Él le sonrió. Cada vez que la miraba algo se movía en su interior. Alba tenía una mirada sincera, ávida. Se le encogió el pecho al verla.
En realidad, ¿qué había hecho para merecerla? Deseaba no decepcionarla jamás. Algún día le explicaría todo. Todo, ni más ni menos. Esperaba que le comprendiera y no se apartara de él luego. No obstante, cuanto más tiempo pasaba, más difícil le resultaba, ya que el miedo a perderla era más fuerte que la necesidad de sincerarse con ella. En algunos momentos de escepticismo incluso pensaba que debía protegerla de la verdad.
—Sólo me quedaré unos días en Barcelona.
Ella levantó la barbilla.
—Siempre lo mismo, ¿verdad? Apenas estás aquí, y ya vienes a despedirte.
Alba le envidiaba. Podía ir donde quisiera. Esa envidia era un sentimiento abominable que cargaba en su alma como una fría losa. Además, era un pecado mortal, lo sabía. Pero no podía hacer nada para evitarlo. Él era libre, ella no. No dejaba de sorprenderle que volviera a su lado. Podría haber encontrado una esposa hacía tiempo. Seguro que había suficientes en Scala Dei que le hacían proposiciones.
—Por favor, no te enfades conmigo. Eso sólo lo complica, cada vez un poco más.
Alba se dio la vuelta para que él no advirtiera su turbación. No sabía cómo iba a soportar que en unos días la abandonara de nuevo. ¿Cuándo se volverían a ver? ¿Cómo iban a continuar? Cada vez era más insoportable.
La muchacha sirvió vino y le alcanzó el vaso. Rashid lo agarró con la izquierda y con la derecha la atrajo hacia sí.
Ella se opuso y lo tuvo unos instantes en vilo antes de apoyar la cabeza en su pecho.
—A juzgar por el humor de mi esposo, hoy habéis obtenido una victoria y habéis adquirido los derechos a mercado legítimamente, ¿no es cierto?
No dejaba de sorprenderle.
—Estuvo muy tranquilo, no expresó ningún sentimiento, nada.
—Es entonces cuando resulta más peligroso. Cuanto más calmados están Guillem o Albert, más amenazante es la situación. ¡Recuérdalo! —le pidió con insistencia.
Se acostaron en la cama. Él tenía apoyada la cabeza sobre la mano izquierda y la observaba. Alba estaba tan atractiva como siempre. Ya la estaba echando de menos.
—Bueno, como tenemos la autorización de la reina, tu suegro y tu esposo no pueden hacer nada contra nosotros. El momento justo para que lo abandones. ¡Ven conmigo! —dijo mirándola casi suplicante.
—Llegará el día…
Rashid soltó un quejido. Era mejor evitar esa conversación porque sólo conseguía ponerle de mal humor.
—Bueno, pero prométeme que tendrás cuidado con tu marido. Es imprevisible.
* * *
Los años pasaron volando. Petronila murió, Alfonso II rechazó como su padre el juramento feudal de los Staufer. El emperador Federico I había sometido Roma, Chrétien de Troyes trabajaba en la saga bretona de los caballeros artúricos de Yvain y Enrique el León peregrinaba a Jerusalén.
Scala Dei se había convertido en una ciudad próspera. En aquel momento, la cartuja constaba de doce celdas para los monjes que buscaban aislamiento. Los legos que se alojaban en un edificio aparte mantenían buenas relaciones de familiaridad con Rashid, Carlos y los trabajadores. Cuando el viticultor caminaba por los callejones soleados, no podía sino admirar los aparadores de negocios y talleres. Los trabajadores que vivían de la viticultura y comercio del vino habían envejecido, y como señal de su bienestar se habían levantado casas de piedra. Como cada año, Rashid dio un banquete durante la feria al que estaban invitados todos los representantes de la nobleza. Ramón de Montcada y Raúl de Flor pertenecían a su círculo de amistades más próximas. También Sir Haley insistía en hacer el viaje al Priorat, a pesar de su avanzada edad. Gracias al inglés, Scala Dei había entablado excelentes relaciones comerciales a lo largo de los años que aumentaban las ganancias de Rashid.
* * *
Continuaba encontrándose con Alba cada vez que tenía ocasión.
No sentía la menor ansia de viajar a Barcelona, que los Casamont frecuentaban más que Siurana. A la gente del Montsant le iba bien, ya que no soportaban torturas si su señor feudal no estaba. Cuando el año del Señor 1173 se acercaba a su fin, apareció un mensajero del palacio real ante Rashid y le entregó una invitación para la ceremonia de celebración con motivo de la boda de Alfonso II, junto con el requerimiento de ofrecer su mejor vino en el banquete.
El viticultor aceptó la invitación, al fin y al cabo la petición de un rey equivalía a una orden. A diferencia de Carlos, no estaba ansioso por viajar a Barcelona.
—Rara vez trae algo bueno, por eso me da miedo, Carlos —contestó a la pregunta de su ayudante.