2. ENSAYOS
POESÍA FRANCESA DEL SIGLO XX
I
El francés y el inglés constituyen una sola lengua.
WALLACE STEVENS
Una cosa es cierta: Si no fuera por la invasión de Inglaterra por parte de Guillermo I y su ejército en el año 1066, el idioma inglés, tal como lo conocemos, nunca habría llegado a existir. Durante los trescientos años siguientes, el francés fue el idioma de la corte inglesa, y hasta el final de la guerra de los Cien Años no quedó claro, de una vez por todas, que Francia e Inglaterra se convertirían en estados diferentes. Incluso John Gower, uno de los primeros en escribir en inglés vernáculo, compuso una parte importante de su obra en francés, y Chaucer, el mayor poeta inglés de la época, consagró su energía creativa a la traducción de Le Roman de la rose y encontró sus primeros modelos literarios en los textos del francés Guillaume de Machaut. El francés no puede considerarse una simple «influencia» en el desarrollo de la lengua y la literatura inglesas; el francés es parte del inglés, un elemento irreductible de su estructura genética.
Las primeras obras literarias inglesas están llenas de pruebas de esta simbiosis y no sería difícil recopilar un largo catálogo de préstamos, homenajes y plagios. William Caxton, por ejemplo, que introdujo la prensa en Inglaterra en 1477, era un traductor aficionado de obras medievales francesas, y muchos de los primeros libros impresos en Gran Bretaña fueron versiones inglesas de romances y cuentos de caballería. Para los impresores que trabajaban a las órdenes de Caxton, la traducción era una parte normal y aceptada de su trabajo, e incluso el texto inglés más popular publicado por Caxton, la Morte d'Arthur, de Thomas Malory, era un plagio de leyendas del rey Arturo tomadas de fuentes francesas: Malory advierte al lector nada menos que cincuenta y seis veces durante el curso de la narrativa que el «libro francés» es su guía.
En el siglo siguiente, cuando el inglés se convirtió en una lengua independiente con una literatura propia, tanto Wyatt como Surrey —dos de los más brillantes pioneros de la poesía inglesa— se inspiraron en la obra de Clément Marot, y Spenser, el poeta más importante de la generación siguiente, no sólo tomó el título de su Shepheardes Calendar de Marot, sino que dos secciones de su obra son imitaciones directas de la obra de ese poeta. La traducción de Spenser de una obra de Joachim du Bellay (Las visiones de Bellay) cuando contaba diecisiete años, dio vida a la primera serie de sonetos escritos en inglés. Su posterior revisión de ese texto y la traducción de otra serie de Du Bellay, Las antigüedades de Roma, fueron publicadas en 1591 y se cuentan entre las obras más importantes de la época. La obra de Spenser, sin embargo, no es el único testimonio de la influencia francesa. Casi todos los escritores de sonetos isabelinos se inspiraron en los poetas de la Pléyade, y algunos de ellos —Daniel, Lodge, Chapman— intentaron hacer pasar como propias sus traducciones de poemas franceses. Fuera del ámbito de la poesía, se ha escrito mucho sobre el impacto de la traducción realizada por Florio de los ensayos de Montaigne sobre Shakespeare, y no sería arriesgado establecer un vínculo entre Rabelais y Thomas Nash, cuyo relato en prosa de 1594, The Unfortunate Traveller, suele considerarse como la primera novela escrita en lengua inglesa.
En el terreno más familiar de la literatura moderna, el francés ha continuado ejerciendo una poderosa influencia sobre el inglés. Pese a la maravillosamente absurda afirmación de Southey de que la poesía es tan imposible en francés como en chino, la poesía inglesa y norteamericana del último siglo sería inconcebible sin el francés. Comenzando con el artículo de Swinburne en The Spectator, en 1862, sobre Les fleurs du mal, y las primeras traducciones de Baudelaire al inglés en 1869 y 1870, los poetas británicos y norteamericanos han continuado mirando a Francia como una fuente de nuevas ideas. Tomemos, por ejemplo, un artículo de Saintsbury, publicado en The Fornightly Review en 1875: «No sólo había que convencer al lector de que debía admirar a Baudelaire», escribió, «sino también se intentaba conseguir, con el mismo empeño, que los escritores ingleses lo imitaran.»
A lo largo de las décadas de los setenta y ochenta, muchos poetas ingleses, inspirados sobre todo en Théodore de Banville, comenzaron a experimentar con las composiciones en verso francesas (baladas, lais, virelais y rondeaux) y las ideas de «el arte por el arte», propuestas por Gautier, fueron una importante fuente de inspiración para el movimiento prerrafaelista inglés. En la década de 1890, con la aparición de los decadentes y la publicación trimestral The Yellow Book, la influencia de los simbolistas franceses se extendió. En 1893, por ejemplo, invitaron a Mallarmé a dar clases en Oxford, una prueba de la admiración que este escritor había despertado entre los ingleses.
Sin embargo, aunque durante aquel período de influencia francesa no hubo grandes producciones literarias en inglés, se estaba preparando el camino para el descubrimiento de dos jóvenes norteamericanos, Pound y Eliot, en la primera década del nuevo siglo. Ambos poetas habían recibido, en forma independiente, sus propias influencias francesas y ambos se inspiraron en ellas para escribir un tipo de poesía absolutamente inédita en la lengua inglesa.
Más tarde, Eliot escribiría: «... el tipo de poesía que yo necesitaba, capaz de enseñarme a descubrir mi propia voz, no existía en absoluto en Inglaterra, y sólo podía encontrarse en Francia.» En cuanto a Pound, afirmó directamente que «casi la totalidad de la creación inglesa en verso se debe a plagios de los franceses».
Los poetas ingleses y norteamericanos que formaron el grupo imaginista en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, se dedicarían primero a una lectura crítica de la poesía francesa, no tanto con el fin de imitar a los franceses, sino con el de rejuvenecer la poesía inglesa. Poetas poco reconocidos en Francia, como Corbiere y Laforgue, fueron elevados a una posición privilegiada. F. S. Flint, en un artículo publicado en 1912 en The Poetry Review (Londres), y Ezra Pound, en otro publicado en 1913 en Poetry (Chicago), recomendaban estos nuevos textos franceses. Al margen de los imaginistas, Wilfred Owen vivió varios años en Francia antes de la guerra y tuvo una estrecha relación con Laurent Tailhade, un poeta admirado por Pound y su círculo. El interés de Eliot por los poetas franceses comenzó ya en 1908, cuando aún estudiaba en Harvard. Dos años más tarde estaba en París, leyendo a Claudel y a Gide y asistiendo a las clases de Bergson en el College de France.
Con la Exposición Internacional de Arte Moderno, en 1913, las tendencias más radicales en el arte y la literatura francesas llegaron a Nueva York y encontraron su hogar en la galería de Alfred Stieglitz, del 291 de la Quinta Avenida. Muchos de los nombres asociados con los modernistas norteamericanos y europeos se integraron a la conexión París—Nueva York: Joseph Stella, Marsden Hartley, Arthur Dove, Charles Demuth, William Carlos Williams, Man Ray, Alfred Kreymborg, Marius de Zayas, Walter C. Arensberg, Mina Loy, Francis Picabia y Marcel Duchamp. Bajo la influencia del cubismo y el dadaísmo, de Apollinaire y del futurismo de Marinetti, numerosas revistas transmitieron el mensaje del modernismo a los lectores norteamericanos: 291, The Blind Man, Rongwrong, Broom, New York Dada y The Little Review, que nació en Chicago en 1914, vivió en Nueva York desde 1917 hasta 1927 y murió en París en 1929. Basta con leer la lista de los colaboradores de The Little Review, para ver que la poesía francesa había calado hondo en el público norteamericano. Junto a obras de Pound, Eliot, Yeats y Ford Madox Ford, así como la contribución más célebre, el Ulises de Joyce, la revista publicaba a Breton, Éluard, Tzara, Péret, Reverdy, Crevel, Aragon y Soupault.
Comenzando con Gertrude Stein, que llegó a París bastante antes de la Primera Guerra Mundial, la historia de los escritores norteamericanos en París durante las décadas de los veinte y los treinta es casi idéntica a la historia de la propia literatura norteamericana. Hemingway, Fitzgerald, Faulkner, Sherwood Anderson, Djuna Barnes, Kay Boyle, E. E. Cummings, Hart Crane, Archibald MacLeish, Malcolm Cowley, John Dos Passos, Katherine Anne Porter, Laura Riding, Thornton Wilder, Williams, Pound, Eliot, Glenway Wescott, Henry Miller, Harry Crosby, Langston Hughes, James T. Farrell, Anaïs Nin, Nathanael West, George Oppen, todos ellos y muchos otros visitaron París o residieron allí. La experiencia de aquellos años ha calado hasta tal punto en la conciencia americana, que la imagen de un joven escritor muerto de hambre, haciendo su aprendizaje en París, se ha convertido en uno de los mitos literarios más perdurables.
Sería absurdo suponer que cada uno de esos escritores recibió una influencia directa de los franceses; pero sería igualmente absurdo creer que fueron a París sólo porque era un sitio donde la vida resultaba barata. En la revista más seria y activa de la época, transition, escritores norteamericanos y franceses publicaban unos junto a otros, y la dinámica de este intercambio condujo a lo que probablemente sería el período más fructífero de nuestra literatura. Por otra parte, el hecho de no haber visitado París no implicaba un desinterés por lo francés. El más francófilo de todos nuestros poetas, Wallace Stevens, nunca pisó Francia.
A partir de los años veinte, los escritores norteamericanos y británicos se dedicaron a traducir a sus colegas franceses, no sólo corno ejercicio literario, sino también como un acto de descubrimiento y pasión. Tomemos, por ejemplo, estas palabras del prólogo de John Dos Passos a su traducción de Cendrars en 1930: «... Un joven que comience a leer poesía en 1930 tendrá una sorpresa desagradable al descubrir que este método de unir palabras acaba de pasar, en la vida cotidiana, por un período de virilidad, intensa experimentación y significado... Creo que ha valido la pena traducir al inglés estos poemas informales, personales y cotidianos de Cendrars en beneficio de ese hipotético joven y también para provocar la confusión de los humanistas, señores almidonados en puestos editoriales, recopiladores de antologías y poetas premiados, escritores de sonetos y lectores de críticas...» O bien T. S. Eliot, en la introducción de su traducción de Anabase, de Saint-John Perse, ese mismo año; «Creo que ésta es una obra tan importante como los últimos textos de James Joyce, tan valiosa corno Anna Lívía Plurabelle. Y ésta es, sin duda, una gran alabanza.» O bien Kenneth Rexroth, en el prefacio de sus traducciones de Reverdy, en 1967: «De entre todos los poetas en lenguas europeas occidentales, Reverdy ha ejercido una influencia fundamental en mi obra —incomparablemente mayor que la de cualquier inglés o norteamericano—, y he conocido y amado su obra desde niño, cuando leí por primera vez Les Épaves du ciel» Como demuestra la lista de traductores incluida en este libro, muchos de los principales poetas norteamericanos e ingleses contemporáneos han hecho alguna tentativa de traducir del francés, entre ellos, Pound, Williams, Eliot, Stevens, Beckett, MacNeice, Spender, Ashbery, Blackburn, Bly, Kinnell, Levertov, Merwin, Wright, Tomlinson, Wilbur, para mencionar sólo los nombres más populares. Sería difícil imaginar su obra sin la influencia francesa, y sería aún más difícil imaginar la poesía en lengua inglesa sin estos poetas. En cierto modo, ésta es una antología de poetas norteamericanos y británicos tanto como de poesía francesa. Su propósito no es sólo presentar la obra de los poetas franceses en francés, sino la de ofrecer traducciones de esa obra, re-imaginada y re-creada por nuestros propios poetas. Por consiguiente, puede leerse como un capítulo de nuestra propia historia poética.
II
La tradición francesa y la tradición inglesa de esta época están situadas en extremos opuestos. La poesía francesa es más radical, más total. En un sentido absoluto y ejemplar, ha aprovechado la herencia del romanticismo europeo, un romanticismo que comienza con William Blake y románticos alemanes como Novalis, pasando por Baudelaire y los simbolistas, para culminar con la poesía francesa del siglo XX, sobre todo con el surrealismo. Es una poesía donde el mundo se convierte en literatura y el lenguaje se transforma en un doble de ese mundo.
OCTAVIO PAZ
Sin embargo, pese al interés constante por la poesía francesa que los poetas ingleses y norteamericanos han manifestado durante el último siglo, no ha faltado cierto reparo, incluso hostilidad, hacia las prácticas literarias e intelectuales desarrolladas en Francia. Esto es más exacto en el caso de los ingleses que en el de los norteamericanos, pues, a pesar de todo, los norteamericanos mantuvieron una posición institucional poderosamente anglófila. Basta con comparar las tendencias dominantes en filosofía, crítica literaria o narrativa para advertir el enorme abismo que separa las dos culturas.
Muchas de estas diferencias se deben a las disparidades entre las dos lenguas. Aunque el inglés deriva en gran parte del francés, sigue sustentándose firmemente en sus orígenes anglosajones. Pese a la seriedad y densidad de la obra de nuestros mejores poetas (como Milton o Emily Dickinson), que encarna la conciencia del contraste entre la gran intensidad de los anglosajones y el agudo conceptualismo de los franceses/ latinos —repetidamente enfrentados—, la poesía francesa suele parecemos casi ingrávida, compuesta apenas por etéreos soplos de lirismo. El francés es necesariamente un medio menos denso que el inglés, aunque esto no quiere decir que sea más frágil. Si la literatura inglesa ha elegido para sí el mundo de lo tangible, de la presencia concreta, de los accidentes de lo explícito, el lenguaje literario francés ha sido siempre un lenguaje de esencias. Mientras que Shakespeare, por ejemplo, nombra más de quinientas variedades de flores en sus obras, Racine se limita a la palabra «flor». El vocabulario del dramaturgo francés se reduce a un total de mil quinientas palabras, mientras que el de Shakespeare se eleva a unas veinticinco mil. Tal como señaló Lytton Strachey, se establece un contraste entre «extensión» y «concentración». Strachey escribió que «Racine no se proponía producir una obra de arte extraordinaria o compleja, sino perfecta; pretendía que fuera toda materia, sin nada accesorio. Concebía al drama como una obra rápida, inevitable; una acción tomada en su momento crítico, sin redundancias, complicaciones o irrelevancias, por interesantes, sugestivas o hermosas que éstas fueran; directa, intensa, vital y espléndida por su propia fuerza esencial». Más recientemente, el poeta Yves Bonnefoy ha descrito al inglés como un «espejo» y al francés como una «esfera», el primero aristotélico en su aceptación de lo conocido, el segundo platónico en su tendencia a especular con «una realidad diferente, un ámbito distinto».
Samuel Beckett, que ha pasado la mayor parte de su vida escribiendo en ambas lenguas, traduciendo su propia obra del francés al inglés y viceversa, nos ofrece, sin duda, el testimonio más idóneo de las capacidades y limitaciones de los dos idiomas. En una de sus cartas escrita a mediados de la década de los cincuenta, se quejaba de la dificultad que tenía para traducir Fin de parti [Final de partida] al inglés. La frase en que Clov le dice a Hamm «Il n'y a plus de roues de bicyclette» planteaba un problema particular. Beckett sostenía que, en francés, aquella afirmación daba a entender que las ruedas de bicicleta, como categoría, habían dejado de existir, que no había más ruedas de bicicleta en el mundo. El equivalente inglés, sin embargo, «There are no more bycicle wheels», significaba simplemente que no había ruedas disponibles, que no podían encontrarlas en el sitio concreto donde estaban. Detrás de esta aparente similitud, se esconde una diferencia fundamental. Así como los esquimales tienen más de veinte palabras para denominar la nieve (un ejemplo citado con frecuencia), lo que significa que perciben la nieve de una forma más compleja y llena de matices que nosotros —literalmente, ven cosas que nosotros no vemos—, los franceses tienen una experiencia vital de su idioma distinta de la que nosotros tenemos del inglés. Esta observación no implica ningún tipo de juicio crítico. Mientras que la mala poesía francesa suele perderse en abstracciones casi automáticas, la mala poesía inglesa y norteamericana tiende a ser prosaica y pesada, sumiéndose en trivialidades e insignificancias. No vale la pena elegir entre ambas mediocridades, pero conviene recordar que un buen poema francés no es necesariamente lo mismo que un buen poema inglés.
Los franceses han tenido su Academia durante más de tres siglos. Es una institución que expresa y ayuda a perpetuar una idea de la literatura mucho más grandiosa que la que podemos concebir en Inglaterra o Estados Unidos. Desde un punto de vista oficial, tiene el efecto de apartar lo literario del ámbito de la vida diaria, mientras que los escritores ingleses y norteamericanos casi siempre se han sentido más a gusto en el flujo de lo cotidiano. Sin embargo, por paradójico que parezca, como los escritores franceses tienen una tradición establecida contra la cual reaccionar, suelen ser más rebeldes que sus colegas ingleses y norteamericanos. Las presiones de los conformistas han traído como consecuencia una poderosa antitradición, que en muchos sentidos ha llegado a usurpar el papel de la tradición establecida en las tendencias principales de la literatura francesa. Comenzando con Villon y Rabelais, continuando con Rousseau, Baudelaire, Rimbaud, y el culto al poète maudit, y luego, en el siglo XX, con Apollinaire, el movimiento dadaísta y el surrealismo, los franceses han atacado sistemática e insolentemente a su propia cultura, sobre todo porque han tenido la seguridad de que esa cultura existía. Las lecciones de esta antitradición están tan arraigadas, que en la actualidad se dan casi por sentadas.
Por el contrario, el gran interés de Pound y Eliot por la poesía francesa (y, en el caso de Pound, también por la poesía de otras lenguas) no puede interpretarse como un ataque a la cultura angloamericana, sino como un esfuerzo por crear una tradición, por fabricar un pasado que de algún modo llenara el vacío de la inexperiencia americana. Era un impulso esencialmente conservador. Con Pound, degeneró en divagaciones fascistas; con Eliot, en devociones anglicanas y en una obsesión por la idea de la cultura. Sin embargo, sería un error establecer una simple dicotomía entre radicalismo y conservadurismo y poner todo lo francés en la primera categoría y todo lo inglés o norteamericano en la segunda. Los elementos más subversivos e innovadores de nuestra literatura han surgido con frecuencia en los momentos menos esperados y han sido absorbidos por la cultura en general. Las rimas infantiles, que ocupan un lugar preponderante en la educación de los primeros años de los niños anglófonos, no existen como tales en Francia. Tampoco las grandes obras victorianas de literatura infantil (Lewis Carroll, George Macdonald) tienen su equivalente en francés. En cuanto a Norteamérica, siempre ha tenido su propio y particular espíritu dadaísta, que ha continuado existiendo como una fuerza natural, sin necesidad de manifiestos o fundamentos teóricos. Las películas de Buster Keaton y W. C. Fields, las sátiras de Ring Lardner y los dibujos de Rube Goldberg pueden competir con la corrosiva extravagancia de cualquier obra francesa de la época. Como Man Ray (un norteamericano nativo) escribió a Tristan Tzara desde Nueva York en 1921, sobre la posibilidad de extender el movimiento dadaísta a Norteamérica: «Cher Tzara: el dadaísmo no podría sobrevivir en Nueva York. Todo Nueva York es dadaísta y no toleraría un rival...» Tampoco deberíamos considerar la poesía francesa del siglo xx como un conveniente ente autónomo. Lejos de ser una unidad global de obras constreñidas a los límites de Francia, la poesía francesa de este siglo es diversa, confusa y contradictoria. No hay casos típicos, sino una verdadera multitud de excepciones. De hecho, muchos de los poetas más originales e influyentes nacieron en otros países o residieron gran parte de sus vidas en el extranjero. Apollinaire nació en Roma, de ascendencia polaca e italiana; Milosz era lituano; Segalen vivió sus años más prolíficos en China; Cendrars nació en Suiza, compuso sus mejores poemas en Nueva York y hasta después de cumplir los cincuenta años apenas pasó el tiempo suficiente en Francia para recoger su correspondencia; Saint-John Perse nació en Guadalupe, trabajó muchos años en Asia como diplomático y vivió casi exclusivamente en Washington D.C. desde 1941 hasta su muerte en 1975; Superville era uruguayo y vivió dividido entre Montevideo y París; Tzara nació en Rumania y llegó a París gracias a las aventuras del movimiento dadaísta del cabaret Voltaire de Zurich, donde solía jugar al ajedrez con Lenin; Jabes nació en El Cairo y vivió en Egipto hasta los cuarenta y cinco años; Césaire procede de la Martinica; Du Bouchet es en parte norteamericano y fue educado en Arnherst y Harvard, y casi todos los poetas jóvenes que aparecen en este libro han pasado largos períodos de sus vidas en Inglaterra o Estados Unidos. La visión estereotipada del poeta francés como una criatura parisiense, como un proveedor xenófobo de valores franceses, no tiene el menor fundamento. Cuanto más conocemos la obra de estos poetas, más difícil resulta generalizar sobre ellos. Lo único que puede decirse de ellos con certeza es que todos escriben en francés.
Una antología, por lo tanto, es una especie de trampa que, pese a ofrecernos los poemas, tiende a obstaculizar nuestro acceso a ellos. Al reunir la obra de tantos poetas en un solo volumen, uno cae en la tentación de considerarlos como grupo, de ahogar sus individualidades en la gran olla de la literatura. Así, incluso antes de leerla, la antología se convierte en una especie de banquete cultural, en una idea superficial y fragmentaria de platos nacionales servidos en bandeja para la consumición popular, como si dijéramos: «Aquí tenéis poesía francesa. Comedla. Os sentará bien.» Abordar la poesía de ese modo es totalmente erróneo, pues no nos permite mirar directamente el poema que tenemos en la página; y ésa, después de todo, es la obligación primordial del lector. Uno debe resistirse a la idea de tomar la antología como la última palabra en un tema. No es más que la primera palabra, el umbral que antecede a un territorio nuevo.
III
Al final, uno se cansa de este viejo mundo.
GUILLAUME APOLLINAlRE
Parece lógico comenzar este libro con Apollinaire. Aunque no es el más antiguo de los poetas incluidos ni el primero en escribir en un lenguaje conscientemente moderno, parece encarnar los ideales estéticos de principios de siglo más que cualquier otro artista de su época. En su poesía, que abarca desde elegantes composiciones líricas amorosas a audaces experimentos, desde rimas a versos libres y poemas «formales», manifiesta una nueva sensibilidad, a un tiempo arraigada a las formas del pasado y entusiastamente cómoda con el mundo de los automóviles, los aviones y el cine. Infatigable promotor de los pintores cubistas, reunió a su alrededor a muchos de los mejores artistas y escritores, y poetas como Jacob, Cendrars y Reverdy formaron parte de su círculo. A menudo, la obra de estos tres escritores, junto a la de Apollinaire, se ha descrito como cubista. Aunque existen grandes diferencias entre ellos, tanto en metodología como en tono, comparten cierto punto de vista, sobre todo en lo que respecta a los fundamentos epistemológicos de sus obras. Simultaneidad, yuxtaposición y un precario sentido de la realidad: los cuatro emplean los mismos recursos, aunque cada uno de ellos lo hace con un objetivo distinto.
Cendrars, más incisivo y voluptuoso que Apollinaire, señaló que «todo lo que me rodea se mueve» y su obra oscila entre las dos ideas implícitas en esta afirmación: por un lado la exaltada disputa de sensaciones en obras como Diecinueve poemas elásticos, y por otro, el realismo fotográfico de sus poemas de viaje (originalmente titulados Kodak, pero cambiados, por presiones de la compañía del mismo nombre, por Documentales), como si cada uno de estos poemas registrara un momento concreto, apenas el tiempo suficiente de apretar el obturador de una cámara. Jacob, cuya obra más perdurable es una colección de poemas en prosa publicada en 1917, El cubilete de los dados, intenta crear una comedia antilírica. Su lenguaje irrumpe continuamente en un territorio lúdico (juegos de palabras, parodias, sátiras) y se regodea en desenmascarar las engañosas apariencias. Nada es lo que parece, todo está sujeto al cambio y la metamorfosis ocurre siempre de forma inesperada, con vertiginosa rapidez.
Reverdy, por el contrario, se basa en muchos de estos principios, pero con objetivos mucho más oscuros. En su caso, la acumulación de fragmentos se sintetiza en un enfoque totalmente nuevo de la imagen poética. «La imagen es pura creación de la mente», escribió Reverdy en 1918. «No puede nacer de una comparación, sino de la yuxtaposición de dos realidades más o menos distantes. Cuanto más distante y verdadera sea la relación entre las dos realidades yuxtapuestas, más fuerte será la imagen, mayor su poder emocional y realismo poético.» Los extraños paisajes de Reverdy, que combinan una intensa introspección con una proliferación de datos sensoriales, revelan signos de una continua búsqueda por una totalidad imposible. Pese a su efecto casi místico, sus poemas están arraigados en las minucias del mundo cotidiano; en su ritmo sereno, a veces monótono, el poeta parece desvanecerse, desaparecer en el mundo encantado que él mismo ha creado. El resultado es al mismo tiempo hermoso e inquietante, como si Reverdy hubiera vaciado el territorio del poema para permitir que el lector lo habitara.
Los poemas en prosa de Fargue, cuya obra es anterior a la de los demás poetas de esta antología, suelen crear una atmósfera similar. Fargue es el poeta moderno por excelencia de París, y la mitad de sus poemas están dedicados a esta ciudad. En sus delicadas figuras líricas de memoria y percepción, que evocan a sus predecesores simbolistas, se unen una escrupulosa atención al detalle con una rigurosa subjetividad que transforma la ciudad en un inmenso paisaje interior. El poema de testimonio es al mismo tiempo un poema de remembranza, como si en el acto solitario de ver, el mundo volviera a reflejarse en su fuente solitaria y entonces, una vez más, se revelara al exterior en forma de visión. Con Larbaud, un amigo íntimo de Fargue, también encontramos algunos indicios de la estética de fines del siglo XIX. A. O. Barnabooth, el supuesto autor del mejor libro de poemas de Larbaud (en la primera edición de 1908 el nombre de Larbaud fue intencionalmente borrado de la cubierta), es un rico sudamericano de veinticuatro años, ciudadano naturalizado de Nueva York, huérfano, trotamundos, un joven hipersensible y melancólico, una versión más compasiva y humorística del tradicional héroe-dandy. Como Larbaud explicó más tarde, pretendía inventar un poeta «sensible a la diversidad de razas, pueblos y países; que pudiera encontrar lo exótico en todas partes...; ingenioso e "internacional", en una palabra, alguien capaz de escribir como Whitman, pero en una vena jocosa, y de ofrecer ese tono de irresponsabilidad gracioso y divertido del que carece Whitman». Como en los poemas de Apollinaire y Cendrars, Larbaud-Barnabooth expresa un entusiasmo casi eufórico por los viajes: «por primera vez experimenté el placer de vivir en un compartimiento del Nord-Express...». André Gide escribió, refiriéndose a Barnabooth: «Amo su atolondramiento, su cinismo, su glotonería. Estos poemas, fechados aquí y allí, en todas partes, provocan tanta sed como la lectura de una lista de vinos... En este libro en particular, cada imagen de una sensación, por exacta o dudosa que sea, se convierte en válida por la rapidez con que es reemplazada.» La obra de Saint-John Perse también guarda una evidente similitud con la de Whitman, tanto por la naturaleza de sus estrofas como por la fuerza vibrante y acumulativa de sus largas expresiones sintácticas. Si en cierto sentido Larbaud domestica a Whitman, Saint-John Perse lo conduce más allá del universalismo, en la búsqueda de grandes armonías cósmicas. Dentro de su campo de acción, la voz del poeta resulta mítica, como si, en su atronadora y majestuosa retórica, hubiera nacido con el solo propósito de conquistar el mundo. A diferencia de la mayoría de los poetas de su generación, que hicieron las paces con la temporalidad y usaron la idea de lo efímero como premisa de su obra, los poemas de Saint-John Perse vibran con una necesidad casi platónica de buscar lo eterno. En este sentido, Milosz también se aparta de sus contemporáneos. Estudioso de las teorías de los místicos y los alquimistas, Milosz une el catolicismo y el cabalismo con lo que Kenneth Rexroth ha descrito como un «sensualismo apocalíptico» y su obra se inspira en gran medida en la concepción numerológica de los nombres, la transposición de letras, combinaciones anagramáticas y acronímicas y otras prácticas lingüísticas relacionadas con el ocultismo. Sin embargo, como en los textos de Yeats, los poemas en sí trascienden las restricciones de sus fuentes, revelando, como ha señalado John Peck, «una obsesiva gama de sentimientos, en la cual la melancolía personal es también melancolía por una era crepuscular, ese largo período antes de la primera luz, "cuando las sombras se descomponen"».
Segalen es otro poeta que se resiste a cualquier clasificación. Al igual que Larbaud, que escribió poemas a través de un personaje ficticio, o como Pound, cuyas traducciones se cuentan curiosamente entre sus mejores y más personales obras, Segalen fue más allá en este impulso introspectivo, y se ocultó tras la máscara de otra cultura. Los poemas incluidos en Stèles no son traducciones ni imitaciones, sino poemas franceses escritos por un poeta francés como si fuera chino. Segalen no intenta engañar al lector; en ningún momento niega que los poemas sean originales. Lo que a primera vista parecería una especie de exotismo literario, luego aparece como una poesía de gran interés universal. Al liberarse de las limitaciones de su propia cultura y apartarse de su propio momento histórico, Segalen logra explorar un territorio mucho más amplio; descubrir, en cierto sentido, su personalidad de poeta.
El caso de Jouve es igualmente extraño. Seguidor del simbolismo en su juventud, Jouve publicó varios libros de poesía entre 1912 y 1923. Lo que en 1924 describió como una «crisis moral, espiritual y estética» lo condujo a una ruptura con su obra anterior, prohibiendo que volviera a publicarse. Durante los cuarenta años siguientes, creó una obra prolífica (sus poesías completas superan las mil páginas). Con un enfoque profundamente cristiano, Jouve se preocupa fundamentalmente por el tema de la sexualidad, en su doble cariz de trasgresión y fuerza creativa —«el hermoso poder del erotismo humano»— y su poesía es la primera en Francia que recurre a los métodos del psicoanálisis freudiano. Es una poesía sin precedentes y sin sucesores. Aunque su obra permaneció olvidada durante el período dominado por el surrealismo —lo que significó que el reconocimiento de los logros de Jouve se retrasaran casi una generación—, ahora es considerado uno de los poetas más importantes de la primera mitad del siglo.
Supervielle también recibió la influencia de los simbolistas durante su juventud y quizá sea el más lírico de todos los poetas de su generación. Poeta del espacio, del mundo natural, Supervielle escribe desde una posición de suprema inocencia. «Soñar es olvidar la materialidad del propio cuerpo», escribió en 1951, «y confundir hasta cierto punto el mundo exterior con el interior... A la gente suele sorprenderle que me maraville ante el mundo. Esto se debe tanto a mi insistencia en soñar como a mi mala memoria. Ambas cosas me llevan de sorpresa en sorpresa y me obligan a asombrarme de todo.» Este sentido del asombro puede ser la mejor forma de describir la obra de estos primeros once poetas, todos los cuales comenzaron a escribir antes de la Primera Guerra Mundial. Los poetas de la generación siguiente, sin embargo, que llegaron a la mayoría de edad durante la propia guerra, no tuvieron la oportunidad de gozar de ese inocente optimismo. La guerra no fue simplemente un conflicto entre ejércitos, sino una profunda crisis de valores que transformó la conciencia europea, y los poetas más jóvenes, aunque habían asimilado las lecciones de Apollinaire y sus contemporáneos, se vieron obligados a responder a esta crisis por medios sin precedentes. Hugo Ball, uno de los fundadores del dadaísmo, escribió en su diario en 1917: «Una cultura de mil años se desintegra. No existen pilares, puntales ni cimientos, todos han sido derrumbados... El significado del mundo ha desaparecido.» El movimiento dadaísta, que se inició en Zurich en 1916, fue la respuesta más radical a este desmoronamiento espiritual. Enfrentados a una cultura desacreditada, los dadaístas desafiaron todas sus ideas preconcebidas y ridiculizaron todas sus creencias. Como artistas, atacaron la idea misma del arte, transformando su furia en una especie de duda subversiva, llena de humor sarcástico y premeditada contradicción. «Los verdaderos dadaístas están en contra del dadaísmo», escribió Tzara en uno de sus manifiestos. La cuestión era no aceptar nada por su valor aparente ni tomar nada demasiado en serio, ni siquiera a sí mismos. Las ironías socráticas de las obras de Marcel Duchamp constituyen, quizá, la mejor expresión de esta actitud. En el ámbito de la poesía, Tzara no fue menos audaz o rebelde. Ésta es la receta para un poema dadaísta: «Coja un periódico. Coja unas tijeras. Elija un artículo del largo que desea para el poema. Recorte el artículo. Luego corte con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y póngalas en una bolsa. Agite con suavidad. Después extraiga los recortes de la bolsa uno a uno y cópielos rigurosamente en el orden en que los sacó. El poema se parecerá a usted. Ya lo tiene; será usted un escritor infinitamente original, con una fascinante sensibilidad, que desafiará la comprensión de la gente vulgar.» Si bien ésta es la poesía del azar, no debe ser confundida con la estética de una composición aleatoria. El método propuesto por Tzara es un asalto a la santidad de la Poesía, y no intenta elevarse a la posición de un ideal artístico. Su función es puramente negativa. Estamos ante la más temprana encarnación del antiarte, la «antifilosofía de las acrobacias espontáneas».
Tzara se mudó a París en 1919 e introdujo el dadaísmo en los círculos artísticos franceses. Breton, Aragon, Éluard y Soupault participaron en este movimiento, que, como era inevitable, duró apenas unos años. Un arte de total negación no puede sobrevivir, pues, a la larga, sus ansias de destrucción acabarán con él mismo. Sin embargo, el surrealismo fue posible gracias a su inspiración en las ideas y posturas del dadaísmo. En 1924, Breton escribió en su primer manifiesto: «El surrealismo es puro automatismo psíquico, cuya intención es expresar verbalmente, a través de la escritura o de otros medios, el proceso verdadero del pensamiento y del dictado de pensamientos, en ausencia de todo control ejercido por la razón y fuera de toda preocupación moral o estética. El surrealismo se basa en la fe en la realidad superior de ciertas formas de asociación previamente desdeñadas; en la omnipresencia del sueño y en el juego indiferente del pensamiento.» Al igual que el dadaísmo, el surrealismo no se presentó a sí mismo como un movimiento estético. Equiparando la llamada de Rimbaud a cambiar la vida con la arenga de Marx a cambiar el mundo, los surrealistas pretendieron empujar a la poesía, en palabras de Walter Benjamin, «más allá de los últimos confines de la posibilidad». Era un intento por desmitificar el arte, por borrar las distinciones entre el arte y la vida y usar los métodos artísticos para explorar las posibilidades de la libertad humana. Para expresarlo en una nueva cita de Benjamin, tomada de su profético ensayo sobre los surrealistas publicado en 1929: «Desde Bakunin, Europa ha carecido de un concepto radical de la libertad. Los surrealistas tienen uno. Son los primeros en destruir el ideal liberal-moral-humanista de la libertad, porque están convencidos de que la libertad, que en este mundo sólo puede comprarse con los más duros sacrificios, debe ser disfrutada sin restricciones, en toda su plenitud, sin ningún tipo de cálculo programático, todo el tiempo que dure.» Por esta razón, el surrealismo tuvo una relación estrecha con la política de la revolución (una de sus revistas llegó a llamarse El surrealismo al servicio de la revolución), coqueteó con el Partido Comunista y simpatizó con el Frente Popular, aunque siempre se negó a perder su identidad convirtiéndose en un movimiento puramente político. La historia del surrealismo está marcada por disputas constantes sobre sus principios, en las que Breton sostenía una posición intermedia entre los grupos activistas y los estetas, aunque a menudo debía cambiar de postura para mantener un programa coherente para el surrealismo. De todos los poetas asociados al movimiento, sólo Péret permaneció fiel a Breton hasta el final. Soupault, contrario por naturaleza a la idea de movimientos literarios, perdió interés en 1927. Tanto Artaud como Desnos fueron expulsados en 1929, Artaud por oponerse al interés del surrealismo en política y Desnos por su supuesta traición a la integridad al trabajar como periodista. Aragon, Tzara y Éluard se afiliaron al Partido Comunista en la década de los treinta. Queneau y Prévert se separaron amistosamente después de una breve asociación. Daunal, cuya obra era considerada próxima a las ideas del surrealismo por el propio Breton, declinó la invitación de unirse al grupo. Char, diez o doce años más joven que la mayoría de los primeros miembros, se unió al movimiento en sus principios, pero más tarde rompió con él y escribió lo mejor de su obra durante y después de la guerra. La relación de Ponge con el surrealismo fue periférica y Michaux, en cierto sentido el más surrealista de los poetas franceses, nunca tuvo nada que ver con el movimiento.
Esta misma confusión se plantea cuando uno examina la obra de estos poetas. Si el principio implícito de la composición surrealista es el «puro automatismo psíquico», sólo Péret parece haberlo respetado rigurosamente al escribir sus poemas. Resulta interesante comprobar que su obra es la menos trascendente de las de todos los surrealistas; destacable más por su efecto cómico que por revelar la «belleza convulsiva» que Breton concebía como el objetivo de la literatura surrealista. Incluso en la poesía de Breton, con cambios abruptos y asociaciones inesperadas, existe una corriente retórica implícita y coherente que hace que los poemas se enlacen como productos de un minucioso razonamiento. En el caso de Tzara, el automatismo también cumple la función de recurso retórico. Es un medio de descubrimiento, no un fin en sí mismo. En sus mejores obras —en especial en el largo y polifacético El hombre aproximado—, un torrente de imágenes se organiza en un argumento casi sistemático mediante la repetición y la variación, desplegándose en forma de composición musical.
Soupault, por otra parte, es sin duda un artesano consciente. Su poesía, pese a sus limitaciones, demuestra un encanto y una humildad de las que otros surrealistas carecen. Es un poeta intimista y patético, que a veces evoca extrañamente a Verlaine, y aunque sus poemas no despiertan la fascinación de los de Tzara o Breton, son más accesibles y directos, más puramente líricos. Del mismo modo, Desnos es un poeta de lenguaje sencillo, cuya obra a menudo logra una sorprendente intensidad lírica. Su producción abarca desde sus primeros experimentos con el lenguaje (diestros y a menudo asombrosos juegos de palabras) a poemas de amor de rima libre y enorme intensidad o largos poemas narrativos y obras de formas tradicionales. En un ensayo publicado un año antes de su muerte, Desnos describió su obra como un intento por «fundir el lenguaje popular, incluso el más coloquial, con una atmósfera inexpresable; con un uso vital de imágenes, como para anexionarnos aquellos dominios que... siguen siendo incompatibles con esa perversa, pestilente dignidad poética que rezuma indefinidamente de las lenguas...».
Con Éluard, supuestamente el mejor poeta surrealista, el poema de amor adquiere un valor metafísico. Su lenguaje, tan límpido como el de Ronsard, está construido en estructuras sintácticas de extrema simplicidad. Éluard usa la idea del amor en su trabajo para reflejar el propio proceso poético, tanto para evadirse del mundo como para comprenderlo. Es esa parte irracional del hombre la que une lo interior con lo exterior, enraizado en la materia física y sin embargo trascendental, creando ese espacio exclusivamente humano donde el hombre puede descubrir su libertad. Estos mismos temas están presentes en la obra posterior de Éluard, en particular en los poemas escritos durante la ocupación alemana, en que la noción de libertad se desplaza del ámbito de lo individual al de un pueblo entero.
Mientras la obra de Éluard puede leerse como un todo con continuidad, la trayectoria de Aragon se divide en dos períodos claros. El más militante y provocador de los dadaístas franceses también desempeñó un papel preponderante en el desarrollo del surrealismo y, después de Breton, fue el teórico más activo del grupo. Atacado por Breton a principios de la década de los treinta por el creciente tono panfletario de su poesía, Aragon se separó del movimiento y se unió al Partido Comunista. No volvió a escribir poesía hasta después de la guerra y entonces lo hizo en un estilo completamente diferente. Obtuvo la fama en su país con los poemas de la resistencia, notables por su fuerza y elocuencia, pero muy tradicionales en su forma, compuestos en su mayor parte en versos alejandrinos y estrofas con rima.
Aunque Artaud fue uno de los primeros miembros del movimiento surrealista (durante un tiempo llegó a dirigir el Bureau Central de Investigaciones Surrealistas), y durante ese período escribió algunas de sus obras más importantes, es un escritor tan alejado de las normas tradicionales de la literatura que es inútil intentar clasificar su obra dentro de cualquier categoría. En realidad, Artaud no es un poeta propiamente dicho, y sin embargo ha ejercido más influencia en los poetas que le sucedieron que cualquier otro escritor de su generación. «Cuando otros presentan sus obras», escribió, «yo afirmo que no hago otra cosa que mostrar mi mente.» Su propósito como escritor nunca fue el de crear objetos estéticos —obras que pudieran separarse de su creador—, sino señalar el estado de lucha física y mental, donde «las palabras se pudren en la llamada inconsciente del cerebro». Para Artaud, no hay una división entre la vida y la escritura; la vida no como biografía, sino tal como es vivida en la intimidad del cuerpo, en la sangre que corre por nuestras venas. En ese sentido, Artaud podría ser un poeta primitivo, pues su obra describe el proceso del pensamiento y el sentimiento antes de la llegada del lenguaje, antes de la posibilidad del habla. Es al mismo tiempo un grito de sufrimiento y un desafío a todas nuestras ideas preconcebidas sobre la finalidad de la literatura.
Ponge también ocupa un lugar especial entre los escritores de su generación, aunque de una forma muy distinta a la de Artaud. Es un escritor de elevados valores clásicos, y su obra —casi toda escrita en prosa— es prístina en su claridad, muy sensible a los matices y a los orígenes etimológicos del lenguaje, que Ponge ha descrito como la «densidad semántica» del lenguaje. Ponge inventa una nueva forma de escribir, una poesía del objeto que es al mismo tiempo un método de contemplación. Llena de descripciones minuciosamente detalladas, imbuidas de un refinado humor irónico, su obra se desarrolla como si el objeto analizado no existiera en forma de palabra. Por consiguiente, la función primordial de un poeta es el acto de ver como si nadie hubiera visto el objeto antes, para que éste tenga «la fortuna de nacer en las palabras».
Como Ponge, que a menudo se ha resistido a la insistencia de los críticos en clasificarlo como poeta, Michaux es un escritor cuya obra trasciende las limitaciones de un género. Sus textos, que oscilan libremente entre prosa y verso, tienen un aire espontáneo, casi fortuito, que los sitúa más allá de las pretensiones y trivialidades del arte ilustre. Jamás un escritor francés ha dado tanta rienda suelta a su imaginación. Sus mejores obras están ambientadas en países imaginarios y pueden leerse como un extraño tipo de antropología de los estados interiores. Aunque a menudo ha sido comparado con Kafka, Michaux no se asemeja tanto al Kafka de las novelas y los cuentos, como al de los cuadernos y las parábolas. Como Artaud, Michaux escribe con una especie de urgencia, como si en el acto creativo se ocultaran una necesidad y un riesgo personal. Como escribió al principio de su carrera, refiriéndose a su poesía: «Yo escribo para mí mismo y en un estado de arrobamiento: a) a veces para liberarme de la insoportable tensión o por una sensación de desamparo no menos dolorosa; b) a veces para un compañero imaginario, para una especie de alter ego a quien honestamente deseo mantener informado sobre una extraordinaria transición en mí o en el mundo, que yo, habitualmente olvidadizo, alguna vez creí redescubrir en, por así decido, su virginidad; c) deliberadamente, para sacudir todo lo petrificado y establecido, para inventar.., Los lectores me preocupan. Escribo, si os place, para el lector desconocido.»
El enfoque de Daumal es igualmente independiente. Serio estudioso de las religiones orientales, sus poemas reflejan una obsesión por el abismo entre la vida física y la espiritual. «El absurdo es la forma más pura y elemental de la existencia metafísica», escribió, y en su obra densa y visionaria los espejismos de las apariencias se desmoronan sólo para convertirse en nuevos espejismos. «Los poemas revelan una obsesión por la... conciencia de una muerte inminente», ha señalado Michael Benedikt, «vista como el "doble" perdido hace mucho tiempo; y también por una personificación de la muerte como una especie de madre siniestra, un ser exigente, ávido por encontrar seres a quienes extinguir, aunque sólo para imponerles, perversamente, la carga de una nueva metamorfosis.» Daumal es considerado uno de los principales precursores del «Colegio de Patafísicos», una sociedad literaria ficticia y secreta, inspirada por Alfred Jarry, que incluía entre sus miembros a Queneau y a Prévert. El humor es el motor de la obra de estos dos poetas. En el caso de Queneau, se trata de un humor lingüístico, basado en complejos juegos de palabras, parodias, fingida estupidez y el empleo de una jerga coloquial. En su famosa obra en prosa Ejercicios de estilo, publicada en 1947, se ofrecen noventa y nueve versiones de un mismo hecho mundano, cada una de ellas escrita en un estilo distinto y presentada desde un punto de vista diferente. Al referirse a Queneau, en El grado cero de la escritura, Roland Barthes describió este estilo como «escritura blanca», en que la literatura, por primera vez, se convierte abiertamente en un problema de lenguaje. Si Queneau es un poeta intelectual, Prévert, que también permanece fiel a las pautas del lenguaje coloquial, es un poeta popular, o incluso un poeta populista. Ningún escritor ha tenido un público mayor en Francia desde la Segunda Guerra Mundial y muchas de las obras de Prévert se han convertido en exitosas canciones. Anticlerical, antimilitarista, políticamente rebelde y defensor de una forma sentimentalista de amor entre el hombre y la mujer, Prévert encarna una afortunada unión entre la poesía y la cultura de masas, y más allá del encanto de su obra, es un valioso testimonio del gusto popular francés.
Aunque el surrealismo continúa vivo como movimiento literario, su período de mayor influencia e importancia literaria acabó con la Segunda Guerra Mundial. Césaire se destaca como el escritor más notable de la segunda generación de surrealistas, la de los poetas que se inspiraron en los métodos del movimiento. Césaire, nativo de la Martinica, fue uno de los primeros escritores negros reconocidos en Francia, fundador del movimiento de la négritude —que defiende la originalidad y dignidad de la cultura y la identidad de los negros—, y protegido de Breton, que descubrió su obra a finales de la década de los años treinta. Como ha escrito el poeta sudafricano Mazisi Kunene refiriéndose a Césaire: «Para él, el surrealismo era un instrumento lógico con el cual destruir las formas restrictivas del lenguaje que santificaba los valores burgueses racionalistas. La ruptura de las pautas del lenguaje coincidía con su propio deseo de acabar con el colonialismo y con todas las formas de opresión.» La poesía de Césaire encarna, de un modo tal vez mucho más vital que la de los surrealistas franceses, la doble aspiración de una revolución política y estética, ambas inseparablemente unidas.
Sin embargo, para muchos de los poetas que comenzaron a escribir en la década de los años treinta, el surrealismo constituyó una verdadera tentación. Follain, por ejemplo, cuya obra resulta muy atractiva para el público norteamericano (ha merecido mayor número de traducciones que cualquiera de los otros poetas recientes franceses), es un poeta de lo cotidiano, y en sus textos breves y exquisitamente elaborados, encontramos un análisis del objeto tan serio y audaz como el de Ponge. Follain es sobre todo un poeta de la memoria («En los campos / de su eterna infancia / vaga el poeta / deseando no olvidar nada»), y sus evocaciones del mundo visto a través de los ojos de un niño encierran una cualidad trémula y epifánica de verdad psicológica. En Guillevic encontramos una forma similar de realismo y la misma atención al detalle superficial. Con una visión materialista del mundo y métodos nada retóricas, Guillevic ha creado un mundo de objetos, pero donde los objetos resultan problemáticos, conforman una realidad no explícita, por la que es necesario luchar. Frénaud, por otra parte, aunque asociado a menudo con Follain y Guillevic, es un poeta mucho más romántico que sus dos contemporáneos. Con su lenguaje efusivo y sus preocupaciones metafísicas, con frecuencia ha sido comparado con los existencialistas por su insistencia en que el mundo es una creación del hombre. Sin ninguna fe en la realidad (El paraíso no existe, dice el título de una de sus compilaciones), la fuerza de la obra de Frénaud no reside en el reconocimiento del absurdo sino en su intento de encontrar una base de valores positivos dentro de ese absurdo.
Si la Primera Guerra Mundial constituyó un hecho crucial para la poesía de la década de los años treinta, la influencia de la Segunda Guerra Mundial en la poesía escrita en Francia durante las décadas de los cuarenta y cincuenta no fue menos decisiva. La derrota militar de 1940 y la ocupación nazi figuran entre los momentos más sórdidos de la historia francesa. El país había sido devastado tanto en el plano económico como en el emocional. En medio de este desorden, la poesía madura de René Char surgió como una revelación. Aforística, fragmentaria, estrechamente vinculada al pensamiento de Heráclito y los presocráticos, la poesía de Char es a la vez una proclamación lírica de correspondencias naturales y una reflexión sobre el propio proceso poético. Inspirada en un paisaje austero (casi siempre el de la Provenza natal de Char) y elaborada en un lenguaje crudo, es una poesía que no intenta documentar o evocar sentimientos, sino reflejar la continua lucha de las palabras por arraigarse en el mundo. Char escribe desde una postura de profundo compromiso existencial (fue un importante jefe de campaña en la resistencia) y su obra está llena de alusiones a nuevos comienzos, imbuida de la necesidad de rescatar a la vida de las ruinas.
Los mejores poetas de la generación de la posguerra comparten las mismas preocupaciones. Bonnefoy, Du Bouchet, Jaccottet, Giroux y Dupin, todos nacidos a intervalos de cuatro años entre sí, manifiestan en su obra un prudente hermetismo que se caracteriza por una gama de imágenes voluntariamente reducida, gran inventiva sintáctica y una negativa a plantear interrogantes que no sean esenciales. Bonnefoy, el más clásico y con mayor orientación filosófica de los cinco, se ha preocupado de rastrear en su obra la realidad que ronda «el abismo de las apariencias ocultas». «La poesía no se interesa por la forma del mundo», señaló una vez, «sino por el mundo en que se convertirá este universo. La poesía habla sólo de presencias... o de ausencias.» Du Bouchet, por el contrario, es un poeta que rehuye cualquier forma de abstracción. Su obra, quizá la aventura más radical de la poesía francesa reciente, se basa en un minucioso interés por los detalles fenomenológicos. Libre de metáforas, casi carente de imágenes y concebida en un lenguaje de concisión brusca y paratáxica, sus poemas se mueven en un paisaje casi estéril, un «yo» parlante en la búsqueda constante de sí mismo. Una página de Du Bouchet constituye un espejo de su viaje, siempre dominada por el espacio en blanco, como si las pocas palabras presentes emergieran de un silencio que inevitablemente volverá a reclamarlas.
De todos estos poetas, Dupin es sin duda el de mayor riqueza verbal. Sucintamente contenidos, enunciados en imágenes que bullen con oculta violencia, sus poemas resultan deslumbrantes tanto por su energía como por su angustia. En un poema titulado «Líquenes», escribe: «cada mazorca de maíz, cada gota de sangre habla su lenguaje y sigue su camino. La antorcha que alumbra el abismo, que lo cierra, es también un abismo». Jaccottet y Giroux son mucho más sutiles. Los breves poemas de Jaccottet inspirados en la naturaleza, que en cierto modo responden a la estética del imaginismo, rezuman una calma oriental que en cualquier momento puede estallar en el resplandor de una epifanía. Como escribió Jaccottet, «para los que vivimos rodeados de esquemas y máscaras intelectuales, ahogándonos en la prisión que nos han erigido, el ojo del poeta es el ariete que derriba los muros y nos devuelve, aunque sólo sea por un instante, la realidad, y con ella una posibilidad de vida». Giroux, un poeta de gran talento lírico, murió prematuramente en 1973 y publicó un solo libro en toda su vida. Los poemas breves de ese volumen son obras serenas y profundamente reflexivas sobre la realidad poética, exploraciones del espacio existente entre el mundo y las palabras, y han ejercido una gran influencia en muchos poetas jóvenes.
Sin embargo, este hermetismo no está presente en la obra de todos los poetas de la posguerra. Dadelsen, por ejemplo, es un poeta expansivo, mono lógico y heterogéneo, que recurre con frecuencia al lenguaje coloquial. En lo que va de siglo, ha habido muchos poetas católicos en Francia (La Tour du Pin, Emmanuel, Jean-Claude Renard y Mambrino son ejemplos recientes), pero pese a ser el menos conocido, quizá sea Dadelsen quien, en su atormentada búsqueda de Dios, mejor representa los límites y peligros de la conciencia religiosa. Marteau, por otro lado, toma muchas imágenes de los mitos, y aunque sus preocupaciones a menudo coinciden con las de Bonnefoy y Dupin, por ejemplo, su obra es menos introspectiva que la de ellos y no insiste tanto en las luchas y paradojas de la expresión como en revelar la presencia de las fuerzas arquetípicas del mundo.
Los libros de Jabes son los más destacables de los publicados a comienzos de la década de los sesenta. Después de 1963, cuando apareció El libro de las preguntas, Jabes publicó obras notables, que han merecido comentarios como los de Jacques Derrida de que «en los últimos diez años no se ha escrito nada en Francia que no tenga un precedente en alguno de los textos de Jabes». Jabes, un judío egipcio que publicó varios libros de poesía en los años cuarenta y cincuenta, se ha revelado como un excelente escritor con su obra más reciente, escrita en Francia después de su expulsión de El Cairo durante la crisis de Suez. Resulta casi imposible definir sus libros. Sin ser novelas ni poesía, ni ensayos ni obras dramáticas, constituyen una combinación de todos estos géneros, un mosaico de fragmentos, aforismos, diálogos, canciones y comentarios que giran indefinidamente alrededor de la cuestión fundamental planteada en cada libro: cómo decir aquello que no puede decirse. Se trata del holocausto judío, pero también de una cuestión literaria. A través de un sorprendente salto de la imaginación, Jabes trata ambos temas como si fueran uno solo: «He hablado de la dificultad de ser judío, que es la misma dificultad de escribir; pues el judaísmo y el acto de escribir implican la misma espera, la misma esperanza, el mismo desgaste.» Esta determinación de conducir la poesía a un territorio inexplorado, de quebrantar las distinciones establecidas entre prosa y verso, es quizá la característica más sorprendente de la generación de poetas jóvenes actuales.
En el caso de Deguy, por ejemplo, la poesía surge de cualquier cosa, se inspira en una amplia gama de materiales: desde el lenguaje técnico de la ciencia y las abstracciones filosóficas hasta las complejas construcciones lingüísticas. En Roubaud, la búsqueda de formas nuevas ha engendrado libros de estructuras intrincadas (uno de sus volúmenes, Σ, se basa en las permutaciones del juego japonés del go) y estas formas inventadas son aprovechadas con gran destreza, no como fines en sí mismos sino como medios para ordenar los fragmentos que las componen, de situar las diversas partes en un contexto más amplio y conferirles una coherencia que no tendrían por sí solas.
Pleynet y Roche, dos poetas estrechamente ligados a la conocida revista Tel Quel, han llevado la idea de antipoesía a una posición de extrema combatividad.
Pleynet, publicada en 1964, es un buen ejemplo de esta actitud: I. UNO NO PUEDE SABER CÓMO ESCRIBIR SIN SABER POR QUÉ LO HACE. II. EL AUTOR DE ESTA ARS POETICA NO SABE CÓMO ESCRIBIR, PERO LO HACE. III. LA PREGUNTA DE «CÓMO ESCRIBIR» RESPONDE A LA DE «POR QUÉ ESCRIBIR» Y A LA DE «QUÉ ES ESCRIBIR». El enfoque de Roche se opone aún más a las ideas convencionales de la literatura. «La poesía es inadmisible», ha escrito. Y en otra parte: «... la lógica de la literatura moderna exige que uno fomente con energía la agonía de (esta) obsoleta ideología simbolista. Escribir sólo puede simbolizar lo que realmente es según el papel que desempeña, en su "sociedad", dentro del contexto de su uso. Debe limitarse a eso.»
Esto no significa, sin embargo, que no continúen escribiéndose breves poemas líricos en Francia. Delahaye y Denis, sin haber cumplido aún los cuarenta años, han creado obras importantes en este estilo más familiar, explotando un paisaje que ya había sido delineado por Du Bouchet y Dupin. Por otra parte, muchos poetas jóvenes, después de asimilar y transmutar las cuestiones planteadas por sus predecesores, están creando un tipo de obra al mismo tiempo original y exigente en su insistencia sobre la textualidad de la palabra escrita. Aunque existen diferencias significativas entre Albiach, Royet-Journoud, Daive, Hocquard y Veinstein, todos comparten el mismo punto de vista en un aspecto fundamental de su obra. Su medio como escritores no es el poema individual ni las secuencias de poemas, sino el libro. Tal como Royet-Journoud señaló en una entrevista reciente: «Mis libros consisten en un solo texto, cuyo género no puede definirse... Yo escribo un libro y creo que la idea de género oscurece el libro como tal.» Esto es igualmente válido en la apasionada obra psicoerótica de Daive, en los graciosos e irónicos recuerdos de Hocquard y en los teatros minimalistas del proceso creativo de Veinstein, así como en las obsesivas «novelas policíacas» del lenguaje de Royet- Journoud. Este tipo de composición puede encontrarse en el Etat, de Albiach, aparecido en 1971, sin duda la mejor obra publicada hasta el momento por esta generación de jóvenes. Como ha escrito Keith Waldrop: «El poema —una pieza única— no se desarrolla en imágenes... o a través de una trama... El argumento, si existe, puede incluir las siguientes propuestas: 1) el lenguaje cotidiano depende de la lógica, pero 2) en ficción, no es necesario que una palabra determinada siga a cualquier otra, de modo que 3) al menos es posible imaginar una elección libre, una sintaxis generada por el deseo. Etat es la "épica"... de ese acto imaginario. Establecer semejante argumento... implicaría renunciar al proyecto entero. Pero no se presenta una serie de emociones ". el poema se compone con cuidado; y si bien Anne-Marie Albiach rechaza la racionalidad, escribe con gran inteligencia...»
IV
...con la convicción de que, en definitiva, traducir es una locura.
MAURICE BLANCHOT
Cuando me embarqué en el proyecto de editar esta antología, un amigo me dio un valioso consejo. Jonathan Griffin, que fue agregado cultural de la embajada británica en París después de la guerra y ha traducido varios libros de De GaulIe así como a varios poetas, desde Rimbaud a Pessoa, ha vivido lo suficiente para saber más que yo de estas cosas. Las antologías, según me dijo, tienen dos tipos de lectores: los críticos, que juzgan la obra por lo que no se ha incluido en ella, y los lectores comunes, que la leen por lo que contiene. Me recomendó tener presente sobre todo a este segundo grupo. Los críticos, después de todo, tienen la función de criticar y de todos modos ya están familiarizados con el material. Lo importante es recordar que la mayoría de la gente leerá a estos poetas por primera vez. Ellos son los que se beneficiarán más de la antología.
Durante los dos años que me ha llevado organizar este libro, a menudo he recordado estas palabras. Sin embargo, con frecuencia me ha resultado difícil tenerlas en cuenta, pues yo mismo soy demasiado consciente de lo que no he incluido en esta antología. Mi proyecto original era presentar un testimonio de la obra de al menos cien poetas. Tenía intenciones de mostrar algunos textos extravagantes, además de otros más convencionales, incluir ejemplos de poesía concreta y sonora, varios poemas colectivos y ofrecer diversas traducciones cuando existiera más de una versión correcta de un poema. A medida que progresaba en mi trabajo, me di cuenta de que era una empresa imposible. Me enfrentaba a la desgraciada tarea de introducir un elefante en la jaula de un zorro. De mala gana, cambié mi enfoque del libro. Entre ofrecer fragmentos de poemas de muchos poetas u obras importantes de un grupo reducido, era obvio que la segunda opción resultaba más inteligente y coherente. En lugar de imaginar todo lo que me habría gustado ver en la antología, intenté pensar en lo que sería inconcebible no incluir. De ese modo, reduje gradualmente la lista a cuarenta y ocho. Fueron decisiones difíciles para mí y aunque creo que la selección final fue la más adecuada, me apena no haber podido incluir a algunos poetas3.
Sin duda, algunos se preguntarán por otras exclusiones. Para concentrar el libro en la poesía del siglo XX, resolví comenzar la antología en un punto de partida concreto, el año 1876. No incluiría en la antología a ningún poeta nacido antes de esa fecha. Esto me permitía resolver el problema que me planteaban poetas como Valéry, Claudel, Jammes y Péguy, todos los cuales comenzaron a escribir a finales del siglo XIX y siguieron haciéndolo en el XX. Aunque su obra coincide cronológicamente con la de muchos de los poetas de esta antología, su espíritu parece pertenecer a una época anterior. Al mismo tiempo, 1876 era un año que me permitía incluir a ciertos poetas cuya obra era esencial para mi proyecto, en especial Fargue, Jacob y Milosz.
Con respecto a las versiones inglesas de los poemas, siempre que ha sido posible me he valido de versiones ya existentes. He querido destacar el trabajo de traducción de los poetas norteamericanos y británicos durante los últimos cincuenta años y el material disponible era tan abundante (gran parte oculto en viejas revistas y ediciones agotadas, otros más accesibles) que no parecía necesario buscar en otra parte. Al reunir las obras de esta antología, mi mayor placer ha sido rescatar algunas traducciones fantásticas de la oscuridad de las bibliotecas y archivos de microfilms: la traducción de Aragon por Nancy Cunnard, la de Cendrars por John Dos Passos, la de Ponge por Paul Bowles y las realizadas por Eugene y Maria Jolas (los redactores de transition), por mencionar sólo algunas. También debo destacar las traducciones que previamente sólo existían en manuscritos. Las traducciones de Apollinaire por Paul Blackburn, por ejemplo, fueron descubiertas entre sus papeles después de su muerte y se publican aquí por pnmera vez.
Sólo cuando no encontré traducciones disponibles o éstas no me parecieron adecuadas, encargué otras nuevas. En cada uno de estos casos (la versión de Wilbur de «Le Pont Mirabeau», de Apollinaire, la de Lydia Davis de Fargue, la de Robert Kelly de Roubaud, la de Anselm Hollo de Dadelsen, la de Michael Palmer de Hocquard, la de Rosmarie Waldrop de Veinstein, la de Geoffrey Young de Aragon) la selección ha sido cuidadosa. Intenté unir poetas compatibles, de modo que el traductor pudiera aprovechar sus cualidades especiales de poeta al traducir el original al inglés. El resultado fue uniformemente satisfactorio. El «Puente Mirabeau», de Richard Wilbur, por ejemplo, me parece la primera versión inglesa aceptable de este importante poema, la única traducción que logra recrear la sutil cadencia musical del original.
En general, no he seguido ningún método concreto para elegir las traducciones. Algunas son casi adaptaciones, aunque la mayoría permanecen bastante fieles al original. Traducir poesía es, en el mejor de los casos, un arte de aproximación, y no existen reglas fijas sobre lo que funciona o no. Es sobre todo una cuestión de instinto, de oído, de sentido común. Siempre que me vi obligado a elegir entre literalidad y poesía, no vacilé en elegir la poesía. Me pareció más importante ofrecer a aquellos lectores que no saben francés una idea veraz del poema como tal que buscar una versión exacta de cada palabra. La experiencia del poema no reside en cada una de sus palabras, sino en la interacción de esas palabras, la música, los silencios, las formas; y si no le damos al lector la oportunidad de apreciar la experiencia en su totalidad, no logrará captar el espíritu del original. Por esta razón, creo que la poesía debería ser traducida sólo por poetas.
1981
[Traducción de María Eugenia Ciocchini]
EL HIJO DE MALLARMÉ
El segundo hijo de Mallarmé, Anatole, nació el 16 de julio de 1871, cuando el poeta tenía veintinueve años. La llegada del niño se produjo en un momento de crisis económica en la familia. Mallarmé estaba planeando su traslado de Aviñón a París y la mudanza no se concretó hasta noviembre, cuando él y su familia se instalaron en el número 29 de la rue de Moscou y Mallarmé comenzó a dar clases en el Lycée Fontanes.
El embarazo de madame Mallarmé había sido muy difícil y la salud de Anatole durante sus primeros meses de vida fue tan delicada que no parecía que fuera a sobrevivir. «Lo saqué a dar un paseo el jueves», le escribió madame Mallarmé a su marido el 7 de octubre. «Me pareció que su cara pequeña y bonita recuperaba algo de color... Lo dejé triste y desconsolado, incluso temiendo no volver a verlo, aunque ahora todo depende de Dios, pues el médico no puede hacer nada más; pero ¡Qué triste tener tan poca esperanza en la recuperación de esta querida personita!» Sin embargo, la salud de Anatole mejoró. Dos años más tarde, en 1873, reaparece en la correspondencia familiar en una serie de cartas desde Alemania, donde la esposa de Mallarmé ha llevado a los niños a visitar a su abuelo materno. «El pequeño está como una flor», escribió. «Tole adora a su abuelo, no quiere dejado, y cuando él se marcha, lo busca por toda la casa.» En esa misma carta, la pequeña Genevieve, de nueve años de edad, añade: «Anatole pregunta por papá todo el tiempo.» Dos años más tarde, en un segundo viaje a Alemania, aparece otro testimonio de la robusta salud de Anatole, pues después de recibir una carta de su esposa, Mallarmé escribió orgulloso a su amigo Cladel: «Anatole se defiende con una lluvia de piedras y puñetazos de los pequeños alemanes que se empeñan en atacarlo en grupo.» Un año después, en 1876, Mallarmé se ausentó de París por unos días y recibió estas líneas de su mujer: «Totol es un niño malo. La noche en que te fuiste no se percató de tu ausencia; sólo cuando lo llevé a la cama te buscó por todas partes para darte las buenas noches. Ayer no preguntó por ti, pero esta mañana el pobrecillo te buscó por toda la casa, incluso quitó las mantas de tu cama, esperando encontrarte allí.» En agosto de ese mismo año, durante otra de las breves ausencias de Mallarmé, Genevieve le escribió a su padre para agradecerle que enviara regalos y señaló: «Tole quiere que le traigas una ballena.» Además de estas pocas referencias a Anatole en las cartas familiares, hay varias menciones a él en la introducción de C. L. Lefevre-Roujon de la Correspondance inédite de Stéphane Mallarmé et Henry Roujon, en especial en relación con tres pequeños incidentes que dan una idea de la personalidad vital del pequeño. En el primero, un extraño vio a Anatole escoltando el barco de su padre y le preguntó: «¿Cómo se llama tu barco?», y Anatole respondió con firmeza: «Mi barco no se llama de ningún modo. ¿Acaso se les pone nombre a los carruajes?» En otra ocasión, Anatole paseaba por el bosque de Fontainebleau con Mallarmé. «Le encantaba el bosque de Fontainebleau y a menudo iba allí con Stéphane ... [Un día], mientras corría por un camino, se topó con una mujer muy bonita, se apartó con cortesía, la miró de arriba abajo con admiración, le guiñó un ojo, chasqueó la lengua, y luego, después de ese homenaje a su belleza, continuó con su paseo infantil» Por último, Lerevre-Roujon relata la siguiente anécdota: «Un día madame Mallarmé se subió a un coche de caballos en París con Anatole y colocó al niño en su regazo para ahorrarse los treinta céntimos del billete. Mientras el coche avanzaba traqueteando, Anatole se sumió en una especie de trance, observando a un sacerdote de cabello cano que leía su breviario. Luego le preguntó con dulzura: "Monsieur l'abbé, ¿Me permitiría besarlo?" El sacerdote, asombrado y conmovido, respondió: "Por supuesto, mi pequeño amigo." Anatole se inclinó y lo besó. Luego, con la voz más suave del mundo, ordenó: ''Ahora, bese usted a mi mamá.» En la primavera de 1879, varios meses después de su octavo cumpleaños, Anatole enfermó de gravedad. La dolencia, diagnosticada como reumatismo infantil, se complicó con una hipertrofia del corazón. Primero le afectó los pies y las rodillas, y luego, cuando los síntomas parecían haber desaparecido, los tobillos, muñecas y hombros. Mallarmé se consideraba responsable del sufrimiento de su hijo, creyendo que le había transmitido una «sangre mala», por una deficiencia hereditaria. A los diecisiete años, él mismo había padecido terribles dolores reumáticos, fiebres altas y fuertes jaquecas, y el reumatismo se había convertido en un problema crónico en su vida.
En abril, Mallarmé se marchó unos días al campo con Genevieve. Su esposa le escribió: «El pobrecillo mártir es un niño muy bueno y de vez en cuando me pide que le enjugue las lágrimas. A menudo me ruega que le diga a su papaíto que le gustaría escribir como él, pero que no puede mover sus pequeñas muñecas.» Tres días más tarde, aquel dolor se trasladó de las manos a las piernas y Anatole pudo escribir unas líneas: «Siempre pienso en ti. Si supieras cómo me duelen las rodillas, mi querido papaíto...»
Durante los meses siguientes, Anatole comenzó a recuperarse. En agosto, la mejoría era considerable. El día 10, Mallarmé escribió a Roben Montesquiou, un amigo reciente que había establecido un vínculo especial con Anatole, para agradecerle que le hubiera enviado un loro al pequeño: «Creo que tu fascinante animalito... ha distraído a la enfermedad de nuestro paciente, que ahora tiene permiso para ir al campo... ¿Has oído desde donde estás... las exclamaciones de alegría de nuestro inválido, que nunca aparta los ojos... de la maravillosa princesa cautiva en su maravilloso palacio, llamada Semíramis por los jardines de piedra que parece reflejar? Me complace pensar que esta satisfacción de un viejo e improbable deseo ha tenido algo que ver con la recuperación del pequeño; por no mencionar... la secreta influencia de la piedra preciosa que fluye continuamente desde el habitante de la jaula al niño... Has sido tan encantador y amable, pese a tus múltiples ocupaciones, que es un gran placer anunciarte, antes que a ningún otro, que creo que pronto todas nuestras preocupaciones habrán quedado atrás.»
En este estado de optimismo, Anatole fue llevado por la familia a Valvins, en el campo. Sin embargo, varios días después, la salud del niño se deterioró bruscamente y estuvo a punto de morir. El 22 de agosto, Mallarmé escribió a su íntimo amigo Henry Roujon: «No me atrevo a dar noticias, porque en esta guerra entre la vida y la muerte que está librando nuestro pobre y adorado pequeño, hay momentos en que me permito la esperanza y me arrepiento de una carta demasiado triste escrita un momento antes, que yo mismo he despachado como un mensajero de malos augurios. Ya no sé nada y no veo nada... de tantas observaciones que he hecho con sentimientos contradictorios. El médico, aunque continúa con el tratamiento de París, se comporta como si tratara con un condenado que sólo necesita consuelo, y cuando lo acompaño hasta la puerta, se niega a concederme el menor atisbo de esperanza. Nuestro querido pequeño come y duerme un poco; respira. Sus órganos han hecho todo lo posible para enfrentarse a su problema de corazón; después de otro enorme ataque, ése es el beneficio que obtiene del campo. Pero la enfermedad, la terrible enfermedad, parece haberse arraigado irremediablemente. ¡Al levantar la manta, te encuentras con un vientre tan hinchado que no puedes soportar mirarlo!
»Ya estamos. No te hablo de mi dolor; ¡No importa dónde intente conducido mi mente, este dolor se resiste a empeorar! Pero qué importancia tiene el sufrimiento, incluso un sufrimiento como éste: lo horrible es... la calamidad misma de que este pequeño ser pueda desaparecer... Confieso que es demasiado para mí; no puedo enfrentarme a esa idea.
»Cuando mi esposa mira a nuestro tesoro, parece ver sólo una enfermedad grave; no debo despojarla del valor que ha encontrado para cuidar al niño en esta quietud. Por lo tanto, he recibido sólo el golpe del veredicto médico.»
En una carta a Montesquiou, escrita el 9 de septiembre, Mallarmé ofrece nuevos detalles: «por desgracia, después de varios días (en el campo), todo... se ensombreció: hemos pasado las horas más duras que nos ha causado nuestro querido inválido, pues los síntomas que creíamos desaparecidos para siempre han regresado; se están afianzando. La vieja mejoría era una farsa... Estoy demasiado atormentado y demasiado absorbido por nuestro pobre pequeño para escribir nada literario, sólo atino a garabatear algunas notas rápidas... Tole habla de ti e incluso se divierte por las mañanas imitando tu voz. El loro, cuyo vientre auroral parece incendiarse con un verdadero oriente de especias, ahora mira al bosque con un ojo y a la cama con el otro, como si sintiera un deseo frustrado por salir de excursión con su pequeño amo».
Para finales de septiembre no había habido ninguna mejoría y Mallarmé centraba sus esperanzas en el regreso a París. El 25 le escribió a su más antiguo amigo, Henri Cazalis: «La noche antes de que llegara tu hermoso regalo, nuestro pobre tesoro estuvo a punto de dejamos, por segunda vez desde el comienzo de su enfermedad. Pese a sufrir tres sucesivos desmayos en la tarde, gracias a Dios, no nos ha abandonado... Nos preocupa su vientre, tan lleno de agua como siempre... El campo nos ha dado todo lo que podíamos esperar, si es que podía damos algo: leche, aire y un paisaje tranquilo para el enfermo. Ahora sólo pensamos en una cosa, en consultar al doctor Peter... Me digo a mí mismo que es imposible que un gran especialista no pueda sacar ventajas de las fuerzas que la naturaleza opone tan generosamente a una enfermedad tan terrible...»
Después del regreso a París, hay dos cartas más sobre Anatole, ambas del 6 de octubre. La primera estaba dirigida al escritor inglés John Payne: «Éste es el motivo de mi largo silencio... En Pascua, hace ya seis horribles meses, mi hijo sufrió un ataque de reumatismo, que después de una falsa convalecencia, ha afectado su pobre corazón con increíble violencia, y lo mantiene entre la vida y la muerte. Nuestro pobre amiguito ha estado a punto de dejamos dos veces... Usted sabe lo unido que estoy a mi familia y puede imaginarse nuestro dolor; este niño, tan encantador y delicado, me ha cautivado de tal modo que aún lo incluyo en todos mis proyectos futuros y en mis sueños más preciados...» La otra carta era para Montesquiou: «Gracias a las enormes precauciones, todo fue bien [en el regreso a París]... pero nuestro tesoro pagó por él con varios días malos que consumieron sus escasas energías. Es víctima de una horrible e inexplicable tos nerviosa... que lo sacude durante todo el día y toda la noche... Sí, estoy fuera de mí, como alguien arrastrado por un viento terrible e interminable. Noches enteras en vela, sentimientos contradictorios de esperanza y súbito temor, han sustituido toda idea de reposo... Mi pequeño hijo enfermo sonríe desde la cama, como una flor blanca que recuerda el sol desvanecido.»
Después de escribir estas dos cartas, Mallarmé fue a llevarlas al correo. Anatole murió antes de que su padre regresara a casa.
Los 202 fragmentos que siguen pertenecían a madame E. Bonniot, la heredera de Mallarmé, y fueron descifrados, editados y publicados en un libro escrupulosamente preparado por el erudito y crítico literario Jean-Pierre Richard, en 1961. En el prólogo de este libro —que incluye un largo estudio de los fragmentos— Richard describe lo que sintió al recibir la suave caja roja que contenía las notas de Mallarmé: por un lado, exaltación, por el otro, cansancio. Aunque profundamente conmovido por estos fragmentos, no estaba seguro de que fuera correcto publicarlos, dada la naturaleza íntima de la obra. Sin embargo, llegó a la conclusión de que cualquier cosa que pudiera contribuir a una mayor comprensión de Mallarmé era válida. «y aunque estas frases no sean más que suspiros», escribió, «eso las hace aún más valiosas. Creo que la misma desnudez de estas notas... hacía deseable su divulgación. De hecho, es útil poner de manifiesto una vez más hasta qué punto la famosa serenidad de Mallarmé estaba basada en impulsos de intensa sensibilidad, en ocasiones bastante cercana al frenesí o al delirio... Tampoco es irrelevante demostrar, por medio de este ejemplo concreto, cómo esta impersonalidad, esta ostentosa objetividad, estaba en realidad vinculada a los cataclismos más subjetivos de una vida.» Una lectura escrupulosa de los fragmentos revelará que son sólo anotaciones para una posible obra: un poema largo en cuatro partes con una serie de temas muy concretos. En una reseña biográfica escrita por Genevieve y publicada en 1926 en un número de la NRF, descubrimos que Mallarmé había proyectado esa obra y luego la había abandonado: «En 1879, tuvimos la enorme desgracia de perder a mi pequeño hermano, una delicada criatura de ocho años. Yo todavía era muy joven, pero el profundo y silencioso dolor que percibí en mi padre me produjo una impresión inolvidable: "Hugo", dijo, "tuvo la dicha de poder hablar [sobre la muerte de su hija]; para mí es imposible".»
Tal como están ahora, estas notas son un texto similar al estilo de los de Ur, los hechos descarnados del proceso poético. Aunque en la página parecen poemas, no deben confundirse con poesía propiamente dicha. Sin embargo, más de cien años después de su creación, están más cerca de nuestra idea actual de poesía que de la de entonces. En ellos descubrimos un lenguaje de contacto inmediato, una sintaxis de cambios abruptos y vertiginosos que logra mantener el sentido, y en su brevedad, la parca presencia de sus términos, encontramos un raro y temprano ejemplo de palabras aisladas, capaces de cubrir los enormes espacios mentales que se abren entre ellas, como si pudieran crearse vínculos inteligibles mediante la fuerza bruta de cada palabra o frase, tan densamente cargados que estas minúsculas partículas de lenguaje pudieran de algún modo saltar, escapándose de sí mismas, y lograran aferrarse al borde del abismo del pensamiento. A diferencia de los poemas acabados de Mallarmé, estos fragmentos tienen un carácter sorprendentemente inmediato. Fieles a los forcejeos del pensamiento, más que a las exigencias del arte —y con una precisión y rapidez asombrosas—, estas notas parecen emerger de un espacio tan íntimo, que es como si pudiéramos oír el ruido de las neuronas de Mallarmé, experimentando cada sinapsis de pensamiento como una sensación física. Si estos fragmentos no pueden leerse como una obra de arte, tampoco deben tratarse como un añadido de eruditos a las obras completas de Mallarmé; pues, a pesar de todo, las notas de Anatole tienen la fuerza de la poesía y al final consiguen un sorprendente sentido de unidad. Son una obra por derecho propio, pero una obra que no puede ser clasificada, que no encaja en ningún género literario preexistente.
El tema de los fragmentos no necesita comentarios. En general, la motivación de Mallarmé parece ser la siguiente: como se siente responsable de la enfermedad que condujo a Anatole a la muerte, por no haberle dado un cuerpo lo bastante fuerte para soportar los golpes de la vida, se obliga a sí mismo a entregarle la única cosa indómita que es capaz de dar: su pensamiento. Quiere transmutar a Anatole en palabras y de ese modo prolongarle la vida. Literalmente, pretende resucitarlo, puesto que la tarea de construir una tumba —una tumba poética— anularía la presencia de la muerte. Para Mallarmé, la muerte es la conciencia de la muerte, no el acto físico de morir. Como Anatole era demasiado joven para comprender su destino (un tema que se repite con insistencia en los fragmentos), era como si aún no hubiera muerto. Seguía vivo en su padre, y sólo cuando Mallarmé muriera, el niño moriría con él. Éste es uno de los más conmovedores relatos de un hombre que intenta aceptar la muerte moderna —o sea, la muerte sin Dios, la muerte sin esperanza de salvación— y revela el significado secreto de la totalidad de la estética de Mallarmé: la elevación del arte a la altura de la religión.
Aquí, sin embargo, la obra no podía escribirse. En ese momento crítico, Mallarmé también fue abandonado por su arte.
Las notas sobre Anatole me producen un efecto similar al del último retrato que pintó Rembrandt de su hijo Titus. Si recordamos la radiante y amorosa serie de lienzos que el artista pintó a lo largo de la infancia del niño, nos resultará casi intolerable contemplar el último cuadro: Titus moribundo, con apenas veinte años y la cara tan demacrada por la enfermedad que parece un viejo. Es importante imaginar lo que Rembrandt debe de haber sentido al pintar el retrato; imaginarlo mirando fijamente a su hijo moribundo e intentando mantener el pulso firme para reproducir su imagen en el lienzo. Si logramos imaginar esta escena en toda su crudeza, nos parecerá casi inconcebible.
En el orden natural de los acontecimientos, los padres no entierran a los hijos. La muerte de un niño es el peor horror para los padres, una afrenta contra todo lo que creemos que podemos esperar de la vida, por poco que esto sea. Porque en esa situación, nos sentimos despojados de todo. A diferencia de Ben Jonson, que consideraba su paternidad como un impedimento para comprender que su hijo había alcanzado «un estado que debería envidiar», Mallarmé no encontró consuelo, sino un abismo; sólo buscó alivio en el proyecto de escribir sobre su hijo, que al final no logró cumplir. La obra murió con Anatole. Y el hecho de que esté inconclusa, la hace tanto más conmovedora e importante para nosotros.
1982
[Traducción de María Eugenia Ciocchini]
EN LA CUERDA FLOJA
La primera vez que vi a Philippe Petit fue en 1971. Paseaba por el boulevard Montparnasse, en París, cuando me encontré con una multitud silenciosa formando un círculo en la acera. Era evidente que en el interior de aquel círculo sucedía algo, y quise saber qué era. Me abrí paso entre varios espectadores, me puse de puntillas y logré ver a un hombre pequeño en el centro. Toda su ropa era negra: zapatos, pantalones, camisa e incluso el aplastado gorro de seda que llevaba en la cabeza. El pelo que sobresalía del sombrero era rubio rojizo y la cara que había debajo era tan pálida, tan desprovista de color, que al principio creí que estaba pintada de blanco.
El joven hacía juegos malabares, montaba en monociclo, realizaba pequeños trucos de magia. Hacía juegos malabares con pelotas de goma, con palos de madera y antorchas encendidas, tanto de pie como sentado en su vehículo de una sola rueda, pasando de una cosa a otra sin interrupciones. Para mi sorpresa, lo hacía todo en silencio. Había dibujado un círculo de tiza en la acera, y mientras evitaba rigurosamente que los espectadores penetraran en ese espacio con un persuasivo gesto de mimo, desarrollaba su actuación con tal energía e inteligencia que era imposible dejar de mirarlo.
A diferencia de otros artistas callejeros, no actuaba para la multitud; más bien, parecía que permitía al público seguir el curso de sus pensamientos, como si nos hiciera partícipes de una profunda e inexpresada obsesión. Sin embargo, en sus actos no había nada personal; todo parecía revelarse de forma metafórica, en una sola etapa, valiéndose del medio del espectáculo. Realizaba sus juegos malabares con meticulosidad y concentración, como si mantuviera una conversación consigo mismo. Elaboraba las combinaciones más complejas —complicadas figuras matemáticas, arabescos de absurda belleza— pero sus gestos conservaban toda la sencillez posible. Oscilaba entre el papel de demonio y el de payaso y producía una fascinación hipnótica. Nadie decía una palabra. Era como si con su propio silencio exigiera silencio a los demás. La multitud lo observaba, y al final de la actuación, todo el mundo le dejaba monedas en el sombrero. Yo nunca había presenciado algo igual.
Volví a ver a Philippe Petit varias semanas después. Era tarde —tal vez la una o las dos de la madrugada— y caminaba por un muelle del Sena, cerca de Notre-Dame. De repente, vislumbré a varios jóvenes que se movían con rapidez en la oscuridad al otro lado de la calle. Llevaban cuerdas, cables, herramientas y pesados bolsos. Curioso, como de costumbre, mantuve el ritmo de su marcha en la acera de enfrente y entonces reconocí a uno de ellos como el malabarista del boulevard Montparnasse. De inmediato supe que iba a suceder algo, aunque no podía imaginar qué.
Al día siguiente, encontré la respuesta en la primera página del lnternational Herald Tribune. Un hombre joven había colocado una cuerda entre las torres de la catedral de Notre-Dame y había caminado, hecho malabares y bailado sobre ella durante tres horas, asombrando a la multitud que lo observaba desde abajo. Nadie sabía cómo había logrado amarrar la cuerda ni cómo había conseguido eludir la atención de las autoridades. Al regresar al suelo, había sido arrestado, acusado de alterar la paz y de varias ofensas más. Gracias a aquel artículo me enteré de su nombre: Philippe Petit. No tenía la menor duda de que él y el malabarista que yo había visto eran la misma persona.
Esta aventura en Notre-Dame me causó una gran impresión y seguí recordándolo durante los años siguientes. Cada vez que pasaba junto a Notre-Dame, evocaba la fotografía del periódico: una cuerda casi invisible extendida entre las enormes torres de la catedral, y allí, justo en el medio, como si estuviera suspendido en el aire por arte de magia, una minúscula figura humana, un punto vivo contra el fondo del cielo. Me resultaba imposible no añadir la evocación de esta imagen a la catedral que se alzaba ante mi vista, como si aquel viejo monumento parisiense, construido tantos años antes para honrar a Dios, se hubiera transformado en otra cosa; pero ¿En qué? Era difícil saberlo, quizás en algo más humano, como si sus piedras llevaran ahora la marca del hombre. Y sin embargo, no había una verdadera marca; yo la había trazado con mi propia mente y existía sólo en mi memoria. Pero, pese a todo, se trataba de una prueba irrefutable: mi percepción de París había cambiado, ya no lo veía del mismo modo.
Por supuesto, caminar sobre una cuerda a tanta distancia del suelo es algo extraordinario. La escena nos produce una emoción casi palpable. De hecho, mucha gente desearía poseer el valor y la habilidad necesarios para hacerla. Sin embargo, el arte del equilibrista nunca se ha tomado en serio. Como suele ser un espectáculo circense, se le asigna automáticamente un carácter marginal. Después de todo, el circo está dedicado a los niños, ¿Y qué saben los niños del arte? Los adultos tenemos mejores cosas en que pensar. Existe el arte de la música, el de la pintura, el de la escultura, el de la poesía, el de la prosa, el del teatro, el de la danza, el de la cocina, incluso el arte de vivir. Pero ¿Y el arte del equilibrismo? La sola expresión parece irrisoria. Si por casualidad la gente se detiene a pensar en el equilibrismo, suele calificarlo como una forma menor de atletismo.
También existe el problema de la promoción. Me refiero a los ridículos despliegues de habilidad, a la vulgar autopropaganda, a la necesidad de publicidad que nos rodea. Vivimos en una época en que la gente parece dispuesta a cualquier cosa para llamar la atención y el público acepta este hecho, confiriendo fama o celebridad a cualquiera lo suficientemente valiente para intentarlo. Como regla general, cuanto más arriesgado es el acto, mayor es el reconocimiento. Cruce el océano en una bañera, esquive cuarenta barriles en llamas montado en motocicleta, arrójese al East River desde el puente de Brooklyn y su nombre saldrá en los periódicos y tal vez le hagan una entrevista o lo inviten a dar una charla. La necedad de estas bufonadas resulta obvia. Prefiero dedicar mi tiempo a mirar a mi hijo montar en bicicleta, aunque aún lleve ruedecitas de entrenamiento.
Sin embargo, el peligro es una parte inherente al equilibrismo. Cuando un hombre camina sobre una cuerda a cinco centímetros del suelo, no respondemos del mismo modo que si lo hace a cincuenta metros de altura. Pero el peligro es sólo una característica del acto. A diferencia del especialista en hazañas arriesgadas, cuyo espectáculo está destinado a enfatizar el peligro, a mantener en vilo al público con una anticipación casi sádica del desastre, el buen equilibrista intenta ahuyentar la idea de la muerte con la belleza del acto que realiza sobre la cuerda y logra que el espectador olvide los riesgos. Con un mínimo de recursos, en un escenario de menos de dos centímetros de profundidad, la función del equilibrista es crear una sensación de libertad infinita. Malabarista, bailarín, acróbata, interpreta en el cielo los actos que otros hombres se contentarían con realizar en el suelo. La intención es al mismo tiempo forzada y perfectamente natural y, en el fondo, su encanto reside en su absoluta inutilidad. Tengo la impresión de que ningún arte enfatiza con semejante claridad el profundo impulso estético que tenemos todos. Cada vez que vemos a un hombre caminar sobre una cuerda, una parte de nosotros está allí arriba con él. A diferencia de los espectáculos de otras artes, la del equilibrismo es directa, simple, no necesita mediadores y no requiere ninguna explicación. El arte es el propio acto, una más pura configuración. Y si encontramos alguna belleza en él, es por el placer que experimentamos al contemplarlo.
Otra cosa que me conmovió del espectáculo de Notre-Dame fue su carácter clandestino. Con la misma escrupulosidad de un ladrón de bancos que planea un golpe, Philippe había preparado su acto en secreto. Nada de conferencias de prensa, publicidad o carteles. La pureza del espectáculo era impresionante, porque ¿Qué esperaba ganar con él? Si la cuerda se hubiera roto o hubiera habido algún fallo en su instalación, habría muerto. Por otra parte, ¿Qué ventajas le traería el éxito? Era obvio que no había ganado dinero con su aventura y ni siquiera había intentado capitalizar aquel breve momento de gloria. Cuando todo acabó, el único resultado tangible de su hazaña fue una breve estancia en una prisión parisiense.
¿Por qué lo hizo? Creo que por la sencilla razón de deslumbrar al mundo con lo que era capaz de hacer. Después de contemplar su austera y turbadora actuación en la calle, supe por intuición que sus motivos no coincidían con los de otros hombres, ni siquiera con los de otros artistas. Con una ambición y una arrogancia proporcional a la inmensidad del cielo, e imponiéndose a sí mismo las más estrictas exigencias, simplemente pretendía hacer lo que era capaz de hacer.
Después de cuatro años en París, regresé a Nueva York en julio de 1974. No supe nada de Philippe Petit durante mucho tiempo, pero el recuerdo de lo ocurrido en París siguió fresco, era una parte permanente de mi mitología interior. Entonces, un mes después de mi regreso, Philippe volvió a aparecer en las noticias, esta vez en Nueva York, con motivo de su célebre caminata entre las torres del World Trade Center. Me alegró saber que Philippe conservaba sus sueños, me hizo sentir que había elegido el momento adecuado para regresar. Nueva York es una ciudad más generosa que París y la gente respondió con entusiasmo a su hazaña. Sin embargo, igual que con la aventura de Notre-Dame, Philippe se mantuvo fiel a su visión. No intentó aprovechar su flamante fama y logró resistir las groseras tentaciones que América siempre está dispuesta a ofrecer. No publicó ningún libro, no hizo ninguna película ni se puso en manos de un empresario. El hecho de que no se enriqueciera a expensas del acto en el World Trade Center era tan insólito como el propio espectáculo; pero la prueba estaba a la vista de todos los neoyorquinos: Philippe continuaba ganándose la vida haciendo juegos malabares en la calle.
La calle era su escenario principal y aún hoy se toma sus actuaciones allí tan en serio como su trabajo de equilibrista. Su carrera comenzó muy pronto. Nacido en una familia francesa de clase media en 1949, aprendió magia solo a los seis años, juegos malabares a los doce y equilibrismo unos años más tarde. Mientras tanto, mientras se entregaba a actividades tan diversas como equitación, alpinismo, pintura y carpintería, logró hacerse expulsar de nueve colegios. A los dieciséis años comenzó un período de viajes constantes alrededor del mundo, actuando como malabarista callejero en Europa occidental, Rusia, India, Australia y Estados Unidos. «Aprendí a vivir de mi ingenio», ha dicho de esos años. «Ofrecía espectáculos de malabarismo en todas partes y para todo el mundo, viajando alrededor del mundo como un trovador con mi viejo saco de piel. Aprendí a huir de la policía en mi monociclo. Pasé más hambre que un lobo; aprendí a controlar mi vida.»
Pero Philippe ha concentrado sus mayores ambiciones en el equilibrismo. En 1973, apenas dos años después de la caminata de Notre-Dame, ofreció otro espectáculo clandestino en Sydney, Australia: extendió su cuerda entre las torres de Harbour Bridge, el puente arqueado de acero más grande del mundo. Después de la caminata en el World Trade Center en 1974, cruzó las Great Falls de Paterson, Nueva Jersey, apareció en televisión andando entre los chapiteles de la catedral de Laon, Francia, e incluso cruzó el estadio Superdome, en Nueva Orleans, en presencia de 80.000 personas. Este último acto tuvo lugar apenas nueve meses después de una caída desde una cuerda inclinada a trece metros de altura, a consecuencia de la cual sufrió fractura de cadera y de varias costillas, hundimiento de pulmón y aplastamiento de páncreas.
Philippe también ha trabajado en el circo. Durante un año constituyó la atracción estelar de los Ringling Brothers Barnum and Bailey y de vez en cuando ha trabajado como artista invitado en The Big Apple Circus de Nueva York. Pero el circo tradicional nunca ha sido el sitio adecuado para el talento de Philippe y él lo sabe. Es un artista demasiado solitario y original para encajar en el restringido mundo de las carpas circenses. Él concede mucha más importancia a sus planes para el futuro: cruzar las cataratas del Niágara, caminar desde el techo del teatro de la ópera de Sydney a lo alto del puente Harbour, un trayecto inclinado de más de ochocientos metros. Como él mismo explica: «No es cuestión de récords o de riesgos. Toda mi vida he buscado los sitios más asombrosos para cruzar —montañas, cataratas, edificios—. Y aunque los lugares más hermosos resulten ser los más largos y peligrosos, yo no los he elegido por eso. Lo que me interesa es el espectáculo, el acto, ese hermoso gesto.»
Cuando por fin conocí a Philippe en 1980, me di cuenta de que la idea que me había hecho de él era acertada. No era un temerario o un especialista en actos arriesgados, sino un artista que podía hablar de su obra con inteligencia y humor. Como me dijo aquel día, no quería que la gente pensara en él como en otro «acróbata estúpido». Habló sobre los textos que había escrito —poemas, relatos sobre sus aventuras en Notre-Dame y el World Trade Center, guiones de cine, un pequeño libro sobre equilibrismo— y yo le dije que me interesaba verlos. Varios días después, recibí por correo un voluminoso paquete de manuscritos. Una nota explicaba que estos textos habían sido rechazados por dieciocho editoriales distintas en Francia y Estados Unidos. Esto no me pareció un obstáculo. Le dije a Philippe que haría todo lo posible para encontrarle un editor y le prometí encargarme de la traducción en caso necesario. Después del placer que me habían proporcionado sus actuaciones en la calle y en la cuerda, era lo menos que podía hacer por él.
Creo que On the Hígh-Wíre es un libro notable. No sólo constituye el primer estudio sobre el equilibrismo, sino que es también un testamento personal. En él se aprende el arte y la ciencia del equilibrismo, el lirismo y las exigencias técnicas de esta actividad. Sin embargo, no debe considerárselo como un libro de enseñanzas prácticas, como un manual de instrucciones. El equilibrismo no se enseña, es algo que uno aprende por sí mismo. Desde luego, alguien que tuviera serias intenciones de dedicarse a esto, jamás recurriría a un libro.
El libro, por lo tanto, es una especie de parábola, un viaje espiritual en forma de tratado. En él, uno siente la presencia del propio Philippe: son su cuerda, su arte, su personalidad los que inspiran el texto. En definitiva, nadie encuentra un sitio en él. Quizás ésta sea la lección más importante del tratado: el equilibrismo es un arte solitario, una forma de abordar la propia vida desde el rincón más oscuro y secreto del yo. Si se lee con atención, el libro se transforma en la historia de una búsqueda, en un relato ejemplar de las ansias de perfección del hombre. En este sentido, está más relacionado con la vida interior que con el equilibrismo. Tengo la impresión de que alguien que haya intentado hacer algo bien, cualquiera que haya hecho sacrificios por un arte o una idea, no tendrá problemas en comprenderlo.
Hasta hace dos meses, nunca había presenciado un acto de equilibrismo de Philippe al aire libre. Sólo había visto una o dos actuaciones en el circo y por supuesto películas y fotografías de sus hazañas, pero ninguna caminata en la cuerda en vivo y al aire libre. Por fin tuve oportunidad de hacerla durante la reciente ceremonia de inauguración de la catedral de Saint John the Divine, en Nueva York. Después de una pausa de varias décadas, iban a reiniciar la construcción de la torre de la catedral. Como una especie de homenaje a los equilibristas de la Edad Media —el joglar de la época de las grandes catedrales francesas—, Philippe había concebido la idea de extender un cable de metal desde un edificio de apartamentos en la avenida Amsterdam a lo alto de la catedral, al otro lado de la calle, un trayecto inclinado de varios centenares de metros. Iría de un extremo al otro y luego ofrecería una llana de plata que sería usada para colocar la primera piedra en la torre.
Los discursos preliminares se prolongaron durante mucho tiempo. Los dignatarios se incorporaron uno tras otro para hablar de la catedral y del acontecimiento histórico que iba a tener lugar. Sacerdotes, funcionarios municipales, el ex secretario de Estado Cyrus Vance, todos pronunciaron discursos. Una gran multitud se había congregado en la calle, sobre todo escolares y gente del vecindario, y era evidente que la mayoría habían venido a ver a Philippe. Mientras se sucedían los discursos, la multitud murmuraba y se movía con impaciencia. El tiempo de finales de septiembre se presentaba amenazador: el cielo era desapacible, de color gris pálido, el viento comenzaba a soplar y unas cuantas nubes de lluvia se agrupaban a lo lejos. Si los discursos se prolongaban mucho, habría que cancelar el acto.
Por fortuna, el tiempo se mantuvo estable y por fin le llegó el turno a Philippe. Despejaron el área de abajo del cable, de modo que los que un momento antes ocupaban el escenario se vieron obligados a trasladarse a un lado con el resto del público. El sentido democrático de esa exigencia me complació. Por casualidad, me encontré pegado a Cyrus Vance en la escalinata de la catedral. Yo con mi desgastada chaqueta de piel, y él con su impecable traje azul; pero eso no parecía tener importancia, estaba tan emocionado como yo. Me di cuenta de que en cualquier otro momento me habría sentido cohibido al estar junto a un personaje tan importante, pero en esa ocasión no fue así.
Hablamos del equilibrismo y de los peligros que Philippe tendría que afrontar. Él parecía estar sinceramente maravillado por la escena y no dejaba de alzar la vista hacia el cable, como yo y los cientos de niños que nos rodeaban. Fue entonces cuando comprendí los aspectos más importantes del equilibrismo: nos reduce a todos a la condición de simples seres humanos. Un secretario de Estado, un poeta, un niño: nos vimos iguales unos a otros y, por consiguiente, parte unos de otros.
Una banda de vientos interpretó una fanfarria renacentista desde algún lugar invisible detrás de la fachada de la catedral y Philippe apareció en el techo del edificio del otro lado de la calle. Iba vestido con un atuendo medieval de raso blanco y el badilejo de plata colgaba de la faja que llevaba a la cintura. Saludó a la multitud con un elegante y enérgico gesto, cogió firmemente con las dos manos su barra de equilibrio y comenzó su lento ascenso sobre el cable. Yo sentí que caminaba con él, paso a paso, y poco a poco las alturas parecieron volverse habitables, humanas, llenas de dicha. Philippe dobló una rodilla y volvió a saludar a la multitud, hizo equilibrio sobre un solo pie, se movió con gestos estudiados y majestuosos, rezumando confianza. De repente llegó a un punto tan lejano de la salida que mi vista perdió contacto con todas las referencias exteriores: el edificio de apartamentos, la calle, el resto de la gente. Estaba casi en línea recta sobre mi cabeza, y cuando me incliné hacia atrás para contemplar el espectáculo, sólo pude ver el cable, Philippe y el cielo. No había nada más. Un cuerpo blanco contra un cielo casi blanco, como si fuera completamente libre. La pureza de aquella imagen resplandeció en mi mente y sigue allí en la actualidad, totalmente presente.
En ningún momento del acto pensé que pudiera caerse. El riesgo, el temor a la muerte, la catástrofe no formaban parte del espectáculo. Philippe había asumido total responsabilidad por su propia vida y yo sentía que nada podría alterar esa resolución. El equilibrismo no es un arte mortal, sino un arte vital, de una vida vivida con plenitud; lo que equivale a decir que la vida no se esconde de la muerte, sino que la mira directamente a los ojos. Cada vez que Philippe se sube a una cuerda, toma posesión de esa vida y la vive en toda su regocijante inmediatez, en toda su dicha.
Ojalá viva hasta los cien años.
1982
[Traducción de María Eugenia Ciocchini]
«CRÓNICA DE LOS INDIOS GUAYAQUÍES»
(Nota del traductor)
Ésta es una de las historias más tristes que conozco. De no haber sido por un pequeño milagro ocurrido veinte años después de su inicio, dudo que hubiera sido capaz de reunir el valor para contarla.
Comienza en 1972. En aquella época yo vivía en París, y, debido a mi amistad con el poeta francés Jacques Dupin (cuya obra había traducido), era un fiel lector de L'Éphémere, una revista literaria financiada por la Galería Maeght. Jacques era miembro del comité editorial, junto con Yves Bonnefoy, André du Bouchet, Michel Leiris, y hasta su muerte, en 1970, Paul Celan. La revista salía cuatro veces al año y, teniendo en cuenta al grupo responsable de su contenido, todo lo que se publicaba en L'Éphémere era siempre de la mayor calidad.
El número vigésimo apareció en primavera y, entre sus colaboraciones habituales de poetas y escritores conocidos, había un ensayo firmado por un antropólogo llamado Pierre Clastres, «De l'Un sans le Multiple» («De lo Uno sin lo Múltiple»). Sólo tenía siete páginas, pero me produjo una inmediata y duradera impresión. No sólo era inteligente, provocador y estaba argumentado con rigor, sino que su estilo era hermoso. La prosa de Clastres parecía combinar el temperamento de un poeta y la hondura mental de un filósofo, y me conmovió su franqueza y humanidad, su total falta de pretensiones. A través de la fuerza de esas siete páginas, comprendí que había descubierto a un escritor cuya obra seguiría en el futuro.
Cuando le pregunté a Jacques quién era esa persona, me contó que Clastres había estudiado con Claude LéviStrauss, que aún no había cumplido los cuarenta, y que se le consideraba el miembro más prometedor de la nueva generación de antropólogos franceses. Había realizado su trabajo de campo en las selvas de Sudamérica, entre las tribus primitivas, aún en la edad de piedra, de Paraguay y Venezuela, y estaba a punto de publicarse un libro acerca de sus experiencias. Cuando al cabo de poco tiempo apareció la Crónica de los indios guayaquíes, enseguida compré un ejemplar.
Creo que es casi imposible no enamorarse de este libro. La meticulosidad y la paciencia con que está escrito, sus incisivas observaciones, su humor, su rigor intelectual, su piedad: todas estas cualidades se refuerzan la una a la otra y lo convierten en una obra importante y memorable. La Crónica no es un árido estudio académico de «la vida entre los salvajes», ni el informe de un mundo extraño en el que el cronista no tiene en cuenta su propia presencia. Es el relato veraz de las experiencias de un hombre, y sólo plantea las preguntas más esenciales: cómo se le comunica la información a un antropólogo, qué tipo de transacciones tienen lugar entre una cultura y otra, bajo qué circunstancias puede mantenerse un secreto. Al presentamos esta civilización desconocida, Clastres escribe con la astucia de un buen novelista. Su atención al detalle es escrupulosa y rigurosa; su capacidad para sintetizar sus ideas en frases coherentes y vigorosas resulta a menudo impresionante. Es de esos raros estudiosos que no vacilan en escribir en primera persona, y el resultado no es sólo un retrato de la gente objeto de su estudio, sino un retrato de sí mismo.
Me trasladé a vivir a Nueva York en el verano de 1974, Y durante varios años intenté ganarme la vida como traductor. Fue una época difícil, y la mayor parte del tiempo apenas conseguía salir a flote. Como tenía que aceptar todo lo que me daban, a menudo me veía obligado a traducir libros de poco o ningún valor. Yo quería traducir buenos libros, implicarme en proyectos que valieran la pena, que no sirvieran sólo para ganarme el pan. La Crónica de los indios guayaquíes figuraba el primero en mi lista, y no dejaba de proponérselo a los distintos editores americanos para los que trabajaba. Tras incontables rechazos, por fin encontré a alguien que estaba interesado. No recuerdo exactamente cuándo fue. A finales de 1975 o principios de 1976, creo, pero podría equivocarme más o menos en medio año. En cualquier caso, se trataba de una editorial nueva que estaba empezando, y todos los augurios parecían buenos. Excelentes redactores, buenos libros contratados, la sensación de que estaban dispuestos a correr riesgos. Poco antes de eso, Clastres y yo nos habíamos estado carteando, y cuando le conté la noticia, se ilusionó tanto como yo.
Traducir la Crónica fue una labor que me hizo disfrutar muchísimo, y una vez acabado el trabajo mi amor por el libro no había menguado un ápice. Le entregué el manuscrito al editor, la traducción fue aprobada, y entonces, cuando todo parecía haber llegado a una conclusión satisfactoria, comenzaron los problemas.
Al parecer, la editorial no era tan solvente como le había hecho creer al mundo. Y peor aún, el editor no era muy honesto a la hora de manejar el dinero. Lo sé porque el dinero que se suponía debía pagar por mi trabajo procedía de una ayuda del CNIS (el Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia) a la editorial, pero cuando quise cobrar, el editor me vino con evasivas, aunque prometió que me pagaría a su debido tiempo. La única explicación que me dio fue que ya se había gastado los fondos en otra cosa.
Por aquellos días yo era tremendamente pobre, y no podía quedarme esperando a que me pagaran. La disyuntiva era comer o no comer, pagar o no pagar el alquiler. Durante las semanas siguientes llamé cada día al editor, pero él siguió dándome largas, esgrimiendo una excusa nueva cada vez. Al final, como ya no podía esperar más, me presenté en su despacho y le exigí que me pagara en el acto. Me salió con otra excusa, pero esa vez no cedí y afirmé que no me marcharía hasta que no me hubiera extendido un cheque por la cantidad que me adeudaba. No creo que llegara a amenazarle, pero cabe dentro de lo posible. Estaba fuera de mí, y recuerdo que pensé que, si no tenía otro remedio, estaba dispuesto a pegarle un puñetazo en la cara. No llegué a ese punto, pero sí le acorralé en un rincón, y en ese momento me di cuenta de que le había asustado. Al final comprendió que yo iba en serio. Y sin más preámbulos abrió un cajón de su escritorio, sacó el talonario y me dio el dinero.
Al recordar ahora esta escena, la considero uno de mis momentos más miserables, uno de los episodios más tristes en mi carrera como ser humano, y no estoy orgulloso de cómo actué. Pero estaba sin un céntimo, había hecho mi trabajo y merecía cobrar. Para demostrar hasta qué punto estaba sin blanca en esa época, mencionaré sólo un hecho terrible. Ni siquiera había hecho copia del manuscrito. No podía permitirme ni fotocopiar la traducción, y como asumía que estaba en buenas manos, la única copia que había en el mundo era el mecanoscrito original que estaba en el despacho del editor. Este hecho, este estúpido descuido, esta mísera manera de trabajar, es algo que me obsesionaría durante mucho tiempo. La culpa fue sólo mía, y convirtió una pequeña desgracia en un desastre de gran calibre.
Por el momento, sin embargo, la cosa parecía ir otra vez por buen camino. Una vez solucionado el desagradable incidente de mis honorarios, el editor se comportó como si tuviera la firme intención de publicar el libro. El manuscrito se envió al cajista, yo corregí las pruebas y se las devolví al editor, prescindiendo otra vez de hacer una copia. Después de todo no parecía necesario, pues el proceso de producción ya estaba en marcha. El libro había sido anunciado en el catálogo, y la publicación estaba programada para el invierno de 1977-78.
Entonces, meses antes de la supuesta fecha de publicación de la Crónica de los indios guayaquíes, me llegó la noticia de que Pierre Clastres había muerto en un accidente de coche. Según me contaron, iba conduciendo por algún lugar de Francia cuando perdió el control del volante y el coche se despeñó por una montaña. No nos conocíamos. Puesto que sólo tenía cuarenta y tres años cuando murió, yo suponía que tendría muchas oportunidades de vemos en el futuro. Nos habíamos escrito varias cartas llenas de afecto, nos habíamos hecho amigos por correspondencia, y esperábamos ansiosos el momento en que por fin pudiéramos sentamos tranquilamente y charlar. Este mundo extraño e impredecible impidió que la conversación tuviera lugar. Incluso ahora, tantos años después, aún lo siento como una gran pérdida.
Llegó 1978 y la Crónica de los indios guayaquíes no apareció. Pasó un año, y otro, y el libro seguía sin publicarse.
En 1981, la editorial estaba en las últimas. El colaborador con quien yo había trabajado se había ido hacía tiempo, y me resultaba difícil averiguar qué pasaba. Ese año, o quizá fue el siguiente, o quizá incluso el otro (ahora todo se me confunde en la memoria), la empresa acabó hundiéndose. Alguien me llamó para decirme que los derechos del libro se habían vendido a otra editorial. Llamé al editor que los había comprado, quien me dijo que sí, que planeaban sacar el libro. Pasó otro año, y nada. Volví a llamar, y la persona con quien había hablado el año anterior ya no trabajaba en la empresa. Hablé con otra persona, quien me dijo que la editorial ya no pensaba publicar la Crónica de los indios guayaquíes. Pedí que me devolvieran la traducción, pero no la encontraban. Nadie había oído hablar de él. A efectos prácticos, era como si jamás hubiese existido.
Así quedaron las cosas durante los doce años siguientes. Pierre Clastres había muerto, mi traducción había desaparecido, y todo el proyecto se había hundido en un agujero negro de olvido. El verano pasado (1996) acabé de escribir un libro titulado A salto de mata, un ensayo autobiográfico sobre el dinero. Planeaba incluir esta historia en la obra (por no haber hecho una copia de la traducción, por la escena en el despacho del editor), pero cuando llegó el momento de contada, se me cayó el alma a los pies y fui incapaz de plasmada sobre el papel. Me parecía algo tan triste que no veía el objeto de rememorar un episodio tan desolador y lamentable.
Pero dos o tres meses después de haber acabado el libro sucedió algo extraordinario. Un año antes, aproximadamente, había aceptado una invitación para ir a San Francisco a dar una conferencia en el Herbst Theatre organizada por el City Arts. Estaba programada para octubre de 1996, y cuando llegó el momento, tomé un avión y fui a San Francisco como había prometido. Acabada la conferencia, tenía que sentarme en el vestíbulo y firmar ejemplares de mis libros. El Herbst es un teatro enorme, con mucho aforo, y la cola que se formó en el vestíbulo era bastante larga. Entre las personas que aguardaban el dudoso privilegio detener mi firma en una de mis novelas, había alguien a quien reconocí: un joven a quien había visto una vez, el amigo de un amigo. Resulta que ese joven es un fervoroso coleccionista de mis libros, un sabueso a la búsqueda de primeras ediciones y rarezas, ejemplares únicos, esa clase de detective bibliográfico a quien no le importa pasarse la tarde en un sótano polvoriento hurgando en cajas de libros descatalogados con la esperanza de encontrar un pequeño tesoro. Me sonrió, me estrechó la mano y me puso delante un juego de galeradas encuadernadas. El volumen tenía unas tapas rojas, y hasta ese momento no lo había visto nunca. «¿Qué es eso?», le pregunté. «No me suena.» Y ahí estaba, de pronto en mis manos: las pruebas de mi traducción extraviada durante tanto tiempo. En el gran plan del universo, quizá eso no fuera un suceso extraordinario. Para mí, sin embargo, en el pequeño plan de mi existencia, resultaba totalmente asombroso. Me comenzaron a temblar las manos cuando cogí el libro. Estaba tan atónito, tan confuso, que apenas era capaz de hablar.
El joven había encontrado las pruebas en una caja de restos de edición de una librería de segunda mano, y había pagado cinco dólares por ellas. Al contempladas ahora, observo con sombría fascinación que la fecha de publicación anunciada en la cubierta es abril de 1981. Para una traducción finalizada en 1976 o 1977, fue, realmente, una experiencia angustiosamente lenta.
Si Pierre Clastres siguiera vivo, el descubrimiento de este libro perdido sería un perfecto final feliz. Pero no es así, y ese breve arrebato de alegría e incredulidad que experimenté en el vestíbulo del Herbst Theatre ha dado paso a un profundo y penoso dolor. Qué infamia que el mundo nos gaste estas jugarretas. Qué infamia que una persona que tenía tanto que ofrecer muriera tan joven.
Aquí está, pues, mi traducción del libro de Pierre Clastres, Crónica de los indios guayaquíes. Tanto da que el mundo descrito en este libro haya desaparecido hace mucho tiempo, que ese pequeño grupo de personas con las que el autor convivió en 1963 y 1964 se haya desvanecido de la faz de la tierra. Tanto da que el autor tampoco esté ya con nosotros. Disponemos aún del libro que escribió, y el hecho de que ahora tengas este libro en las manos, querido lector, es ni más ni menos que una victoria, un pequeño triunfo sobre el apabullante envite del destino. Al menos es algo por lo que hay que dar gracias. Al menos existe el consuelo de pensar que el libro de Pierre Clastres ha sobrevivido.
1997
[Traducción de Damián Alou]