Quinta parte
La orilla del mar
- I -
Cortijeros y cortijeras. —De Murtas a Turón. —Acerca de los higos. —De cómo mi primo clavó clavos
Asomó al fin por las doradas puertas del Oriente, que se decía en mejores tiempos, el día de nuestro viaje al mar. Llegó, sí, aquel día tan suspirado; y transcurrió; y desapareció muy luego para siempre, como todos los de nuestra falaz existencia… Pero en verdad os digo, aunque ello os parezca inverosímil, que, si grande es el entusiasmo con que lo vimos amanecer, mayor es aún la satisfacción con que lo recuerdo en este instante. ¡Tan lejos estuvo de defraudar nuestras esperanzas, y de aventuras tan honrosas (para nuestros caballos especialmente) es hoy la memorable fecha!
Mas procedamos con el debido orden; a cuyo efecto, volvamos a principiar este capítulo.
[…]
Cuando salimos de Murtas, que no fue tan temprano como se había dispuesto la noche anterior, entraban en el lugar numerosas bandadas de hombres, mujeres y niños, ora a pie, ora en mulos, jumentos o caballos, y todos vestidos con esmero. Era la población de los 107 cortijos antes mencionados, que acudía a la Función de las Palmas o Misa de los Ramos, como allí se dice. (Nosotros habíamos oído otra menos solemne).
En aquellas alturas hacía un frío espantoso. Las campesinas llevaban, pues, echada sobre la cabeza, a guisa de manto, la falda del zagalejo; y como quiera que los tales zagalejos estén todos forrados de bayeta verde, amarilla o encarnada, y debajo de ellos aparezca otra saya de la misma tela, y por lo general del mismo color, aquellas mujeronazas, airosas y gallardas de suyo, resultaban sumamente bellas y elegantes… suponiendo que se las considerase desde el punto de vista artístico… y desde lejos, por añadidura. Ya que no la estatuaria gentil, traían a la imaginación la pintura mural cristiana, o sea aquellos grandes frescos en que tan frecuente es ver vestidas de un solo color las épicas mujeres de la Biblia. En cuanto a los cortijeros, llevaban una especie de tabardo con esclavina y un sombrero de extensas alas. Con semejante equipo, más parecían soldados de Felipe II que descendientes de los moros. Y a la verdad, su abolengo era aquel y no este, como ya demostraremos en su día…
Pero tampoco va ahora la relación a mi gusto. Principiemos por tercera vez.
[…]
El camino de Murtas a Turón se reduce casi todo a una pendientísima cuesta, de tres cuartos de legua de longitud, que termina en la rambla de este último nombre.
Nosotros, previo el oportuno acuerdo, anduvimos a pie aquellos tres cuartos de leguas, a fin de entrar en calor; lo cual no fue maravilla que consiguiéramos al poco rato; pues, a medida que descendíamos, subía la temperatura, adelantaba la Estación, cambiaba la flora y se enriquecía la fauna…; de modo y forma que, cuando llegamos a lo hondo, nos vimos rodeados de tropicales pitas y otras plantas costeñas… ¡y de moscas de 1872!
(¡Ahora es cuando va esto en regla!).
Una vez en aquella calorosa rambla, montamos a caballo; y, en una trotada, recorrimos un buen trozo de sus arenas; en otra, bastante más difícil, subimos a un empinado monte; y, ya en lo alto de él, descubrimos que, a la parte opuesta, es decir, a la parte del mediodía, estaba hendido de alto a bajo por una frondosísima cañada, llena toda de verdura, de árboles en flor y de seculares higueras…
Eran las ilustres higueras de Turón; las madres de los higos que han hecho célebre aquel lugar.
Nosotros no pudimos menos de saludarlas con profundísima veneración. ¡Llevábamos tantos años de admirar sus productos, sus obras, sus hijos… (sus higos quise decir)! Sentimos, pues, al verlas una emoción análoga a la del viajero que visita en escondido villorrio a los modestos padres de un grande hombre público.
Por lo que toca a los higos en sí, su reputación no puede ser más merecida, y yo espero que con el tiempo salve los Pirineos y se extienda por toda Europa. Son más chicos que los de Smirna y mayores que los de Cosenza; y, por su delicadeza y dulzura, recuerdan los de Tusculum, tan celebrados por el Cónsul M. T. Varron, en su libro De re rustica, y muy apreciados todavía en los mercados de Roma con el nombre de Higos de Frascati. Sabido es que Frascati ocupa el mismo lugar en que existió la antigua Túsculo. En cuanto al paladar de los hombres, se ve que siempre es el mismo.
Macrobio, Præfectus cubiculi de Teodosio el Joven, hace notar, en sus curiosísimas Saturnales, que la higuera es el único frutal que no echa flores, y luego clasifica a la higuera blanca entre los árboles de buen agüero y a la higuera negra entre los árboles fatídicos protegidos por los dioses del Averno. Afortunadamente para Turón, allí se dan lo mismo los higos blancos que los negros y por consiguiente, sus habitantes no se hallan indefensos del todo, sino, a lo sumo, en la llevadera situación en que el maniqueísmo nos suponía a todos los humanos.
Mucho más cómodo fuera, sin duda alguna, para los moradores de Turón no tener que habérselas sino con higueras blancas; como los maniqueos se habrían alegrado de que el principio del bien reinase sin rival en el mundo; pero ¡ah!… el bien absoluto es imposible aquí abajo, —y hasta sería inconveniente, según nuestra misma Sagrada Teología—. Continuemos, pues.
* * *
Aquella fértil y deliciosa cañada sirve como de triunfal avenida a Turón, y desde que se entra en ella, forma uno completo juicio de la riqueza del lugar a que conduce, como las hileras de monumentos y sepulcros de la Vía Apia anunciaban antiguamente al viajero toda la gloria y la importancia de Roma.
Turón, adonde llegamos a las diez (cuando, según el programa del día, debíamos de haber llegado a las ocho), tiene 2903 habitantes, inclusos los de la Cortijada de Guarea, que consta de veintiuna casas, y los del caserío de Diétar, que se compone de catorce. Es un pueblo sumamente alegre, de apacible temperatura, defendido a un propio tiempo de los vientos del Norte y de los de África por los cerros que lo rodean, y más costeño ya que serrano. Además de sus clásicos higos, produce almendras, trigo y cebada. Beneficia minas de plomo; y, en fin, su nombre tiene el alto honor de ser de origen latino: TUROBRIGA, diz que se llamaba antaño.
Debido quizás a esta etimología, los moriscos turonenses se singularizaron entre todos los de la Alpujarra por la benignidad con que trataron a los cristianos el día del Alzamiento de aquel lugar. «… Los del lugar de Turón (dice la Historia) recogieron diez y ocho cristianos que allí vivían, y, porque los Monfíes no los matasen, los acompañaron hasta Adra y los pusieron en salvo con todos sus bienes muebles». Ahora: si más adelante los moriscos de aquel pueblo quitaron la vida al famoso capitán DIEGO GASCA, ya hemos visto que se les dio harto motivo para ello; y bien caro les costó; pues (según la Historia añade) «los soldados que se hallaron presentes mataron luego al matador y a los que con él estaban; y se airaron tanto viendo el desdichado suceso de su capitán, que sin otra consideración tocaron arma a gran priesa, y, dando, igualmente en los vecinos armados y desarmados, mataron ciento veinte de ellos, y robaron el lugar, captivaron todas las mujeres y niños, y, dejando ardiendo las casas, volvieron a su alojamiento y repartieron la presa…».
Mal año para las higueras blancas.
* * *
Los honores de Turón nos fueron hechos (todo esto es francés puro) por aquel mi antiguo condiscípulo y noble amigo que nos acompañaba hacía tres días, y por otro respetabilísimo caballero, cuyo hijo primogénito figuraba ya también entre los expedicionarios. Ambos querían llevarnos a su respectiva casa; y, para transigir tan generosa contienda, dividímosnos en dos secciones, tocándome a mí recibir merced de mi condiscípulo, o, por mejor decir, de sus venerables padres, ¡que Dios le conserve muchos años!
Admirablemente lo pasamos unos y otros convidados: tan admirablemente, que, cuando nuestra sección, que era la más ejecutiva, cayó en la cuenta de buscar a la otra, a fin de emprender la marcha, eran ya las dos de la tarde… ¡¡¡Las dos de la tarde… y, según el programa primitivo, debíamos haber salido de Turón a las diez o las once de la mañana!!!…
Los verdaderamente perjudicados por un retraso tan considerable, éramos mi primo y yo. A los demás expedicionarios les sobraba todavía tiempo para realizar sus planes y cumplir sus compromisos, reducidos a trasladarse directamente de Turón a Albuñol, distante de allí unas tres leguas, y a llegar a esta villa antes de las ocho de la noche. Así es que los encontramos fumando tranquilamente, arrellanados en sendas butacas.
¡Pero nosotros teníamos necesidad, capricho, voto hecho, palabra comprometida, resolución formada, en fin, de ir a Adra aquel mismo día, y tanta obligación como los demás de estar en Albuñol a las ocho en punto, si no queríamos ser los últimos de los huéspedes, de los comensales, de los amigos, de los caballeros y de los hombres!
Es decir, que nosotros, para acudir a ambas partes, y suponiendo que solo nos detuviéramos una hora en Adra, tendríamos que andar ocho leguas en cinco horas… ¡por caminos alpujarreños!
—¡Imposible, señores, imposible! —nos dijeron los hijos del país—. No les queda a ustedes más remedio que renunciar a una de las dos cosas: o a ir a Adra esta tarde, o a estar en Albuñol a las ocho de la noche.
—¡Cómo imposible! —prorrumpí lleno de asombro y de despecho—. ¿Nos creen ustedes unos mandrias porque hemos nacido en terreno llano?
—Completamente imposible; a menos que hubiesen ustedes nacido águilas.
—¡Con que es imposible! —volví a exclamar desesperadamente—. ¡Y me lo decís ahora!
Aquellos crueles se encogieron de hombros, sin poder disimular la risa. Mi desesperación era para ellos un triunfo. Desde por la mañana temprano habían estado prediciendo que los novicios acabaríamos por renunciar a aquel descabellado proyecto de ir a Albuñol pasando por Adra.
—¡Estoy perdido!… —me dije, pues, con desconsuelo.
Y miré en torno mío, como buscando un rincón del mundo en que ocultar mi vergüenza.
* * *
Entonces observé que unos ojos estaban fijos y como clavados en mí desde lo hondo de la sala, con una expresión indefinible.
Eran unos grandes ojos moriscos, llenos de luz y de energía, que indudablemente me interpelaban, me reconvenían, me pronunciaban un discurso, protestaban, en suma, contra todo lo que allí se estaba hablando…
Eran los ojos de mi primo; —de aquel primo mío, más semítico que jafético, que me acompañaba desde las orillas del Genil, y a quien ya califiqué, en la primera parte de esta obra, de «camarada tradicional e indispensable de mis reiteradas excursiones a caballo por aquella provincia»—.
Eran los ojos de mi primo PEPE; más que primo mío por el corazón, según que también expuse entonces, y acerca del cual añado ahora que, si llego a sobrevivirle, no volverá nunca a montar a caballo sin rezar un Padre Nuestro por su alma mora…
Eran, sí, sus ojos los que relucían en el fondo de la sala.
Tan luego como reparé en aquella mirada fulgurante, me acerqué a él con cierto disimulo; hícele seña de que me siguiese, y, llegado que hubimos a la pieza inmediata, le hablé y me contestó en estos términos:
—José, tú tienes algo que decirme…
—Sí.
—Y lo que tienes que decirme es que tú y yo podemos ir a Adra esta tarde…
—¡Sí!
—Y estar en Albuñol a las ocho de la noche…
—¡¡Sí!!
—Probando de este modo a los hijos de la Alpujarra…
—¡¡Sí!!! ¡¡¡Sí!!!
—Que aún hay hombres capaces de hacer marchas como las de ABEN-HUMEYA…
Mi primo se contrajo como un epiléptico al oír estas palabras; volviose rápidamente hacia una pared; dio en ella dos o tres golpes con el puño, cual si clavase un clavo, y repitió, con el acento de un entusiasmo arrebatador:
—¡Eso! ¡Eso! ¡Eso!
—Pues calla, y sígueme.
Siguiome sin rechistar.
Cuando mi primo clava clavos, todo está dicho.
Bajamos a la cuadra, y nos pusimos a arreglar nuestros caballos por nosotros mismos.
Pero en tal instante se nos presentó aquel viejo del Albaicín que desempeñaba el alto cargo de Criado Mayor de la expedición, y nos dijo, medio riendo y medio llorando:
—Yo quiero ir con ustedes…
—¿Adónde?
—A Adra y ¡al fin del mundo! Yo sé el camino de la costa.
—Pues ¿quién le ha dicho a usted que nosotros vamos a Adra? —exclamó mi primo.
—Yo que me lo he figurado.
—¡Mal hecho!
—No lo he podido remediar, D. José.
—A propósito, Pepe, —díjele entonces— ¿conoces tú el camino?
—No tiene pérdida… En bajando siempre, de fijo legaremos al mar…
—Eso es indudable… —repuse yo equívocamente.
—¡A lo menos, así viajan los hombres de nuestra hechura! —añadió él con toda la gracia que Dios le ha dado.
—Y el camino de la costa, desde Adra a la Rábita ¿lo conoces?
—¡Tampoco! Pero, en siguiendo la orilla del mar hacia Poniente…
—No me digas más. ¡Comprendido!… Veo que los años no pasan por ti…
—Sin embargo, —observó el criado—, hay puntas muy malas que evitar, y hace falta conocer las sendas que las cortan… máxime viajando de noche, como ustedes viajarán desde la Torre de Guarea en adelante. Pero yo he sido carabinero, y conozco toda la costa.
—¿Carabinero, o contrabandista? —preguntó mi primo.
—Las dos cosas, D. José.
—Pues a caballo, abuelo, —exclamé yo—, y no diga una palabra a nadie. Nosotros, Pepe, saldremos por la puerta del corral, como D. Quijote.
—Me parece muy bien; pero antes debemos dejar un recado a esos infames.
—Es verdad. Así no detendrán su marcha por esperarnos. Lo mejor es escribirles.
Y, diciendo y haciendo, escribimos con lápiz en una tarjeta las siguientes líneas:
«Son en Turón las dos y diez minutos. Salimos para Adra. Procuren ustedes estar en Albuñol antes que nosotros».
Como veis, el desafío era horrible. Teníamos que morir o vencer.
Entregamos la tarjeta a otro criado; montamos a caballo, y partimos.
Cuando ya íbamos andando, oímos la voz de los alpujarreños, que nos gritaban desde un balcón:
—¡Hasta mañana, caballeros! ¡Buen viaje! ¡Que duerman ustedes bien en Adra!
—¡Hasta esta noche a las ocho! —contestamos nosotros melodramáticamente.
Y metimos espuelas.
- II -
Viaje aéreo. —Vista de Berja
No hay hombre cuerdo a caballo.
(Adagio español).
Una vez fuera de Turón, nuestro primer cuidado fue repartir el tiempo de que podíamos disponer.
—De aquí a Adra —dijimos— hay tres leguas de montaña, con muchas más cuestas abajo que cuestas arriba, lo cual es un gran inconveniente para correr a caballo… No podremos, pues, andarlas en menos de tres horas; y eso, apretando muy de veras. Pongamos tres horas menos cuarto. —De Adra a Albuñol hay cuatro leguas, casi todas de playa o rambla, con algunas puntas o promontorios que bajar y subir… Supongamos que las andamos en dos horas y media, aunque en la arena se camina detestablemente… Nos quedan treinta minutos que dedicar a Adra, a fin de ver al amigo que nos espera, documentar nuestro paso por allí y dar algún descanso a los caballos… ¡Poco es! Necesitamos ganar otro cuarto de hora desde aquí hasta Adra, yendo en dos horas y media…
—¡Imposible! —exclamó el antiguo carabinero—. ¡Todo lo que han dicho ustedes es imposible!
—¡Anciano! Eso… ya nos lo advirtieron en Turón, —contestó mi primo—. ¡Pero precisamente se trata de hacer imposibles! Son las dos y cuarto… ¡A las cinco menos cuarto… en Adra!
—¡Encomiéndese usted a Dios, abuelo! —añadí yo, por vía de resumen.
Y pusimos los caballos al galope.
Afortunadamente, estos eran ya muy maestros en punto a caminos de la Alpujarra. De lo contrario, no hubiéramos podido, o habría sido peligrosísimo para ellos y para nosotros, hacerles trotar y galopar por donde trotaron y galoparon aquel día; que fue (para decirlo de una vez) por todas partes; cuesta abajo, cuesta arriba, sobre peñascos, entre breñas, por las cumbres y por las laderas de los más espantosos derrumbaderos…
Sin embargo, pronto nos dimos cuenta de que no adelantábamos todo lo que queríamos, todo lo que necesitábamos… En primer lugar, a lo mejor, teníamos que bajar trancos o peldaños de escaleras naturales que conducían a los profundos infiernos, y por las que no se podía menos de ir al paso… En segundo lugar, nos perdimos una vez, tomando la senda de un cortijo por el camino de Adra… Y en tercer lugar, hacía mucho viento, lo llevábamos de cara, y su violencia era horrorosa en las desamparadas cimas de —aquellos montes, últimos ya del continente, y, como tales, entregados a toda la saña de los vendavales marinos—.
Pero nosotros no cejábamos por eso… Quiero decir, nuestros caballos no cejaban. Antes parecían poseídos de un vértigo, o enterados de lo que ocurría. Así es que volaban materialmente.
Algunas veces, y a causa de las revueltas del camino, les cogía el aire de flanco… Entonces corrían de bolina, como los buques; esto es, medio tendidos hacia el flanco opuesto, con una rapidez y violencia indescriptibles.
No lo iba tan bien al pobre criado. Su caballo valía menos que los nuestros. Así es que empezó por quedarse atrás… Luego vimos volar un sombrero, arrebatado por el aire… En seguida desapareció el jinete, sin duda en busca del sombrero, y ya no divisamos más que el caballo, atado a una chaparra… allá… en una loma que nosotros habíamos pasado hacía algunos minutos.
Después… no volvimos a saber más ni del sombrero, ni del jinete, ni del caballo; —hasta que, al día siguiente por la tarde, presentose en Albuñol el antiguo carabinero, a pie, con un pañuelo atado a la cabeza y llevando a remolque al pobre animal, que se había quedado cojo para toda su vida—.
Pero volvamos a nosotros. Nosotros corríamos, como digo, en lucha con el viento, a una altura inmensa sobre el nivel del mar, y ya muy próximos al fin de la Tierra… ¡No se concebía que hubiera medio humano de bajar de donde estábamos adonde teníamos que bajar efectivamente! Parecía más bien que nos preponíamos lanzarnos a los ámbitos del aire cuando se nos acabara la Península, alta por allí como una inconmensurable ciudadela…
Ello es que marchábamos, casi rectamente ya, por las elevadísimas mesetas de una serie de lomas, con dirección al Mediterráneo, cuya soledad azul se dilataba a nuestros pies, como una campiña sin límites vista desde las murallas de una ciudad…
¡El mar! ¡El mar! Su olor, sus brisas, su frescura, su movimiento, su ruido… ¿A qué deciros más? ¿No encierran estas palabras un poema?
Y, sin embargo, aún el demonio de la poesía tentaba mi imaginación, mostrándole en otros lados nuevos reinos para el deseo, nuevas lontananzas seductoras…
De todo ello lo que más me enamoró y atrajo mis miradas, en medio de aquella vertiginosa carrera, fue una hermosísima población que estuvimos viendo sin cesar a nuestra izquierda, al otro lado de un hondo barranco, como a una legua de distancia en ocasiones, amorosamente guarecida en el seno de Sierra de Gádor y rodeada de oscuros bosques, de verdes siembras, de relucientes aguas, de todos los encantos de una naturaleza propicia.
Era la acaudalada Berja[47], la antigua Virgi de los Romanos, la Medina Barcha de los moros, aquella de quien se decía hace siglos que cada casa tenía un jardín, lo cual acontece también hoy; aquella a quien el gran poeta árabe Ibn-Aljathib llama «sitio risueño para el placer de la vista y lazo de seducción para el pensamiento; nube fecundante, Darain[48] de preciosos aromas, campo rico, harem seguro, hermosura manifiesta y oculta».
—Pepe, —le dije yo a mi primo, corriendo como íbamos—, ¿ves aquel delicioso pueblo, que blanquea y reluce a la luz del sol, entre densas masas de verdura, como una joya medio escondida en un canastillo de olorosas hierbas y gayas flores?… Pues es Medium Barcha, a cuyas puertas se riñó aquella sangrienta batalla entre el MARQUÉS DE LOS VÉLEZ y ABEN-HUMEYA en que ambos ejércitos quedaron destrozados, teniéndose que retirar este a Valor y aquel a Adra… ¿No te parece ver todavía correr por aquellos cerros al temerario morisco, al descendiente del PROFETA, al Rey de la Alpujarra quien, según dice Hurtado de Mendoza, era fácil distinguir entre todos en lo recio de los combates, por ir siempre vestido de colorado y precedido de su Estandarte Real?
—Pedro: yo no tengo ojos más que para mirar al sol, —contestó mi primo—: yo no veo más sino que se inclina mucho a Poniente: yo no veo más sino que hay que estar en Albuñol a las ocho, o ir a esconder nuestra vergüenza en un monasterio.
—Pepe, —repliqué yo, poniéndome de pie en los estribos, para mayor solemnidad—. Esas tus nobles palabras pasarán a los siglos venideros. Yo las escribiré en letras de molde, ya que no de oro, con la historia de estas descomunales hazañas que estamos realizando; y además, para que tu gloria sea completa, te dedicaré el capítulo. No puedo hacer más por ti.
Mi primo soltó… primero la carcajada y luego las riendas; quitose el sombrero, y, con él y con ambos brazos, dirigió un saludo al firmamento, como haciéndolo testigo de mi generosa promesa.
Entre tanto, su caballo, viéndose libre del freno, salía enteramente desbocado, y el mío detrás de él, sin que por eso se cuidase Pepe de recobrar las bridas; pues tenía de antiguo esa costumbre de abandonarlas en los momentos de gran entusiasmo y de regir entonces su cabalgadura con las rodillas y los talones, como los jinetes marroquíes.
Yo no sé de qué modo me arrebata más mi primo; si haciendo esto, o clavando clavos.
[…]
Las tres y media eran cuando trepamos al fin a la última cadena de montes, y empezaron a aparecer ante nuestros ojos, quiero decir, a nuestros pies, las playas alpujarreñas y las almerienses… rematadas todas en unas amarillas fajas de arena, a lo largo de las cuales corría la movible orla de blanca espuma en que a su vez concluía o empezaba el mar… ¿Empezaba o concluía? Yo no sé discernirlo.
El Cabo de Gata, a lo lejos; más acá la Punta de Roquetas, la de Balerma, y la de Dalias; barquichuelos pescadores en el undoso piélago; grandes buques cruzando en lontananza; la costa de África allá enfrente, como una vaga sombra, velada a la sazón por una tenue bruma; una inmensidad azul abajo; otra inmensidad azul arriba; el sol eterno, transponiendo del Mediterráneo al océano, en busca de la remota América… he aquí un resumen, tan rápido como las circunstancias lo exigen, de lo que vimos desde aquellas postrimeras cumbres…
Pero la verdad es que nosotros no pensábamos por el momento más que en Adra, en verla aparecer, en llegar a ella, en llegar a tiempo… Sabíamos que estábamos materialmente sobre sus tejados, aunque todavía a media legua de distancia, o más bien de elevación; pero hasta que la viésemos con los ojos no habíamos de descansar. ¡Podía haber cambiado de sitio; podíamos habernos equivocado nosotros y hallarnos a muchas leguas de donde creíamos; podía no haber existido nunca Adra sino en nuestra imaginación!
Asomámosnos finalmente a la misma playa que servía de base al encumbrado último cerro de aquella erguida sierra, y Adra no pudo ya por menos de dejarse ver…
Sí; allí estaba; a solas con el mar; debajo de nosotros; en un pequeño arenal amarillento; con sus grandes fábricas de fundición, cuyas altísimas chimeneas parecían obeliscos del tiempo de Sesostris; con sus ingenios de azúcar; con su empinado barrio antiguo; con su llano barrio moderno; con sus casas de un solo piso; con sus campos plantados de caña dulce; con su opulento río a lo lejos, donde se encuentra la histórica Alquería en que se bañaban los aristocráticos moros de Berja; con algún vaporcillo y otros buques de menor cuantía en su desabrigado puerto; con su aspecto, en fin, mixto de ciudad cubana, inglesa y berberisca…
—¡Loado sea Dios, que nos ha permitido ver a Adra! —dijimos, deteniendo los caballos para que respirasen un poco.
Eran las cuatro menos cuarto.
Habíamos andado más de lo convenido, más de lo imaginable…
Pero aún faltaba lo peor; que era bajar, y bajar de prisa. ¡Aquella última media legua (que apenas resultaría un kilómetro a vuelo de pájaro) podía entretenernos una hora, y, entonces, adiós todo lo adelantado!
—¡Pie a tierra! —dijimos, por consiguiente, después de aquel corto respiro—. ¡Ayudemos a los caballos a bajar!
Nos apeamos, en efecto, y nos precipitamos de cabeza por aquel cerro abajo; quiero decir, nos precipitamos de pies, sin hacer caso alguno de senderos y veredas, buscando siempre la línea más recta posible, ora deslizándonos como los torrentes sobre las penas, ora brincando de una en otra como las cascadas, y arrastrando detrás de nosotros a los caballos, —que acabaron también por cerrar los ojos al peligro y dar todos los saltos que les exigieron nuestros imperiosos tirones—. Indudablemente, tenían ya en nosotros una fe ciega.
Resultado: a las cuatro y media entrábamos en Adra.
Habíamos andado las tres leguas de sierra en dos horas y cuarto.
Habíamos ganado un cuarto de hora sobre nuestros últimos cálculos, a pesar de la avaricia con que los hicimos.
Podíamos vencer.
- III -
Una hora en Adra
En Adra, como en Murtas, era Domingo, y los marineros y pescadores estaban tan aseados y compuestos a la orilla del mar, como los labriegos y pastores que habíamos encontrado aquella mañana en lo alto del Cerrajón. Pero el traje variaba mucho. Los hijos de la calurosa Adra vestían, si a aquello puede llamarse estar vestidos, anchos y blanquísimos zaragüelles, llevando sobre los hombros una anguarina de paño negro con su correspondiente capucha. Parecían moros de Levante.
Todos se hallaban de asueto y holganza… ¡Y nosotros, por puro gusto, nos habíamos impuesto aquel día la ruda faena de tan fatigosa expedición! Los miré, pues, con envidia, y tuve lástima de nosotros.
Tal es el perpetuo contrasentido de la naturaleza humana.
También sentí como una especie de recrudecimiento de amor hacia el mundo abierto, público y conocido, hacia el siglo XIX, hacia la civilización moderna, cosas todas que no veíamos hacía algunos días, y de las cuales nos hablaban aquella villa tan industriosa, aquel olor a carbón de piedra, aquellos barcos en que se podía ir a todas partes, aquellas olas que surqué tantas veces… Causame, sí, cierta tristeza pensar que a la noche volvería a esconderme en el montuoso laberinto de la Alpujarra para poner de nuevo entre mí y el mundo redobladas barreras de montes y abismos, y todas las tinieblas de la incomunicación y el misterio…
Mas luego pensé en nuestros amigos de allí; en Albuñol, donde nos esperaban; en aquella apuesta que íbamos a ganar sin remedio; en el proyectado viaje a Sierra Nevada; en lo que sería pasar la Semana Santa en aquellas alturas; en el desenlace de la tragedia morisca…; y, acto continuo, resucitaron todos mis entusiasmos anteriores, enojome Adra, como la ciudad al cortijero, causáronme tedio y fastidio todas las perspectivas del mundo civilizado, y suspiré más que nunca por las soledades de la Alpujarra.
[…]
Barajando en mi imaginación tan encontrados pensamientos, y mi primo no sé cuáles en la suya, atravesamos al trote casi toda la villa, hasta llegar a cierta posada que nos habían dicho encontraríamos a lo último de la Carrera.
Una vez en aquel establecimiento, cuyo nombre no recuerdo ahora, nuestro primer cuidado fue encargar (del modo que se encargan las cosas cuando se quiere que se hagan) que tratasen a nuestros caballos a cuerpo de… caballos de rey, marcando al mozo el riguroso método con que había de refrescarlos, pensarlos y darles agua, —todo ello en el preciso término de tres cuartos de hora—.
En seguida fuimos a casa de un excelente y discretísimo amigo que nos había esperado toda la mañana, y que ya no contaba con vernos aquel día; el cual nos dio una carta para nuestros amigos de Albuñol, certificándoles que habíamos estado aquella tarde en Adra. Su digna esposa tuvo por su parte la amabilidad de poner unos barboquejos a nuestros sombreros, a fin de que no se los llevase el aire de las playas… (Aquella señora ha muerto ya, cuando escribo estas líneas…). Y habiendo tomado allí vino muy caliente con azúcar, medio eficaz de restaurar nuestras fuerzas, nos despedimos de la que nunca más habíamos de volver a ver en este mundo.
A continuación nos llegamos al telégrafo (!), y pusimos varios despachos, recogiendo cuidadosamente los recibos, a fin de mostrarlos también a la noche en Albuñol. Si hubiera habido telégrafo hasta esta villa, ¡qué de cosas habríamos hecho decir a los alambres!
Finalmente, por consejo reiterado de nuestro buen amigo, tomamos un guía (muy andarín, según nos dijeron, aunque hombre de mar, como era del caso), para que nos indicase las puntas que debíamos evitar, impidiendo así que nos metiéramos en ciertos parajes, al parecer respetados por las olas, donde repentinos golpes de mar han hecho perecer a algunos viajeros imprudentes.
Arreglado todo esto, nos dirigimos a la posada en busca de los caballos…
¡Maldición! ¡Los caballos no estaban en la posada!
[…]
Pero no había por qué asustarse de tal modo. En aquel mismo instante los vimos asomar por lo alto de la Carrera.
Los habían llevado a ponerles algunos clavos que les faltaban en las herraduras; oficiosidad del mozo, digna por cierto de aplauso y recompensa…
—¡Quién sabe —dijimos— si este pequeño retraso nos habrá evitado una completa derrota!…
Eran las cinco y cuarto largas.
A las cinco y media estábamos ya a caballo.
Habíamos perdido el cuarto de hora ganado en el camino. Nos quedaba el tiempo tasado (según nuestro primitivo presupuesto) para llegar a Albuñol a la hora de la cita…
—Mucho tienen ustedes que correr… —exclamó nuestro amigo con penosa desconfianza.
—¡Ca! ¡No llegan! —le había dicho ya por lo bajo el posadero.
—Espero llegar antes, —contesté yo, metiendo espuelas.
—¡O antes… o nunca! —añadió mi primo, arrancando detrás de mí.
El guía iba corriendo a lo lejos, por la playa en que desemboca la Carrera, haciéndonos señas de que lo siguiéramos.
¡Desgraciado! ¡No sabía él en la que se había metido!
- IV -
Playas y puntas. ¿Llegamos o no llegamos?
Tan luego como salimos de Adra, enderecé a mi primo el siguiente discurso, al compás del galope de nuestros caballos:
—Pepe: Acabamos de estar en la antigua Abdera, importante colonia fenicia… Acabamos de hollar la primera tierra que pisaron SAN TORCUATO y los demás Varones Apostólicos, discípulos de SANTIAGO el Mayor, cuando desembarcaron en Andalucía, a fin de propagar la fe de Cristo… Desde aquí penetraron en la Alpujarra, y, pasando el Puerto de la Ragua, se encaminaron a Guadix, nuestra ciudad natal, desde donde se repartieron por otras comarcas, y de este modo, según habrás leído, u oído leer, en la Lección Sexta del Oficio de San Torcuato, que con tal solemnidad se celebra en la catedral de nuestro pueblo, CECILIO llegó a ser obispo de Granada (Illiberi), TESIFON de Berja (Virgii), Segundo de Ávila (Abulæ), INDALECIO de Almería (Urci), ESIGNIO de Cazorla (Cartejæ) y EUFRASIO de Andújar (Illurturgi), quedándose TORCUATO en Guadix (Acci), que es, por ende, la silla episcopal más antigua de toda España.
—Antójaseme —dijo mi primo— que eso de Ávila debe ser Abla, la villa de la provincia de Almería en que estuvimos hace años…
—Lo mismo he pensado yo alguna vez; pues, en efecto, parece raro que todos los Varones Apostólicos se quedasen en Andalucía la Alta, y que Segundo se fuese solo a Castilla la Vieja. Pero la verdad es, querido primo, que en Ávila hay una célebre, antiquísima iglesia de SAN SEGUNDO, y que SAN SEGUNDO, según todas las historias, fue el primer obispo de aquella ciudad…
—Yo no he estado en Castilla, —replicó mi primo.
—Ya lo sé, Pepe. Pues, como te iba diciendo, o como te pensaba decir, esta playa en que nos encontramos es además la última tierra de España que pisó BOABDIL el Chico… Aquí se embarcó para África el desventurado Rey; y de aquí salieron también luego millares de moriscos, expulsados del suelo que habían cubierto de flores… Pero otro día hablaremos de la expulsión… Te contaré, en cambio, ahora la tremenda aventura del DAUD, de que todavía se acordarán las arenas que recorremos en este instante. El DAUD, Pepe, era uno de los jefes de los Monfíes, el cual, antes de la rebelión de ABEN-HUMEYA, pensó ir a África en busca de auxilios para principiarla por cuenta propia. Vino, pues, a Adra, a fin de embarcarse, y siguiéronlo algunas mujeres, que decían tener prisa de ser moras en libertad… Viendo que no pasaba ningún barco, el DAUD alquiló el de un pescador morisco, llamado NOHAYLA: pero este le avisó a su amo, que era cristiano, y se llamaba GINÉS DE LA RAMBLA, si mal no recuerdo. GINÉS hizo entonces agujerear la barca y tapar los agujeros con cera…
—¿Y qué? ¿Se ahogaron todos?
—No; ninguno; porque los agujeros se destaparon a muy poca distancia de la orilla, y a los gritos de las mujeres acudieron lo mismo cristianos que moros y salvaron a todos los náufragos. Lo que se ahogó por entonces fue el proyecto de insurrección, pues el DAUD, en su fuga por la playa, perdió una bolsa de papeles que ponían en descubierto todos los planes de los moriscos.
[…]
Durante este coloquio, nuestros caballos traían entre manos una cuestión no menos interesante, que nos estorbaba adelantar todo lo que deseábamos.
La mar estaba algo revuelta, y sus olas, después de llegar a la rompiente de aquella playa tan suave, se extralimitaban, por decirlo así, extendiéndose tierra adentro en dilatadas sábanas de hirviente espuma que pasaban a veces bajo los pies de los nobles brutos.
Veíanse, pues, estos a lo mejor metidos en medio del mar, rodeados por todas partes de un agua que rugía, que los golpeaba y que les olía de distinto modo que la de los ríos…
Los pobres eran del interior de la provincia, y no habían visto nunca a aquel monstruo inconmensurable que parecía pugnar por tragárselos. No era mucho, por consiguiente, que, a pesar del dominio que ya ejercíamos sobre ellos, de su noble condición y de la confianza que les inspirábamos, temblasen, se reteniesen, marchasen contraídos, sin quitar ojo de las olas, y que, al verlas venir, diesen unas bruscas huidas de costado, que nos hacían perder mucho tiempo, ya que de manera alguna los estribos.
Para allanar semejante dificultad, tuvimos que acometerla de frente, obligando a los caballos a caminar algunos segundos, no ya a lo largo de aquella ancha orla de espuma, sino mar adentro, de cara al enemigo, como si pretendiésemos que vadeasen toda la extensión del Mediterráneo con dirección a la costa de África. Ellos se resistieron al principio por la buena, y como dándonos razones; pero nuestros halagos y nuestra autoridad acabaron por convencerlos, y entraron en el agua hasta que les llegó a las corvas. Entonces los paramos, y cuando hubieron resistido dos o tres de aquellos envites, muy desmayados por cierto en una playa tan mansa y tan reciente (el Mediterráneo se ha retirado de Adra cerca de un kilómetro en los últimos cincuenta años), respiraron con satisfacción y como diciéndonos que ya estaban tranquilos.
Los habíamos curado de espanto efectivamente, y, en adelante, lo mismo les importó galopar sobre espuma que sobre arena.
[…]
A todo esto, el marinero que habíamos tomado como guía, y que recuerdo era un hombre muy alto (circunstancia rara en los andarines), nos llevaba todavía alguna delantera… gracias a lo poquísimo que hasta entonces habían andado nuestros caballos.
Revolaban acá y acullá algunas gaviotas, indicio de borrasca, y el guía, corriendo, volando materialmente por la orilla del mar, con sus anchurosos zaragüelles y su anguarina de flotantes mangas, blancos aquellos y negras estas, parecía a lo lejos otro pájaro marino, mensajero de desventuras.
Los caballos, libres ya de todo miedo, no tardaron en recobrar el tiempo perdido, y volaban a su vez en demanda de una fragosa punta, o prolongación de las sierras alpujarreñas, que se adelantaba al remate de aquel angosto arenal, para luchar cuerpo a cuerpo con las olas, cerrándonos completamente el camino. Los pobres animales creían sin duda que iba a terminar allí nuestra jornada.
En cambio, el guía principió a flaquear… De vez en cuando se paraba, volvía la cabeza hacia nosotros, se limpiaba el sudor y tornaba a salir corriendo.
En tal momento, vimos que una mujer bajaba, o, mejor dicho, se precipitaba de roca en roca desde lo alto de aquella punta, como para atajarnos el paso, levantando los brazos al cielo con la mayor angustia o cruzando las manos con desesperación…
Ninguna actriz, ningún pintor ha imaginado nunca actitudes más dramáticas y conmovedoras. Parecía aquella mujer el numen de los peligros, el genio de los náufragos, la divinidad de aquel promontorio, deplorando con anticipación todos los desastres que la tempestad traería consigo…
El guía, tan luego como la hubo visto, torció su rumbo Y encaminose hacia ella con redoblada celeridad, dándole grandes voces, como si a su vez quisiese prevenir alguna desgracia…
Nosotros arrancamos también a todo escape en la misma dirección y llegamos al propio tiempo que él al pie de la enhiesta punta, en cuya ladera se había detenido la aparecida, atajada por una cortadura de las rocas.
El hombre del mar no estaba menos aterrado y afligido que la mujer de la montaña.
—¿Qué sucede? —gritó él desde lo hondo.
—¿Qué pasa? —gritó ella desde lo alto.
—¿Qué tienes, mujer? ¿Qué tienes? —añadió aquel, trepando por las peñas.
—¿Y el niño? ¿Qué le pasa a mi hijo? —preguntó esta con desgarrador acento.
—¡Mal haya seas, mujer! —exclamó entonces el hombre—. ¡Buen susto me has dado!
Y se sentó en el suelo, reventado, jadeante, bañado de sudor.
—El niño viene detrás de mí… —añadió en seguida—. Míralo por dónde asoma…
En efecto, allá, lejísimos, se veía un puntillo blanco que corría por la arena de la playa.
—¿Lo ves?
—Sí: lo veo. ¡Ay! ¡Dios me perdone! —exclamó la pobre madre, poniéndose en cruz—. Al verte venir de esa manera creí que el mar se había tragado al chiquillo.
—¡Ca!… repuso el marinero. Yo voy de guía. ¡Mira! Aquí te dejo el capote. Baja por él sin matarte… ¡Y hasta mañana, si Dios quiere!
Así diciendo, se levantó con gran trabajo, y echó a correr como un autómata.
El supuesto andarín estaba destrozado.
—¡Alto! —le dijimos entonces nosotros, que ya subíamos también el promontorio arriba—. Usted se queda aquí con su mujer y con su hijo. ¡Demasiado han padecido ustedes ya hoy por nuestra causa! De todos modos, ni usted, ni la misma Atalanta, podrían seguirnos al paso que vamos a tomar ahora.
El hombre se resistió, lloró, nos suplicó que le permitiéramos continuar acompañándonos; pero, vista nuestra tenacidad, hubo de reducirse a especificarnos, magistralmente por cierto, qué puntas podían doblarse sin peligro, siguiendo la orilla del agua, y cuáles había que cortar, pasándolas por encima.
Enterados de todo, nos despedimos de él y de su mujer, que al fin había logrado incorporársele; y escapamos hacia la cumbre, provistos, a falta de guía, de una infinidad de bendiciones muy dulces, muy tiernas y muy baratas.
—Aunque ya no lleguemos a tiempo, no me importa, —murmuré cuando estuvimos solos.
—¡Hay que llegar, sin embargo! —exclamó mi primo con más energía que nunca.
Pero creí notar que me ocultaba alguna cosa…
Puede que fuera una lágrima.
[…]
Dominada aquella punta, descubrimos a nuestros pies otra playa sumamente angosta, pero larguísima, a cuyo remate había un nuevo promontorio, coronado por una torre.
Era la Torre de Guáinos.
En un tiempo fue torre de moros: hoy es de carabineros… ¡Siempre el hombre preparándose contra el hombre!
En un abrir y cerrar de ojos bajamos a aquella playa, la recorrimos de un extremo a otro y llegamos al pie de la torre.
Entre el cerro que la sostiene y el alborotado mar quedaba en seco una estrecha faja de arena.
Ya nos lo había anunciado el guía…
Pasamos, pues, por aquella especie de istmo, y salimos a otra playa.
Al comienzo de ella estaba el caserío de Guáinos, consistente en una sola hilera de casas, delante de las cuales había un largo porche, que les servía de soportal a todas, cubierto de zarzas y sostenido por enormes pilastras blancas.
Ni en las casas, ni en el porche, ni en parte alguna, se veía alma viviente. —Sin duda por ser domingo; y Domingo de Ramos, los pescadores que allí habitan se habían ido a Adra a oír misa y a echar una cana al aire—. Eramos, pues, en aquel momento (¡oh melancolía!), dueños absolutos de la costa.
Pero nosotros nos bastábamos y sobrábamos a nosotros mismos, como suele decirse…
Pepe: ¿te acuerdas? Al cruzar a escape por debajo de aquel cobertizo, cuya elevación sería lo menos de seis metros, agachaste la cabeza cuidadosamente; y yo, que corría detrás de ti, solté una ruidosa carcajada.
—¿Por qué te agachas? —te pregunté.
—Porque esta tarde —respondiste— me parece que voy a dar con la frente en el mismo cielo, y me creo capaz, si me lo mandas, de descolgar el sol y traértelo para que lo apagues.
—Lo de traérmelo, —contesté yo—, estaría bien hecho, José mío; pero lo que es de apagarlo guardárame muy mucho. Precisamente estoy observando que él va a tardar muy poco en apagarse por sí mismo, dejándonos a oscuras en estos arrabales del planeta.
Así dije, viendo que, en efecto, el sol principiaba a descender al occidente.
—Podemos impedir que se nos ponga, —replicó mi primo—. ¿No marchamos en su misma dirección? ¡Pues corramos tanto como él!
—Pepe: el sol anda sobre la tierra setecientas cincuenta y cinco leguas por hora. Lo único que podríamos hacer, fuera pedirle a Dios que lo parase en nuestro obsequio, como lo paró en obsequio de Josué; pero ni nuestro viaje ni nosotros somos dignos de merced tan señalada.
—¡Pues entonces… metamos espuelas!
[…]
No sé qué más espuelas quería mi primo que metiésemos. Los pobres caballos no podían portarse mejor. El terreno huía bajo sus pies como la sombra de una nube… y, a pesar de las detenciones qué sufrimos al principio, habíamos andado una legua en menos de media hora.
A los pocos momentos (cerca de las seis en el reloj de mi primo: el mío se había parado tenazmente) se puso el sol detrás de la Sierra de Guálchos…
Al verlo desaparecer, sentí que me abandonaba la esperanza de triunfar. Quedábannos tres leguas de tierra desconocida que recorrer entre las sombras de la noche, sin más guía, camino ni sendero que las revueltas olas del mar, de las cuales teníamos que alejarnos muchas veces para enfrascarnos en las breñas de los promontorios…
Entonces comprendí toda la temeridad de nuestra empresa. De día hubiera sido difícil: de noche era mortal, desesperada, irrealizable.
Pero ya no había más remedio que seguir marchando.
El crepúsculo fue largo aquella tarde, y, durante él, corrimos espantosamente; mas cuando cerró la noche, los bramidos del viento, el rugido del mar y la oscuridad absoluta llegaron a imponer también a mi primo.
Lo digo porque callaba mucho y arreaba poco.
—¿A qué hora salió anoche la luna en Cojáyar? —preguntó al fin con voz desapacible.
—A las nueve. Lo cual quiere decir que saldría a las siete para estas playas. Tú sabes que en los breves horizontes de aquellos barrancos no se ve el sol ni la luna hasta que ya están casi en el zenit…
Mi primo volvió a callar.
[…]
Poco después, y en el momento en que íbamos a pasar una punta por la parte de abajo, creyendo que era de las que se prestaban a ello, oímos una voz que gritaba sobre nuestra cabeza:
—¿Adónde van ustedes? ¡Por ahí no se pasa!
Levantamos los ojos, y, a los reflejos del mar, vimos el brillo de un fusil entre las rocas de aquel promontorio.
—Pues ¿por dónde se pasa? —preguntamos nosotros.
—¡Por aquí arriba! —contestó otra voz más lejos—. ¡Ahí no hay camino! ¡Ahí no hay más que agua!
—¿Y quiénes son ustedes? —gritó mi primo con tanto recelo como osadía.
—Esa es otra conversación… —repuso el primero que había hablado.
Y sonó un pito.
—Estoy, —dijo la segunda voz.
La oscuridad era densísima.
—Son carabineros, —advertí yo a mi primo.
—¡Poco pitar! —exclamó entonces este con mucha sorna—. No somos contrabandistas.
—Aunque fuesen ustedes el mismo diablo, lo primero es que no se ahoguen, —dijo una tercera voz detrás de nosotros.
Y luego agregó, cambiando de tono como un ventrílocuo, y con acento de bajo profundo:
—Buenas noches, caballeros.
Era un carabinero del Reino, y pronto fueron cuatro los que nos rodeaban en las tinieblas.
—¿Adónde se va tan tarde? —nos preguntaron afectuosamente.
—A Albuñol.—¿Nos queda mucho?
—Dos leguas y media. A las nueve estarán ustedes allí. Pero ¡cuidado con las puntas! Esta noche hay que evitarlas casi todas. La mar está muy mala, y como no se calme a la salida de la luna, las olas llegarán a lo alto de nuestras torres.
—¡A las nueve! —pensé yo, con la angustia que podréis imaginaros.
—Vengan ustedes por aquí, —añadió otro de aquellos buenos hombres.
Y nos condujeron a una vereda que pasaba por encima del promontorio.
Luego que nos hubimos despedido de ellos.
—¿Has oído? —le pregunté a mi primo.
—¡Adelante! —contestó este, sacando fuerzas de flaqueza, o confiando en algo que no se me alcanzaba.
Corrió él, pues, a toda brida, sin saber por dónde, y yo lo seguí maquinalmente, sin más aliento que el que me prestaba su tenacidad inquebrantable, muy parecida al fatalismo mahometano.
[…]
Y así cruzamos playas, doblamos puntas, saludamos torres, cortamos promontorios, durante no sé cuánto tiempo, en medio de la orfandad de la noche, entre los bramidos del viento y el estruendo de las olas, entregados al instinto de los caballos, aunque sin dejarlos descansar un momento, y esperando a cada instante que un tropezón en las cuestas arriba, un resbalón en las cuestas abajo, o un hundimiento de la floja arena que a veces atravesábamos entre golfos de espuma, pusiese fin a aquella insensata carrera.
Yo había perdido la conciencia de la hora que podría ser.
Una vez se la pregunté a mi primo, y este me contestó en unos términos tan grandiosos, que diome vergüenza de volver a preguntársela.
—La que sea es, —me dijo—. Nosotros no podemos andar más de lo que andamos o llegamos o no a la hora de la cita. El resultado dirá. Lo que haya de suceder… ¡está escrito!
No hubiera hablado mejor un árabe.
Pero pronto se encargó el cielo de sacarme de dudas, o sea de acabar con mis esperanzas…
El horizonte empezó a blanquear hacia Levante… Es decir… ¡iba a salir la luna!…
—Suponiendo —pensé— que anoche saliera a las siete, esta noche le toca salir a las ocho menos cuarto. Es así que aún no hemos llegado a la Rábita, y que desde la Rábita a Albuñol hay una legua; luego… ¡imposible llegar a Albuñol a las ocho! ¡Imposible… imposible… como nos dijeron en Turón! ¡Imposible, como nos lo dijo también el antiguo carabinero, antes de que se lo llevara el aire! —¡Llegaremos a las nueve, como nos anunciaron los carabineros en activo servicio!
En aquel momento apareció la luna, plena, hermosa, rutilante, indiferente a todas las inquietudes humanas, y, por lo tanto, sin reparar siquiera en la mía.
Pero el mar se calmó a su vista como por arte de magia, y empezó a jugar mansamente con sus luces y a devolverle sus cariñosos besos… El mar y la luna se entienden hace muchos siglos.
[…]
—¡Entramos en la Rambla de Albuñol! —gritó en esto mi primo, que corría siempre delante… Pero ¿dónde está la Rábita?
—Esta no es la Rambla de Albuñol: este es el Barranco del Muerto, —contestó una voz en los aires, o sea en lo alto de una roca.
Era la voz del carabinero encargado de guardar aquel portillo o callejón de la Alpujarra, que mi primo había tomado por la desembocadura de la gran rambla o boulevard que ya conocéis.
—¿Y cuánto hay desde este respetable barranco a la Rambla de Albuñol? —pregunté yo tímidamente.
—Media legua, —contestó el carabinero.
¡Media legua más! ¡Es decir, que nos faltaba legua y media de camino! ¡Y ya eran las ocho, a juzgar por la luna!
—¡Pepe! ¡Pepe! —grité, una vez echada aquella cuenta, al parecer infalible.
Pero mi primo no me oía. Mi primo volaba de nuevo por la orilla del mar adelante.
—Se ha vuelto loco, —dije. —¿Adónde va ya de ese modo?
Y continué gritándole, al par que lo seguía:
—¡Pepe! ¡Pepe!
—¿Qué quieres? —respondió él desde muy lejos.
—¡No corras! ¡Ya hemos perdido la apuesta!
—¡No se sabe! ¡Sígueme! ¡Allá veo la Rábita!
—¡Pepe! ¡Son las ocho y cuarto!
—Sígueme, te digo…, ¡Estamos en la Rambla de Albuñol!
[…]
Aquella vez no se equivocaba…
La naciente luna alumbraba el torreón árabe de la Rábita, sus casas, sus iglesias y los barquichuelos de los pescadores, mientras que a nuestra izquierda se extendía, negra y misteriosa, la mayor de las ramblas alpujarreñas.
De allí hasta Albuñol apenas había una legua, toda por terreno llano, expedito y no sujeto a equivocaciones ni riesgos de ninguna especie.
—Descansemos aquí un poco, —dijo mi primo parando su caballo a la entrada de la Rambla.
—Podemos descansar cuanto quieras, —respondí tristemente—: de todos modos, ya ha pasado la hora.
—¿Pues qué hora crees que es? —replicó él con indiferencia.
—¡Mucho más de las ocho! ¿No ves la luna?
—Sí que la veo. Pero ¿no me has dicho tú mismo que en Cojáyar sale mucho después que aquí?
—Sí; pero esta noche sale aquí y en todas partes tres cuartos después que anoche.
—Pues figúrate que no fuesen dos horas, sino tres, las que tardara anoche la Casta Diva en llegar al cielo de Cojáyar…
—¿Qué estás diciendo?
—¡Ni yo mismo lo sé! —contestó mi primo, descubriendo al fin una emoción extraordinaria—. ¡Me he propuesto no mirar la hora hasta que lleguemos a las puertas de Albuñol, y aunque me muera no la miro antes! Pero sé que hemos corrido muchísimo: sé que el tiempo se nos ha hecho muy largo: sé que la noche aflige y que la luna engaña… ¡Me da el corazón que todavía vamos a llegar a tiempo!
—¡Pues en marcha, Pepe, aunque revienten los caballos!…
—¡En marcha, sí! Este es el último galope.
[…]
El último fue; pero bueno.
Diríase que los caballos se alegraban de huir del mar, o que pronto reconocieron aquella rambla, cuyas aguas habían bebido tres días antes…
Ello es que sus fuerzas parecieron renovadas, y que corrieron como exhalaciones por aquel arenal arriba.
Minutos después apareció a nuestros ojos Albuñol, reclinado en su cerro, argentado por la luna, y tachonado de mil puntos de oro…
Eran las luces de sus calles… y de sus casas… No podía ser muy tarde.
—Mira el reloj, Pepe… Estamos llegando…
—Tómalo, y míralo tú mismo, —dijo con acento supersticioso.
Yo lo cogí con mano trémula: volví su esfera hacia la luna, y lancé un grito de admiración y de alborozo.
¡No eran más que las siete y media!
—¡Las siete y media! —exclamé frenéticamente—. ¡Hemos triunfado!
—Me lo figuraba, —respondió Pepe—. ¡Somos los primeros hombres del mundo!
Y saludó al cielo con su ademán acostumbrado.
Mas entonces di yo otro grito espantoso.
—¿Qué es eso? —exclamó mi primo, viniendo hacia mí.
—¡Pepe, somos los últimos hombres del mundo! ¡Tu reloj está también parado!
Mi primo no replicó al pronto una palabra. Cogió el reloj; se lo llevó al oído; conoció que en efecto no andaba; se lo metió en el bolsillo; quitose el sombrero; se encaró con la luna, y la insultó malamente.
[…]
Pero en aquel instante oímos un lejano ruido a nuestra izquierda, esto es, hacia la Rambla de Aldáyar, que, como sabéis, confluye allí con la de Albuñol…
—¡Calla! —pronunció sordamente mi primo, tendiéndose sobre el cuello del caballo para oír mejor—. ¡Son ellos!
—¿Cómo ellos?
—Sí: nuestros compañeros, que llegan ahora de Turón… ¿No los oyes hablar? ¿No sientes las pisadas de sus caballos? ¡Por cierto que no se dan ninguna prisa!
—¡Entonces, es muy temprano! Por lo visto, tu reloj se paró aquí mismo al propio tiempo que nosotros.
—Temprano o tarde, nos cabe al menos la gloria de entrar antes que ellos en Albuñol…
—Eso no tiene duda; pero, por si acaso, no entremos hasta cerciorarnos de que son ellos, y no otros caminantes, los que por allí vienen…
—Cerciorémonos, —repitió mi primo.
Y, penetrando algunos pasos en la Rambla de Aldáyar, gritó resueltamente:
—¿Quién vive?
Confusas voces nos contestaron al principio, y luego se oyeron grandes risotadas.
—¿Qué gente? —volvimos a preguntar.
Una mezcla de aplausos y silbidos fue entonces la única respuesta.
—¿Oyes, Pepe? La injusticia humana empieza a dudar de nuestra gloria. Esos que silban creen que no hemos pasado por Adra…
—Lo que yo oigo es que aprietan el paso para cogernos la delantera y entrar en Albuñol antes que nosotros. —¡Sígueme! ¡Sígueme! Esa gente sabe mucho.
Y mientras esto decía mi primo, galopábamos ya hacia la moruna villa.
[…]
Un minuto después estábamos en brazos de nuestro amadísimo huésped.
—¿Qué hora es? —le preguntamos con un ansia febril.
—La que quiera que sea… ¿Qué nos importa? —contestó él bondadosamente—. El caso es que lleguen ustedes bien… ¿Y los compañeros?
—Ahí vienen… Pero ¿qué hora es? ¡Necesitamos saberlo!
—Las ocho menos diez minutos, —respondió nuestro huésped, mostrándonos su reloj.
Mi primo y yo nos abrazamos, locos de alegría.
En aquel momento sonó ruido de caballos a la parte afuera…
¡Eran nuestros amigos, que llegaban después que nosotros!
[…]
* * *
Que explicamos en plena tertulia todo lo ocurrido; que nuestros compañeros de viaje empezaron por poner en duda que hubiésemos estado en Adra; que los documentos que llevábamos acabaron por convencerlos plenamente; que entonces nos celebraron y felicitaron con la mayor nobleza; que los hijos del país nos admiraron y elogiaron también muchísimo, diciendo que no había ejemplo de una caminata semejante; que mi primo y yo no cabíamos de orgullo en el pellejo; que comimos como ogros, que no nos acostamos sin abrazar y besar a nuestros caballos, y que aquella noche dormimos como Napoleón después de la batalla de Austerlitz, o como Castaños después de la batalla de Bailén, son cosas que se caen de su peso y que no tengo para qué contaros…
Pero lo que sí me cumple referiros, a riesgo de que no lo creáis, es que no me dormí sin reunir antes en torno de mi lecho a los historiadores y celebrar con ellos una nueva consulta…
Érame absolutamente indispensable estudiar a fondo aquella misma noche la gran campaña del MARQUÉS DE LOS VÉLEZ contra ABEN-HUMEYA, o por mejor decir, de ABEN-HUMEYA contra el MARQUÉS DE LOS VÉLEZ, en que ambos compitieron en heroísmo, y que cierra brillantemente la historia militar del reyezuelo de la Alpujarra…
Pues bien: he aquí el rápido y sustancioso resumen que el más joven de los escritores allí congregados me hizo de todo lo que sabían los demás acerca de aquellos seis meses de continuas batallas, últimos de la vida del que fue bautizado con el nombre de D. FERNANDO DE VALOR y murió con el nombre de MULEY MAHOMET ABEN-HUMEYA…
No dejéis de leerlo, por mucha prisa que tengáis. Considerad que alguna razón me asistirá para insertarlo íntegro, cuando no reparo en su extensión, a pesar de lo muy sobrado que estoy de materia para completar este volumen.
- V -
Historia pura. —Felipe II acuerda dar el mando del ejército granadino a su hermano D. Juan de Austria. —Ferocidades de los cristianos. —Ferocidades de los moriscos. —Crece la insurrección. —D. Juan de Austria en Granada. —Sus primeras medidas. —Preparativos de Aben-Humeya. —Ventajas de este. —El Marqués de los Vélez lo rechaza delante de Berja. —Retrato del Marqués de los Vélez. —Recobra el Reyecillo el terreno perdido. —Proscripción de los moriscos de la capital y de su vega. —Carta de Aben-Humeya a D. Juan de Austria, quejándose de lo que en Granada se hacía con su padre D. Antonio de Valor. —Nuevas victorias del Reyecillo. —Es llamado a la corte el Marqués de Mondéjar
Habla don Miguel Lafuente Alcántara (Historia de Granada, tomo IV, cap. XIX).
«Las ventajas de los cristianos eran efímeras, y solo contribuían a exasperar más y más el ánimo de los rebeldes y de los que habían depuesto las armas bajo la buena fe de un salvoconducto. El gobierno de FELIPE II conocía el rápido vuelo de la insurrección y vacilaba sobre los medios de reprimirla, por las relaciones diferentes que le eran elevadas sobre su origen, y la conducta de las autoridades civiles y militares. Hubo quien opinase por la venida del mismo Rey a Granada; otros consideraron este viaje indigno de su grandeza, y entonces se acordó enviar al célebre D. JUAN DE AUSTRIA y reforzar el ejército con tropas más disciplinadas y numerosas.
»No bien cundió entre los cristianos que hacían la guerra la noticia de que iban a ser acaudillados por el gran Príncipe, faltaron a los respetos de sus jefes y se lanzaron a cometer inauditos excesos en el país que era teatro de la guerra. Saqueaban aldeas; asesinaban a cuantos habitantes hallaban; violaban las doncellas, y, sin respetar los seguros concedidos, obligaron a muchos a tomar las armas para vengar estas afrentas. Para mayor deshonra, ciento diez moros principales (los que dijimos haber sido presos como rehenes en Granada) fueron acometidos en mitad de la noche por los mismos cristianos que los custodiaban en la cárcel de chancillería, y aunque se defendieron con palos de los corredores y con ladrillos, fueron asesinados (17 de Marzo de 1569).
»Los lugares de la Alpujarra, pacíficos y asegurados, por cartas especiales, eran indignamente saqueados, y sus vecinos muertos o reducidos a esclavitud. Agraviados de estos ultrajes inicuos, los moriscos más dóciles y sumisos corrían a las armas y peleaban hasta morir o vengarse. Así ocurrió en Valor, donde los mismos vecinos, tranquilos el día antes, derrotaron ochocientos hombres, la flor del ejército, acaudillados por los capitanes ÁLVARO DE FLUES Y ANTONIO DE AVILA, y pasaron a cuchillo a estos dos jefes y a casi toda su tropa. En Turón mataron también al capitán de Adra, NEGO DE GASCA.
»Estos desórdenes acrecentaron el espíritu de rebelión y proporcionaron mayores fuerzas a ABEN-HUMEYA, el cual organizó nuevas compañías, las armó con los mismos arcabuces apresados a los vencidos, extendió sus correrías por todo el distrito de la Alpujarra y Almería hasta el río Almanzora, y condenó a muerte, no solo a cuantos cristianos pudo prender, sino también a los mismos alguaciles y regidores moriscos, tibios en la defensa o sospechosos de alianza con los cristianos. Al propio tiempo envió mensajeros a Berbería a que publicasen sus victorias y lo proporcionasen gente, armas y dinero.
* * *
»Sabido en la corte de FELIPE II el nuevo rumbo de la insurrección, se acordó que D. JUAN DE AUSTRIA acelerase su viaje a Granada. En efecto, despedido el Príncipe en los jardines de Aranjuez por el Rey su hermano, y asistido por LUIS QUIJADA, llegó a Iznalloz (12 de Abril).
»Con esta noticia el pueblo de Granada mostró extraordinario regocijo, y las autoridades se prepararon a festejar a un Príncipe tan célebre y gallardo. El MARQUÉS DE MONDÉJAR, que había regresado días antes a Granada, salió a Iznalloz con una compañía lucida de capitanes, caballeros y deudos y permaneció con DON JUAN aquella noche. Al día siguiente vinieron juntos hacia la ciudad, y en Albolote se presentó el CONDE DE TENDILLA con doscientos jinetes aderezados a la morisca y a la usanza castellana, y armados de capacetes, corazas, adargas y lanzas; de manera que hacían, según Mármol, hermosísima y agradable vista entre guerra y paz. El Presidente y el Arzobispo, que habían recibido de Madrid el aviso del ceremonial con que debían tratar a D. JUAN, reuniéronse en el Pilar del Toro, y salieron al encuentro junto a la Rambla del Beiro.
»D. JUAN recibió a ambos personajes con sombrero en mano con singular afabilidad; y por último llegaron a saludarle los Oidores, los Alcaldes, las Dignidades eclesiásticas, el Corregidor, los Veinticuatros y muchos ciudadanos y caballeros principales. El Presidente decía quién era cada uno, y el mancebo los recibió con tanta benevolencia que todos quedaban satisfechos. Acabado este recibimiento, el CONDE DE MIRANDA, que venía al lado de D. JUAN, se adelantó, y el Presidente a la derecha y el Arzobispo a la izquierda, le tomaron en medio.
»Así caminaron hacia la puerta Elvira, con increíble concurso y entre las filas de diez mil hombres alineados y cuya arcabucería hacía salvas incesantes. En medio del Triunfo se detuvo con otro espectáculo industriosamente preparado. Más de cuatrocientas mujeres cristianas, de las maltratadas por los moriscos en la Alpujarra, viudas y huérfanas, se presentaron en traje humilde, llorosas y con los cabellos esparcidos, pidiendo venganza contra los autores de su desgracia. D. JUAN les dirigió palabras consoladoras, y entró en la ciudad por la calle de Elvira.
»Las ventanas estaban entoldadas con paños de oro y seda, y muchas damas y doncellas, ricamente ataviadas, admiraban la hermosura y gentileza de su persona. Hospedado en el Palacio de Chancillería, despidió al CONDE DE TENDILLA, al Arzobispo y Presidente, y se entregó al reposo.
»Apenas D. JUAN hubo descansado, dio audiencia a una comisión de los moriscos, los más ricos y principales, quienes se quejaron de los agravios de las Autoridades cristianas y de los insultos y desmanes con que la soldadesca ultrajaba a todos los de su raza. Recibiolos el Príncipe con su acostumbrada benevolencia, prometioles pronto remedio, y amenazó a los conjurados y díscolos. En seguida comisionó al licenciado LÓPEZ DE MESA para oír e informarle de las quejas de los moriscos, y a los Oidores VÁZQUEZ DE ÁRIAS Y MONTENEGRO para la administración de los bienes confiscados a los rebeldes.
»Mientras llegaba el DUQUE DE SESA, que era uno de los consejeros que habían de asistirle, reconoció los muros y puertas de la ciudad, estableció una rigorosa policía, refrenó la tropa y visitó los establecimientos más notables, acompañado del MARQUÉS DE MONDÉJAR y de LUIS QUIJADA. Llegado el DUQUE, celebró varios consejos, y entre los jefes militares, asistieron el Presidente DEZA, el Arzobispo y otras autoridades civiles.
»Hubo contestaciones acaloradas sobre la terrible medida, propuesta por DEZA y por el DUQUE de expulsar incontinenti del Reino de Granada a todas las familias moriscas que permanecían bajo la fe de los Tratados. Oponíase a esta proscripción general el benigno MARQUÉS DE MONDÉJAR; y D. JUAN, que vio discordes los ánimos, y que era poco propenso a adoptar resoluciones fecundas en infortunios sin la debida madurez, excusó dar su voto sobre la despoblación, y se limitó por entonces a organizar su ejercito: nombró capitanes, reforzó las guarniciones de los pueblos que aún ocupaban los cristianos en torno de la Alpujarra, y para cortar las comunicaciones y el espionaje de los insurgentes de Güéjar, Dúdar y Quéntar, que por estos días se sublevaron, mandó que los moriscos de Pinos y de Monachil abandonasen sus lugares y se trasladasen a la llanura de la vega.
* * *
»Mientras D. JUAN se apercibía para salir a campaña, y asistía a las deliberaciones lentas de su consejo, ABEN-HUMEYA, situado en el riñón de la Alpujarra, hacia Ugíjar, con numerosos destacamentos rebeldes, se preparaba, no solo para resistir, sino también para tomar la iniciativa en el ataque.
»Para ello mantenía frecuentes comunicaciones con los alcaides y alfaquíes de la corte marroquí y de Argel; les halagaba enviándoles regalos de dinero y esclavos, y recibía en torno refuerzo de aventureros y armas de buena calidad. Para animar a los suyos, circuló una proclama en que aseguraba que su amigo ALUCH-ALÍ, gobernador de Argel, y ABDALÁ el Jerife, preparaban una poderosa escuadra, con cuyo socorro era infalible la victoria. Para dar impulso a la guerra y satisfacer la ambición de los fogosos guerrilleros que militaban bajo sus banderas, organizó una especie de gobierno civil y militar.
»Al MALEH encomendó el Marquesado del Zenete y la frontera de Guadix, Baza y Río Almanzora; a ABEN-ABOO, sano ya de la mutilación bárbara que antes referimos, el partido de Poqueira y Ferreira; al XAVA la Taha de Órgiva; a ABEN-MEQUENUN las de Lúchar y Sierra de Filábres y Gádor, a GIRÓN DE ARCHIDONA y al RENDATI el Valle de Lecrin y Costa de Motril y Almuñécar, y a otros, diferentes partidos, entregándoles patentes con sello real. Les dio instrucciones para que esquivasen batallas campales y fatigasen al enemigo con marchas rápidas y con una continua movilidad; les encargó que sublevasen de grado o por fuerza cuantos lugares pudiesen recorrer, y nombró como consejeros y administradores de recursos de guerra a su tío D. HERNANDO el Zaguer, al DALAY, a MOCARRAF, vecino de Ugíjar, y al HABAQUÍ. Solo ABEN-FARAX quedó excluido, porque aspiraba a destronar a ABEN-HUMEYA, y este deseaba haberle a las manos y ahorcarle.
»Bien pronto comenzaron los cristianos a experimentar las consecuencias de las medidas adoptadas por el sagaz e incansable ABEN-HUMEYA. Sus fieros partidarios abandonaron las guaridas de la Alpujarra (mayo); dominaron completamente en la Ajarquia de Málaga y Sierra de Bentomiz, en los Distritos de Baza, y en los orientales de la provincia de Almería, y saciaron el rencor que les devoraba pasando a cuchillo los débiles destacamentos sorprendidos en sus marchas veloces. Una compañía cristiana, que trataba de construir trincheras en el puerto de la Rawa, que pone en comunicación a la Alpujarra con Guadix, fue cruelmente derrotada. El MALEH amagó a Finaña, y los vecinos de Competa, de Frigiliana, y todos comarcanos a Velez Málaga, se proclamaron independientes, y mostraron sin rebozo la aversión que abrigaban contra sus opresores cristianos. El corregidor de Velez, ARÉVALO DE SUAZZO, reunió gente del territorio de su jurisdicción, de Málaga y de las principales villas de esta provincia, y trató de perseguir a los alzados y de ganarles el Peñón de Frigiliana, en cuya fortaleza natural se apoyaban los moriscos. Batido en el primer encuentro, con pérdida de muchos soldados y capitanes valerosos, tuvo que replegarse a Velez para ser testigo de los progresos de la insurrección.
»Hubiera sido esta de una gravedad extraordinaria, si el MARQUÉS DE LOS VÉLEZ, que había sentado sus cuarteles en Berja, no hubiese logrado un triunfo sobre ABEN-HUMEYA…».
* * *
Pero interrumpamos un momento a Lafuente Alcántara, y, por vía de ilustración a su reseña histórica, intercalemos aquí el retrato de cuerpo entero que del famoso D. LUIS FAJARDO, MARQUÉS DE LOS VÉLEZ, nos ha legado Ginés Pérez de Hita, soldado suyo, como ya sabemos. Es una obra maestra, digna ciertamente del original:
«El Marqués D. Luis (dice) era muy gentil hombre; tenía doce palmos de alto; era de recios y doblados miembros; tenía tres palmos de espalda y otros tres de pecho; fornido de brazos y piernas; tenía la pantorrilla gruesa, bien hecha; al modo de su talle, el vacío de la pierna, delgado de tal manera que jamás pudo calzar bota de cordovan justa, si no fuese de gamito de Flandes: calzaba trece puntos de pie, y más: era tan bien trabado y hecho, y tan doblado, que no se echaba de ver lo que era de alto. Era de color moreno cetrino, los ojos grandes rasgados, lo blanco de ellos con unas vinzas de sangre, de espantable vista. Usaba la barba crecida, y peinada: alcanzaba grandísimas fuerzas: cuando miraba enojado, parecía que le salía fuego de los ojos: era súpito, valiente, determinado, enemigo de mentiras… Era grande hombre a caballo; usaba siempre la brida; parecía en la silla un peñasco firme. Cada vez que subía a caballo, le hacía temblar y orinar. Entendía bien cualquier clase de freno. Su vestido de monte era pardo y verde y morado. Las botas que calzaba habían de ser blancas, abiertas, abrochadas con cordones. Era larguísimo gastador. Tenía cuatro despensas de grande gasto, una en Velez el Blanco, otra en Velez el Rubio, otra en las Cuevas y otra en Alhama. Era muy sabio y discreto; en burlas y en veras extremado. Tenía de costumbre oír misa a la una del día, y a las doce, de suerte que los capellanes no lo podían sufrir. Comía una vez al día, y no más, y aquella comida era tal que bastaba a satisfacer cuatro hombres, por hambre que tuviesen. En la comida no bebía más que de una vez, mas aquella buena con agua y vino muy templado, y esto era acabando de comer. De noche era su negociar, y así, se iba a dormir cuando los otros se levantaban. Siempre andaba con su capa, cobijado solamente las espaldas, ceñida espada y daga, y esto era de noche. De día se ocupaba solo en tirar al blanco, ora con escopeta, ora con ballesta, y en cuerpo: si era verano, siempre sin gorra; y si era invierno, con un sombrero de monte muy pespuntado… La lanza que él llevaba era tal, que harto liaría un criado suyo que llevarla al hombro, y el MARQUÉS la meneaba cual si fuese un junco delgado… Tenía muchos perros y aves de volatería… Cuando había de ir a monte, aguardaba que hiciese mal tiempo, que nevase o lloviese, o hiciese grande aire; y esto por haber a sus gentes robustas, como él lo era».
Tal era el guerrero cristiano con quien a la sazón tenía que habérselas ABEN-HUMEYA.
Dejemos ahora a Lafuente Alcántara continuar su relación.
«Reunió ABEN-HUMEYA diez mil hombres, la flor de su ejército, y asistido por el ZAGUER, por el MALEH, el GIRONCILLO, ABEN-MEQUENUN y otros guerrilleros valientes, acometió a la villa de Berja por tres puntos a la vez. El de los VÉLEZ, que sabía los propósitos de ABEN-HUMEYA por unos espías moros sorprendidos dos días antes y condenados al tormento, estaba apercibido para la defensa. Fue, sin embargo, tan furioso el ímpetu de los moros, y mayormente el de unos aventureros berberiscos (que llevaban en la cabeza guirnaldas de flores para significar que pelearían hasta morir mártires de su secta), que arrollaron a fuego y hierro una compañía de manchegos mandada por un capitán de nombre BARRIONUEVO, y estuvieron casi al alcance de la persona misma del MARQUÉS.
»Saltó este atropelladamente sobre su caballo y marchó a la plaza de armas. Aquí se defendieron bravamente quinientos arcabuceros a las órdenes de los capitanes D. RODRIGO DE MORA, DON JUAN y D. FRANCISCO FAJARDO. ABEN-HUMEYA recargó con fuerzas que rompieron la posición de estos valientes. En este conflicto, el MARQUÉS DE LOS VÉLEZ salió por un portillo y llamó la atención de los enemigos por retaguardia. Este lance amilanó a los agresores y los hizo aflojar en el ataque. Los cristianos recobraron su posición, y atacando con nuevo ímpetu rechazaron a los moros y les hicieron retirarse hacia Dalias y Andarax con pérdida de mil quinientos hombres.
»A pesar de este triunfo, el MARQUÉS consideró falsa su posición y se replegó a Adra.
»ABEN-HUMEYA se retiró hacia Cádiar y Valor a rehacer su gente y reponerse del anterior descalabro.
»Otro suceso próspero ocurrió por estos días e inspiró no poco desaliento a los moriscos. El Comendador Mayor de León arribó a la Costa de Velez con una escuadra de veinticinco galeras, traídas de Italia, para favorecer la empresa de la reducción.
»Cerciorado de la desgraciada tentativa de ARÉVALO DE ZUAZO contra el Peñón de Frigiliana, resolvió acometer nuevamente esta empresa antes que la insurrección tomase mayor incremento. Para obtener el beneplácito de D. JUAN DE AUSTRIA despachó a Granada a su primo D. MIGUEL DE MONCADA, y recibió la debida autorización. Asistido por el mismo corregidor, por D. JUAN DE REQUESENS, marino ilustre, y por otros capitanes y señores de Málaga, desembarcó con los tercios de Nápoles en Torrox, y recibió refuerzos de la misma ciudad y de otras villas. Ordenado su campo, practicó un reconocimiento y dispuso acometer por tres puntos simultáneamente; por la loma de Puerto Blanco, por la cumbre y por la cuesta (11 de Junio).
»Era la subida agria, y la resistencia de los moros tenaz y ventajosa: hasta las moriscas peleaban con aliento varonil. Casi todos los veteranos de Italia, acaudillados por D. PEDRO DE PADILLA, fenecieron en la vanguardia. Otros muchos capitanes esforzados hallaron la muerte en la penosa subida, hasta que, esforzándose los capitanes de Velez, CEREZO Y VOZMEDIANO, y el Alférez malagueño CARAVEO, penetraron en el fuerte, donde los enemigos tenían un vasto campamento de chozas y tiendas. Este suceso hizo desmayar a los moros y abandonar sus enriscadas posiciones: muchos escaparon por derrumbaderos y sendas estrechísimas; otros fueron pasados a cuchillo. Quedaron cautivas hasta tres mil personas de ambos sexos. El despojo de seda, oro y plata, perlas, granos y bestias fue considerable. La gente de Loja, Alhama y Alcalá la Real, acaudillada por el corregidor D. Gómez de Figueroa, y la de Archidona por el ilustre poeta, amigo de CERVANTES, D. LUIS BARAHONA DE SOTO, se presentaron en número de ochocientos hombres a pie y a la gineta momentos después de conseguida la victoria; y como su presencia era ya innecesaria, recorrieron los lugares comarcanos saqueando y matando.
»ABEN-HUMEYA se propuso alentar a sus soldados y hacerles olvidar los anteriores sucesos acometiendo empresas de mejor éxito. Despachó al MALEH con cuatro mil hombres hacia el río Almanzora; puso en insurrección completa todos los lugares de esta comarca y se hizo dueño de los castillos y peñas bravas que aún se conservaban del tiempo de la conquista. Los destacamentos cristianos de los castillos de Oria, Las Cuevas y Seron opusieron alguna resistencia; pero esta última plaza, la más importante de aquella tierra, se rindió después de ser derrotado D. ENRIQUE ENRÍQUEZ, que acudió de Baza con socorro, y de ser preso el alcaide defensor DIEGO DE MIRONES por las fuerzas del MALEH y de un capitán intrépido llamado el MECEBE.
»Las ventajas de los moriscos y la soberbia y perseverancia de ABEN-HUMEYA en hacer la guerra lastimaban profundamente el amor propio de D. JUAN DE AUSTRIA. El animoso príncipe permanecía en Granada devorado de impaciencia por la tardanza de los refuerzos que consideraba necesarios para emprender una campaña de cuyo éxito dependía su porvenir glorioso. No siéndole dado salir al campo con la celeridad que apetecía, dictaba las órdenes oportunas, a fin de guarnecer las fortalezas más débiles y conservar las posiciones más favorables para sus planes ulteriores. Con estas miras reforzó las guarniciones de Oria y los Velez, y encomendó este partido a D. JUAN DE HARO.
* * *
»Entre tanto, se agitaba entre los consejeros de Granada la cuestión de si era o no conveniente expulsar sin tregua ni dilaciones a las familias moriscas que permanecían tranquilas en la ciudad, aunque propicias a la insurrección. El Gobierno de FELIPE II sancionó esta medida terrible, y encomendó a D. JUAN su rápida ejecución.
»En efecto, el 23 de junio amanecieron puestos sobre las armas todos los batallones de la guarnición de Granada y los destacamentos de los lugares de la vega. En seguida se promulgó bando general mandando a todos los moriscos acudir a sus parroquias respectivas. Las familias enteras obedecieron llenas de terror y persuadidas de que les amenazaba un infortunio extraordinario, y quizás la muerte. El presidente DEZA, a quien se comunicó el recelo que aquejaba a los infelices proscriptos, les dio seguridades de vida, y comisionó a D. ALONSO DE GRANADA VENEGAS para que los tranquilizase.
»Permanecieron los moriscos encerrados en la iglesia toda la noche y custodiados por guardias en las puertas, y a la mañana siguiente los fueron trasladando entre gente armada a los salones del Hospicio. Una gruesa columna de tropa, a cuya cabeza estaban D. JUAN DE AUSTRIA, el DUQUE DE SESA, el MARQUÉS DE MONDÉJAR, LUIS QUIJADA y el licenciado BRIBIESCA MUÑATONES, se extendía por todo el Triunfo, desde la Puerta de Elvira hasta el edificio de la Casa de los locos. El Caballero FRANCISCO GUTIÉRREZ DE CUÉLLAR estaba allí con una oficina formando el padrón de los que eran conducidos.
»D. JUAN, que había calmado la inquietud de los proscriptos, tuvo que deplorar un suceso funesto. El capitán de Sevilla, ALONSO ARENALLO, dispuso llevar los moriscos de una parroquia, precedidos de un crucifijo en el asta de una lanza cubierto con un velo. Los desventurados que veían aquella insignia, y las moriscas que caminaban llorando detrás, creyeron que eran conducidos al cadalso, y una de ellas exclamó: “¡Oh desventurados de vosotros, que os llevan como corderos al degolladero! ¡Cuánto mejor os fuera perecer en las casas donde nacisteis!”. Con este hecho hubo ya algunas alarmas, hasta que, al llegar a la puerta del Hospicio, un Carranchel, llamado VELASCO, dio un palo a un morisco joven medio loco: este le hirió con un ladrillo que halló a la mano: acudieron los alabarderos al alboroto, y, creyendo que el herido era D. JUAN, mataron al morisco y trataron de hacer lo mismo con los restantes. Presentose D. JUAN y apaciguó el tumulto, y mandó al historiador LUIS DEL MÁRMOL y a D. FRANCISCO SOLÍS la ejecución de algunas medidas que evitasen tales desórdenes.
»Con la más exquisita vigilancia, para refrenar las intenciones aviesas de la soldadesca, fueron encerrados todos los moriscos de Granada y de su Vega útiles para la guerra, quedando por entonces los viejos, las mujeres, los niños, muchos artesanos útiles y otros que tuvieron favor o medios de gratificar a los agentes subalternos fue (dice MÁRMOL) un miserable espectáculo ver tantos hombres de todas edades, las cabezas bajas, las manos cruzadas y los ojos bañados de lágrimas, con semblante doloroso y triste, viendo que dejaban sus regaladas casas, su familia, su patria, su naturaleza, sus haciendas y tanto bien como tenían… Quedó grandísima lástima a los que habiendo visto la prosperidad, la policía y el regalo de las casas, cármenes y huertas, donde los moriscos tenían todas sus recreaciones y pasatiempos, y desde a pocos días lo vieron todo asolado y destruido.
* * *
»Mientras D. JUAN y sus consejeros se ocupaban en expulsar los moriscos de Granada y su vega, ABEN-HUMEYA hacía una correría gloriosa por los lugares del Río Almanzora, y se proporcionaba reclutas, armas y caballos. Satisfecho del buen resultado de su incursión, regresó al Laujar de Andarax para organizar nuevas huestes y dar algún respiro a sus voluntarios.
»Desde su guarida escribió a D. JUAN DE AUSTRIA, a D. LUIS DE CÓRDOBA y al MARQUÉS DE LOS VÉLEZ, quejándose de los inhumanos tormentos a que la Inquisición había sometido a D. ANTONIO DE VALOR, su padre, y a D. FRANCISCO, su hermano[49]: se declaraba él mismo único responsable de la guerra promovida, y se brindaba a entregar ochenta cautivos en canje de sus dos caras personas: amenazaba ejercer crueles represalias si no se mitigaba la persecución de su familia.
»Celebrose consejo para decidir si era o no conveniente contestar, y, después de algunos debates, se acordó que el mismo D. ANTONIO DE VALOR escribiese a su propio hijo manifestándole que era tratado con dulzura, y que, eran inexactos los informes sobre su tormento.
»Tranquilizado ABEN-HUMEYA con estas noticias, partió de Andarax con fuerzas respetables, y se encamino hacia Almería con ánimo de ocuparla. D. GARCÍA DE VILLARROEL, que supo su designio, se emboscó junto a Güecija, sorprendió la división enemiga y desbarató los proyectos de ABEN-HUMEYA. La concentración de los rebeldes hacia Almería permitió hacer al capitán DON ANTONIO DE CÓRDOBA una correría en el Valle de Lecrin, en cuyos lugares sostuvo, con ventaja a veces, con pérdida otras, varias escaramuzas.
»En esto (julio), el MARQUÉS DE LOS VÉLEZ, que, desde su retirada de Berja continuaba en Adra, recibió órdenes del Gobierno para acelerar sus operaciones en la Alpujarra. Para ello allegó numerosos refuerzos y partió hacia Ugíjar.
»Enterado ABEN-HUMEYA de sus movimientos, destacó a su tío el ZAGUER y al HOSCEYN, capitán turco, con cinco mil hombres, a disputar el paso del barranco de Lucainena; pero estos moriscos fueron rechazados, y el MARQUÉS volvió a ocupar segunda vez a Ugíjar.
»Sentido ABEN-HUMEYA de este revés, y afligido con la muerte del ZAGUER, que sucumbió en Mecina de Tedel a impulso de una fiebre maligna, reunió sus voluntarios en Valor y se jactó de desalojar en breve al de LOS VÉLEZ de sus posiciones. Ofendido el MARQUÉS de tal provocación, tomó la delantera en el ataque y partió en busca de los rebeldes. Trabose una escaramuza bastante porfiada en las inmediaciones de Valor, y en ella cedieron los moriscos. Los cristianos siguieron al alcance de los fugitivos al través de quebradas y barrancos, y solo hallaron el cadáver de DIEGO DE MIRONES, el Alcaide de Seron, y el de un morisco llamado ALGUACIL, a quienes ahorcaron para entretener a los perseguidores».
* * *
Por segunda vez tenemos que interrumpir a Lafuente Alcántara.
La escaramuza de que acaba de hablarnos nos recuerda la célebre calaverada con que el MARQUÉS DE LOS VÉLEZ puso término a sus hazañas de aquel día (3 de agosto de 1569), y que tanto le criticaron sus émulos.
Fue el caso que, terminada la lucha por haberse dispersado los moriscos, el MARQUÉS llegó, persiguiéndolos, a las excelsas cumbres de Sierra Nevada, sin más acompañamiento que dos o tres caballeros principales que lo seguían penosamente a una gran distancia.
«Iba (o solía ir, según un testigo presencial) en su caballo bayo, encubertado a la bastarda, con muchas plumas encima de la testera; el cual iba poniéndose con tanta furia, lozanándose y mordiendo el espumoso freno con los dientes que, señoreando aquellos campos, representaba bien la pompa y ferocidad del Capitán General que llevaba encima…».
Poco antes de llegar a lo alto, reventó aquel caballo tan pujante; pero el MARQUÉS tomó otro, en el cual atravesó las eternas nieves, al oscurecer, por el Puerto de Loth o de la Tabla, y descendió a Lacalahorra, capital del Marquesado del Cenet, que forma parte del Partido de Guadix. Allí pasó la noche (probablemente en el castillo, que aún existe, del Duque del Infantado), y, a la mañana siguiente, tornó a salvar la Sierra y regresó a Valor con gran cantidad de vituallas…
Anduvieron, pues, injustos sus rivales al deducir de todo esto «que perdió la acción del día precedente, puesto que tuvo que irse a dormir a Lacalahorra»… ¿Qué sabe nadie lo que el famoso DON LUIS FAJARDO tendría que hacer en aquella villa; ni si llegó a pegar los ojos en toda la noche; ni si lo citaron; ni si iría meramente en busca de víveres frescos para su única y descomunal comida diaria? No hay nada más torpe o inconsiderado que el odio.
* * *
Continúa Lafuente Alcántara:
«Neutralizaron las consecuencias de estas ventajosas escaramuzas algunos refuerzos de turcos, argelinos y moros. Entusiasmados por las exhortaciones de sus morabitos, desembarcaron en ocho fustas y se pusieron a las órdenes de HOSCEYN. ABEN-HUMEYA se rehízo con esta gente, reiteró sus correrías y paralizó las operaciones del MARQUÉS DE LOS VÉLEZ. Animados al mismo tiempo los moros del Valle de Lecrin, acometieron al Padul (21 de agosto) en número de dos mil hombres, y empeñaron una batalla formal con algunas compañías acantonadas en la población a las órdenes de D. JUAN CHACÓN, vecino de Antequera, PEDRO DE VILCHES, de Jaén, y JUAN CHAVES, de Trujillo. Los moros ganaron bravamente terreno, e incendiaron casi toda la población.
»Los cristianos resistieron en un reducido recinto, y D. MARTÍN PÉREZ ARÓSTEGUI, natural de Vergara, se defendió heroicamente en un torreón aislado, con cuatro criados cristianos y tres moriscos amigos. La noticia llegó a Granada, y al punto volaron en su socorro fuerzas de caballería e infantería. Con esta noticia los moros se replegaron a la Sierra, dejando casi todo el Padul reducido a escombros.
* * *
»Ocurrían a la sazón graves desavenencias entre el MARQUÉS DE LOS VÉLEZ, orgulloso y engreído en demasía, y D. JUAN DE AUSTRIA y sus consejeros.
»Quejábase el primero de que le tenían desamparado sin proporcionarle víveres ni refuerzos; y los segundos vituperaban su ligereza y su loca ambición de sosegar el levantamiento sin contar con los consejos y combinaciones de los que residían en Granada.
»Llegaron a noticia del rey tales desavenencias, y el MARQUÉS DE MONDÉJAR fue llamado a la corte para informar sobre ellas. Habiendo cumplido con este mandato, fue nombrado Virrey de Valencia, y después de Nápoles[50]…
»Mediaron entre tanto, sangrientas escaramuzas hacia Cuevas de Vera, en Albacete de Órgiva y en el Valle de Lecrin, hasta que la guerra cambió de aspecto con la muerte de ABEN-HUMEYA».
[…]
—Doblemos la hoja, —exclamé al llegar a este punto—. No es cosa de enterarse del trágico fin del REYECILLO por extractos y referencias… Pasado mañana saldremos para Sierra Nevada, y allí, contemporáneos y testigos presenciales de los hechos nos lo referirán con todos sus siniestros pormenores… Descansemos entro tanto…
Dije; y, dando las buenas noches a Lafuente Alcántara, me dormí como el último de los mortales, bien que para soñar con la Sierra, con Cádiar, con la Semana Santa, con el Mulhacén, con Ugíjar, con la muerte de ABEN-HUMEYA, con la muerte de ABÉN-ABOO, y con todas las demás interesantes perspectivas que me presentaba el gran viaje que va a ser objeto de la sexta y última parte de esta obra.
* * *
Lámina XI
FIN DE LA QUINTA PARTE