Ha dejado de llover. Ahora hace frío, un tiempo nublado, a ratos de gran belleza. El mar resplandece gris-azul. Ahora se oye el mar más que los días de lluvia. Hay un resón cavernoso abajo, un retumbo constante. Al mismo tiempo, una sensación respiratoria. Tras la escena en el despacho, Antonio Vega tiene la sensación de que los habitantes del Asubio se han desbandado. Fernando lleva días sin dar señales de vida. Ni siquiera duerme en la casa. Esto no preocupa a Antonio, que da por supuesto que se queda con Emeterio en casa de sus padres. Emilia ha vuelto a sus rutinas con la misma eficacia y mutismo de siempre. Emilia es la gran preocupación de Antonio ahora. Es evidente que nada se ha resuelto con la conversación que mantuvo con Juan Campos. Y que, incluso, los pensamientos sombríos, el dolor, que la empujaron a ir a visitar a Juan Campos se han agudizado. Antonio Vega desearía poderlo hablar todo con Emilia: entre los dos nada ha cambiado, hay la misma confianza cotidiana de siempre. Pero esa confianza no incluye ahora -ni ha incluido nunca- grandes dosis de comunicación verbal. Nunca han hablado mucho. En los tiempos de Matilda no hacía falta hablar porque la vida transcurría rápidamente y Emilia estaba contenta, discretamente contenta. Durante la enfermedad de Matilda, Antonio y Emilia no hablaban gran cosa porque la atención a la enferma lo ocupaba todo. Tras la muerte de Matilda se inició la fase actual, que no implicó más comunicación pero tampoco menos. Antonio Vega se conformó desde un principio con saber que Emilia estaba tranquila en su compañía -aunque triste-. La tristeza no podía remediarse, pero Antonio contaba con que remitiera con el tiempo. Antonio contaba con una dulcificación del duelo por Matilda que, en el caso de Emilia, pudiera hacerse compatible con un recuerdo muy puro de la difunta que -Antonio confiaba- no incluyera elementos autodestructivos, no incluyera, por ejemplo, desesperación. Esto no parece estarse cumpliendo. La eficacia doméstica de Emilia no ha disminuido, pero su aspecto se ha deteriorado mucho. Apenas come y no duerme nada bien. Antonio Vega piensa que, al menos, mientras permanezca junto a Emilia y la acompañe día tras día, noche tras noche, siempre estará en disposición de evitar lo peor, el agravamiento -porque Antonio Vega ha llegado a temer seriamente por la salud mental de su mujer-: se angustia ante la posibilidad de un intento de suicidio. Y se angustia ante la imposibilidad de hablar de todo ello con Emilia claramente. No sabe por dónde empezar. En alguna ocasión lo ha intentado. Y Emilia siempre, con dulzura, le ha disuadido:


–No te preocupes. Tú nunca te preocupes por mí. No te preocupes más de lo que ya te preocupas. Yo estoy bien aquí contigo y no me pasa nada y me preocupa que te preocupes. No te preocupes. Lo de Matilda fue muy triste para todos. Tú sabes cómo fue. Ya no hay nada que hacer y no hay que preocuparse y tú menos que nadie. Sé que te preocupas y te veo preocupado y me preocupo yo y es peor todavía.

Antonio ha retenido ese no te preocupes que me preocupas como una admonición, como una reprimenda, algo que no debe hacerse, que es perturbador, que, aun siendo comprensible e incluso fruto del interés y del cariño, es, sin embargo, en conjunto, tedioso y, a la larga, insufrible. Antonio acepta que Emilia trate amablemente de reconvenirle cuando se ocupa en exceso de unas preocupaciones que la propia Emilia no puede arrojar lejos de sí con facilidad. Antonio decide, pues, no reprochar a Emilia su silencio o su preocupación en lo relativo a Matilda sino acostumbrarse a vivir esa situación taciturna, sombría, en espera de que el tiempo -otra vez el tiempo- suavice todo ello y el dulce olvido nos alcance: oscura la historia y clara la pena -como en el poema de Jorge Guillén.

El otro elemento de la situación es Juan Campos y su reacción a partir del encuentro con Emilia y con Fernandito en el despacho. Esta reacción sorprende vivamente a Antonio Vega. Aquí, en el caso de Juan, no hay realmente comunicación verbal ninguna -lo mismo que con Emilia-, pero a diferencia de Emilia, Juan Campos no da la sensación de hallarse entristecido o desesperado. Si acaso, tan ensimismado como siempre. Algo más ausente que de costumbre, aunque Antonio Vega reconoce que es difícil establecer graduaciones en estas ausencias o distracciones o ensimismamientos de Juan: es difícil decir cuándo son más intensos o más largos o más profundos porque, en la medida en que son muy habituales, forman parte de la manera normal de estar Juan Campos en compañía de su familia. No se muestra más desanimado o más animado un día que otro. Hay más bien un descenso de la temperatura general, un enfriamiento o lentificación de las reacciones y de las emociones. Y en esto sí que Antonio Vega puede detectar variaciones respecto de la época en que Matilda vivía. En aquel entonces, la verdad es que Juan no se animaba mucho más con Matilda ausente o presente, pero su modo reservado de ser era, dentro de la reserva general, más animoso: hablaba, por ejemplo, más con Antonio de filosofía: comentaban novelas que leían los dos o, en los paseos que daban en coche o a pie, había una conversación más variada, no muy profunda. Había más small talk. Lo que se ha perdido en la conversación de los dos es este gusto que Juan Campos tenía -y que comunicó a Antonio a lo largo de los años- por la conversación intrascendente. Gran parte del encanto de la amistad entre iguales reside en el gusto por las conversaciones sin importancia: no hablar de nada importante es tan importante a veces, e incluso más importante, que hablar de asuntos importantes. No ha perdido, sin embargo, el gusto por la compañía física de Antonio. Antonio Vega es sensible a esta clase de emociones. Y siente que hay un continuo flujo de comprensión que circula entre los dos cuando están juntos, aunque ahora hablen mucho menos de lo que hablaban antaño.

No ha transcurrido ni una semana, cuando Juan Campos dice a la hora del desayuno que Andrea y Jacobo, cada uno por su lado, han anunciado su visita al Asubio. Esto significa que la casa, de pronto, va a estar atestada de gente. Andrea quizá traiga a sus dos hijos pequeños, el niño y la niña, y una o dos personas de servicio, aparte de su marido. Y Jacobo y su mujer Angélica resultan siempre voluminosos, aunque aún no tienen familia. Así que Juan comunica estas noticias especialmente a Emilia porque la presencia inminente el próximo fin de semana de las dos parejas, de los niños y del servicio supone un incremento de unas ocho personas, con los correspondientes cuartos de dormir, lavados de ropa, desayunos, comidas y cenas… Se da por sentado que ese fin de semana largo durante el cual las dos parejas han decidido acudir al Asubio (a lo que parece cada una de ellas ha tomado la decisión con independencia de la otra) se instalarán sin prestar la menor atención a si su presencia resulta complicada o no. La costumbre de la casa ha sido siempre que los invitados, sobre todo de la familia cercana, se instalen con toda comodidad y todo el tiempo que deseen. Así era en tiempos de Matilda. Curiosamente -reflexiona Antonio Vega- este próximo fin de semana será la primera vez desde la muerte de Matilda que los tres hijos del matrimonio se reúnan con su padre en un mismo lugar durante cuatro o cinco días. Ni siquiera después del funeral se produjo una reunión semejante. La insistencia de Matilda en que no deseaba unas exequias estrepitosas cohibió a todo el mundo y casi sólo estuvieron esos días Juan, Antonio y Emilia, con las ocasionales llamadas telefónicas y las visitas salteadas de los hijos. Pero ahora parece que va a producirse por fin la reunión. Antonio Vega tiene una intensa sensación de voluminosidad, de representación teatral, como si esta al fin y al cabo sencilla reunión familiar cobrase de pronto el aspecto de un carnaval.

A Antonio Vega le gustaría tener ahora oportunidad de comparar su reacción ante la inminente visita, con la reacción de Juan Campos ante eso mismo. Ocurre, sin embargo, que si bien la amistad entre Antonio y Juan no ha disminuido en absoluto, sí le parece a Antonio que desde la reunión con Emilia en el despacho, Juan está más taciturno que nunca. O quizá Antonio, poseído por una angustia sin localizar en estos últimos meses, rehúse entrar demasiado abiertamente en ejercicios comparativos. Lo que Antonio desearía comparar, si se atreviera en presencia de Juan, es su sensación de que el súbito incremento de gente en la casa va a producir un correspondiente incremento de la sensación de vacío entre los habitantes habituales. Antonio Vega, que conoce bien y quiere a Jacobo y a Andrea, teme sin embargo que se comporten con gran insensibilidad. En otras circunstancias, una cierta falta de sensibilidad (un no ser, por naturaleza, hipersensibles) resultaría beneficioso, serviría para aliviar la tensión que Antonio percibe en el Asubio. En esa ocasión, sin embargo (teniendo en cuenta que es la primera vez que la familia se reúne tras la muerte de Matilda), quizá no sea suficiente con ser no-emocional, flemático o un poco estúpido, un poco soso, como son los dos hijos mayores del matrimonio, sino que se requeriría alguna cualidad positiva de comprensión -piensa Antonio-. Así que transcurren los días que faltan, para Antonio Vega al menos, en una especie de calma intranquila o de espera intranquila que, en todo caso, Antonio Vega se siente obligado a ocultar para no alarmar a los demás. Y sí, le hubiera gustado saber con detalle cómo está viviendo Juan esta preparación de la visita. Pero Juan Campos, tras haber anunciado a Emilia que llegarían las dos parejas, da la impresión de haber dejado de preocuparse del asunto. Fernando, por su parte, se ha limitado a comentar cáusticamente:

–El regreso de las buenas gentes. Ya los tenemos ahí, con sus kilos de más y su torpor congénito. El retorno de la bienpensancia… ¡menos mal que yo me escaquearé!

–Pero, Fernando! – ha comentado Antonio Vega al oírle-. ¡Si antes los querías! ¡Llorabas cuando se acababan las vacaciones y se iban a los colegios por ahí tus hermanos!

Llegan de pronto. Irrumpen cuantitativos como sus propios bultos, maletas, caimanes mecánicos, bicicletas, una biblioteca entera de cuentos infantiles, una montaña de Dodotis para la pequeña Babi. Entre chicos y grandes se forma un tumulto bullicioso desde el primer día que divierte a Antonio Vega. De hecho, es Antonio quien organiza y reorganiza la vida ahora en lo referente a horarios de comidas, idas y venidas a Lobreña y a Letona. El trajín aleja a Fernandito (quien el día de la llegada observó con curiosidad maliciosa a sus sobrinos), deja casi indiferente a Juan Campos y apenas produce alteración alguna en el eficaz comportamiento de Emilia. Han venido dos asistentas de Lobreña, primas de Emeterio, sobrinas de Balbanuz, que limpian y ordenan la casa, encasquetados los perpetuos auriculares del mp3, como agentes secretas, como marcianas sordas que abren enormes ojos cada vez que Antonio se dirige a ellas para preguntarles cualquier cosa.


XIV


En el comedor, la cena, esta primera noche, se prolonga. Ha vuelto el vendaval aunque sin lluvia, hay un tableteo seco de las contraventanas de madera verde que reniegan del otoño, el invierno. Es la gran mesa oval que Matilda hizo instalar en el Asubio y que apenas se ha usado estos últimos años. Todos están presentes: los dos matrimonios, Emilia y Antonio, Fernando y Juan Campos. Ocho personas en total: los niños ya están acostados, venían cansados del viaje. Las dos chicas que trajo Andrea ven la televisión en el office. Ha subido Balbanuz a preparar la gran lubina a la sal que cenan ahora y la mayonesa. Una de sus sobrinas se queda con ella y ayuda a cambiar los platos, con ayuda también de Emilia en los momentos complicados. Realmente es casi autoservicio. Hay la lubina y un par de ensaladas. De postre tomarán ensalada de frutas con un buen kirsch que ha sacado Emilia del aparador que trajeron de Austria en uno de los últimos viajes de Matilda. Y también una tabla de quesos pasiegos y café y copas.


Jacobo y Andrea han perdido la gracia -piensa Fernando Campos mientras los observa sin dar él mismo apenas conversación durante toda la cena-. Hay una desfiguración corporal que acomete a hombres y mujeres una vez casados. A partir de los treinta, lo que antes se denominaba curva de la felicidad -reflexiona Fernandito- se ha convertido ahora, en estos tiempos de dietética, gimnasios y pilates, en una adiposidad de rebaba. Ninguno de sus dos hermanos está realmente gordo, pero la tripa de Jacobo monta el cinturón y se le caen ya un poco las nalgas a Andrea, que se está volviendo culona. Es verdad lo que dijo Antonio el otro día: cuando todos ellos eran jóvenes, niños, amaba a sus hermanos. El giro brusco vino después, al repartirlos Matilda por Europa con la mejor intención. Dejaron de quererse, de admirarse. Se interrumpió, sobre todo, la comunicación entre ellos. Con ocasión de la muerte de Matilda, Jacobo y Andrea, secundados por sus parejas, fingieron -en opinión de Fernando- un dolor que no sentían. Él, por su parte, Fernando, fingió no sentir ninguna emoción en los funerales. La testamentaría, cuyo contenido se conoció desde un principio, dejó satisfechos a los tres, aunque José Luis y Angélica, los cuñados, fruncieron los ceños al saber que él, un solterón, quedaba en igualdad con sus hermanos. ¿Por qué han venido ahora, precisamente ahora? – se pregunta Fernandito.

Al otro lado de la mesa ovalada, algo parecido se pregunta Antonio Vega, puesto que ninguna de las dos parejas parece haber venido al Asubio por un motivo definido: se diría que, viéndose acometidos por el largo fin de semana de Difuntos y de Todos los Santos, un gran viento estúpido les ha puesto en movimiento en dirección al Asubio como a hojas de papel de periódico. Pero esto, por supuesto, es inverosímil. No es concebible que se hayan presentado aquí con los automóviles, los niños, las criadas, precisamente en este largo puente, sin querer. Estas reflexiones hacen sonreír a Antonio Vega. Después de tanto tiempo de no aparecer ni por el piso de Madrid ni por la finca, y de telefonear muy de tarde en tarde, ahora, de pronto, eclosionan como cómicamente vomitados por intenciones y motivos que ellos mismos tal vez desconocen. Es posible que tengan alguna motivación que a su vez desconoce Antonio, pero la aparente falta de motivación es cómica de por sí.

A su vez, Fernando se ha situado también en el disparadero del sentimiento de comicidad controlada, que toma (enfriándolo, mecanizándolo bergsonianamente) a sus hermanos y sus parejas, ahí sentados en torno a la mesa ovalada, como objeto puro de contemplación. Lo mismo que Antonio, no acierta Fernandito a dar con una motivación concreta que explique la presencia de sus hermanos en la casa: Antonio Vega, por cierto, mientras amablemente da conversación a Angélica, sentada a su izquierda, ha decidido que, a la manera un poco tarumba de los Campos y de los Turpin, los chicos han vuelto a la casa paterna por amor filial. Es muy posible -decide Antonio- que Andrea y José Luis desearan llevarle los nietos al abuelo ahora que están tan risueños y charlatanes con tres y cinco años. Pero incluso el benevolente Antonio se pregunta: ¿Y los otros dos, Jacobo y Angélica, que no tienen, ni al parecer desean tener hijos nunca? Hay un aéreo entrecruzamiento informulado entre los pensamientos de Antonio Vega y Fernando Campos relativos a Angélica y a Jacobo. Jacobo Campos es, a ojos de su hermano pequeño, ahora, un objeto ridículo. Fernandito devana mentalmente lo ridículo como un sirope inflexible: Jacobito es ahora un padre sin hijos en la misma medida (presuntamente admirativa) en que su esposa, su Angélica, es una esposa conspicuamente yerma. El no-tener hijos por parte de esta pareja se representa en opinión de Fernando, como una vocación original: más aún: como un touch of class cuyo esse reside en su percipi. Sin ser percibida, esa decisión conyugal de no tener hijos carecería de entidad, y el matrimonio mismo, como una insignificante mesa abatible, se colapsaría de continuo a ojos vistas. Para que no se desmorone, ambos cónyuges, de común -y quizá semiconsciente- acuerdo, rechazan públicamente la maternidad/paternidad con la escandalizada energía de quienes rechazan públicamente un vicio. Dado que se trata de una representación cara al público, cuya finalidad es ser vistos como una brillante pareja sin descendencia, tienen que reiterar una y otra vez esta su decisión de permanecer sin hijos. Y lo hacen así porque al parecer, para ellos, no tener hijos es una prioridad con tanto peso específico como para otras parejas el tenerlos: un imperativo categórico en ambos casos, cuyo fundamento es convencional. El no-tener hijos, además -medita burlonamente Fernandito- ha ido, tras la muerte de Matilda (que tuvo hijos, pero omitió en parte su crianza), cobrando una entidad cuasifloral de tributo post mortem: en honor de las virtudes no-maternales de su difunta madre se proclaman Jacobo, él mismo y su esposa estériles voluntarios ambos, con la sencillez de un medallista olímpico que, a la vez que omite mencionar sus bronces, sus platas o sus oros, nunca nos permite olvidarlos a los meros mortales.

Fernandito repasa mentalmente todo lo anterior con maligno regocijo, sintiéndose en el fondo cansado. La cena está durando demasiado tiempo. La pareja que forman Andrea y José Luis se ha beneficiado a ojos de Femandito, en el curso de esta cena, de las incidencias de su prole: el niño mayor ha bajado al comedor en pijama, Andrea ha tenido que subirle otra vez, y la pequeña se ha caído de la cama. Andrea ha regresado al comedor y ha relatado estos incidentes, a consecuencia de lo cual José Luis ha subido con una cierta premiosidad de padre concienzudo a comprobar en persona que -no obstante haber asegurado su mujer que los niños están bien y duermen- están bien los niños y duermen. Este tejemaneje de pareja con hijos tiene menos mordiente cómica que la teorización del matrimonio sin hijos de Jacobo y Angélica, quien, por cierto, observando la solicitud de sus cuñados, no ha podido evitar alzar las cejas en beneficio de Jacobo y comentar con Antonio Vega, sentado a su derecha, que la vida de un matrimonio con hijos está dotada de tanta eticidad que alcanza casi el empalago.

–Sinceramente, Antonio, no me veo llegando a casa y teniendo que cambiar pañales o aguantar llantos de niño -ha declarado Angélica con una sonrisa.

–Supongo que es duro, sí -ha respondido Antonio cortésmente-. Yo vengo de una familia numerosa y no adinerada. Mi madre tuvo que cambiar muchos pañales y lavarlos y los mayores nos teníamos que ocupar de los pequeños, a veces a tortazo limpio. Nos queríamos mucho, ya ves, pero comprendo que una familia como la mía pone de los nervios a cualquiera.

Antonio Vega contempla ahora a Emilia. Apenas ha cenado nada. Tras ayudar a distribuir eficazmente los platos y bandejas a la sobrina de Balbanuz, Emilia reposa ahora frente a Antonio, tomando a sorbos una taza de café. Ha encendido un pitillo. De pronto Antonio se ve invadido por la tristeza de Emilia: este intenso sentimiento de culpabilidad que, sin embargo, Antonio, en el fondo de su corazón, no puede atribuirse por completo. ¿No se han privado ellos dos también, Emilia y Antonio, de la alegría bulliciosa, familiar, que Antonio acaba de describirle a Angélica? La tristeza que embarga a Emilia ahora, su delgadez, su palidez, su belleza huesuda y envejecida, ¿no forma parte todo eso de una decisión errónea que Emilia tomó por consejo de Matilda o por amor a Matilda y que Antonio aceptó por amor a Emilia, quizá porque cedió a una pasividad culpable, análoga a la de Juan Campos?

¿Por qué no tuvieron hijos ellos dos? Si hubieran tenido hijos se hubieran criado todos juntos. Los tres de Matilda y los de Emilia. Hubieran sido como los primos pobres y habrían cambiado la vida de la casa. ¿Por qué no fue así? Antonio siente ahora de nuevo su mutante sentimiento de culpa: no hizo lo suficiente, fue cobarde, fue débil, fue blando, fue convencional. ¿Qué es lo que fui, que no quiero ahora decírmelo a mí mismo? Antonio Vega se retira ahora como un caracol, hacia el interior de su concha para hacerse la pregunta más amarga, más informulada, la más viva de todas: Me comporté como un resentido: ¿hubiera debido no transigir, no ceder? Hubiera debido decirle a Emilia, a Matilda, a Juan: Me gustan los críos. Quiero yo mismo tener críos. ¿Por qué no lo dije? Si él se hubiera plantado, Emilia y él hubieran tenido hijos, un par de hijos al menos, que estarían ahora en los colegios, dilatarían el mundo, les darían disgustos. Y la niña querría quitarse una coleta o dejarse una coleta. El niño tal vez suspendería química y matemáticas… Emilia hubiera sacado todo adelante, y no echaría tanto de menos a Matilda. Ahora en esta tierra baldía no hay quien sobreviva. La muerte es lo único que es. Tener hijos hubiera apartado del corazón de Emilia la soledad, el osario, el suicidio. Antonio contempla a su esposa, ahí tan cerca, a la vacilante luz de estas velas, recuerdo de Matilda: Matilda siempre quería que las cenas se celebraran a la luz de las velas, y el fuego de las velas convertía la cera de las abejas en cálidos dedos artríticos: resplandece como entonces la noche a la luz de los candelabros, las grandes emociones retraídas, todo lo que no se cumplió. También esta noche, por fin, cuando Balbanuz y su sobrina se han retirado y parece que, arriba, en los dormitorios de los niños reina la paz, hay como una extensión inteligible, luminosa, irreal, que se extiende al mantel de hilo blanco, a las copas talladas de cristal, a la botella de Oporto que circula alrededor de la mesa. Están ahora alrededor de la mesa ovalada los ocho familiares sentados y el Grandfather Clock que Matilda trajo de Londres para regalar a Juan en un cumpleaños deja caer sus doce campanadas, que sobresaltan a Antonio. Se siente avergonzado, angustiado. Desearía ser consolado. La dura acusación, su propia memoria, el duro juicio, lo que hubiera podido ser y no fue. Recuerda la frase de un poeta cuyo nombre no recuerda: Lo que fuimos y lo que no fuimos se refleja en las tazas del té junto a la lumbre / Sillones de otras casas, cuadros que no se miran ya y que permanecen agrandados inundando el fondo de la sala de elocuencias inmóviles. Hay una elocuencia inmóvil que no sabe Antonio si bailotea con el bailoteo de las llamas de las velas fuera de su conciencia, o dentro de su conciencia y con el bailoteo de su sentimiento de culpabilidad y de su angustia.

Sin saber por qué, Antonio se siente esta noche desvinculado de todos: o, quizá, más vinculado a Emilia que nunca, con una vinculación que le separa, de pronto, de Juan Campos y, a través de Juan, del resto de los comensales y de la casa entera. Es un sentimiento nuevo para Antonio. Forma, a todas luces, parte del sentimiento de culpabilidad que lleva sintiendo hace rato al ver a Emilia tan apagada (y este sentimiento, a su vez, no es, en sí mismo, nuevo): lo que es nuevo es este repentino rehusar a valorar sin reservas su vinculación acostumbrada con Juan, su amigo de siempre. De pronto, como el vuelo rasante de una bandada de grajos que chillan y que aletean con sus negras alas de papel metalizado, Antonio se siente aislado y sin recursos. ¿Qué ocurrirá si Emilia empeora? Porque Emilia podría entrar en una depresión profunda -quizá está ya en ella- sin que Antonio se diera cuenta a tiempo: la costumbre de tantos años de centrarse en sus trabajos administrativos y organizativos ha vuelto a Emilia en parte impenetrable, incluso para Antonio. Nunca se pone enferma, nunca padece jaquecas o catarros o gripes. Nunca -desde que Antonio la conoció- ha reclamado Emilia para sí una atención indivi dual

Mientras vivió Matilda había una salud compartida de las dos, un enérgico desdén de ambas mujeres por los tiquismiquis y las peplas que la atención a la fisiología o al estado de ánimo causan en la mayoría de los mortales. Todo lo arreglaba al final de la tarde un baño caliente y un whisky. A diferencia de Matilda, que se mostraba casi agresivamente saludable, Emilia sólo daba la impresión de ser una moza fuerte y sana que no prestaba gran atención a sí misma. En vida de Matilda, su capacidad de arrastre borró toda sombra de malestar físico o mental. Ahora sigue siendo lo mismo: sólo que Emilia se ensombrece progresivamente y ha perdido mucho peso. Ahora, su eficacia de siempre más bien subraya que oculta a ojos de Antonio el malestar interior. En más de una ocasión antes de ahora, Antonio ha propuesto que los dos, él también, se hagan un detenido reconocimiento médico, con la esperanza de que unos buenos análisis clínicos revelen cualquier cosa, una anemia, en Emilia, una carencia vitamínica, algún trastorno ginecológico, y que ése sea, en su objetividad y facticidad médica, un punto de partida para que Emilia se deje cuidar un poco. ¡Ojalá que Antonio pudiera convencerla para hacer los dos juntos un viaje agradable, aunque sólo fuese una visita a la soleada familia de Antonio, dispersa por España! No han hablado de esto, sin embargo. Y ahora, contemplándola mientras Emilia fuma su tercer pitillo, no puede librarse de la preocupación. Angélica le ha dicho algo hace un momento, un comentario jocoso acerca de las parejas sin hijos, algo en inglés y con muy mal acento, sobre growing closer and closer apart, que le ha sobresaltado y que, así, le ha reintegrado al circuito de la conversación general. Antonio hace un esfuerzo por sonreír y ha contestado vagamente algo que ha debido de sonarle a Angélica como una aprobación de lo que acaba de decir, sea lo que sea. Angélica no suele prestar gran atención a las respuestas que le dan los demás, salvo si alguien se le opone frontalmente: si esto último sucede, entonces abre mucho los ojos, levanta las cejas y se encara con su opositor. No está muy interesada en las respuestas, ni tampoco, al cabo de un rato, en la discusión. Así que Antonio sale del paso con sólo sonreír. La reunión se va apagando lentamente. Jacobo se ha levantado y pasea pensativo alrededor de la mesa: acaba de comentar algo acerca de la lluvia o la falta de lluvia. Emilia a su vez se ha levantado en busca de la cafetera que han dejado sobre el aparador. Así que Antonio contempla su lugar vacío. Al hilo de ese momentáneo vacío, observa Antonio ahora el aspecto pensativo de Juan Campos, que permanece sentado a la cabecera de la mesa y da la impresión de asentir a todo lo que se le dice sin prestar atención a nada. Pensar en Emilia, tan desmejorada, ha hecho que Antonio se desvinculara por un momento de la cotidiana vinculación que, a través de los años, ha mantenido con Juan. Antonio es conciente de que ahora, casi sin querer, pensar en Emilia le aparta de Juan. Y el ensimismamiento de Juan ahora de pronto, al pensar en Emilia, le parece obeso, como viscoso. Y éstos son sentimientos extraños para Antonio, que jamás ha cuestionado a Juan Campos.

No está, después de todo, tan ensimismado Juan Campos, como parece estarlo a ojos de Antonio. A ojos de Jacobo y Andrea, y de su yerno y nuera, sólo está distraído y representa, como Juan Campos sabe de sobra, un hombre a punto de «pegar el viejazo», el bajón del jubilata. A beneficio, pues, de estos cuatro, permanece Juan inmóvil, distraído, atendiendo con gesto amable la conversación sin tomar parte en ella. Se sabe seguro Juan Campos en su papel de abuelo retirado, de catedrático de Filosofía retirado, de hombre meditabundo que habla poco. Por otra parte, Juan cuenta con que su tendencia al ensimismamiento va a ser juzgada con respeto y afecto por Antonio. Así que también a beneficio de Antonio Vega representa el ensimismamiento que vive. Lo exagera un poco. Y a su vez, Fernandito… ¿qué pasa con Fernandito? Ahí, Juan Campos no acierta a saber cómo le ve su hijo menor o cómo desearía ser visto por su hijo menor. Un cierto afán de sinceridad paternal ha comenzado a embargarle a la hora del café y el oporto: ha percibido, en estos días, el vaivén de la conciencia de Fernandito desde la hostilidad al afecto en relación con su padre. O ha llegado Juan a pensar en términos de amor- odio: de hecho se inclina hacia una interpretación menos comprometida: imagina un movimiento pendular en Fernando desde la hostilidad al recuerdo del entusiasmo que sintió por su padre. Juan Campos sospecha que su hijo menor tiene aún muy presentes esos recuerdos, que son aún vivos incluso para el propio Juan Campos. La diferencia entre ambos, sin embargo, reside en que Fernandito es consciente de que su discontinua ternura por el padre, está infectada de deseo de venganza: desea hacerle pagar por un desapego que achaca a él sólo y no a su madre. Lo único que Juan Campos no acierta a comprender esta noche es la seriedad del resentimiento, ni tampoco su capacidad de frenarlo, incluso ahora si se lo propusiera. Juan no está acostumbrado a frenar nada o a corregir nada. No cree que sea posible, no se siente con energía suficiente. Antonio, en cambio, tras la conversación en el despacho los tres, barrunta con mucha claridad lo que de verdad pasa en el corazón de Fernando. Pero Juan se detiene ahí. Seguir adelante supondría entrar en evaluaciones de Juan para las cuales Antonio no está aún preparado.

Una de las razones que impide a Juan Campos darse cuenta de la hostilidad que su hijo siente por él procede de una como vanidad residual, subliminal, de hombre acostumbrado a parecer comprensivo y bueno a los ojos de los demás, empezando por la propia Matilda tiempo atrás. Esa imagen de hombre bueno y comprensivo, tan favorecedora, le encanta a Juan Campos. Viene a ser como una de esas fotografías en las que nos vemos tal como nos gustaría vernos siempre. Le agrada esa instantánea fotográfica, fotogénica, de sí mismo, como un hombre bueno y sabio, entristecido por la muerte de la esposa, silencioso, que se reserva pero a la vez se entrega en la conversación y en la compañía de sus amigos. Es una fotografía sin deformidades, es lo contrario de una caricatura: Juan Campos odia las caricaturas de sí mismo y ha temido desde siempre la habilidad caricaturizante de Fernando. Teme verse feo, teme verse malo, teme aparecer ante sí mismo iluminado por una luz desfavorable. ¿Y qué luz hay más desfavorecedora que la mirada vengativa de un hijo? Por eso, no sólo en los tiempos de Matilda, sino también con ocasión de la duración del fallecimiento de Matilda, esos meses terribles, y sobre todo después de esa muerte y hasta ahora mismo, Juan Campos ha atesorado la favorecedora instantánea tan continua, sólida, humana, misericordiosa, con que la mirada de Antonio Vega le ilumina siempre. Es una mirada afectuosa, pero con una clase de afecto que, en ocasiones y para su capote, Juan Campos se ha atrevido a calificar de infantil: que un hombre maduro como Antonio le vea tan favorecido, tan ensimismado, tan noble, le agrada sin cesar a Juan Campos. Y se regocija pensando -con un retorcimiento cínico- que no se lo merece, pero que no está dispuesto a prescindir del efecto gratificante que le causa. Incluso así, sin embargo, no puede ignorar por completo las señales de desazón y de crítica y de censura que Antonio Vega a veces emite. Por eso se esfuerza Juan Campos, cuando Antonio está presente, en parecerse a esa imagen del buen Juan Campos, noble y ensimismado, que Antonio Vega, como un niño, ha tenido siempre de su amigo mayor.

Fernandito ha resuelto quedarse hasta el final de la cena, de la velada, dure lo que dure. Esta decisión se ha ido formando en su conciencia a lo largo de toda la noche. Al principio sintió curiosidad por ver cómo reaccionarían sus hermanos. Les observó con malevolencia a ellos y a sus cónyuges. Se regocijó con el incordio de los niños y con los comentarios pseudointeligentes de Angélica y con su mal inglés. Ha observado también el mal aspecto de Emilia. Se ha sentido conmovido esta noche ante el visible desconsuelo de Antonio, ante su impotencia. Quizá esta percepción de la aflicción de un hombre bueno y bienintencionado es lo que le ha impedido largarse nada más terminar la cena o agredir verbalmente a su padre y a sus hermanos. Antonio Vega -ha decidido Fernandito- debe ser respetado, ante todo y sobre todo por mí mismo. Esta consideración hace que la hostilidad hacia su padre se haya diluido y, ahora que es casi la una de la noche, Fernando se siente cansado y sin ganas de pelea. Mañana será otro día. Contempla a su padre antes de levantarse, ya todos se levantan, y le invade una tristeza abstracta, como si lamentara en general la fragilidad de la existencia: la nihilización inevitable de toda existencia incluida la propia. Por eso la última imagen de su padre es tenue y no particularmente hostil: contempla la imagen de su padre atenuado, nihilizado, como en una fotografía antigua, como en un recuerdo borroso: un poco como de jóvenes apreciábamos sin grandes ironías el gesto estudioso de ciertas figuras sedentarias que, en resumidas Cuentas, al final, cuarenta años más tarde, han escrito o publicado poco y no dan la impresión de haber estudiado tanto como parecía.


3rd Part


XV


Los niños alteran la fisonomía de las casas. Y estos niños de Jacobo y Andrea son invasivos y chillan, entran en todas partes, se esconden detrás de las puertas en un insulso jugar al escondite que acaba invariablemente en llantos. La pequeña, de tres años, se hace todavía pis y caca. Y Andrea aparece desde muy temprano desmadejada por la casa. Los juguetes están por todas partes. No hay, además, en esta nueva casa, un cuarto dejugar de los niños. Hay un cuarto de dormir donde duermen los dos mayores. Babi se despierta por las noches y llora. Los niños infectan las casas -esto lo piensa cada uno desde su perspectiva propia, más o menos lo mismo Angélica y Fernando Campos-. José Luis y Jacobo se trasladan desde muy temprano al nuevo campo de golf de Lobreña. Esto de la proliferación de campos de golf en toda la provincia hace un efecto muy 2006. Juan Campos se atrinchera en su despacho. Antonio Vega se instala como de costumbre en el garaje. Los niños ocupan toda la casa como un contingente militar.


–¿Vais a quedaros mucho? – ha preguntado Fernandito a su hermana.

–¿Por qué? ¿Te molestamos?

–Hombre, sí. Sois la encarnación de lo molesto.

–Solterón impenitente. Y… por cierto, ¿tú vas a quedarte mucho? ¿Ya no trabajas? ¿Te han despedido?

Fernandito ha sonreído malevolente y se ha ido sin contestar a su hermana. No contaba con este Kindergarten cosificado. Nunca había visto a su hermana materializada hasta este punto: los signos externos de maternidad de Andrea atraen a Fernandito como los signos exteriores de riqueza atraen a los inspectores de hacienda. Fernando Campos mosconea literalmente alrededor de sus sobrinos y de su hermana y del servicio, y de las dos cuidadoras. No juega con sus sobrinos, no. Les asusta. Les quita los juguetes y los pone encima de los armarios. Hace llorar al mayor de los tres. Sentado en la sala, no se mueve cuando aparentemente se descrisman cayéndose de lo alto de un sillón o escaleras abajo. Se ha vuelto conspicuo a costa de observar los juegos de sus sobrinos sin intervenir nunca en ellos. Esta sobreañadida visibilidad de Fernandito no ha escapado al ojo censor de José Luis y de Angélica, sus cuñados.

–Tío, podrías echarnos una mano! – ha soltado José Luis la otra tarde, una tarde tediosa de sirimiri, sin saber qué hacer con los niños.

Fernando, una vez más, ha sonreído guasón y ha permanecido sentado sin hacer nada. A partir de esa tarde, se ha formado el bando anti-Fernandito, incoado desde un principio por su actitud guasona y ahora capitaneado por Andrea yjosé Luis. Esto añade movilidad trivial a la casa. Hay unas agitaciones subacuáticas en la superficie de la rutina cotidiana, antes y después de los desayunos, o durante la mañana, o antes y después de los almuerzos, o a lo largo de la tarde, consistentes en que los dos matrimonios observan a Fernandito a distancia y cuchichean.

Andrea encendió la llama de la hostilidad grupal comentando la incomprensibilidad de la presencia de su hermano Fernando en casa, en el Asubio.

–¡No te fastidia, que me pregunta que si vamos a quedarnos mucho! Y yo le dije: Y tú qué.

–Yo, francamente te lo digo, Andrea. Comprenderás que tu hermano es tu hermano… -ha intervenido José Luis con su celeridad de hombre alto no muy agraciado: ocupa un interesante puesto de interventor en el Gran Banco. Se viste muy a la manera de la City de Londres, con camisas de rayas y traje diplomático los días de diario y ostentosamente de sport en el campo, un aire de club de caza y pesca con botas Track and Field-… Un hermano es un hermano, pero, Andrea, yo a tu hermano Fernando no le veo. Es siempre the odd man out le encanta serlo. ¡Vaya, que me revienta un poco!

Y Andrea, secundada por Jacobo, ha defendido a Fernandito sin gran convicción. Al defenderle, han surcado su memoria como vilanos las imágenes de otro tiempo: el tiempo infantil y juvenil de los veranos del Asubio y las playas del norte: Lobreña, Oyambre, San Pedro del Mar…, la lluvia, los caminos embarrados, los domingos luminosos, los cielos malteados del atardecer, las dulces acuarelas, los cuentos infantiles que Antonio Vega les leía a los tres, las partidas de cinquillo y de brisca y de parchís en los cuartos de arriba o en la cocina de Boni y de Balbi… Y todo esto tiene tan agudamente la cualidad del haber-sido, del haberse- tenido, del haberse-ido y de no ser ya, salvo como briznas del aire de la memoria, que su misma indefensión y pobreza, sin querer, la conmueven, y ha frenado el primer pronto de la agresión a Fernandito que ya iniciaba, vigorosamente, José Luis y que ella misma, a su vez, había iniciado. Se había sentido herida por la pregunta de Fernandito y había respondido como la mujer casada que es, con hijos, con responsabilidades, que tiene que enfrentarse a un chico ambiguo, que, en opinión de Andrea, ha cambiado mucho en estos años hasta volverse irreconocible. Y ya en esa primera ocasión, ha observado de reojo la reacción de Jacobito, el hermano mayor, que Fernandito adoraba. Y se ha sorprendido Andrea al descubrir en el rostro de su hermano una rigidez censoria, acartonada, que nunca antes había observado, como si su constante ascenso en el banco madrileño le hubiera inmunizado contra las tonterías del hermano travieso y avispado que, en aquellos remotísimos tiempos del Asubio, el padre ensimismado, el Juan Campos de entonces, elogiaba sin reservas y comparaba admirado a la picardía y agresividad intelectual de Matilda, la madre, crónicamente ausente. Todo esto ha tenido lugar en un abrir y cerrar de ojos. Los dos hermanos pertenecen, una vez casados, cada uno de los dos, a su pareja, y las dos parejas forman un cuatrimotor que enuncia implícita o explícitamente lo que debe o no debe hacerse, lo que debe ser-se o no serse. Y también, de paso, lo que el pasado fue y no fue, considerado ahora ya desde el presente futurizador de las dos nuevas familias, las nuevas amistades madrileñas y… esto también: la no muy recatada crítica al comportamiento testamentario de Matilda y a la reacción post-mortem del padre. Porque es un hecho que Angélica y José Luis, cada cual por su parte, en apartes con su pareja correspondiente, y, con creciente frecuencia cada vez que se reúnen los cuatro a charlar, tienen enfilado el mundo social del Asubio con un gesto emotivo que combina, inverosímilmente, lo avinagrado y lo dulce, en una sola palabra que emerge siempre que se reúnen los cuatro: discutible. Todo lo que sucede en el Asubio es, por definición, discutible. ¡Pero, por supuesto que lo es! ¿Quién se atrevería a negarlo? Lo que ocurre es que esta -por lo demás sólo formal- noción de lo discutible (toda cosa espacio-temporal se da por lados, todo asunto humano presenta facetas, puede ser examinado desde distintos puntos de vista, y es por tanto discutible) sería inocente si sólo se empleara en su sentido más abstracto: aplicada aquí por José Luis y Angélica al Asubio y sus ocupantes habituales tiene una connotación negativa, prohibitiva: como si se dijera: es discutible, no es de fiar, no es del todo de buena ley, es malo o maligno en el fondo.

Se ha acabado ya el puente de Difuntos. Hay que volver a Madrid. No hay que volver a Madrid. ¿Hay que volver a Madrid? La cosa no está clara. Hay un ir y venir entre volver y no volver, una desazón, cómica en parte, logística en parte, un impasse, una aporía doméstica. ¿Quiénes no van a volver? ¿Y quiénes hay en condiciones de volver o no volver? Obvio es quienes no volverán y no se moverán. Ni Juan Campos ni Antonio Vega ni Emilia van a moverse de su sitio. El puente de Difuntos ha sido una simple lata que cada uno de los tres ha padecido o disfrutado a su manera. No se sabe si Emilia ha registrado la incomodidad que dimana de la presencia de niños en la casa y ocho comensales fijos a las horas de las comidas. Su delgada figura supervisora ha permanecido idéntica, impasible, ausente. Juan Campos se ha mostrado amable y distraído o ensimismado a lo largo de todo el puente. No ha conversado largamente con nadie, no ha rehuido a nadie, nadie se le ha acercado en exceso, ni siquiera sus dos hijos mayores. Su yerno y su nuera le han observado desde lejos, censorios y en blanco como impersonales visitas que desaparecerán felices, sin dejar rastro. Antonio Vega se ha sentido cómodo con los niños. Ha chapurreado con Andreíta y jugado con Jacobito a los guerreros medievales y a Spiderman, siendo a ratos Octopus Antonio, Octopus a ratos Jacobito, cambiando alegremente de papel la tarde lluviosa. Y ellos dos raptando a título de pieles rojas a Babi, para revenderla en un mercado negro de bebés blancos. Antonio Vega ha agradecido la compañía de los niños. Y Fernandito, ¿qué? ¿Va a regresar Fernandito a Madrid? El final del puente es un final sin Fernandito. Así que el cuatrimotor se reúne en los dormitorios con un aire de junta de propietarios, a decidir qué es qué. Y sobre todo a decidir quién se queda y quién se va. Porque ocurre que de la experiencia cuádruple de las dos parejas ha emergido, como un clavel reventón, una conclusión semicómica: alguien tiene que quedarse a echar un ojo, a controlar un poco, a ver qué pasa, porque están los cuatro en esto unánimes: algo va a pasar y tiene que pasar por fuerza. La disgregación de la familia, la desarticulación de España, el puto caos que acontecerá si todos se van y no se queda nadie a controlar lo incontrolable, a evaluar daños y perjuicios, a tabular los pros y contras de una situación que nadie, ninguno de los cuatro, aprueba o comprende. Pero la verdad es -dicho sea en honor del cuatripartito- que la situación misma no sólo resulta difícil de comprender o de aprobar, sino incluso de determinar en punto a su existencia. ¿Hay una situación potencialmente explosiva en el Asubio? La verdad es que todo el puente de Difuntos ha estado presidido por una excelente sincronización doméstica gracias a Emilia, con el auxilio complementario de Antonio Vega a las horas de lluvia para entretener a los niños. La única incógnita de la situación es Fernandito, que ha desaparecido justo al acabarse el largo puente. Casi cualquiera, en vista de lo ocurrido, que no es nada, hubiera decidido que no es nada y que los cuatro pueden regresar a Madrid tranquilamente. Y aquí es donde Angélica cobra una importancia y una significación inusitadas. En opinión de Angélica, hay una peligrosa escisión en el Asubio entre lo que Bradley, el viejo neohegeliano inglés, llamaba Realidad y apariencia.

Angélica toma la voz cantante. Se quedará Angélica con uno de los coches, el suyo propio, y regresarán a Madrid Jacobo y José Luis con los niños y las mucamas. Pero, claro, Angélica no es en el Asubio nadie sin Jacobo. Y Jacobo no puede quedarse con ella. Sólo queda disponible Andrea. Y Andrea ve de pronto el cielo un poco abierto con esto de tenerse que quedar y posponer, siquiera una semana, la nurtura de la prole, que supervisará José Luis por las noches y que quedará a cargo de las competentes manos de su servicio doméstico. Así que Andrea, tras efectuar los gestos y giros correspondientes a una maternidad responsable, se queda para legitimar la presencia de Angélica, que es quien de verdad sabe lo que va a pasar en el Asubio.

Angélica es una chica lista. Hizo su carrera de Derecho satisfactoriamente y se acostumbró a considerarse a sí misma una persona responsable de su propia vida: una representante de la nueva generación ahora en los treinta, que es consciente de que, como mujer, puede aspirar a más que a ser ama de casa. El matrimonio con Jacobo le hizo concebir más esperanzas de las que correspondían a la realidad: el bienestar económico de la familia materna de Jacobo, combinado con el prestigio académico de Juan Campos, le pareció fascinante en su momento y decidió el matrimonio. Fueron los últimos años brillantes de la carrera de Matilda, los más brillantes pero también, al final, los más ambiguos, puesto que la propia Matilda tuvo conocimiento de que su enfermedad era incurable precisamente en esos años. Así que toda su actividad se incrementó bajo la sombra del conocimiento de su inexorable fin. No reconocerse enferma fue esencial para Matilda, no reconocerlo ante los demás, no reconocerlo ante sí misma. Pero se trataba de un intento vano: la enfermedad inmisericorde dejó muy pronto muy pocas dudas, tanto a la interesada como a sus deudos. En estas circunstancias, Matilda ya no ofrecía el imaginado escenario de vida social que Angélica creyó haber alcanzado al casarse con Jacobo. Angélica se sintió realmente estafada. Expresarlo así es absurdo y ella misma no lo expresaba así. Ella decía que sentía una intensa compasión por la situación de su suegra. Pero ni su suegra ni la familia de su suegra parecían necesitar esa compasión. No se dejaban compadecer los Campos. No se dejaba compadecer Matilda ni su propio hijo Jacobo, contagiado quizá de la soberbia materna. En estas condiciones el papel de una nuera queda reducido a la insignificancia. La persona misma, Angélica, parece quedar por virtud de la desactivación de su papel desactivada ella misma en cuanto tal. Angélica se sintió fuera de juego, disminuida, preterida y, por otro lado, requerida por su propio marido, Jacobo, para dar cuenta de la situación: una de las curiosas características de esta relación consistía en que Jacobo daba por supuesto que Angélica era la gran intérprete del mundo y de la sociedad más allá del reducido grupo de preocupaciones que le afectaban directamente a él como alto empleado del banco. Exceptuado el banco de todo lo demás era Angélica la voz autorizada. Así que, también en lo relativo a la enfermedad de su suegra y a la interpretación del matrimonio de los padres de su marido y en general de toda la familia Campos, acabó convirtiéndose Angélica en una autoridad al menos para su marido.

–¿Tú cómo lo ves, Angélica? – preguntaba constantemente Jacobo.

Y Angélica respondía con todo lujo de detalles: el único inconveniente era que sus descripciones y evaluaciones de la situación familiar no tenían vigencia fuera del círculo minúsculo de esta curiosa pareja Angelica emitía su opinión, que Jacobo gravemente recogía y apreciaba, sin que esto fuese ocasión de ninguna clase de acción determinada. Las opiniones de Angélica rebotaban sin fruto como pelotas de ping-pong en una mesa de ping-pong. No se estaba jugando una partida, no podían hacerse tantos a favor o en contra de Angélica. Era como jugar contra sí misma. Una especie de ping-pong-frontón, viniendo a ser, en realidad, Jacobo el frontón mismo, el muro, y Angélica alternativamente la única jugadora y la pelota que bota y rebota una y otra vez. Hubiera deseado Angélica ser útil, que Matilda la necesitara, por ejemplo. O que Juan Campos la necesitara. O que el propio Jacobo, hallándose terriblemente desconcertado y apenado, hubiese tenido necesidad de grandes dosis de consuelo. Pero el caso era que Jacobo no daba la impresión de hallarse tan terriblemente apenado como quizá debiera: la costumbre de no contar con su madre, con Matilda, el largo hábito arrastrado desde la niñez y a lo largo de toda su juventud, de contar con que su madre se bastaba y se sobraba por sí sola para resolver sus propios asuntos, embotaba el dolor ahora. En cierta manera, Angélica sufrió al poco tiempo de entrar en la familia Campos un doble escándalo: el escándalo de no ser necesitada por su suegra, que era autosuficiente incluso en la enfermedad, y el aún más raro escándalo de no ser necesitada por su propio esposo, el hijo de Matilda, para ser consolado por la grave enfermedad de su madre. No es que Jacobo no sintiera y no lamentara la enfermedad de su madre: es que Angélica no lograba identificar del todo esa pena: lo identificado a ratos era sin duda tristeza filial ante lo irreparable, pero otros ratos era también algo parecido a la sorpresa entreverada con una fuerte dosis de incredulidad: a ojos de Jacobo la gravedad de la enfermedad de su madre no acababa de resultar verosímil por completo y esa inverosimilitud procedía, en parte, de que tan pronto como Matilda definitivamente cayó enferma y hubo de guardar cama, estableció un férreo cerco en torno a sí misma donde realmente sólo Emilia penetraba. Se tenía conocimiento de la gravedad del estado de Matilda pero no del todo intuición sensible del mismo. La señal externa sensible más constante de Matilda enferma fue la irritabilidad: Matilda se cansaba en seguida de las visitas y se mostraba con facilidad irritable por cualquier insignificancia: Angélica se sintió rechazada en el doble sentido de no ser necesitada por su suegra y no poder consolar a su marido más que en proporción a la pena que exteriormente su marido manifestaba y que no parecía ser, después de todo, mucha. Y cuando Angélica, por fin, sacó todo esto a relucir, con el aire un poco de una esposa que pone las cartas sobre la mesa y descubre la infidelidad del esposo, Jacobo se limitó a comentar que los Campos Turpin eran una familia reservada, inasequibles a los melodramatismos de la consolación. Esto le pareció brutal a Angélica. Y quizá lo fuese, aunque quizá fuese también muy comprensible dada la educación distanciadora que los hijos de Matilda Turpin y Juan Campos habían recibido desde niños. Siempre se guardaron las distancias para no agobiarse unos a otros y ahora las distancias guardadas durante tanto tiempo congelaban el paisaje entero de padres e hijos distanciados entre sí. Angélica concibió entonces una especie de resentimiento ligero contra su suegra, lo que suele llamarse animosidad, una animadversión ligera, como la que sentimos ante un hombre muy gordo sentado en el asiento contiguo del avión, o alguien muy acatarrado cuya presencia no podemos evitar durante largo rato. Con ocasión del careo con Jacobo -equivalente al descubrimiento de una infidelidad conyugal-, con ocasión del rechazo de Matilda, Angélica llegó a exclamar:

–¡Tu madre me está ninguneando y puenteando, Jacobo, eso es lo que hace! ¡No sé cómo puedes consentirlo!

Y al decir esto, era obvio que se pillaba los dedos con sólo observar el desconcierto irritado de Jacobo:

–Mi madre no es propiedad nuestra, de ninguno de sus hijos ni de nadie. Es muy suya. Yo no tengo acceso privilegiado a mi madre, ni mis hermanos tampoco, ni mi padre y mucho menos tú. Es normal que no te tenga en cuenta. ¿Por qué habría de tenerte en cuenta?

–Porque soy tu mujer, ¿no es eso suficiente?

–Seguro que lo es en otros casos pero no en éste, no creo que recuerde ni que existes, perdona. ¡Así están las cosas…!

Fue lo más brusco que oyó decir jamás a Jacobo. Jacobo era un marido agradable, con una cierta tendencia a la distracción y a cansarse pronto de las conversaciones, cosa explicable porque volvía siempre tarde del banco y generalmente se traía papeles a casa. Angélica tuvo, pues, la impresión de que al quejarse de Matilda había puesto al descubierto una herida antigua que afectaba, de alguna manera, a la relación de los Campos con sus padres: esta impresión sirvió para confirmar su idea de que algo grave y oculto tenía lugar en la casa sin que se le revelase a Angélica con claridad qué era. Esta idea de un secreto familiar, una dificultad intrínseca de relación entre padres e hijos en casa de los Campos, alivió en parte su sensación de ofensa. Pero incrementó su curiosidad aderezándola con una pizca de malevolencia. Todo esto estaba teniendo lugar durante los últimos años de la vida de Matilda. Se habían suspendido los grandes viajes, que eran sustituidos ahora por largas estancias en Houston primero y después en Suiza y en Madrid. Para entonces había cumplido ya Angélica los treinta y dos años: el asunto de tener o no descendencia había quedado zanjado hacía tiempo. Pero Angélica encontró en el extraño rechazo de su suegra una nueva confirmación de lo acertado que era su propia voluntad de no traer hijos al mundo.

–No puedo entender por qué tu madre, si no iba a haceros nunca caso, quiso echaros al mundo en primer lugar -declaró Angélica en una conversación más o menos íntima con Andrea. Andrea, para entonces, había dado a luz dos veces y vivía sumergida en el espeso entramado de la maternidad. Era evidente que Andrea no tenía ninguna vocación de mujer moderna, ningún proyecto personal para sí misma con independencia del de criar su prole. Pero era más sentimental que Jacobo. Andrea defendió la posición de su madre en unos términos muy teóricos pero que no dejaban de ser adecuados:

–Ser madre es una necesidad de las mujeres, de casi todas las mujeres, yo creo. Una vez que los hijos están criados, sin embargo, una mujer puede sentir que quiere realizarse a sí misma después. Mi madre es muy inteligente, muy práctica. Nos quería a su manera, esa manera individualista, europea, de la clase social alta. Los hijos se cuidan solos. Hay la maternidad mediterránea, yo soy una madre mediterránea, a cuestas con los potitos y los colegios. Mi madre es una europea rica que delega en las nurses. A mí me parece bien. Y mi madre era fascinante cuando éramos pequeños, Angélica. Eso no debes olvidarlo. Viajábamos mucho con ella y con mi padre. Íbamos a encontrarnos con ella nosotros tres y mi padre en Roma y en Londres y en Orlando. Recuerdo el viaje a Orlando a ver Disneyland, fue estupendo. Era una mujer enérgica y alegre, y ahora está enferma.

Cuando por fin la muerte hizo presa de Matilda, Andrea fue de los tres hermanos la que más apenada pareció. No pudo acercarse al lecho de la moribunda más que sus hermanos, pero no pareció resentir eso demasiado. Angélica tenía la sensación de que hacer la voluntad de Matilda era más importante para sus hijos y allegados que cualquier iniciativa propia que difiriese de esa voluntad. Matilda no admitía en torno suyo, especialmente al final, voluntades más fuertes o distintas a la suya. En cierto modo, esto era escandaloso visto desde fuera. Visto desde dentro, desde la propia familia, parecía lo natural.

Entre Andrea y Angélica se estableció por entonces una Curiosa relación materno-filial: Angélica era la mayor pero, carente de hijos, conservaba un aire de soltería, una ligereza adolescente que, en cambio, se había visto sustituida en Andrea por una cierta gravedad de matrona, no obstante ser Andrea la más joven. A Andrea le parecía que su cuñada era más inteligente que ella misma, pero en cambio menos práctica, menos sensata, más irreal, a consecuencia, precisamente de no haber tenido hijos propios. Así que ambas mujeres establecieron una amistad que podía considerarse como una protección invertida: la más joven protegía a la mayor en los asuntos cotidianos mientras que la mayor proporcionaba a la más joven una cultura general:

Angélica estaba al tanto de los libros que se publicaban las exposiciones de pintura moderna y contemporánea, las conferencias de la Fundación Juan March, los ciclos de música de cámara norteamericana, el expresionismo alemán. Incluso los debates de las feministas entraron a formar parte de la conversación de Andrea por influencia de Angélica. Incluso El segundo sexo de la Beauvoir entró a formar parte de su repertorio ideológico, bien que de una forma muy reducida y disminuida. Tras la muerte de Matilda, hubo una diáspora exagerada sobre todo por parte de Fernandito, que apenas veía a sus hermanos, y de Juan Campos, que apenas se dejaba ver. Los dos matrimonios, que se veían con más frecuencia, también dejaron de verse, como si les faltara materia que debatir una vez fallecida Matilda. De hecho, la reunión en el Asubio con motivo de este último puente de Difuntos fue fruto de la casualidad. Cada una de las dos parejas decidió por su cuenta llegarse al Asubio. Una vez allí, ambas, cada cual por su lado, se sintió reconfortada con la presencia de la otra. Y así fue como Angélica y Andrea continuaron su relación materno filial y a la vez de profesora-alumna. Así que cuando Angélica puso de relieve su preocupación por el aparente ensimismamiento y soledad en que vivía Juan Campos no le fue difícil persuadir a Andrea de quedarse algo más de tiempo con ella para supervisar la situación potencialmente explosiva en opinión de Angélica.

Angélica, sin embargo, ha hecho una reserva mental: ha decidido no explicitar ni detallar delante de Andrea lo que sospecha que ocurre con Fernandito. En realidad, Angélica considera que ésta es su gran baza: su gran momento, su gran juego: estas expresiones bailotean en la conciencia de Angélica como saltimbanquis. Recuerdan un poco a los dos jóvenes que en El Castillo de Kafka confieren un aire procaz, cómico, irreflexivo a la suerte del agrimensor. No son personajes, sólo conceptos bulbosos, nociones proliferantes, intuiciones que a medias la realidad confirma y a medias desconfirma. ¿Hay acaso un juego en juego? ¿Tiene quizá Angélica que hacer una apuesta pascaliana acerca de la existencia o la seriedad de algo terrible que ocurre en la casa, acerca, supongamos, de la posibilidad de la aparición repentina de un dios o un diablo en la escena? Por otra parte, ¿a qué se mete Angélica en este lío familiar? Ha dado Angélica por supuesto que existe una situación familiar liosa, aunque no puede darse ni siquiera a sí misma detalles precisos de la complicación. ¿No lo está inventando todo? Angélica fue una universitaria lista. Sintió sincera curiosidad por ciertos aspectos de la vida política y cultural. Se da cuenta de que su posición en esta casa es extraña. No obstante ser esposa del hijo mayor, nunca le hizo Matilda el menor caso. Se siente como la governess de The Turn of the Screw. El entrecruzamiento en la persona de Angélica de figuras literarias y proyectos propios es siempre semicómico. Se siente al borde de una visión y se pregunta: ¿estoy viendo lo que veo, o estoy provocándolo? En última instancia, sin embargo -tanto si lo ve como si lo inventa-, está siendo protagonista de un acontecimiento único. Por fin su matrimonio está dando de sí lo que no dio desde un principio y nunca pareció ir a dar. Ha sido necesaria la muerte de Matilda, la retirada al Asubio de Juan Campos, la presencia de Fernando Campos en el Asubio abandonando su puesto de trabajo en Madrid. Al final, sin embargo, florece la situación con la viscosidad de una gran berza: grandes hojas situacionales se extienden por todas partes, surcadas por lumiacos y gusanas: imágenes horticulturales un poco repulsivas le parecen a Angélica expresivas ahora de la situación que ante ella se extiende como las gigantes hojas blanquiverdes de las berzas de asa de cántaro. Y todo esto no puede compartirlo por completo con Andrea porque el quid de la cuestión es Fernandito. Angélica ha decidido que toda la extrañeza de la situación familiar de los Campos, incluyén dolos a todos, se concentra ahora en Fernandito como en un agujero negro: Fernandito chupa y rechupa toda la energía de la familia. Esto no tendría por qué ser malo ni bueno, pero hay algo no científico, sino mitopoético en el concepto de agujero negro, que arrastra la imaginación de Angélica. Lo mismo que la muerte de Matilda queda inacabada en esta casa -piensa Angélica-y así Fernandito representa el inacabado sumidero de esta familia, su significación postulada e irrealizable, su negación de su negación, su hundimiento. Y tiene que haber un hundimiento -entrevé Angélica- aunque sólo sea para sobrecompensar el desdén con que fue tratada ella por todos ellos, incluido su propio esposo. Al pensar estas cosas se siente aviesa y mala. Pero se siente, ante todo y sobre todo, en lo cierto. Sentirse en lo cierto es como una ebriedad que embarga ahora a Angélica todo el tiempo y que le permite disimular con Andrea el verdadero filo de sus intenciones y contemporizar durante los almuerzos y las cenas con las insulsas conversaciones monosilábicas de Juan Campos o con los acerbos comentarios de Fernandito, cuando Fernandito se digna aparecer por la casa. El tiempo vuela y no sucede nada. ¿Y si no pasara nada? Al fin y al cabo no podrá prolongar Angélicas ni por supuesto tampoco Andrea, su estancia en el Asubio por tiempo indefinido. Algo tendrá que suceder de hoy a mañana, o mañana, o pasado mañana. O ahora o nunca si Angélica ha de tener razón, y ha de tenerla. Piensa mal y acertarás, Angélica -se dice Angélica a sí misma.


XVI


Juan Campos ha rehuido todo hacerse cargo de la situación. El Asubio, con sus días ventosos de contraventanas batientes, con la lluvia perpetua y la gran soledad del mar, su treno monótono, su profundidad metalúrgica, su indiferencia mortal, el embarrado cielo, el secreto, el fracaso, la totalidad inabarcable del Yo soy, la gran ciénaga del para-sí, le reconforta. En todo esto se adentra Juan Campos como en un laberinto hedónico: he aquí que se ha salvado, he aquí que se ha librado de la muerte, él es el gran testigo, el gran testimonio, el mártir. En lugar de correr aceleradamente hacia su muerte, Juan Campos se echa a un lado y se salva. ¡Dios! ¿Quién quiere morir, deshacerse, desprenderse de este mundo interpretado, repleto de significaciones jugosas? Juan Campos no desea morir. Ante él, ante Juan Campos, se extiende su propia vida como un territorio inefable, asubiado, como una gran disculpa, como una excusa. ¿Qué más hubiera podido hacer Juan Campos? Acurrucado en su butaca ante el fuego se siente bien, se siente vivo. Es sí mismo en una dulce ignorancia de sí. Se disfruta a sí mismo, se es, se desconoce. El muerto al hoyo, el vivo al bollo. Todos se confundieron. Juan Campos, sin embargo, no se confundió. Lee ahora los nuevos poemas de los jóvenes poetas de Valencia. Acaba de leer, por ejemplo: Recibetu alrededor/como un amante. ¿No es esto maravilloso? Allá en Valencia, unos jóvenes editores y poetas han compuesto una revista sin nombres, no hay autores, sólo poemas sólo textos. Juan Campos les recibe gozosamente en su maravillosa casa del Asubio. Les lee, desconocidos, como él mismo se vive a sí mismo en la penumbra benéfica de su subjetividad pura. ¿Quién quiere morir? ¿Quién piensa en morir? Repite: Recibe tu alrededor / como un amante… Un libro de haikús abierto al azar, debe ofrecer, de inmediato, una percepción inesperada de alguna porción del mundo: un recodo secreto y, ahora, iluminado. Así, ahora Juan Campos se ve a sí mismo transformado en luciérnaga, en significación instantánea que emerge, reluce y desaparece: Yo soy, yo no soy. La secuencialidad de la existencia le parece vulgar, la atonía, la insignificancia de las grandes significaciones la esposa los hijos… Él se ha salvado, Juan Campos se ha salvado. La vida durará tantos años como duren estas iluminaciones, estos haikús repentinos. ¿Cómo se atreve Emilia a venirle con esta intensa violencia, este gusto mortal, este recuerdo de la muerte? Ha aborrecido a Emilia la otra tarde. La desvergüenza del dolor, la incuria del sufrimiento… Ella pretende ser la primera. Él es el primero y el último. No se asustará: no retrocederá ahora que ha logrado ileso, llegar al retiro: no dejará que un espúreo sentimiento de culpabilidad procedente de la conciencia ajena, procedente por ejemplo de la conciencia de Antonio Vega, le perturbe. ¿Quién tiene derecho a juzgarle? Las cosas sucedieron por sí solas. La flor de la vida se abrió por sí sola. Juan Campos no pudo evitarlo. ¿Hubiera acaso, podido oponerse o incluso interferir en el despliegue gigantesco de Matilda, aquella gigantomaquia absurda de los negocios los viajes, las grandes ciudades, los centros financieros del mundo globalizado? Matilda no lo dudó, ni Juan Campos tampoco. Era preciso dar a cada cual lo suyo. Matilda obtuvo lo suyo, Y Juan Campos también. ¿Quién se atreve ahora a contabilizar las ganancias y las pérdidas de cada cual? La noche es inquietante, la lluvia es inquietante, el viento marítimo es inquietante, y el faro a lo lejos, imprevisto, inútil tal vez, es inquietante. En el profundo reducto de la conciencia de Juan Campos lo inquietante emerge como un amor imposible. ¡Bien! – se dice Juan Campos-, Matilda fue un amor imposible. No la amé todo lo que pude. Si la hubiera amado más aún, ¿la hubiera hecho más feliz? ¿Hubiera Matilda muerto más feliz si Juan Campos la hubiera amado más aún? Matilda tenía la medida de todas las cosas. Cuantificó el amor y el esfuerzo. No deseó ser amada más de la cuenta. Juan Campos hizo lo que pudo: la amó lo suficiente. Fue más bien Matilda quien no le amó lo suficiente a él. Ahora no puede Juan Campos emborronar este cuaderno de dibujos infantiles de la memoria. Aunque quisiera tachar el castillo y el guerrero medieval, emborronar la princesa y el unicornio y el centauro, no podría. Arrancar la hoja, echarla al fuego. Pero… ¿Y si se hubiera atrapado a sí mismo en una trampa tragicómica? Los ha engañado a todos. ¿Sí, o no? No debo pensar -piensa Juan Campos- con demasiado detalle aquello que podría herirme si lo pensara con todo detalle. No debe imaginar Juan Campos al detalle lo que le heriría si se presentara de pronto ante él, como un ladrón, un hooligan, un drogadicto en plena noche… Supongamos que de Lobreña viniera un joven cualquiera beodo, drogado, que necesita dinero urgentemente, e irrumpiera en esta habitación consoladora, rompiera los cristales (al fin y al cabo sólo un cristal, un cortinaje de terciopelo profundo, le separa de la intemperie)… Podría ser aquí asesinado, desvalijado. Está a salvo aquí porque le protegen Antonio Vega y Bonifacio y Balbanuz. Está a salvo porque Matilda ha muerto y ya no puede regresar y no puede reprocharle o increparle. De pronto siente miedo, tiene miedo. Puede llamar a Antonio por teléfono (hay una línea interna que comunica el departamento de Antonio y Emilia con el suyo…). Juan Campos se siente aterrado de pronto. Se ha asustado a sí mismo. Llama por teléfono a Antonio Vega. Es la una de la madrugada. Entra Antonio Vega. Juan Campos y Antonio Vega beben whisky con hielo al amor de la lumbre. Antonio Vega se limitó a decir por teléfono: Ahora voy. Juan Campos no dio explicaciones como es natural. Se limitó a murmurar: podrías venir un momento, si no estás acostado. Antonio Vega dijo: Ahora voy. Desde ese momento, el repentino terror se ha echado hacia atrás. Ha quedado debajo de la superficie de la conciencia de Juan Campos, que ha podido sumergirse de nuevo en los objetos tranquilos de su despacho, su cuarto de estar: ahora recibe su alrededor como un amante. Ahora, Antonio Vega llama a la puerta y entra. Se acabó. Antonio sirve el whisky, se mueve lentamente con su seguridad madura, su aplomo físico, su inocencia. Tantos años juntos apenas ha envejecido, los dos miran el fuego. El hielo tintinea en los vasos y el rumor del viento afuera tintinea en los vasos también como una frase acertada, amable, consabida. Con Antonio, regresa la paz de la conciencia no objetivante: ahora Juan no se siente juzgado, ni desdoblado ni arrancado de sí mismo. No hay entre su conciencia de sí en este instante y la presencia de Antonio distancia alguna, resquicio por donde puedan colarse los actos de juicio, las miradas ajenas, los prójimos. En presencia de Antonio, Juan Campos se expande como el aroma de una taza de café, como el gratificante aroma de las tostadas en el tostador. Antonio -que no es de su familia- aleja la odiosa familiaridad judicativa de la familia Campos más allá de todo posible acercamiento, en las afueras acantiladas del jardín de la costa cantábrica, más allá de Lobreña, hacia el monte embriagado por la amarga niebla y el hedor de los colgadizos. Por un instante, Juan Campos piensa, teme, que Antonio le pregunte por qué le ha llamado. Sería, al fin y al cabo, una pregunta natural dada la desacostumbrada hora. Por un momento, considera Juan la posibilidad de inquirir -con una amabilidad de boca chica- si le ha despertado, si le incomoda ser llamado a tan altas horas de la noche. Si, sobre todo, no le resulta extraño que, una vez presente en la habitación, no parezca dispuesto Juan a dar explicación ninguna. Pero se detiene: no llega a formular siquiera esa posibilidad: la costumbre de estar juntos en silencio salva la situación. Antonio es aún, a sus cincuenta años, el joven que de joven respetaba el silencio del maestro de filosofía, del hombre reservado y profundo. ¿Será posible que Antonio Vega no sienta curiosidad ninguna ahora? Juan Campos se recoge sobre sí como un caracol. Cualquier pregunta, por discreta que sea, podría punzar la costumbre y deshacerla. El ritual del whisky -incluso a deshora-’es muy antiguo entre ellos. Antonio se acostumbró al whisky con él. Y también al fuego de leños, las lámparas de pie, las pantallas de pergamino, las estancias confortables, las alfombras, los delicados objetos que en las estanterías se alinean mágicos entre los lomos de los libros. Las estancias de Juan Campos, en Madrid y en el Asubio, todas han dicho siempre: yo soy. Y débilmente también: tú eres yo ahora aquí conmigo. Nunca hubo quiebra en esta intimidad dual. ¿La hay ahora? Juan Campos no tiene intención ninguna de averiguarlo precisamente ahora. Así que la pregunta que de pronto Antonio Vega formula le explota en la cara:


–¿Te encontrabas mal? Me asusté al oírte de pronto.

–Perdona, estaríais ya durmiendo.

–No, no. No es eso. Emilia apenas duerme estos días. Nos gusta estar acurrucados, qué sé yo. Ver la televisión un poco, sin fijarnos mucho. Es lo mejor del día, aunque no nos durmamos.

Demasiado largo. Demasiada Emilia. Demasiada precisión. Demasiada intimidad ajena. Demasiada distancia. Juan Campos ha sentido un escalofrío cálido, como un pronto iracundo. Bebe un sorbo de whisky. ¿Qué va a decir? Que Emilia no duerma estos días es una información agresiva. Tras lo de la otra tarde, de Emilia puede esperarse cualquier cosa, cualquier agresión. Emilia aparece de pronto ante Juan Campos como las larvas blancas que pululan repugnantes debajo de una piedra levantada al azar en el prado. En lugar de una piedra seca y lisa, ligeramente húmeda en su parte inferior, todo un estado larvario, blanquecino múltiple, peligroso vivo, Emilia insomne, acurrucada contra un Antonio adormilado, viendo sin ver la televisión _que, por cierto, sólo se recibe a medias en el Asubio…

_Deberías llevarla al médico. Quizá un Diazepam administrado con prudencia a última hora de la tarde bastaría para salvar este bache… -La voz de Juan Campos es lenta y tranquila, la voz amable de un intelectual, de un hombre compasivo. Ambos miran al frente. El fuego es compasivo. Ahora los leños incandescentes enteros son como un corazón retórico en una estancia poética lejana, de un pintor holandés de interiores. Todo es limpio y tranquilo y el fuego es como un corazón benevolente.

–Ya, Diazepam. Lo malo es que la ansiedad de Emilia no es fisiológica del todo. Tú sabes qué es, Juan. Emilia ha sido siempre de constitución fuerte, equilibrada y fuerte, con gusto la llevaría al médico. Y a la vez odio pensar en médicos. Emilia no se merece que pensemos en médicos ahora, ni en pastillas. Lo que le pasa lo sabes tú igual que yo.

Otra vez el silencio. Esta vez la calidad del silencio es muy distinta. De pronto, Juan Campos siente las palabras que acaba de oír como una mirada que le mira distanciándole de sí. La confortable estancia se ha vuelto incómoda. El fuego tiene un resplandor cristalino que le hace sudar ligeramente y que no le abriga. Malestar.

–Lo siento muchísimo. La otra tarde encontré a Emilia muy mal. Confieso que no supe qué decirle… tiene que sobreponerse, es duro hablar así. Todos tenemos… -la voz suave de Juan Campos titubea y Juan, de reojo, observa a Antonio, que ha girado la cabeza y le mira fijamente. Es una sensación muy desagradable, muy definida. Se siente juzgado. Decide proseguir con el tópico que se le enreda en el fraseo como una culebra-… todos tendríamos, Antonio, que sobreponemos. Hemos tenido que hacerlo cada cual como ha podido al morir Matilda. El dolor es individual, incomunicable, de sobra lo sabes. Y la manifestación del dolor, el duelo de cada cual, es tan profundamente distinto en cada cual, que el consuelo resulta casi imposible, el duelo es aislante. La manifestación del dolor que siente cada cual aísla a todos los demás… Me temo que no estuve la otra tarde a la altura de las circunstancias, me temo…

–Emilia te necesita a ti esta vez, no a mí, Juan. – La voz de Antonio Vega, que ahora ha dejado de mirarle y contempla, entrecerrados los ojos, el fuego, es muy baja, muy joven. Recuerda al joven absurdamente inocente que llegó con Emilia, por invitación de Matilda, veinte años atrás al piso de Madrid de los Campos-. Tú eres el que sabes lo que hay que saber aquí y ahora, tú sabes el significado, todos los significados. Nosotros no. Emilia y yo no entendemos qué significa la muerte. Entendemos el amor y la vida y la devoción y la fidelidad y la pasión y la fidelidad -repite Antonio esta palabra como un ensalmo- pero no la muerte. Emilia no sabe qué hacer con la muerte de Matilda. Yyo no sé qué hacer con Emilia. Te corresponde a ti, Juan, nuestro maestro, nuestro único amigo, nuestro buen amigo, decirnos qué es qué. ¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha ocurrido a Matilda? ¿Qué quiere decir que Matilda de pronto, en medio de la vida, se nos haya muerto…?

El temblor de la voz de Antonio Vega es tan intenso al final, tan conmovedor, tan sin agresión, tan puro que Juan Campos se vuelve a mirarle: Antonio Vega contempla el fuego fijamente, rígidamente y su rostro curtido, anguloso, tan joven todavía, inundado de lágrimas.

La rigidez de la posición de Antonio contribuye a dar la impresión de que se ha transformado en una cosa. Sí, su rostro húmedo aparece inundado de lágrimas, pero el rostro mismo, cosificado repentinamente ante la mirada de Juan, no expresa nada. Juan Campos acumula precipitadamente argumentaciones silenciosas, fragmentos de argumentos académicos, que le permitan no sentirse conmovido. Llega a preguntarse incluso: ¿llora porque está triste o está triste porque llora? A todo trance, la compasión debe ser clausurada. Si la compasión se abriera, ¿qué quedaría de Juan Campos? El asunto es grave o, mejor dicho, el asunto sería grave si la presente situación requiriera una decisión por parte de Juan, si tuviera que declarar que a partir de ahora se hará cargo de Emilia. ¿Qué podría significar una declaración así? ¿Cómo puede Juan Campos hacerse cargo de Emilia? Sería, bien mirado, una interferencia en la vida de pareja de Emilia y Antonio. La pena es comprensible. El duelo por Matilda también es asunto suyo: Juan Campos considera por un instante la posibilidad de recordar a Antonio que el primer doliente de este duelo es él mismo, el marido de Matilda. ¿O es que el agresivo duelo, la terca pena de Emilia, va, a estas alturas, a cuestionar el quién es quién de este grupo familiar? Porque se trata de un grupo familiar. Esto fue así desde un principio formaron un grupo familiar: una familia singular compuesta por dos parejas, una muy joven en aquel entonces, Emilia y Antonio, otra madura ya aunque joven todavía, Matilda Y Juan. Matilda aportó al grupo tres hijos. Juan aportó su serenidad, su complacencia su sentido común. Más aún, Juan aportó a aquel proyecto común de los cuatro la legitimidad más pura: Juan quiso que Matilda, con la asistencia personal de Emilia, desplegara sus grandes alas mundiales, su talento financiero, su iniciativa práctica su gracia, su sociabilidad, su brillantez. Juan quiso que nada se interpusiera en el desarrollo de esta mujer nueva, igual en todo al hombre, que debía verse libre de las bajunas tareas del hogar una vez que la procreación estaba satisfactoriamente cumplida. De la nurtura de la prole podían encargarse las sucesivas nurses y el propio Juan Campos -quien, por supuesto, se prestó desde un principio a alternar sus tareas académicas con la vigilancia de la casa y los hijos-. Todo fue posible porque Juan Campos lo hizo posible. Juan Campos, instantáneamente esta noche, se ha puesto en su sitio, se ha repuesto: si alguien ha sufrido, si alguien ha estado en el origen de la invención de Matilda y, a partir de Matilda, de Emilia y de todos los demás, ése es Juan Campos. En consecuencia, ¿a qué viene esta viscosa novedad dolorida de Emilia, esta viscosidad de un duelo excesivo? Y, sobre todo, cómo perdonar a su fiel Antonio este repentino alinearse con la esposa neurasténica que reclama para sí más parte de duelo del que legítimamente le corresponde? Esta expresión ridícula, el fiel Antonio, reanima a Juan Campos. Le parece que es la primera nota de humor que, siquiera mentalmente, ha logrado extraer de su incómoda situación. ¿No es humorístico, al fin y al cabo, que del extraño llanto que como una ráfaga de lluvia ha humedecido el rostro de Antonio Vega no quede ahora, al contemplarlo Campos de perfil, residuo alguno? Sólo una cierta rigidez: sólo percibe el hermoso perfil de Antonio, un hombre ahora hecho y derecho, moreno, huesudo, petrificado. Pero, sin duda, la dichosa expresión, ese su fiel Antonio, ha quedado ahí en la conciencia de Campos como una señal de tráfico temporalmente desfuncionalizada, dejada al azar en cualquier parte. La expresión fiel Antonio haría más adecuadamente referencia a un criado, a un servidor: a duras penas puede aplicarse a alguien que, como Antonio respecto de Juan o Emilia respecto de Matilda, ha formado parte tan íntima de la vida del matrimonio mayor. Claro está que han sido fieles: el propio Antonio Vega, de hecho, en su extraño monólogo de hace un rato, ha hecho referencia dos veces a la fidelidad. Ha conectado la fidelidad con la vida y ha esgrimido ambas cualidades frente a la muerte de Matilda, como quien propone una contradicción insalvable. Lo sorprendente es que, tras el prolongado silencio en que han permanecido los dos hombres en esta confortable estancia del Asubio iluminada por el fuego, lo único que Juan Campos acabe por considerar inasimilable sea la inmovilidad de Antonio Vega: tan grande es que, ahora que las lágrimas se han evaporado de su rostro, no parece haber llorado porque no se ha movido. Como si el llorar conllevase un implícito repertorio gestual que, inconscientemente, quien llora pone en juego para hacer ver que llora: así Juan Campos esperaba (quizá inconscientemente también) que el inesperado llanto de Antonio conllevase alguna clase de gesticulación complementaria, alguna frase o explicación, alguna señal inequívoca de que lloraba porque quería y no simplemente porque no podía evitarlo o porque las lágrimas se le escapaban como una ventosidad tras una mala digestión.

–Antonio, créeme, haré lo que pueda. Es que no sé si se puede hacer algo o no con Emilia, con nadie. No sé, de verdad, si somos accesibles al consuelo. A veces creo que no…

–No te entiendo, Juan. Eso que estás diciendo, ¿lo dices en general?, ¿es una teoría o algo así? Tendrás razón, supongo. Lo único que sé es que Emilia necesita ayuda y no pastillas ahora. Necesita hablar de Matilda y de su muerte y no basta conmigo por más que yo haga, por más que yo diga. Emilia y yo somos lo mismo. Emilia querría hablar contigo, oír lo que sea, que lo dijeras tú. Incluso algo terrible. Dile la verdad, lo que de verdad creas que es la muerte. Eso es mejor que nada. Emilia te necesita, es lo único que te digo esta noche. Y perdona el atrevimiento, resulta que tú querías verme a mí para lo que fuese y yo quería verte a ti para decirte lo que te he dicho… ¡Mira, ha sido una suerte que me llamaras esta noche!

«Bien, ¿y eso es todo?», ha estado a punto de preguntar Juan Campos. Pero se ha detenido en el último momento.

Desearía ser capaz de preguntar ahora si eso es todo. Si todo lo anterior es toda, una especie de resumen. Pero súbitamente le aterroriza la idea de que ese trivial, abstracto término todo lo embrolle todo, lo implique todo: le atemoriza la imagen de una espontánea metástasis de la totalidad implícita reactivando, más allá de una simple pregunta, toda una inabarcable situación. Porque, claro está -decide mentalmente Juan Campos-, que esas pocas frases de lamento, de súplica por Emilia que Antonio ha pronunciado en esta reunión improvisada son sinécdoque de una compleja situación -el proceso total del duelo por Matilda- que, lejos de circunscribirse al dolor de Emilia o a la angustia de Antonio por su mujer, alcanzan al propio Juan Campos. Más allá aún: alcanzan al proyecto inicial de las dos parejas veinte años atrás, de tal suerte que, con motivo de la totalidad punzada y de esas pocas frases de Antonio, el todo reabriera velozmente el pasado y el futuro a la vez, evocara no sólo las acciones observables exteriores, de los cuatro, sino también lo inobservable e interno de las intenciones de todos ellos, formuladas o informuladas, los éxitos y fracasos de estos últimos veinte años (que incluirían los fracasos vividos como éxitos y los éxitos vividos como fracasos). Si, por hipótesis, a la pregunta acerca de si lo hablado es todo lo que hay que hablar respondiera Antonio Vega negativamente, ¿qué Ocurriría? ¿No aparecería la totalidad entera, en toda su contradicción, extendiéndose a los detalles turbios de la enfermedad de Matilda, al violento rechazo de su muerte, a su agresividad final, a sus denuncias, sus insultos…? ¿No surgiría así el rencor, su rencor? ¿El rencor de quién? A estas altas horas de la noche no está Juan Campos en condiciones de omitir una referencia explícita (si bien, muda) a ese sentimiento desolador, el rencor, su rencor: el suyo propio, el de Juan Campos (el rencor de Matilda, si es que lo tuvo, puede ser puesto de momento entre paréntesis). Ese rencor que a poco que Juan hurgue en sí mismo sabe que siente ahora y que sintió entonces: siente que siente un secreto rencor -quizá injustificable- contra Matilda, contra su amada esposa.

Antonio Vega, que ha terminado su whisky hace rato, se incorpora. Es evidente que desea irse. Juan se alegra de que se vaya. Pero finge retenerle un instante.

–Te vas ya? Tómate una última copa conmigo. – Es la voz amable que Antonio reconoce de toda la vida. Se acomoda en su sillón otra vez. Pero rechaza la bebida.

–Preferiría irme ya si no hay nada más, nada urgente. De nuevo, discúlpanos a los dos, a Emilia y a mí, que, sin mala voluntad, quizá te estemos agobiando…

–Oh, no, nada de eso! – La voz de Juan Campos es ahora admirable, amable, está otra vez en su sitio, la cotidianidad, la costumbre, la fidelidad de este joven Antonio, tan joven aún a pesar de sus cincuenta años cumplidos, todo lo que significó la compañía de Antonio, la imagen embellecida que Juan Campos pudo hacerse de sí mismo mientras educaba a este joven. Todo, absolutamente todo, lo fácil, lo tranquilo, lo pedagógico, lo indiscutible, rebrilla ahora como una ilusión amorosa: no hay nada que temer ahora. Todo el orden convencional del mundo de Juan Campos, todas las sabias medidas y artilugios ingeniosamente dispuestos a lo largo de los años para que nunca haya quiebras o fealdad, ahora aparecen en su lugar de nuevo como criaturas afirmativas, como éxitos indudables, como bienestar merecido. Antonio se va, desea irse. Pide disculpas. No ha hecho referencia a la totalidad envenenada e inabarcable que por un momento Juan Campos temió que reventara sobre ellos dos como una hemorragia, una metstasis irreducible. No ha pasado nada.


XVII


Los túneles y las norias del hámster. Fernandito, el hámster. Femando Campos prolonga su estancia en el Asubio tercamente, tratando de darse a sí mismo una finalidad, sin dar con ella. Todo el círculo completo de la noria lo ha recorrido en una semana, en menos tiempo. El resentimiento contra el padre, el amor al padre, el enternecimiento y la detestación, la huida del hogar paterno y el refugio en casa de Boni y de Balbi, el amor carnal, tan dulce siempre, de Emeterio, el dejarse querer, el fingir que no siente los celos que siente por la novia de Emeterio. La conversación con Antonio Vega, el cariño de Antonio Vega, el cariño por Antonio Vega, las conversaciones con los hermanos, los sobrinos. La finalidad… ¿qué hace aquí, para qué está aquí Fernandito el hámster? Sucede, en efecto, que lleva ya unos quince días en el Asubio: examinada su situación desde fuera, resulta ridícula. Y Fernandito es extraordinariamente sensible al ridículo: en esto es muy español Fernando Campos. El ímpetu del Porsche cruzando los seiscientos kilómetros entre Madrid y Lobreña, la súbita llegada sin avisar al Asubio: salida de caballo andaluz. ¿Y ahora, qué? ¿Parada de burro manchego? También Fernando Campos


–como Angélica- cree que algo tiene que pasar. A diferencia de Angélica, que se limita a regodearse en la posibilidad, de momento no confirmada de un desastre, Fernandito sospecha que algo grave ha sucedido ya, porque siente en su propio corazón que ya ha sucedido lo más grave y que por eso está él aquí, dispuesto a pedir cuentas a su padre. El asunto es que lo sucedido, sea lo que sea, no acaba de cobrar del todo un perfil inequívoco. No es sólo lo más grave que Fernandito no se sintiera amado. ¿O era eso lo más grave? Se sintió amado antes y desamado después. Hubo un antes y un después que Fernando Campos sitúa más o menos al acabarse el bachillerato: hasta los dieciséis él era el preferido de su padre. Fueron los años brillantes del amor paterno. En esta agobiante ronda circulatoria de Fernandito, el hámster, estos días, hay a ratos una melancolía ratonil que es verdadera y que apenaría sinceramente a Antonio Vega si Fernandito lo confesara: fueron los años gloriosos de la primera juventud de Fernandito y también de la colaboración pedagógica de Antonio Y Juan Campos. Se sentían integrados todos los niños, jóvenes ya, Andrea, Jacobo, Fernando, Emeterio, en un programa definido y alegre, en una gran ruta aventurera: se sentían bucaneros y aviadores y montañeros y lectores de libros y escritores de libros las tardes de lluvia. El pequeño núcleo de melancolía que es como una almendra y que Fernandito roe como un hámster deteniendo su noria, es aquel momento de adivinación, de intensa preparación, en el cual, cada uno de los cuatro, también Emeterio, tenía un destino confuso y brillante preparado al final de la adolescencia. Antonio Vega creía en ese destino y fue el estupendo sherpa de todos ellos. Y Juan Campos era el alto coronel del regimiento de los lanceros bengalíes, el impresionante jefe indio águila blanca, el novelado padre, el sabio padre. ¿Quién aflojó primero la atención necesaria que mantenía en pie toda la dulce atención juvenil que hubiera podido durar meses y meses, años y años, la vida entera de todos ellos? Hay algo inmortalmente dulce y fuerte en la imagen paterna. Ni siquiera es necesario que el padre haga grandes cosas. Basta con que esté ahí y sea accesible en su distancia encantada, en su profundidad narrada, novelada, poetizada. Una vez pasada la juventud, una vez adentrados en la madurez, un padre que ha tenido esas características para los hijos no se deshace nunca. Así que la almendra de melancolía que a ratos roe Fernandito en su noria es realmente conmovedora. Pero todo se vino abajo después, todo el antes se desplomó en el después súbitamente O al revés, todo el después se desplomó sobre el antes nihilizándolo, volviéndolo variable, discutible, modificable, interpretable. Andrea y Jacobo, que eran criaturas más sencillas, se divirtieron casándose, escalando puestos en el banco Jacobo, teniendo hijos Andrea… Pero Fernandito no podía seguirles por esa vía de la normalización, la igualación, la socialización. El gran orgullo de ser único, original, atrevido, descarado, pícaro, avispado, hábil, alegre, imagen de Matilda, todo eso funcionó a la vez como un inmenso logro brumoso, logrado ya antes de lograrse, obtenido como un premio mucho antes de obtenerse. Y este premio inmaduro, este logro irreal- mente logrado, que, en esencia, consistía en volver a Fernandito intensamente consciente de sí mismo, como un Único resplandeciente a quien su padre amaba, aisló a Fernandito en un yo soy que aún no era, en un yo que, habiendo de ser en el futuro, se veía sometido al mismo coeficiente de adversidad de todos los mortales y muy en especial de la vida Contingente que se inicia pasada la primera juventud. Se trataba de guardar el germinal pasado como un manantial incesante que refluía del pasado al futuro y del futuro al pasado en una circulación venturosa Entonces Juan Campos abandonó a su hijo pequeño. ¿Fue Juan Campos Consciente de que abandonaba a su hijo? No hubo, ciertamente, escenas dramáticas No hubo ninguna ruptura visible. Sólo un aflojamiento de la atención, un adelgazamiento del gozo. Dejó Juan Campos, de pronto -quizá sin darse cuenta del todo-, de interesarse por su hijo. Una vez iniciada la facultad, pareció incluso que el propio Fernandito se alegraba de librarse un poco de la atención paterna, que tan cálida había sentido durante su niñez y primera juventud. Dio la impresión -tan característica de los estudiantes de primero y segundo de facultad- de saberlo todo y creerse autosuficiente. La relación con Antonio Vega continuó fluida, tanto o más que en los años de bachillerato. En cambio, entre Juan y su hijo pequeño surgieron discusiones que procedían en gran parte de esa, en última instancia, inocente autosuficiencia del joven universitario, pero que Campos no parecía en condiciones de asimilar del todo. En el verano que iba de segundo a tercero de carrera, de pronto se estableció una barrera extraña: agresiones, injurias: Fernando acusó a su padre de ser un cenizo desinteresado de la realidad. Le acusó de no importarle nada nadie. Juan Campos no quiso discutir nada, dio la impresión de haber desaparecido. Se convirtió en un padre desencantado, quizá acobardado. Intervino Antonio Vega del modo más sencillo que podía. Le dijo:

–Fernando, tienes que hablar con tu padre.

–Y de qué?, no se entera de nada-declaró Fernandito.

–Eso no lo sabes tú. Tu padre es un sabio y un hombre de gran sensibilidad, tienes que hablar con él porque te quiere.

La conversación con Antonio conmovió a Fernandito. ¿No era ésta, al fin y al cabo, una prueba, una nueva prueba, un examen que separaba la sosa juventud primera de la nueva juventud, donde la niñez poco a poco se sumía, borrándose? Recordó incluso un texto de san Pablo, el principio de un texto de san Pablo: Cuando era niño jugaba a cosas de niño… Sólo recordaba ese comienzo, pero ahora ya no era un niño, ni siquiera un bachiller. Era un hombre mayor: los juegos de ahora tenían un carácter más fuerte: la vida resplandecía adelgazada, fibrosa: un arco tendido hacia el futuro. Por eso la sugerencia de Antonio le pareció magnífica: Hablaré con mi padre, le recuperaré, se dijo Fernandito. Era el final del verano de aquel segundo verano de la facultad. Fernando, a última hora de la tarde, entró en el despacho de su padre, que leía ante la chimenea, encendida ya porque había sido un día lluvioso, invernizo. Su padre levantó la cabeza. Fernandito dijo:

–Hay una cosa de mí que no sabes. Si quieres te la digo. Si no quieres, no.

Le impresionó ver a su padre en su sillón de costumbre, con el jersey de cuello alto que se ponía al atardecer. Sintió que le amaba. Sintió que todas las peleas precedentes de ese verano o del curso anterior eran bobadas. Sintió sin embargo, en ese mismo momento, que era verdad que su padre se había desviado, había desviado la atención desde Fernandito hacia otras cosas, hacia sus libros. Ésta era la gran ocasión de recuperar la atención paterna. Juan Campos alzó dulcemente la cabeza y contempló a su hijo. Parecía cansado, como alguien que ha dado una cabezada muy ligera y que se despierta de pronto. De hecho se frotó los ojos con la mano izquierda y preguntó vagamente:

–Y qué es lo que quieres decirme?

–Antes de que te lo cuente, tienes que quererlo oír. Tienes que decir: Quiero oír lo que quieres contarme. ¿Quieres oírlo o no quieres oírlo?

–Claro, por qué no. Cuéntame lo que quieras.

–Yo soy maricón. ¿Qué te parece?

–¡Qué va, hombre, qué va! Qué vas a ser!

Fernandito no esperaba esta reacción. Era la única reacción que no esperaba: este tono ligero, como si hubiera declarado cualquier cosa insignificante: que quería ser torero o que acababa de enamorarse de una compañera del curso. La palabra maricón se le había apelotonado en la boca como un coágulo de sangre. No había otra palabra según Fernandito mejor para designar lo que quería que su padre supiera. Homosexual en comparación con maricón no valía un duro. Maricón era formidable, rotundo, peligroso, nuevo. Era un gran secreto revelado. Tenían que saltar chispas. Fernandito era un crío aún y, sin querer, una estética de cómic presidía su imaginación. De alguna manera esperaba que a su padre se le saltaran los ojos de las órbitas, que gritara un ¡Eso nunca! O quizá un melodramático ¡Hijo mío! Pero nunca ese ¡Qué va, hombre, qué va! ¡Qué vas a ser!

Matilda vivía aún cuando esto. Con Matilda no había problemas. Nunca tuvo problemas con su madre Fernandito, porque su madre le hacía sentirse vivo y guapo, lince y rápido como ella misma.

–No te quiero, mamá, no te quiero ni una pizca. Soy igual que tú, idénticos los dos. No te quiero ni una pizca ni tú a mí!

Y Matilda se echaba a reír y le revolvía el pelo y le decía que no sabía de qué hablaba. Y le decía que le quería con un amor electrizante y no con un amor vacuno.

–Nosotros somos veloces guepardos, Fernando. Nos queremos a ciento diez kilómetros por hora durante cincuenta metros consecutivos.

Y Fernandito luego preguntaba:

–Y luego qué?

–Luego nos vamos a comernos la joven cría de gacela al cubil, que hemos cazado entre los dos.

–Sí. Mami, sí. ¿Y qué nos pasa luego? A ver. Suponte que se nos escape la joven gacela, ¿entonces qué? Nos quedamos exhaustos tú y yo. Yo te he visto exhausta.

–Mentira, Fernandito, ¿cuándo me has visto tú a mí exhausta?

Fue terrible: una premonición desgarradora. Pocos años después Fernandito vio exhausta a su madre. Era una visión terrible: la intensa belleza mortal que acometió a Matilda a ojos de su hijo, cuando no podía levantarse ya, ni casi hablar, tumbada en el sofá sin querer ver a nadie, sólo a Emilia. Entonces supo que la amaba y, una vez más, sintió aquel electrizado amor, electrizante, que procedía de un sentimiento de identificación muy profundo. Era un sentimiento complejo, que Fernandito no logró analizar en vida de su madre y que, tras morir su madre, se le quedó ahí como una imagen congelada, un relampagueo inmóvil, una corazonada instantánea, un aliento divino y mortal. Y pensaba Fernandito, a la vez que se iba a su cuarto a llorar, porque Matilda no quería que nadie la viera, ni siquiera sus hijos, en aquel estado, que aquello no era amor maternal, materno-filial, era un amor descarnado, de guepardo, de criatura que existe en un fulgurante ahora y que desaparece dejando sólo la melancolía de su paso, su aceleración, su fracaso. Nunca tuvo ocasión, realmente, Fernandito, de hablar con calma de estas cosas con Matilda. Decirle que no la quería ni una pizca era tirarle de la lengua. Pero Matilda no caía en esa trampa: tendía a reírse y hacer reír a Fernando. La imagen del guepardo era sólo una de las imágenes que se le ocurrían. El amor maternal creyó Fernando encontrarlo en su padre y en Antonio Vega. El Fernandito niño y adolescente amó golosamente a su padre como los niños y los adolescentes aman la rutina de sus juegos y de su casa familiar. Por eso, cuando Fernandito, casi inocentemente, se distanció del amor paterno (casi parecía obligatorio, si uno era universitario, distanciarse de las amorosas rutinas familiares, fingir que le resultaban casi cargantes), se sintió abandonado y aislado como nunca se había sentido con ocasión de las ausencias de Matilda. Su madre y él se querían a gran velocidad, y Fernandito contaba con que, transcurridos los instantes de intenso afecto -que eran generalmente también instantes de gran comicidad y explosiva alegría entre los dos-, era natural que madre e hijo se distanciaran. La distancia física no les distanciaba. Al distanciarse de su padre, en cambio, y sobre todo al sentir que su padre le desatendía, se ensimismaba en sus libros, Fernandito sintió el distanciamiento como una herida mortal. Estaba, claro, Antonio Vega, pero Antonio Vega no era su padre. La amistad con Antonio era importante, pero el distanciamiento del padre, que creció al morir Matilda, hizo que Fernandito se sintiera menospreciado, abandonado. Deseó vengarse, por eso estaba ahora en el Asubio: para vengarse. Cuando, aún en vida de Matilda, declaró a su padre, como quien escupe o pega una patada o una bofetada, que era maricón, la intención de Fernando Campos fue rescatar la atención paterna, conmovido por las observaciones de Antonio Vega mencionadas más arriba. Creyó ingenuamente que, semejante declaración, la palabra gruesa, el escándalo, conmovería a su padre. Y no percibió ninguna reacción. El ¡qué vas a ser! no estaba pensado para tranquilizar, ni siquiera para oponerse a esa idea. Significaba que Juan Campos no tomaba a su hijo en serio, ni en eso ni en nada. La conversación prosiguió, como es natural, algo más, porque Fernandito preguntó:

–Qué pasa contigo? ¿No te sorprende? ¿Es que lo sospechabas? ¿Lo sabías ya?

–No me sorprende porque no me parece grave. Es una fase. Todos los jóvenes pasáis por una fase de inseguridad erótica. Es bastante natural. No tiene importancia.

Ése fue el momento en que, por primera vez, Fernandito sintió una intensa antipatía por su padre: la antipatía y el recuerdo del amor que había sentido por él se entrecruzaron en la conciencia de Fernandito. Y no lograba saber qué significaba aquel entrecruzamiento que determinaba una intensa reacción afectiva sin concepto. Se sintió desilusionado, se sintió furioso: sintió que había ofrecido su verdad más profunda, su alma, y en lugar de atraer al padre, fascinarle, todo seguía igual. Es curioso que ese momento determinase la primera herida narcisística que Fernando Campos experimentó en su vida. Estaba de pie frente a su padre, seguía de pie. Casi cualquier solución, cualquier iniciativa paterna hubiera sido suficiente, un simple: Siéntate y hablamos del asunto. Incluso una repetición de lo que acababa de decir, algo más detallado, expresado con una viveza mayor, hubiera bastado para prolongar la conversación, la convivencia. Fernando no tenía más expectativa en aquel momento que conmover o escandalizar a su padre, y lo que de hecho tenía ante los ojos era un hombre cómodamente instalado en su sillón, que miraba de vez en cuando el libro que tenía sobre las piernas, cerraba los ojos y daba la impresión de querer despedirle. Fernando Campos sintió que quería marcharse y a la vez que irse, sin añadir algo más, equivalía a una retirada vergonzante. Pensó: si me voy ahora, sin exigirle nada, sin sonsacarle nada, nunca jamás podremos hablar mi padre y yo. Así que dijo:

–Bueno. Me largo. Ya veo que te da igual. Te interesará quizá saber que me acuesto con Emeterio. Llevamos así mucho tiempo. Nos damos por el culo. Y esto te lo digo para tenerte informado. No volveré a hablar del asunto contigo nunca más.

–Como quieras -murmuró Juan Campos-. Haz lo que quieras: vete o quédate. A mí no me parece grave. Lamento no haberme emocionado, si es eso lo que te preocupa. Es una fase. Dentro de unos años, ya veremos.

–Dentro de unos años -repitió Fernandito- ya veremos. Sí.

Abandonó la habitación. Se sintió realmente descompuesto al salir. No sabía qué hacer. Pensó: le contaré a mi madre lo que ha pasado. Denunciaré a este hijo de puta ante mi madre y ante todos: se lo diré a mi madre, se lo diré a Emeterio. Una vez fuera del despacho, la rabia le ocupó como un dolor de estómago: le hubiera gustado llorar o dar gritos o volver a entrar en la habitación e insultar a su padre. Pero se limitó a entrar en su cuarto y tumbarse en la cama y permanecer allí despierto hasta la madrugada. No había sucedido nada. Aquella negación que procedía de su padre vitrificó la conciencia de Fernandito. Emeterio le notó muy extraño al día siguiente, y sobre todo Antonio le notó raro y distante. La enfermedad de Matilda explotó después. Fernando y su padre no volvieron a referirse a este asunto nunca más.


XVIII


Fernando Campos echó de menos los tópicos en aquella ocasión. Una reacción paterna convencional le hubiera disgustado menos. Había elegido la forma más explosiva para expresarse, el término maricón, lo más exagerado: el resultado fue nulo: no hubo reacción, ni siquiera reacción convencional. Juan Campos se limitó a disolver la violencia declarativa de su hijo en una incredulidad que al chico le pareció acomodaticia, comodona, pasiva. Hubo, debe reconocerse, una cierta inconsecuencia en la reacción del chico. En cierto modo no estaba autorizado a esperar una reacción distinta de su padre: era parte esencial de la educación de los jóvenes Campos el rebajar la emotividad: esa rebaja se había practicado en la casa desde niños. Fue, sin duda, una influencia de la educación anglosajona de Mafilda Turpin. Frente al sentimentalismo, al ternurismo, un tanto ridículo, de las madres españolas, los continuos besos y abrazos, los «tesoro mío» y demás, en casa de los Campos se practicaba una afectividad rebajada. Esta rebaja corría paralela a la alteración sistemática de los papeles tradicionalmente atribuidos al padre ya la madre. Dado que la ejecutiva era Matilda, y -contra el tópico- era el padre el que se quedaba en casa, el contemplativo, hubo desde un principio una necesidad pedagógica de invertir las imágenes de los papeles correspondientes a cada cual. A esto se añadía la presencia benevolente de Antonio Vega, que cumplió durante toda la niñez y adolescencia de los chicos un curioso papel multiforme, paterno-maternal, que integraba las nociones de jefe de filas, capo de la banda, capitán del equipo, paño de lágrimas, hermano mayor… Era Antonio quien de verdad estaba siempre en casa, quien estaba pendiente, quien les acompañó al colegio de pequeños, les ayudó a repasar las lecciones y los exámenes. Así que a él se le protestaba, se le discutía, se le lloraba, se le besuqueaba, se le obedecía o desobedecía. La reacción de Juan Campos, su no-reacción, fue, después de todo, una reacción característicamente familiar que Fernandito debía automáticamente haber entendido. ¿Por qué no la entendió? ¿Y por qué, tras considerar si contárselo a su madre, decidió no hacerlo? ¿Por qué Fernandito decidió no contar a su madre que era maricón? O, dada la peculiar atmósfera de la casa, ¿por qué no decírselo a Antonio Vega, como tantas otras cosas?


Fernando Campos recuerda estas cosas ahora. La escena con su padre se hundió pronto en el desconcierto del cáncer de Matilda. La enfermedad no unió entre sí a los Campos, aisló a cada cual consigo mismo, al desmoronarse la energía materna que incluso a distancia les unificaba, sustituida ahora por la enfermedad. Fue significativo que Matilda no quisiera dejarse ver. Quizá este rechazo a aparecer enferma ante sus hijos fue lo más perturbador para Fernandito. Andrea y Jacobo lo aceptaron más fácilmente: son cosas de mamá, siempre ha decidido cómo ha de hacerse todo, y ahora también. En cambio, Fernandito recordaba la alegría materna, la gracia, el sentido del humor, echaba eso de menos. Su madre le dejó entrar a la habitación donde pasaba el día antes de ir al hospital en un par de ocasiones. Estaba muy delgada, se había arreglado con mucho cuidado, parecía muy cansada. El sentimiento de extrañeza era tan fuerte que Fernandito, que era habitualmente un conversador locuaz, apenas pudo articular palabra. Fueron visitas muy breves. En las dos ocasiones estuvieron presentes Juan Campos y Emilia. En la segunda ocasión, Antonio Vega acompañó a Fernando esperándole en la sala. Luego dieron un paseo por Madrid los dos juntos. El volumen de la enfermedad ocupaba todo el espacio de la conciencia: la delgadez extrema, la voz apagada, la lentitud de los gestos. Quizá para recibir a su hijo Matilda había tomado algún calmante, tal vez morfina. Fue desolador. Y fue como si se cumpliera aquella premonición de que alguna vez habrían de hallarse exhaustos el uno frente al otro. Matilda era ahora el guepardo exhausto que apenas reacciona cuando el cazador le empuja después de haber recorrido, como una exhalación, sus cincuenta metros a ciento cincuenta kilómetros por hora. Antes de aquello, sin embargo, ¿por qué no refirió a su madre lo de la dichosa homosexualidad, si tanto le preocupaba? Fernando decidió por entonces (es decir, entre el momento de la fracasada conversación con su padre y el momento de aparecer la enfermedad de Matilda) que su propia homosexualidad le preocupaba muy poco y que el motivo por el cual decidió contárselo estrepitosamente a su padre había sido más la voluntad de hostilizarle que la búsqueda de apoyo o consejo. Decirle soy maricón fue como explotar un petardo a sus pies, como dejar caer una fuente de cristal en un suelo de losa. Fernandito reconoció que al hacer explotar aquel petardo se había apartado bruscamente de las costumbres de su casa, del estilo pedagógico de los Campos, para servirse de un tono hispánico, goyesco, de pintura negra: equivalente a decir maricón hubiera sido pintarse los labios o presentarse con tacones. Se trataba de llamar la atención, de hacer saltar del asiento al inmóvil padre incomprensible. Fernandito sospechó entonces que la inmovilidad paterna, su amable pasividad podía ser una gran máscara. Tras tanta impasibilidad, ¿qué se escondía?

Hubo en el exabrupto de Fernando Campos una mezcla escénica de súplica y agresión: fue como si, animado a dirigirse directamente a su padre por Antonio, hubiese Fernando repasado a gran velocidad la lista entera de sus recursos, sus posibles. Y eligió maricón como el disfraz más intrigante. Es cierto que Fernando tradujo mediante la palabra maricón un complejo estado de ánimo que incluía, por supuesto, sus agradables relaciones homoeróticas con Emeterio (que no habían tenido, sin embargo, prolongación ninguna en su vida universitaria) y que volcó sobre esa vivencia erótica una figura pública, un calificativo, un juicio social peyorativo, que le parecía resultón. La relación con Emeterio era muy estable aunque también discontinua a causa de la vida académica de Fernando. En esa discontinuidad había que incluir las novias provincianas de Emeterio que Fernando fingía ignorar y con quienes Emeterio mantenía relaciones profusas pero superficiales: Emeterio en esto hacía lo que se hacía en los grupos juveniles de Lobreña, todo el mundo ligaba los fines de semana. Entre ellos dos no se referían a su relaciones amorosas en término ninguno. Aquí era Fernando cuidadoso y Emeterio, en cambio, inocente. Ambos daban por supuesto que lo que hacían no requería explicaciones ante ellos mismos ni tampoco justificaciones ante los demás: estaban acostumbrados a ese interior afectivo de juego y experimentación corporal desde hacía años. Fernando sospechaba que una verbalización demasiado explícita del asunto hubiera perturbado a su compañero de juegos. Y Emeterio -quizá menos inocente, de hecho, de lo que parecía- aceptaba gustoso el vivirse los dos en la confianza gratificante del deseo sin necesidad de hablar de ello. Así que seleccionar la frase soy maricón para presentarse ante su padre después de un período de distanciamiento fue una argucia de Fernandito, un efecto buscado, equivalente en el fondo a aquel maravilloso efecto que Fernando, de crío, buscaba y obtenía al encaramarse de pronto en una roca puntiaguda al borde de la rompiente (tras haber observado que había profundidad de sobra para un cole) y exclamar ¡mira qué cole!, ante los temerosos ojos de Juan Campos o de Antonio y los demás hermanos. Lo que ocurrió fue que -a diferencia de la situación de la zambullida infantil que permitía al astuto Fernandito un previo cálculo de la peligrosidad del salto- Fernando se impresionó a sí mismo con su declaración: Fernando Campos fue el primer escandalizado por su propia frase. Había empleado un término vulgar, callejero que designaba, como Fernando sabía, un mundo turbio donde se entrecruzaban, carnavalescos, bujarras y nenazas, policías y drogatas, putas y putos: era, a sus ojos de entonces, un término insultante que desvelaba implosivamente toda suerte de vicios y maldades efectistas. Le pareció infalible. Tan infalible como arrojarse al mar desde una roca. En la situación del cole Fernandito sabía más o menos dónde se tiraba, aprovechaba el lomo creciente de la ola para ganar profundidad. En cambio, la profundidad paterna le desconcertó nada más entrar en la habitación. Su padre era un mar inmóvil, gris-azul, poderoso e inmóvil. Era como arrojarse al Cantábrico desde el bote o la motora una tarde de maganos. Daba miedo el anélido mar, gravemente onda- ‘ante y sin fondo. Daba miedo Juan Campos aquella tarde, sentado ante la chimenea y como dormido. Ya no era el buen padre distante pero afectuoso, interpretado siempre en los términos de alegre camaradería de Antonio Vega. Era ahora un solitario fondo marítimo, ondulado y temible. Por eso el exabrupto sonó terrible al propio Fernandito. Y por eso la reacción paterna, tan neutra, le enfureció tanto. No sabía, cuando abandonó el despacho, si su furia obedecía a sentirse engañado porque su padre era un mar somero que desvirtuaba el formidable cole del chaval o al revés, siendo un mar infinitamente profundo y arcaico, el cole del chico, en toda su peligrosidad, no había causado el más mínimo impacto. Nada más trancarse en su dormitorio, un pelotón agigantado de ocurrencias se apoderó de Fernandito y le rebotó dentro de la cabeza como en el interior de un frontón inmenso. ¿Por qué su padre estaba tan inmóvil, tanto que daba la impresión de no sentir ni padecer? ¿Por qué comparado con su padre era tan móvil su madre, tan fugaz, tan alegre? Y también tan distante como el padre, sin embargo. ¿Y por qué no hacer la misma prueba con la madre? ¿Por qué no someter a Matilda al mismo experimento teatral que acababa de neutralizar tan desconcertantemente Juan Campos? Hubo dos tiempos, pues, a partir de aquella tarde: todo el tiempo anterior, que era la niñez, y todo el tiempo posterior que se convirtió en un presente ambiguo e incómodo. Al cabo de un par de horas las cuatro paredes del dormitorio se le vinieron encima a Fernandito y fue en busca de Emeterio… para sentir su presencia y no contarle nada. Omitir lo sucedido era parte esencial de la conservación del mundo. Y, curiosamente, algo parecido ocurrió con Antonio, quien, más perspicaz, había inquirido acerca del estado de ánimo de Fernandito, que le pareció sombrío. También con Antonio omitir lo sucedido formaba parte de la estrategia de defensa y protección de Fernando Campos y su mundo. ¿Y Matilda? Matilda, como siempre, iba y venía o llamaba por teléfono. No resultaba ni más ni menos inaccesible que antes. Fernando sin embargo decidió protegerla a ella también a la vez que se protegía a sí mismo de la radiación extraña que, a su juicio, determinaba la inmovilidad paternal. Como si hubiese detonado un ingenio nuclear tras la fallida conversación con Juan Campos, su hijo le observó con una mezcla de hostilidad y temor. ¿Por qué estaba tan quieto? ¿Qué ocultaba en su silencio y su inmovilidad? Y una nueva pregunta surgió por entonces: ¿a quién de los dos, a mi padre o a mi madre, me parezco yo mismo más en el fondo? Fernando Campos se daba cuenta de que al hacer acerca de sí mismo una declaración como la que acababa de hacer ante su padre, no estaba proponiendo nada concreto: no estaba preguntando nada o exponiendo un problema o una dificultad: estaba sencillamente imponiéndose. Entonces se le ocurrió a Fernando que su reacción de aquella tarde tenía gran parecido con la actitud de su madre ante todos ellos y en especial ante su marido: también Matilda había impuesto, en opinión de Fernandito, mucho antes de que Fernandito y sus hermanos se dieran cuenta, un modo de vivir la familia que tenía muy poco en común con las familias españolas habituales. Muy pocas mujeres de la edad de Matilda estaban en condiciones de iniciar una brillante carrera económica como altas ejecutivas. E incluso dentro de las universitarias más cualificadas, ninguna tenía las posibilidades y conexiones económicas precisas para que un proyecto así saliera bien: mi madre, decidió Fernandito, y yo somos iguales: los dos hemos necesitado imponernos para no ahogarnos en este mar del tedio que es mi padre. Esta idea le sobrecogió y reanimó como nos revive de pronto una ocurrencia feliz, una hipótesis omnicomprensiva, que parece dar cuenta de pronto de todos los detalles de nuestras vidas. Entonces se le ocurrió -como una ocurrencia complementaria- que ahí sí que tenía un asunto que podía tratar con Antonio Vega sin necesidad de perturbar la calma, la deliciosa buena armonía de esa amistad.

–Tú crees, Antonio, que mi padre y mi madre estuvieron enamorados alguna vez? – Había hecho por encontrarse con Antonio en el garaje.

El garaje era ya entonces el lugar natural de Antonio Vega. Se había construido en una esquina una habitación que en un principio sirvió para guardar las herramientas del jardín a la cual se añadió luego un pequeño banco de carpintería, más tarde una mesa camilla que desecharon Boni y Balbi y que Antonio recubrió con un tapete portugués de colores vivos y por último instaló la salamandra, un estufón rectangular con un bonito tubo de humos pavonado que salía por un lateral del garaje. Este cuarto sustituyó al cuarto de jugar de los niños cuando los niños se hicieron mayores: era un sitio apto para la tertulia y rondas de Coca- Colas y cafés y cervecitas Mahou. Era un lugar delicioso que Fernando y Emeterio adoptaron en seguida como propio y que llamaban en recuerdo de los libros de Richmal Crompton y de Guillermo el cobertizo. Característico del ascendiente que Antonio tenía sobre los jóvenes y la confianza que inspiraba fue que reunirse allí fuese desde siempre una costumbre tranquilizadora para Emeterio y Fernando. Y ahí fue donde Fernandito lanzó como un complicado aparejo, como una historiada guadañeta de maganos, su pregunta acerca del enamoramiento de sus padres. Mediante esta pregunta, Fernando pretendía comprenderlo todo acerca de su padre y de su madre sin comprometer nada propio, de momento al menos. No es que quisiera engañar a Antonio u obligarle a revelar secretos familiares: se trataba, efectivamente, de explorar, en compañía de Antonio, el misterio insondable de su casa. Porque a esto, en definitiva, había venido todo a parar: la explicación del mundo, la fascinación del mundo, la comprensión de sí mismo, incluido su amor por Emeterio y por su padre y por su madre y por Antonio, todo estaba ahí en la casa accesible, a la vista, al alcance de la mano, dado todo de una vez ante Fernandito y distanciado a la vez de Fernandito por la incomprensible estructura de la conciencia individual, su conciencia singular de tan difícil acceso a esa edad.

–¿Y eso a qué viene? – Antonio hizo esta pregunta sonriendo. Fernando recuerda todavía cómo estaban sentados los dos, uno junto al otro, en un sofá destripado de dos plazas instalado frente a la salamandra. Antonio tenía las piernas estiradas apoyadas en un taburete de madera. Fernandito, al hacer la pregunta, recogió las piernas y se enderezó en su asiento. Este movimiento rápido del chico hizo que Antonio se volviera a mirarle. Hubo una pausa. Antonio vio al adolescente crecido transformado ya en un chico mayor tan delgado. Había heredado los rasgos nórdicos de su madre: los ojos claros, la estructura ósea del rostro y el pelo negro paterno. Era muy atractivo. Lo que más sorprendió a Antonio aquella tarde fue el aspecto contraído, tirante, del rostro aviejado. Antonio prosiguió entonces temiendo haber empleado un tono demasiado casual-: Quiero decir, que no entiendo tu pregunta. Está claro que tus padres se casaron enamorados y así han seguido. ¿Por qué preguntas eso?

–Es que no se parecen nada… -titubeando, repitió-:

no se parecen.

–Claro que no! Por eso se complementaban bien, porque no se parecían. Sigo sin entenderte: parece como si quisieras decir que puesto que no se parecían no podían enamorarse uno de otro, eso sería una bobada.

–Supongo que sí.

–¿Entonces?

–Fui a hablar con mi padre como tú querías. No sirvió de nada. Estaba como dormido.

–Pero, ¿qué hablasteis?

–No hablamos de nada, estaba como dormido -repitió Fernandito

Era el momento de contar lo de maricón. Fernando decidió no contarlo. Sintió de nuevo que entrarle a su padre de aquel modo no tenía la menor importancia, de pronto vio claramente que gracias a aquella ocurrencia agresiva había dado en el clavo: había puesto al descubierto lo que Su padre no era o, quizá, lo que ninguno de los dos era, tampoco su madre: no se amaban: no amaban a sus hijos tampoco. Estaban todos, hijos y padres, en aquella casa fuera de juego, accidentalmente ligados entre sí por un plan de vida carente de significación. Fernandito sintió frío entonces y deseó no haber iniciado esta conversación con Antonio Vega, quien, a todas luces, no sabía por dónde andaba el chico.

–Si te fijas, Antonio, no tiene nada de raro. En esta casa nunca hablamos, como mucho hablamos tú y yo. Hablamos por parejas. Tú y yo, mi madre y yo, Emilia y tú…

–Tu padre y tu madre -sugirió Antonio.

–Es de suponer que hablarán entre ellos. La cosa es cuándo. Y de qué, ¿de qué hablan?

–Vamos a ver, Fernando. Estás poniéndote borde, ¡yo qué sé de qué hablan! No hace falta saberlo, además. Hablarán de tonterías como todos, ¿de qué crees que hablamos Emilia y yo?

–Vosotros os queréis.

–¡Hombre, sí!

–Entonces no hace falta hablar.

De esta conversación se acuerdan los dos. Éste es un pasado que cada uno de los dos, Fernando y Antonio, han retenido y repetido en su memoria, alterándolo quizá pero en lo esencial preservándolo, con conciencia de su importancia y, sin embargo, sin poder decir por qué fue en su día importante. Esta conversación en el cobertizo tuvo para Fernando y Antonio la misma clase de consistencia insumergible -como un corcho que flota en el agua- que tuvo para Fernando la escena del exabrupto con su padre. En ambos casos, la sensación de que algo importante sucedía se combinó con la sensación de que el significado mismo, la importancia, no se clarificaba. Ambos tuvieron la impresión de que en sus vidas aquello había de contar más tarde, aun cuando el recuento diese, al suceder y también mucho después, una cifra borrosa. La conversación tuvo una prolongación que nítidamente interfirió con el sentido de lo importante para cada uno de los dos: para Antonio aquella pregunta de Fernando acerca de si sus padres se amaban fue una sorpresa: no se había dado cuenta hasta aquel momento de que su fidelidad y respeto por Juan y Matilda excluía casi por completo la crítica: dar por supuesto que se amaban, formaba parte integrante de la identidad afectiva, colectiva, en el interior de la cual Antonio había vivido todos aquellos años. No pudo responder a Fernando adecuadamente en el cobertizo en aquella ocasión, porque para hacerlo hubiera tenido que, en un abrir y cerrar de ojos, reexaminar todo el pasado común vivido en aquella familia. Y esto hubiera incluido un replanteamiento incluso de su relación con Emilia y de la relación de Emilia con Matilda. Era demasiada cantidad de memoria para reinterpretarla toda entera en un solo instante. Para Fernando, en cambio, la respuesta bienintencionada pero vaga de Antonio Vega supuso una confirmación del quebranto interior de su vida familiar que ya tenía decidido de antemano. El interés de Fernando Campos por su familia, por sus padres, aquella firme voluntad de no salir fuera y de examinar con lupa el interior de su interior, tenía, como a priori, la imagen de un quebranto: sus padres no se amaban y no amaban a sus hijos. Naturalmente, esta situación iba, a ojos de Fernandito, encarrilada por el estilo rebajado, frío e irónico de la familia: no era una tragedia estrepitosa, era un drama secreto y larvario. Y esta interpretación le complacía -no obstante su obvia terribilidad- porque venía a ser Como una ocurrencia brillante: haber presupuesto el desamor familiar le complacía como nos complace descubrir Una verdad o leer un poema certero. La satisfacción de dar Con la verdad o con la expresión acertada es autosuficiente: paladeamos como estetas, lo terrible, en esa suspensión de las consecuencias de lo terrible que es propia de la experiencia estética. De aquella conversación sacó Fernando Campos una confirmación que también llevaba tiempo haciendo: se dio cuenta de la sinceridad del afecto que Antonio sentía por todos ellos, incluidos sus padres. Fue la percepción de esa sinceridad y de ese afecto lo que -por analogía con sus reservas al hablar con Emeterio- le impidió contar lo que de verdad había sucedido en la conversación con su padre. A toda costa, Antonio y Emeterio tenían que ser salvados del hundimiento de la familia Campos. Porque aquel Fernandito de veinte años era en gran parte todavía un crío que acababa de leer sobrecogido los relatos de Edgar Allan Poe y se vivía a sí mismo -al menos intermitentemente- como un enfermo y pálido héroe romántico encerrado en la mansión del desamor y la crueldad. La alegría estaba fuera de la casa, alegría era la vida en la facultad, era Emeterio y también la charla con Antonio. Y, curiosamente, alegría era también la relación con su madre, férreamente entresacada, eso sí, de la vida familiar. Lo bueno de Matilda a ojos de su hijo menor era que se prestaba, sin darse cuenta quizá, a un juego que el propio Fernandito denominaba amatorio: era como una novia agreste que iba y que venía, que aparecía y desaparecía, que le tomaba el pelo y que le hacía reír. Para Fernando Campos, la enfermedad de Matilda fue lo incomprensible mismo: un terror que superaba todos los terrores de los cuentos de terror de Edgar Allan Poe o de Bécquer. Todos los relatos anglosajones almacenados en su dormitorio, repletos de historias extrañas y ambiguas. La enfermedad de Matilda fue un disolvente espiritual puro que parecía no ir a dejar, una vez consumada, identidad ninguna para ninguno de ellos. De aquí que el extremado duelo de Emilia por Matilda (que Fernando Campos había comprendido con toda viveza a los pocos días de llegar al Asubio y acerca del cual tenía intención de hablar con Antonio) le pareciera más limpio y consolador, más próximo a la vigorosa personalidad de su difunta madre que aquella presencia retrotraída, acomodada, de Juan Campos.

Fernando recuerda estas cosas ahora con gran viveza, como si acabaran de suceder, no obstante haber tenido lugar varios años atrás y recuerda también cómo el contenido de este recuerdo se desplazó hacia abajo para hacer sitio a la voluminosa enfermedad y desaparición de su madre. Ahora, instalado en el Asubio -con lo que está cobrando la alargada figura de una provisionalidad extraña-, los recuerdos emergen de nuevo, en distintos grados de intensidad, lesividad, felicidad e infelicidad. Como si, involuntariamente, el propio Fernandito, al querer a toda costa permanecer en el Asubio cuando ya la excusa de la gripe tiene que haber dejado de ser verosímil en la oficina de Madrid, reinyectara presencialidad en los hundidos datos mnemónicos, como un buceador que rozando el fondo despierta los pecios sumidos en el sopor bituminoso y limoso del fondo y todo a la vez en su desfigurada presencia -ausencia- se deja ver de nuevo, incomprensible. De hecho, Fernando Campos ha tenido que telefonear ya un par de veces a su enlace en la oficina. No ha dado grandes explicaciones, está dispuesto a perder ese empleo si hace falta. Más aún, la posibilidad de perder el empleo al no justificar su ausencia durante un tiempo tan prolongado añade vigor a su presencia en la casa paterna. Y constituye, de paso, un exabrupto más, un acto real, como pegar una patada o un grito de pronto, que tendría que llamar la atención Paterna, si aún existiera en la viscosidad muda de Juan Campos algún resorte ejecutivo. Por eso los recuerdos de Fernando Campos se agrupan y reagrupan velozmente ahora, como adherencias súbitas, extractadas del fondo, líquenes pseudópodos que acompañan al buceador, al alzarse de nuevo, de un vigoroso talonazo, al aire celeste de la superficie.

Antonio Vega, en cambio, que conserva la situación del cobertizo en la memoria relativamente intacta, no la vive ahora como una experiencia mnemónica directa (sino

sólo como parte de su profundo afecto por Fernandito) porque todo el espacio de su conciencia, todo el malestar y toda la memoria lo está ocupando Emilia.


XIX


Angélica ha pensado mucho todos estos días. La sensación de pensar y estar teniendo una experiencia es tan fuerte como un vendaval que no moviera, no obstante su desmesurada virulencia, ni una hoja. El Asubio está enteramente sumido en su norteña inexpresibilidad. El verde del jardín, los lentos árboles, la piedra de la casona, las rutinas de Bonifacio y Balbanuz allá abajo en su casita de guardeses o Emilia y sus ayudantas de cocina, confieren a todo el conjunto un aire semoviente de normalidad altoburguesa. Hay un vendaval dentro de Angélica que sulfura a la propia interesada haciéndola sentir y resentir y presentir mucho más de la cuenta o -quién sabe- quizá mucho menos de la cuenta porque la inmersión hermenéutica de Angélica en el Asubio ha traído consigo al mismo tiempo que un tornado una inmensa calma chicha. No sólo no ha pasado nada,


sino que a fuerza de esperar que sucediera algo gordo de un momento a otro, ha acabado Angélica cansándose muchísimo y poniéndose por fin sentimental. Se siente, una vez más, dejada a un lado, sólo que ahora ni siquiera hay la inminente muerte de un gran personaje en la familia para justificar la agitación, la depresión o el sentimentalismo.

Como si el ensimismamiento mórbido de Juan Campos fuese una sustancia pegajosa, una adormidera virtual, todos duermen o aparecen y desaparecen con un aire adormilado equivalente al color gris del cielo intransitivo y el flojo sirimiri. Y en el jardín, en los acantilados por donde Angélica con paso vigoroso luce sus apropiados outfits escoceses, hace buena temperatura: una como calidez humectante -el termómetro ha subido varios grados- que no casa con el ahora excesivo calor de la mansión donde todo el mundo sigue encendiendo chimeneas y sentándose en torno a camillas con braseros eléctricos y de alguna manera tiritando a contrapelo de Angélica que con gusto se pasearía por la casa en camisón o en shorts. Angélica, además, está comiendo mucho, casi demasiado. Da la impresión de que el muermo vigente en el Asubio se registra contrapuntísticamente en la cocina, de tal suerte que la comida principal, el almuerzo, es lento y, para los tiempos que corren, copioso. Hay una presencia semanal del cocido montañés y un intercalado de muy ricos y variados arroces con amayuelas o con rape, o las dos cosas, o con pollo, o con costillas adobadas. Casi sólo por cortesía al principio, Angélica se servía siempre una segunda vez. Esto ha ido creando un poco un hábito. Angélica se siente sumamente sorprendida, además: en realidad Angélica está teniendo ahora su primera oportunidad de convivir con los Campos diariamente. De recién casada visitaba el piso de Madrid a la hora del té casi siempre. La gastronomía era distinta entonces, más ligera. Más parecida al mundo de carnes frías y ensaladas de lechuga y tomate y pepino y de maíz que Angélica organiza en su casa de Madrid. ¿Qué puede haber pasado en la cocina? – se pregunta Angélica-. En el Asubio, la cocina estuvo siempre a cargo de Balbanuz con la supervisión remota de Matilda y próxima de Emilia cuando pasaban temporadas en el campo. Tras la muerte de Matilda y la decisión de retirarse al Asubio que tomó Juan Campos, acompañado de Emilia y de Antonio, los arreglos culinarios se limitaron a adaptar las costumbres estivales de toda la vida, con Balbanuz una vez más al frente de la cocina. Balbanuz era una espléndida cocinera de joven y siguió siéndolo una vez casada. Todo el mundo, Matilda la primera, ha elogiado siempre sus asados, su bechamel, sus arroces, su menestra de verduras, sus fritos variados. Emilia, que nunca comió mucho y que ahora apenas come, pero que considera obligación suya organizar eficazmente la casa, se guía por Balbanuz a la hora de confeccionar el menú de cada día. Y Balbanuz opina que, ya que los señores sólo hacen una comida fuerte al día, el almuerzo, hay que procurar que sea un almuerzo sustancioso. Y, en efecto, el punto de Balbanuz complace a todos, a Juan Campos en primer lugar, que es de buen diente, a Antonio y a los chicos cuando están. Este lado gastronómico del Asubio reproduce fases muy anteriores de las casas burguesas de la zona cuando los almuerzos se componían de tres platos como mínimo, aparte el postre. Y el asunto es que Angélica, que de recién casada deseando en lo posible imitar la imagen dinámica y delgada de su suegra se cuidaba mucho, ahora se ha abandonado un poco, especialmente esta temporada en el Asubio que, dada la monotonía de las vidas de toda la familia, y la tendencia de todos ellos a recluirse en sus asuntos o en sus cuartos, el almuerzo en común viene a ser la única distracción. Así que ahora por las tardes Angélica se siente repleta, acalorada y de vacío. Es como si Angélica se viera dividida entre dos mundos: su viejo mundo madrileño dietético con su rúbrica de alimentos crudos y este nuevo mundo tan satisfactorio de alimentos cocinados, de guisos y de salsas, que hacen sentirse a la vez a Angélica muy rellena y muy vacía, porque este segundo mundo de los guisos parece autosubsistente y carente de significación especial. Lo único que ha permanecido invariable es la relación con Andrea, que ha seguido siendo tan cordial como siempre: sólo que está a punto de acabarse porque Andrea, en vista de que no sucede nada en absoluto, lleva ya varios días de telefoneo incesante con su marido y con sus niños, y parece dispuesta a regresar a casa en cualquier momento. Tiene intención de viajar a Madrid en tren. Y así lo hará mañana por la tarde. Parecería natural que Angélica la acompañara, puesto que la idea fue quedarse en el Asubio para acompañar a la hija de la casa. Una curiosa insinuación verbal de Juan Campos, sin embargo, da pie para que Angélica se quede.

–No te vayas tú, Angélica, si no tienes que hacer nada urgentísimo en Madrid, que veo que te está sentando el campo bien y así tendremos un pretexto para que Jacobo venga a vernos los fines de semana -ha declarado Juan Campos a la hora del café uno de estos últimos días.

El tono de voz de Juan Campos ha sorprendido a Antonio Vega. Sí, es el tono amable del Juan Campos de siempre. Pero es un tono de voz que viene de otro tiempo. Antonio tiene la impresión de que Juan Campos habla desde un tiempo muy anterior al tiempo presente: es la voz familiar, sin duda. Pero la referencia a que el campo está sentando bien a Angélica es demasiado personal, considerada, para el tono genérico y apagado del Juan Campos ensimismado y monosilábico de los últimos tiempos. Es como si de pronto, tras una larga convalecencia, Juan se sintiera mejor y alzara la cabeza y contemplara a su nuera con una nueva simpatía. Y sorprende a Antonio Vega sentirse sorprendido por esto -que desde cualquier punto de vista es una buena noticia, puesto que de confirmarse el nuevo tono, significaría que por fin ha abandonado Juan su reticencia-:

es como si hubiera Antonio descontado ya la integración de Juan en la vida normal, en el trato considerado y amable con la gente de su casa y le hubiera condenado a su reino sombrío. ¡Se avergüenza Antonio de haber en su interior condenado tan deprisa a Juan a quien conoce tan bien de tantos años! Esa tarde no está Fernandito en la casa. Nadie, excepto Antonio, ha reparado en el nuevo tono de voz de Juan. Pero ha quedado claro para todos los presentes, incluida Emilia, que Angélica no se irá a Madrid con Andrea porque no tiene en Madrid mucho que hacer y el Asubio le está sentando bien. El plan para el día siguiente es sencillo: Antonio Vega llevará a Andrea a tomar el tren a Letona, Angélica les acompañará, hará unas compras y regresará con Antonio al Asubio esa tarde. Angélica, sin saber ella misma por qué, se siente remozada. Como si esta pequeña excursión, unida a la prolongación de su estancia en el Asubio, fuera un milagro.

La palabra milagro se le ocurrió a Angélica a la vez que aceptaba la invitación de su suegro. También Angélica se sintió muy sorprendida y como iluminada repentinamente. Así se lo dijo a Jacobo por el móvil esa misma tarde insistiendo mucho en lo sorprendida que se hallaba y en que todo ello era un milagro.

–¿Pero el qué, churri, el qué es un milagro?

–Bueno, todo. ¡El que tu padre sea de pronto tan consciente, así de pronto, tan atento, que comprenda por fin la situación…!

Jacobo está sintiendo un larvado malhumor. Por otra parte, le da igual que su mujer vuelva a Madrid o se quede en el Asubio. En el banco están las cosas de tal modo que Jacobo prefiere por las tardes acabar en el gimnasio y tomarse una cerveza al final con los colegas, a sentarse en casa con las cenas frías de Angélica y los programas de televisión. No, por supuesto, para siempre, pero la invitación paterna le permite a él también un desahogo que en la vida de un alto ejecutivo en estos duros tiempos de la gran banca viene a ser, sí, por qué no, todo un milagro. Que Jacobo sea un marido obtuso es, en opinión de Angélica, mejor. Que sea cariñoso, que gane bien, que tenga una familia, como Jacobo tiene, incluso sin Matilda, tan notable, que sean ricos, porque Jacobo ha quedado, lo mismo que los otros dos hermanos, bien apañado una vez hecha la testamentaría de su madre, en fin, que no esté al tanto por completo de las más sutiles corrientes interiores de lo que acontece, le parece a Angélica muy apropiado para un chico y, por así decirlo, muy viril. Un exceso de sensibilidad delata cierta pluma que Angélica prefiere, siendo como es liberal de corazón, disfrutar en casa ajena. Tengo muchos amigos gays, es una frase muy de Angélica estos últimos años. Al dejar a Jacobo y retornar el móvil a su bolso, Angélica se mira en el espejo del tocador de su cuarto y se ve borrosa como si no pudiera enfocar bien, de pura excitación, su imagen reflejada. El Asubio fractal que el dormitorio de Angélica y Jacobo contiene se amontona en el espejo, con un efecto de boscaje, debido quizá a la luz indirecta de una pantalla de pie: la ondulación de ramas y de nubes al atardecer, un ululato vegetal del cárabo, quizá, en el oscurecido alrededor del Asubio, un zureo de palomas que anidan bajo las tejas. Una sensación muy jaspeada invade a Angélica ahora, un efecto achampañado que presagia un relanzado latir del corazón. ¿O qué? Angélica se siente muy verbosa todo ese fin de tarde y al día siguiente, mientras ayuda a Andrea con las maletas, con las bolsas, mientras compra un frasco de colonia en una droguería próxima a la estación, mientras regresa al Asubio sentada junto a Antonio Vega, tan amable.

En vista de que no daba durante esa temporada en el Asubio con nada realmente terrible y ni siquiera sobresaliente en la monótona vida de los Campos, Angélica ha estado observando y reflexionando mucho acerca de los hombres de la casa. Antes de casarse, Angélica fue una chica muy de chicos, tuvo varios novios, no del todo enamorados de ella ni ella de ellos, pero todos, eso sí, muy dispuestos a dejarse interpretar. Angélica es, al fin y al cabo, una chica intelectual. Se lleva regular con las mujeres, excepción hecha de Andrea, pero considera que se lleva de cine con los hombres. He aquí que a diario se ha visto confrontada en el Asubio por tres hombres: Fernandito, Juan y Antonio. Tres hombres muy distintos entre sí, ha decidido Angélica. A Fernandito, que la trata con una perpetua guasa, le detesta. Le tiene puesto junto con Emeterio en esa lista de hombres que más vale no menear. En cambio, Juan Campos en su ensimismamiento y Antonio Vega en su solicitud le parecen a Angélica admirables. Se siente tiernamente inclinada a comprenderlos, a preocuparse por ellos, sobre todo por Juan Campos, aun cuando ya está mayor y el verdaderamente atractivo en esta casa sea Antonio. Antonio es el más guapo, pero en cambio, la sombría presencia de Emilia es disuasoria. Juan Campos es el más interesante. En esto ha cambiado Angélica bastante: de recién casada todo su interés quedó fijado por Matilda. De Juan Campos le interesaba sólo su prestigio académico, poder decir que era catedrático de Metafísica o de Historia de la Filosofía, o lo que fuese, sonaba bien entre sus amistades. Pero Matilda, siempre ausente, omnipresente a la vez, fue un modelo a imitar, a admirar, y a la vez un modelo detestable que no prestaba a Angélica la más mínima atención. Está mejor muerta, las cosas como son -pensaba-. Creyó Angélica al principio que lo que en el Asubio sucedía estaba fuera de Angélica oculto en la situación, en el espacio, en el tiempo, en las otras personas de la casa, en otras vidas. Pero, un poco a compás de la nueva dieta rica en carbohidratos y salsas bien trabadas, ha ido Angélica pensando que lo extraño también estaba en ella misma, fuera parte lo que quede fuera, sea siniestro o no. Y lo que hay en ella misma ha sido un enternecimiento progresivo, un deseo de comprender a Juan Campos y un convencimiento, cada vez más nítido, de que su ensimismamiento, su tristeza, su duelo, necesitarían un consuelo de mujer. De alguna manera, al nivel cortés, sociable, de las relaciones familiares, le ha parecido a Angélica que su suegro la trataba con una deferencia especial. Pero cuando la invitó a quedarse en el Asubio se hizo la luz y fue como un milagro. Fue un milagro. Ha dejado Angélica de pronto de sentirse de vacío, ahora se siente significativa y en suspenso, tentativa y a oscuras, y a la luz de sentimientos que, no por prohibidos -si se confirmaran- dejarían de ser menos profundos o menos verdaderos. El amor que mueve todas las estrellas no hace acepción de suegros y de nueras.

Ha levantado el tiempo un poco. Se ha tomado un respiro el calabobos y no llueve. No hace sol seguido, sólo a ratos. Está agradable el mundo circundante. Una calor que es ya inverniza y humectante. Hay un brillo algo apagado pero vivo, un sí-es-no-es meteorológico. Esto, ¿qué significa? Esto significa que las cosas, el duelo por la muerte de Matilda entre otras cosas, está un poco pasando a mejor vida, está aflojando un poco para bien. En opinión de Angélica, la vida merece vivirse. Y más ahora que, a finales de noviembre, con las fiestas navideñas casi encima, hay un renuevo aéreo de ilusiones prohibidas y secretas. La gracia está -decide Angélica- en que el amor sea su secreto. Un secreto en parte compartido (con Juan Campos) pero silenciado:

y en parte insinuado aunque no compartido (por Antonio Vega, por culpa de la Emilia). Viene a ser todo un poco como un trébol o trío, en la línea floral del edelweiss, una flor sosa y gris, porque un edelweiss es soso y gris, pero difícil de lograr. A estas alturas de la vida, no soportaría Angélica otra flor. Quizá como única otra opción la única flor bianual del cactus o higochumbo, la chumbera (Angélica no tiene lo floral del todo claro). Está, pues, la pelota en el tejado. Las frases hechas rebotan en el corazón de Angélica como en una partida de ping-pong, jugada entre dos chinos de Pekín a la velocidad de la luz. Se siente Angélica, Matilda.


XX


El amor es así de pronto un transformismo. Porque da la casualidad de que, el otro día, coincidió con Juan Campos en el campo. El humedecido prado verde, que entre sol y sombra se extendía ante los dos, como un edén pequeño, ultradiscreto. Discreción es ahora la palabra clave de la vida de Angélica. Con Jacobo habla más ahora que nunca por el móvil, para practicar la discreción, como quien dice. ¿Qué sería de una discreción que no pudiese ser ejercitada de continuo? Pero es difícil ejercitar la discreción en una casa de personas muermas, que apenas se hablan entre sí. El silencio como epítome de la discreción no es una opción que Angélica considere válida. Para ser discreta de verdad, necesitaría Angélica un sólido número de posibilidades de ser muy indiscreta de muy diversos modos a lo largo del día. ¿Puede ser uno discreto y no indiscreto, si se pasa el día completamente a solas? Imposible. La discreción es sin duda una virtud del ser-con. Pues bien, he aquí que el otro día coincidieron Juan y Angélica afler breakfast en una situación que bien podría describirse como anglosajona. Todo era indiscutiblemente muy inglés: el invernizo cielo azul y gris, el verde prado que resplandece tras la lluvia y no da un ruido, la gaviota que, espontáneamente cruza el aire dando gritos en la dirección de los acantilados y del faro, el retumbo lejanísimo del mar, la humedad del aire que embellece tanto el cutis, la tranquilidad de tener todo un día por delante para hablar, como en los cuadrángulos de Oxford y de Cambridge. Y el don supremo de tener mucho que hablar y no poder hablarlo todo de una vez porque lo inglés, lo verdaderamente inglés, es ser discretos. Sucedió aquella mañana que Juan Campos se acordó de su mujer, Matilda, en unos términos poéticos que facilitaban la conversación con su nuera, porque podía ser mentada la difunta en el aura nostálgica de un recordatorio general.


–A mí me encanta montar en bicicleta, ¿sabes, Juan?

–declaró Angélica de pronto. Y era verdad. De novios hacían excursiones en bici Angélica y Jacobo, hasta el punto de descender, en una ocasión memorable, desde Cotos hasta Cercedilla por el accidentado Camino de Schmidt. Sus bicicletas de montaña aún se conservan en el piso de Madrid del matrimonio, desinfladas.

El ciclismo trajo consigo, aquella mañana, varios tópicos a distintos grados de profundidad conversacional: hablaron de la cultura de la bici en Alemania y en Holanda, y por supuesto en las grandes universidades británicas, y también en parte en Bélgica, aunque no tanto, a consecuencia de ser los belgas -en opinión de Angélica-, divididos como están en flamencos y valones, mucho más bordes de por sí que, por ejemplo, los daneses o los encantadores holandeses, que ésos sí que son de bicicleta, y no como en Madrid, que, por culpa del Partido Popular, no hay carril-bici en ningún sitio y hay que irse al quinto pino para andar en bicicleta.

Estaban guapos los dos, allí en la finca, no teniendo que hacer nada en todo el día. Eran la gran derecha en su versión fractal más depurada, con tiempo por delante y el marido un alto ejecutivo, cunando de ocho a ocho a mayor gloria del capitalismo de ficción. Y estaban, los dos, guapos y proporcionados en la edad, la mujer joven con su aire deportivo, pensando en bicicletas, y el intelectual mayor, el gran viudo, millonario sin quererlo ser. En un como quien no quiere la cosa, ambos eran iguales, con una analogía de proporcionalidad estéticamente satisfactoria. Por eso se acordó Juan Campos de uno de los más bellos poemas, más vitales, de su buen amigo y maestro -mucho mayor que Juan Campos, por supuesto-José Antonio Muñoz Rojas. Y recitó con su buena voz, discreta, de barítono, que sabe que en el campo los recitativos se hacen en low key, sin competir con las gaviotas:

Bella ciclista, tu ave de pedales

conduces por un aire de jardines,

de prados, aguardando entre los troncos

a que estalle final la primavera.

El viento en tus oídos te proclama

única emperatriz de los ciclistas.

Te persigue, te pide los cabellos;

tú se los das y te los va peinando.

Fue como un milagro. Fue un milagro. Fue también una ocasión inmejorable para ejercitar la discreción. Angélica se dio cuenta en ese instante que, otra Angélica, ella misma, en una vena indiscretísima, hubiera, emocionada y conmovida, sacado el móvil -que llevaba por cierto en el bolsillo de su falda-pantalón- y telefoneado a su marido para contarle que su padre acababa de recitar, así, de pronto, un poema dedicado a una pérfida ciclista. Pero… la discreción se impuso, como un guante.

–Sabes, Juan, el bien que me está haciendo esta estadía prolongada, con vosotros, contigo?

La voz de Angélica fue tan baja como un arrullo, sin llegar, ni de lejos, al arrullo. Eso hubiera sido indiscretísimo.

–Lo sé, Angélica, lo sé. Por eso me empeñé en que te quedaras. Porque te está probando el campo bien, lo ve cualquiera, has cogido hasta color!

Angélica pensó -como si en bicicleta, a tumba abierta, se arrojara monte abajo hacia su fin-: ¿y ahora, qué va pasar? ¿Qué digo ahora?

Era difícil, de verdad, saber qué había que hacer en semejante caso. Al fin y al cabo, ser bella ciclista incluía, según el propio Muñoz Rojas -que cita a Jorge Guillén como testigo-, ser pérfida a la vez. Angélica percibe que se halla en este instante, en el Asubio de sus más intensos sueños de recién casada con Jacobo Campos, en el más profundo corazón de una perfidia de alto standing. Afortunadamente, el aire del Cantábrico inspira a Juan Campos ahora junto con la compañía femenina. Todo ello sucede levemente, por encima, como en un relato sobre la falta de sustancia, una descripción de la insoportable levedad del ser definitivamente posmoderno. Por eso se siente Juan Campos abocado ahora a lo confesional. Bien entendido, por supuesto, que en su lenta memoria genital no hay brizna alguna de erección, no la hay. La compañía femenina, la compañía aromática de los prados montañeses y el aire marinero, no invitan al dislate, sino al centro. Son centrípetos. Todo sucede como si el bien, la propia vida, triunfara sobre el mal, la amarga muerte y el pasado, con ocasión de estas imágenes de chica en bicicleta.

–La verdad, Angélica, es que hablando contigo, el recuerdo de Matilda, esta mañana, es como un aire nuevo, una alegría en este largo duelo por Matilda que se ha vuelto mi vida.

Y vuelve Juan Campos a recitar ahora, con voz más baja aún que antes, más entristecida, más punzante, como sólo un hombre de su edad y sabiduría sabe usar su memoria de elefante, curtida en las paráfrasis de la Fenomenología del espíritu: parece, dice, que Matilda dice, lo que dice la ciclista de mi buen amigo José Antonio Muñoz Rojas. Mira, Angélica, qué hermosa es esta estrofa. Parece que escuchamos a Matilda ahora:

Nadie me espera, nadie me despide; mis cabellos y el viento, los pedales, los troncos y los ríos son los Puentes; sin partida o llegada, siempre voy.

Y ahora Juan Campos, exaltado por su propia evocación del poema de Muñoz Rojas y seguramente por el recuerdo de su mujer y alentado por la atención de una mujer joven, su nuera, recita:

Siempre va, Matilda, siempre va, aunque suspiren árboles melancólicos y lloren

los ojos de los puentes ríos de llanto.

No pesa el corazón de los veloces.

Y repite Juan Campos, mirando de frente a Angélica y asiéndola por los hombros:

–No pesaba, Angélica, el corazón de los veloces. Así fue. Por eso me sentí, Angélica, tan solo al final, tan preterido, tan marginado al final. Porque el corazón de los veloces no pesaba, ni Matilda tampoco. Y en cambio era yo, sin duda alguna, un peso muerto.

A Angélica acaban de saltársele las lágrimas de los ojos y apoya la cabeza en el hombro derecho de su suegro. El amor es más discreto que el desamor. Sin duda alguna.


XXI


Mediodía soleado de diciembre. El comedor del Asubio tiene el tintineo discreto de un reservado en un restaurante de lujo. Ésta es la impresión de Antonio Vega. Es el viejo comedor familiar que en esta última etapa del Asubio, coincidiendo con la instalación definitiva de Juan Campos en la casa, ha cobrado un aire de lujo gracias a un par de bodegones de gansos y de patos y a una mano de pintura. También se han cambiado las antiguas cortinas de cretona floreada por otras muy parecidas pero nuevas. Sigue conservando su aire de residencia de campo. La austeridad decorativa, sin embargo, que Matilda imprimía a sus casas -su escasa afición a empapelar o pintar o repintar las paredes- ahora se ha visto sustituida por una cierta acumulación de objetos bellos: un nuevo aparador de caoba, una elegante pieza de caoba del XIX, y se han tapizado las sillas. Antonio recuerda este comedor de los primeros años como un lugar bullicioso, una prolongación del cuarto de jugar de los niños. Y es, quizá, sólo el contraste entre la falta de decoración de antes y la elegante presencia de detalles decorativos de ahora lo que le hace pensar en un lugar reservado, no del todo parte del Asubio. Este mismo sentimiento, a decir verdad, lo tiene también, o ha comenzado a tenerlo, Antonio Vega en relación con las habitaciones privadas de Juan Campos. El despacho y el dormitorio de Juan, que antes fuera el dormitorio conyugal, y que ocupan toda un ala orientada al mediodía de la planta baja, al haber sido rede- corados y haberse construido amplias estanterías para instalar la copiosa biblioteca particular de Juan, ha cobrado un aspecto de casa inglesa, de decoración de House Garden. Todo ello, sin duda, muy en la línea anglosajona del gusto de Matilda, sólo que ahora más cuidados los detalles, con mejores piezas traídas del piso de Madrid: en tiempos de Matilda todas las casas, incluido el piso de Madrid, tenían en común un cierto aire de provisionalidad. Eran casas bonitas pero un poco sin rematar bien del todo. Había una mezcla de muebles valiosos y mobiliario de uso común. Las cortinas y las tapicerías del mobiliario se renovaban rara vez, con lo cual cobraban pronto un aire gastado, destartalado: casas de buen gusto que daban la impresión de estar habitadas por personas que tenían siempre prisa, gente poco casera que preferían dejar las casas como estaban, en vez de tenerlas que cuidar. Ése fue el motivo, en el caso del Asubio, de que la casa conservara durante muchos años el mobiliario y la decoración un tanto provisional de los Turpin, una decoración veraniega que no contaba con ser utilizada en invierno: la austeridad del Asubio, que en los primeros años del matrimonio Campos fue un distintivo especial, un estilo propio, acabó convirtiéndose en una especialísima falta de estilo, una especie de deliberada incuria equivalente a pasarse el día en tweeds o con jersey. Sentarse en sillones desvencijados le parecía a Antonio Vega, al principio, el colmo de lo elegante. El comedor, pues, tan familiar, le resulta, este mediodía, a Antonio Vega, no del todo familiar: le parece convencionalmente elegante como el comedor reservado de un restaurante de lujo. Hay más: Antonio detecta esta última semana una como nueva vivacidad que corre a cargo de Angélica por una parte y que casa -al menos a ratos- con una nueva locuacidad de tonos apagados por parte de Juan. Fernandito a su vez acude más puntualmente a los almuerzos que al principio. Hace ya muchas semanas que el pretexto de la gripe dejó de funcionar. Y Fernandito no ha hecho el menor intento de reavivar el pretexto. Parece dar por sentado que por razones misteriosas, quizá simplemente por capricho, ha abandonado su empleo en Madrid y va a quedarse en el Asubio para los restos. Antonio tiene la impresión de que Fernandito planea una travesura. Parece rejuvenecido. Ahora habla frecuentemente con Antonio en el garaje y en el cobertizo del garaje. Parece reanimado, aunque su conversación es trivial, no tiene interés en hablar de nada y mucho menos de su padre o de su madre o del duelo.


La nueva relación entre Juan y Angélica no podía escapársele a Fernandito. Que una inesperada intimidad se produjera entre estos dos, fue una posibilidad que consideró nada más ver cómo Angélica, en vez de irse con Andrea a Madrid, se quedaba en la casa. Nada mejor para una sensibilidad vengativa que asistir al comienzo de un cortejo bufo entre un suegro y su nuera. Todo el esquematismo burlesco de las comedias de enredo, combinándose con el pesimismo moralizante de la literatura satírica, puede hacerse, Sospecha Fernandito, presente en cualquier momento. Su padre se pondrá en ridículo casi con seguridad si la nueva relación amorosa se confirma De momento es interesante observar a Juan en su nueva amabilidad no-comprometida Si se tratara de una persona más joven, si Angélica tuviera veinte años y no los treinta y dos que tiene, cabría esperar algún desliz de bulto, por ejemplo que acariciara la mano de su presunto amante. Fernandito se relame pensando en este hacer manitas repentino. Pero confía que su padre guarde las apariencias aunque sólo sea por simple Cobardía. Por otra parte, aún le respeta lo suficiente, aún le ama lo bastante, como para no acabar de creerse del todo su propia malignidad: Fernandito confía, en el fondo de su corazón, que la comedia maligna de amor entre suegro y nuera no tenga lugar. Si tuviera lugar, Fernandito quizá no estaría en condiciones de disfrutar el crudo humor de la situación. ¿Se habrá dado cuenta Antonio de la comicidad del posible ligue de estos dos? Al darse cuenta Fernandito de la preocupación de Antonio por Emilia decide no comunicar jocosamente sus impresiones a Antonio.

Fernandito está un poco perdido estos días. Más perdido o confuso de lo que reconoce ante sí mismo. Sentirse perdido es una experiencia desazonadora porque es nueva. Por eso no quiere volver a Madrid. De pronto, su excelente empleo ha perdido todo valor. Ha telefoneado a su contacto de la oficina para decir que lo deja. Su amigo no le toma en serio, pero lleva un mes sin aparecer por allí y tendrá en breve que decidirse a volver o escribir una carta de dimisión. Sólo un chico de su posición económica puede permitirse ese lujo. Ahora no quiere saber nada de un empleo que cualquier chico de su edad consideraría el logro de su vida. Hay una cruel satisfacción en este despilfarro: mandarlo todo a la mierda es una satisfacción narcisística que Fernandito se permite sin remordimiento, sólo para descubrir que, una vez tomada la decisión de dejarlo todo, se encuentra de más. La intención inicial, la venganza, que la velocidad del Porsche pareció encarnar en el viaje al Asubio, se ha difuminado ahora. Juan es para su hijo un objeto iridiscente que a ratos inspira afecto y que inspira curiosidad incluso cuando inspira hostilidad: una hostilidad difractada. La pregunta de fondo sigue siendo: ¿qué pasó entre sus padres? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Hubo un solo factor o muchos factores? Y, caso de hablar de culpa, cómo distribuirla: ¿cargarla toda sobre Juan o también sobre Matilda? ¿Y qué clase de culpa sería ésta? ¿Y por qué hablar de culpa y no más bien de destinos distintos, de proyectos distintos?

La terrible muerte de su madre hizo que Fernando sintiera que el mundo entero se venía abajo: que la energía, el orden del mundo, se derrumbara sin más explicaciones. E instintivamente, injustamente, con un egotismo todavía infantil, decidió Fernando reclamar al superviviente una explicación (de modo no muy distinto, aunque menos profundo), como Emilia. Por otra parte, había la sensación de abandono, de la cual, no obstante ser responsables ambos padres, sólo se presentó con agudeza ante Fernando al morir la madre. Mientras Matilda vivía, e iba y venía, el abandono tenía un corte deportivo, un enérgico estilo anglosajón de quererse y entenderse a distancia, o de cerca en vacaciones o con ocasión de las fiestas. Todo esto unido, y por así decirlo embrollado o apelotonado en un único conjunto sentimental, hace que Fernandito, ni quiera irse de la casa, ni sepa del todo qué quiere hacer en la casa. Y ahora ha surgido esta ocurrencia maligna de que Angélica y su padre se entienden. El otro asunto que retiene a Fernandito en el Asubio es Emeterio. ¿Está Fernando enamorado de Emeterio? Lo cierto es que siente que Emeterio es propiedad suya. Y Fernando es además consciente de que Emeterio le quiere: saberse querido es también una propiedad que Fernandito aprecia. Pero sucede que Emeterio tiene una novia, una novia paleta y desangelada -en opinión de Fernandito- con quien Emeterio según parece se acuesta los fines de semana. Este mundo de la novia de Emeterio empieza a resultarle insoportable a Femando Campos. ¿Y si el quererle de Emeterio fuese sólo una fase, un amor adolescente, un residuo del tiempo de los juegos y de la camaradería infantil y juvenil, que se va apagando hasta ser sólo un recuerdo? No se decide a dejar en paz a su padre y no se siente capaz ahora de dejar en paz a Emeterio. Quiere saber si de verdad Emeterio le quiere tanto como sospecha. Podría tratarse de una sospecha infundada. Si me quisieras dejarías a esa guarra -ha dicho Fernandito hace días-. Y Emeterio le ha contemplado boquiabierto. ¿Qué tienes que ver tú con ella? – ha preguntado-. Ella es ella y tú eres tú. Y de ahí no ha podido sacarle. Esto, pues, se suma a todo lo anterior y le hace sentirse confuso y perdido. Y tiene también la sensación de que Antonio, preocupado cada vez más por Emilia, no es ya del todo el que era, o no está ya tan disponible como estaba, aunque Fernandito sabe de sobra que el afecto entre los dos no ha cambiado. Se siente Fernando solo en el mundo, necesitado de ternura: sintiendo que la ternura se le debe, aunque él mismo no la siente, no la dé, o no la demuestre.

–La curiosidad es sin duda un condimento, like pepper and salt. ¿No te parece, Angélica? – ha declarado Fernandito dirigiéndose expresamente a Angélica.

–En eso sí que estoy de acuerdo yo también -sigue Angélica la onda.

–Claro que estás de acuerdo -comenta Fernandito-. Se ve a ojos vistas que lo estás. Y lo que pica la curiosidad, ¡Dios! ¿Te pica la curiosidad a ti, Angélica?

–A mí sí -declara Angélica-. Siempre desde niña he sentido una inmensa curiosidad por todo, por la vida, por el mundo, por las personas. Siento una gran curiosidad por todo.

–¿Ves, papá, cómo a diferencia de ti, siente Angélica una gran curiosidad por todo? Tú, en cambio, ya no sientes gran curiosidad por nada, ¿a que no?

–Tu padre es la persona más curiosa, mira, en esto te equivocas, todo le interesa, todo todo.

–Nada humano le es ajeno a mi papá -comenta Fernandito-. Anímate, Angélica, y tómate una patatita más, salteada.

–Ah, no. Estoy comiendo demasiado, no y no.

–Es el campo, Angélica, es el campo. Que te revitaliza el paleocortex, donde residen los profundos sentimientos que compartimos con las ratas y las boas constrictor. La curiosidad, Angélica, y el apetito son, mi amor, uno y lo mismo. Una hambruna liliput que el sistema límbico te empapa totalmente, Angélica, hasta entonarte y darte un aire nuevo: un ballet ruse de la neurona, Angélica, mi vida, que te impronta, que te impregna, una no-nada que lo es todo. Esa última soba y pulimento neuronal que lo es todo y no es nada. ¡La curiosidad y el apetito que da el campo!

El mediodía benévolo de diciembre tiene ahora un corazón dormido, dormitivo: en el comedor del Asubio hay un reposo ahora como una mala hierba, unas ortigas tiernas aún que si rozan la piel -que casi no la rozan- apenas ni la ampollan, porque son muy jóvenes, como las verdes lagartijas o los grillos más chicos que aún no han dado ni un cri-crí: una situación que Fernandito domina bien -en su inconsciencia maliciada- porque tiene un tono últimamente de nursery rhyme y de inocencia. Emilia ha levantado los ojos, se ha enderezado en su asiento, ha sonreído. Viéndola sonreír se entristece Antonio: ha visto sonreír poco a Emilia en estos meses. Emilia sonríe porque el fraseo agresivo y guasón de Fernandito le ha recordado la viveza de Matilda cuando Matilda, ágil y fuerte, les hacía reír a todos. Y Emilia sonreía, derecha en su asiento, atenta a los detalles de la reunión, recordándolo todo.

¿Es posible -piensa Antonio- que Angélica no registre toda esta carga de agresividad? Antiguamente, cuando Fernandito tiraba puntadas a sus hermanos, a sus padres, Antonio estaba al quite. Entonces era fácil, porque Matilda vivía. Su ausencia y sus llamadas telefónicas producían más impresión de proximidad que la constante proximidad de Juan Campos. Al menos para Femando, la ausencia materna nunca significó lejanía: sólo como una promesa aventurera, situada en el futuro: la promesa de un viaje exótico, nuevas anécdotas… Matilda casi nunca traía regalos a casa, rara vez compraba nada. Antonio no recuerda ahora que Fernando, a diferencia de sus dos hermanos, echara nunca en falta regalos de su madre. Su madre contaba historias de gente que había conocido, y-más importante aún-: se dejaba contar historias: animaba a su hijo pequeño a que contara historias del colegio, invenciones muchas veces, e incluso mentiras. Era un mundo de agudeza verbal, de ingenio narrativo. Este mediodía, sin embargo, Antonio ha detectado una agresividad desacostumbrada. Y le sorprende que Angélica no haya advertido, ni siquiera en parte, el tono zumbón. Antonio Vega se ha dado cuenta por supuesto de que el humor de Juan Campos está cambiando. Y es obvio que Angélica se encuentra a las mil maravillas. Antonio ha advertido también que se ha ido estableciendo una nueva relación entre el suegro y la nuera. Que esta relación sea incluso difusamente erótica le resulta tan inverosímil que Antonio la ha desechado por principio. Sin embargo, el obvio doble filo de las frases de Fernandito le lleva a sospechar de nuevo: ¿cómo se produce el tránsito de la inverosimilitud a la verosimilitud? Resulta inverosímil para Antonio que un hombre de la edad de Juan -por quien tantos años ha sentido admiración y respeto, y a quien debe una parte importante de su educación, y que desde la muerte de Matilda parece tan ensimismado- vaya a entregarse ahora a un coqueteo insulso con su nuera: es una ocurrencia ofensiva, y el serlo, añade inverosimilitud a la inverosimilitud: Antonio está muy lejos de cualquier intención censoria de Juan. Esto no obstante, a raíz de la fallida apelación que Emilia hizo a Juan hace días, con su secuela de la conversación entre Antonio Y Juan, hay en la conciencia de Antonio un germen de inquietud: no hay reproches, no hay censura explícita, pero hay inquietud: una sensación de hallarse ante un Juan Campos menos familiar que de costumbre: demasiado ensimismado para resultar, curiosamente, verosímil del todo. Hay en el ensimismamiento de Juan Campos, en opinión de Antonio, un grado de inverosimilitud que, de pronto, paradójicamente, da la impresión de casar y de ajustarse con esa otra inverosimilitud que supondría el más ligero coqueteo con su nuera. No puede Antonio aceptar ni siquiera una sombra de sospecha con respecto a Juan. Por lo tanto, apunta la malicia de Fernandito en la lista de las cualidades positivas y negativas del chico:

es natural que sea agresivo con su padre: ya lo han hablado, además. Pero es evidente, por otra parte, que en estos días el ensimismamiento de Juan Campos se ha levantado. Tiene un aspecto más soleado, que casa con la bonhomía de la nuera. Antonio los ha visto varias veces paseando por delante de la casa y por los acantilados.

Una enseñanza de Juan Campos fue ésta: piensa bien y acertarás. Veintitantos años atrás, cuando empezaron, esta enseñanza fascinó a Antonio Vega, que procedía de una familia alegre y trabajadora, enemiga de los cuentos. Ser cuentera era lo peor que la madre de Antonio podía decir de cualquier otra mujer. Tú estate a lo tuyo -decía su madre-. Y la frase de Juan Campos tenía el encanto de repetir, amplificada éticamente la idea de su madre. Contradecir el célebre refrán castellano, le pareció un lema ético de primera magnitud. Por eso, pensar mal ahora, o medio mal, por más que las insinuaciones de Fernandito parezcan verse Confirmadas por los paseos pitongos de Angélica y su suegro por el jardín y los acantilados, le parece inverosímil. Inverosímil verse sospechando así, e inverosímil lo sospechado mismo, la absurda atracción entre estos dos. Podría, además, ser una atracción inocente. ¿Por qué pensar en una atracCiÓn erótica? Muy bien podría ocurrir -medita elaboradamente Antonio Vega- que con Angélica se sienta Juan más desahogado a estas alturas que con Fernandito o con Emilia o con Antonio. Al fin y al cabo, Angélica nunca participó en la vida familiar en vida de Matilda. Y este sencillo dato sirve para explicar que ahora Juan y Angélica, al no tener tanto y tan grave en común como los demás, tengan en común el simple futuro inmediato, el placer de hablar del tiempo o de cualquier otra cosa que no evoque ni a Matilda, ni el duelo por Matilda, que se vive en el Asubio. Esta reflexión tranquiliza a Antonio Vega.

En el comedor se toma el café ahora. Éste era un momento divertido en tiempos de Matilda, cuando estaban todos. Los chicos -y a veces los mayores también- cambiaban de asiento, se hacían corros. Se hacían planes para la tarde, para el día siguiente. Ahora todo sucede mucho más despacio. No están todos, faltan los dos mayores, falta Matilda. De hecho, tomar café últimamente es una costumbre que se ha preservado reducida. Emilia sirve el café, excelente café. El poder de la costumbre se apodera una vez más de todos. Antonio detecta sólo la lentificación de este proceso (que, paradójicamente dura mucho más tiempo, abreviado, de lo que duraba, dilatado, años atrás) y también advierte la modificación, estos últimos días, del miniproceso de la relación entre Angélica Y Juan. Parece imposible que aparezcan tantos hiatos en un espacio tan reducido. Entre Juan y Angélica, por un lado, y Fernando, Antonio y Emilia, por otro, hay un vacío, subvaciado a su vez por otro vacío que se extiende entre la pareja de Emilia y Antonio y Fernandito. Pero la distancia que separa a Fernando de ellos dos -piensa Antonio- es más somera y menos profunda que la distancia que les separa a los tres del suegro y la nuera. A su vez, en torno a Emilia, se tiende el descorazonador hueco de la ausencia de Matilda que, no obstante el cariño de Antonio y el correspondido cariño de Emilia, ninguno de los dos parecen ser capaces de cerrar por el momento. Lo más característico de estos sistemas de oquedades es que Juan y Angélica sonríen. Angélica parlotea mucho (tanto como siempre, en esto no hay novedad) y Juan parece entretenerse con lo que Angélica le cuenta o le pregunta. Acaba de preguntarle si cree que un pueblo que pierde su metafísica está más perdido que si pierde sus reservas de oro. Juan Campos ha sonreído casi estrepitosamente, en opinión de Antonio, al responder:

–Qué preguntas antiguas se te ocurren, Angélica! Metafísica y reservas de oro. Son problemas zubirianos, diría yo, son preguntas que no se hacen ya. La metafísica no se lleva ya, ni el oro. ¡Ahora nos conformamos todos con bisuta!

–Ahora os conformáis todos con historias, ¿no, papá?

–intercala Fernandito velozmente-. ¿Te referías a eso con bisuta? Historias, biografías, autobiografías, diarios, dietarios, memorias públicas y privadas. ¿Estás escribiendo tus memorias tú, papá? Angélica, que es una chica guay, ducha en Internet y en pecés, te sería de gran ayuda, ¿a que sí, Angélica?

–Ah, me encantaría!

–Lo ves, papá? ¡Sin moverte de tu Asubio acabo de encontrarte secretaria…!

–No, yo no soy memorialista. Ni me interesa nada mi autobiografía. The past is past.

-Ah, sí? – Fernandito se ruboriza de placer, piensa Antonio. Ahí está elegantemente sentado de lado en su silla del comedor, un brazo sobre el respaldo, el izquierdo, Sosteniendo un pitillo con la mano derecha, resplandece Oscurecido, ondulante, como el cuerpo de un joven buceador bajo el agua-. Seguro que te acuerdas de lo que Zubiri decía, Javier Zubiri, tu maestro, me refiero.

–No fue mi maestro Zubiri, pero bueno, ¿qué decía?

–Pues decía que el truco, o lo que él llamaba la esencia de las biografias, era hacer ver cómo se las arreglaba alguien para encontrar la manera de ser siempre el mismo no siendo nunca lo mismo… talmente tu caso, ¿a que sí?

Juan Campos sonríe una vez más y contempla, ladeada la cabeza, a Fernando. Antonio, que les observa a los dos, se siente inquieto sin saber por qué. Se siente Antonio ridículo, además. ¿A qué viene este miedo infantil a que un padre y un hijo -cuyo único problema hasta la fecha ha sido no relacionarse o hablar con fluidez de sus cosas- charlen de sus cosas? Al fin y al cabo, todo indica que va a tratarse de una conversación de cierta altura, que no implicará verosímilmente el menor derramamiento de sangre. La verosimilitud no es, sin embargo, un sentimiento de Antonio estos últimos tiempos: tanto por el lado del malestar de Emilia como por el lado de los Campos, un sentimiento de familiaridad irreconocible, de terror familiar, de inverosimilitud agresiva le invade de continuo. Así que observa o, más aún, espía al padre y al hijo en este parloteo filosófico de sobremesa, como silo inverosímil fuera a presentarse de pronto en carne y hueso, irreductible y trágico, en este soleado comedor del Asubio.

–A mí me parece -interviene Angélica- que eso que dices de Zubiri es muy profundo Fernando, muy profundo.

–Angélica ha repetido la expresión «muy profundo» con el gesto de quien saborea una tartaleta de merengue y limón-. Y también me parece que es verdad que talmente a tu padre le refleja, yo diría que al dedillo. Siempre Juan ha sido a la vez la misma persona inteligente y encantadora y siempre en busca de nuevos horizontes, buscando la verdad por todas partes…

–¡Bravo, Angélica! Papá el degustador de la verdad. Espléndido.

Antonio Vega observa una blanda variación en la dirección de la mirada de Juan: contempla a su hijo, entrecelTan do los ojos, como si se hallara muy lejos. Y, al hablar, vuelve ligeramente la cabeza hacia Angélica con el tono de voz de quien hace una confidencia:

–También tú, Angélica, percibes una cierta hostilidad en los comentarios de mi hijo Fernando?

–Cómo también yo? Yo no percibo hostilidad, Juan. No, ninguna -contesta Angélica con viveza.

–Yo en cambio sí percibo una cierta hostilidad en las palabras de mi hijo, un plus de hostilidad inmerecido, un retintín hostil. No sé si por no haber sido yo un Zubiri, o por no haber escrito mi autobiografía, o mis memorias, o quién sabe qué. Quizá mi buen hijo Fernando pone en tela de juicio mi competencia filosófica ahora. Yo mismo he puesto en parte en duda mi competencia filosófica… Siempre.

Fernando contempla a su padre guasonamente, encantado del giro que está tomando la conversación. Angélica vuelve el rostro alternativamente a uno y a otro: Antonio piensa que Angélica no sabe de qué hablan. No es una situación agradable. Ninguno de los dos, ni el padre ni el hijo, van a agredirse directamente: se mantendrán en este terreno semineutral de las puntadas hasta que uno de los dos, o los dos a la vez, se cansen y lo dejen. Antonio cree, además, que la circunstancia de haberse puesto en comunicación verbal padre e hijo a esta hora del café y en presencia de todos los demás significa que para ambos cualquier comunicación seria, profunda o privada es ya imposible. Aislados los dos juntos no tienen nada que decirse, pero pueden agredirse en público, batirse en público, desazonadoramente.

–Lo más curioso de mi padre, Angélica -Fernandito habla ahora en la dirección de Angélica pero un poco como si hablara a un público más amplio, compuesto únicamente por Antonio, puesto que Emilia acaba de retirarse-, es que se ha vuelto inaccesible como quien pone el parche antes de la herida. Nadie ha tratado nunca de acceder a él. Pero él se vuelve inaccesible por si acaso. Y esto es curioso. No es como si, agobiado por las demandas de todos, como el protagonista del poema de Kipling: todos le reclaman, ninguno le precisa, mi padre se aislara en una torre de marfil agobiado de responsabilidades se ha refugiado en una torre de marfil antes de verse agobiado por ninguna responsabilidad: el aislamiento y la voluntad de encastillamiento precedió a la demanda que se le hacía. No hubo demanda, no tuvo la menor responsabilidad todo el mundo le dejó en paz siempre, pero he aquí que mi padre, por si acaso, se encastilló en una torre de marfil y se volvió, por si acaso, inaccesible. ¿No es esto fascinante?

Juan Campos sonríe. Y Antonio Vega -asombrado por la violencia y malicia de la descripción de Fernandito (que, de pronto por cierto, le parece certera) – aparta la vista de la escena y, sin moverse de su sitio, espera recogido el desenlace de esta situación. ¿Se defenderá Juan? ¿Tendría derecho o sentido que se diera por ofendido? ¿Dejará pasar esta obvia agresión de su hijo para continuar amablemente dando conversación a Angélica? Es evidente, en opinión de Antonio, que Angélica no entiende qué está pasando entre los dos. Pero a la vez es evidente -y esto es una nota cómica- que Angélica se siente llamada a tomar parte en este asunto, este debate, sea el que sea, sea como sea. Y así, en efecto, interviene:

–Yo no creo, Fernando, que Juan se haya encastillado en una torre de marfil o, mejor dicho, creo que sí se ha encastillado en una torre de marfil porque la crisis del siglo veinte no nos da a ninguno ninguna otra alternativa!

–¡Bravo, Angélica! – exclama Fernando batiendo estrepitosamente palmas.

Juan Campos se levanta de su asiento. Sonríe. Se dirige a Antonio, que aún permanece sentado, con un ademán suave, convaleciente:

–Ya ves, Antonio, cómo están las cosas! ¡Me retiraré ahora mismo a la torre de marfil de mi despacho en vista de lo visto!

Juan Campos se retira. Angélica se levanta y va tras él. Los dos entran en el despacho y cierran la puerta. Fernandito y Antonio se contemplan a través de la mesa en silencio.

–Ya has colocado a tu padre donde querías, ¿verdad que sí? – comenta Antonio.

–Pues, francamente, no lo sé. Es verdad que es inaccesible, pero a fuerza de indiferencia: le da todo lo mismo. Por eso es inaccesible.

–Te has propuesto, quizá, mejorar la vida de tu padre a estas alturas o mejorar vuestra relación a base de tomarle el pelo?

–Ah, tú crees entonces que le estoy tomando el pelo?

–La verdad es que sí, creo que estás resentido contra él y te aprovechas de la ingenuidad de Angélica para tomarles el pelo a los dos. Te divierte que tu padre no pueda no dar- se por aludido y a la vez que Angélica no sepa de qué hablas. Tendría gracia si no fuera, a estas alturas de la vida de todos nosotros, un juego melancólico.

–Bueno, Antonio, acepto lo que tú quieras decirme. Lo que viene de ti lo acepto siempre. Pero es un hecho que esos dos, mi padre y Angélica, se viven como un roto para un descosido ahora mismo. A saber quién de los dos se considera descosido o roto. En cualquier caso son tal para cual. Y se han enamorado, o creen que se han enamorado. ¡Yyo he decidido darles caña, porque se la merecen y también porque no tengo mejor cosa que hacer…!

–Has dejado tu empleo?

–Y por qué no? No necesito vivir de un sueldo. Y hay una deuda que pagar aquí. ¿No crees que hay una deuda que pagar aquí, Antonio?

–No lo sé. ¿Qué deuda? ¿Quién tiene que pagar una deuda y a quién?

–Mi padre está en deuda con todos nosotros. Con vosotros dos para empezar, con Emilia y contigo. Y después conmigo. Es una deuda, la mía al menos, con la que mi padre no contaba, porque se ha considerado siempre un hombre perfecto, un santo laico, un impostor que cree su propia impostura. Pero yo demostraré, se lo demostraré a él mismo, que su vida es una gran mentira…

–Y valdrá la pena, Fernandito? ¿Crees tú que vale la pena a estas alturas enfrentarte a tu padre para descubrir que es un impostor? ¿Y si estás confundido? ¿Y si, por lo que sea, te has puesto contra él y es contra ti mismo contra quien te enfrentas?

–Dará igual, Antonio. La verdad nos hará libres. Una cierta verdad, al menos, que no se ha dicho nunca en esta casa.

Ya es de noche. Emeterio ha ido a buscar a Fernando y se han ido juntos en el coche. Antonio se ha retirado temprano a su lado de la casa. Ha pasado la tarde viendo la televisión sin enterarse de nada. Emilia, con ayuda de las chicas, ha recogido la casa, el comedor, la cocina, y se ha sentado junto a él. Está como dormida. Hacia las ocho de la tarde, Antonio ha hecho una tortilla a la francesa y calentado un poco de caldo. Emilia ha tomado algo de caldo. Lo desolador no es nada que suceda entre ellos, están bien juntos. Emilia sonríe con frecuencia cuando está a solas con Antonio, aunque a Antonio le parece que es una sonrisa triste, más preocupante incluso que la seriedad. Es de suponer que allá en el despacho, al otro lado de la casa, hablan de filosofía y de la vida animadamente Angélica y Juan. Antonio ha decidido considerar esa relación como un flirt insustancial, una distracción que aliviará, quizá, la murria crónica de Juan Campos. Cuando por fin se acuestan, Antonio se queda en seguida dormido. Se despierta sobresaltado al cabo de una hora. Encuentra a Emilia a su lado, sentada en la cama, con los ojos abiertos. Habla en voz muy baja, como han hablado tantas veces, en la cama, por las noches, a lo largo de los años:

–Sabes, Antonio? Matilda quería que les cuidáramos a todos. A Juan, a los niños. Quería que nosotros, tú y yo, ocupáramos su lugar cuando faltara ella. Y yo dije: Pero es que no vamos a poder ¿Cómo vamos a ocupar tu lugar nosotros dos? Aunque queramos no podremos. Y Matilda dijo: Si queréis, podéis. Y estoy segura de que queréis. Porque yo no hice las cosas bien. Me equivoqué Yo no la entendía y le dije: ¿En qué te equivocaste? No te equivocaste. Yo contaba con vivir, Contestó Matilda, mucho tiempo, muchísimo más tiempo, tanto como Juan y entonces arreglarlo. Ocuparme de todos entonces. Pero no me dio tiempo. Y ahora ya no puedo. Estaba tan contenta al principio, eso dijo. Que estaba muy contenta cuando nos pusimos las dos a los negocios. Yo también estaba muy contenta. Ya no se podía pensar después en otra cosa. Entonces se declaró la enfermedad de golpe. Y ahora ya no hay tiempo porque Matilda ya no está…


XXII


Angélica se ha retirado a su habitación por fin, son pasadas las doce de la noche. Han pasado juntos la tarde, con la interrupción de la merienda, que han tomado ellos dos solos, una costumbre veraniega del Asubio, hacerse cada cual su merienda-cena. Es una situación tan tonta -ha decidido Juan Campos- que no puede ser peligrosa. Angélica es una tonta. Y sería sólo tonta, si un remoto rencor contra Matilda no la aguzara un poco. Juan no advirtió este rencor hasta hace unos días. La verdad es que, igual que a Matilda, la novia de Jacobo le pareció una boba con buen tipo, de buena familia, y ciertas pretensiones culturales, en esa línea semiculta de los treintañeros de hoy en día. Juan sabe lo que pasa en su casa. No está tan ensimismado como aparenta. Y desde la irrupción de Emilia en su despacho, seguida por la declaración de hostilidades de Fernandito, el ensimismamiento se ha ido sustituyendo por una alerta embozada. Ahora Juan Campos no está ensimismado, ahora es una alerta mantenida en reserva: ahora Juan Campos es un reservado. No teme por su seguridad sentimental (nadie puede llegar hasta el centro de Juan Campos: quizá ni siquiera hay un centro), pero teme la incomodidad que sería la secuela de un dolor o un duelo muy pronunciado por parte de Emilia, o una hostilidad incontrolada de Fernandito. A esto se han añadido, por pura casualidad, Angélica y sus confidencias. Angélica le resulta a Juan Campos cómicamente trágica, y su situación, tal como la propia Angélica la describe, una fuente de comicidad casi pura. Las cuitas de Angélica le divierten por pura mal- dad, como ya descubrió Bergson en La risa. Y la risa es contagiosa. Se dice que nadie se reiría si estuviera, por hipótesis, completamente solo en el mundo. Pero Juan Campos, ensimismado como está, engastado como está en su reserva, ¿con quién se ríe ahora de Angélica? ¿Quién proporciona a Juan Campos ahora sociedad suficiente para que reírse de Angélica sea contagioso y se le contagie al propio Juan Campos que, en apariencia al menos, cerrado en su despacho hasta a altas horas de la madrugada se ríe solo? Juan, a solas con Matilda ahora, se ríen juntos de Angélica, la absurda y guapa esposa de su hijo mayor. Mi amante se ha convertido en un fantasma: yo soy el lugar de sus apariciones. Esta frase de Arreola, el narrador mexicano, que Juan oyó hace tiempo -con seguridad después de la muerte de Matilda- preside ahora esta punzada cómica que Angélica le causa y que no causaría el menor efecto cómico sin la presencia fantasmal de Matilda en su conciencia. Y bien, mi amor, ¿y ahora qué? – dice Juan Campos entre sí, tan por lo bajo que sólo Matilda lee sus labios-. Angélica Y Juan han pasado la tarde analizando el matrimonio de Angélica y Jacobo: una curiosa ironía -piensa Juan- el que contrariamente a la presunción, por parte de Fernandito, de la culpabilidad erótica paterna, lo único que haya habido entre suegro y nuera haya sido un debate de alto nivel acerca de la continuidad de la vida matrimonial. La comicidad, en este caso, procede directamente del alto nivel. Desde un principio ha comprendido Juan que ningún otro nivel, excepto el más alto, satisfaría la voluntad confesional de su nuera. Y de esto es Matilda -fue Matilda- quien le enseñó a reírse. Y quizá también a sentirse -brevemente, eso sí- culpable por reírse de las desdichadas criaturas mortales de quienes Matilda Y Juan se reían de jóvenes. ¡Fue tan dulce al principio, fue tan nuevo y tan puro y tan cómico al principio! Una furtiva lágrima no resbala ahora -salvo tal vez hacia adentro- en recuerdo de la Matilda Turpin de veinticinco años que apareció aquella mañana de octubre en el bar de la Facultad de Filosofía de Madrid y pidió una caña y un bocadillo de tortilla en la barra del bar.


Matilda, sin corazón: no tenía corazón, el corazón tiene razones que la razón no entiende, y Angélica -que en el curso de la tarde ha recordado el texto pascaliano- ha declarado que la innegable inteligencia de Matilda era una inteligencia sin afectos, desafecta, despegada. Por eso pudo dedicarse al más despegado y brillante de todos los negocios: la bolsa. Su suegro ha sonreído, ha asentido, no se ha comprometido en exceso esta noche: mientras escuchaba el agitado y en el fondo monótono y repetitivo parloteo de su nuera, Campos decide omitir, al menos de momento, los lados del comportamiento de Matilda que delataban su fuerte corazón (salvaje quizá, pero también cálido): hay que echarle hilo a la corneta de Angélica, dejarla que se cueza en su salsa, que se desplome del alto coturno de su comineo de alto standing la gracia estará en eso, en verla desplomarse de buenas a primeras, más tarde o más temprano. El único comentario veladamente guasón de Juan ha sido:

–Y si…, Angélica, hubiera sido justo al revés?

–Cómo al revés? – ha inquirido Angélica con la vivacidad sobresaltada de quien se siente repentinamente agredida por un mosquito. Es un efecto muy cómico éste de los sobresaltos de Angélica cuando, interrumpida en una de sus tiradas por una sugerencia ajena, por nimia que sea, todo el discurso se le viene abajo: parece desconsolada de pronto, como a punto de llorar.

–Pues al revés: que el que no tuviera corazón fuese yo, y Matilda en cambio la que tuvo corazón por los dos y aún lo tiene.

–La prueba de que tú tienes corazón es lo que dices ahora! ¡Si no lo tuvieras no lo dirías! – ha exclamado Angélica.

Ahora se disuelve Angélica en la penumbra. Tiene tan poca importancia que entre su presencia real y su presencia irreal apenas hay distancia. Es un fantasma pobre, un fantasma que puebla el mundo real de Juan Campos, volviéndolo cómico, imaginariamente cómico. Matilda es, en cambio, el gran fantasma que esta noche, como tantas otras desde su muerte, da la impresión de aparecer y desaparecer por propia voluntad. Juan tiene la impresión de que Matilda no acude a su convocatoria: da igual que otros la evoquen como lo hizo Emilia la otra tarde, como lo hace a diario Fernandito, con su belleza andrógina que tanto recuerda a la de su madre y cuyo genio irónico tanto tiene, en agraz, de Matilda. Matilda ha superpuesto, a su ausencia mortal, su ausencia fantasmal, Y Juan Campos, con una terquedad que recuerda la terquedad minuciosa del amor, la evoca en vano. Cuando Juan quiere, Matilda no quiere. Cuando Juan no quiere, Matilda le transforma en el lugar de sus apariciones y le invade. Es como si regresara de nuevo de los viajes, imprevisible. Y amante. Juan Campos musita y nadie lee sus labios, lo irritante acabó siendo eso: que ella era mi amante y yo su amado. Nunca logré invertir estos dos roles.

Esta noche ciega. Se ha levantado el viento del mar. Afuera ruge el mar. Afuera, sin luna, cruje el viento marítimo de los acantilados. Afuera, en el jardín del Asubio, los castaños de Indias enmohecidos, sacudidos, asienten doblegándose a la corrupción de sus copas verdeantes del verano lejanísimo. Afuera vendrá la lluvia, arreciará el viento, no habrá ninguna luz, y abajo Lobreña será un pueblo anticuado y cerrado de casonas obliteradas por la lluvia y el viento y la continuidad salobre de todos los difuntos pasados,

presentes y futuros. Y dentro, en el interior del cuarto de estar de Juan Campos, la memoria no es una línea recta, ni hay en el corazón o en su voluntad ya líneas rectas. Pero

es viva, sin embargo, la memoria advenediza, turgente, casi procaz, que ahora atrae hacia sí misma, desde fuera de sí misma y desde dentro de si misma a la vez, en un juego de espejos y de voces, el tiempo anterior, el desfondado. Afortunadamente dentro del despacho de Juan Campos el fuego

de la chimenea se reaviva por sí solo como el fuego crepitante de una leyenda antigua. Y el mármol cálido y sonrosado de la chimenea tiene la calidad, al tacto, de la piel joven,

de la mujer joven, del Juan joven que se dejó amar por Matilda.


SEGUNDA PARTE – JUAN Y

MATILDA

XXIII


Allá por el año 88 comenzó a sentirse solitario, abandonado, filosófico, Juan Campos. Él mismo usó esta expresión, filosófico, para designar su actitud una tarde de conversación con Antonio Vega, que llevaba en la casa ya unos catorce años. El despegue de Matilda fue por esas fechas, a finales de los ochenta. Antonio no entendió el porqué de filosófico, y comentó que llevaba siendo filosófico y profesor de Filosofía casi media vida ya. Sentirse filosófico -declaró entonces Juan- es sentirse como yo me siento ahora: caviloso: lo que allá en USA llaman blue, I’m feeling blue. Entonces contó que se sentía muy solo sin Matilda, se sentía desamado, era terrible sentirse desamado al sentirse amado. Antonio le escuchaba absorto y sorprendido, puesto que Juan no era de ordinario amigo de confidencias. Era horrible -contó Juan- sentir en carne viva aquel amor de Matilda que, sin proponérselo, al amarle, le succionaba, le vaciaba, le anulaba, le traía a mal traer, le jodía vivo.


–Matilda me está jodiendo vivo, Antonio.

Antonio no salía de su asombro cuando oyó aquello.

–Pero cómo jodiéndote? – acertó a preguntar Antonio.

–Te escandaliza oír esto?

–No, no sé. Me extraña. A mí me parece que os queréis mucho…

–Ahí está el asunto: que nos queremos mucho. Más ella a mí que yo a ella, quizá.

–¿Entonces…?

–Tú sabes que yo mismo la he animado a meterse en negocios. No se hubiera decidido sin mi aprobación.

–Lo sé… Lo siento, no veo el problema. Comprendo que te sientas solo: yo mismo echo de menos a Emilia. Pero así es como han salido las cosas. Es lo que hemos convenido, los cuatro.

–Ya, ¿pero no te parece que a veces no es suficiente tener algo decidido? A veces decidimos hacer cosas que nos contrarían, que nos lían.

Juan recuerda ahora, esta noche, el sencillo rostro de Antonio en blanco. Nunca le había hecho Juan una confidencia de esta naturaleza, y ahora que se la hacía, no sabía Antonio cómo procesarla. Por fin acertó a decir Antonio:

–No sé. Yo no entro ni salgo en esos complicados mecanismos mentales. Yo estoy seguro de que os queréis. Claro que sí. Eso es lo esencial.

–Eso es lo esencial, desde luego, claro que sí -repitió Juan y añadió-: Me siento solo. ¡Yo la ayudé tanto!…

–Y ahora lo lamentas?

–No. No lo lamento, pero no me alegro. Al no poder alegrarme no lamentarlo no es bastante. Tendría que alegrarme y no me alegro…

Esta noche interior. Nada hay dentro, nada hay fuera. Lo que hay dentro, eso hay fuera. He visto sólo una ciudad por dentro / fuera no hay nadie. / He visto sólo una ciudad por fuera / dentro no hay nadie… Calcomanía blanca de la nada durmiente. ¿Qué versos son estos que irrumpen ahora en Juan Campos sin convocarlos, por sí solos, como vencejos velocísimos, multipropiedad del estío en la ciega noche del norte, del Asubio? Matilda es un nombre propio que denota toda Matilda, su significado (Sinn), pero con la referencialidad (Bedeutung) quebrada. Matilda es el referente de su nombre propio que ahora, como en vida, es y no es, está y no está, rehúsa ahora ser el referente inequívoco de su nombre propio. Nada hay dentro, nada hay al fondo, la memoria infiel es más infiel aún de lo que Juan Campos llegó a ser con Matilda cuando, a la vez que se dejaba amar, resentía el rumbo que la vida de Matilda iba tomando. Un rencor minúsculo fue la forma que la infidelidad adoptó en su caso. Además, ya tenía la decisión tomada. Lo negó. Esa negación fue un trámite. Un trámite innecesario porque Juan, desde el primer momento, admitió la validez de la decisión de Matilda de ejercer su carrera. Hubiera sido preferible quizá que su relación hubiese sido más vulgar, más convencional: si hubiesen sido un joven matrimonio medio en aquella España de los ochenta, la decisión de Matilda de meterse en negocios hubiera sido igualmente firme quizá, pero menos profunda, más de moda. Al fin y al cabo eran tiempos de liberaciones, también de la liberación de la mujer. Si la relación del matrimonio hubiera sido más común de lo que era, hubiera habido una discusión, un rifirrafe, un tira y afloja, un «no esperarás que me quede con los niños solo», o un opuesto «no esperarás que me quede en casa con la pata quebrada». Hubiera habido mutuos reproches y unas cuantas reconciliaciones seguidas de reproches antes de que, finalmente, Matilda hiciera su santa voluntad. Y en la idea misma de reconciliación hubiera habido su poco de reproche, como el regusto agridulce de las comidas chinas, una como redolencia del excesivo ajo en los filetes rusos. Pero no hubo nada de eso, porque la relación entre los dos no fue vulgar, nunca lo fue, ni al principio ni después. Porque desde un principio, desde los primeros momentos del mutuo apego físico, decidieron adoptar la idea rilkeana de que el matrimonio consiste en dos soledades que mutuamente se respetan y reverencian. Cuando se conocieron con veinticinco, y se encontraron mutuamente hermosos y brillantes y se acariciaron y se acostaron, les exaltó la idea, paradójica, de que eran dos soledades en aquel mismo instante -no obstante el intenso apego que entonces vivían- y que seguirían siéndolo siempre. Su noviazgo y sus primeros años de matrimonio estuvieron presididos por esta racionalidad paradójica de las dos soledades. Implícita, pues, en esta noción de soledad en compañía, estuvo siempre la idea del posible desarrollo independiente de cada uno de los dos. Juan se consagraría a la meditación filosófica, a sus publicaciones y a sus clases, y Matilda… Se consagraría a su propia vocación, fuese cual fuese. Porque aquí sí hubo una cierta ambigüedad al principio. De acuerdo con la tradición multisecular, Juan Campos desarrollaría su vocación con su carrera, sus publicaciones y demás. El entusiasmo, en cambio, que Matilda obviamente sentía y decía sentir por su brillante carrera de económicas no acababa nunca de parecer del todo a Juan -y quizá al principio ni siquiera a la propia Matilda- una vocación tomada en serio. Debido en parte a la misma intensidad del entusiasmo de Matilda, su vocación y habilidad para los estudios económicos daban la impresión de ser un hobby. Tanta devoción ponía en entender y explicar a su novio la balanza de pagos o las estructuras macroeconómicas de la sociedad capitalista, que no daba la impresión de que eso fuera nunca a constituirse en un serio proyecto vital. Y hubo, claro está, el parón de los hijos. Matilda daba la impresión de que jugaba a ser una economista brillante y que dedicaba a la economía tanta devoción como suele dedicarse ajugar al golf o a montar a caballo o a tocar el piano…, cuando uno no se propone ser más tarde ni golfista, ni jinete ni pianista profesional. Por otra parte, Matilda no dudó nunca a la hora de aceptar sus embarazos: lució su maternidad en su elegante cuerpo las tres veces consecutivas que se quedó embarazada e hizo toda la gimnasia prenatal que le dictó su sensatez y los textos sobre el asunto que leía. No hubo, pues, durante los aproximadamente quince primeros años necesidad alguna de poner a prueba la descripción rilkeana de matrimonio. Sí -aceptaban los dos-: eran dos soledades muy bien avenidas que se gustaban y adoraban mutuamente. No había en la práctica divergencia específica en los proyectos de cada cual. Los dos se habían embarcado en el proyecto común de un matrimonio feliz y deleitable cuyo fruto eran tres hijos estupendos, con la adición -ésta sí peculiar y directamente inspirada por las costumbres anglófilas de Matilda- de Emilia y Antonio. Por otra parte (y ésta era, a la hora de hacer el recuento del asunto, una obvia tercera dimensión) había el bienestar económico del que gozó desde un principio la familia Campos. La gracia estaba en vivir austeramente en la abundancia y el confort heredados. Sorprendía, eso sí, un poco al principio a Juan, la completa ausencia de conciencia crítica de Matilda en lo relativo a su heredada solvencia económica. Matilda, dejo- ven, encarnaba, sin el menor remordimiento de conciencia, la imagen de una rica heredera que vive austeramente, bienhumoradamente su fortuna, porque lo elegante es vivir el gran dinero así. Todo conspiró al principio a favor de la vida fácil: el concepto de las dos soledades era sólo una elegante teoría adoptada por un matrimonio de dos jóvenes ricos que se aman muchísimo y que en la práctica no querrán ser, cada uno por su lado, una soledad distinta e independiente de la otra. Y sin embargo el hecho fue que al cabo de quince años, algo menos quizá, se habían convertido en esa por definición paradójica figura de la pareja growing doser and closer apart. Y sucedió que, siendo como habían sido siempre, inteligentes y autoconscientes, cuando la bifurcación de los dos proyectos de cada una de las dos soledades se hizo real, no había ya nada que decir, nada que añadir, ya estaba todo dicho. Así que, por absurdo que parezca no lo hablaron. No habían parado de hablar desde el día en que se conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid hasta el momento que Matilda decidió organizar Gesturpin. Cuando llegó ese momento, sin embargo, siguieron adelante: pero eso no lo hablaron, lo hicieron.

Por otra parte hubo en la decisión de Matilda una circunstancia exterior, única en su género: la presencia tutelar de los banqueros-scholars amigos de sir Kenneth, que se carteaban en latín. Estas demoníacas personas no tuvieron jamás la menor duda: la joven la maravillosamente guasona y ágil Matilda, que jugaba al póker con su padre y con todos ellos, iba -casada y todo- a irrumpir en bolsa como un asteroide inesperado. No hablaban de otra cosa. Eran los altos directores de la Banca inglesa, que habían hecho Clásicas (Greats) o Historia en Cambridge y en Oxford, y que consideraban que nada preparaba tanto para una eficaz gestión financiera como haber descifrado a Esquilo en la juventud o recitar a Virgilio de memoria. Eran personajes brillantes y velados, como mandarines de las complejas dinastías imperiales chinas, que no aparecían en los periódicos o sólo raras veces y que formaban parte de las asesorías financieras de la Corona británica. Matilda los trató a todos desde muy joven y cuando, de pronto anunció que se casaba con el hijo de un médico español se sintieron todos humorísticamente descorazonados. Así que cuando, tras la muerte de sir Kenneth, anunció Matilda que iba a montar una gestoría financiera para inversores en bolsa y que iba a utilizar su propio primer apellido Turpin reminiscente del célebre Dick Turpin para designar su compañía les pareció a todos que por fin Matilda había llegado a ser la que era desde siempre. Matilda tuvo que reconocer, hablándolo con Juan, que la calurosa acogida que su proyecto tuvo entre los banqueros fue determinante, si no de la decisión misma, sí de ciertos aspectos estilísticos de la decisión: sería una financiera de nueva planta. A finales de los ochenta, muy pocas mujeres españolas o anglosajonas estaban en condiciones de emprender un proyecto tan ambicioso como el de Matilda y casi ninguna de obtener el asesoramiento y el apoyo efectivo que un proyecto así necesitaba. Matilda sería la primera, o una de las primeras, innovadoras: una mujer casada, con tres hijos, con energía y gracia suficiente para, sin descuidar su vida matrimonial y su familia, sacar adelante un complejo proyecto financiero. La perspectiva de discutir con sus viejos amigos los nuevos y vigorosos asuntos de la Bolsa Internacional comunicó un suplemento de energía al corazón de Matilda. Por absurdo que parezca, fue por este lado -el más externo a la decisión misma- donde aparecieron las primeras quiebras de la confianza de Juan Campos. Sintió que su mujer se enamoraba -metafóricamente, sin duda- de un nuevo estilo de intelectual: el intelectual-hombre de acción. Porque lo interesante para Matilda era que los banqueros escoceses e ingleses que la apoyaban eran de verdad intelectuales humanistas en una línea muy del XVIII, con un cierto aire de déspotas ilustrados, de benevolencia distante y aristocrática, que resultaba cautivadora, pero también, al menos para Juan Campos, en parte difícil de asimilar, en parte hiriente. Y aunque Matilda aseguraba que él mismo, Juan Campos, era su único scholar verdadero, otra se le quedaba dentro a Juan, un endurecimiento mínimo y, al parecer, inextirpable. De la misma manera que Matilda no tuvo nunca remordimiento de conciencia por ser rica y disfrutar austeramente de la fortuna de su padre, no tuvo remordimiento tampoco a la hora de dejar a los hijos en casa con Juan y con Antonio y llevarse a Emilia de asistente personal. En la calcificación del endurecimiento minúsculo, pero inextirpable, de Juan, este factor de la falta de sentimiento de culpa por parte de Matilda tuvo una importancia considerable. Si Matilda hubiera, de algún modo, sido vergonzante exigido con violencia su derecho a realizar su propio proyecto profesional, a costa incluso de abandonar la educación de sus hijos, si Matilda hubiera sido una mujer más vulgar, la calcificación tal vez no se hubiera producido. Una mujer más vulgar hubiera tratado de persuadir a su marido de que tenía razón, de que tenía derecho, de que era legítimo tratar de compaginar sus intereses profesionales con su vida familiar. Y en la posible virulencia de este debate, hubiera sido posible detectar -Juan lo hubiera detectado de inmediato- un sentimiento de culpabilidad. Y ese sentimiento hubiera servido para lubricar el severo desapego de Matilda a los cuarenta y tantos -porque desapego fue, sin duda, y repentino sin dejar de ser por ello a la vez paradójicamente una reafirmación de su amor por Juan y su familia-. En lugar de justificarse Matilda organizó las cosas, la vida de los hijos y la vida de la familia, con gran exactitud. Al irse Matilda, llevándose consigo a Emilia, no fue con Juan con quien deliberó durante largas horas acerca del programa de actividades escolares y extraescolares de los niños, sino con Antonio Vega. Juan asistió a este compacto curso de pedagogía doméstica con un sentimiento de perplejidad y una punta de guasa, sólo para descubrir que ni perplejidad ni sentido del ridículo embargaban en modo alguno a su mujer o a su amigo. Desde un principio Antonio Vega tomó completamente en serio su encomienda -que en lo esencial sólo era una prolongación de las tareas de tutoría y supervisión que llevaba ya realizando muchos años-. Le parecía a Juan, con todo, sorprendente que Antonio no reprochase a Matilda o a Juan o a la propia Emilia el que, con motivo del proyecto profesional de Matilda, fuese a quedar él mismo separado de Emilia durante largos períodos de tiempo. Juan llegó a plantear este asunto a Antonio en una ocasión, aunque evitó referirse directamente a la situación de Emilia y Antonio. Lo planteó como cosa más bien suya:

–Yo me siento un poquito abandonado, Antonio. Echo de menos a Matilda como tú, supongo, echarás de menos a Emilia. ¿No te sientes tú como dejado atrás un poco, al otro lado de la puerta, desactivado?

–No me siento así, no -contestó Antonio Vega-, porque no estamos desactivados ni tú ni yo, ni tampoco estamos solos. Están los niños, estás tú, están Emilia y Matilda que nos llamarán por teléfono y que pasarán con nosotros varias veces al mes unos días. Mi padre trabajó en la mina en Asturias muchos años y no venía por Letona más que una vez al mes, o menos, y nunca nos sentimos abandonados. Era natural que nos dejara en casa y se fuera a ganarlo donde había de qué…

–Pero Matilda no tenía obligación de salir de casa para ganarlo, ya lo tenía aquí. Matilda, a diferencia de tu padre, que era pobre, es rica. Y el papel de Matilda en esta casa es el papel que desempeñó muy bien tu madre. Y no el que desempeñaré yo ahora haciendo las veces de Matilda, o tú, haciendo a la vez de padre y madre sin tener por qué.

Algo así vino a ser la conversación. Juan Campos recuerda esta conversación aún, aunque no recuerda en qué acabó aquello. Tiene esta noche la impresión Juan de que no consiguió comunicar su inquietud a Antonio, y que Antonio, con la misma naturalidad de Matilda o de Emilia, daba por sentado que todos estaban haciendo todo bien. Juan tiene idea de que Antonio añadió algo así:

–Ahora no es como antes ya, más vale así. Ahora todo está cambiando, pero todo seguirá igual, mejorará, si no nos empeñamos en ver tres pies al gato.

Una respuesta insatisfactoria ésta en opinión de Juan. Quizá no fue exactamente eso lo que dijo Antonio, sino sólo lo que Juan recuerda.

Hubo bien mirado, más años de vida conyugal -unos dieciocho- que de vida profesional para Matilda -unos trece-. En ambos casos, Matilda estuvo siempre claramente expuesta. No hubo nunca equívocos: Matilda nunca declaró que su ideal fuese la vida de mujer casada entregada a la maternidad y a las tareas caseras. A medida que los niños iban haciéndose mayores, Matilda fue pensando que lo suyo estaba en los negocios. Y nunca lo ocultó. De tal manera que Juan no pudo llamarse a engaño cuando, tras la repentina muerte de sir Kenneth, tras la testamentaría ylos obligados viajes entre Londres y Madrid, fue obvio que Matilda se ocuparía de la fortuna familiar y que aprovecharía la oportunidad de activar una posibilidad de sí misma mil veces imaginada pero nunca puesta en práctica. Y fue fascinante que (aun habiendo declarado Matilda con frecuencia que ésa era su intención) Juan nunca la tomara en serio. Así que cuando Matilda alquiló un local en Madrid -unas oficinas- y rehabilitó la oficina de su padre en la City londinense, Juan se quedó asombrado. Pronunció una frase absurda:

–Esto viene a ser como la muerte. In media vita in morte summus. Y la muerte no esclarece la vida, simplemente la interrumpe, la vuelve absurda.

Matilda protestó. Negó que su dedicación explícita a los negocios fuera equivalente a esa interrupción de la vida que es la muerte. Y Juan fingió reconocer su exageración y retiró la expresión. Los primeros viajes de Matilda e, incluso, sus primeras jornadas laborales en Madrid para montar la oficina hicieron sentirse a Juan muy solo.

–No sé qué hacer sin ti en casa -_declaró Juan.

–Es sólo al principio es un cambio de rutinas, nada esencial cambia entre nosotros.

Y era verdad. Hubo escenas cómicas: Juan reprochó en broma a Matilda que le abandonara en plena abundancia:

–Me dejas en la abundancia, en una vida de lujo y bienestar.

–Bueno, mejor, eso es bueno, ¿no?

–No, no es bueno. Es lo peor de todo. No tengo derecho a quejarme. Me dejas perfectamente instalado. Hasta un buen servicio doméstico en la casa, cosa que nadie tiene ya hoy en día. Pero nosotros sí. Vivo como un rey.

–Pues eso es bueno -repitió Matilda.

–Pues no, no es bueno. Es lo peor de todo.

–Preferirías que te dejara arruinado? – llegó a preguntar Matilda, riéndose.

–Francamente, casi sí. Me has convertido en un rentista. Si me jubilara esta misma tarde con cuarenta y tantos, no pasaría nada en absoluto.

–Pero hombre, Juan, una persona como tú no se jubila ahora, ni con cuarenta ni con cien: mientras tengas energía intelectual, mientras estés activo, intelectualmente despierto, no hay ninguna diferencia entre tú y yo. ¿Querrías que me quedara aquí? Di la verdad. Si tú me dices ahora mismo que pare todo, que lo deje todo y que sigamos como estamos, yo…

–Nadie está hablando de que pares nada. Lo único que digo es que no me dejas decir nada. No tengo nada que añadir. Has dejado todo tan bien organizado que mi obligación es estar contento con la presente situación. No tengo ni derecho al pataleo.

–Bueno, pues no. No lo tienes.

Esta versión cómica de la situación alternaba con una no formulada inquietud por parte de Juan y también, quizá, por parte de Matilda. No obstante su entusiasmo por su nuevo proyecto, Matilda sintió, a su manera franca de tratar las cosas, un remordimiento no expresado, una sensación de que faltaba una cierta perfección, la perfección del proyecto común de los dos. ¿Hubiera sido preferible que se dedicaran los dos a los negocios? ¿Hubiera sido preferible que se dedicaran los dos a la práctica y a la teoría filosófica? ¿Hubiera sido preferible que Matilda hiciera un cursillo acelerado acerca de lo bello y lo sublime en Kant, en Schiller y en Schelling? Era una situación cómica y, a ratos, los dos conseguían realmente reírse con ella. Pero la risa no acababa de iluminarlo todo por completo. Fue desesperantemente simple. La opción de Matilda era razonable. Implicaba sin embargo, algunos elementos no convencionales que podían ser declarados objetivamente discutibles: era verdad que los tres chicos estaban ya criados -Fernandito, el más pequeño, tenía trece por aquel entonces-. Era verdad que Juan se quedaba solo: incluso dando por supuesta la buena voluntad de Juan, era imposible combinar las dos actividades profesionales. Y este problema no lo tenía sólo una rica heredera como Matilda, lo tenían ya muchas chicas de la edad de Matilda que a finales de los ochenta dejaban su casa para ir a trabajar. Juan era muy consciente de la situación: que Matilda fuese una rica heredera no añadía nada esencial al problema: lo esencial era que Matilda tenía una ocupación a la que dedicarse con seriedad y que implicaba abandonar su casa. Todas las humildes secretarias tenían el mismo problema. Los aún exiguos sueldos de una auxiliar administrativa de la época (unas setenta mil pesetas de entonces) tenían que dar para pagar a una asistenta que se quedara con los niños desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y salía del sueldo de la chica. Pero salir de casa, irse de casa no era diferente: el problema era el mismo, la única diferencia es que en la clase social de Matilda, y sobre todo en el mundo británico, la educación de la prole la llevaron siempre a cabo los preceptores y los criados. Y así seguía siendo en casa de los Campos, incluso antes del despegue de Matilda. El peso de la educación recaía ya entero o casi entero en Antonio Vega. Así que no tenía Juan Campos argumento ninguno práctico, sino sólo un remusgo que oponer a Matilda. Y dada la relación franca y abierta entre ellos, los remusgos estaban de sobra. Siempre habían dicho los dos: lo que tengas que decir, dilo. Incluso lo que creas que sientes, aunque no estés seguro, dilo… Bien es cierto que era Matilda la que insistía siempre en la transparencia completa, Y Juan, a fuer de filósofo (la claridad es la cortesía del filósofo también en la vida privada) asentía. Pero en aquella ocasión, la claridad estricta le resultaba a Juan imposible de practicar: una voluntad de transparencia ahora le desnudaba de un modo extraño, le ponía en evidencia. No podía decir: siento unos celos que no son celos, pero que sí son celos, de tus banqueros ingleses, los amigachos de tu padre. Ya sé que son vejestorios la mayoría, mucho mayores que tú. Pero presiento que entre tú y ellos dibujáis un círculo en el suelo y os metéis dentro y yo quedo fuera. ¿Cómo no me voy a quedar fuera si apenas sé lo que es una sociedad anónima?… Esto no podía decirlo, porque Matilda hubiera contestado: pues si no lo sabes lo aprendes. ¿No he aprendido yo lo de Schiller y la educación estética del hombre? Pues tú lo mismo. Y era verdad que Matilda se había apasionado especialmente al leer los artículos de Juan y al discutir temas filosóficos. Juan tenía que reconocerlo: se había esforzado no sólo en las sobremesas y tertulias: su inteligencia rápida era muy hipercrítica y amiga del debate intelectual. No le interesaba mucho la literatura (apenas leía novelas o poesías) pero en cambio la apasionaba discutir ideas. Hubiese sido una competente tutora de filosofía de habérselo propuesto. En cambio, lo contrario no era verdad: la inteligencia de Juan Campos era verbosa, pero no rápida: era más bien minuciosa, con Una considerable habilidad para poner en conexión entre sí datos aportados por la erudición histórica (tenía buena memoria), pero rara vez alcanzaba una conclusión o una intuición filosófica de un salto: era moroso y premioso. Era un académico anticuado, aficionado a la especulación metafísica, que abandonaba con gusto por el cotilleo con los colegas. Era aficionado a discutir vidas ajenas: los doctorandos, los miembros del claustro, los problemas de la facultad y el decanato… Todo eso lo aborrecía Matilda. Ese claustro vuestro es paleto -decía Matilda-. Y la verdad es que cuando se reunían a cenar los matrimonios del claustro, las bromas de Matilda al salir, imitando a las doctas esposas, rebotaban en las fachadas del Madrid nocturno. Decía: he ahí los catedráticos pot-au-feu, en compañía de sus señoras ex seminaristas (una malignidad muy de Matilda ésta). ¡Era tan divertida, tan mala! Tan capaz de tomar parte en aquellas cenas de matrimonios académicos, que detestaba, y dar el pego. Juan tenía la impresión, a veces, de que Matilda era casi inconsciente de sí. Como si en su caso único la santidad fuera verdaderamente inconsciencia. Podía ser maliciosa y a la vez santa. Y el efecto que causaba en las cenas de matrimonios era cómico y conmovedor a la vez. Desde el primer día la pareja causó un impacto notable. En aquel tiempo Juan era sólo un profesor auxiliar, que acompañaba al titular y poco menos que le llevaba la cartera. Las primeras cenas fueron increíbles. Iban a cenar gamo al Pardo. Era a finales de los setenta. Aún las esposas de los académicos del departamento de Filosofía tenían un aire retro, años cincuenta, un résped ingenuo, una mirada de reojillo que calibró instantáneamente la absoluta elegancia de Matilda (que no podía haber elegido para las primeras ocasiones trajes más lisos, más sin pretensiones).

Juan Campos recuerda, esta noche interior del Asubio, el estremecimiento de entonces, como si el viento exterior, un turbión cantábrico, hubiese abierto de par en par una contraventana de la sala: ¡el orgullo que sintió de estar casado con aquella criatura exótica, elegante, ingeniosa, mordaz y compasiva al mismo tiempo! La amaba. Cuesta creerlo ahora -piensa Juan Campos-, pero tal vez con ocasión de aquellas cenas de matrimonios académicos, que se celebraban con una periodicidad mensual, sintió que amaba a Matilda sin reservas, que amaba él más, mucho más, de lo que él mismo era amado. No me elegiste tú a mí, sino que te elegí yo a ti, Matilda -pensó entonces-. Y vuelve a rumiar melancólicamente ahora, sabiendo que eso después no fue verdad. Nada fue verdad. Que nada fuera verdad es el fundamento de su presente melancolía, cronificada melancolía de superviviente, de impostor. Soy un impostor, fui un impostor. ¡Qué pobres los conceptos! Si no estuviera agotado -piensa Juan Campos-, si no fuera ahora lo que he llegado a ser: el incapaz de proferir o proferirse, esta simple frase soy un impostor, requeriría una explicitación de mil folios. Esta coquetería de los mil folios le entretiene por un instante: porque le cuesta fijar la atención en lo que ocurrió en la Matilda de entonces, sofocada por la Matilda inconvocable de ahora, la fantasmal Matilda omnipresente que rehúsa toda presentación emocional, toda presencia salvo la instantánea presencia cruel de sus lacerantes apariciones y desapariciones. Echa de menos a Antonio Vega. Ahí se detiene y ahí, en Antonio Vega, se tranquiliza durante un buen rato. Mañana le contará todo esto a Antonio Vega. Antonio sabrá terminar esta historia inacabada, este relato de cristales rotos que se clavan en la carne de la conciencia como espejos. Matilda era hermosa. Las esposas de los catedráticos obtusas y perspicaces, garduñas, lo supieron desde el primer momento y la adoraron desde el primer momento con su sencillez de corazón pueblerina Y Juan se contempló en aquel espejo maravilloso de la adoración que su mujer inspiraba en las esposas de los catedráticos Porque sabía inglés y francés, porque sabía qué traje de tarde era el traje de tarde apropiado, porque sus largos dedos de uñas pulimentadas recordaban los guijarros de los veloces regatos de montaña, porque era inaccesible cuanto más accesible. Y que Matilda, al salir, se riera de ellas, era parte de la inocencia afectuosa y maliciosa de Matilda: una combinación perturbadora que hizo que Juan Campos, de joven, creyera que el amante era él y no el amado. Y el caso es que Matilda -incluso con su brillante título de Económicas- sabía mucho menos que las esposas de los catedráticos, que eran todas licenciadas en esto y en aquello. Sólo catan con inmaturo espíritu mil cosas altas -Juan recuerda esta noche que cuando hizo esta referencia a Píndaro, Matilda discutió con él furiosamente-: recuerda la furia de Matilda, su ingenuidad furiosa, pero no recuerda el contenido de la discusión. Y, sin embargo, eran incompatibles. El problema fue siempre lo contrario de lo que parecía: no que Matilda no se adaptara a las esposas del claustro, sino que las esposas del claustro no se adaptaban a Matilda: sentían demasiada curiosidad por ella: la encontraban demasiado guapa y demasiado elegante y demasiado inteligente: la admiraban y su admiración era una barrera infranqueable. Y Matilda se dedicó seriamente a sus hijos aquellos años, y también se dedicó a Juan Campos porque le amaba: que sea esto la piedra de escándalo, la contradicción de este relato: Matilda Turpin nunca dejó de amar a Juan Campos. Ni cuando estuvo con él ni cuando se alejó de él: siempre le amó apasionadamente e hizo todas las cosas que los amantes apasionados y hasta suicidas, hacen por el amor de quienes aman. La vida de Matilda durante los primeros dieciocho años de matrimonio fue lisa y llana, clara como un mapa escolar, con todas las provincias en colores y los ríos color agua y los montes color brezo.