–No te preocupes. Tú nunca te preocupes por mí. No te
preocupes más de lo que ya te preocupas. Yo estoy bien aquí contigo
y no me pasa nada y me preocupa que te preocupes. No te preocupes.
Lo de Matilda fue muy triste para todos. Tú sabes cómo fue. Ya no
hay nada que hacer y no hay que preocuparse y tú menos que nadie.
Sé que te preocupas y te veo preocupado y me preocupo yo y es peor
todavía.
Antonio ha retenido ese no te preocupes
que me preocupas como una admonición, como una reprimenda, algo
que no debe hacerse, que es perturbador, que, aun siendo
comprensible e incluso fruto del interés y del cariño, es, sin
embargo, en conjunto, tedioso y, a la larga, insufrible. Antonio
acepta que Emilia trate amablemente de reconvenirle cuando se ocupa
en exceso de unas preocupaciones que la propia Emilia no puede
arrojar lejos de sí con facilidad. Antonio decide, pues, no
reprochar a Emilia su silencio o su preocupación en lo relativo a
Matilda sino acostumbrarse a vivir esa situación taciturna,
sombría, en espera de que el tiempo -otra vez el tiempo- suavice
todo ello y el dulce olvido nos alcance: oscura
la historia y clara la pena -como en el
poema de Jorge Guillén.
El otro elemento de la situación es Juan Campos y su reacción
a partir del encuentro con Emilia y con Fernandito en el despacho.
Esta reacción sorprende vivamente a Antonio Vega. Aquí, en el caso
de Juan, no hay realmente comunicación verbal ninguna -lo mismo que
con Emilia-, pero a diferencia de Emilia, Juan Campos no da la
sensación de hallarse entristecido o desesperado. Si acaso, tan
ensimismado como siempre. Algo más ausente que de costumbre, aunque
Antonio Vega reconoce que es difícil establecer graduaciones en
estas ausencias o distracciones o ensimismamientos de Juan: es
difícil decir cuándo son más intensos o más largos o más profundos
porque, en la medida en que son muy habituales, forman parte de la
manera normal de estar Juan Campos en compañía de su familia. No se
muestra más desanimado o más animado un día que otro. Hay más bien
un descenso de la temperatura general, un enfriamiento o
lentificación de las reacciones y de las emociones. Y en esto sí
que Antonio Vega puede detectar variaciones respecto de la época en
que Matilda vivía. En aquel entonces, la verdad es que Juan no se
animaba mucho más con Matilda ausente o presente, pero su modo
reservado de ser era, dentro de la reserva general, más animoso:
hablaba, por ejemplo, más con Antonio de filosofía: comentaban
novelas que leían los dos o, en los paseos que daban en coche o a
pie, había una conversación más variada, no muy profunda. Había más
small talk. Lo que se ha perdido en la
conversación de los dos es este gusto que Juan Campos tenía -y que
comunicó a Antonio a lo largo de los años- por la conversación
intrascendente. Gran parte del encanto de la amistad entre iguales
reside en el gusto por las conversaciones sin importancia: no
hablar de nada importante es tan importante a veces, e incluso más
importante, que hablar de asuntos importantes. No ha perdido, sin
embargo, el gusto por la compañía física de Antonio. Antonio Vega
es sensible a esta clase de emociones. Y siente que hay un continuo
flujo de comprensión que circula entre los dos cuando están juntos,
aunque ahora hablen mucho menos de lo que hablaban
antaño.
No ha transcurrido ni una semana, cuando Juan Campos dice a
la hora del desayuno que Andrea y Jacobo, cada uno por su lado, han
anunciado su visita al Asubio. Esto significa que la casa, de
pronto, va a estar atestada de gente. Andrea quizá traiga a sus dos
hijos pequeños, el niño y la niña, y una o dos personas de
servicio, aparte de su marido. Y Jacobo y su mujer Angélica
resultan siempre voluminosos, aunque aún no tienen familia. Así que
Juan comunica estas noticias especialmente a Emilia porque la
presencia inminente el próximo fin de semana de las dos parejas, de
los niños y del servicio supone un incremento de unas ocho
personas, con los correspondientes cuartos de dormir, lavados de
ropa, desayunos, comidas y cenas… Se da por sentado que ese fin de
semana largo durante el cual las dos parejas han decidido acudir al
Asubio (a lo que parece cada una de ellas ha tomado la decisión con
independencia de la otra) se instalarán sin prestar la menor
atención a si su presencia resulta complicada o no. La costumbre de
la casa ha sido siempre que los invitados, sobre todo de la familia
cercana, se instalen con toda comodidad y todo el tiempo que
deseen. Así era en tiempos de Matilda. Curiosamente -reflexiona
Antonio Vega- este próximo fin de semana será la primera vez desde
la muerte de Matilda que los tres hijos del matrimonio se reúnan
con su padre en un mismo lugar durante cuatro o cinco días. Ni
siquiera después del funeral se produjo una reunión semejante. La
insistencia de Matilda en que no deseaba unas exequias estrepitosas
cohibió a todo el mundo y casi sólo estuvieron esos días Juan,
Antonio y Emilia, con las ocasionales llamadas telefónicas y las
visitas salteadas de los hijos. Pero ahora parece que va a
producirse por fin la reunión. Antonio Vega tiene una intensa
sensación de voluminosidad, de representación teatral, como si esta
al fin y al cabo sencilla reunión familiar cobrase de pronto el
aspecto de un carnaval.
A Antonio Vega le gustaría tener ahora oportunidad de
comparar su reacción ante la inminente visita, con la reacción de
Juan Campos ante eso mismo. Ocurre, sin embargo, que si bien la
amistad entre Antonio y Juan no ha disminuido en absoluto, sí le
parece a Antonio que desde la reunión con Emilia en el despacho,
Juan está más taciturno que nunca. O quizá Antonio, poseído por una
angustia sin localizar en estos últimos meses, rehúse entrar
demasiado abiertamente en ejercicios comparativos. Lo que Antonio
desearía comparar, si se atreviera en presencia de Juan, es su
sensación de que el súbito incremento de gente en la casa va a
producir un correspondiente incremento de la sensación de vacío
entre los habitantes habituales. Antonio Vega, que conoce bien y
quiere a Jacobo y a Andrea, teme sin embargo que se comporten con
gran insensibilidad. En otras circunstancias, una cierta falta de
sensibilidad (un no ser, por naturaleza, hipersensibles) resultaría
beneficioso, serviría para aliviar la tensión que Antonio percibe
en el Asubio. En esa ocasión, sin embargo (teniendo en cuenta que
es la primera vez que la familia se reúne tras la muerte de
Matilda), quizá no sea suficiente con ser no-emocional, flemático o
un poco estúpido, un poco soso, como son los dos hijos mayores del
matrimonio, sino que se requeriría alguna cualidad positiva de
comprensión -piensa Antonio-. Así que transcurren los días que
faltan, para Antonio Vega al menos, en una especie de calma
intranquila o de espera intranquila que, en todo caso, Antonio Vega
se siente obligado a ocultar para no alarmar a los demás. Y sí, le
hubiera gustado saber con detalle cómo está viviendo Juan esta
preparación de la visita. Pero Juan Campos, tras haber anunciado a
Emilia que llegarían las dos parejas, da la impresión de haber
dejado de preocuparse del asunto. Fernando, por su parte, se ha
limitado a comentar cáusticamente:
–El regreso de las buenas gentes. Ya los tenemos ahí, con sus
kilos de más y su torpor congénito. El retorno de la bienpensancia…
¡menos mal que yo me escaquearé!
–Pero, Fernando! – ha comentado Antonio Vega al oírle-. ¡Si
antes los querías! ¡Llorabas cuando se acababan las vacaciones y se
iban a los colegios por ahí tus hermanos!
Llegan de pronto. Irrumpen cuantitativos como sus propios
bultos, maletas, caimanes mecánicos, bicicletas, una biblioteca
entera de cuentos infantiles, una montaña de Dodotis para la
pequeña Babi. Entre chicos y grandes se forma un tumulto bullicioso
desde el primer día que divierte a Antonio Vega. De hecho, es
Antonio quien organiza y reorganiza la vida ahora en lo referente a
horarios de comidas, idas y venidas a Lobreña y a Letona. El trajín
aleja a Fernandito (quien el día de la llegada observó con
curiosidad maliciosa a sus sobrinos), deja casi indiferente a Juan
Campos y apenas produce alteración alguna en el eficaz
comportamiento de Emilia. Han venido dos asistentas de Lobreña,
primas de Emeterio, sobrinas de Balbanuz, que limpian y ordenan la
casa, encasquetados los perpetuos auriculares del mp3, como agentes
secretas, como marcianas sordas que abren enormes ojos cada vez que
Antonio se dirige a ellas para preguntarles cualquier
cosa.
Jacobo y Andrea han perdido la gracia -piensa Fernando Campos
mientras los observa sin dar él mismo apenas conversación durante
toda la cena-. Hay una desfiguración corporal que acomete a hombres
y mujeres una vez casados. A partir de los treinta, lo que antes se
denominaba curva de la felicidad -reflexiona Fernandito- se ha
convertido ahora, en estos tiempos de dietética, gimnasios y
pilates, en una adiposidad de rebaba. Ninguno de sus dos hermanos
está realmente gordo, pero la tripa de Jacobo monta el cinturón y
se le caen ya un poco las nalgas a Andrea, que se está volviendo
culona. Es verdad lo que dijo Antonio el otro día: cuando todos
ellos eran jóvenes, niños, amaba a sus hermanos. El giro brusco
vino después, al repartirlos Matilda por Europa con la mejor
intención. Dejaron de quererse, de admirarse. Se interrumpió, sobre
todo, la comunicación entre ellos. Con ocasión de la muerte de
Matilda, Jacobo y Andrea, secundados por sus parejas, fingieron -en
opinión de Fernando- un dolor que no sentían. Él, por su parte,
Fernando, fingió no sentir ninguna emoción en los funerales. La
testamentaría, cuyo contenido se conoció desde un principio, dejó
satisfechos a los tres, aunque José Luis y Angélica, los cuñados,
fruncieron los ceños al saber que él, un solterón, quedaba en
igualdad con sus hermanos. ¿Por qué han venido ahora, precisamente
ahora? – se pregunta Fernandito.
Al otro lado de la mesa ovalada, algo parecido se pregunta
Antonio Vega, puesto que ninguna de las dos parejas parece haber
venido al Asubio por un motivo definido: se diría que, viéndose
acometidos por el largo fin de semana de Difuntos y de Todos los
Santos, un gran viento estúpido les ha puesto en movimiento en
dirección al Asubio como a hojas de papel de periódico. Pero esto,
por supuesto, es inverosímil. No es concebible que se hayan
presentado aquí con los automóviles, los niños, las criadas,
precisamente en este largo puente, sin querer. Estas reflexiones
hacen sonreír a Antonio Vega. Después de tanto tiempo de no
aparecer ni por el piso de Madrid ni por la finca, y de telefonear
muy de tarde en tarde, ahora, de pronto, eclosionan como
cómicamente vomitados por intenciones y motivos que ellos mismos
tal vez desconocen. Es posible que tengan alguna motivación que a
su vez desconoce Antonio, pero la aparente falta de motivación es
cómica de por sí.
A su vez, Fernando se ha situado también en el disparadero
del sentimiento de comicidad controlada, que toma (enfriándolo,
mecanizándolo bergsonianamente) a sus hermanos y sus parejas, ahí
sentados en torno a la mesa ovalada, como objeto puro de
contemplación. Lo mismo que Antonio, no acierta Fernandito a dar
con una motivación concreta que explique la presencia de sus
hermanos en la casa: Antonio Vega, por cierto, mientras amablemente
da conversación a Angélica, sentada a su izquierda, ha decidido
que, a la manera un poco tarumba de los Campos y de los Turpin, los
chicos han vuelto a la casa paterna por amor filial. Es muy posible
-decide Antonio- que Andrea y José Luis desearan llevarle los
nietos al abuelo ahora que están tan risueños y charlatanes con
tres y cinco años. Pero incluso el benevolente Antonio se pregunta:
¿Y los otros dos, Jacobo y Angélica, que no tienen, ni al parecer
desean tener hijos nunca? Hay un aéreo entrecruzamiento informulado
entre los pensamientos de Antonio Vega y Fernando Campos relativos
a Angélica y a Jacobo. Jacobo Campos es, a ojos de su hermano
pequeño, ahora, un objeto ridículo. Fernandito devana mentalmente
lo ridículo como un sirope inflexible: Jacobito es ahora un padre
sin hijos en la misma medida (presuntamente admirativa) en que su
esposa, su Angélica, es una esposa conspicuamente yerma. El
no-tener hijos por parte de esta pareja se representa en opinión de
Fernando, como una vocación original: más aún: como un touch of class cuyo esse
reside en su percipi. Sin ser percibida,
esa decisión conyugal de no tener hijos carecería de entidad, y el
matrimonio mismo, como una insignificante mesa abatible, se
colapsaría de continuo a ojos vistas. Para que no se desmorone,
ambos cónyuges, de común -y quizá semiconsciente- acuerdo, rechazan
públicamente la maternidad/paternidad con la escandalizada energía
de quienes rechazan públicamente un vicio. Dado que se trata de una
representación cara al público, cuya finalidad es ser vistos como
una brillante pareja sin descendencia, tienen que reiterar una y
otra vez esta su decisión de permanecer sin hijos. Y lo hacen así
porque al parecer, para ellos, no tener hijos es una prioridad con
tanto peso específico como para otras parejas el tenerlos: un
imperativo categórico en ambos casos, cuyo fundamento es
convencional. El no-tener hijos, además -medita burlonamente
Fernandito- ha ido, tras la muerte de Matilda (que tuvo hijos, pero
omitió en parte su crianza), cobrando una entidad cuasifloral de
tributo post mortem: en honor de las
virtudes no-maternales de su difunta madre se proclaman Jacobo, él
mismo y su esposa estériles voluntarios ambos, con la sencillez de
un medallista olímpico que, a la vez que omite mencionar sus
bronces, sus platas o sus oros, nunca nos permite olvidarlos a los
meros mortales.
Fernandito repasa mentalmente todo lo anterior con maligno
regocijo, sintiéndose en el fondo cansado. La cena está durando
demasiado tiempo. La pareja que forman Andrea y José Luis se ha
beneficiado a ojos de Femandito, en el curso de esta cena, de las
incidencias de su prole: el niño mayor ha bajado al comedor en
pijama, Andrea ha tenido que subirle otra vez, y la pequeña se ha
caído de la cama. Andrea ha regresado al comedor y ha relatado
estos incidentes, a consecuencia de lo cual José Luis ha subido con
una cierta premiosidad de padre concienzudo a comprobar en persona
que -no obstante haber asegurado su mujer que los niños están bien
y duermen- están bien los niños y duermen. Este tejemaneje de
pareja con hijos tiene menos mordiente cómica que la teorización
del matrimonio sin hijos de Jacobo y Angélica, quien, por cierto,
observando la solicitud de sus cuñados, no ha podido evitar alzar
las cejas en beneficio de Jacobo y comentar con Antonio Vega,
sentado a su derecha, que la vida de un matrimonio con hijos está
dotada de tanta eticidad que alcanza casi el
empalago.
–Sinceramente, Antonio, no me veo llegando a casa y teniendo
que cambiar pañales o aguantar llantos de niño -ha declarado
Angélica con una sonrisa.
–Supongo que es duro, sí -ha respondido Antonio cortésmente-.
Yo vengo de una familia numerosa y no adinerada. Mi madre tuvo que
cambiar muchos pañales y lavarlos y los mayores nos teníamos que
ocupar de los pequeños, a veces a tortazo limpio. Nos queríamos
mucho, ya ves, pero comprendo que una familia como la mía pone de
los nervios a cualquiera.
Antonio Vega contempla ahora a Emilia. Apenas ha cenado nada.
Tras ayudar a distribuir eficazmente los platos y bandejas a la
sobrina de Balbanuz, Emilia reposa ahora frente a Antonio, tomando
a sorbos una taza de café. Ha encendido un pitillo. De pronto
Antonio se ve invadido por la tristeza de Emilia: este intenso
sentimiento de culpabilidad que, sin embargo, Antonio, en el fondo
de su corazón, no puede atribuirse por completo. ¿No se han privado
ellos dos también, Emilia y Antonio, de la alegría bulliciosa,
familiar, que Antonio acaba de describirle a Angélica? La tristeza
que embarga a Emilia ahora, su delgadez, su palidez, su belleza
huesuda y envejecida, ¿no forma parte todo eso de una decisión
errónea que Emilia tomó por consejo de Matilda o por amor a Matilda
y que Antonio aceptó por amor a Emilia, quizá porque cedió a una
pasividad culpable, análoga a la de Juan Campos?
¿Por qué no tuvieron hijos ellos dos? Si hubieran tenido
hijos se hubieran criado todos juntos. Los tres de Matilda y los de
Emilia. Hubieran sido como los primos pobres y habrían cambiado la
vida de la casa. ¿Por qué no fue así? Antonio siente ahora de nuevo
su mutante sentimiento de culpa: no hizo lo suficiente, fue
cobarde, fue débil, fue blando, fue convencional. ¿Qué es lo que
fui, que no quiero ahora decírmelo a mí mismo? Antonio Vega se
retira ahora como un caracol, hacia el interior de su concha para
hacerse la pregunta más amarga, más informulada, la más viva de
todas: Me comporté como un resentido: ¿hubiera debido no transigir,
no ceder? Hubiera debido decirle a Emilia, a Matilda, a Juan: Me
gustan los críos. Quiero yo mismo tener críos. ¿Por qué no lo dije?
Si él se hubiera plantado, Emilia y él hubieran tenido hijos, un
par de hijos al menos, que estarían ahora en los colegios,
dilatarían el mundo, les darían disgustos. Y la niña querría
quitarse una coleta o dejarse una coleta. El niño tal vez
suspendería química y matemáticas… Emilia hubiera sacado todo
adelante, y no echaría tanto de menos a Matilda. Ahora en esta
tierra baldía no hay quien sobreviva. La muerte es lo único que es.
Tener hijos hubiera apartado del corazón de Emilia la soledad, el
osario, el suicidio. Antonio contempla a su esposa, ahí tan cerca,
a la vacilante luz de estas velas, recuerdo de Matilda: Matilda
siempre quería que las cenas se celebraran a la luz de las velas, y
el fuego de las velas convertía la cera de las abejas en cálidos
dedos artríticos: resplandece como entonces la noche a la luz de
los candelabros, las grandes emociones retraídas, todo lo que no se
cumplió. También esta noche, por fin, cuando Balbanuz y su sobrina
se han retirado y parece que, arriba, en los dormitorios de los
niños reina la paz, hay como una extensión inteligible, luminosa,
irreal, que se extiende al mantel de hilo blanco, a las copas
talladas de cristal, a la botella de Oporto que circula alrededor
de la mesa. Están ahora alrededor de la mesa ovalada los ocho
familiares sentados y el Grandfather Clock
que Matilda trajo de Londres para regalar a Juan en un cumpleaños
deja caer sus doce campanadas, que sobresaltan a Antonio. Se siente
avergonzado, angustiado. Desearía ser consolado. La dura acusación,
su propia memoria, el duro juicio, lo que hubiera podido ser y no
fue. Recuerda la frase de un poeta cuyo nombre no recuerda:
Lo que fuimos y lo que no fuimos se refleja en
las tazas del té junto a la lumbre / Sillones de otras casas, cuadros que no se miran ya y
que permanecen agrandados inundando el fondo de la sala de
elocuencias inmóviles. Hay una elocuencia inmóvil que no sabe
Antonio si bailotea con el bailoteo de las llamas de las velas
fuera de su conciencia, o dentro de su conciencia y con el bailoteo
de su sentimiento de culpabilidad y de su
angustia.
Sin saber por qué, Antonio se siente esta noche desvinculado
de todos: o, quizá, más vinculado a Emilia que nunca, con una
vinculación que le separa, de pronto, de Juan Campos y, a través de
Juan, del resto de los comensales y de la casa entera. Es un
sentimiento nuevo para Antonio. Forma, a todas luces, parte del
sentimiento de culpabilidad que lleva sintiendo hace rato al ver a
Emilia tan apagada (y este sentimiento, a su vez, no es, en sí
mismo, nuevo): lo que es nuevo es este repentino rehusar a valorar
sin reservas su vinculación acostumbrada con Juan, su amigo de
siempre. De pronto, como el vuelo rasante de una bandada de grajos
que chillan y que aletean con sus negras alas de papel metalizado,
Antonio se siente aislado y sin recursos. ¿Qué ocurrirá si Emilia
empeora? Porque Emilia podría entrar en una depresión profunda
-quizá está ya en ella- sin que Antonio se diera cuenta a tiempo:
la costumbre de tantos años de centrarse en sus trabajos
administrativos y organizativos ha vuelto a Emilia en parte
impenetrable, incluso para Antonio. Nunca se pone enferma, nunca
padece jaquecas o catarros o gripes. Nunca -desde que Antonio la
conoció- ha reclamado Emilia para sí una atención indivi
dual
Mientras vivió Matilda había una salud compartida de las dos,
un enérgico desdén de ambas mujeres por los tiquismiquis y las
peplas que la atención a la fisiología o al estado de ánimo causan
en la mayoría de los mortales. Todo lo arreglaba al final de la
tarde un baño caliente y un whisky. A diferencia de Matilda, que se
mostraba casi agresivamente saludable, Emilia sólo daba la
impresión de ser una moza fuerte y sana que no prestaba gran
atención a sí misma. En vida de Matilda, su capacidad de arrastre
borró toda sombra de malestar físico o mental. Ahora sigue siendo
lo mismo: sólo que Emilia se ensombrece progresivamente y ha
perdido mucho peso. Ahora, su eficacia de siempre más bien subraya
que oculta a ojos de Antonio el malestar interior. En más de una
ocasión antes de ahora, Antonio ha propuesto que los dos, él
también, se hagan un detenido reconocimiento médico, con la
esperanza de que unos buenos análisis clínicos revelen cualquier
cosa, una anemia, en Emilia, una carencia vitamínica, algún
trastorno ginecológico, y que ése sea, en su objetividad y
facticidad médica, un punto de partida para que Emilia se deje
cuidar un poco. ¡Ojalá que Antonio pudiera convencerla para hacer
los dos juntos un viaje agradable, aunque sólo fuese una visita a
la soleada familia de Antonio, dispersa por España! No han hablado
de esto, sin embargo. Y ahora, contemplándola mientras Emilia fuma
su tercer pitillo, no puede librarse de la preocupación. Angélica
le ha dicho algo hace un momento, un comentario jocoso acerca de
las parejas sin hijos, algo en inglés y con muy mal acento, sobre
growing closer and closer apart, que le ha
sobresaltado y que, así, le ha reintegrado al circuito de la
conversación general. Antonio hace un esfuerzo por sonreír y ha
contestado vagamente algo que ha debido de sonarle a Angélica como
una aprobación de lo que acaba de decir, sea lo que sea. Angélica no suele prestar gran atención a
las respuestas que le dan los demás, salvo si alguien se le opone
frontalmente: si esto último sucede, entonces abre mucho los ojos,
levanta las cejas y se encara con su opositor. No está muy
interesada en las respuestas, ni tampoco, al cabo de un rato, en la
discusión. Así que Antonio sale del paso con sólo sonreír. La
reunión se va apagando lentamente. Jacobo se ha levantado y pasea
pensativo alrededor de la mesa: acaba de comentar algo acerca de la
lluvia o la falta de lluvia. Emilia a su vez se ha levantado en
busca de la cafetera que han dejado sobre el aparador. Así que
Antonio contempla su lugar vacío. Al hilo de ese momentáneo vacío,
observa Antonio ahora el aspecto pensativo de Juan Campos, que
permanece sentado a la cabecera de la mesa y da la impresión de
asentir a todo lo que se le dice sin prestar atención a nada.
Pensar en Emilia, tan desmejorada, ha hecho que Antonio se
desvinculara por un momento de la cotidiana vinculación que, a
través de los años, ha mantenido con Juan. Antonio es conciente de
que ahora, casi sin querer, pensar en Emilia le aparta de Juan. Y
el ensimismamiento de Juan ahora de pronto, al pensar en Emilia, le
parece obeso, como viscoso. Y éstos son sentimientos extraños para
Antonio, que jamás ha cuestionado a Juan
Campos.
No está, después de todo, tan ensimismado Juan Campos, como
parece estarlo a ojos de Antonio. A ojos de Jacobo y Andrea, y de
su yerno y nuera, sólo está distraído y representa, como Juan
Campos sabe de sobra, un hombre a punto de «pegar el viejazo», el
bajón del jubilata. A beneficio, pues, de estos cuatro, permanece
Juan inmóvil, distraído, atendiendo con gesto amable la
conversación sin tomar parte en ella. Se sabe seguro Juan Campos en
su papel de abuelo retirado, de catedrático de Filosofía retirado,
de hombre meditabundo que habla poco. Por otra parte, Juan cuenta
con que su tendencia al ensimismamiento va a ser juzgada con
respeto y afecto por Antonio. Así que también a beneficio de
Antonio Vega representa el ensimismamiento que vive. Lo exagera un
poco. Y a su vez, Fernandito… ¿qué pasa con Fernandito? Ahí, Juan
Campos no acierta a saber cómo le ve su hijo menor o cómo desearía
ser visto por su hijo menor. Un cierto afán de sinceridad paternal
ha comenzado a embargarle a la hora del café y el oporto: ha
percibido, en estos días, el vaivén de la conciencia de Fernandito
desde la hostilidad al afecto en relación con su padre. O ha
llegado Juan a pensar en términos de amor- odio: de hecho se
inclina hacia una interpretación menos comprometida: imagina un
movimiento pendular en Fernando desde la hostilidad al recuerdo del
entusiasmo que sintió por su padre. Juan Campos sospecha que su
hijo menor tiene aún muy presentes esos recuerdos, que son aún
vivos incluso para el propio Juan Campos. La diferencia entre
ambos, sin embargo, reside en que Fernandito es consciente de que
su discontinua ternura por el padre, está infectada de deseo de
venganza: desea hacerle pagar por un desapego que achaca a él sólo
y no a su madre. Lo único que Juan Campos no acierta a comprender
esta noche es la seriedad del resentimiento, ni tampoco su
capacidad de frenarlo, incluso ahora si se lo propusiera. Juan no
está acostumbrado a frenar nada o a corregir nada. No cree que sea
posible, no se siente con energía suficiente. Antonio, en cambio,
tras la conversación en el despacho los tres, barrunta con mucha
claridad lo que de verdad pasa en el corazón de Fernando. Pero Juan
se detiene ahí. Seguir adelante supondría entrar en evaluaciones de
Juan para las cuales Antonio no está aún
preparado.
Una de las razones que impide a Juan Campos darse cuenta de
la hostilidad que su hijo siente por él procede de una como vanidad
residual, subliminal, de hombre acostumbrado a parecer comprensivo
y bueno a los ojos de los demás, empezando por la propia Matilda
tiempo atrás. Esa imagen de hombre bueno y comprensivo, tan
favorecedora, le encanta a Juan Campos. Viene a ser como una de
esas fotografías en las que nos vemos tal como nos gustaría vernos
siempre. Le agrada esa instantánea fotográfica, fotogénica, de sí
mismo, como un hombre bueno y sabio, entristecido por la muerte de
la esposa, silencioso, que se reserva pero a la vez se entrega en
la conversación y en la compañía de sus amigos. Es una fotografía
sin deformidades, es lo contrario de una caricatura: Juan Campos
odia las caricaturas de sí mismo y ha temido desde siempre la
habilidad caricaturizante de Fernando. Teme verse feo, teme verse
malo, teme aparecer ante sí mismo iluminado por una luz
desfavorable. ¿Y qué luz hay más desfavorecedora que la mirada
vengativa de un hijo? Por eso, no sólo en los tiempos de Matilda,
sino también con ocasión de la duración del fallecimiento de
Matilda, esos meses terribles, y sobre todo después de esa muerte y
hasta ahora mismo, Juan Campos ha atesorado la favorecedora
instantánea tan continua, sólida, humana, misericordiosa, con que
la mirada de Antonio Vega le ilumina siempre. Es una mirada
afectuosa, pero con una clase de afecto que, en ocasiones y para su
capote, Juan Campos se ha atrevido a calificar de infantil: que un
hombre maduro como Antonio le vea tan favorecido, tan ensimismado,
tan noble, le agrada sin cesar a Juan Campos. Y se regocija
pensando -con un retorcimiento cínico- que no se lo merece, pero
que no está dispuesto a prescindir del efecto gratificante que le
causa. Incluso así, sin embargo, no puede ignorar por completo las
señales de desazón y de crítica y de censura que Antonio Vega a
veces emite. Por eso se esfuerza Juan Campos, cuando Antonio está
presente, en parecerse a esa imagen del buen Juan Campos, noble y
ensimismado, que Antonio Vega, como un niño, ha tenido siempre de
su amigo mayor.
Fernandito ha resuelto quedarse hasta el final de la cena, de
la velada, dure lo que dure. Esta decisión se ha ido formando en su
conciencia a lo largo de toda la noche. Al principio sintió
curiosidad por ver cómo reaccionarían sus hermanos. Les observó con
malevolencia a ellos y a sus cónyuges. Se regocijó con el incordio
de los niños y con los comentarios pseudointeligentes de Angélica y
con su mal inglés. Ha observado también el mal aspecto de Emilia.
Se ha sentido conmovido esta noche ante el visible desconsuelo de
Antonio, ante su impotencia. Quizá esta percepción de la aflicción
de un hombre bueno y bienintencionado es lo que le ha impedido
largarse nada más terminar la cena o agredir verbalmente a su padre
y a sus hermanos. Antonio Vega -ha decidido Fernandito- debe ser
respetado, ante todo y sobre todo por mí mismo. Esta consideración
hace que la hostilidad hacia su padre se haya diluido y, ahora que
es casi la una de la noche, Fernando se siente cansado y sin ganas
de pelea. Mañana será otro día. Contempla a su padre antes de
levantarse, ya todos se levantan, y le invade una tristeza
abstracta, como si lamentara en general la fragilidad de la
existencia: la nihilización inevitable de toda existencia incluida
la propia. Por eso la última imagen de su padre es tenue y no
particularmente hostil: contempla la imagen de su padre atenuado,
nihilizado, como en una fotografía antigua, como en un recuerdo
borroso: un poco como de jóvenes apreciábamos sin grandes ironías
el gesto estudioso de ciertas figuras sedentarias que, en resumidas
Cuentas, al final, cuarenta años más tarde, han escrito o publicado
poco y no dan la impresión de haber estudiado tanto como
parecía.
3rd Part
–¿Vais a quedaros mucho? – ha preguntado Fernandito a su
hermana.
–¿Por qué? ¿Te molestamos?
–Hombre, sí. Sois la encarnación de lo
molesto.
–Solterón impenitente. Y… por cierto, ¿tú vas a quedarte
mucho? ¿Ya no trabajas? ¿Te han despedido?
Fernandito ha sonreído malevolente y se ha ido sin contestar
a su hermana. No contaba con este Kindergarten cosificado. Nunca había visto a su
hermana materializada hasta este punto: los signos externos de
maternidad de Andrea atraen a Fernandito como los signos exteriores
de riqueza atraen a los inspectores de hacienda. Fernando Campos
mosconea literalmente alrededor de sus sobrinos y de su hermana y
del servicio, y de las dos cuidadoras. No juega con sus sobrinos,
no. Les asusta. Les quita los juguetes y los pone encima de los
armarios. Hace llorar al mayor de los tres. Sentado en la sala, no
se mueve cuando aparentemente se descrisman cayéndose de lo alto de
un sillón o escaleras abajo. Se ha vuelto conspicuo a costa de
observar los juegos de sus sobrinos sin intervenir nunca en ellos.
Esta sobreañadida visibilidad de Fernandito no ha escapado al ojo
censor de José Luis y de Angélica, sus cuñados.
–Tío, podrías echarnos una mano! – ha soltado José Luis la
otra tarde, una tarde tediosa de sirimiri, sin saber qué hacer con
los niños.
Fernando, una vez más, ha sonreído guasón y ha permanecido
sentado sin hacer nada. A partir de esa tarde, se ha formado el
bando anti-Fernandito, incoado desde un principio por su actitud
guasona y ahora capitaneado por Andrea yjosé Luis. Esto añade
movilidad trivial a la casa. Hay unas agitaciones subacuáticas en
la superficie de la rutina cotidiana, antes y después de los
desayunos, o durante la mañana, o antes y después de los almuerzos,
o a lo largo de la tarde, consistentes en que los dos matrimonios
observan a Fernandito a distancia y cuchichean.
Andrea encendió la llama de la hostilidad grupal comentando
la incomprensibilidad de la presencia de su hermano Fernando en
casa, en el Asubio.
–¡No te fastidia, que me pregunta que si vamos a quedarnos
mucho! Y yo le dije: Y tú qué.
–Yo, francamente te lo digo, Andrea. Comprenderás que tu
hermano es tu hermano… -ha intervenido José Luis con su celeridad
de hombre alto no muy agraciado: ocupa un interesante puesto de
interventor en el Gran Banco. Se viste muy a la manera de la City
de Londres, con camisas de rayas y traje diplomático los días de
diario y ostentosamente de sport en el
campo, un aire de club de caza y pesca con botas Track and Field-…
Un hermano es un hermano, pero, Andrea, yo a tu hermano Fernando no
le veo. Es siempre the odd man out le
encanta serlo. ¡Vaya, que me revienta un poco!
Y Andrea, secundada por Jacobo, ha defendido a Fernandito sin
gran convicción. Al defenderle, han surcado su memoria como vilanos
las imágenes de otro tiempo: el tiempo infantil y juvenil de los
veranos del Asubio y las playas del norte: Lobreña, Oyambre, San
Pedro del Mar…, la lluvia, los caminos embarrados, los domingos
luminosos, los cielos malteados del atardecer, las dulces
acuarelas, los cuentos infantiles que Antonio Vega les leía a los
tres, las partidas de cinquillo y de brisca y de parchís en los
cuartos de arriba o en la cocina de Boni y de Balbi… Y todo esto
tiene tan agudamente la cualidad del haber-sido, del haberse-
tenido, del haberse-ido y de no ser ya, salvo como briznas del aire
de la memoria, que su misma indefensión y pobreza, sin querer, la
conmueven, y ha frenado el primer pronto de la agresión a
Fernandito que ya iniciaba, vigorosamente, José Luis y que ella
misma, a su vez, había iniciado. Se había sentido herida por la
pregunta de Fernandito y había respondido como la mujer casada que
es, con hijos, con responsabilidades, que tiene que enfrentarse a
un chico ambiguo, que, en opinión de Andrea, ha cambiado mucho en
estos años hasta volverse irreconocible. Y ya en esa primera
ocasión, ha observado de reojo la reacción de Jacobito, el hermano
mayor, que Fernandito adoraba. Y se ha sorprendido Andrea al
descubrir en el rostro de su hermano una rigidez censoria,
acartonada, que nunca antes había observado, como si su constante
ascenso en el banco madrileño le hubiera inmunizado contra las
tonterías del hermano travieso y avispado que, en aquellos
remotísimos tiempos del Asubio, el padre ensimismado, el Juan
Campos de entonces, elogiaba sin reservas y comparaba admirado a la
picardía y agresividad intelectual de Matilda, la madre,
crónicamente ausente. Todo esto ha tenido lugar en un abrir y
cerrar de ojos. Los dos hermanos pertenecen, una vez casados, cada
uno de los dos, a su pareja, y las dos parejas forman un
cuatrimotor que enuncia implícita o explícitamente lo que debe o no
debe hacerse, lo que debe ser-se o no serse. Y también, de paso, lo
que el pasado fue y no fue, considerado ahora ya desde el presente
futurizador de las dos nuevas familias, las nuevas amistades
madrileñas y… esto también: la no muy recatada crítica al
comportamiento testamentario de Matilda y a la reacción post-mortem del padre. Porque es un hecho que
Angélica y José Luis, cada cual por su parte, en apartes con su
pareja correspondiente, y, con creciente frecuencia cada vez que se
reúnen los cuatro a charlar, tienen enfilado el mundo social del
Asubio con un gesto emotivo que combina, inverosímilmente, lo
avinagrado y lo dulce, en una sola palabra que emerge siempre que
se reúnen los cuatro: discutible. Todo lo
que sucede en el Asubio es, por definición, discutible. ¡Pero, por
supuesto que lo es! ¿Quién se atrevería a negarlo? Lo que ocurre es
que esta -por lo demás sólo formal- noción de lo discutible (toda cosa espacio-temporal se da por
lados, todo asunto humano presenta facetas, puede ser examinado
desde distintos puntos de vista, y es por tanto discutible) sería
inocente si sólo se empleara en su sentido más abstracto: aplicada
aquí por José Luis y Angélica al Asubio y sus ocupantes habituales
tiene una connotación negativa, prohibitiva: como si se dijera: es
discutible, no es de fiar, no es del todo de buena ley, es malo o
maligno en el fondo.
Se ha acabado ya el puente de Difuntos. Hay que volver a
Madrid. No hay que volver a Madrid. ¿Hay que volver a Madrid? La
cosa no está clara. Hay un ir y venir entre volver y no volver, una
desazón, cómica en parte, logística en parte, un impasse, una aporía doméstica. ¿Quiénes no van a
volver? ¿Y quiénes hay en condiciones de volver o no volver? Obvio
es quienes no volverán y no se moverán. Ni Juan Campos ni Antonio
Vega ni Emilia van a moverse de su sitio. El puente de Difuntos ha
sido una simple lata que cada uno de los tres ha padecido o
disfrutado a su manera. No se sabe si Emilia ha registrado la
incomodidad que dimana de la presencia de niños en la casa y ocho
comensales fijos a las horas de las comidas. Su delgada figura
supervisora ha permanecido idéntica, impasible, ausente. Juan
Campos se ha mostrado amable y distraído o ensimismado a lo largo
de todo el puente. No ha conversado largamente con nadie, no ha
rehuido a nadie, nadie se le ha acercado en exceso, ni siquiera sus
dos hijos mayores. Su yerno y su nuera le han observado desde
lejos, censorios y en blanco como impersonales visitas que
desaparecerán felices, sin dejar rastro. Antonio Vega se ha sentido
cómodo con los niños. Ha chapurreado con Andreíta y jugado con
Jacobito a los guerreros medievales y a Spiderman, siendo a ratos Octopus Antonio, Octopus a
ratos Jacobito, cambiando alegremente de papel la tarde lluviosa. Y
ellos dos raptando a título de pieles rojas a Babi, para revenderla
en un mercado negro de bebés blancos. Antonio Vega ha agradecido la
compañía de los niños. Y Fernandito, ¿qué? ¿Va a regresar
Fernandito a Madrid? El final del puente es un final sin
Fernandito. Así que el cuatrimotor se reúne en los dormitorios con
un aire de junta de propietarios, a decidir qué es qué. Y sobre
todo a decidir quién se queda y quién se va. Porque ocurre que de
la experiencia cuádruple de las dos parejas ha emergido, como un
clavel reventón, una conclusión semicómica: alguien tiene que
quedarse a echar un ojo, a controlar un poco, a ver qué pasa,
porque están los cuatro en esto unánimes: algo va a pasar y tiene
que pasar por fuerza. La disgregación de la familia, la
desarticulación de España, el puto caos que acontecerá si todos se
van y no se queda nadie a controlar lo incontrolable, a evaluar
daños y perjuicios, a tabular los pros y contras de una situación
que nadie, ninguno de los cuatro, aprueba o comprende. Pero la
verdad es -dicho sea en honor del cuatripartito- que la situación
misma no sólo resulta difícil de comprender o de aprobar, sino
incluso de determinar en punto a su existencia. ¿Hay una situación
potencialmente explosiva en el Asubio? La verdad es que todo el
puente de Difuntos ha estado presidido por una excelente
sincronización doméstica gracias a Emilia, con el auxilio
complementario de Antonio Vega a las horas de lluvia para
entretener a los niños. La única incógnita de la situación es
Fernandito, que ha desaparecido justo al acabarse el largo puente.
Casi cualquiera, en vista de lo ocurrido, que no es nada, hubiera
decidido que no es nada y que los cuatro pueden regresar a Madrid
tranquilamente. Y aquí es donde Angélica cobra una importancia y
una significación inusitadas. En opinión de Angélica, hay una
peligrosa escisión en el Asubio entre lo que Bradley, el viejo
neohegeliano inglés, llamaba Realidad y
apariencia.
Angélica toma la voz cantante. Se quedará Angélica con uno de
los coches, el suyo propio, y regresarán a Madrid Jacobo y José
Luis con los niños y las mucamas. Pero, claro, Angélica no es en el
Asubio nadie sin Jacobo. Y Jacobo no puede quedarse con ella. Sólo
queda disponible Andrea. Y Andrea ve de pronto el cielo un poco
abierto con esto de tenerse que quedar y posponer, siquiera una
semana, la nurtura de la prole, que supervisará José Luis por las
noches y que quedará a cargo de las competentes manos de su
servicio doméstico. Así que Andrea, tras efectuar los gestos y
giros correspondientes a una maternidad responsable, se queda para
legitimar la presencia de Angélica, que es quien de verdad sabe lo
que va a pasar en el Asubio.
Angélica es una chica lista. Hizo su carrera de Derecho
satisfactoriamente y se acostumbró a considerarse a sí misma una
persona responsable de su propia vida: una representante de la
nueva generación ahora en los treinta, que es consciente de que,
como mujer, puede aspirar a más que a ser ama de casa. El
matrimonio con Jacobo le hizo concebir más esperanzas de las que
correspondían a la realidad: el bienestar económico de la familia
materna de Jacobo, combinado con el prestigio académico de Juan
Campos, le pareció fascinante en su momento y decidió el
matrimonio. Fueron los últimos años brillantes de la carrera de
Matilda, los más brillantes pero también, al final, los más
ambiguos, puesto que la propia Matilda tuvo conocimiento de que su
enfermedad era incurable precisamente en esos años. Así que toda su
actividad se incrementó bajo la sombra del conocimiento de su
inexorable fin. No reconocerse enferma fue esencial para Matilda,
no reconocerlo ante los demás, no reconocerlo ante sí misma. Pero
se trataba de un intento vano: la enfermedad inmisericorde dejó muy
pronto muy pocas dudas, tanto a la interesada como a sus deudos. En
estas circunstancias, Matilda ya no ofrecía el imaginado escenario
de vida social que Angélica creyó haber alcanzado al casarse con
Jacobo. Angélica se sintió realmente estafada. Expresarlo así es
absurdo y ella misma no lo expresaba así. Ella decía que sentía una
intensa compasión por la situación de su suegra. Pero ni su suegra
ni la familia de su suegra parecían necesitar esa compasión. No se
dejaban compadecer los Campos. No se dejaba compadecer Matilda ni
su propio hijo Jacobo, contagiado quizá de la soberbia materna. En
estas condiciones el papel de una nuera queda reducido a la
insignificancia. La persona misma, Angélica, parece quedar por
virtud de la desactivación de su papel desactivada ella misma en
cuanto tal. Angélica se sintió fuera de juego, disminuida,
preterida y, por otro lado, requerida por su propio marido, Jacobo,
para dar cuenta de la situación: una de las curiosas
características de esta relación consistía en que Jacobo daba por
supuesto que Angélica era la gran intérprete del mundo y de la
sociedad más allá del reducido grupo de preocupaciones que le
afectaban directamente a él como alto empleado del banco.
Exceptuado el banco de todo lo demás era Angélica la voz
autorizada. Así que, también en lo relativo a la enfermedad de su
suegra y a la interpretación del matrimonio de los padres de su
marido y en general de toda la familia Campos, acabó convirtiéndose
Angélica en una autoridad al menos para su marido.
–¿Tú cómo lo ves, Angélica? – preguntaba constantemente
Jacobo.
Y Angélica respondía con todo lujo de detalles: el único
inconveniente era que sus descripciones y evaluaciones de la
situación familiar no tenían vigencia fuera del círculo minúsculo
de esta curiosa pareja Angelica emitía su opinión, que Jacobo
gravemente recogía y apreciaba, sin que esto fuese ocasión de
ninguna clase de acción determinada. Las opiniones de Angélica
rebotaban sin fruto como pelotas de ping-pong en una mesa de
ping-pong. No se estaba jugando una partida, no podían hacerse
tantos a favor o en contra de Angélica. Era como jugar contra sí
misma. Una especie de ping-pong-frontón, viniendo a ser, en
realidad, Jacobo el frontón mismo, el muro, y Angélica
alternativamente la única jugadora y la pelota que bota y rebota
una y otra vez. Hubiera deseado Angélica ser útil, que Matilda la
necesitara, por ejemplo. O que Juan Campos la necesitara. O que el
propio Jacobo, hallándose terriblemente desconcertado y apenado,
hubiese tenido necesidad de grandes dosis de consuelo. Pero el caso
era que Jacobo no daba la impresión de hallarse tan terriblemente
apenado como quizá debiera: la costumbre de no contar con su madre,
con Matilda, el largo hábito arrastrado desde la niñez y a lo largo
de toda su juventud, de contar con que su madre se bastaba y se
sobraba por sí sola para resolver sus propios asuntos, embotaba el
dolor ahora. En cierta manera, Angélica sufrió al poco tiempo de
entrar en la familia Campos un doble escándalo: el escándalo de no
ser necesitada por su suegra, que era autosuficiente incluso en la
enfermedad, y el aún más raro escándalo de no ser necesitada por su
propio esposo, el hijo de Matilda, para ser consolado por la grave
enfermedad de su madre. No es que Jacobo no sintiera y no lamentara
la enfermedad de su madre: es que Angélica no lograba identificar
del todo esa pena: lo identificado a ratos era sin duda tristeza
filial ante lo irreparable, pero otros ratos era también algo
parecido a la sorpresa entreverada con una fuerte dosis de
incredulidad: a ojos de Jacobo la gravedad de la enfermedad de su
madre no acababa de resultar verosímil por completo y esa
inverosimilitud procedía, en parte, de que tan pronto como Matilda
definitivamente cayó enferma y hubo de guardar cama, estableció un
férreo cerco en torno a sí misma donde realmente sólo Emilia
penetraba. Se tenía conocimiento de la gravedad del estado de
Matilda pero no del todo intuición sensible del mismo. La señal
externa sensible más constante de Matilda enferma fue la
irritabilidad: Matilda se cansaba en seguida de las visitas y se
mostraba con facilidad irritable por cualquier insignificancia:
Angélica se sintió rechazada en el doble sentido de no ser
necesitada por su suegra y no poder consolar a su marido más que en
proporción a la pena que exteriormente su marido manifestaba y que
no parecía ser, después de todo, mucha. Y cuando Angélica, por fin,
sacó todo esto a relucir, con el aire un poco de una esposa que
pone las cartas sobre la mesa y descubre la infidelidad del esposo,
Jacobo se limitó a comentar que los Campos Turpin eran una familia
reservada, inasequibles a los melodramatismos de la consolación.
Esto le pareció brutal a Angélica. Y quizá lo fuese, aunque quizá
fuese también muy comprensible dada la educación distanciadora que
los hijos de Matilda Turpin y Juan Campos habían recibido desde
niños. Siempre se guardaron las distancias para no agobiarse unos a
otros y ahora las distancias guardadas durante tanto tiempo
congelaban el paisaje entero de padres e hijos distanciados entre
sí. Angélica concibió entonces una especie de resentimiento ligero
contra su suegra, lo que suele llamarse animosidad, una
animadversión ligera, como la que sentimos ante un hombre muy gordo
sentado en el asiento contiguo del avión, o alguien muy acatarrado
cuya presencia no podemos evitar durante largo rato. Con ocasión
del careo con Jacobo -equivalente al descubrimiento de una
infidelidad conyugal-, con ocasión del rechazo de Matilda, Angélica
llegó a exclamar:
–¡Tu madre me está ninguneando y puenteando, Jacobo, eso es
lo que hace! ¡No sé cómo puedes consentirlo!
Y al decir esto, era obvio que se pillaba los dedos con sólo
observar el desconcierto irritado de Jacobo:
–Mi madre no es propiedad nuestra, de ninguno de sus hijos ni
de nadie. Es muy suya. Yo no tengo acceso privilegiado a mi madre,
ni mis hermanos tampoco, ni mi padre y mucho menos tú. Es normal
que no te tenga en cuenta. ¿Por qué habría de tenerte en
cuenta?
–Porque soy tu mujer, ¿no es eso suficiente?
–Seguro que lo es en otros casos pero no en éste, no creo que
recuerde ni que existes, perdona. ¡Así están las
cosas…!
Fue lo más brusco que oyó decir jamás a Jacobo. Jacobo era un
marido agradable, con una cierta tendencia a la distracción y a
cansarse pronto de las conversaciones, cosa explicable porque
volvía siempre tarde del banco y generalmente se traía papeles a
casa. Angélica tuvo, pues, la impresión de que al quejarse de
Matilda había puesto al descubierto una herida antigua que
afectaba, de alguna manera, a la relación de los Campos con sus
padres: esta impresión sirvió para confirmar su idea de que algo
grave y oculto tenía lugar en la casa sin que se le revelase a
Angélica con claridad qué era. Esta idea de un secreto familiar,
una dificultad intrínseca de relación entre padres e hijos en casa
de los Campos, alivió en parte su sensación de ofensa. Pero
incrementó su curiosidad aderezándola con una pizca de
malevolencia. Todo esto estaba teniendo lugar durante los últimos
años de la vida de Matilda. Se habían suspendido los grandes
viajes, que eran sustituidos ahora por largas estancias en Houston
primero y después en Suiza y en Madrid. Para entonces había
cumplido ya Angélica los treinta y dos años: el asunto de tener o
no descendencia había quedado zanjado hacía tiempo. Pero Angélica
encontró en el extraño rechazo de su suegra una nueva confirmación
de lo acertado que era su propia voluntad de no traer hijos al
mundo.
–No puedo entender por qué tu madre, si no iba a haceros
nunca caso, quiso echaros al mundo en primer lugar -declaró
Angélica en una conversación más o menos íntima con Andrea. Andrea,
para entonces, había dado a luz dos veces y vivía sumergida en el
espeso entramado de la maternidad. Era evidente que Andrea no tenía
ninguna vocación de mujer moderna, ningún proyecto personal para sí
misma con independencia del de criar su prole. Pero era más
sentimental que Jacobo. Andrea defendió la posición de su madre en
unos términos muy teóricos pero que no dejaban de ser
adecuados:
–Ser madre es una necesidad de las mujeres, de casi todas las
mujeres, yo creo. Una vez que los hijos están criados, sin embargo,
una mujer puede sentir que quiere realizarse a sí misma después. Mi
madre es muy inteligente, muy práctica. Nos quería a su manera, esa
manera individualista, europea, de la clase social alta. Los hijos
se cuidan solos. Hay la maternidad mediterránea, yo soy una madre
mediterránea, a cuestas con los potitos y los colegios. Mi madre es
una europea rica que delega en las nurses.
A mí me parece bien. Y mi madre era fascinante cuando éramos
pequeños, Angélica. Eso no debes olvidarlo. Viajábamos mucho con
ella y con mi padre. Íbamos a encontrarnos con ella nosotros tres y
mi padre en Roma y en Londres y en Orlando. Recuerdo el viaje a
Orlando a ver Disneyland, fue estupendo. Era una mujer enérgica y
alegre, y ahora está enferma.
Cuando por fin la muerte hizo presa de Matilda, Andrea fue de
los tres hermanos la que más apenada pareció. No pudo acercarse al
lecho de la moribunda más que sus hermanos, pero no pareció
resentir eso demasiado. Angélica tenía la sensación de que hacer la
voluntad de Matilda era más importante para sus hijos y allegados
que cualquier iniciativa propia que difiriese de esa voluntad.
Matilda no admitía en torno suyo, especialmente al final,
voluntades más fuertes o distintas a la suya. En cierto modo, esto
era escandaloso visto desde fuera. Visto desde dentro, desde la
propia familia, parecía lo natural.
Entre Andrea y Angélica se estableció por entonces una
Curiosa relación materno-filial: Angélica era la mayor pero,
carente de hijos, conservaba un aire de soltería, una ligereza
adolescente que, en cambio, se había visto sustituida en Andrea por
una cierta gravedad de matrona, no obstante ser Andrea la más
joven. A Andrea le parecía que su cuñada era más inteligente que
ella misma, pero en cambio menos práctica, menos sensata, más
irreal, a consecuencia, precisamente de no haber tenido hijos
propios. Así que ambas mujeres establecieron una amistad que podía
considerarse como una protección
invertida: la más joven protegía a la mayor en los asuntos
cotidianos mientras que la mayor proporcionaba a la más joven una
cultura general:
Angélica estaba al tanto de los libros que se publicaban las
exposiciones de pintura moderna y contemporánea, las conferencias
de la Fundación Juan March, los ciclos de música de cámara
norteamericana, el expresionismo alemán. Incluso los debates de las
feministas entraron a formar parte de la conversación de Andrea por
influencia de Angélica. Incluso El segundo
sexo de la Beauvoir entró a formar parte de su repertorio
ideológico, bien que de una forma muy reducida y disminuida. Tras
la muerte de Matilda, hubo una diáspora exagerada sobre todo por
parte de Fernandito, que apenas veía a sus hermanos, y de Juan
Campos, que apenas se dejaba ver. Los dos matrimonios, que se veían
con más frecuencia, también dejaron de verse, como si les faltara
materia que debatir una vez fallecida Matilda. De hecho, la reunión
en el Asubio con motivo de este último puente de Difuntos fue fruto
de la casualidad. Cada una de las dos parejas decidió por su cuenta
llegarse al Asubio. Una vez allí, ambas, cada cual por su lado, se
sintió reconfortada con la presencia de la otra. Y así fue como
Angélica y Andrea continuaron su relación materno filial y a la vez
de profesora-alumna. Así que cuando Angélica puso de relieve su
preocupación por el aparente ensimismamiento y soledad en que vivía
Juan Campos no le fue difícil persuadir a Andrea de quedarse algo
más de tiempo con ella para supervisar la situación potencialmente
explosiva en opinión de Angélica.
Angélica, sin embargo, ha hecho una reserva mental: ha
decidido no explicitar ni detallar delante de Andrea lo que
sospecha que ocurre con Fernandito. En realidad, Angélica considera
que ésta es su gran baza: su gran momento, su gran juego: estas
expresiones bailotean en la conciencia de Angélica como
saltimbanquis. Recuerdan un poco a los dos jóvenes que en El Castillo de Kafka confieren un aire procaz,
cómico, irreflexivo a la suerte del agrimensor. No son personajes,
sólo conceptos bulbosos, nociones proliferantes, intuiciones que a
medias la realidad confirma y a medias desconfirma. ¿Hay acaso un
juego en juego? ¿Tiene quizá Angélica que hacer una apuesta
pascaliana acerca de la existencia o la
seriedad de algo terrible que ocurre en la casa, acerca,
supongamos, de la posibilidad de la aparición repentina de un dios
o un diablo en la escena? Por otra parte, ¿a qué se mete Angélica
en este lío familiar? Ha dado Angélica por supuesto que existe una
situación familiar liosa, aunque no puede darse ni siquiera a sí
misma detalles precisos de la complicación. ¿No lo está inventando
todo? Angélica fue una universitaria lista. Sintió sincera
curiosidad por ciertos aspectos de la vida política y cultural. Se
da cuenta de que su posición en esta casa es extraña. No obstante
ser esposa del hijo mayor, nunca le hizo Matilda el menor caso. Se
siente como la governess de The Turn of the Screw. El entrecruzamiento en la
persona de Angélica de figuras literarias y proyectos propios es
siempre semicómico. Se siente al borde de una visión y se pregunta:
¿estoy viendo lo que veo, o estoy provocándolo? En última
instancia, sin embargo -tanto si lo ve como si lo inventa-, está
siendo protagonista de un acontecimiento único. Por fin su
matrimonio está dando de sí lo que no dio desde un principio y
nunca pareció ir a dar. Ha sido necesaria la muerte de Matilda, la
retirada al Asubio de Juan Campos, la presencia de Fernando Campos
en el Asubio abandonando su puesto de trabajo en Madrid. Al final,
sin embargo, florece la situación con la viscosidad de una gran
berza: grandes hojas situacionales se extienden por todas partes,
surcadas por lumiacos y gusanas: imágenes horticulturales un poco
repulsivas le parecen a Angélica expresivas ahora de la situación
que ante ella se extiende como las gigantes hojas blanquiverdes de
las berzas de asa de cántaro. Y todo esto no puede compartirlo por
completo con Andrea porque el quid de la cuestión es Fernandito.
Angélica ha decidido que toda la extrañeza de la situación familiar
de los Campos, incluyén dolos a todos, se concentra ahora en
Fernandito como en un agujero negro: Fernandito chupa y rechupa
toda la energía de la familia. Esto no tendría por qué ser malo ni
bueno, pero hay algo no científico, sino mitopoético en el concepto
de agujero negro, que arrastra la imaginación de Angélica. Lo mismo
que la muerte de Matilda queda inacabada en esta casa -piensa
Angélica-y así Fernandito representa el inacabado sumidero de esta
familia, su significación postulada e irrealizable, su negación de
su negación, su hundimiento. Y tiene que haber un hundimiento
-entrevé Angélica- aunque sólo sea para sobrecompensar el desdén
con que fue tratada ella por todos ellos, incluido su propio
esposo. Al pensar estas cosas se siente aviesa y mala. Pero se
siente, ante todo y sobre todo, en lo cierto. Sentirse en lo cierto
es como una ebriedad que embarga ahora a Angélica todo el tiempo y
que le permite disimular con Andrea el verdadero filo de sus
intenciones y contemporizar durante los almuerzos y las cenas con
las insulsas conversaciones monosilábicas de Juan Campos o con los
acerbos comentarios de Fernandito, cuando Fernandito se digna
aparecer por la casa. El tiempo vuela y no sucede nada. ¿Y si no pasara nada? Al fin y al cabo no podrá
prolongar Angélicas ni por supuesto tampoco Andrea, su estancia en
el Asubio por tiempo indefinido. Algo tendrá que suceder de hoy a
mañana, o mañana, o pasado mañana. O ahora o nunca si Angélica ha
de tener razón, y ha de tenerla. Piensa mal y acertarás, Angélica
-se dice Angélica a sí misma.
–¿Te encontrabas mal? Me asusté al oírte de
pronto.
–Perdona, estaríais ya durmiendo.
–No, no. No es eso. Emilia apenas duerme estos días. Nos
gusta estar acurrucados, qué sé yo. Ver la televisión un poco, sin
fijarnos mucho. Es lo mejor del día, aunque no nos
durmamos.
Demasiado largo. Demasiada Emilia. Demasiada precisión.
Demasiada intimidad ajena. Demasiada distancia. Juan Campos ha
sentido un escalofrío cálido, como un pronto iracundo. Bebe un
sorbo de whisky. ¿Qué va a decir? Que Emilia no duerma estos días
es una información agresiva. Tras lo de la otra tarde, de Emilia
puede esperarse cualquier cosa, cualquier agresión. Emilia aparece
de pronto ante Juan Campos como las larvas blancas que pululan
repugnantes debajo de una piedra levantada al azar en el prado. En
lugar de una piedra seca y lisa, ligeramente húmeda en su parte
inferior, todo un estado larvario, blanquecino múltiple, peligroso
vivo, Emilia insomne, acurrucada contra un Antonio adormilado,
viendo sin ver la televisión _que, por cierto, sólo se recibe a
medias en el Asubio…
_Deberías llevarla al médico. Quizá un Diazepam administrado
con prudencia a última hora de la tarde bastaría para salvar este
bache… -La voz de Juan Campos es lenta y tranquila, la voz amable
de un intelectual, de un hombre compasivo. Ambos miran al frente.
El fuego es compasivo. Ahora los leños incandescentes enteros son
como un corazón retórico en una estancia poética lejana, de un
pintor holandés de interiores. Todo es limpio y tranquilo y el
fuego es como un corazón benevolente.
–Ya, Diazepam. Lo malo es que la ansiedad de Emilia no es
fisiológica del todo. Tú sabes qué es, Juan. Emilia ha sido siempre
de constitución fuerte, equilibrada y fuerte, con gusto la llevaría
al médico. Y a la vez odio pensar en médicos. Emilia no se merece
que pensemos en médicos ahora, ni en pastillas. Lo que le pasa lo
sabes tú igual que yo.
Otra vez el silencio. Esta vez la calidad del silencio es muy
distinta. De pronto, Juan Campos siente las palabras que acaba de
oír como una mirada que le mira distanciándole de sí. La
confortable estancia se ha vuelto incómoda. El fuego tiene un
resplandor cristalino que le hace sudar ligeramente y que no le
abriga. Malestar.
–Lo siento muchísimo. La otra tarde encontré a Emilia muy
mal. Confieso que no supe qué decirle… tiene que sobreponerse, es
duro hablar así. Todos tenemos… -la voz suave de Juan Campos
titubea y Juan, de reojo, observa a Antonio, que ha girado la
cabeza y le mira fijamente. Es una sensación muy desagradable, muy
definida. Se siente juzgado. Decide proseguir con el tópico que se
le enreda en el fraseo como una culebra-… todos tendríamos,
Antonio, que sobreponemos. Hemos tenido que hacerlo cada cual como
ha podido al morir Matilda. El dolor es individual, incomunicable,
de sobra lo sabes. Y la manifestación del dolor, el duelo de cada
cual, es tan profundamente distinto en cada cual, que el consuelo
resulta casi imposible, el duelo es aislante. La manifestación del
dolor que siente cada cual aísla a todos los demás… Me temo que no
estuve la otra tarde a la altura de las circunstancias, me
temo…
–Emilia te necesita a ti esta vez, no a mí, Juan. – La voz de
Antonio Vega, que ahora ha dejado de mirarle y contempla,
entrecerrados los ojos, el fuego, es muy baja, muy joven. Recuerda
al joven absurdamente inocente que llegó con Emilia, por invitación
de Matilda, veinte años atrás al piso de Madrid de los Campos-. Tú
eres el que sabes lo que hay que saber aquí y ahora, tú sabes el
significado, todos los significados. Nosotros no. Emilia y yo no
entendemos qué significa la muerte. Entendemos el amor y la vida y
la devoción y la fidelidad y la pasión y la fidelidad -repite
Antonio esta palabra como un ensalmo- pero no la muerte. Emilia no
sabe qué hacer con la muerte de Matilda. Yyo no sé qué hacer con
Emilia. Te corresponde a ti, Juan, nuestro maestro, nuestro único
amigo, nuestro buen amigo, decirnos qué es qué. ¿Qué ha pasado?
¿Qué le ha ocurrido a Matilda? ¿Qué quiere decir que Matilda de
pronto, en medio de la vida, se nos haya muerto…?
El temblor de la voz de Antonio Vega es tan intenso al final,
tan conmovedor, tan sin agresión, tan puro que Juan Campos se
vuelve a mirarle: Antonio Vega contempla el fuego fijamente,
rígidamente y su rostro curtido, anguloso, tan joven todavía,
inundado de lágrimas.
La rigidez de la posición de Antonio contribuye a dar la
impresión de que se ha transformado en una cosa. Sí, su rostro
húmedo aparece inundado de lágrimas, pero el rostro mismo,
cosificado repentinamente ante la mirada de Juan, no expresa nada.
Juan Campos acumula precipitadamente argumentaciones silenciosas,
fragmentos de argumentos académicos, que le permitan no sentirse
conmovido. Llega a preguntarse incluso: ¿llora porque está triste o
está triste porque llora? A todo trance, la compasión debe ser
clausurada. Si la compasión se abriera, ¿qué quedaría de Juan
Campos? El asunto es grave o, mejor dicho, el asunto sería grave si
la presente situación requiriera una decisión por parte de Juan, si
tuviera que declarar que a partir de ahora se hará cargo de Emilia.
¿Qué podría significar una declaración así? ¿Cómo puede Juan Campos
hacerse cargo de Emilia? Sería, bien mirado, una interferencia en
la vida de pareja de Emilia y Antonio. La pena es comprensible. El
duelo por Matilda también es asunto suyo: Juan Campos considera por
un instante la posibilidad de recordar a Antonio que el primer
doliente de este duelo es él mismo, el marido de Matilda. ¿O es que
el agresivo duelo, la terca pena de Emilia, va, a estas alturas, a
cuestionar el quién es quién de este grupo familiar? Porque se
trata de un grupo familiar. Esto fue así desde un principio
formaron un grupo familiar: una familia singular compuesta por dos
parejas, una muy joven en aquel entonces, Emilia y Antonio, otra
madura ya aunque joven todavía, Matilda Y Juan. Matilda aportó al
grupo tres hijos. Juan aportó su serenidad, su complacencia su
sentido común. Más aún, Juan aportó a aquel proyecto común de los
cuatro la legitimidad más pura: Juan quiso que Matilda, con la
asistencia personal de Emilia, desplegara sus grandes alas
mundiales, su talento financiero, su iniciativa práctica su gracia,
su sociabilidad, su brillantez. Juan quiso que nada se interpusiera
en el desarrollo de esta mujer nueva, igual en todo al hombre, que
debía verse libre de las bajunas tareas del hogar una vez que la
procreación estaba satisfactoriamente cumplida. De la nurtura de la
prole podían encargarse las sucesivas nurses y el propio Juan Campos -quien, por supuesto,
se prestó desde un principio a alternar sus tareas académicas con
la vigilancia de la casa y los hijos-. Todo fue posible porque Juan
Campos lo hizo posible. Juan Campos, instantáneamente esta noche,
se ha puesto en su sitio, se ha repuesto: si alguien ha sufrido, si
alguien ha estado en el origen de la invención de Matilda y, a
partir de Matilda, de Emilia y de todos los demás, ése es Juan
Campos. En consecuencia, ¿a qué viene esta viscosa novedad dolorida
de Emilia, esta viscosidad de un duelo excesivo? Y, sobre todo,
cómo perdonar a su fiel Antonio este repentino alinearse con la
esposa neurasténica que reclama para sí más parte de duelo del que
legítimamente le corresponde? Esta expresión ridícula, el fiel Antonio, reanima a Juan Campos. Le parece
que es la primera nota de humor que, siquiera mentalmente, ha
logrado extraer de su incómoda situación. ¿No es humorístico, al
fin y al cabo, que del extraño llanto que como una ráfaga de lluvia
ha humedecido el rostro de Antonio Vega no quede ahora, al
contemplarlo Campos de perfil, residuo alguno? Sólo una cierta
rigidez: sólo percibe el hermoso perfil de Antonio, un hombre ahora
hecho y derecho, moreno, huesudo, petrificado. Pero, sin duda, la
dichosa expresión, ese su fiel Antonio, ha
quedado ahí en la conciencia de Campos como una señal de tráfico
temporalmente desfuncionalizada, dejada al azar en cualquier parte.
La expresión fiel Antonio haría más
adecuadamente referencia a un criado, a un servidor: a duras penas
puede aplicarse a alguien que, como Antonio respecto de Juan o
Emilia respecto de Matilda, ha formado parte tan íntima de la vida
del matrimonio mayor. Claro está que han sido fieles: el propio
Antonio Vega, de hecho, en su extraño monólogo de hace un rato, ha
hecho referencia dos veces a la fidelidad.
Ha conectado la fidelidad con la vida y ha esgrimido ambas
cualidades frente a la muerte de Matilda, como quien propone una
contradicción insalvable. Lo sorprendente es que, tras el
prolongado silencio en que han permanecido los dos hombres en esta
confortable estancia del Asubio iluminada por el fuego, lo único
que Juan Campos acabe por considerar inasimilable sea la
inmovilidad de Antonio Vega: tan grande es que, ahora que las
lágrimas se han evaporado de su rostro, no parece haber llorado
porque no se ha movido. Como si el llorar conllevase un implícito
repertorio gestual que, inconscientemente, quien llora pone en
juego para hacer ver que llora: así Juan Campos esperaba (quizá
inconscientemente también) que el inesperado llanto de Antonio
conllevase alguna clase de gesticulación complementaria, alguna
frase o explicación, alguna señal inequívoca de que lloraba porque
quería y no simplemente porque no podía evitarlo o porque las
lágrimas se le escapaban como una ventosidad tras una mala
digestión.
–Antonio, créeme, haré lo que pueda. Es que no sé si se puede
hacer algo o no con Emilia, con nadie. No sé, de verdad, si somos
accesibles al consuelo. A veces creo que no…
–No te entiendo, Juan. Eso que estás diciendo, ¿lo dices en
general?, ¿es una teoría o algo así? Tendrás razón, supongo. Lo
único que sé es que Emilia necesita ayuda y no pastillas ahora.
Necesita hablar de Matilda y de su muerte y no basta conmigo por
más que yo haga, por más que yo diga. Emilia y yo somos lo mismo.
Emilia querría hablar contigo, oír lo que sea, que lo dijeras tú.
Incluso algo terrible. Dile la verdad, lo que de verdad creas que
es la muerte. Eso es mejor que nada. Emilia te necesita, es lo
único que te digo esta noche. Y perdona el atrevimiento, resulta
que tú querías verme a mí para lo que fuese y yo quería verte a ti
para decirte lo que te he dicho… ¡Mira, ha sido una suerte que me
llamaras esta noche!
«Bien, ¿y eso es todo?», ha estado a punto de preguntar Juan
Campos. Pero se ha detenido en el último momento.
Desearía ser capaz de preguntar ahora si eso es todo. Si todo
lo anterior es toda, una especie de resumen. Pero súbitamente le
aterroriza la idea de que ese trivial, abstracto término todo lo embrolle todo, lo implique todo: le
atemoriza la imagen de una espontánea metástasis de la totalidad
implícita reactivando, más allá de una simple pregunta, toda una
inabarcable situación. Porque, claro está -decide mentalmente Juan
Campos-, que esas pocas frases de lamento, de súplica por Emilia
que Antonio ha pronunciado en esta reunión improvisada son
sinécdoque de una compleja situación -el proceso total del duelo
por Matilda- que, lejos de circunscribirse al dolor de Emilia o a
la angustia de Antonio por su mujer, alcanzan al propio Juan
Campos. Más allá aún: alcanzan al proyecto inicial de las dos
parejas veinte años atrás, de tal suerte que, con motivo de la
totalidad punzada y de esas pocas frases de Antonio, el todo reabriera velozmente el pasado y el futuro a la
vez, evocara no sólo las acciones observables exteriores, de los
cuatro, sino también lo inobservable e interno de las intenciones
de todos ellos, formuladas o informuladas, los éxitos y fracasos de
estos últimos veinte años (que incluirían los fracasos vividos como
éxitos y los éxitos vividos como fracasos). Si, por hipótesis, a la
pregunta acerca de si lo hablado es todo lo que hay que hablar
respondiera Antonio Vega negativamente, ¿qué Ocurriría? ¿No
aparecería la totalidad entera, en toda su contradicción,
extendiéndose a los detalles turbios de la enfermedad de Matilda,
al violento rechazo de su muerte, a su agresividad final, a sus
denuncias, sus insultos…? ¿No surgiría así el rencor, su rencor?
¿El rencor de quién? A estas altas horas de la noche no está Juan
Campos en condiciones de omitir una referencia explícita (si bien,
muda) a ese sentimiento desolador, el rencor, su rencor: el suyo
propio, el de Juan Campos (el rencor de Matilda, si es que lo tuvo,
puede ser puesto de momento entre paréntesis). Ese rencor que a
poco que Juan hurgue en sí mismo sabe que siente ahora y que sintió
entonces: siente que siente un secreto rencor -quizá
injustificable- contra Matilda, contra su amada
esposa.
Antonio Vega, que ha terminado su whisky hace rato, se
incorpora. Es evidente que desea irse. Juan se alegra de que se
vaya. Pero finge retenerle un instante.
–Te vas ya? Tómate una última copa conmigo. – Es la voz
amable que Antonio reconoce de toda la vida. Se acomoda en su
sillón otra vez. Pero rechaza la bebida.
–Preferiría irme ya si no hay nada más, nada urgente. De
nuevo, discúlpanos a los dos, a Emilia y a mí, que, sin mala
voluntad, quizá te estemos agobiando…
–Oh, no, nada de eso! – La voz de Juan Campos es ahora
admirable, amable, está otra vez en su sitio, la cotidianidad, la
costumbre, la fidelidad de este joven Antonio, tan joven aún a
pesar de sus cincuenta años cumplidos, todo lo que significó la
compañía de Antonio, la imagen embellecida que Juan Campos pudo
hacerse de sí mismo mientras educaba a este joven. Todo,
absolutamente todo, lo fácil, lo tranquilo, lo pedagógico, lo
indiscutible, rebrilla ahora como una ilusión amorosa: no hay nada
que temer ahora. Todo el orden convencional del mundo de Juan
Campos, todas las sabias medidas y artilugios ingeniosamente
dispuestos a lo largo de los años para que nunca haya quiebras o
fealdad, ahora aparecen en su lugar de nuevo como criaturas
afirmativas, como éxitos indudables, como bienestar merecido.
Antonio se va, desea irse. Pide disculpas. No ha hecho referencia a
la totalidad envenenada e inabarcable que por un momento Juan
Campos temió que reventara sobre ellos dos como una hemorragia, una
metstasis irreducible. No ha pasado nada.
–como Angélica- cree que algo tiene que pasar. A diferencia
de Angélica, que se limita a regodearse en la posibilidad, de
momento no confirmada de un desastre, Fernandito sospecha que algo
grave ha sucedido ya, porque siente en su propio corazón que ya ha
sucedido lo más grave y que por eso está él aquí, dispuesto a pedir
cuentas a su padre. El asunto es que lo sucedido, sea lo que sea,
no acaba de cobrar del todo un perfil inequívoco. No es sólo lo más
grave que Fernandito no se sintiera amado. ¿O era eso lo más grave?
Se sintió amado antes y desamado después. Hubo un antes y un
después que Fernando Campos sitúa más o menos al acabarse el
bachillerato: hasta los dieciséis él era el preferido de su padre.
Fueron los años brillantes del amor paterno. En esta agobiante
ronda circulatoria de Fernandito, el hámster, estos días, hay a
ratos una melancolía ratonil que es verdadera y que apenaría
sinceramente a Antonio Vega si Fernandito lo confesara: fueron los
años gloriosos de la primera juventud de Fernandito y también de la
colaboración pedagógica de Antonio Y Juan Campos. Se sentían
integrados todos los niños, jóvenes ya, Andrea, Jacobo, Fernando,
Emeterio, en un programa definido y alegre, en una gran ruta
aventurera: se sentían bucaneros y aviadores y montañeros y
lectores de libros y escritores de libros las tardes de lluvia. El
pequeño núcleo de melancolía que es como una almendra y que
Fernandito roe como un hámster deteniendo su noria, es aquel
momento de adivinación, de intensa preparación, en el cual, cada
uno de los cuatro, también Emeterio, tenía un destino confuso y
brillante preparado al final de la adolescencia. Antonio Vega creía
en ese destino y fue el estupendo sherpa de
todos ellos. Y Juan Campos era el alto coronel del regimiento de
los lanceros bengalíes, el impresionante jefe indio águila blanca,
el novelado padre, el sabio padre. ¿Quién aflojó primero la
atención necesaria que mantenía en pie toda la dulce atención
juvenil que hubiera podido durar meses y meses, años y años, la
vida entera de todos ellos? Hay algo inmortalmente dulce y fuerte
en la imagen paterna. Ni siquiera es necesario que el padre haga
grandes cosas. Basta con que esté ahí y sea accesible en su
distancia encantada, en su profundidad narrada, novelada,
poetizada. Una vez pasada la juventud, una vez adentrados en la
madurez, un padre que ha tenido esas características para los hijos
no se deshace nunca. Así que la almendra de melancolía que a ratos
roe Fernandito en su noria es realmente conmovedora. Pero todo se
vino abajo después, todo el antes se desplomó en el después
súbitamente O al revés, todo el después se desplomó sobre el antes
nihilizándolo, volviéndolo variable, discutible, modificable,
interpretable. Andrea y Jacobo, que eran criaturas más sencillas,
se divirtieron casándose, escalando puestos en el banco Jacobo,
teniendo hijos Andrea… Pero Fernandito no podía seguirles por esa
vía de la normalización, la igualación, la socialización. El gran
orgullo de ser único, original, atrevido, descarado, pícaro,
avispado, hábil, alegre, imagen de Matilda, todo eso funcionó a la
vez como un inmenso logro brumoso, logrado ya antes de lograrse,
obtenido como un premio mucho antes de obtenerse. Y este premio
inmaduro, este logro irreal- mente logrado, que, en esencia,
consistía en volver a Fernandito intensamente consciente de sí
mismo, como un Único resplandeciente a quien su padre amaba, aisló
a Fernandito en un yo soy que aún no era,
en un yo que, habiendo de ser en el futuro,
se veía sometido al mismo coeficiente de adversidad de todos los
mortales y muy en especial de la vida Contingente que se inicia
pasada la primera juventud. Se trataba de guardar el germinal
pasado como un manantial incesante que refluía del pasado al futuro
y del futuro al pasado en una circulación venturosa Entonces Juan
Campos abandonó a su hijo pequeño. ¿Fue Juan Campos Consciente de
que abandonaba a su hijo? No hubo, ciertamente, escenas dramáticas
No hubo ninguna ruptura visible. Sólo un aflojamiento de la
atención, un adelgazamiento del gozo. Dejó Juan Campos, de pronto
-quizá sin darse cuenta del todo-, de interesarse por su hijo. Una
vez iniciada la facultad, pareció incluso que el propio Fernandito
se alegraba de librarse un poco de la atención paterna, que tan
cálida había sentido durante su niñez y primera juventud. Dio la
impresión -tan característica de los estudiantes de primero y
segundo de facultad- de saberlo todo y creerse autosuficiente. La
relación con Antonio Vega continuó fluida, tanto o más que en los
años de bachillerato. En cambio, entre Juan y su hijo pequeño
surgieron discusiones que procedían en gran parte de esa, en última
instancia, inocente autosuficiencia del joven universitario, pero
que Campos no parecía en condiciones de asimilar del todo. En el
verano que iba de segundo a tercero de carrera, de pronto se
estableció una barrera extraña: agresiones, injurias: Fernando
acusó a su padre de ser un cenizo desinteresado de la realidad. Le
acusó de no importarle nada nadie. Juan Campos no quiso discutir
nada, dio la impresión de haber desaparecido. Se convirtió en un
padre desencantado, quizá acobardado. Intervino Antonio Vega del
modo más sencillo que podía. Le dijo:
–Fernando, tienes que hablar con tu padre.
–Y de qué?, no se entera de nada-declaró
Fernandito.
–Eso no lo sabes tú. Tu padre es un sabio y un hombre de gran
sensibilidad, tienes que hablar con él porque te
quiere.
La conversación con Antonio conmovió a Fernandito. ¿No era
ésta, al fin y al cabo, una prueba, una nueva prueba, un examen que
separaba la sosa juventud primera de la nueva juventud, donde la
niñez poco a poco se sumía, borrándose? Recordó incluso un texto de
san Pablo, el principio de un texto de san Pablo: Cuando era niño jugaba a cosas de niño… Sólo
recordaba ese comienzo, pero ahora ya no era un niño, ni siquiera
un bachiller. Era un hombre mayor: los juegos de ahora tenían un
carácter más fuerte: la vida resplandecía adelgazada, fibrosa: un
arco tendido hacia el futuro. Por eso la sugerencia de Antonio le
pareció magnífica: Hablaré con mi padre, le
recuperaré, se dijo Fernandito. Era el final del verano de
aquel segundo verano de la facultad. Fernando, a última hora de la
tarde, entró en el despacho de su padre, que leía ante la chimenea,
encendida ya porque había sido un día lluvioso, invernizo. Su padre
levantó la cabeza. Fernandito dijo:
–Hay una cosa de mí que no sabes. Si quieres te la digo. Si
no quieres, no.
Le impresionó ver a su padre en su sillón de costumbre, con
el jersey de cuello alto que se ponía al atardecer. Sintió que le
amaba. Sintió que todas las peleas precedentes de ese verano o del
curso anterior eran bobadas. Sintió sin embargo, en ese mismo
momento, que era verdad que su padre se había desviado, había
desviado la atención desde Fernandito hacia otras cosas, hacia sus
libros. Ésta era la gran ocasión de recuperar la atención paterna.
Juan Campos alzó dulcemente la cabeza y contempló a su hijo.
Parecía cansado, como alguien que ha dado una cabezada muy ligera y
que se despierta de pronto. De hecho se frotó los ojos con la mano
izquierda y preguntó vagamente:
–Y qué es lo que quieres decirme?
–Antes de que te lo cuente, tienes que quererlo oír. Tienes
que decir: Quiero oír lo que quieres contarme. ¿Quieres oírlo o no
quieres oírlo?
–Claro, por qué no. Cuéntame lo que quieras.
–Yo soy maricón. ¿Qué te parece?
–¡Qué va, hombre, qué va! Qué vas a ser!
Fernandito no esperaba esta reacción. Era la única reacción
que no esperaba: este tono ligero, como si hubiera declarado
cualquier cosa insignificante: que quería ser torero o que acababa
de enamorarse de una compañera del curso. La palabra maricón se le había apelotonado en la boca como un
coágulo de sangre. No había otra palabra según Fernandito mejor
para designar lo que quería que su padre supiera. Homosexual en comparación con maricón no valía un duro. Maricón era formidable, rotundo, peligroso, nuevo.
Era un gran secreto revelado. Tenían que saltar chispas. Fernandito
era un crío aún y, sin querer, una estética de cómic presidía su imaginación. De alguna manera
esperaba que a su padre se le saltaran los ojos de las órbitas, que
gritara un ¡Eso nunca! O quizá un
melodramático ¡Hijo mío! Pero nunca ese
¡Qué va, hombre, qué va! ¡Qué vas a
ser!
Matilda vivía aún cuando esto. Con Matilda no había
problemas. Nunca tuvo problemas con su madre Fernandito, porque su
madre le hacía sentirse vivo y guapo, lince y rápido como ella
misma.
–No te quiero, mamá, no te quiero ni una pizca. Soy igual que
tú, idénticos los dos. No te quiero ni una pizca ni tú a
mí!
Y Matilda se echaba a reír y le revolvía el pelo y le decía
que no sabía de qué hablaba. Y le decía que le quería con un amor
electrizante y no con un amor vacuno.
–Nosotros somos veloces guepardos, Fernando. Nos queremos a
ciento diez kilómetros por hora durante cincuenta metros
consecutivos.
Y Fernandito luego preguntaba:
–Y luego qué?
–Luego nos vamos a comernos la joven cría de gacela al cubil,
que hemos cazado entre los dos.
–Sí. Mami, sí. ¿Y qué nos pasa luego? A ver. Suponte que se
nos escape la joven gacela, ¿entonces qué? Nos quedamos exhaustos
tú y yo. Yo te he visto exhausta.
–Mentira, Fernandito, ¿cuándo me has visto tú a mí
exhausta?
Fue terrible: una premonición desgarradora. Pocos años
después Fernandito vio exhausta a su madre. Era una visión
terrible: la intensa belleza mortal que acometió a Matilda a ojos
de su hijo, cuando no podía levantarse ya, ni casi hablar, tumbada
en el sofá sin querer ver a nadie, sólo a Emilia. Entonces supo que
la amaba y, una vez más, sintió aquel electrizado amor,
electrizante, que procedía de un sentimiento de identificación muy
profundo. Era un sentimiento complejo, que Fernandito no logró
analizar en vida de su madre y que, tras morir su madre, se le
quedó ahí como una imagen congelada, un relampagueo inmóvil, una
corazonada instantánea, un aliento divino y mortal. Y pensaba
Fernandito, a la vez que se iba a su cuarto a llorar, porque
Matilda no quería que nadie la viera, ni siquiera sus hijos, en
aquel estado, que aquello no era amor maternal, materno-filial, era
un amor descarnado, de guepardo, de criatura que existe en un
fulgurante ahora y que desaparece dejando sólo la melancolía de su
paso, su aceleración, su fracaso. Nunca tuvo ocasión, realmente,
Fernandito, de hablar con calma de estas cosas con Matilda. Decirle
que no la quería ni una pizca era tirarle de la lengua. Pero
Matilda no caía en esa trampa: tendía a reírse y hacer reír a
Fernando. La imagen del guepardo era sólo una de las imágenes que
se le ocurrían. El amor maternal creyó Fernando encontrarlo en su
padre y en Antonio Vega. El Fernandito niño y adolescente amó
golosamente a su padre como los niños y los adolescentes aman la
rutina de sus juegos y de su casa familiar. Por eso, cuando
Fernandito, casi inocentemente, se distanció del amor paterno (casi
parecía obligatorio, si uno era universitario, distanciarse de las
amorosas rutinas familiares, fingir que le resultaban casi
cargantes), se sintió abandonado y aislado como nunca se había
sentido con ocasión de las ausencias de Matilda. Su madre y él se
querían a gran velocidad, y Fernandito contaba con que,
transcurridos los instantes de intenso afecto -que eran
generalmente también instantes de gran comicidad y explosiva
alegría entre los dos-, era natural que madre e hijo se
distanciaran. La distancia física no les distanciaba. Al
distanciarse de su padre, en cambio, y sobre todo al sentir que su
padre le desatendía, se ensimismaba en sus libros, Fernandito
sintió el distanciamiento como una herida mortal. Estaba, claro,
Antonio Vega, pero Antonio Vega no era su padre. La amistad con
Antonio era importante, pero el distanciamiento del padre, que
creció al morir Matilda, hizo que Fernandito se sintiera
menospreciado, abandonado. Deseó vengarse, por eso estaba ahora en
el Asubio: para vengarse. Cuando, aún en vida de Matilda, declaró a
su padre, como quien escupe o pega una patada o una bofetada, que
era maricón, la intención de Fernando Campos fue rescatar la
atención paterna, conmovido por las observaciones de Antonio Vega
mencionadas más arriba. Creyó ingenuamente que, semejante
declaración, la palabra gruesa, el escándalo, conmovería a su
padre. Y no percibió ninguna reacción. El ¡qué vas a ser! no estaba
pensado para tranquilizar, ni siquiera para oponerse a esa idea.
Significaba que Juan Campos no tomaba a su hijo en serio, ni en eso
ni en nada. La conversación prosiguió, como es natural, algo más,
porque Fernandito preguntó:
–Qué pasa contigo? ¿No te sorprende? ¿Es que lo sospechabas?
¿Lo sabías ya?
–No me sorprende porque no me parece grave. Es una fase.
Todos los jóvenes pasáis por una fase de inseguridad erótica. Es
bastante natural. No tiene importancia.
Ése fue el momento en que, por primera vez, Fernandito sintió
una intensa antipatía por su padre: la antipatía y el recuerdo del
amor que había sentido por él se entrecruzaron en la conciencia de
Fernandito. Y no lograba saber qué significaba aquel
entrecruzamiento que determinaba una intensa reacción afectiva sin
concepto. Se sintió desilusionado, se sintió furioso: sintió que
había ofrecido su verdad más profunda, su alma, y en lugar de
atraer al padre, fascinarle, todo seguía igual. Es curioso que ese
momento determinase la primera herida narcisística que Fernando
Campos experimentó en su vida. Estaba de pie frente a su padre,
seguía de pie. Casi cualquier solución, cualquier iniciativa
paterna hubiera sido suficiente, un simple: Siéntate y hablamos del
asunto. Incluso una repetición de lo que acababa de decir, algo más
detallado, expresado con una viveza mayor, hubiera bastado para
prolongar la conversación, la convivencia. Fernando no tenía más
expectativa en aquel momento que conmover o escandalizar a su
padre, y lo que de hecho tenía ante los ojos era un hombre
cómodamente instalado en su sillón, que miraba de vez en cuando el
libro que tenía sobre las piernas, cerraba los ojos y daba la
impresión de querer despedirle. Fernando Campos sintió que quería
marcharse y a la vez que irse, sin añadir algo más, equivalía a una
retirada vergonzante. Pensó: si me voy ahora, sin exigirle nada,
sin sonsacarle nada, nunca jamás podremos hablar mi padre y yo. Así
que dijo:
–Bueno. Me largo. Ya veo que te da igual. Te interesará quizá
saber que me acuesto con Emeterio. Llevamos así mucho tiempo. Nos
damos por el culo. Y esto te lo digo para tenerte informado. No
volveré a hablar del asunto contigo nunca más.
–Como quieras -murmuró Juan Campos-. Haz lo que quieras: vete
o quédate. A mí no me parece grave. Lamento no haberme emocionado,
si es eso lo que te preocupa. Es una fase. Dentro de unos años, ya
veremos.
–Dentro de unos años -repitió Fernandito- ya veremos.
Sí.
Abandonó la habitación. Se sintió realmente descompuesto al
salir. No sabía qué hacer. Pensó: le contaré a mi madre lo que ha
pasado. Denunciaré a este hijo de puta ante mi madre y ante todos:
se lo diré a mi madre, se lo diré a Emeterio. Una vez fuera del
despacho, la rabia le ocupó como un dolor de estómago: le hubiera
gustado llorar o dar gritos o volver a entrar en la habitación e
insultar a su padre. Pero se limitó a entrar en su cuarto y
tumbarse en la cama y permanecer allí despierto hasta la madrugada.
No había sucedido nada. Aquella negación que procedía de su padre
vitrificó la conciencia de Fernandito. Emeterio le notó muy extraño
al día siguiente, y sobre todo Antonio le notó raro y distante. La
enfermedad de Matilda explotó después. Fernando y su padre no
volvieron a referirse a este asunto nunca más.
Fernando Campos recuerda estas cosas ahora. La escena con su
padre se hundió pronto en el desconcierto del cáncer de Matilda. La
enfermedad no unió entre sí a los Campos, aisló a cada cual consigo
mismo, al desmoronarse la energía materna que incluso a distancia
les unificaba, sustituida ahora por la enfermedad. Fue
significativo que Matilda no quisiera dejarse ver. Quizá este
rechazo a aparecer enferma ante sus hijos fue lo más perturbador
para Fernandito. Andrea y Jacobo lo aceptaron más fácilmente: son
cosas de mamá, siempre ha decidido cómo ha de hacerse todo, y ahora
también. En cambio, Fernandito recordaba la alegría materna, la
gracia, el sentido del humor, echaba eso de menos. Su madre le dejó
entrar a la habitación donde pasaba el día antes de ir al hospital
en un par de ocasiones. Estaba muy delgada, se había arreglado con
mucho cuidado, parecía muy cansada. El sentimiento de extrañeza era
tan fuerte que Fernandito, que era habitualmente un conversador
locuaz, apenas pudo articular palabra. Fueron visitas muy breves.
En las dos ocasiones estuvieron presentes Juan Campos y Emilia. En
la segunda ocasión, Antonio Vega acompañó a Fernando esperándole en
la sala. Luego dieron un paseo por Madrid los dos juntos. El
volumen de la enfermedad ocupaba todo el espacio de la conciencia:
la delgadez extrema, la voz apagada, la lentitud de los gestos.
Quizá para recibir a su hijo Matilda había tomado algún calmante,
tal vez morfina. Fue desolador. Y fue como si se cumpliera aquella
premonición de que alguna vez habrían de hallarse exhaustos el uno
frente al otro. Matilda era ahora el guepardo exhausto que apenas
reacciona cuando el cazador le empuja después de haber recorrido,
como una exhalación, sus cincuenta metros a ciento cincuenta
kilómetros por hora. Antes de aquello, sin embargo, ¿por qué no
refirió a su madre lo de la dichosa homosexualidad, si tanto le
preocupaba? Fernando decidió por entonces (es decir, entre el
momento de la fracasada conversación con su padre y el momento de
aparecer la enfermedad de Matilda) que su propia homosexualidad le
preocupaba muy poco y que el motivo por el cual decidió contárselo
estrepitosamente a su padre había sido más la voluntad de
hostilizarle que la búsqueda de apoyo o consejo. Decirle soy maricón fue como explotar un petardo a sus pies,
como dejar caer una fuente de cristal en un suelo de losa.
Fernandito reconoció que al hacer explotar aquel petardo se había
apartado bruscamente de las costumbres de su casa, del estilo
pedagógico de los Campos, para servirse de un tono hispánico,
goyesco, de pintura negra: equivalente a decir maricón hubiera sido pintarse los labios o
presentarse con tacones. Se trataba de llamar la atención, de hacer
saltar del asiento al inmóvil padre incomprensible. Fernandito
sospechó entonces que la inmovilidad paterna, su amable pasividad
podía ser una gran máscara. Tras tanta impasibilidad, ¿qué se
escondía?
Hubo en el exabrupto de Fernando Campos una mezcla escénica
de súplica y agresión: fue como si, animado a dirigirse
directamente a su padre por Antonio, hubiese Fernando repasado a
gran velocidad la lista entera de sus recursos, sus posibles. Y
eligió maricón como el disfraz más
intrigante. Es cierto que Fernando tradujo mediante la palabra
maricón un complejo estado de ánimo que
incluía, por supuesto, sus agradables relaciones homoeróticas con
Emeterio (que no habían tenido, sin embargo, prolongación ninguna
en su vida universitaria) y que volcó sobre esa vivencia erótica
una figura pública, un calificativo, un juicio social peyorativo,
que le parecía resultón. La relación con Emeterio era muy estable
aunque también discontinua a causa de la vida académica de
Fernando. En esa discontinuidad había que incluir las novias
provincianas de Emeterio que Fernando fingía ignorar y con quienes
Emeterio mantenía relaciones profusas pero superficiales: Emeterio
en esto hacía lo que se hacía en los grupos juveniles de Lobreña,
todo el mundo ligaba los fines de semana. Entre ellos dos no se
referían a su relaciones amorosas en término ninguno. Aquí era
Fernando cuidadoso y Emeterio, en cambio, inocente. Ambos daban por
supuesto que lo que hacían no requería explicaciones ante ellos
mismos ni tampoco justificaciones ante los demás: estaban
acostumbrados a ese interior afectivo de juego y experimentación
corporal desde hacía años. Fernando sospechaba que una
verbalización demasiado explícita del asunto hubiera perturbado a
su compañero de juegos. Y Emeterio -quizá menos inocente, de hecho,
de lo que parecía- aceptaba gustoso el vivirse los dos en la
confianza gratificante del deseo sin necesidad de hablar de ello.
Así que seleccionar la frase soy maricón
para presentarse ante su padre después de un período de
distanciamiento fue una argucia de Fernandito, un efecto buscado,
equivalente en el fondo a aquel maravilloso efecto que Fernando, de
crío, buscaba y obtenía al encaramarse de pronto en una roca
puntiaguda al borde de la rompiente (tras haber observado que había
profundidad de sobra para un cole) y exclamar ¡mira qué cole!, ante
los temerosos ojos de Juan Campos o de Antonio y los demás
hermanos. Lo que ocurrió fue que -a diferencia de la situación de
la zambullida infantil que permitía al astuto Fernandito un previo
cálculo de la peligrosidad del salto- Fernando se impresionó a sí
mismo con su declaración: Fernando Campos fue el primer
escandalizado por su propia frase. Había empleado un término
vulgar, callejero que designaba, como Fernando sabía, un mundo
turbio donde se entrecruzaban, carnavalescos, bujarras y nenazas,
policías y drogatas, putas y putos: era, a sus ojos de entonces, un
término insultante que desvelaba implosivamente toda suerte de
vicios y maldades efectistas. Le pareció infalible. Tan infalible
como arrojarse al mar desde una roca. En la situación del cole
Fernandito sabía más o menos dónde se tiraba, aprovechaba el lomo
creciente de la ola para ganar profundidad. En cambio, la
profundidad paterna le desconcertó nada más entrar en la
habitación. Su padre era un mar inmóvil, gris-azul, poderoso e
inmóvil. Era como arrojarse al Cantábrico desde el bote o la motora
una tarde de maganos. Daba miedo el anélido mar, gravemente onda-
‘ante y sin fondo. Daba miedo Juan Campos aquella tarde, sentado
ante la chimenea y como dormido. Ya no era el buen padre distante
pero afectuoso, interpretado siempre en los términos de alegre
camaradería de Antonio Vega. Era ahora un solitario fondo marítimo,
ondulado y temible. Por eso el exabrupto sonó terrible al propio
Fernandito. Y por eso la reacción paterna, tan neutra, le enfureció
tanto. No sabía, cuando abandonó el despacho, si su furia obedecía
a sentirse engañado porque su padre era un mar somero que
desvirtuaba el formidable cole del chaval o al revés, siendo un mar
infinitamente profundo y arcaico, el cole del chico, en toda su
peligrosidad, no había causado el más mínimo impacto. Nada más
trancarse en su dormitorio, un pelotón agigantado de ocurrencias se
apoderó de Fernandito y le rebotó dentro de la cabeza como en el
interior de un frontón inmenso. ¿Por qué su padre estaba tan
inmóvil, tanto que daba la impresión de no sentir ni padecer? ¿Por
qué comparado con su padre era tan móvil su madre, tan fugaz, tan
alegre? Y también tan distante como el padre, sin embargo. ¿Y por
qué no hacer la misma prueba con la madre? ¿Por qué no someter a
Matilda al mismo experimento teatral que acababa de neutralizar tan
desconcertantemente Juan Campos? Hubo dos tiempos, pues, a partir
de aquella tarde: todo el tiempo anterior, que era la niñez, y todo
el tiempo posterior que se convirtió en un presente ambiguo e
incómodo. Al cabo de un par de horas las cuatro paredes del
dormitorio se le vinieron encima a Fernandito y fue en busca de
Emeterio… para sentir su presencia y no contarle nada. Omitir lo
sucedido era parte esencial de la conservación del mundo. Y,
curiosamente, algo parecido ocurrió con Antonio, quien, más
perspicaz, había inquirido acerca del estado de ánimo de
Fernandito, que le pareció sombrío. También con Antonio omitir lo
sucedido formaba parte de la estrategia de defensa y protección de
Fernando Campos y su mundo. ¿Y Matilda? Matilda, como siempre, iba
y venía o llamaba por teléfono. No resultaba ni más ni menos
inaccesible que antes. Fernando sin embargo decidió protegerla a
ella también a la vez que se protegía a sí mismo de la radiación
extraña que, a su juicio, determinaba la inmovilidad paternal. Como
si hubiese detonado un ingenio nuclear tras la fallida conversación
con Juan Campos, su hijo le observó con una mezcla de hostilidad y
temor. ¿Por qué estaba tan quieto? ¿Qué ocultaba en su silencio y
su inmovilidad? Y una nueva pregunta surgió por entonces: ¿a quién
de los dos, a mi padre o a mi madre, me parezco yo mismo más en el
fondo? Fernando Campos se daba cuenta de que al hacer acerca de sí
mismo una declaración como la que acababa de hacer ante su padre,
no estaba proponiendo nada concreto: no estaba preguntando nada o
exponiendo un problema o una dificultad: estaba sencillamente
imponiéndose. Entonces se le ocurrió a Fernando que su reacción de
aquella tarde tenía gran parecido con la actitud de su madre ante
todos ellos y en especial ante su marido: también Matilda había
impuesto, en opinión de Fernandito, mucho antes de que Fernandito y
sus hermanos se dieran cuenta, un modo de vivir la familia que
tenía muy poco en común con las familias españolas habituales. Muy
pocas mujeres de la edad de Matilda estaban en condiciones de
iniciar una brillante carrera económica como altas ejecutivas. E
incluso dentro de las universitarias más cualificadas, ninguna
tenía las posibilidades y conexiones económicas precisas para que
un proyecto así saliera bien: mi madre, decidió Fernandito, y yo
somos iguales: los dos hemos necesitado imponernos para no
ahogarnos en este mar del tedio que es mi padre. Esta idea le
sobrecogió y reanimó como nos revive de pronto una ocurrencia
feliz, una hipótesis omnicomprensiva, que parece dar cuenta de
pronto de todos los detalles de nuestras vidas. Entonces se le
ocurrió -como una ocurrencia complementaria- que ahí sí que tenía
un asunto que podía tratar con Antonio Vega sin necesidad de
perturbar la calma, la deliciosa buena armonía de esa
amistad.
–Tú crees, Antonio, que mi padre y mi madre estuvieron
enamorados alguna vez? – Había hecho por encontrarse con Antonio en
el garaje.
El garaje era ya entonces el lugar natural de Antonio Vega.
Se había construido en una esquina una habitación que en un
principio sirvió para guardar las herramientas del jardín a la cual
se añadió luego un pequeño banco de carpintería, más tarde una mesa
camilla que desecharon Boni y Balbi y que Antonio recubrió con un
tapete portugués de colores vivos y por último instaló la
salamandra, un estufón rectangular con un bonito tubo de humos
pavonado que salía por un lateral del garaje. Este cuarto sustituyó
al cuarto de jugar de los niños cuando los niños se hicieron
mayores: era un sitio apto para la tertulia y rondas de Coca- Colas
y cafés y cervecitas Mahou. Era un lugar delicioso que Fernando y
Emeterio adoptaron en seguida como propio y que llamaban en
recuerdo de los libros de Richmal Crompton y de Guillermo el
cobertizo. Característico del ascendiente que Antonio tenía sobre
los jóvenes y la confianza que inspiraba fue que reunirse allí
fuese desde siempre una costumbre tranquilizadora para Emeterio y
Fernando. Y ahí fue donde Fernandito lanzó como un complicado
aparejo, como una historiada guadañeta de maganos, su pregunta
acerca del enamoramiento de sus padres. Mediante esta pregunta,
Fernando pretendía comprenderlo todo acerca de su padre y de su
madre sin comprometer nada propio, de momento al menos. No es que
quisiera engañar a Antonio u obligarle a revelar secretos
familiares: se trataba, efectivamente, de explorar, en compañía de
Antonio, el misterio insondable de su casa. Porque a esto, en
definitiva, había venido todo a parar: la explicación del mundo, la
fascinación del mundo, la comprensión de sí mismo, incluido su amor
por Emeterio y por su padre y por su madre y por Antonio, todo
estaba ahí en la casa accesible, a la vista, al alcance de la mano,
dado todo de una vez ante Fernandito y distanciado a la vez de
Fernandito por la incomprensible estructura de la conciencia
individual, su conciencia singular de tan difícil acceso a esa
edad.
–¿Y eso a qué viene? – Antonio hizo esta pregunta sonriendo.
Fernando recuerda todavía cómo estaban sentados los dos, uno junto
al otro, en un sofá destripado de dos plazas instalado frente a la
salamandra. Antonio tenía las piernas estiradas apoyadas en un
taburete de madera. Fernandito, al hacer la pregunta, recogió las
piernas y se enderezó en su asiento. Este movimiento rápido del
chico hizo que Antonio se volviera a mirarle. Hubo una pausa.
Antonio vio al adolescente crecido transformado ya en un chico
mayor tan delgado. Había heredado los rasgos nórdicos de su madre:
los ojos claros, la estructura ósea del rostro y el pelo negro
paterno. Era muy atractivo. Lo que más sorprendió a Antonio aquella
tarde fue el aspecto contraído, tirante, del rostro aviejado.
Antonio prosiguió entonces temiendo haber empleado un tono
demasiado casual-: Quiero decir, que no entiendo tu pregunta. Está
claro que tus padres se casaron enamorados y así han seguido. ¿Por
qué preguntas eso?
–Es que no se parecen nada… -titubeando,
repitió-:
no se parecen.
–Claro que no! Por eso se complementaban bien, porque no se
parecían. Sigo sin entenderte: parece como si quisieras decir que
puesto que no se parecían no podían enamorarse uno de otro, eso
sería una bobada.
–Supongo que sí.
–¿Entonces?
–Fui a hablar con mi padre como tú querías. No sirvió de
nada. Estaba como dormido.
–Pero, ¿qué hablasteis?
–No hablamos de nada, estaba como dormido -repitió
Fernandito
Era el momento de contar lo de maricón. Fernando decidió no contarlo. Sintió de
nuevo que entrarle a su padre de aquel modo no tenía la menor
importancia, de pronto vio claramente que gracias a aquella
ocurrencia agresiva había dado en el clavo: había puesto al
descubierto lo que Su padre no era o, quizá, lo que ninguno de los
dos era, tampoco su madre: no se amaban: no amaban a sus hijos
tampoco. Estaban todos, hijos y padres, en aquella casa fuera de
juego, accidentalmente ligados entre sí por un plan de vida carente
de significación. Fernandito sintió frío entonces y deseó no haber
iniciado esta conversación con Antonio Vega, quien, a todas luces,
no sabía por dónde andaba el chico.
–Si te fijas, Antonio, no tiene nada de raro. En esta casa
nunca hablamos, como mucho hablamos tú y yo. Hablamos por parejas.
Tú y yo, mi madre y yo, Emilia y tú…
–Tu padre y tu madre -sugirió Antonio.
–Es de suponer que hablarán entre ellos. La cosa es cuándo. Y
de qué, ¿de qué hablan?
–Vamos a ver, Fernando. Estás poniéndote borde, ¡yo qué sé de
qué hablan! No hace falta saberlo, además. Hablarán de tonterías
como todos, ¿de qué crees que hablamos Emilia y
yo?
–Vosotros os queréis.
–¡Hombre, sí!
–Entonces no hace falta hablar.
De esta conversación se acuerdan los dos. Éste es un pasado
que cada uno de los dos, Fernando y Antonio, han retenido y
repetido en su memoria, alterándolo quizá pero en lo esencial
preservándolo, con conciencia de su importancia y, sin embargo, sin
poder decir por qué fue en su día importante. Esta conversación en
el cobertizo tuvo para Fernando y Antonio la misma clase de
consistencia insumergible -como un corcho que flota en el agua- que
tuvo para Fernando la escena del exabrupto con su padre. En ambos
casos, la sensación de que algo importante sucedía se combinó con
la sensación de que el significado mismo, la importancia, no se
clarificaba. Ambos tuvieron la impresión de que en sus vidas
aquello había de contar más tarde, aun cuando el recuento diese, al
suceder y también mucho después, una cifra borrosa. La conversación
tuvo una prolongación que nítidamente interfirió con el sentido de
lo importante para cada uno de los dos: para Antonio aquella
pregunta de Fernando acerca de si sus padres se amaban fue una
sorpresa: no se había dado cuenta hasta aquel momento de que su
fidelidad y respeto por Juan y Matilda excluía casi por completo la
crítica: dar por supuesto que se amaban, formaba parte integrante
de la identidad afectiva, colectiva, en el interior de la cual
Antonio había vivido todos aquellos años. No pudo responder a
Fernando adecuadamente en el cobertizo en aquella ocasión, porque
para hacerlo hubiera tenido que, en un abrir y cerrar de ojos,
reexaminar todo el pasado común vivido en aquella familia. Y esto
hubiera incluido un replanteamiento incluso de su relación con
Emilia y de la relación de Emilia con Matilda. Era demasiada
cantidad de memoria para reinterpretarla toda entera en un solo
instante. Para Fernando, en cambio, la respuesta bienintencionada
pero vaga de Antonio Vega supuso una confirmación del quebranto
interior de su vida familiar que ya tenía decidido de antemano. El
interés de Fernando Campos por su familia, por sus padres, aquella
firme voluntad de no salir fuera y de examinar con lupa el interior
de su interior, tenía, como a priori, la imagen de un quebranto:
sus padres no se amaban y no amaban a sus hijos. Naturalmente, esta
situación iba, a ojos de Fernandito, encarrilada por el estilo
rebajado, frío e irónico de la familia: no era una tragedia
estrepitosa, era un drama secreto y larvario. Y esta interpretación
le complacía -no obstante su obvia terribilidad- porque venía a ser
Como una ocurrencia brillante: haber presupuesto el desamor
familiar le complacía como nos complace descubrir Una verdad o leer
un poema certero. La satisfacción de dar Con la verdad o con la
expresión acertada es autosuficiente: paladeamos como estetas, lo
terrible, en esa suspensión de las consecuencias de lo terrible que
es propia de la experiencia estética. De aquella conversación sacó
Fernando Campos una confirmación que también llevaba tiempo
haciendo: se dio cuenta de la sinceridad del afecto que Antonio
sentía por todos ellos, incluidos sus padres. Fue la percepción de
esa sinceridad y de ese afecto lo que -por analogía con sus
reservas al hablar con Emeterio- le impidió contar lo que de verdad
había sucedido en la conversación con su padre. A toda costa,
Antonio y Emeterio tenían que ser salvados del hundimiento de la
familia Campos. Porque aquel Fernandito de veinte años era en gran
parte todavía un crío que acababa de leer sobrecogido los relatos
de Edgar Allan Poe y se vivía a sí mismo -al menos
intermitentemente- como un enfermo y pálido héroe romántico
encerrado en la mansión del desamor y la crueldad. La alegría
estaba fuera de la casa, alegría era la vida en la facultad, era
Emeterio y también la charla con Antonio. Y, curiosamente, alegría
era también la relación con su madre, férreamente entresacada, eso
sí, de la vida familiar. Lo bueno de Matilda a ojos de su hijo
menor era que se prestaba, sin darse cuenta quizá, a un juego que
el propio Fernandito denominaba amatorio: era como una novia
agreste que iba y que venía, que aparecía y desaparecía, que le
tomaba el pelo y que le hacía reír. Para Fernando Campos, la
enfermedad de Matilda fue lo incomprensible mismo: un terror que
superaba todos los terrores de los cuentos de terror de Edgar Allan
Poe o de Bécquer. Todos los relatos anglosajones almacenados en su
dormitorio, repletos de historias extrañas y ambiguas. La
enfermedad de Matilda fue un disolvente espiritual puro que parecía
no ir a dejar, una vez consumada, identidad ninguna para ninguno de
ellos. De aquí que el extremado duelo de Emilia por Matilda (que
Fernando Campos había comprendido con toda viveza a los pocos días
de llegar al Asubio y acerca del cual tenía intención de hablar con
Antonio) le pareciera más limpio y consolador, más próximo a la
vigorosa personalidad de su difunta madre que aquella presencia
retrotraída, acomodada, de Juan Campos.
Fernando recuerda estas cosas ahora con gran viveza, como si
acabaran de suceder, no obstante haber tenido lugar varios años
atrás y recuerda también cómo el contenido de este recuerdo se
desplazó hacia abajo para hacer sitio a la voluminosa enfermedad y
desaparición de su madre. Ahora, instalado en el Asubio -con lo que
está cobrando la alargada figura de una provisionalidad extraña-,
los recuerdos emergen de nuevo, en distintos grados de intensidad,
lesividad, felicidad e infelicidad. Como si, involuntariamente, el
propio Fernandito, al querer a toda costa permanecer en el Asubio
cuando ya la excusa de la gripe tiene que haber dejado de ser
verosímil en la oficina de Madrid, reinyectara presencialidad en
los hundidos datos mnemónicos, como un buceador que rozando el
fondo despierta los pecios sumidos en el sopor bituminoso y limoso
del fondo y todo a la vez en su desfigurada presencia -ausencia- se
deja ver de nuevo, incomprensible. De hecho, Fernando Campos ha
tenido que telefonear ya un par de veces a su enlace en la oficina.
No ha dado grandes explicaciones, está dispuesto a perder ese
empleo si hace falta. Más aún, la posibilidad de perder el empleo
al no justificar su ausencia durante un tiempo tan prolongado añade
vigor a su presencia en la casa paterna. Y constituye, de paso, un
exabrupto más, un acto real, como pegar una patada o un grito de
pronto, que tendría que llamar la atención Paterna, si aún
existiera en la viscosidad muda de Juan Campos algún resorte
ejecutivo. Por eso los recuerdos de Fernando Campos se agrupan y
reagrupan velozmente ahora, como adherencias súbitas, extractadas
del fondo, líquenes pseudópodos que acompañan al buceador, al
alzarse de nuevo, de un vigoroso talonazo, al aire celeste de la
superficie.
Antonio Vega, en cambio, que conserva la situación del
cobertizo en la memoria relativamente intacta, no la vive ahora
como una experiencia mnemónica directa (sino
sólo como parte de su profundo afecto por Fernandito) porque
todo el espacio de su conciencia, todo el malestar y toda la
memoria lo está ocupando Emilia.
sino que a fuerza de esperar que sucediera algo gordo de un
momento a otro, ha acabado Angélica cansándose muchísimo y
poniéndose por fin sentimental. Se siente, una vez más, dejada a un
lado, sólo que ahora ni siquiera hay la inminente muerte de un gran
personaje en la familia para justificar la agitación, la depresión
o el sentimentalismo.
Como si el ensimismamiento mórbido de Juan Campos fuese una
sustancia pegajosa, una adormidera virtual, todos duermen o
aparecen y desaparecen con un aire adormilado equivalente al color
gris del cielo intransitivo y el flojo sirimiri. Y en el jardín, en
los acantilados por donde Angélica con paso vigoroso luce sus
apropiados outfits escoceses, hace buena
temperatura: una como calidez humectante -el termómetro ha subido
varios grados- que no casa con el ahora excesivo calor de la
mansión donde todo el mundo sigue encendiendo chimeneas y
sentándose en torno a camillas con braseros eléctricos y de alguna
manera tiritando a contrapelo de Angélica que con gusto se pasearía
por la casa en camisón o en shorts.
Angélica, además, está comiendo mucho, casi demasiado. Da la
impresión de que el muermo vigente en el Asubio se registra
contrapuntísticamente en la cocina, de tal suerte que la comida
principal, el almuerzo, es lento y, para los tiempos que corren,
copioso. Hay una presencia semanal del cocido montañés y un
intercalado de muy ricos y variados arroces con amayuelas o con
rape, o las dos cosas, o con pollo, o con costillas adobadas. Casi
sólo por cortesía al principio, Angélica se servía siempre una
segunda vez. Esto ha ido creando un poco un hábito. Angélica se
siente sumamente sorprendida, además: en realidad Angélica está
teniendo ahora su primera oportunidad de convivir con los Campos
diariamente. De recién casada visitaba el piso de Madrid a la hora
del té casi siempre. La gastronomía era distinta entonces, más
ligera. Más parecida al mundo de carnes frías y ensaladas de
lechuga y tomate y pepino y de maíz que Angélica organiza en su
casa de Madrid. ¿Qué puede haber pasado en la cocina? – se pregunta
Angélica-. En el Asubio, la cocina estuvo siempre a cargo de
Balbanuz con la supervisión remota de Matilda y próxima de Emilia
cuando pasaban temporadas en el campo. Tras la muerte de Matilda y
la decisión de retirarse al Asubio que tomó Juan Campos, acompañado
de Emilia y de Antonio, los arreglos culinarios se limitaron a
adaptar las costumbres estivales de toda la vida, con Balbanuz una
vez más al frente de la cocina. Balbanuz era una espléndida
cocinera de joven y siguió siéndolo una vez casada. Todo el mundo,
Matilda la primera, ha elogiado siempre sus asados, su bechamel,
sus arroces, su menestra de verduras, sus fritos variados. Emilia,
que nunca comió mucho y que ahora apenas come, pero que considera
obligación suya organizar eficazmente la casa, se guía por Balbanuz
a la hora de confeccionar el menú de cada día. Y Balbanuz opina
que, ya que los señores sólo hacen una comida fuerte al día, el
almuerzo, hay que procurar que sea un almuerzo sustancioso. Y, en
efecto, el punto de Balbanuz complace a todos, a Juan Campos en
primer lugar, que es de buen diente, a Antonio y a los chicos
cuando están. Este lado gastronómico del Asubio reproduce fases muy
anteriores de las casas burguesas de la zona cuando los almuerzos
se componían de tres platos como mínimo, aparte el postre. Y el
asunto es que Angélica, que de recién casada deseando en lo posible
imitar la imagen dinámica y delgada de su suegra se cuidaba mucho,
ahora se ha abandonado un poco, especialmente esta temporada en el
Asubio que, dada la monotonía de las vidas de toda la familia, y la
tendencia de todos ellos a recluirse en sus asuntos o en sus
cuartos, el almuerzo en común viene a ser la única distracción. Así
que ahora por las tardes Angélica se siente repleta, acalorada y de
vacío. Es como si Angélica se viera dividida entre dos mundos: su
viejo mundo madrileño dietético con su rúbrica de alimentos crudos
y este nuevo mundo tan satisfactorio de alimentos cocinados, de
guisos y de salsas, que hacen sentirse a la vez a Angélica muy
rellena y muy vacía, porque este segundo mundo de los guisos parece
autosubsistente y carente de significación especial. Lo único que
ha permanecido invariable es la relación con Andrea, que ha seguido
siendo tan cordial como siempre: sólo que está a punto de acabarse
porque Andrea, en vista de que no sucede nada en absoluto, lleva ya
varios días de telefoneo incesante con su marido y con sus niños, y
parece dispuesta a regresar a casa en cualquier momento. Tiene
intención de viajar a Madrid en tren. Y así lo hará mañana por la
tarde. Parecería natural que Angélica la acompañara, puesto que la
idea fue quedarse en el Asubio para acompañar a la hija de la casa.
Una curiosa insinuación verbal de Juan Campos, sin embargo, da pie
para que Angélica se quede.
–No te vayas tú, Angélica, si no tienes que hacer nada
urgentísimo en Madrid, que veo que te está sentando el campo bien y
así tendremos un pretexto para que Jacobo venga a vernos los fines
de semana -ha declarado Juan Campos a la hora del café uno de estos
últimos días.
El tono de voz de Juan Campos ha sorprendido a Antonio Vega.
Sí, es el tono amable del Juan Campos de siempre. Pero es un tono
de voz que viene de otro tiempo. Antonio tiene la impresión de que
Juan Campos habla desde un tiempo muy anterior al tiempo presente:
es la voz familiar, sin duda. Pero la referencia a que el campo
está sentando bien a Angélica es demasiado personal, considerada,
para el tono genérico y apagado del Juan Campos ensimismado y
monosilábico de los últimos tiempos. Es como si de pronto, tras una
larga convalecencia, Juan se sintiera mejor y alzara la cabeza y
contemplara a su nuera con una nueva simpatía. Y sorprende a
Antonio Vega sentirse sorprendido por esto -que desde cualquier
punto de vista es una buena noticia, puesto que de confirmarse el
nuevo tono, significaría que por fin ha abandonado Juan su
reticencia-:
es como si hubiera Antonio descontado ya la integración de
Juan en la vida normal, en el trato considerado y amable con la
gente de su casa y le hubiera condenado a su reino sombrío. ¡Se
avergüenza Antonio de haber en su interior condenado tan deprisa a
Juan a quien conoce tan bien de tantos años! Esa tarde no está
Fernandito en la casa. Nadie, excepto Antonio, ha reparado en el
nuevo tono de voz de Juan. Pero ha quedado claro para todos los
presentes, incluida Emilia, que Angélica no se irá a Madrid con
Andrea porque no tiene en Madrid mucho que hacer y el Asubio le
está sentando bien. El plan para el día siguiente es sencillo:
Antonio Vega llevará a Andrea a tomar el tren a Letona, Angélica
les acompañará, hará unas compras y regresará con Antonio al Asubio
esa tarde. Angélica, sin saber ella misma por qué, se siente
remozada. Como si esta pequeña excursión, unida a la prolongación
de su estancia en el Asubio, fuera un milagro.
La palabra milagro se le ocurrió a
Angélica a la vez que aceptaba la invitación de su suegro. También
Angélica se sintió muy sorprendida y como iluminada repentinamente.
Así se lo dijo a Jacobo por el móvil esa misma tarde insistiendo
mucho en lo sorprendida que se hallaba y en que todo ello era un
milagro.
–¿Pero el qué, churri, el qué es un milagro?
–Bueno, todo. ¡El que tu padre sea de pronto tan consciente,
así de pronto, tan atento, que comprenda por fin la
situación…!
Jacobo está sintiendo un larvado malhumor. Por otra parte, le
da igual que su mujer vuelva a Madrid o se quede en el Asubio. En
el banco están las cosas de tal modo que Jacobo prefiere por las
tardes acabar en el gimnasio y tomarse una cerveza al final con los
colegas, a sentarse en casa con las cenas frías de Angélica y los
programas de televisión. No, por supuesto, para siempre, pero la
invitación paterna le permite a él también un desahogo que en la
vida de un alto ejecutivo en estos duros tiempos de la gran banca
viene a ser, sí, por qué no, todo un milagro. Que Jacobo sea un
marido obtuso es, en opinión de Angélica, mejor. Que sea cariñoso,
que gane bien, que tenga una familia, como Jacobo tiene, incluso
sin Matilda, tan notable, que sean ricos, porque Jacobo ha quedado,
lo mismo que los otros dos hermanos, bien apañado una vez hecha la
testamentaría de su madre, en fin, que no esté al tanto por
completo de las más sutiles corrientes interiores de lo que
acontece, le parece a Angélica muy apropiado para un chico y, por
así decirlo, muy viril. Un exceso de sensibilidad delata cierta
pluma que Angélica prefiere, siendo como es liberal de corazón,
disfrutar en casa ajena. Tengo muchos amigos gays, es una frase muy
de Angélica estos últimos años. Al dejar a Jacobo y retornar el
móvil a su bolso, Angélica se mira en el espejo del tocador de su
cuarto y se ve borrosa como si no pudiera enfocar bien, de pura
excitación, su imagen reflejada. El Asubio fractal que el
dormitorio de Angélica y Jacobo contiene se amontona en el espejo,
con un efecto de boscaje, debido quizá a la luz indirecta de una
pantalla de pie: la ondulación de ramas y de nubes al atardecer, un
ululato vegetal del cárabo, quizá, en el oscurecido alrededor del
Asubio, un zureo de palomas que anidan bajo las tejas. Una
sensación muy jaspeada invade a Angélica ahora, un efecto
achampañado que presagia un relanzado latir del corazón. ¿O qué?
Angélica se siente muy verbosa todo ese fin de tarde y al día
siguiente, mientras ayuda a Andrea con las maletas, con las bolsas,
mientras compra un frasco de colonia en una droguería próxima a la
estación, mientras regresa al Asubio sentada junto a Antonio Vega,
tan amable.
En vista de que no daba durante esa temporada en el Asubio
con nada realmente terrible y ni siquiera sobresaliente en la
monótona vida de los Campos, Angélica ha estado observando y
reflexionando mucho acerca de los hombres de la casa. Antes de
casarse, Angélica fue una chica muy de chicos, tuvo varios novios,
no del todo enamorados de ella ni ella de ellos, pero todos, eso
sí, muy dispuestos a dejarse interpretar. Angélica es, al fin y al
cabo, una chica intelectual. Se lleva regular con las mujeres,
excepción hecha de Andrea, pero considera que se lleva de cine con
los hombres. He aquí que a diario se ha visto confrontada en el
Asubio por tres hombres: Fernandito, Juan y Antonio. Tres hombres
muy distintos entre sí, ha decidido Angélica. A Fernandito, que la
trata con una perpetua guasa, le detesta. Le tiene puesto junto con
Emeterio en esa lista de hombres que más vale no menear. En cambio,
Juan Campos en su ensimismamiento y Antonio Vega en su solicitud le
parecen a Angélica admirables. Se siente tiernamente inclinada a
comprenderlos, a preocuparse por ellos, sobre todo por Juan Campos,
aun cuando ya está mayor y el verdaderamente atractivo en esta casa
sea Antonio. Antonio es el más guapo, pero en cambio, la sombría
presencia de Emilia es disuasoria. Juan Campos es el más
interesante. En esto ha cambiado Angélica bastante: de recién
casada todo su interés quedó fijado por Matilda. De Juan Campos le
interesaba sólo su prestigio académico, poder decir que era
catedrático de Metafísica o de Historia de la Filosofía, o lo que
fuese, sonaba bien entre sus amistades. Pero Matilda, siempre
ausente, omnipresente a la vez, fue un modelo a imitar, a admirar,
y a la vez un modelo detestable que no prestaba a Angélica la más
mínima atención. Está mejor muerta, las cosas como son -pensaba-.
Creyó Angélica al principio que lo que en el Asubio sucedía estaba
fuera de Angélica oculto en la situación, en el espacio, en el
tiempo, en las otras personas de la casa, en otras vidas. Pero, un
poco a compás de la nueva dieta rica en carbohidratos y salsas bien
trabadas, ha ido Angélica pensando que lo extraño también estaba en
ella misma, fuera parte lo que quede fuera, sea siniestro o no. Y
lo que hay en ella misma ha sido un enternecimiento progresivo, un
deseo de comprender a Juan Campos y un convencimiento, cada vez más
nítido, de que su ensimismamiento, su tristeza, su duelo,
necesitarían un consuelo de mujer. De alguna manera, al nivel
cortés, sociable, de las relaciones familiares, le ha parecido a
Angélica que su suegro la trataba con una deferencia especial. Pero
cuando la invitó a quedarse en el Asubio se hizo la luz y fue como
un milagro. Fue un milagro. Ha dejado Angélica de pronto de
sentirse de vacío, ahora se siente significativa y en suspenso,
tentativa y a oscuras, y a la luz de sentimientos que, no por
prohibidos -si se confirmaran- dejarían de ser menos profundos o
menos verdaderos. El amor que mueve todas las estrellas no hace
acepción de suegros y de nueras.
Ha levantado el tiempo un poco. Se ha tomado un respiro el
calabobos y no llueve. No hace sol seguido, sólo a ratos. Está
agradable el mundo circundante. Una calor que es ya inverniza y
humectante. Hay un brillo algo apagado pero vivo, un sí-es-no-es
meteorológico. Esto, ¿qué significa? Esto significa que las cosas,
el duelo por la muerte de Matilda entre otras cosas, está un poco
pasando a mejor vida, está aflojando un poco para bien. En opinión
de Angélica, la vida merece vivirse. Y más ahora que, a finales de
noviembre, con las fiestas navideñas casi encima, hay un renuevo
aéreo de ilusiones prohibidas y secretas. La gracia está -decide
Angélica- en que el amor sea su secreto. Un secreto en parte
compartido (con Juan Campos) pero silenciado:
y en parte insinuado aunque no compartido (por Antonio Vega,
por culpa de la Emilia). Viene a ser todo un poco como un trébol o
trío, en la línea floral del edelweiss, una
flor sosa y gris, porque un edelweiss es
soso y gris, pero difícil de lograr. A estas alturas de la vida, no
soportaría Angélica otra flor. Quizá como única otra opción la
única flor bianual del cactus o higochumbo, la chumbera (Angélica
no tiene lo floral del todo claro). Está, pues, la pelota en el
tejado. Las frases hechas rebotan en el corazón de Angélica como en
una partida de ping-pong, jugada entre dos chinos de Pekín a la
velocidad de la luz. Se siente Angélica, Matilda.
–A mí me encanta montar en bicicleta, ¿sabes,
Juan?
–declaró Angélica de pronto. Y era verdad. De novios hacían
excursiones en bici Angélica y Jacobo, hasta el punto de descender,
en una ocasión memorable, desde Cotos hasta Cercedilla por el
accidentado Camino de Schmidt. Sus bicicletas de montaña aún se
conservan en el piso de Madrid del matrimonio,
desinfladas.
El ciclismo trajo consigo, aquella mañana, varios tópicos a
distintos grados de profundidad conversacional: hablaron de la
cultura de la bici en Alemania y en Holanda, y por supuesto en las
grandes universidades británicas, y también en parte en Bélgica,
aunque no tanto, a consecuencia de ser los belgas -en opinión de
Angélica-, divididos como están en flamencos y valones, mucho más
bordes de por sí que, por ejemplo, los daneses o los encantadores
holandeses, que ésos sí que son de bicicleta, y no como en Madrid,
que, por culpa del Partido Popular, no hay carril-bici en ningún
sitio y hay que irse al quinto pino para andar en
bicicleta.
Estaban guapos los dos, allí en la finca, no teniendo que
hacer nada en todo el día. Eran la gran derecha en su versión
fractal más depurada, con tiempo por delante y el marido un alto
ejecutivo, cunando de ocho a ocho a mayor gloria del capitalismo de
ficción. Y estaban, los dos, guapos y proporcionados en la edad, la
mujer joven con su aire deportivo, pensando en bicicletas, y el
intelectual mayor, el gran viudo, millonario sin quererlo ser. En
un como quien no quiere la cosa, ambos eran iguales, con una
analogía de proporcionalidad estéticamente satisfactoria. Por eso
se acordó Juan Campos de uno de los más bellos poemas, más vitales,
de su buen amigo y maestro -mucho mayor que Juan Campos, por
supuesto-José Antonio Muñoz Rojas. Y recitó con su buena voz,
discreta, de barítono, que sabe que en el campo los recitativos se
hacen en low key, sin competir con las
gaviotas:
Bella ciclista, tu ave de
pedales
conduces por un aire de
jardines,
de prados, aguardando entre los
troncos
a que estalle final la
primavera.
El viento en tus oídos te
proclama
única emperatriz de los
ciclistas.
Te persigue, te pide los
cabellos;
tú se los das y te los va
peinando.
Fue como un milagro. Fue un milagro. Fue también una ocasión
inmejorable para ejercitar la discreción. Angélica se dio cuenta en
ese instante que, otra Angélica, ella misma, en una vena
indiscretísima, hubiera, emocionada y conmovida, sacado el móvil
-que llevaba por cierto en el bolsillo de su falda-pantalón- y
telefoneado a su marido para contarle que su padre acababa de
recitar, así, de pronto, un poema dedicado a una pérfida ciclista.
Pero… la discreción se impuso, como un guante.
–Sabes, Juan, el bien que me está haciendo esta estadía
prolongada, con vosotros, contigo?
La voz de Angélica fue tan baja como un arrullo, sin llegar,
ni de lejos, al arrullo. Eso hubiera sido
indiscretísimo.
–Lo sé, Angélica, lo sé. Por eso me empeñé en que te
quedaras. Porque te está probando el campo bien, lo ve cualquiera,
has cogido hasta color!
Angélica pensó -como si en bicicleta, a tumba abierta, se
arrojara monte abajo hacia su fin-: ¿y ahora, qué va pasar? ¿Qué
digo ahora?
Era difícil, de verdad, saber qué había que hacer en
semejante caso. Al fin y al cabo, ser bella ciclista incluía, según
el propio Muñoz Rojas -que cita a Jorge Guillén como testigo-, ser
pérfida a la vez. Angélica percibe que se halla en este instante,
en el Asubio de sus más intensos sueños de recién casada con Jacobo
Campos, en el más profundo corazón de una perfidia de alto
standing. Afortunadamente, el aire del
Cantábrico inspira a Juan Campos ahora junto con la compañía
femenina. Todo ello sucede levemente, por encima, como en un relato
sobre la falta de sustancia, una descripción de la insoportable
levedad del ser definitivamente posmoderno. Por eso se siente Juan
Campos abocado ahora a lo confesional. Bien entendido, por
supuesto, que en su lenta memoria genital no hay brizna alguna de
erección, no la hay. La compañía femenina, la compañía aromática de
los prados montañeses y el aire marinero, no invitan al dislate,
sino al centro. Son centrípetos. Todo sucede como si el bien, la
propia vida, triunfara sobre el mal, la amarga muerte y el pasado,
con ocasión de estas imágenes de chica en
bicicleta.
–La verdad, Angélica, es que hablando contigo, el recuerdo de
Matilda, esta mañana, es como un aire nuevo, una alegría en este
largo duelo por Matilda que se ha vuelto mi vida.
Y vuelve Juan Campos a recitar ahora, con voz más baja aún
que antes, más entristecida, más punzante, como sólo un hombre de
su edad y sabiduría sabe usar su memoria de elefante, curtida en
las paráfrasis de la Fenomenología del
espíritu: parece, dice, que Matilda dice, lo que dice la
ciclista de mi buen amigo José Antonio Muñoz Rojas. Mira, Angélica,
qué hermosa es esta estrofa. Parece que escuchamos a Matilda
ahora:
Nadie me espera, nadie me despide; mis
cabellos y el viento, los pedales, los troncos y los ríos son los
Puentes; sin partida o llegada, siempre voy.
Y ahora Juan Campos, exaltado por su propia evocación del
poema de Muñoz Rojas y seguramente por el recuerdo de su mujer y
alentado por la atención de una mujer joven, su nuera,
recita:
Siempre va, Matilda, siempre va, aunque
suspiren árboles melancólicos y lloren
los ojos de los puentes ríos de
llanto.
No pesa el corazón de los
veloces.
Y repite Juan Campos, mirando de frente a Angélica y
asiéndola por los hombros:
–No pesaba, Angélica, el corazón de los veloces. Así fue. Por
eso me sentí, Angélica, tan solo al final, tan preterido, tan
marginado al final. Porque el corazón de los veloces no pesaba, ni
Matilda tampoco. Y en cambio era yo, sin duda alguna, un peso
muerto.
A Angélica acaban de saltársele las lágrimas de los ojos y
apoya la cabeza en el hombro derecho de su suegro. El amor es más
discreto que el desamor. Sin duda alguna.
La nueva relación entre Juan y Angélica no podía escapársele
a Fernandito. Que una inesperada intimidad se produjera entre estos
dos, fue una posibilidad que consideró nada más ver cómo Angélica,
en vez de irse con Andrea a Madrid, se quedaba en la casa. Nada
mejor para una sensibilidad vengativa que asistir al comienzo de un
cortejo bufo entre un suegro y su nuera. Todo el esquematismo
burlesco de las comedias de enredo, combinándose con el pesimismo
moralizante de la literatura satírica, puede hacerse, Sospecha
Fernandito, presente en cualquier momento. Su padre se pondrá en
ridículo casi con seguridad si la nueva relación amorosa se
confirma De momento es interesante observar a Juan en su nueva
amabilidad no-comprometida Si se tratara de una persona más joven,
si Angélica tuviera veinte años y no los treinta y dos que tiene,
cabría esperar algún desliz de bulto, por ejemplo que acariciara la
mano de su presunto amante. Fernandito se relame pensando en este
hacer manitas repentino. Pero confía que su padre guarde las
apariencias aunque sólo sea por simple Cobardía. Por otra parte,
aún le respeta lo suficiente, aún le ama lo bastante, como para no
acabar de creerse del todo su propia malignidad: Fernandito confía,
en el fondo de su corazón, que la comedia maligna de amor entre
suegro y nuera no tenga lugar. Si tuviera lugar, Fernandito quizá
no estaría en condiciones de disfrutar el crudo humor de la
situación. ¿Se habrá dado cuenta Antonio de la comicidad del
posible ligue de estos dos? Al darse cuenta Fernandito de la
preocupación de Antonio por Emilia decide no comunicar jocosamente
sus impresiones a Antonio.
Fernandito está un poco perdido estos días. Más perdido o
confuso de lo que reconoce ante sí mismo. Sentirse perdido es una
experiencia desazonadora porque es nueva. Por eso no quiere volver
a Madrid. De pronto, su excelente empleo ha perdido todo valor. Ha
telefoneado a su contacto de la oficina para decir que lo deja. Su
amigo no le toma en serio, pero lleva un mes sin aparecer por allí
y tendrá en breve que decidirse a volver o escribir una carta de
dimisión. Sólo un chico de su posición económica puede permitirse
ese lujo. Ahora no quiere saber nada de un empleo que cualquier
chico de su edad consideraría el logro de su vida. Hay una cruel
satisfacción en este despilfarro: mandarlo todo a la mierda es una
satisfacción narcisística que Fernandito se permite sin
remordimiento, sólo para descubrir que, una vez tomada la decisión
de dejarlo todo, se encuentra de más. La intención inicial, la
venganza, que la velocidad del Porsche pareció encarnar en el viaje
al Asubio, se ha difuminado ahora. Juan es para su hijo un objeto
iridiscente que a ratos inspira afecto y que inspira curiosidad
incluso cuando inspira hostilidad: una hostilidad difractada. La
pregunta de fondo sigue siendo: ¿qué pasó entre sus padres? ¿Qué
fue lo que pasó? ¿Hubo un solo factor o muchos factores? Y, caso de
hablar de culpa, cómo distribuirla: ¿cargarla toda sobre Juan o
también sobre Matilda? ¿Y qué clase de culpa sería ésta? ¿Y por qué
hablar de culpa y no más bien de destinos distintos, de proyectos
distintos?
La terrible muerte de su madre hizo que Fernando sintiera que
el mundo entero se venía abajo: que la energía, el orden del mundo,
se derrumbara sin más explicaciones. E instintivamente,
injustamente, con un egotismo todavía infantil, decidió Fernando
reclamar al superviviente una explicación (de modo no muy distinto,
aunque menos profundo), como Emilia. Por otra parte, había la
sensación de abandono, de la cual, no obstante ser responsables
ambos padres, sólo se presentó con agudeza ante Fernando al morir
la madre. Mientras Matilda vivía, e iba y venía, el abandono tenía
un corte deportivo, un enérgico estilo anglosajón de quererse y
entenderse a distancia, o de cerca en vacaciones o con ocasión de
las fiestas. Todo esto unido, y por así decirlo embrollado o
apelotonado en un único conjunto sentimental, hace que Fernandito,
ni quiera irse de la casa, ni sepa del todo qué quiere hacer en la
casa. Y ahora ha surgido esta ocurrencia maligna de que Angélica y
su padre se entienden. El otro asunto que retiene a Fernandito en
el Asubio es Emeterio. ¿Está Fernando enamorado de Emeterio? Lo
cierto es que siente que Emeterio es propiedad suya. Y Fernando es
además consciente de que Emeterio le quiere: saberse querido es
también una propiedad que Fernandito aprecia. Pero sucede que
Emeterio tiene una novia, una novia paleta y desangelada -en
opinión de Fernandito- con quien Emeterio según parece se acuesta
los fines de semana. Este mundo de la novia de Emeterio empieza a
resultarle insoportable a Femando Campos. ¿Y si el quererle de
Emeterio fuese sólo una fase, un amor adolescente, un residuo del
tiempo de los juegos y de la camaradería infantil y juvenil, que se
va apagando hasta ser sólo un recuerdo? No se decide a dejar en paz
a su padre y no se siente capaz ahora de dejar en paz a Emeterio.
Quiere saber si de verdad Emeterio le quiere tanto como sospecha.
Podría tratarse de una sospecha infundada. Si me quisieras dejarías
a esa guarra -ha dicho Fernandito hace días-. Y Emeterio le ha
contemplado boquiabierto. ¿Qué tienes que ver tú con ella? – ha
preguntado-. Ella es ella y tú eres tú. Y de ahí no ha podido
sacarle. Esto, pues, se suma a todo lo anterior y le hace sentirse
confuso y perdido. Y tiene también la sensación de que Antonio,
preocupado cada vez más por Emilia, no es ya del todo el que era, o
no está ya tan disponible como estaba, aunque Fernandito sabe de
sobra que el afecto entre los dos no ha cambiado. Se siente
Fernando solo en el mundo, necesitado de ternura: sintiendo que la
ternura se le debe, aunque él mismo no la siente, no la dé, o no la
demuestre.
–La curiosidad es sin duda un condimento, like pepper and salt. ¿No te parece, Angélica? – ha
declarado Fernandito dirigiéndose expresamente a
Angélica.
–En eso sí que estoy de acuerdo yo también -sigue Angélica la
onda.
–Claro que estás de acuerdo -comenta Fernandito-. Se ve a
ojos vistas que lo estás. Y lo que pica la curiosidad, ¡Dios! ¿Te
pica la curiosidad a ti, Angélica?
–A mí sí -declara Angélica-. Siempre desde niña he sentido
una inmensa curiosidad por todo, por la vida, por el mundo, por las
personas. Siento una gran curiosidad por todo.
–¿Ves, papá, cómo a diferencia de ti, siente Angélica una
gran curiosidad por todo? Tú, en cambio, ya no sientes gran
curiosidad por nada, ¿a que no?
–Tu padre es la persona más curiosa, mira, en esto te
equivocas, todo le interesa, todo todo.
–Nada humano le es ajeno a mi papá -comenta Fernandito-.
Anímate, Angélica, y tómate una patatita más,
salteada.
–Ah, no. Estoy comiendo demasiado, no y no.
–Es el campo, Angélica, es el campo. Que te revitaliza el
paleocortex, donde residen los profundos sentimientos que
compartimos con las ratas y las boas constrictor. La curiosidad,
Angélica, y el apetito son, mi amor, uno y lo mismo. Una hambruna
liliput que el sistema límbico te empapa totalmente, Angélica,
hasta entonarte y darte un aire nuevo: un ballet ruse de la neurona, Angélica, mi vida, que te
impronta, que te impregna, una no-nada que lo es todo. Esa última
soba y pulimento neuronal que lo es todo y no es nada. ¡La
curiosidad y el apetito que da el campo!
El mediodía benévolo de diciembre tiene ahora un corazón
dormido, dormitivo: en el comedor del Asubio hay un reposo ahora
como una mala hierba, unas ortigas tiernas aún que si rozan la piel
-que casi no la rozan- apenas ni la ampollan, porque son muy
jóvenes, como las verdes lagartijas o los grillos más chicos que
aún no han dado ni un cri-crí: una situación que Fernandito domina
bien -en su inconsciencia maliciada- porque tiene un tono
últimamente de nursery rhyme y de
inocencia. Emilia ha levantado los ojos, se ha enderezado en su
asiento, ha sonreído. Viéndola sonreír se entristece Antonio: ha
visto sonreír poco a Emilia en estos meses. Emilia sonríe porque el
fraseo agresivo y guasón de Fernandito le ha recordado la viveza de
Matilda cuando Matilda, ágil y fuerte, les hacía reír a todos. Y
Emilia sonreía, derecha en su asiento, atenta a los detalles de la
reunión, recordándolo todo.
¿Es posible -piensa Antonio- que Angélica no registre toda
esta carga de agresividad? Antiguamente, cuando Fernandito tiraba
puntadas a sus hermanos, a sus padres, Antonio estaba al quite.
Entonces era fácil, porque Matilda vivía. Su ausencia y sus
llamadas telefónicas producían más impresión de proximidad que la
constante proximidad de Juan Campos. Al menos para Femando, la
ausencia materna nunca significó lejanía: sólo como una promesa
aventurera, situada en el futuro: la promesa de un viaje exótico,
nuevas anécdotas… Matilda casi nunca traía regalos a casa, rara vez
compraba nada. Antonio no recuerda ahora que Fernando, a diferencia
de sus dos hermanos, echara nunca en falta regalos de su madre. Su
madre contaba historias de gente que había conocido, y-más
importante aún-: se dejaba contar historias: animaba a su hijo
pequeño a que contara historias del colegio, invenciones muchas
veces, e incluso mentiras. Era un mundo de agudeza verbal, de
ingenio narrativo. Este mediodía, sin embargo, Antonio ha detectado
una agresividad desacostumbrada. Y le sorprende que Angélica no
haya advertido, ni siquiera en parte, el tono zumbón. Antonio Vega
se ha dado cuenta por supuesto de que el humor de Juan Campos está
cambiando. Y es obvio que Angélica se encuentra a las mil
maravillas. Antonio ha advertido también que se ha ido
estableciendo una nueva relación entre el suegro y la nuera. Que
esta relación sea incluso difusamente erótica le resulta tan
inverosímil que Antonio la ha desechado por principio. Sin embargo,
el obvio doble filo de las frases de Fernandito le lleva a
sospechar de nuevo: ¿cómo se produce el tránsito de la
inverosimilitud a la verosimilitud? Resulta inverosímil para
Antonio que un hombre de la edad de Juan -por quien tantos años ha
sentido admiración y respeto, y a quien debe una parte importante
de su educación, y que desde la muerte de Matilda parece tan
ensimismado- vaya a entregarse ahora a un coqueteo insulso con su
nuera: es una ocurrencia ofensiva, y el serlo, añade
inverosimilitud a la inverosimilitud: Antonio está muy lejos de
cualquier intención censoria de Juan. Esto no obstante, a raíz de
la fallida apelación que Emilia hizo a Juan hace días, con su
secuela de la conversación entre Antonio Y Juan, hay en la
conciencia de Antonio un germen de inquietud: no hay reproches, no
hay censura explícita, pero hay inquietud: una sensación de
hallarse ante un Juan Campos menos familiar que de costumbre:
demasiado ensimismado para resultar, curiosamente, verosímil del
todo. Hay en el ensimismamiento de Juan Campos, en opinión de
Antonio, un grado de inverosimilitud que, de pronto,
paradójicamente, da la impresión de casar y de ajustarse con esa
otra inverosimilitud que supondría el más ligero coqueteo con su
nuera. No puede Antonio aceptar ni siquiera una sombra de sospecha
con respecto a Juan. Por lo tanto, apunta la malicia de Fernandito
en la lista de las cualidades positivas y negativas del
chico:
es natural que sea agresivo con su padre: ya lo han hablado,
además. Pero es evidente, por otra parte, que en estos días el
ensimismamiento de Juan Campos se ha levantado. Tiene un aspecto
más soleado, que casa con la bonhomía de la nuera. Antonio los ha
visto varias veces paseando por delante de la casa y por los
acantilados.
Una enseñanza de Juan Campos fue ésta: piensa bien y
acertarás. Veintitantos años atrás, cuando empezaron, esta
enseñanza fascinó a Antonio Vega, que procedía de una familia
alegre y trabajadora, enemiga de los cuentos. Ser cuentera era lo
peor que la madre de Antonio podía decir de cualquier otra mujer.
Tú estate a lo tuyo -decía su madre-. Y la frase de Juan Campos
tenía el encanto de repetir, amplificada éticamente la idea de su
madre. Contradecir el célebre refrán castellano, le pareció un lema
ético de primera magnitud. Por eso, pensar mal ahora, o medio mal,
por más que las insinuaciones de Fernandito parezcan verse
Confirmadas por los paseos pitongos de Angélica y su suegro por el
jardín y los acantilados, le parece inverosímil. Inverosímil verse
sospechando así, e inverosímil lo sospechado mismo, la absurda
atracción entre estos dos. Podría, además, ser una atracción
inocente. ¿Por qué pensar en una atracCiÓn erótica? Muy bien podría
ocurrir -medita elaboradamente Antonio Vega- que con Angélica se
sienta Juan más desahogado a estas alturas que con Fernandito o con
Emilia o con Antonio. Al fin y al cabo, Angélica nunca participó en
la vida familiar en vida de Matilda. Y este sencillo dato sirve
para explicar que ahora Juan y Angélica, al no tener tanto y tan
grave en común como los demás, tengan en común el simple futuro
inmediato, el placer de hablar del tiempo o de cualquier otra cosa
que no evoque ni a Matilda, ni el duelo por Matilda, que se vive en
el Asubio. Esta reflexión tranquiliza a Antonio
Vega.
En el comedor se toma el café ahora. Éste era un momento
divertido en tiempos de Matilda, cuando estaban todos. Los chicos
-y a veces los mayores también- cambiaban de asiento, se hacían
corros. Se hacían planes para la tarde, para el día siguiente.
Ahora todo sucede mucho más despacio. No están todos, faltan los
dos mayores, falta Matilda. De hecho, tomar café últimamente es una
costumbre que se ha preservado reducida. Emilia sirve el café,
excelente café. El poder de la costumbre se apodera una vez más de
todos. Antonio detecta sólo la lentificación de este proceso (que,
paradójicamente dura mucho más tiempo, abreviado, de lo que duraba,
dilatado, años atrás) y también advierte la modificación, estos
últimos días, del miniproceso de la relación entre Angélica Y Juan.
Parece imposible que aparezcan tantos hiatos en un espacio tan
reducido. Entre Juan y Angélica, por un lado, y Fernando, Antonio y
Emilia, por otro, hay un vacío, subvaciado a su vez por otro vacío
que se extiende entre la pareja de Emilia y Antonio y Fernandito.
Pero la distancia que separa a Fernando de ellos dos -piensa
Antonio- es más somera y menos profunda que la distancia que les
separa a los tres del suegro y la nuera. A su vez, en torno a
Emilia, se tiende el descorazonador hueco de la ausencia de Matilda
que, no obstante el cariño de Antonio y el correspondido cariño de
Emilia, ninguno de los dos parecen ser capaces de cerrar por el
momento. Lo más característico de estos sistemas de oquedades es
que Juan y Angélica sonríen. Angélica parlotea mucho (tanto como
siempre, en esto no hay novedad) y Juan parece entretenerse con lo
que Angélica le cuenta o le pregunta. Acaba de preguntarle si cree
que un pueblo que pierde su metafísica está más perdido que si
pierde sus reservas de oro. Juan Campos ha sonreído casi
estrepitosamente, en opinión de Antonio, al
responder:
–Qué preguntas antiguas se te ocurren, Angélica! Metafísica y
reservas de oro. Son problemas zubirianos, diría yo, son preguntas
que no se hacen ya. La metafísica no se lleva ya, ni el oro. ¡Ahora
nos conformamos todos con bisuta!
–Ahora os conformáis todos con historias, ¿no,
papá?
–intercala Fernandito velozmente-. ¿Te referías a eso con
bisuta? Historias, biografías, autobiografías, diarios, dietarios,
memorias públicas y privadas. ¿Estás escribiendo tus memorias tú,
papá? Angélica, que es una chica guay, ducha en Internet y en
pecés, te sería de gran ayuda, ¿a que sí,
Angélica?
–Ah, me encantaría!
–Lo ves, papá? ¡Sin moverte de tu Asubio acabo de encontrarte
secretaria…!
–No, yo no soy memorialista. Ni me interesa nada mi
autobiografía. The past is
past.
-Ah, sí? – Fernandito se ruboriza de placer, piensa Antonio.
Ahí está elegantemente sentado de lado en su silla del comedor, un
brazo sobre el respaldo, el izquierdo, Sosteniendo un pitillo con
la mano derecha, resplandece Oscurecido, ondulante, como el cuerpo
de un joven buceador bajo el agua-. Seguro que te acuerdas de lo
que Zubiri decía, Javier Zubiri, tu maestro, me
refiero.
–No fue mi maestro Zubiri, pero bueno, ¿qué
decía?
–Pues decía que el truco, o lo que él llamaba la esencia de
las biografias, era hacer ver cómo se las arreglaba alguien para
encontrar la manera de ser siempre el mismo no siendo nunca lo
mismo… talmente tu caso, ¿a que sí?
Juan Campos sonríe una vez más y contempla, ladeada la
cabeza, a Fernando. Antonio, que les observa a los dos, se siente
inquieto sin saber por qué. Se siente Antonio ridículo, además. ¿A
qué viene este miedo infantil a que un padre y un hijo -cuyo único
problema hasta la fecha ha sido no relacionarse o hablar con
fluidez de sus cosas- charlen de sus cosas? Al fin y al cabo, todo
indica que va a tratarse de una conversación de cierta altura, que
no implicará verosímilmente el menor derramamiento de sangre. La
verosimilitud no es, sin embargo, un sentimiento de Antonio estos
últimos tiempos: tanto por el lado del malestar de Emilia como por
el lado de los Campos, un sentimiento de familiaridad
irreconocible, de terror familiar, de inverosimilitud agresiva le
invade de continuo. Así que observa o, más aún, espía al padre y al
hijo en este parloteo filosófico de sobremesa, como silo
inverosímil fuera a presentarse de pronto en carne y hueso,
irreductible y trágico, en este soleado comedor del
Asubio.
–A mí me parece -interviene Angélica- que eso que dices de
Zubiri es muy profundo Fernando, muy profundo.
–Angélica ha repetido la expresión «muy profundo» con el
gesto de quien saborea una tartaleta de merengue y limón-. Y
también me parece que es verdad que talmente a tu padre le refleja,
yo diría que al dedillo. Siempre Juan ha sido a la vez la misma
persona inteligente y encantadora y siempre en busca de nuevos
horizontes, buscando la verdad por todas partes…
–¡Bravo, Angélica! Papá el degustador de la verdad.
Espléndido.
Antonio Vega observa una blanda variación en la dirección de
la mirada de Juan: contempla a su hijo, entrecelTan do los ojos,
como si se hallara muy lejos. Y, al hablar, vuelve ligeramente la
cabeza hacia Angélica con el tono de voz de quien hace una
confidencia:
–También tú, Angélica, percibes una cierta hostilidad en los
comentarios de mi hijo Fernando?
–Cómo también yo? Yo no percibo hostilidad, Juan. No, ninguna
-contesta Angélica con viveza.
–Yo en cambio sí percibo una cierta hostilidad en las
palabras de mi hijo, un plus de hostilidad inmerecido, un retintín
hostil. No sé si por no haber sido yo un Zubiri, o por no haber
escrito mi autobiografía, o mis memorias, o quién sabe qué. Quizá
mi buen hijo Fernando pone en tela de juicio mi competencia
filosófica ahora. Yo mismo he puesto en parte en duda mi
competencia filosófica… Siempre.
Fernando contempla a su padre guasonamente, encantado del
giro que está tomando la conversación. Angélica vuelve el rostro
alternativamente a uno y a otro: Antonio piensa que Angélica no
sabe de qué hablan. No es una situación agradable. Ninguno de los
dos, ni el padre ni el hijo, van a agredirse directamente: se
mantendrán en este terreno semineutral de las puntadas hasta que
uno de los dos, o los dos a la vez, se cansen y lo dejen. Antonio
cree, además, que la circunstancia de haberse puesto en
comunicación verbal padre e hijo a esta hora del café y en
presencia de todos los demás significa que para ambos cualquier
comunicación seria, profunda o privada es ya imposible. Aislados
los dos juntos no tienen nada que decirse, pero pueden agredirse en
público, batirse en público, desazonadoramente.
–Lo más curioso de mi padre, Angélica -Fernandito habla ahora
en la dirección de Angélica pero un poco como si hablara a un
público más amplio, compuesto únicamente por Antonio, puesto que
Emilia acaba de retirarse-, es que se ha vuelto inaccesible como
quien pone el parche antes de la herida. Nadie ha tratado nunca de
acceder a él. Pero él se vuelve inaccesible por si acaso. Y esto es
curioso. No es como si, agobiado por las demandas de todos, como el
protagonista del poema de Kipling: todos le
reclaman, ninguno le precisa, mi padre se aislara en una torre
de marfil agobiado de responsabilidades se ha refugiado en una
torre de marfil antes de verse agobiado por ninguna
responsabilidad: el aislamiento y la voluntad de encastillamiento
precedió a la demanda que se le hacía. No hubo demanda, no tuvo la
menor responsabilidad todo el mundo le dejó en paz siempre, pero he
aquí que mi padre, por si acaso, se encastilló en una torre de
marfil y se volvió, por si acaso, inaccesible. ¿No es esto
fascinante?
Juan Campos sonríe. Y Antonio Vega -asombrado por la
violencia y malicia de la descripción de Fernandito (que, de pronto
por cierto, le parece certera) – aparta la vista de la escena y,
sin moverse de su sitio, espera recogido el desenlace de esta
situación. ¿Se defenderá Juan? ¿Tendría derecho o sentido que se
diera por ofendido? ¿Dejará pasar esta obvia agresión de su hijo
para continuar amablemente dando conversación a Angélica? Es
evidente, en opinión de Antonio, que Angélica no entiende qué está
pasando entre los dos. Pero a la vez es evidente -y esto es una
nota cómica- que Angélica se siente llamada a tomar parte en este
asunto, este debate, sea el que sea, sea como sea. Y así, en
efecto, interviene:
–Yo no creo, Fernando, que Juan se haya encastillado en una
torre de marfil o, mejor dicho, creo que sí se ha encastillado en
una torre de marfil porque la crisis del siglo veinte no nos da a
ninguno ninguna otra alternativa!
–¡Bravo, Angélica! – exclama Fernando batiendo
estrepitosamente palmas.
Juan Campos se levanta de su asiento. Sonríe. Se dirige a
Antonio, que aún permanece sentado, con un ademán suave,
convaleciente:
–Ya ves, Antonio, cómo están las cosas! ¡Me retiraré ahora
mismo a la torre de marfil de mi despacho en vista de lo
visto!
Juan Campos se retira. Angélica se levanta y va tras él. Los
dos entran en el despacho y cierran la puerta. Fernandito y Antonio
se contemplan a través de la mesa en silencio.
–Ya has colocado a tu padre donde querías, ¿verdad que sí? –
comenta Antonio.
–Pues, francamente, no lo sé. Es verdad que es inaccesible,
pero a fuerza de indiferencia: le da todo lo mismo. Por eso es
inaccesible.
–Te has propuesto, quizá, mejorar la vida de tu padre a estas
alturas o mejorar vuestra relación a base de tomarle el
pelo?
–Ah, tú crees entonces que le estoy tomando el
pelo?
–La verdad es que sí, creo que estás resentido contra él y te
aprovechas de la ingenuidad de Angélica para tomarles el pelo a los
dos. Te divierte que tu padre no pueda no dar- se por aludido y a
la vez que Angélica no sepa de qué hablas. Tendría gracia si no
fuera, a estas alturas de la vida de todos nosotros, un juego
melancólico.
–Bueno, Antonio, acepto lo que tú quieras decirme. Lo que
viene de ti lo acepto siempre. Pero es un hecho que esos dos, mi
padre y Angélica, se viven como un roto para un descosido ahora
mismo. A saber quién de los dos se considera descosido o roto. En
cualquier caso son tal para cual. Y se han enamorado, o creen que
se han enamorado. ¡Yyo he decidido darles caña, porque se la
merecen y también porque no tengo mejor cosa que
hacer…!
–Has dejado tu empleo?
–Y por qué no? No necesito vivir de un sueldo. Y hay una
deuda que pagar aquí. ¿No crees que hay una deuda que pagar aquí,
Antonio?
–No lo sé. ¿Qué deuda? ¿Quién tiene que pagar una deuda y a
quién?
–Mi padre está en deuda con todos nosotros. Con vosotros dos
para empezar, con Emilia y contigo. Y después conmigo. Es una
deuda, la mía al menos, con la que mi padre no contaba, porque se
ha considerado siempre un hombre perfecto, un santo laico, un
impostor que cree su propia impostura. Pero yo demostraré, se lo
demostraré a él mismo, que su vida es una gran
mentira…
–Y valdrá la pena, Fernandito? ¿Crees tú que vale la pena a
estas alturas enfrentarte a tu padre para descubrir que es un
impostor? ¿Y si estás confundido? ¿Y si, por lo que sea, te has
puesto contra él y es contra ti mismo contra quien te
enfrentas?
–Dará igual, Antonio. La verdad nos hará libres. Una cierta
verdad, al menos, que no se ha dicho nunca en esta
casa.
Ya es de noche. Emeterio ha ido a buscar a Fernando y se han
ido juntos en el coche. Antonio se ha retirado temprano a su lado
de la casa. Ha pasado la tarde viendo la televisión sin enterarse
de nada. Emilia, con ayuda de las chicas, ha recogido la casa, el
comedor, la cocina, y se ha sentado junto a él. Está como dormida.
Hacia las ocho de la tarde, Antonio ha hecho una tortilla a la
francesa y calentado un poco de caldo. Emilia ha tomado algo de
caldo. Lo desolador no es nada que suceda entre ellos, están bien
juntos. Emilia sonríe con frecuencia cuando está a solas con
Antonio, aunque a Antonio le parece que es una sonrisa triste, más
preocupante incluso que la seriedad. Es de suponer que allá en el
despacho, al otro lado de la casa, hablan de filosofía y de la vida
animadamente Angélica y Juan. Antonio ha decidido considerar esa
relación como un flirt insustancial, una
distracción que aliviará, quizá, la murria crónica de Juan Campos.
Cuando por fin se acuestan, Antonio se queda en seguida dormido. Se
despierta sobresaltado al cabo de una hora. Encuentra a Emilia a su
lado, sentada en la cama, con los ojos abiertos. Habla en voz muy
baja, como han hablado tantas veces, en la cama, por las noches, a
lo largo de los años:
–Sabes, Antonio? Matilda quería que les cuidáramos a todos. A
Juan, a los niños. Quería que nosotros, tú y yo, ocupáramos su
lugar cuando faltara ella. Y yo dije: Pero es
que no vamos a poder ¿Cómo vamos a ocupar tu lugar nosotros dos?
Aunque queramos no podremos. Y Matilda dijo: Si queréis, podéis. Y estoy segura de que queréis.
Porque yo no hice las cosas bien. Me equivoqué Yo no la
entendía y le dije: ¿En qué te equivocaste? No
te equivocaste. Yo contaba con vivir, Contestó Matilda,
mucho tiempo, muchísimo más tiempo, tanto como
Juan y entonces arreglarlo. Ocuparme de todos entonces. Pero no me
dio tiempo. Y ahora ya no puedo. Estaba tan contenta al
principio, eso dijo. Que estaba muy contenta cuando nos pusimos las
dos a los negocios. Yo también estaba muy contenta. Ya no se podía
pensar después en otra cosa. Entonces se declaró la enfermedad de
golpe. Y ahora ya no hay tiempo porque Matilda ya no
está…
Matilda, sin corazón: no tenía corazón, el corazón tiene
razones que la razón no entiende, y Angélica -que en el curso de la
tarde ha recordado el texto pascaliano- ha declarado que la
innegable inteligencia de Matilda era una inteligencia sin afectos,
desafecta, despegada. Por eso pudo dedicarse al más despegado y
brillante de todos los negocios: la bolsa. Su suegro ha sonreído,
ha asentido, no se ha comprometido en exceso esta noche: mientras
escuchaba el agitado y en el fondo monótono y repetitivo parloteo
de su nuera, Campos decide omitir, al menos de momento, los lados
del comportamiento de Matilda que delataban su fuerte corazón
(salvaje quizá, pero también cálido): hay que echarle hilo a la
corneta de Angélica, dejarla que se cueza en su salsa, que se
desplome del alto coturno de su comineo de alto standing la gracia estará en eso, en verla
desplomarse de buenas a primeras, más tarde o más temprano. El
único comentario veladamente guasón de Juan ha
sido:
–Y si…, Angélica, hubiera sido justo al
revés?
–Cómo al revés? – ha inquirido Angélica con la vivacidad
sobresaltada de quien se siente repentinamente agredida por un
mosquito. Es un efecto muy cómico éste de los sobresaltos de
Angélica cuando, interrumpida en una de sus tiradas por una
sugerencia ajena, por nimia que sea, todo el discurso se le viene
abajo: parece desconsolada de pronto, como a punto de
llorar.
–Pues al revés: que el que no tuviera corazón fuese yo, y
Matilda en cambio la que tuvo corazón por los dos y aún lo
tiene.
–La prueba de que tú tienes corazón es lo que dices ahora!
¡Si no lo tuvieras no lo dirías! – ha exclamado
Angélica.
Ahora se disuelve Angélica en la penumbra. Tiene tan poca
importancia que entre su presencia real y su presencia irreal
apenas hay distancia. Es un fantasma pobre, un fantasma que puebla
el mundo real de Juan Campos, volviéndolo cómico, imaginariamente
cómico. Matilda es, en cambio, el gran fantasma que esta noche,
como tantas otras desde su muerte, da la impresión de aparecer y
desaparecer por propia voluntad. Juan tiene la impresión de que
Matilda no acude a su convocatoria: da igual que otros la evoquen
como lo hizo Emilia la otra tarde, como lo hace a diario
Fernandito, con su belleza andrógina que tanto recuerda a la de su
madre y cuyo genio irónico tanto tiene, en agraz, de Matilda.
Matilda ha superpuesto, a su ausencia mortal, su ausencia
fantasmal, Y Juan Campos, con una terquedad que recuerda la
terquedad minuciosa del amor, la evoca en vano. Cuando Juan quiere,
Matilda no quiere. Cuando Juan no quiere, Matilda le transforma en
el lugar de sus apariciones y le invade. Es como si regresara de
nuevo de los viajes, imprevisible. Y amante. Juan Campos musita y
nadie lee sus labios, lo irritante acabó siendo eso: que ella era
mi amante y yo su amado. Nunca logré invertir estos dos
roles.
Esta noche ciega. Se ha levantado el viento del mar. Afuera
ruge el mar. Afuera, sin luna, cruje el viento marítimo de los
acantilados. Afuera, en el jardín del Asubio, los castaños de
Indias enmohecidos, sacudidos, asienten doblegándose a la
corrupción de sus copas verdeantes del verano lejanísimo. Afuera
vendrá la lluvia, arreciará el viento, no habrá ninguna luz, y
abajo Lobreña será un pueblo anticuado y cerrado de casonas
obliteradas por la lluvia y el viento y la continuidad salobre de
todos los difuntos pasados,
presentes y futuros. Y dentro, en el interior del cuarto de
estar de Juan Campos, la memoria no es una línea recta, ni hay en
el corazón o en su voluntad ya líneas rectas. Pero
es viva, sin embargo, la memoria advenediza, turgente, casi
procaz, que ahora atrae hacia sí misma, desde fuera de sí misma y
desde dentro de si misma a la vez, en un juego de espejos y de
voces, el tiempo anterior, el desfondado. Afortunadamente dentro
del despacho de Juan Campos el fuego
de la chimenea se reaviva por sí solo como el fuego
crepitante de una leyenda antigua. Y el mármol cálido y sonrosado
de la chimenea tiene la calidad, al tacto, de la piel
joven,
de la mujer joven, del Juan joven que se dejó amar por
Matilda.
MATILDA
–Matilda me está jodiendo vivo, Antonio.
Antonio no salía de su asombro cuando oyó
aquello.
–Pero cómo jodiéndote? – acertó a preguntar
Antonio.
–Te escandaliza oír esto?
–No, no sé. Me extraña. A mí me parece que os queréis
mucho…
–Ahí está el asunto: que nos queremos mucho. Más ella a mí
que yo a ella, quizá.
–¿Entonces…?
–Tú sabes que yo mismo la he animado a meterse en negocios.
No se hubiera decidido sin mi aprobación.
–Lo sé… Lo siento, no veo el problema. Comprendo que te
sientas solo: yo mismo echo de menos a Emilia. Pero así es como han
salido las cosas. Es lo que hemos convenido, los
cuatro.
–Ya, ¿pero no te parece que a veces no es suficiente tener
algo decidido? A veces decidimos hacer cosas que nos contrarían,
que nos lían.
Juan recuerda ahora, esta noche, el sencillo rostro de
Antonio en blanco. Nunca le había hecho Juan una confidencia de
esta naturaleza, y ahora que se la hacía, no sabía Antonio cómo
procesarla. Por fin acertó a decir Antonio:
–No sé. Yo no entro ni salgo en esos complicados mecanismos
mentales. Yo estoy seguro de que os queréis. Claro que sí. Eso es
lo esencial.
–Eso es lo esencial, desde luego, claro que sí -repitió Juan
y añadió-: Me siento solo. ¡Yo la ayudé tanto!…
–Y ahora lo lamentas?
–No. No lo lamento, pero no me alegro. Al no poder alegrarme
no lamentarlo no es bastante. Tendría que alegrarme y no me
alegro…
Esta noche interior. Nada hay dentro,
nada hay fuera. Lo que hay dentro, eso hay fuera. He visto sólo
una ciudad por dentro / fuera no hay nadie. / He visto sólo una
ciudad por fuera / dentro no hay nadie… Calcomanía blanca de la
nada durmiente. ¿Qué versos son estos que irrumpen ahora en Juan
Campos sin convocarlos, por sí solos, como vencejos velocísimos,
multipropiedad del estío en la ciega noche del norte, del Asubio?
Matilda es un nombre propio que denota toda Matilda, su significado
(Sinn), pero con la referencialidad (Bedeutung) quebrada. Matilda
es el referente de su nombre propio que ahora, como en vida, es y
no es, está y no está, rehúsa ahora ser el referente inequívoco de
su nombre propio. Nada hay dentro, nada hay al fondo, la memoria
infiel es más infiel aún de lo que Juan Campos llegó a ser con
Matilda cuando, a la vez que se dejaba amar, resentía el rumbo que
la vida de Matilda iba tomando. Un rencor minúsculo fue la forma
que la infidelidad adoptó en su caso. Además, ya tenía la decisión
tomada. Lo negó. Esa negación fue un trámite. Un trámite
innecesario porque Juan, desde el primer momento, admitió la
validez de la decisión de Matilda de ejercer su carrera. Hubiera
sido preferible quizá que su relación hubiese sido más vulgar, más
convencional: si hubiesen sido un joven matrimonio medio en aquella
España de los ochenta, la decisión de Matilda de meterse en
negocios hubiera sido igualmente firme quizá, pero menos profunda,
más de moda. Al fin y al cabo eran tiempos de liberaciones, también
de la liberación de la mujer. Si la relación del matrimonio hubiera
sido más común de lo que era, hubiera habido una discusión, un
rifirrafe, un tira y afloja, un «no esperarás que me quede con los
niños solo», o un opuesto «no esperarás que me quede en casa con la
pata quebrada». Hubiera habido mutuos reproches y unas cuantas
reconciliaciones seguidas de reproches antes de que, finalmente,
Matilda hiciera su santa voluntad. Y en la idea misma de
reconciliación hubiera habido su poco de reproche, como el regusto
agridulce de las comidas chinas, una como redolencia del excesivo
ajo en los filetes rusos. Pero no hubo nada de eso, porque la
relación entre los dos no fue vulgar, nunca lo fue, ni al principio
ni después. Porque desde un principio, desde los primeros momentos
del mutuo apego físico, decidieron adoptar la idea rilkeana de que
el matrimonio consiste en dos soledades que mutuamente se respetan
y reverencian. Cuando se conocieron con veinticinco, y se
encontraron mutuamente hermosos y brillantes y se acariciaron y se
acostaron, les exaltó la idea, paradójica, de que eran dos
soledades en aquel mismo instante -no obstante el intenso apego que
entonces vivían- y que seguirían siéndolo siempre. Su noviazgo y
sus primeros años de matrimonio estuvieron presididos por esta
racionalidad paradójica de las dos soledades. Implícita, pues, en
esta noción de soledad en compañía, estuvo siempre la idea del
posible desarrollo independiente de cada uno de los dos. Juan se
consagraría a la meditación filosófica, a sus publicaciones y a sus
clases, y Matilda… Se consagraría a su propia vocación, fuese cual
fuese. Porque aquí sí hubo una cierta ambigüedad al principio. De
acuerdo con la tradición multisecular, Juan Campos desarrollaría su
vocación con su carrera, sus publicaciones y demás. El entusiasmo,
en cambio, que Matilda obviamente sentía y decía sentir por su
brillante carrera de económicas no acababa nunca de parecer del
todo a Juan -y quizá al principio ni siquiera a la propia Matilda-
una vocación tomada en serio. Debido en parte a la misma intensidad
del entusiasmo de Matilda, su vocación y habilidad para los
estudios económicos daban la impresión de ser un hobby. Tanta devoción ponía en entender y explicar a
su novio la balanza de pagos o las estructuras macroeconómicas de
la sociedad capitalista, que no daba la impresión de que eso fuera
nunca a constituirse en un serio proyecto vital. Y hubo, claro
está, el parón de los hijos. Matilda daba la impresión de que
jugaba a ser una economista brillante y que dedicaba a la economía
tanta devoción como suele dedicarse ajugar al golf o a montar a
caballo o a tocar el piano…, cuando uno no se propone ser más tarde
ni golfista, ni jinete ni pianista profesional. Por otra parte,
Matilda no dudó nunca a la hora de aceptar sus embarazos: lució su
maternidad en su elegante cuerpo las tres veces consecutivas que se
quedó embarazada e hizo toda la gimnasia prenatal que le dictó su
sensatez y los textos sobre el asunto que leía. No hubo, pues,
durante los aproximadamente quince primeros años necesidad alguna
de poner a prueba la descripción rilkeana de matrimonio. Sí
-aceptaban los dos-: eran dos soledades muy bien avenidas que se
gustaban y adoraban mutuamente. No había en la práctica divergencia
específica en los proyectos de cada cual. Los dos se habían
embarcado en el proyecto común de un matrimonio feliz y deleitable
cuyo fruto eran tres hijos estupendos, con la adición -ésta sí
peculiar y directamente inspirada por las costumbres anglófilas de
Matilda- de Emilia y Antonio. Por otra parte (y ésta era, a la hora
de hacer el recuento del asunto, una obvia tercera dimensión) había
el bienestar económico del que gozó desde un principio la familia
Campos. La gracia estaba en vivir austeramente en la abundancia y
el confort heredados. Sorprendía, eso sí, un poco al principio a
Juan, la completa ausencia de conciencia crítica de Matilda en lo
relativo a su heredada solvencia económica. Matilda, dejo- ven,
encarnaba, sin el menor remordimiento de conciencia, la imagen de
una rica heredera que vive austeramente, bienhumoradamente su
fortuna, porque lo elegante es vivir el gran dinero así. Todo
conspiró al principio a favor de la vida fácil: el concepto de las
dos soledades era sólo una elegante teoría adoptada por un
matrimonio de dos jóvenes ricos que se aman muchísimo y que en la
práctica no querrán ser, cada uno por su lado, una soledad distinta
e independiente de la otra. Y sin embargo el hecho fue que al cabo
de quince años, algo menos quizá, se habían convertido en esa por
definición paradójica figura de la pareja growing doser and closer apart. Y sucedió que,
siendo como habían sido siempre, inteligentes y autoconscientes,
cuando la bifurcación de los dos proyectos de cada una de las dos
soledades se hizo real, no había ya nada que decir, nada que
añadir, ya estaba todo dicho. Así que, por absurdo que parezca no
lo hablaron. No habían parado de hablar desde el día en que se
conocieron en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid hasta el
momento que Matilda decidió organizar Gesturpin. Cuando llegó ese
momento, sin embargo, siguieron adelante: pero eso no lo hablaron,
lo hicieron.
Por otra parte hubo en la decisión de Matilda una
circunstancia exterior, única en su género: la presencia tutelar de
los banqueros-scholars amigos de sir Kenneth, que se carteaban en
latín. Estas demoníacas personas no tuvieron jamás la menor duda:
la joven la maravillosamente guasona y ágil Matilda, que jugaba al
póker con su padre y con todos ellos, iba -casada y todo- a
irrumpir en bolsa como un asteroide inesperado. No hablaban de otra
cosa. Eran los altos directores de la Banca inglesa, que habían
hecho Clásicas (Greats) o Historia en
Cambridge y en Oxford, y que consideraban que nada preparaba tanto
para una eficaz gestión financiera como haber descifrado a Esquilo
en la juventud o recitar a Virgilio de memoria. Eran personajes
brillantes y velados, como mandarines de las complejas dinastías
imperiales chinas, que no aparecían en los periódicos o sólo raras
veces y que formaban parte de las asesorías financieras de la
Corona británica. Matilda los trató a todos desde muy joven y
cuando, de pronto anunció que se casaba con el hijo de un médico
español se sintieron todos humorísticamente descorazonados. Así que
cuando, tras la muerte de sir Kenneth, anunció Matilda que iba a
montar una gestoría financiera para inversores en bolsa y que iba a
utilizar su propio primer apellido Turpin reminiscente del célebre
Dick Turpin para designar su compañía les pareció a todos que por
fin Matilda había llegado a ser la que era desde siempre. Matilda
tuvo que reconocer, hablándolo con Juan, que la calurosa acogida
que su proyecto tuvo entre los banqueros fue determinante, si no de
la decisión misma, sí de ciertos aspectos estilísticos de la
decisión: sería una financiera de nueva planta. A finales de los
ochenta, muy pocas mujeres españolas o anglosajonas estaban en
condiciones de emprender un proyecto tan ambicioso como el de
Matilda y casi ninguna de obtener el asesoramiento y el apoyo
efectivo que un proyecto así necesitaba. Matilda sería la primera,
o una de las primeras, innovadoras: una mujer casada, con tres
hijos, con energía y gracia suficiente para, sin descuidar su vida
matrimonial y su familia, sacar adelante un complejo proyecto
financiero. La perspectiva de discutir con sus viejos amigos los
nuevos y vigorosos asuntos de la Bolsa Internacional comunicó un
suplemento de energía al corazón de Matilda. Por absurdo que
parezca, fue por este lado -el más externo a la decisión misma-
donde aparecieron las primeras quiebras de la confianza de Juan
Campos. Sintió que su mujer se enamoraba -metafóricamente, sin
duda- de un nuevo estilo de intelectual: el intelectual-hombre de
acción. Porque lo interesante para Matilda era que los banqueros
escoceses e ingleses que la apoyaban eran de verdad intelectuales
humanistas en una línea muy del XVIII, con un cierto aire de
déspotas ilustrados, de benevolencia distante y aristocrática, que
resultaba cautivadora, pero también, al menos para Juan Campos, en
parte difícil de asimilar, en parte hiriente. Y aunque Matilda
aseguraba que él mismo, Juan Campos, era su único scholar
verdadero, otra se le quedaba dentro a Juan, un endurecimiento
mínimo y, al parecer, inextirpable. De la misma manera que Matilda
no tuvo nunca remordimiento de conciencia por ser rica y disfrutar
austeramente de la fortuna de su padre, no tuvo remordimiento
tampoco a la hora de dejar a los hijos en casa con Juan y con
Antonio y llevarse a Emilia de asistente personal. En la
calcificación del endurecimiento minúsculo, pero inextirpable, de
Juan, este factor de la falta de sentimiento de culpa por parte de
Matilda tuvo una importancia considerable. Si Matilda hubiera, de
algún modo, sido vergonzante exigido con violencia su derecho a
realizar su propio proyecto profesional, a costa incluso de
abandonar la educación de sus hijos, si Matilda hubiera sido una
mujer más vulgar, la calcificación tal vez no se hubiera producido.
Una mujer más vulgar hubiera tratado de persuadir a su marido de
que tenía razón, de que tenía derecho, de que era legítimo tratar
de compaginar sus intereses profesionales con su vida familiar. Y
en la posible virulencia de este debate, hubiera sido posible
detectar -Juan lo hubiera detectado de inmediato- un sentimiento de
culpabilidad. Y ese sentimiento hubiera servido para lubricar el
severo desapego de Matilda a los cuarenta y tantos -porque desapego
fue, sin duda, y repentino sin dejar de ser por ello a la vez
paradójicamente una reafirmación de su amor por Juan y su familia-.
En lugar de justificarse Matilda organizó las cosas, la vida de los
hijos y la vida de la familia, con gran exactitud. Al irse Matilda,
llevándose consigo a Emilia, no fue con Juan con quien deliberó
durante largas horas acerca del programa de actividades escolares y
extraescolares de los niños, sino con Antonio Vega. Juan asistió a
este compacto curso de pedagogía doméstica con un sentimiento de
perplejidad y una punta de guasa, sólo para descubrir que ni
perplejidad ni sentido del ridículo embargaban en modo alguno a su
mujer o a su amigo. Desde un principio Antonio Vega tomó
completamente en serio su encomienda -que en lo esencial sólo era
una prolongación de las tareas de tutoría y supervisión que llevaba
ya realizando muchos años-. Le parecía a Juan, con todo,
sorprendente que Antonio no reprochase a Matilda o a Juan o a la
propia Emilia el que, con motivo del proyecto profesional de
Matilda, fuese a quedar él mismo separado de Emilia durante largos
períodos de tiempo. Juan llegó a plantear este asunto a Antonio en
una ocasión, aunque evitó referirse directamente a la situación de
Emilia y Antonio. Lo planteó como cosa más bien
suya:
–Yo me siento un poquito abandonado, Antonio. Echo de menos a
Matilda como tú, supongo, echarás de menos a Emilia. ¿No te sientes
tú como dejado atrás un poco, al otro lado de la puerta,
desactivado?
–No me siento así, no -contestó Antonio Vega-, porque no
estamos desactivados ni tú ni yo, ni tampoco estamos solos. Están
los niños, estás tú, están Emilia y Matilda que nos llamarán por
teléfono y que pasarán con nosotros varias veces al mes unos días.
Mi padre trabajó en la mina en Asturias muchos años y no venía por
Letona más que una vez al mes, o menos, y nunca nos sentimos
abandonados. Era natural que nos dejara en casa y se fuera a
ganarlo donde había de qué…
–Pero Matilda no tenía obligación de salir de casa para
ganarlo, ya lo tenía aquí. Matilda, a diferencia de tu padre, que
era pobre, es rica. Y el papel de Matilda en esta casa es el papel
que desempeñó muy bien tu madre. Y no el que desempeñaré yo ahora
haciendo las veces de Matilda, o tú, haciendo a la vez de padre y
madre sin tener por qué.
Algo así vino a ser la conversación. Juan Campos recuerda
esta conversación aún, aunque no recuerda en qué acabó aquello.
Tiene esta noche la impresión Juan de que no consiguió comunicar su
inquietud a Antonio, y que Antonio, con la misma naturalidad de
Matilda o de Emilia, daba por sentado que todos estaban haciendo
todo bien. Juan tiene idea de que Antonio añadió algo
así:
–Ahora no es como antes ya, más vale así. Ahora todo está
cambiando, pero todo seguirá igual, mejorará, si no nos empeñamos
en ver tres pies al gato.
Una respuesta insatisfactoria ésta en opinión de Juan. Quizá
no fue exactamente eso lo que dijo Antonio, sino sólo lo que Juan
recuerda.
Hubo bien mirado, más años de vida conyugal -unos dieciocho-
que de vida profesional para Matilda -unos trece-. En ambos casos,
Matilda estuvo siempre claramente expuesta. No hubo nunca
equívocos: Matilda nunca declaró que su ideal fuese la vida de
mujer casada entregada a la maternidad y a las tareas caseras. A
medida que los niños iban haciéndose mayores, Matilda fue pensando
que lo suyo estaba en los negocios. Y nunca lo ocultó. De tal
manera que Juan no pudo llamarse a engaño cuando, tras la repentina
muerte de sir Kenneth, tras la testamentaría ylos obligados viajes
entre Londres y Madrid, fue obvio que Matilda se ocuparía de la
fortuna familiar y que aprovecharía la oportunidad de activar una
posibilidad de sí misma mil veces imaginada pero nunca puesta en
práctica. Y fue fascinante que (aun habiendo declarado Matilda con
frecuencia que ésa era su intención) Juan nunca la tomara en serio.
Así que cuando Matilda alquiló un local en Madrid -unas oficinas- y
rehabilitó la oficina de su padre en la City londinense, Juan se
quedó asombrado. Pronunció una frase absurda:
–Esto viene a ser como la muerte. In
media vita in morte summus. Y la muerte no esclarece la vida,
simplemente la interrumpe, la vuelve absurda.
Matilda protestó. Negó que su dedicación explícita a los
negocios fuera equivalente a esa interrupción de la vida que es la
muerte. Y Juan fingió reconocer su exageración y retiró la
expresión. Los primeros viajes de Matilda e, incluso, sus primeras
jornadas laborales en Madrid para montar la oficina hicieron
sentirse a Juan muy solo.
–No sé qué hacer sin ti en casa -_declaró
Juan.
–Es sólo al principio es un cambio de rutinas, nada esencial
cambia entre nosotros.
Y era verdad. Hubo escenas cómicas: Juan reprochó en broma a
Matilda que le abandonara en plena abundancia:
–Me dejas en la abundancia, en una vida de lujo y
bienestar.
–Bueno, mejor, eso es bueno, ¿no?
–No, no es bueno. Es lo peor de todo. No tengo derecho a
quejarme. Me dejas perfectamente instalado. Hasta un buen servicio
doméstico en la casa, cosa que nadie tiene ya hoy en día. Pero
nosotros sí. Vivo como un rey.
–Pues eso es bueno -repitió Matilda.
–Pues no, no es bueno. Es lo peor de todo.
–Preferirías que te dejara arruinado? – llegó a preguntar
Matilda, riéndose.
–Francamente, casi sí. Me has convertido en un rentista. Si
me jubilara esta misma tarde con cuarenta y tantos, no pasaría nada
en absoluto.
–Pero hombre, Juan, una persona como tú no se jubila ahora,
ni con cuarenta ni con cien: mientras tengas energía intelectual,
mientras estés activo, intelectualmente despierto, no hay ninguna
diferencia entre tú y yo. ¿Querrías que me quedara aquí? Di la
verdad. Si tú me dices ahora mismo que pare todo, que lo deje todo
y que sigamos como estamos, yo…
–Nadie está hablando de que pares nada. Lo único que digo es
que no me dejas decir nada. No tengo nada que añadir. Has dejado
todo tan bien organizado que mi obligación es estar contento con la
presente situación. No tengo ni derecho al
pataleo.
–Bueno, pues no. No lo tienes.
Esta versión cómica de la situación alternaba con una no
formulada inquietud por parte de Juan y también, quizá, por parte
de Matilda. No obstante su entusiasmo por su nuevo proyecto,
Matilda sintió, a su manera franca de tratar las cosas, un
remordimiento no expresado, una sensación de que faltaba una cierta
perfección, la perfección del proyecto común de los dos. ¿Hubiera
sido preferible que se dedicaran los dos a los negocios? ¿Hubiera
sido preferible que se dedicaran los dos a la práctica y a la
teoría filosófica? ¿Hubiera sido preferible que Matilda hiciera un
cursillo acelerado acerca de lo bello y lo sublime en Kant, en
Schiller y en Schelling? Era una situación cómica y, a ratos, los
dos conseguían realmente reírse con ella. Pero la risa no acababa
de iluminarlo todo por completo. Fue desesperantemente simple. La
opción de Matilda era razonable. Implicaba sin embargo, algunos
elementos no convencionales que podían ser declarados objetivamente
discutibles: era verdad que los tres chicos estaban ya criados
-Fernandito, el más pequeño, tenía trece por aquel entonces-. Era
verdad que Juan se quedaba solo: incluso dando por supuesta la
buena voluntad de Juan, era imposible combinar las dos actividades
profesionales. Y este problema no lo tenía sólo una rica heredera
como Matilda, lo tenían ya muchas chicas de la edad de Matilda que
a finales de los ochenta dejaban su casa para ir a trabajar. Juan
era muy consciente de la situación: que Matilda fuese una rica
heredera no añadía nada esencial al problema: lo esencial era que
Matilda tenía una ocupación a la que dedicarse con seriedad y que
implicaba abandonar su casa. Todas las humildes secretarias tenían
el mismo problema. Los aún exiguos sueldos de una auxiliar
administrativa de la época (unas setenta mil pesetas de entonces)
tenían que dar para pagar a una asistenta que se quedara con los
niños desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y
salía del sueldo de la chica. Pero salir de casa, irse de casa no
era diferente: el problema era el mismo, la única diferencia es que
en la clase social de Matilda, y sobre todo en el mundo británico,
la educación de la prole la llevaron siempre a cabo los preceptores
y los criados. Y así seguía siendo en casa de los Campos, incluso
antes del despegue de Matilda. El peso de la educación recaía ya
entero o casi entero en Antonio Vega. Así que no tenía Juan Campos
argumento ninguno práctico, sino sólo un remusgo que oponer a
Matilda. Y dada la relación franca y abierta entre ellos, los
remusgos estaban de sobra. Siempre habían dicho los dos: lo que
tengas que decir, dilo. Incluso lo que creas que sientes, aunque no
estés seguro, dilo… Bien es cierto que era Matilda la que insistía
siempre en la transparencia completa, Y Juan, a fuer de filósofo
(la claridad es la cortesía del filósofo también en la vida
privada) asentía. Pero en aquella ocasión, la claridad estricta le
resultaba a Juan imposible de practicar: una voluntad de
transparencia ahora le desnudaba de un modo extraño, le ponía en
evidencia. No podía decir: siento unos celos que no son celos, pero
que sí son celos, de tus banqueros ingleses, los amigachos de tu
padre. Ya sé que son vejestorios la mayoría, mucho mayores que tú.
Pero presiento que entre tú y ellos dibujáis un círculo en el suelo
y os metéis dentro y yo quedo fuera. ¿Cómo no me voy a quedar fuera
si apenas sé lo que es una sociedad anónima?… Esto no podía
decirlo, porque Matilda hubiera contestado: pues si no lo sabes lo
aprendes. ¿No he aprendido yo lo de Schiller y la educación
estética del hombre? Pues tú lo mismo. Y era verdad que Matilda se
había apasionado especialmente al leer los artículos de Juan y al
discutir temas filosóficos. Juan tenía que reconocerlo: se había
esforzado no sólo en las sobremesas y tertulias: su inteligencia
rápida era muy hipercrítica y amiga del debate intelectual. No le
interesaba mucho la literatura (apenas leía novelas o poesías) pero
en cambio la apasionaba discutir ideas. Hubiese sido una competente
tutora de filosofía de habérselo propuesto. En cambio, lo contrario
no era verdad: la inteligencia de Juan Campos era verbosa, pero no
rápida: era más bien minuciosa, con Una
considerable habilidad para poner en conexión
entre sí datos aportados por la erudición histórica (tenía buena
memoria), pero rara vez alcanzaba una conclusión o una intuición
filosófica de un salto: era moroso y premioso. Era un académico
anticuado, aficionado a la especulación metafísica, que abandonaba
con gusto por el cotilleo con los colegas. Era aficionado a
discutir vidas ajenas: los doctorandos, los miembros del claustro,
los problemas de la facultad y el decanato… Todo eso lo aborrecía
Matilda. Ese claustro vuestro es paleto -decía Matilda-. Y la verdad es que cuando se reunían a cenar los
matrimonios del claustro, las bromas de Matilda al salir, imitando
a las doctas esposas, rebotaban en las fachadas del Madrid
nocturno. Decía: he ahí los catedráticos pot-au-feu, en compañía de sus señoras ex
seminaristas (una malignidad muy de Matilda ésta). ¡Era tan
divertida, tan mala! Tan capaz de tomar parte en aquellas cenas de
matrimonios académicos, que detestaba, y dar el pego. Juan tenía la
impresión, a veces, de que Matilda era casi inconsciente de sí.
Como si en su caso único la santidad fuera verdaderamente
inconsciencia. Podía ser maliciosa y a la vez santa. Y el efecto
que causaba en las cenas de matrimonios era cómico y conmovedor a
la vez. Desde el primer día la pareja causó un impacto notable. En
aquel tiempo Juan era sólo un profesor auxiliar, que acompañaba al
titular y poco menos que le llevaba la cartera. Las primeras cenas
fueron increíbles. Iban a cenar gamo al Pardo. Era a finales de los
setenta. Aún las esposas de los académicos del departamento de
Filosofía tenían un aire retro, años cincuenta, un résped ingenuo,
una mirada de reojillo que calibró instantáneamente la absoluta
elegancia de Matilda (que no podía haber elegido para las primeras
ocasiones trajes más lisos, más sin
pretensiones).
Juan Campos recuerda, esta noche interior del Asubio, el
estremecimiento de entonces, como si el viento exterior, un turbión
cantábrico, hubiese abierto de par en par una contraventana de la
sala: ¡el orgullo que sintió de estar casado con aquella criatura
exótica, elegante, ingeniosa, mordaz y compasiva al mismo tiempo!
La amaba. Cuesta creerlo ahora -piensa Juan Campos-, pero tal vez
con ocasión de aquellas cenas de matrimonios académicos, que se
celebraban con una periodicidad mensual, sintió que amaba a Matilda sin reservas, que amaba
él más, mucho más, de lo que él mismo era amado. No me elegiste tú
a mí, sino que te elegí yo a ti, Matilda -pensó entonces-. Y vuelve
a rumiar melancólicamente ahora, sabiendo que eso después no fue
verdad. Nada fue verdad. Que nada fuera verdad es el fundamento de
su presente melancolía, cronificada melancolía de superviviente, de
impostor. Soy un impostor, fui un impostor. ¡Qué pobres los
conceptos! Si no estuviera agotado -piensa Juan Campos-, si no
fuera ahora lo que he llegado a ser: el incapaz de proferir o
proferirse, esta simple frase soy un
impostor, requeriría una explicitación de mil folios. Esta
coquetería de los mil folios le entretiene por un instante: porque
le cuesta fijar la atención en lo que ocurrió en la Matilda de
entonces, sofocada por la Matilda inconvocable de ahora, la
fantasmal Matilda omnipresente que rehúsa toda presentación
emocional, toda presencia salvo la instantánea presencia cruel de
sus lacerantes apariciones y desapariciones. Echa de menos a
Antonio Vega. Ahí se detiene y ahí, en Antonio Vega, se tranquiliza
durante un buen rato. Mañana le contará todo esto a Antonio Vega.
Antonio sabrá terminar esta historia inacabada, este relato de
cristales rotos que se clavan en la carne de la conciencia como
espejos. Matilda era hermosa. Las esposas de los catedráticos
obtusas y perspicaces, garduñas, lo supieron desde el primer
momento y la adoraron desde el primer momento con su sencillez de
corazón pueblerina Y Juan se contempló en aquel espejo maravilloso
de la adoración que su mujer inspiraba en las esposas de los
catedráticos Porque sabía inglés y francés, porque sabía qué traje
de tarde era el traje de tarde apropiado, porque sus largos dedos
de uñas pulimentadas recordaban los guijarros de los veloces
regatos de montaña, porque era inaccesible cuanto más accesible. Y
que Matilda, al salir, se riera de ellas, era parte de la inocencia
afectuosa y maliciosa de Matilda: una combinación perturbadora que
hizo que Juan Campos, de joven, creyera que el amante era él y no
el amado. Y el caso es que Matilda -incluso con su brillante título
de Económicas- sabía mucho menos que las esposas de los
catedráticos, que eran todas licenciadas en esto y en aquello.
Sólo catan con inmaturo espíritu mil cosas
altas -Juan recuerda esta noche que cuando hizo esta referencia
a Píndaro, Matilda discutió con él furiosamente-: recuerda la furia
de Matilda, su ingenuidad furiosa, pero no recuerda el contenido de
la discusión. Y, sin embargo, eran incompatibles. El problema fue
siempre lo contrario de lo que parecía: no que Matilda no se
adaptara a las esposas del claustro, sino que las esposas del
claustro no se adaptaban a Matilda: sentían demasiada curiosidad
por ella: la encontraban demasiado guapa y demasiado elegante y
demasiado inteligente: la admiraban y su admiración era una barrera
infranqueable. Y Matilda se dedicó seriamente a sus hijos aquellos
años, y también se dedicó a Juan Campos porque le amaba: que sea
esto la piedra de escándalo, la contradicción de este relato:
Matilda Turpin nunca dejó de amar a Juan Campos. Ni cuando estuvo
con él ni cuando se alejó de él: siempre le amó apasionadamente e
hizo todas las cosas que los amantes apasionados y hasta suicidas,
hacen por el amor de quienes aman. La vida de Matilda durante los
primeros dieciocho años de matrimonio fue lisa y llana, clara como
un mapa escolar, con todas las provincias en colores y los ríos
color agua y los montes color brezo.