Capítulo VIII
—¡Qué terrible aventura! Y, dígame: ¿Qué pasó con el spahi?
—Murió, el pobre diablo. Se produjo primero un «sálvese quien pueda» en casa de Bryancourt. El doctor Charles mandó traer su maletín y comenzó a extraer los trozos de vidrio; según pude enterarme, el desgraciado sufrió estoicamente los más horribles suplicios sin exhalar un solo grito; su valor, sin duda, era digno de mejor causa. Una vez terminada la operación, el doctor le aconsejó que se le transportara a un hospital, porque sospechaba la existencia de una infección intestinal. El herido protestó:
—¡Cómo! Ir a un hospital y exponerme a las burlas de las enfermeras y los doctores… ¡Eso nunca!
—Pero —objetó su amigo— si llega a declarase una inflamación…
—¿En mí?
—Eso me temo.
—¿Y es probable que eso ocurra?
—Es más que probable.
—¿Y en ese caso…?
La cara del doctor se ensombreció, pero no respondió.
—¿Puede llegar a ser fatal?
—Sí.
—Pues no se hable más. En cualquier caso, debo volver a mi casa para poner en orden mis cosas.
Lo acompañaron a su alojamiento, y él les pidió que lo dejaran solo durante media hora. Cerró entonces con llave la puerta, tomó un revólver y se saltó la tapa de los sesos.
La causa del suicidio fue para todo el mundo un misterio, menos para nosotros.
Esta aventura y otra ocurrida algún tiempo más tarde fueron como un jarro de agua fría para nuestros desfogues colectivos, y entre ambos dieron al traste con los «simposios» de Bryancourt.
—¿Cuál fue ese otro caso?
—Sin duda recuerda usted el asunto ampliamente comentado en los periódicos de la época. Un viejo caballero, cuyo nombre ya he olvidado, fue los suficientemente tonto como para dejarse coger en el acto de sodomizar a un soldado, un joven recluta recién llegado al pueblo donde el caballero residía. El asunto causó un gran revuelo, porque el citado individuo ocupaba un alto puesto en la sociedad del momento, y había mantenido hasta entonces una reputación intachable e incluso una piedad ejemplar.
—¡Cómo! ¿Cree usted posible que una persona verdaderamente religiosa puede llegar a entregarse a ese género de vicios?
—Por supuesto. Es el vicio el que nos hace supersticiosos. ¿Y qué es la superstición sino una forma desnaturalizada de la religión? Es el pecador y no el santo quien tiene necesidad de salvadores, mediadores y sacerdotes. Si nada tiene usted que expiar, ¿para qué sirve la religión? La religión en modo alguno es un freno para una pasión que, aunque denominada «contra natura», se halla tan profundamente arraigada en nuestra naturaleza que la razón no puede ni extirparla, ni enmascararla. Los jesuitas son los únicos sacerdotes de verdad.
Lejos de abandonar al pecador a la desesperación de la condenación eterna, como hacen los sectarios, poseen mil paliativos para las enfermedades que no pueden curar, y un bálsamo especial para cada conciencia en exceso cargada de pecados.
Pero volvamos a nuestra historia.
El tiempo pasaba y yo vivía feliz con mi amor por Teleny; porque ¿quién no hubiera sido dichoso con alguien tan hermoso, tan bueno y tan hábil artista como él? Sus ejecuciones eran ahora tan geniales, tal llenas de alegría y vida, tan transidas de exuberante alegría, que su reputación crecía por momentos ante el favor del público, y cada vez eran más numerosas las pasiones que despertaba entre las damas. ¿Pero qué podía temer yo? ¿No era acaso todo mío?
—¿No estaba, pues, usted celoso?
—¿Cómo podía estarlo si él no me daba el más mínimo motivo? Yo tenía la llave de su casa y podía entrar en ella a cualquier hora del día o de la noche. Si dejaba la ciudad, yo lo acompañaba. No, yo estaba seguro de su amor, y de su fidelidad por tanto, del mismo modo que él tenía plena confianza en mí.
Yo reconocía en él, sin embargo, un gran defecto: como artista, tenía la prodigalidad del artista. Aunque ganara por entonces más que suficiente para vivir de manera confortable, sus conciertos no le daban aún lo bastante para mantener el plan de vida principesco que él deseaba. Yo le remachaba con frecuencia sobre este punto, y él me prometía invariablemente no seguir derrochando su dinero, pero su naturaleza estaba tallada en el mismo material de que estaba hecha Manon Lescaut.
Sabiendo que sus deudas le ocasionaban grandes trastornos por parte de sus acreedores, en varias ocasiones le había rogado que me entregase sus facturas, para liquidarlas yo por mi cuenta, permitiéndole así reiniciar una nueva vida, libre de preocupaciones. Pero no quería oírme hablar de ello.
—Yo me conozco mejor que tú —me decía él—. Si acepto una vez, aceptaré dos, ¿y qué pasaría entonces? Que terminarías por ser tu entretenido.
—¡Qué gran desgracia! —repliqué yo—. ¿Y piensas que por eso te amaría menos?
—¡Oh, no! Tal vez incluso me amarías más, cuanto mayores fueran los gastos que yo te ocasionara, pues a menudo amamos a nuestros seres queridos en razón proporcional a los sacrificios que nos imponemos por ellos; a mí, en cambio, tal vez eso me llevara a amarte menos. La gratitud es una carga insoportable para la naturaleza humana. Soy tu amante, Camille… pero no me hagas caer más bajo —dijo con ardor—. ¿Ves? Desde que te conozco he intentado conjuntar ambas cosas. Un día u otro lograré desembarazarme de mis deudas. Pero no me tientes, por favor.
Y, acto seguido, me cerraba la boca con sus besos. ¡Cuán bello me parecía en esos momentos! Aún puedo verlo, recostado en su cojín de raso azul con los brazos bajo la cabeza, en una postura llena de abandono y de gracia felina.
Mi trabajo en la oficina me llevaba más bien poco tiempo. Permanecía allí lo justo para supervisar mis negocios y dejar a Teleny tiempo suficiente para practicar su arte. El resto del día, lo pasábamos juntos.
En el teatro ocupaba el mismo palco que él, bien fuera solos o con mi madre.
Pronto fue de dominio común que ninguno de los dos aceptaba invitaciones por separado. Y en los paseos públicos se nos veía siempre juntos, ya fuera a pie, a caballo o paseando en coche. De modo que nuestra unión, aún sin estar bendecida por la Iglesia, no podía ser más íntima.
Nos habíamos hecho inseparables. Nuestro amor se cimentaba de día en día, y el fuego, en vez de apagarse, se alimentaba de sí mismo. Vivía entonces mucho más en su casa que en la mía.
Que los moralistas me expliquen, a la vista de esto, cuál es el mal que hacíamos, y el legista me diga cuál es el pretendido mal que causábamos a la sociedad, y que, según él, nos hace peores que el peor de los criminales.
Aunque no vestíamos de la misma manera, siendo, sin embargo, como éramos, de la misma talla y parecida corpulencia, unido esto a la semejanza de edad y de gustos, todo esto hizo que la gente, viéndonos constantemente juntos y tomados del brazo, terminara por identificarnos.
Nuestra amistad terminó por hacerse proverbial, y el «no hay Camille sin René» pasó a convertirse en una especie de proverbio.
—Pero usted, que tan aterrorizado se había sentido por un anónimo, ¿no temía a las sospechas que podían recaer sobre la naturaleza real de semejante relación?
—El temor había desaparecido. ¿Acaso el temor al proceso de divorcio llega a impedir a la adúltera que siga viendo a su amante? ¿O impide acaso las penas de la justicia común al ladrón que robe? La tranquila dicha que nos rodeaba había terminado por adormecer mi conciencia. Por otro lado, la conciencia que había adquirido en las reuniones del taller de Bryancourt de no ser el único miembro de la sociedad privado por el amor socrático, y de que los hombres de más alta inteligencia y más refinados sentimientos eran sodomitas como yo, me daba confianza. No son los suplicios del infierno los que nos atemorizan, sino la despreciable compañía que aún allí podemos encontrar.
Las damas, no obstante, comenzaron a sospechar de la naturaleza de nuestra excesiva amistad; y como más tarde pude saber, se nos había dado ya el nombre de «los ángeles de Sodoma», queriendo dar a entender con esto que ni los mismos ángeles habían escapado a tal destino. Pero ¿qué podía significar que un grupo de tríbadas nos acusaran de compartir placeres idénticos a los suyos?
—¿Y su madre?
—Se la suponía la amante de René. ¡Y yo me reía de una idea tan absurda!
—¿No intuía ella en modo alguno la naturaleza de sus amores?
—Usted ya sabe que el marido siempre es el último que sospecha de la infidelidad de la esposa. Lo único que la sorprendió fue el cambio operado en mí. Y a menudo me preguntaba cómo había ocurrido que llegara a intimar de aquel modo con el hombre a quien anteriormente había demostrado tanto desprecio; y añadía: «Ya ves que no pueden tenerse prejuicios, ni juzgar a la gente sin conocerla».
Ocurrió, sin embargo, una circunstancia que apartó de Teleny el pensamiento de mi madre.
Una joven bailarina del cuerpo de ballet, cuya atención había atraído yo sobre mi persona, fuera porque sintiese un repentino capricho por mí, o bien, porque me considerase una presa fácil me escribió una larga carta en la que me invitaba a hacerle una visita.
No sabiendo cómo declinar semejante honor, y no deseando tampoco tratar desdeñosamente a una mujer, le envié una soberbia cesta de flores, a la que añadía un libro en el que se explicaba el lenguaje de éstas.
Ella comprendió que mi corazón estaba ya comprometido, y a cambio de mi presente, recibía una bellísima fotografía suya. Creía mi deber ir a darle las gracias por tal regalo; y como consecuencia de mi visita nos hicimos pronto buenos amigos, pero «amigos», y nada más.
Habiendo yo, sin embargo, dejado a la vista la carta y el retrato en mi habitación, mi madre, que ciertamente había visto una, no dejó de ver también el otro. Y esto sirvió para que dejara de otorgar el menor carácter culpable a mi relación con Teleny.
Pero en sus conversaciones comenzaron a deslizarse a partir de entonces ligeras insinuaciones sobre la locura de los hombres que llegan a arruinarse, llevados por su amor por las chicas del teatro, o el mal gusto de quienes se casan con su amante, o con la amante de otros… y eso fue todo. Sabía, por otro lado, que yo era mi propio dueño, y jamás se mezclaba en nada que pudiera afectar mi vida privada, dejándome, como ya he dicho, las manos enteramente libres. Si tenía algún mal asunto entre manos, tanto mejor para mí, o tanto peor. Ella estaba feliz de que tuviera el buen gusto de respetar las apariencias y mantener en secreto mis amoríos. Sólo un hombre de cuarenta y cinco años, que ha decidido permanecer soltero de por vida, puede desafiar a la opinión pública y mantener abiertamente una amante.
Por otro lado, y seguramente no queriendo que yo pudiera interesarme por sus frecuentes viajes, me dejaba plena libertad para actuar a mi aire.
—Era aún una mujer joven por aquella época, ¿no es así?
—Eso depende de lo que usted entienda por «mujer joven». Tenía entonces treinta y siete o treinta y ocho años, y parecía mucho más joven. Había sido considerada siempre como una mujer muy bella y deseable.
Tenía, ciertamente, una gran belleza. Alta, con unos brazos y unos hombros espléndidos y una hermosa cabeza; llamaba siempre la atención por todas partes donde iba. En sus grandes ojos podía leerse una imperturbable calma; sus cejas, unidas casi a la raíz de la nariz, eran lisas y espesas; sus cabellos negros y abundantes tenían un ondulado natural; y su frente era baja y amplia, realzada por a continuación de una nariz pequeña y un poco aquilina. Todo estaba combinado en ella para conseguir como efecto un aspecto grave y escultura.
Lo mejor que tenía era la boca, que no solamente presentaba un dibujo perfecto, sino que además sus labios, parecidos a dos cerezas, despertaban inevitablemente el deseo de besarlos. Semejante boca debe haber tentado a todos los hombre temperamentales que la contemplaban, como si, dotada de un filtro amoroso, sedujera con él hasta los corazones más fríos.
Eran, en realidad, pocos los pantalones que no se henchían en presencia de mi madre, a pesar de los esfuerzos de sus propietarios por disimular el dardo que en ellos rebullía. Y éste es, en mi opinión, el mejor tributo que pueda rendirse jamás a la belleza de una dama, ya que no hay en él disimulo posible.
En cuanto a sus maneras y su comportamiento, estaban impregnados de una dignidad y una cala tales, como sólo pueden hallarse en la alta aristocracia inglesa, aunque son también rasgo característico del campesino italiano y de la gran dama francesa, y encuentran su ejemplificación perfecta en la nobleza alemana. Parecía haber nacido para reina de salón, y aceptaba, como cosa lógica, y sin la menor sombra de orgullo, los artículos elogiosos que diariamente le dedicaban las revistas de moda, así como los homenajes de respeto de una legión de admiradoras, ninguno de los cuales se atrevió jamás a flirtear con ella.
Era, en una palabra, a los ojos de todos, una especie de Juno, una mujer irreprochable a la que tanto podía atribuirse un carácter volcánico como gélido.
—¿Y puedo preguntarle qué era realmente?
—Una dama que recibía y rendía innumerables visitas y prodigaba su presencia por todas partes, tanto en las cenas que ella daba, como en las que aceptaba; el modelo perfecto de la anfitriona. El dueño de una tienda hizo un día la siguiente observación: «Es de alegrarse el día en que madame Des Grieux se detiene ante nuestra vitrina, porque llama la atención tanto de los caballeros como de las damas, que compran sin dudar lo que ha retenido la atención de su ojo artista».
Poseía además el mejor encanto que puede tener una mujer, una voz dulce, tierna y profunda: pues, si bien es posible acostumbrarse a una esposa de rostro vulgar, jamás lo será escuchar de continuo una voz gritona, agria y aguda.
—Se dice que usted se le parece mucho.
—¿Sí? Sea como sea, espero que no crea que alabo a mi madre, como Lamartine alababa a la suya, para añadir con modestia: «yo soy su viva imagen».
—Pero ¿cómo es posible que, habiendo quedado viuda tan joven, no volviera a casarse nunca más? Rica y bella como era, debió contar con más pretendientes de los que jamás tuvo Penélope.
—Algún día les contaré su vida con detalle; entonces comprenderá porqué preferiría su libertad a los lazos del matrimonio.
—Pero ciertamente le adoraba, ¿o no es así?
—Sí, es así. Y yo le pagaba con idéntica admiración. Si yo no me hubiera entregado a esas inclinaciones que jamás me hubiera atrevido a confesarle, y que sólo las tríbadas pueden comprender; si, como los demás jóvenes de mi edad, hubiera llevado una alegre vida de fornicación con las prostitutas, amantes y amables dependientas, hubiera podido hacerla confidente de mis hazañas eróticas, pues, en los momentos de felicidad, generalmente nuestros sentidos quedan estragados por el exceso, mientras que el recuerdo, evocado a nuestro placer, se convierte a la vez en placer de los sentidos y del espíritu. Pero Teleny había acabado por levantar una barrera entre nosotros, y creo que ella estaba celosa por esto, pues su nombre empezaba a resultarle tan desagradable como a mí me había resultado tiempo antes.
—¿Comenzaba, pues, a sospechar la naturaleza de su relación?
—No sé si sospechaba, o simplemente estaba celosa de mi afecto. Como quiera que sea, una horrible crisis empezaba a prepararse, y nuestros destinos iban pronto a quedar sumidos en una catástrofe que nadie podía prever.
Un día en que, habiendo sido anunciado un gran concierto en Brighton, el artista contratado cayó repentinamente enfermo, Teleny fue requerido para sustituirlo.
Era éste un honor que no podía rechazar.
—Me apena profundamente tener que dejarte —me dijo—, aunque sólo sea por un día o dos, pues sé que estás en estos momentos tan ocupado que te sería imposible acompañarme.
—Sí —respondí—, es un momento realmente malo para ir, a menos que yo…
—No, no, sería una locura; no te lo permitiré.
—Pero hace tanto tiempo que no te escucho; en realidad desde aquel concierto al que no pude asistir.
—Tú estarás presente en espíritu, si no corporalmente; te imaginaré sentado en tu sitio de siempre, y tocaré para ti, y sólo para ti. Por otra parte, jamás hemos permanecido mucho tiempo separados, desde el día de la carta de Bryancourt.
Intentemos ver si podemos permanecer alejados uno del otro, durante dos días.
¿Quién sabe? Tal vez llegue el momento en que…
—Pero ¿qué quieres decir?
—Nada. Sólo que tú puedes llegar a cansarte de esta vida como todo el mundo, y casarte, tener una familia.
—¡Una familia! —exclamé yo, riendo—. ¿Acaso esa carga insoportable resulta imprescindible para hacer la felicidad de un hombre?
—Mi afecto puede llegar a pesarte.
—René, no hables así. ¿Cómo podría yo vivir sin ti?
Una sonrisa incrédula se dibujó en sus labios.
—¡Cómo! ¿Acaso puedes dudar de mi amor?
—¿Puedo dudar de la luz del día? Pero —continuó él, envolviéndome con su mirada— ¿dudas tú del mío?
—No. ¿Me has dado acaso el menor motivo de duda?
—¿Y si yo te fuera infiel?
—Teleny —dije yo, con el corazón angustiado—, tú tienes otro amor.
Lo veía ya en brazos de un rival, colmándolo de aquel placer que era sólo mío.
—No —dijo—, no lo tengo. Pero ¿si lo tuviera?
—Acabarías por amarlo… sea a él o ella, y mi vida entonces quedaría para siempre ensombrecida.
—No para siempre, sólo por algún tiempo, quizás. Pero ¿me perdonarías?
—Sí, si aún me amases.
La idea de perderlo me partía el corazón, y mis ojos se llenaban de lágrimas. Yo lo tomé entre mis brazos, apretándolo con todas mis fuerzas, mientras mis labios buscaban los suyos; éstos vinieron a entregárseme, y pronto mi lengua estuvo en su boca. Cuando más lo besaba mayor era mi tristeza, y más mi ardiente deseo.
Me detuve un momento para contemplarlo. ¡Estaba tan bello aquel día! Su belleza era casi etérea. Aún ahora puedo verlo aureolado por sus sedoso y suave cabellos, semejante a un rayo de sol que atraviesa una copa de cristal llena de un vino color topacio, y la boca entreabierta, de húmedos labios, nunca mancillados por la enfermedad ni la palidez.
Y sus ojos luminosos, en los que el fuego interior y oscuro atemperaba la concupiscencia de la boca; sus mejillas, redondas y sonrosadas, como las de un niño, que contrastaban con el ancho pecho, lleno de vigor masculino, en el que cada uno de los dioses del Olimpo parecía haber dejado su huella.
¡Qué ardiente y loca pasión desataba en mí su viril belleza! Sí, lo confieso, me parezco a esos hombres ardientes nacidos en las laderas volcánicas de Nápoles, o bajo el brillante sol de Oriente. Después de todo, prefiero parecerme a Brunette Latum, un hombre que amaba a otros hombres, que al Dante, que los enviaba a los infiernos, mientras él mismo se colocaba, en una fría visión creada por su imaginación, en ese lugar estéril llamado Cielo.
Teleny me devolvió mis besos con un ardor apasionado. Sus labios eran de fuego, su amor se mudaba en rabia enfebrecida. No sé qué fue lo que me ocurrió, pero sentí que si bien el placer podía llegar a matarme, no podría en modo alguno llegar a calmarme.
Hay dos clases de deseos de los sentidos, igualmente fuertes e igualmente imperiosos: uno es la pasión carnal, que prende en los órganos genitales y hace a los hombres semejantes a bestias; el otro, la fría sensualidad de la fantasía, la irritación cerebral que inflama la sangre más pura. El primero está en relación con la concupiscencia de la juventud, es embriagador como el vino nuevo, resulta natural a la carne, y se satisface tan pronto ésta ha obtenido su porción de amor y los receptáculos sobrecargados arrojan por fin la semilla que los desbordaba; a continuación viene esa languidez deliciosa que sigue al esfuerzo amoroso e invita a un sueño reparador.
El segundo prende en la cabeza; es efecto de la imaginación, es la lujuria insaciable, la mórbida avidez de un hambre jamás saciada. Los sentidos, como ocurría con Mesalina, buscan, sin dar reposo a la excitación, siempre lo imposible.
Las eyaculaciones espermáticas, lejos de calmar, irritan aún más los conductos seminales, pues las excitaciones de una imaginación lúbrica persisten aún después de la evacuación del semen. Y, si en lugar del fluido cremoso, lo que surge es una sangre de olor acre, la sensación entonces es de una dolorosa irritación. Y si, por el contrario, la erección no ocurre, y el pene permanece flácido, el sistema nervioso queda igualmente irritado por un deseo impotente, de modo que las ilusiones del cerebro sobreexcitado nunca dejan de tener funestas consecuencias, tanto si obtienen resultado, como si no.
Ambos deseos combinados, confluían en mí al abrazar a Teleny contra mi pecho, sintiéndome a la vez penetrado de deseo y lleno de amarga tristeza.
Había arrancado el cuello y la corbata a mi amigo para dejar al descubierto su cuello y poder sentirlo con mis labios; poco a poco fui despojándolo de toda su ropa, hasta tenerlo enteramente desnudo en mis brazos.
¡Qué voluptuoso modelo de líneas, con sus poderosos hombros, su pecho ancho y saliente, tan suave y fresco como los pétalos del nenúfar, y sus miembros no menos poderosos que los de Léotard, el prestigioso acróbata por quien todas las mujeres suspiraban! ¡Y sus piernas y sus muslos, semejantes por su gracia exquisita a las estatuas de Apolo!
Cuanto más lo miraba más aumentaba mi pasión. Pero no me bastaba con verlo; tenía que añadir al placer de la vista el del tacto; tenía que gozar del contacto de su carne musculosa y de sentirla bajo mis manos, acariciar su pecho y las sinuosidades de su espalda. De allí mis manos descendieron hasta sus dos hemisferios, y tomándole las nalgas las apreté contra mí. Luego, despojándome yo también de mis ropas, pegué mi cuerpo al suyo, me froté contra él y me contraje sobre él como una serpiente. Extendido sobre aquel cuerpo amado, y con mi lengua alojada en su boca, me esforzaba por capturar su lengua, que se escabullía dentro de la concavidad, para apuntar fuera, cuando yo retiraba la mía, de modo que ambas parecían realizar un enloquecedor juego del escondite, que hacía estremecer nuestras venas de voluptuosidad.
Los dedos de cada uno se hundieron en el sedoso matorral del otro, ensortijándose entre los rizos y acariciando los testículos, tan dulce y suavemente que apenas se sentían, pero produciendo un efecto electrizante, que nuestros miembros estuvieron a punto de eyacular.
Ni la más experta de las prostitutas hubiera jamás logrado proporcionarme las delicadas sensaciones que Teleny me hacía experimentar, ya los experimentados toques de las mujeres provienen siempre de los placeres que ellas mismas conocen, mientras que las sensaciones más vivas que no corresponden a su sexo les son desconocidas. De igual manera, resulta imposible que ningún hombre pueda procurarle a una mujer tanto placer como puede darle una tríbada, ya que sólo ésta sabe cómo, dónde y de qué modo acariciar. La quintaesencia del placer sólo pueden proporcionárnosla las personas de nuestro propio sexo.
Nuestros cuerpos se hallaban en tan estrecho contacto como el que mantienen entre sí el guante y la mano, los pies se hacían cosquillas mutuamente, mientras nuestros muslos y las rodillas, íntimamente enlazados, parecían formar una sola carne.
A pesar del esfuerzo que me costaba separarme de su abrazo, sintiendo su pene erecto pegado a mi vientre, me disponía ya a separarme para tomar en mi boca su instrumento de placer, cuando él, sintiendo a su vez la túrgida humedad del mío, próximo ya al desbordamiento, me tomó entre sus brazos y me tendió sobre el sofá.
Abriéndome los muslos, me tomó las piernas entre las suyas, enroscando éstas en mí de tal manera que sus talones quedaban apoyados en mis hombros.
Durante un momento me sentí como dentro de un cepo, sin posibilidad de movimiento alguno, e inclinado sobre él como sobre una mujer.
Colocó entonces un cojín bajo sus glúteos, y, apartando las piernas, tomó mi verga y la llevó hasta su ano. La cabeza húmeda y temblorosa del pene penetró sin dificultad en el hospitalario asilo que ante él se ofrecía. Un leve empujón de caderas y el glande quedó perfectamente encajado. El esfínter, no obstante, se contraía de tal modo que el balano avanzaba con dificultad; yo lo empujaba suavemente, para prolongar tanto como fuera posible la inefable sensación… Un segundo embate y la mitad del pene quedó encajada. Lo saqué entonces media pulgada que, por el placer que sentí al hacerlo, me pareció casi un metro. Un tercer embate, y el pene quedó hundido hasta la raíz, tan estrechamente envainado, que me resultaba imposible moverlo; tenía que limitarme a agitarlo en el interior de la carnosa vaina, con mi vientre pegado a sus nalgas, lo que proporcionaba a ambos un cosquilleo inefable.
Mi placer era tan vivo que me parecía como si un fluido celeste se estuviera derramando sobre mi cabeza, descendiéndome luego por toda la columna vertebral.
Seguramente las flores deben sentir una sensación parecida bajo la tormenta, después de haber sido abrasadas por el sol del estío.
Teleny me rodeó de nuevo con sus brazos, apretándome aún más fuerte. Yo me contemplaba en sus ojos, y él en los míos.
Permanecimos así un buen rato, sin menearnos, ya que el más mínimo movimiento nos hubiera llevado a la eyaculación, y lo que sentíamos era demasiado delicioso como para no querer prolongarlo al máximo. Temblábamos de placer desde la raíz del cabello hasta la punta de los pies, y toda nuestra carne se agitaba, como se agita el agua bajo la brisa cálida.
Un goce tan intenso, sin embargo, no podía durar indefinidamente; unas pocas contracciones del esfínter y el pene adquirió de nuevo libertad de movimientos. Lo hundí entonces con vigor; mi respiración se hizo anhelante, y rugí, cercano al éxtasis. El líquido espeso y ardiente saltó lentamente y a largos intervalos.
Y, mientras yo me frotaba contra él, Teleny participaba de todas mis sensaciones, ya que apenas acababa yo de vaciar mi última gota cuando me sentí inundado por su propia esperma. Separamos entonces nuestras bocas, como si cada uno hubiera aspirado de la otra hasta el último respiro. Los ojos de ambos habían perdido casi la visión, y uno y otro quedamos sumidos en esa postración divina que sucede al éxtasis.
Inmóviles y sin voz, no pensábamos en otra cosa que en nuestro mutuo amor, inconscientes de todo lo que no fuera el placer de sentirnos el uno contra el otro, cuerpos sólo, sin individualidad, confundidos y mezclados como estábamos.
Nuestros corazones latían al unísono e idénticos pensamientos informes flotaban en nuestros cerebros.
¿Por qué en aquel momento no nos fulminó Jehová a ambos? ¿No lo habíamos acaso provocado bastante? ¿Cómo es que aquel Dios celoso no mostró envidia por nuestra felicidad? ¿Por qué no arrojó contra nosotros su rayo vengador? ¿Por qué no nos arrojó en aquel mismo instante a los infiernos?
Después de todo, ¿es acaso el infierno un lugar tan temible? Tal vez no sea en realidad más que el paraíso de aquellos a los que la naturaleza ha creado para habitarlo. ¿Protestan acaso los animales por no haber sido creados «hombres»? ¿Por qué, pues, habríamos de protestar nosotros por no haber nacido «ángeles»?
Nos parecía en aquel instante flotar entre el Cielo y la Tierra, sin tomar en cuenta que lo que ha tenido principio también debe tener fin.
Y tan muelles eran las sensaciones que nos embriagaban que el blando sofá en que nos recostábamos nos parecía un lecho de nubes, sobre el que se extendía un silencio de muerte.
El ruido confuso de la gran ciudad parecía estar suspendido, o al menos no llegaba a nuestros oídos. ¡Ojalá la Tierra se hubiera detenido para siempre en su rotación y la mano del tiempo hubiera podido detener su funesta marcha!
Recuerdo haber deseado morir en medio de aquel plácido estado de sueño, en aquel éxtasis mesmérico, en el que el cuerpo y espíritu, sumidos en un sopor vecino al de la muerte, tienen el mínimo de conciencia preciso para percibir su aniquilamiento temporal…
De repente, el zumbido estridente de un timbre eléctrico nos sacó de tan dulce somnolencia. Teleny, sobresaltado, se levantó a toda prisa y corrió a abrir. Un instante después, volvió con un telegrama en la mano.
—¿Qué ocurre? —pregunté yo.
—Se trata de un mensaje —respondió, mirándome fijamente, con un ligero temblor en la voz.
—¿Y tienes que irte?
—¡Es necesario! —dijo él; y sus ojos se llenaron de tristeza.
—¿Te resulta desagradable?
—Desagradable no es la palabra; tendrías que decir insoportable. Ya que es la primera vez que nos separamos.
—Sí, pero sólo por un día o dos, espero.
—Un día o dos —repitió él con un acento sombrío— es el espacio de tiempo que separa a la vida de la muerte; es la fisura en el laúd que empieza ensordeciendo la sonoridad para, inmediatamente, sumirlo en el silencio.
—Teleny, desde hace varios días hay algo que te aflige, algo que no llego a explicarme. ¿No querrías explicar tu secreto a tu amigo?
Abrió los ojos, como si observara las profundidades de un pozo sin fondo, y sus labios adoptaron una expresión de dolor. Y con solemne lentitud dijo:
—¡Mi destino! ¿Has olvidado acaso tu visión profética del concierto de caridad?
—¿Quieres decir Adriano llorando la muerte de Antínoo?
—Sí.
—Una visión de mi cerebro enfebrecido por los encantos de esa música húngara tuya, tan sensual, y al mismo tiempo tan llena de melancolía.
Él sacudió la cabeza.
—No, era algo más que un mero capricho de tu imaginación.
—Un cambio se ha operado en ti, Teleny. No eres ya el que eras.
—Creo que he sido muy feliz, más de los que nunca pudiera esperar. Pero nuestra felicidad estaba construida sobre la arena… un vínculo como el nuestro…
—No bendecido por la Iglesia, sí, estoy de acuerdo, y que además choca con los sentimientos virtuosos de la mayoría de la gente.
—Efectivamente, eso es… En semejante tipo de amor, hay siempre una mancha en el interior de la fruta, que poco a poco va extendiéndose hasta pudrirla entera.
¿Por qué tuvimos que encontrarnos, o mejor, por qué uno de nosotros no nació mujer? Con sólo que tú hubieras sido una de esas pobre muchachas…
—Vamos, deja de lado todas esas fantasías morbosas y dime francamente si podrías amarme aún más.
Él me lanzó una mirada llena de tristeza, pero no pudo decidirse a decir una mentira. Pasado un instante, añadió:
—Hay amores que deben durar aún después de haberse extinguido los ardores de la juventud. Dime, Camille, ¿es así tu amor?
—¿Por qué no? ¿No puedes permanecer para siempre tan enamorado de mí como yo lo estoy de ti? ¿O debo sólo hacerte caso en razón del placer que me procuras? Tú bien sabes que mi corazón suspira por ti aún después de haber satisfecho mis sentidos y aplacado mi deseo.
—Sin embargo, sin mí, hubieras podido llegar a amar a una mujer, a la que habrías hecho tu esposa…
—Y hubiera descubierto demasiado tarde que había nacido con otras necesidades. No, tarde o temprano hubiera padecido mi destino.
—Todo puede ser muy diferente ahora; saturado ya de mi amor, puedes casarte ahora y olvidarme.
—¡Jamás! ¿Pero no es tu propia confesión la que ahora haces? ¿Vas a hacerte puritano ahora o, como la Dama de las Camelias y como Antínoo, piensas que es necesario sacrificarte por mí en el altar del amor?
—No te burles, te lo ruego.
—No, voy a decirte lo que vamos a hacer. Dejemos Inglaterra. Marchémonos a España o al sur de Italia, abandonemos Europa incluso, si así lo quieres, y vayamos al Oriente, donde seguramente ambos hemos vivido una vida anterior, y que yo quiero considerar como el lugar donde transcurrió mi infancia. Allí, desconocidos de todos, el mundo nos olvidará…
—Sí, pero ¿puedo en verdad dejar esta ciudad? —susurró hablando para sí.
Yo sabía que desde hacía algún tiempo Teleny venía siendo acosado a causa de sus deudas, y que los usureros emponzoñaban su vida.
Al enterarme de esto, y sin que él llegara a saberlo, importándome poco lo que pudiera pensarse, pasé por casa de todos sus acreedores para hacer cargo del pago de sus deudas. Me disponía a advertirle, y consolarlo así del peso que ensombrecía sus días; pero el Destino, el ciego, cruel e inexorable Destino, me cerró la boca.
Llamaron de nuevo al timbre con insistencia. De haber sonado este timbre pocos minutos más tarde, ¡cuán diferentes hubieran sido nuestras vidas! Pero todo estaba escrito, como gustan de decir los orientales.
Un criado le anunció que acababa de llegar el coche que debía conducirlo a la estación. Mientras se preparaba, lo ayudé a empaquetar sus efectos y todo lo que podía necesitar. Por casualidad di con una caja que contenía unos cuantos sombreros ingleses, y le dije en broma:
—Voy a meterte alguno en tu maletín, tal vez puedan serte útiles.
Él reculó un paso y se puso pálido.
—Quién sabe —dije—. Tal vez una hermosa patrona…
—No te rías, te lo ruego —replicó él con tono enfadado.
—¡Oh! Ahora puedo permitírmelo. ¿Sabes que llegué a estar celoso de mi madre porque…?
Al oír estas palabras, Teleny dejó caer al suelo el espejo que en aquel momento tenía en sus manos, que quedó partido en mil pedazos.
Ambos, a la vista de los trozos, nos quedamos espantados. ¿No era aquel acaso un mal augurio?
El tiempo pasaba. Teleny tomó la maleta y ambos bajamos a la calle.
Lo acompañé hasta la estación y, al bajar del coche, lo estreché entre mis brazos. Nuestros labios se unieron en un largo y último beso, lleno de afectuosa ternura, y no de lujuria.
Al separarme de él, tuve la impresión de quedarme sin alma. Mi amor era como la túnica de Neso, y separarme de ella era como arrancarme un trozo de carne. Toda mi alegría se iba con él. Lo seguí un trecho con la mirada, mientras él se alejaba a paso ligero, con su habitual gracia felina. A la puerta del vagón, se volvió por última vez, y pude notar su palidez mortal, y sus rasgos descompuestos, que le daban un aspecto de verdadero suicida.
Haciendo un último gesto de adiós, desapareció.
El sol, para mí, acababa de apagarse. La noche se extendía por el mundo. Lleno de temores, me pregunté temblando qué calamidad escondían tan tupidas tinieblas.
La evidente angustia de su rostro me había alarmado. Me di entonces cuenta de cuán locos estábamos para infligirnos así, sin necesidad alguna, semejantes pesadumbres, y me precipité fuera del coche de alquiler en que volvía a mi casa, para suplicarle que se quedara. Pero ya era demasiado tarde, y el tren trepitaba ya, llevándose a Teleny.
No me quedaba otra salida que escribir a mi amigo, pidiéndole perdón por haber hecho lo que con tanta frecuencia me había prohibido hacer, es decir, haber dado orden a mi agente de reunir todas las facturas que obraban a su nombre, para hacerlas efectivas todas. ¡Ay! Esta carta jamás llegó a su poder, y mi intención se quedó en intención sólo.
Volvía a tomar otro coche y me dirigí hacia mi despacho por las calles populosas de las ciudades.
¡Cuán sórdido y vacío me parecía el mundo!