LA COMENDADORA
Historia de una mujer que no tuvo
amores
I
Hará cosa de un siglo que cierta mañana de marzo, a eso de las once, el sol, tan alegre y amoroso en aquel tiempo como hoy que principia la primavera de 1868, y como lo verán nuestros biznietos dentro de otro siglo (si para entonces no se ha acabado el mundo), entraba por los balcones de la sala principal de una gran casa solariega, sita en la Carrera de Darro, de Granada, bañando de esplendorosa luz y grato calor aquel vasto y señorial aposento, animando las ascéticas pinturas que cubrían sus paredes, rejuveneciendo antiguos muebles y descoloridos tapices, y haciendo las veces del ya suprimido brasero para tres personas, a la sazón vivas o importantes, de quienes apenas queda hoy rastro ni memoria…
Sentada cerca de un balcón estaba una venerable anciana, cuyo noble y enérgico rostro, que habría sido muy bello, reflejaba la más austera virtud y un orgullo desmesurado. Seguramente aquella boca no había sonreído nunca, y los duros pliegues de sus labios provenían del hábito de mandar. Su ya trémula cabeza sólo podía haberse inclinado ante los altares. Sus ojos parecían armados del rayo de la Excomunión. A poco que se contemplara a aquella mujer, conocíase que, dondequiera que ella imperase, no habría más arbitrio que matarla u obedecerla. Y, sin embargo, su gesto no expresaba crueldad ni mala intención, sino estrechez de principios y una intolerancia de conducta incapaz de transigir en nada ni por nadie.
Esta señora vestía saya y jubón de alepín negro de la reina, y cubría la escasez de sus canas con una toquilla de amarillentos encajes flamencos.
Sobre la falda tenía abierto un libro de oraciones; pero sus ojos habían dejado de leer, para fijarse en un niño de seis a siete años, que jugaba y hablaba solo, revolcándose sobre la alfombra de uno de los cuadrilongos de luz de sol que proyectaban los balcones en el suelo de la anchurosa estancia.
Este niño era endeble, pálido, rubio y enfermizo, como los hijos de Felipe IV pintados por Velázquez. En su abultada cabeza se marcaban con vigor la red de sus cárdenas venas, y unos grandes ojos azules, muy protuberantes. Como todos los raquíticos, aquel muchacho revelaba extraordinaria viveza de imaginación y cierta iracundia provocativa, siempre en acecho de contradicciones que arrostrar.
Vestía como un hombrecito, medias de seda negra, zapato con hebilla, calzón de raso azul, chupa de lo mismo, muy bordada de otros colores, y luenga casaca de terciopelo negro.
A la sazón se divertía en arrancar las hojas a un hermoso libro de heráldica y en hacerlas menudos pedazos con sus descarnados dedos, acompañando la operación de una charla incoherente, agria, insoportable, cuyo espíritu dominante era decir: «—Mañana voy a hacer esto. —Hoy no voy a hacer lo otro. —Yo quiero tal cosa. —Yo no quiero tal otra…», como si su objeto fuese desafiar la intolerancia y las censuras de la terrible anciana.
¡También infundía terror el pobre niño!
Finalmente, en un ángulo del salón (desde donde podía ver el cielo, las copas de algunos árboles y los rojizos torreones de la Alhambra, pero donde no podía ser vista sino por las aves que revoloteaban sobre el cauce del río Darro) estaba sentada en un sitial, inmóvil, con la mirada perdida en el infinito azul de la atmósfera y pasando lentamente con los dedos las cuentas de ámbar de un larguísimo rosario, una monja, o, por mejor decir, una Comendadora de Santiago, como de treinta años de edad, vestida con las ropas un poco seglares que estas señoras suelen usar en sus celdas.
Consiste entonces su traje en zapatos abotinados de cordobán negro, basquiña y jubón de anascote, negros también, y un gran pañuelo blanco, de hilo, sujeto con alfileres sobre los hombros, no en forma triangular como en el siglo, sino reuniendo por delante los dos picos de un mismo lado y dejando colgar los otros dos por la espalda.
Quedaba, pues, descubierta la parte anterior del jubón de la religiosa, sobre cuyo lado izquierdo campeaba la cruz roja del Santo Apóstol. No llevaba el manto blanco ni la toca, y gracias a esto último, lucía su negro y abundantísimo pelo, peinado todo hacia arriba y reunido atrás en aquella especie de lazo que las campesinas andaluzas llaman castaña.
No obstante las desventajas de tal vestimenta, aquella mujer resultaba todavía hermosísima; o, por mejor decir, su propia belleza tenía mucho que agradecer a semejante desaliño, que dejaba campear más libremente sus naturales gracias.
La Comendadora era alta, recia, esbelta y armónica, como aquella nobilísima cariátide que se admira a la entrada de las galerías de Escultura del Vaticano. El ropaje de lana, pegado a su cuerpo, revelaba, más que cubría, la traza clásica y el correcto primor de sus espléndidas proporciones.
Sus manos, de blancura mate, afiladas, hoyosas, transparentes, se destacaban de un modo hechicero sobre la basquiña negra, recordando aquellas manos de mármol antiguo, labradas por el cincel griego, que se han encontrado en Pompeya antes o después que las estatuas a que pertenecían.
Para completar esta soberana figura, imaginaos un rostro moreno, algo descarnado (o más bien afinado por el buril del sentimiento), de forma oval como el de la Magdalena de Ticiano, y bañado de una palidez profunda, que casi amarilleaba y que hacían mucho más interesante (pues alejaban toda idea de insensibilidad) dos ojeras hondas, lívidas, llenas de misteriosas tristezas, especie de crepúsculo de los enlutados soles de sus ojos.
Aquellos ojos, casi siempre clavados en tierra, sólo se alzaban para mirar al cielo, como si no osaran fijarse en las cosas del mundo. Cuando los bajaba, parecía que sus luengas pestañas eran las sombras de la noche eterna, cayendo sobre una vida malograda y sin objeto: cuando los alzaba podía creerse que el corazón se escapaba por ellos en una luminosa nube, para ir a fundirse en el seno del Criador; pero si por casualidad se posaban en cualquiera criatura o cosa terrestre, entonces aquellos negrísimos ojos ardían, temblando y vagando despavoridos, cual si los inflamase la calentura o fueran a inundarse de llanto.
Imaginaos también una frente despejada y altiva, unas espesas cejas de sobrio y valiente rasgo, la más correcta y artística nariz y una boca divina, cariñosa, incitante, y formaréis idea de aquella encantadora mujer, que reunía a un mismo tiempo todos los hechizos de la belleza gentil y toda la mística hermosura de las heroínas cristianas.
II
¿Qué familia era ésta que acabamos de resucitar a la luz de aquel sol que se puso hace cien años?
Digámoslo rápidamente.
La señora mayor era la Condesa viuda de Santos, la cual, en su matrimonio con el séptimo Conde de este título, tuvo dos hijos —un varón y una hembra— que se quedaron huérfanos de padre en muy temprana edad…
Pero tomemos la cosa de más lejos.
La casa de Santos había alcanzado gran riqueza y poderío en vida del suegro de la Condesa; mas como aquel señor sólo tuvo un hijo, y no existían ramas colaterales, comenzó a temer que pudiera extinguirse su raza, y dispuso en su testamento (al fundar nuevos vínculos con las mercedes que obtuvo de Felipe V durante la guerra de Sucesión): «Si mi heredero llegare a tener más de un hijo, dividirá el caudal entre los dos mayores, a fin de que mi nombre se propague dignamente en dos ramas con la sangre de mis venas».
Ahora bien: aquella cláusula hubiera tenido que cumplirse en sus nietos, o sea en los dos hijos de la severa anciana, que acabamos de conocer… Pero fue el caso que ésta, creyendo que el lustre de un apellido se conservaba mucho mejor en una sola y potente rama que en dos vástagos desmedrados, dispuso por sí y ante sí, a fin de conciliar sus ideas con la voluntad del fundador, que su hija renunciase, ya que no a la vida, a todos los bienes de la tierra, tomando el hábito de religiosa, por cuyo medio la casa entera de Santos quedaría siendo exclusivo patrimonio de su otro hijo, quien por haber nacido primero y ser varón, constituía el orgullo y la delicia de su aristocrática madre.
Fue, pues, encerrada en el convento de Comendadoras de Santiago, cuando apenas tenía ocho años de edad, su infortunada hija, la segundona del Conde de Santos, llamada entonces D.ª Isabel, para que se aclimatase desde luego en la vida monacal, que era su infalible destino.
Allí creció aquella niña, sin respirar más aire que el del claustro, ni ser consultada jamás acerca de sus ideas, hasta que, llegada a la estación de la vida en que todos los seres racionales trazan sobre el campo de la fantasía la senda de su porvenir, tomó el velo de esposa de Jesucristo con la fría mansedumbre de quien no imagina siquiera el derecho ni la posibilidad de intervenir en sus propias acciones. Decimos más: como D.ª Isabel no podía comprender en aquel tiempo toda la significación de los votos que acababa de pronunciar (tan ignorante estaba todavía de lo que es el mundo y de lo que encierra el corazón humano), y en cambio podía discernir perfectamente (pues también ella pecaba de linajuda) las grandes ventajas que su profesión reportaría al esplendor de su nombre, resultó que se hizo monja con cierta ufanía, ya que no con franco y declarado regocijo.
Pero corrieron los años, y sor Isabel, que se había criado mustia y endeble, y que al tiempo de su profesión era, si no una niña, una mujer tardía o retrasada, desplegó de pronto la lujosa naturaleza y peregrina hermosura que ya hemos admirado, y cuyos hechizos no valían nada en comparación de la espléndida primavera que floreció simultáneamente en su corazón y en su alma. Desde aquel día la joven Comendadora fue el asombro y el ídolo de la Comunidad y de cuantas personas entraban en aquel convento, cuya regla es muy lata, como la de todos los de su Orden. Quién comparaba a sor Isabel con Rebeca, quién con Sara, quién con Ruth, quién con Judith… El que afinaba el órgano la llamaba Santa Cecilia; el despensero, Santa Paula; el sacristán, Santa Mónica; es decir, que le atribuían juntamente mucho parecido con santas solteras, viudas y casadas…
Sor Isabel registró más de una vez la Biblia y el Flos Sanctarum para leer la historia de aquellas heroínas, de aquellas reinas, de aquellas esposas, de aquellas madres de familia con quienes se veía comparada, y por resultas de tales estudios, el engreimiento, la ambición, la curiosidad de mayor vida germinaron en su imaginación con tanto ímpetu, que su director espiritual se vio precisado a decirle muy severamente que «el rumbo que tomaban sus ideas y sus afectos era el más a propósito para ir a parar en la condenación eterna».
La reacción que se operó en sor Isabel al escuchar estas palabras fue instantánea, absoluta, definitiva. Desde aquel día nadie vio en la joven más que una altiva rica hembra infatuada de su estirpe, y una virgen del Señor, devota, mística, fervorosa hasta el éxtasis y el delirio, la cual incurría en tales exageraciones de mortificación y entraba en escrúpulos tan sutiles, que la Superiora y su propia madre tuvieron que amonestarla muchas veces, y aun el mismo confesor se veía obligado a tranquilizarla, además de no tener de qué absolverla.
¿Qué era, en tanto, del corazón y del alma de la Comendadora, de aquel corazón y de aquella alma cuya súbita eflorescencia fue tan exuberante?
No se sabe a punto fijo.
Sólo consta que, pasados cinco años (durante los cuales su hermano se casó, y tuvo un hijo, y enviudó), sor Isabel, más hermosa que nunca, pero lánguida como una azucena que se agosta, fue trasladada del convento a su casa, por consejo de los médicos y merced al gran valimiento de su madre, a fin de que respirase allí los salutíferos aires de la Carrera de Darro, único remedio que se encontró para la misteriosa dolencia que aniquilaba su vida. A esta dolencia le llamaron unos excesivo celo religioso, y otros melancolía negra: lo cierto es que no podían clasificarla entre las enfermedades físicas, sino por sus resultados, que eran una extrema languidez y una continua propensión al llanto.
La traslación a su casa le volvió la salud y las fuerzas, ya que no la alegría; pero como por entonces ocurriera la muerte de su hermano Alfonso, de quien sólo quedó un niño de tres años, alcanzose que la Comendadora continuase indefinidamente con su casa por clausura, a fin de que acompañara a su anciana madre y cuidase a su tierno sobrino, único y universal heredero del Condado de Santos.
Con lo cual sabemos ya también quién era el rapazuelo que estaba rompiendo el libro de heráldica sobre la alfombra, y sólo nos resta decir, aunque esto se adivinará fácilmente, que aquel niño era el alma, la vida, el amor y el orgullo, a la par que el feroz tirano de su abuela y de su tía, las cuales veían en él, no sólo una persona determinada, sino la única esperanza de propagación de su estirpe.
III
Volvamos ahora a contemplar a nuestros tres personajes, ya que los conocemos interior y exteriormente.
El niño se levantó de pronto, tiró los restos del libro, y se marchó de la sala, cantando a voces, sin duda en busca de otro objeto que romper, y las dos señoras siguieron sentadas donde mismo las dejamos hace poco; sólo que la anciana volvió a su interrumpida lectura, y la Comendadora dejó de pasar las cuentas del rosario.
¿En qué pensaba la Comendadora?
¡Quién sabe!…
La primavera había principiado…
Algunos canarios y ruiseñores, enjaulados y colgados a la parte afuera de los balcones de aquel aposento, mantenían no sé qué diálogos con los pajarillos de ambos sexos que moraban libres y dichosos en las arboledas de la Alhambra, a los cuales referían tal vez aquellos míseros cautivos tristezas y aburrimientos propios de toda vida sin amor…
Las macetas de alelíes, mahonesas y jacintos que adornaban los balcones, empezaban a florecer, en señal de que la naturaleza volvía a sentirse madre…
El aire, embalsamado y tibio, parecía convidar a los enamorados de las ciudades con la afable soledad de las campiñas o con el dulce misterio de los bosques, donde podrían mirarse libremente y referirse sus más ocultos pensamientos…
Sonaban, por lo demás, en la calle los pasos de gentes que iban y venían a merced de los varios afanes de la existencia; gentes que siempre son consideradas venturosas y muy dignas de envidia por aquellos que las vislumbran desde la picota de sus propios dolores…
A veces se oía alguna copla de fandango, con que aludía a sus domingueras aventuras tal o cual fámula de la vencidad, o con que el aprendiz de próximo taller mataba el tiempo, mientras llegaba la infalible noche y con ella la concertada cita.
Percibíanse además, en filosófico concierto, los perpetuos arrullos del agua del río, el confuso rumor de la capital, el compasado golpe de una péndola que en el salón había, y el remoto clamor de unas campanas que lo mismo podían estar tocando a fiesta que a entierro, a bautizo de recién nacido que a profesión de otra Comendadora de Santiago…
Todo esto, y aquel sol que volvía en busca de nuestra aterida zona, y aquel pedazo de firmamento azul en que se perdían la vista y el espíritu, y aquellas torres de la Alhambra, llenas de románticos y voluptuosos recuerdos, y los árboles que florecían a su pie como cuando Granada era sarracena…; todo, todo debía de pesar de un modo horrible sobre el alma de aquella mujer de treinta años, cuya vida anterior había sido igual a su vida presente, y cuya existencia futura no podía ya ser más que una lenta y continua repetición de tan melancólicos instantes…
La vuelta del niño a la sala sacó a la Comendadora de su abstracción, e hizo interrumpir otra vez a la Condesa su lectura.
—¡Abuela! —gritó el rapaz con destemplado acento—. El italiano que está componiendo el escudo de piedra de la escalera acaba de decirle una cosa muy graciosa al viejo de Madrid que pinta los techos. ¡Yo la he oído, sin que ellos me vieran a mí, y, como yo entiendo ya el español chapurrado que habla el escultor con el pintor, me he enterado perfectamente! ¡Si supieras lo que le ha dicho!
—Carlos —respondió la anciana con la blandura equívoca de la cobardía—: os tengo recomendado que no os acerquéis nunca a esa clase de gentes. ¡Acordaos de que sois el Conde de Santos!
—¡Pues quiero acercarme! —replicó el niño—. ¡A mí me gustan mucho los pintores y los escultores, y ahora mismo me voy otra vez con ellos!
—Carlos —murmuró dulcemente la Comendadora—. Estáis hablando con la madre de vuestro padre. Respetadla como él la respetaba y yo la respeto…
El niño se echó a reír, y prosiguió:
—Pues verás, tía, lo que decía el escultor… ¡Porque era de ti de quien hablaba!…
—¿De mí?
—¡Callad, Carlos! —exclamó la anciana severamente.
El niño siguió en el mismo tono y con el mismo diabólico gesto:
—El escultor le decía al pintor: «Compañero, ¡qué hermosa debe de estar desnuda la Comendadora! ¡Será una estatua griega!». ¿Qué es una estatua griega, tía Isabel?
Sor Isabel se puso lívida, clavó los ojos en el suelo, y empezó a rezar.
La Condesa se levantó, cogió al Conde por un brazo, y le dijo con reprimida cólera:
—¡Los niños no oyen esas cosas ni las dicen! Ahora mismo se irá el escultor a la calle. En cuanto a vos, ya os dirá el padre capellán el pecado que habéis cometido, y os impondrá la debida penitencia…
—¿A mí? —dijo Carlos—. ¿El señor cura? ¡Soy yo más valiente que él, y lo echaré a la calle, mientras que el escultor se quedará en casa! ¡Tía! —continuó el niño, dirigiéndose a la Comendadora—, yo quiero verte desnuda…
—¡Jesús! —gritó la abuela, tapándose el rostro con las manos.
Sor Isabel no pestañeó siquiera.
—¡Sí, señora! ¡Quiero ver desnuda a mi tía! —repitió el niño, encarándose con la anciana.
—¡Insolente! —gritó ésta, levantando la mano sobre su nieto.
Ante aquel ademán, el niño se puso encarnado como la grana, y, pateando de furor, en actitud de arremeter contra la Condesa, exclamó nuevamente con sordo acento:
—¡He dicho que quiero ver desnuda a mi tía! ¡Pégame, si eres capaz!
La Comendadora se levantó con aire desdeñoso, y se dirigió hacia la puerta, sin hacer caso alguno del niño.
Carlos dio un salto, se interpuso en su camino, y repitió su tremenda frase con voz y gesto de verdadera locura.
Sor Isabel continuó marchando.
El niño forcejeó por detenerla, no pudo lograrlo, y cayó al suelo, presa de violentísima convulsión.
La abuela dio un grito de muerte, que hizo volver la cabeza a la religiosa.
Ésta se detuvo espantada, al ver a su sobrino en tierra, con los ojos en blanco, echando espumarajos por la boca y tartamudeando ferozmente:
—¡Ver desnuda a mi tía!…
—¡Satanás!… —balbuceó la Comendadora, mirando de hito en hito a su madre.
El niño se revolcó en el suelo como una serpiente, púsose morado, volvió a llamar a su tía, y luego quedó inmóvil, agarrotado, sin respiración.
—¡El heredero de los Santos se muere! —gritó la abuela con indescriptible terror—. ¡Agua! ¡Agua! ¡Un médico!
Los criados, acudieron, y trajeron agua y vinagre.
La Condesa roció la cara del niño con una y otra cosa; diole muchos besos; llamole ángel; lloró; rezó; hízole oler vinagre solo… Pero todo fue completamente inútil. El niño se estremecía a veces como los energúmenos, abría unos ojos extravíados y sin vista, que daban miedo, y volvía a quedarse inmóvil.
La Comendadora seguía parada en medio de la estancia, en actitud de irse, pero con la cabeza vuelta atrás, mirando atentamente al hijo de su hermano.
Al fin pudo éste dejar escapar un soplo de aliento y algunas vagas palabras por entre sus dientes apretados y rechinantes…
Aquellas palabras fueron…
—Desnuda… mi tía…
La Comendadora levantó las manos al cielo, y prosiguió su camino.
La abuela, temiendo que los criados comprendiesen lo que decía el niño, gritó con imperio:
—¡Fuera todo el mundo! Vos, Isabel, quedaos.
Los criados obedecieron llenos de asombro.
La Comendadora cayó de rodillas.
—¡Hijo mío!… ¡Carlos!… ¡Hermoso! —gimió la anciana, abrazando lo que parecía ya el cadáver de su nieto—. Llora… ¡llora!… ¡No te enfades!… ¡Será lo que tú quieras!…
—¡Desnuda! —dijo Carlos en un ronquido semejante al estertor del que agoniza.
—¡Señora… —exclamó la abuela, mirando a su hija de un modo indefinible—, el heredero de los Santos se muere, y con él concluye nuestra casa!
La Comendadora tembló de pies a cabeza. Tan aristócrata como su madre, y tan piadosa y casta como ella, comprendía toda la enormidad de la situación.
En esto, Carlos se recobró un poco, vio a las dos mujeres, trató de levantarse, dio un grito de furor, y volvió a caer con otro ataque aún más terrible que el primero.
—¡Ver desnuda a mi tía! —había rugido antes de perder nuevamente el movimiento.
Y quedó con los puños crispados en ademán amenazador.
La anciana se santiguó; cogió el libro de oraciones, y dirigiéndose hacia la puerta, dijo al paso a la Comendadora, después de alzar una mano al cielo con dolorosa solemnidad:
—Señora ¡Dios lo quiere!
Y salió, cerrando la puerta detrás de sí.
IV
Media hora después, el Conde de Santos entró en el cuarto de su abuela, hipando, riendo y comiéndose un dulce (que todavía mojaban algunas gotas del pasado llanto); y sin mirar a la anciana, pero dándole con el codo, dijole en son ronco y salvaje:
—¡Vaya si está gorda… mi tía!
La Condesa, que rezaba arrodillada en un antiguo reclinatorio, dejó caer la frente sobre el libro de oraciones, y no contestó ni una palabra.
El niño se marchó en busca del escultor, y lo encontró rodeado de algunos Familiares del Santo Oficio, que le mostraban una orden para que los siguiese a las cárceles de la Inquisición, «como pagano y blasfemo, según denuncia hecha por la Sra. Condesa de Santos».
Carlos, a pesar de toda su audacia, se sobrecogió a la vista de los esbirros del formidable Tribunal, y no dijo ni intentó cosa alguna.
V
Al obscurecer se dirigió la Condesa al cuarto de su hija, antes de que encendiesen luces, pues no quería verla, aunque deseaba consolarla, y se encontró con la siguiente carta, que le entregó la camarera de sor Isabel.
«Mi muy amada madre y señora:
»Perdonadme el primer paso que doy en mi vida sin tomar antes vuestra venia; pero el corazón me dice que no lo desaprobaréis.
»Regreso al convento, de donde nunca debí salir, y de donde no volveré a salir jamás. Me voy sin despedirme de vos, por ahorraros nuevos sufrimientos.
»Dios os tenga en su santa guarda y sea misericordioso con vuestra amantísima hija
»Sor Isabel de los Ángeles».
No había acabado la anciana de leer aquellos tristísimos renglones, cuando oyó rodar un carruaje en el patio de la casa y alejarse luego hacia la Plaza Nueva…
Era la carroza en que se marchaba la Comendadora.
VI
Cuatro años después, las campanas del convento de Santiago doblaron por el alma de sor Isabel de los Ángeles, mientras que su cuerpo era restituido a la madre tierra.
La Condesa murió también al poco tiempo. El Conde Carlos pereció sin descendencia, al cabo de quince o veinte años, en la conquista de Menorca, extinguiéndose con él la noble estirpe de los Condes de Santos.
Granada, 1868.